Introducción
Los antepasados decían que se iban a las
viejas praderas, donde había mucha caza,
donde él podría cantar libre, donde hay un
lugar especial para los espíritus kumiay.
Aurora Meza
En octubre de 2011 Demetrio Pulido falleció en su comunidad, La Huerta, en el estado de Baja California. Este suceso desencadenó una serie de procesos en la cultura y en las relaciones sociales que se pusieron en acción al cabo de los 12 meses siguientes en esta localidad kumiay. En este artículo se toman los dos aspectos para narrar el Lloro de Demetrio Pulido, utilizando la evidencia histórica y la descripción etnográfica, por lo tanto utilizamos simultáneamente una perspectiva sincrónica y diacrónica. El texto explora los distintos matices de la cultura yumana sobre los ritos mortuorios y describe, con la evidencia etnográfica, el ritual del Lloro. Se narran las últimas 12 horas de este suceso y las relaciones sociales que operaron tanto en la comunidad como al exterior de la localidad kumiay. Por último, en el texto se explora la ambigüedad entre los mitos y realidades en la que conviven los cantantes en la sociedad yumana, y la relevancia sociocultural de la muerte de uno de ellos.
Se aborda el análisis de este tema a través de tres vertientes:
1. En primer lugar se describe el Lloro realizado para despedir a Demetrio Pulido en octubre de 2011 en la comunidad kumiay de La Huerta.
2. En segundo lugar se analiza críticamente la bibliografía relacionada con este tema para esclarecer las similitudes y diferencias con otros rituales.
3. En tercer lugar se interpreta críticamente el lugar que ocupan las ánimas y espíritus en el panteón mítico kumiay y, por extensión, en el yumano.
El Lloro de Demetrio Pulido, un maestro cantante fundamental para la comunidad -un símbolo de conocimientos para los habitantes de la región-, fue una ceremonia de encuentro. Se reunieron familiares desperdigados por la península de Baja California, se rencontraron viejos amigos en viejas formas rituales, juntaron su canto y su danza muchos indios yumanos venidos de todas partes. Asistió Pulido a la conmemoración de un año de su muerte, fue invitado con el pensamiento, el recuerdo y el ritual. Colocaron su ropa, construyeron con ella su cuerpo para que bailara, cantara, fumara y comiera; pusieron su foto para hablar con él, con su imagen, le bailaron y cantaron 12 horas, platicaron de viejas memorias, arreglaron desacuerdos, se despidieron y le solicitaron que se marchara. Fue su última fiesta.
Hace mucho tiempo que no se celebraba en la comunidad un cabo de año de forma tradicional. La familia de Pulido determinó invitar a las hermanas Meza, habitantes kumiay de la comunidad de Juntas de Nejí, para que llevaran a cabo el Lloro. Para Hohenthal (2001), los kumiay de La Huerta y de Nejí llaman a esta ceremonia takai kiña, que se traduce como la ceremonia de quemado de la ropa.1
La última fiesta de Demetrio Pulido mantiene la forma ritual funeraria de los yumanos antiguos. En las tribus de las Californias este modo ritual es parte de un ciclo que comienza con los funerales de enterramiento, pero continúa con los hoy llamados Lloros. Primero se borra el cuerpo y la presencia del muerto nuevo; tiempo después se construyen objetos nuevos en los que a través de la acción ritual se corporiza su presencia de forma acotada, controlada, en un tiempo y un lugar preciso. Existe una tercera etapa de este ciclo, un rito hoy desaparecido, llamado Gran Lloro, registrado entre los kiliwas como ñiwey, el cual consistía en invitar a una pléyade de ancestros para dialogar con ellos, originando una reunión clánica de vivos, muertos recientes y viejos ancestros (Meigs, 1939; González y Gabayet, 2015), a la que regresaremos más adelante para proponer una forma ritual que incluye la construcción de cuerpos temporales para los muertos en el contexto funerario yumano.
Desde los primeros registros históricos sobre funerales entre los clanes de Baja California se menciona la cremación de los cuerpos, así como la quema de las pertenencias del muerto (en el año 2000 se realizó la última cremación de líder tradicional cucapá Onésimo Cepeda, aunque actualmente es una práctica en desuso). Sin embargo, en el ciclo ritual mortuorio de Demetrio Pulido no cremaron su cuerpo ni incineraron sus pertenencias, simplemente fue enterrado con su sonaja. No obstante, consideramos analizar en este texto la reformulación de la forma ritual de la quema y la permanencia de su función simbólica.
Es así que el funeral evoca una secuencia de olvido y recuerdo que se confirma en la acción ritual del Lloro, la cual tiene lugar a partir de la desaparición del cuerpo, cuando el espíritu recoge cualquier rastro de su presencia, desanda sus pasos durante 12 meses en los que recolecta sus huellas, sus uñas, su pelo y cualquier vestigio de su presencia en el mundo de los vivos. Por su parte, los vivos se concentran en borrar de su memoria la vida en común que tuvieron con el difunto, ya que acordarse de él o llamarlo por su nombre es invitarlo de nuevo, acercarlo con el pensamiento y restablecer un vínculo siempre arriesgado. Los ritos funerarios comienzan con el enterramiento, continúan con el desvanecimiento paulatino de la persona y concluye con el Lloro, ceremonia que reproduce fielmente no sólo el funeral, sino el proceso de transformación ontológica del sujeto a lo largo de los 12 meses que han transcurrido desde su deceso. El Lloro, conmemoración que se funde a través de la historia con el cabo de año católico, tiene como objetivo construir cuerpos para recibir a los espíritus en un contexto ritual, y así establecer un diálogo. Los paipai llamaban a esta ceremonia keruk, los diegueños, takay y los kiliwa, jamsip (Davis, 1919; Michelsen y Owen, 1977; Forde, 1931; Meigs, 1939).
Hoy se le llama de modo panyumano y en español Lloro. En este texto lo describiremos y propondremos una manera de abordar la forma ritual de los ciclos ceremoniales con respecto a la muerte a partir del análisis del Lloro de Demetrio Pulido. Para ello nos concierne vislumbrar la morfología de la acción ritual en que se establecen las relaciones entre muertos y vivos a través de los objetos, los gestos y la palabra, así como conocer también la tradición ritual que ha perdurado desde los primeros registros hasta nuestros días. Por último, importa distinguir las confluencias culturales de las regiones, desde la Alta California hasta Baja California Sur, de la mano de los préstamos o intercambios de artefactos y formas rituales.
El tiempo ritual del lloro de Demetrio Pulido
El Lloro es un segundo funeral, la terminación de la recolecta de la existencia del muerto que se ha llevado a cabo en el transcurso de un año en tiempo ritual. Al terminar de recoger todo lo que en vida cualquier individuo va soltando, las trazas de su presencia (las huellas, el pelo, las uñas, los recuerdos o la energía del trabajo dejado en utensilios), se reúnen todos aquellos que tuvieron un vínculo con el muerto y organizan la última fiesta de aquél. Para despedirlo se prepara un "ritmo otro"; es decir, las condiciones ritualizadas necesarias para dialogar sobre la vida en común.
En nuestro caso, la preparación de este "ritmo otro" del tiempo ritual del Lloro de Demetrio Pulido comenzó con un circuito de alianzas que involucró a Gilberto Arce, su sobrino y aprendiz de canto, a las hermanas Meza -últimas conocedoras de los rituales funerarios tradicionales-, así como a los cantantes yumanos, convocados todos para que asistieran a rendirle tributo, además de las instituciones que hoy tienen relación con las actividades de los pueblos originarios de Baja California: la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (CDI), el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH) y el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (Inali). Aunque antiguamente lo que la familia hacía era acumular lo que se recolectaba a lo largo de dos o tres años, actualmente se ahorra un tanto y además se capitalizan las relaciones con las instituciones gubernamentales que apoyan la revitalización de los pueblos yumanos. Buscar a los guías del ritual, convocar a los cantantes, formaba parte de las dinámicas de la preparación del rito de las tribus como lo corroboran Davis (1919), Meigs (1939), Forde (1931) y Michelsen y Owen (1977). No está de más mencionar que justamente estos eventos funerarios cumplían la función de reunir a las tribus. En las obras de varios de los autores citados se menciona que los cantantes invitados muchas veces eran de otros grupos; por ejemplo, Forde (1931) comenta que los yumas invitaban a los mohave y a los cucapá.
Para establecer el espacio ritual, conforme los viejos tiempos, se recolectó sauce y se construyó una enramada,2 que en este caso no albergó toda la ceremonia, en tanto se hizo en una especie de porche que antecedía el espacio interior del cuarto donde se instaló propiamente el altar. En los registros históricos sobre este ciclo ceremonial, tanto en el segundo funeral, así como en el tercer ciclo, se delimitaba el espacio ritual mediante la construcción de un armazón compuesto por una estructura de palos macizos y recubiertos de sauce. Por ejemplo, el 16 de marzo de 1966, Ralph Michelsen y Roger Owen registraron un keruk, en la comunidad de Santa Catarina, se trataba del segundo funeral de Eugenio Albáñez, y al respecto anotaron: "El lugar donde se realizó la ceremonia fue una enramada construida específicamente para la ocasión" (Michelsen y Owen, 1977: 48).
También se recolectó leña, se trazaron con piedras los círculos para hacer dos fogatas, se arreglaron estufas y se compró comida para servir tres veces. Previamente se compraron algunos metros de tela negra y de colores, una muda de ropa, un sombrero, 30 paliacates y 30 calcetines. Las hermanas Meza, encargadas del ritual, comenzaron a preparar las cosas que utilizarían al mediodía, señalado como el inicio formal del tiempo ritual. Cortaron la tela negra y formaron moños, con los que distinguían a los parientes, pues esta distinción es fundamental en la forma del ritual. En este sentido, la tradición dicta que los deudos del muerto deben permanecer en ayuno, cortarse el pelo y no recibir nada de la ofrenda; así, los moños negros funcionan como insignia parental y duelo.
Las hermanas Meza dispusieron las telas, con algunas se hicieron faldas largas, a su vez cortaron tela negra para elaborar un mantel y adornar el altar. Armaron tres cajas forradas, además de coser cruces blancas de encaje sobre la tela. Formaron, luego, "el cuerpo" de Demetrio Pulido con una camisa, un pantalón, un paliacate, un sombrero y calcetines, unidos por alfileres (se corporeiza al cantante). También incluyeron en la preparación una fotografía del difunto, así como la representación de un pequeño ataúd de tres niveles, lo cual sumaban entonces tres receptáculos para el espíritu del difunto.
En este Lloro, lo que serviría de recipiente para el espíritu de Demetrio sería la ropa nueva, un sombrero, una fotografía y tres pequeños ataúdes, que coincide con el registro que Michelsen y Owen (1977) hicieron del Lloro de Eugenio Albáñez, en la comunidad paipai de Santa Catarina en 1966. Según Ralph C. Michelsen, este conjunto de objetos funcionó temporalmente como un depósito para el espíritu del muerto, de modo que aunque había una fotografía, "el muerto estaba representado en una camisa y un pantalón expresamente comprados para este propósito y que se encontraban colgados atrás del altar" (Michelsen y Owen, 1977: 48). Sin embargo, consideramos que la fotografía puede ser integrada como un elemento de visibilidad, por la correspondencia en cuanto la idea de imagen y cuerpo perceptible del muerto mediante el contexto ritual.
Entre los kumiay, los yuma, los paipai, los kiliwa, los cochimí, los guaycura, los mohave y los cucapá, se construían figuras antropomorfas con materiales diversos: fibras de mezcal, de yuca o de madera, de acuerdo con algunos registros, y éstas se adornaban con conchas, pinturas, collares y cabelleras humanas, incluso vestimenta confeccionada para la ocasión. Entre los diegueños (kumiay), descritos por Davis (1919), estas figuras eran además adornadas con plumas sobre los hombros, y se les proveía de una red que contenía un par de ollas pequeñas llenas de comida y algo de beber, lo cual servía de provisiones al difunto para el viaje hacia el mundo invisible.
De hecho, lo importante en la construcción de las imágenes de los muertos en todos los casos es elaborarlos lo más parecido a la persona original, de ahí que debían ser los familiares -que conocían más sus rasgos- quienes las construyeran.3 Finalmente, cabe mencionar que la ceremonia del Lloro abre el camino al espíritu del difunto para transformarlo en una presencia visible.
Inicia el tiempo otro
Dan las 12 del día y empieza a correr el tiempo otro dentro del tiempo ritual. Fernando, un joven cantor de Nejí, saca el bule de su paño, mueve la mano y empieza el sonido; con una mano en la espalda y la cabeza baja inicia su canto. Al mismo tiempo Norma Meza, su madre, sopla sobre la brasa de un manojo de salvia, en seguida sale el humo oloroso que va orientando con el movimiento de su mano sobre el cuerpo de los presentes, por delante y por atrás. Es la "limpia" de esencias olorosas y poderosas que quitan la tristeza y los enojos para recibir el espíritu de Demetrio con el corazón abierto. Entonces entran al recinto a cubrir la mesa con tela negra y las paredes con las telas de colores, ni un resquicio queda sin cubrir: antes de paredes blancas, ahora saturado de color. Ahí, en las telas colocan la ropa cuerpo de Demetrio, los calcetines, los paliacates y la fotografía del muerto; sobre la mesa ponen el altar, el cual consiste en tres ataúdes en pirámide colocados bajo la foto, 12 velas (6 de cada lado de los ataúdes), un tequila, algunos vasos y cigarros colocados fuera de su caja en vasos, también cosen las cruces de encaje sobre los ataúdes y el mantel sobre la mesa que sostiene el altar.4
Una vez dispuesto todo, colocado ya, se prende de nuevo la salvia y se impregnan los objetos recién puestos. Entonces los presentes saludan al espíritu de Demetrio Pulido que ha llegado y convertido la muda de ropa en un cuerpo-presencia. Teodora Cuero, madrina del difunto, le da la bienvenida desde una esquina, le dice que esta es su fiesta, que están listos para vocalizar y bailar con él, le recuerda que ya acabó su recorrido desandando sus pasos, recogiendo sus cosas, borrando su presencia; en aquel momento, todos se levantan a bailar con el canto de Fernando.
Al terminar un primer largo baile, Teodora se coloca frente a la fotografía y comienza un diálogo personal con él, le reclama haber muerto antes que ella y no cumplir el acuerdo que hicieron, en cuanto a que él cantaría en su funeral y Lloro, le recordó que ella era su madrina y que lo alcanzaría pronto para estar juntos, luego habló largo en kumiay. Al final, Teodora Cuero se desvanece y tiene que ser sostenida por las hermanas Meza que escuchaban atentas a su lado.
Así empieza una larga fiesta de canto y danza que dura toda la tarde, las Meza bailan frente al cuerpo-ropa, la gente que va llegando saluda a la fotografía, establece un diálogo con Demetrio para después instalarse. Por su parte, los cantantes sacan su bule y se sientan a entonar, los demás salen del recinto y encuentran a viejos conocidos, lejanos parientes, compadres abandonados. Le cantan y bailan doce horas en el transcurso de las cuales van llegando indios yumanos de todo Baja California, parientes, amigos, colegas, funcionarios, antropólogos, alumnos. Todos tienen algo que decirle, una copla que compartir, una danza que bailar con él, vienen todos los cantantes de Baja California, pues a un cantor yumano su gremio lo debe despedir, por eso interpretan cantos toda la tarde y parte de la noche, turnándose o agitando el bule todos juntos (cuando se descansa, estos objetos reposan sobre el altar).
En ese pequeño espacio se le rinde homenaje; pasa el tiempo, se van consumiendo las velas y se acerca el final de las 12 horas que rememoran los 12 meses que el alma de Demetrio tardó en recopilar su vida. Este ritmo otro, dentro del tiempo ritual de un año, se define por la comprensión relacional del encuentro, la presencia de todos los asistentes al ritual jamás sucede en la vida de un yumano. Es ahí, en sus segundos funerales, en donde ese ritmo, contado y limitado, permite la presencia del espíritu y poner en juego las relaciones con las personas de su vida por medio del diálogo. Vale la pena hacer notar que es exacto el momento en que se marca el inicio del tiempo ritual, pues colocar las telas, el altar y el cuerpo-ropa, además de la foto, hace presente al espíritu del difunto. A las 12 debe llegar y a las 12 debe irse, este es el objetivo central de todo el rito, para lo que existen 12 velas que se van consumiendo y marcando el tiempo de la visita del muerto, metáfora de los meses en los que el muerto estuvo recogiendo sus pertenencias.
De la misma manera este funeral es un reflejo del primer funeral. Un juego de espejos en los que son análogos los 12 meses, las 12 horas, así como una vida. A través de las relaciones presentes y reales, entre el muerto y los vivos, se aglutina lo que conforma a un indio yumano, las relaciones, los recuerdos, los pasos dados y los caminos surcados. Así, el Lloro es efectivamente la repetición del funeral pero ahora con un muerto "completo", porque ya tiene todo lo que recogió, por lo tanto puede hacer su última fiesta por ser el momento de su verdadera muerte.
Cuando el cuerpo-presencia baila y toca el bule
Él sale a danzar con nosotros, él andaba
con nosotros, por eso es que nosotros nos
alegrábamos, porque cuando salía la ropa,
nosotros le decíamos, así bailábamos con
él también.
Alma Cuero
Llegaron todos a tocar, a interpretar las canciones de Demetrio Pulido, a entonarlas con él, con su cuerpo-presencia. Antes de las 12 de la noche toman su sombrero y bailan. Más adelante, quitan los alfileres que sujetan la ropa pegada a la pared y la colocan en un gancho de ropa, arriba colocan el sombrero. El cantante toma el cuerpo ropa y lo pone delante de él con el sombrero a la altura de su cabeza, así queda escondido detrás y este cuerpo-presencia se convierte en una suerte de disfraz, una máscara de cuerpo completo.
Los cantantes salen y forman tres filas, dando la espalda al lugar de la ceremonia; todos los demás presentes integran hileras frente a ellos. Bailan todos con el cuerpo-presencia de Demetrio, entran y salen del reciento ritual tres veces en un ciclo de canciones.5 Del cuerpo-presencia de Demetrio sale una mano que toca un bule y una voz aparenta salir de su sombrero, parece que quien toca el bule y canta es Demetrio Pulido, creando así un efecto perlocutivo.
En el registro que se realizó en 1996 de la ceremonia keruk en Santa Catarina, encontramos algunas diferencias. En esa ocasión, el líder del rito tomó la ropa de Eugenio Albáñez y, al ritmo del bule, la levantaba y la bajaba haciendo reverencias al retrato del difunto. Más adelante el cuerpo-ropa pasaba de mano en mano por todos los participantes del ritual. En el rito de los diegueños los jóvenes casaderos fungían como receptáculo de los muertos en un primer momento del ritual, en tanto se construían las efigies; los primeros cuatro días los muchachos eran vestidos y pintados a semejanza de los muertos que recibirán (Davis, 1919).6
Mientras en el keruk yuma describen los hechos así:
Se les manda a decir a los artesanos de las imágenes que salgan de los arbustos, y entonces estos caminan lentamente en fila, llevando cada uno una imagen enfrente. Más tarde los cargan e igualmente los hacen bailar (Forde, 1931: 221-236).
En el Lloro kumiay de La Huerta, después de bailar delante de la familia frente a frente, dispuestos en tres filas de cantantes, incluido el cuerpo-presencia de Demetrio Pulido, las hermanas Meza y los demás asistentes forman un gran círculo que gira hacia la derecha y, bailando, dan la vuelta un par de veces.
Cremar para borrar y olvidar a través de la transformación del cuerpo
Más adelante, juntan todas las cosas del altar con algunas pertenencias del muerto, con ellas hacen un bulto envuelto en tela negra; ponen el sombrero de Demetrio encima y cargando el envoltorio salen de la enramada. Al final, lo colocan en una de las fogatas que arde desde que se metió el sol, regalan un par de cosas del muerto a amigos cercanos, jóvenes cantantes, pero no a parientes (ya que la esencia vital es contaminante y peligrosa sólo para los consanguíneos), y posteriormente lo queman todo.7
Dos objetivos deben cumplirse en los funerales de un yumano, borrar el cuerpo-presencia del mundo de los vivos y enviarlo a otro lado. Para ello, es sabido que "la costumbre funeraria más arraigada en el sur, desde tiempos prehistóricos, era la cremación" (Álvarez de Williams, 2004: 77-78). Al morir un indio, queda la traza que recorrió el cuerpo, quedan las huellas en la tierra y cualquier desprendimiento corporal. La existencia del cuerpo de los indios se imprime en los objetos cotidianos, su ubicuidad permanece y los convierte en entes con cierta fuerza, el halo del muerto. Quedan también los recuerdos del muerto como algo tangible, la asistencia material de los pensamientos, todo se debe recoger y desvanecer. La cremación ha dejado de hacerse pero la quema de los objetos rituales que representan el ataúd, repiten en esencia la idea de la transformación ontológica del muerto a través del fuego. Pero, ¿qué hay subyacente a la manifestación y el olvido de los muertos?
José Ochurte, kiliwa que vivió la mayor parte de su vida en La Parra, una ranchería cercana de Arroyo de León, nos llevó a visitar los lugares donde alguna vez se asentaron sus casas a lo largo de la pequeña barranca, una especie de oasis verde con aguaje en medio de las montañas desérticas del territorio kiliwa. Mirando la barranca desde una cima nos dijo que era malo recordar a los muertos, que para hacerlo hay que ser fuerte y el cuerpo debe aguantar; también nos dijo que mirar los lugares donde residieron los muertos hace que los vivas de nuevo, que los sientas.
Aunque un tanto en desuso, pero aún presente como prescripción ritual, cuando muere un indio yumano la familia se muda, quema la casa y se establece en otro lado. Lo muertos debieron recoger su presencia, los vivos no deben mirar ni rememorar. Recordar a través de la mirada de un espacio semivacío, vacuo de la manifestación visible del pariente muerto dispara un proceso de evocación en el que se llenan los espacios faltantes, se construye la presentación, por lo tanto, se le da existencia. Parecería entonces que en realidad siguen estando ahí, sólo que no son visibles para los vivos. Pero es peligroso, porque entre los yumanos sentir la presencia cercana de los muertos es empezar a morir uno mismo poco a poco.
Los muertos necesitan sus objetos en ese otro mundo, el fuego convierte su materia, y se produce una trasformación ontológica. De acuerdo a diversos testimonios de kiliwas y paipai, la manipulación de los objetos de uso cotidiano les imprime el sello de la volición humana, dejando una especie de fuerza, un pequeño trazo de la existencia humana en los objetos. El final de la vida de un indio en esta tierra concluye al quemar los objetos que logró juntar durante su vida: hachas, cuchillos, el caballo, la silla de montar, la ropa, los cuencos, las tazas, entre otros.
La presencia del cuerpo del indio muerto asemeja a una gran medusa, en la que los filamentos, en ocasiones visibles y otras veces transparentes, están presentes en lugares, en objetos y en recuerdos. Por eso, si el muerto olvidó una uña, un cabello, estará penando, no está limpio.8 La idea de limpieza se refiere, desde la epistemología yumana, a un cuerpo-presencia completo, no dejar nada detrás y llevarse todo lo que define a la persona yumana. Shipek, citada por Garduño (1994: 262), parafrasea a Delfina Cuero, gobernadora tradicional del pueblo kumiay, cuando ésta le cuenta que se debe quemar al difunto y sus cosas para que pueda llevarlas consigo y no regresar por ellas, pues allá también las necesita. Los 12 meses implican este proceso de completitud en que se aglutina todo el proceso de vida. Entonces, son dos aspectos del mismo rasgo cultural, quemar implica llevarse las cosas, pero también desvanecer el paso de un indio en tierras yumanas, aunque el ritual de la cremación del cuerpo vaya desapareciendo.
La cremación del cuerpo, junto con la quema de sus pertenencias,9 confluía como rasgo cultural entre los kiliwas (Meigs, 1939; Ochoa Zazueta, 1978,) los diegueños o kumiay (Davis, 1919; Garduño, 1994), los paipai (Magaña, 2005: 30) los cucapá (Álvarez de Williams, 2004), los yuma y los mohave (Forde, 1931). Los ritos de quema de pertenencias se dan en dos momentos: el primero ocurre inmediatamente después del deceso, y otro, pasado cierto tiempo, que permitía almacenar comida para realizar la ceremonia e invitar a los otro clanes yumanos: este sería el Lloro o el cabo de año. En el Lloro, espejo del funeral, se repite con un cuerpo-presencia completo.
Del cuerpo-presencia de los muertos emana tal poder que el lugar donde se asentaba la casa, ya quemada, no puede ser utilizada de nuevo: la construcción en la que se recrea la vivienda se debe ubicar en otro lado (Meigs, 1939). Lo observamos con la familia kiliwa de los Ochurte en la barranca de La Parra o en Santa Catarina con la familia Castro.10 Esto indica que aún incendiada, su presencia sigue ahí con la casa, así como los objetos como apéndices corporales que, aunque invisibles, siempre están presentes: es el mismo mundo pero en diferentes calidades.
Regresando al Lloro actual, la presencia visible de Demetrio Pulido en la tierra terminó al ser quemado el bulto mortuorio (los ataúdes, el altar y el objeto al que se hace referencia como el propio cuerpo del muerto),11 reproduciendo de algún modo los antiguos ritos funerarios en los que se incineraban las imágenes de los muertos. Así, como en el wukaruk de los diegueños, el keruk u otro segundo funeral de los yumanos, el alma puede partir a su destino final.
La hora del baile secular
Han dado las 12 en el Lloro de Demetrio Pulido, él ya está en proceso de ancestralización, limpio y completo se ha ido. Es entonces el tiempo de los vivos, comienza el festejo, cantan y bailan toda la noche alrededor de las fogatas.
Después de que Venus se va a dormir, la estrella floja a decir de los indígenas, amanece. Entonces familiares e invitados llevan los calcetines, los paliacates y las telas que cubrieron las paredes al cementerio, los colocan sobre la tumba y cantan. Después se reparten los objetos entre los asistentes que no son familia del muerto, se hace una limpia con salvia a todos los presentes mientras se canta en el cementerio, al final las hermanas Meza hacen una fogata afuera y queman los últimos vestigios del altar.
Garduño (1994) describe la importancia de la limpia con chamizo blanco y el baño de agua fría en el contexto del takay, para espantar a los muertos. Este gesto es el que ha perdurado intensamente entre los yumanos aunque no realicen ningún otro elemento del ritual. De alguna manera es la fórmula en extremo simplificada de la función de todo el ritual, el humo ahuyenta a los muertos, pero también desaparece la traza que pudo haber dejado el cuerpo presencia del fenecido en el cuerpo de los vivos.
La repartición de las telas, paliacates y calcetines, es la réplica readaptada de la distribución de la recolección que se llevaba a cabo en los segundos y terceros funerales -por llamar de alguna manera el Gran Lloro- para justamente agasajar y dar una retribución por haber acompañado y participado con la familia en el ritual. Como se menciona al inicio de este texto, el ciclo funerario es la institución ritual que define a las tribus yumanas, en el sentido de institución total. No sólo las define en cuestiones relacionadas a la muerte, sino incluso implica el intercambio de mujeres así como la alianza entre los clanes. Por lo tanto el intercambio de comida ofrecida por la familia que organiza los Lloros, o en este caso, los paliacates, las telas y los calcetines, tiene como objetivo el fortalecimiento de esta comunidad imaginada.
El destino de las almas
En los mitos yumanos confluye la idea de un origen norteño de las tribus. Mencionan que migraron de tierras de la Alta California: el contacto con los mohave y los diegueños se plasma en la narrativa mítica. Pero con respecto a los kiliwas creemos que figuran como una frontera cultural más relacionada con el sur, pues contemplan el destino del alma de sus muertos no al norte, sino atrás de las montañas de la sierra de San Pedro Mártir, la costilla de la tierra, como ellos le llaman, y encaminados hacia el mar. Entre los kumiay y los cucapá, Fray Luis Sales advierte: "Yo apoyaré este dictamen con la creencia de los indios, pues tienen por tradición que, cuando mueren, todos vuelven para el norte a ver los primeros y antepasados que los pusieron en la California" (Sales, 2002: 71).
Sin embargo, lo que parece importarles sobre todo son las condiciones de ese otro mundo que describe Aurora Meza, como una gran pradera donde los animales se entregan para ser comidos, lleno de flores y vegetación. Clemente Rojo, hace 147 años, en una plática con los indios en Santa Catarina, lo describe así:
Les han asegurado que sus deudos muertos habitan una mansión muy hermosa, poblada de árboles grandes y llenos de frutas deliciosas, que los venados, liebres y conejos, lo mismo que las grullas, patos y codornices, allí no huyen de la gente y los coge el que quiere comerlos con la mayor facilidad (Rojo, 1987: 16-17).
Además de esta descripción, que parece la idea de paraíso de los indios de esta región, para entender el ciclo ceremonial fúnebre de los yumanos, son cruciales las formas de nombrar a los muertos. Esto se hace por etapas y de acuerdo con la temporalidad dentro del ciclo en el que se encuentran. Por ejemplo, entre los kiliwa se nombra al que se muere como pato y se traduce "él está muerto"; tres días después de cremado tokuniáu (jai), que se traduce como "se esconde", sin ñiwey se dice pat-k-mat.kwi yumi, "está acabado". Después del ñiwey, la expresión pá iajasé define a los muertos ancestrales en general, según Meigs (1939).
Esta clasificación nos orienta en los estadios y diversas formas de estar de los muertos, de acuerdo con el tratamiento ritual que deben hacer los parientes vivos, así como de las nociones escatológicas del cosmos. Cada uno de estos tipos de muertos se asocia a ciertos territorios. Por ejemplo, el muerto reciente reside en uka'wa'wy, que significa la montaña de la Casa del Cuervo, que se encuentra al sur del poblado de Santo Tomás, en la sierra de San Pedro Mártir. Mientras el albergue definitivo pá iajasé era uma(i) wa', que significa "la casa donde viven los muertos" (Meigs, 1939). Para Garduño (1994), los akwa'ala y los paipai tenían como refugio temporal de los muertos a una montaña llamada Kinyi'l wi'ue, ubicada al sur de su territorio, que según los paipai de San Isidoro se encuentra al norte de Arroyo Carricito.
Por su parte, Daryl Forde menciona algo justamente del ciclo ceremonial mortuorio de los yumanos, en relación con la manera en que los indios se van convirtiendo en ancestros:
Para los yuma, los cuatro planos mencionados previamente incluyen la tierra y el destino final, además que el progreso es regulado de tal manera que las personas que vivieron juntas en la tierra se reencuentren en el más allá (Forde, 1931: 179-180).
Un Lloro o segundo funeral tiene como objetivo la transformación ontológica del yumano para producir un ancestro, pero ¿cuáles son los rasgos que definen la forma ritual? Después de la muerte de un indio yumano empieza la acumulación de bienes que permiten su realización. Luego, en la fecha dictada al establecimiento del contexto espacial del rito a través de la enramada, se marca el lugar. Más adelante, la instalación de los excedentes del cúmulo de la recolección o el ahorro establecido, confirma el establecimiento de un momento singular; no obstante, el acopio no se daba en las tribus cazadoras recolectoras. Por lo tanto, para la creación del cuerpo, seguida de la vitalización del cuerpo-presencia a través de la música, la danza y el préstamo del movimiento corporal, lo fundamental es la puesta en escena del orden relacional del muerto con los vivos, para una recolección de recuerdos y lograr la consagración de la persona. Como última etapa del rito, queda la quema de los restos visibles, recreados o históricos del muerto, la construcción del olvido intencionado. Al final, la limpia de la contaminación y la repartición de los excedente como estrategia de fortalecimiento entre los yumanos.
Los dioses quemaron primero
La cremación del cuerpo como objetivo central de los funerales aparece dictada desde los tiempos míticos, como legado de los dioses creadores: hazañas épicas que culminan con un dios ambivalentemente perdedor, el cual instruye a sus descendientes sobre cómo se debe realizar su propio funeral y así se establece la tradición funeraria, por ejemplo, entre los cucapá,12 así como los kiliwa, los diegueños y los yuma.
Kelly (1977) recolecta el mito cucapá, el cual narra que al morir el dios Sipá entona una canción en la que se encuentran las prescripciones de los ritos funerarios. En la variante del mito kiliwa recogida por Ochoa Zazueta (1978) y Meigs (1939), el dios Meltí ?ipá jalá (u) muere.13
Meltí ?ipá jalá (u) o Coyote-Gente-Luna el dios acepta que no es culpa de sus hijos no conocer las canciones. Desde entonces Coyote-Gente-Luna Meltí ?ipá jalá (u) enseñó las canciones de la muerte al león, para que éste a su vez se las enseñara a sus hijos y éstos a sus nietos (Olmos, 2002: 144).
En otros relatos del mito (Mixco, 1983) son los pájaros que cantan y lloran la muerte del dios, pero también en esta versión Meltí ?ipá jalá (u) roba la tradición funeraria al clan Taraiso, del cual proviene su mujer con el que establecen la guerra de venganza mítica de los kiliwa. Simplificando en extremo podemos pensar que efectivamente en la creación de la tierra de los indios yumanos, los dioses creadores legan cuatro cosas fundamentales, ejes de la cultura de las Californias: la recolección de semillas, la cacería, la organización clánica y los ritos funerarios.
Así lo registra fray Luis Sales (2002: 84) para los grupos de Baja California Sur:
Después puso nombre a todas las cosas, les enseñó el modo de la generación, pues la primera multitud de gentes las fue él fabricando con su propia mano, y, fatigado, enseñó a los hombres a procrear. Mandó a celebrar bailes y fiestas, y los puso a hacer exequias a los difuntos que hubiesen muerto con muerte natural; que a los de muerte violenta los quemasen. Los que fuesen más valientes, en muriendo, irían debajo del norte, donde estarían todos los fundadores, y allí comerían venado, ratones, conejos y liebres.
Por su parte Forde (1931) describe el origen de la ceremonia mortuoria de los yuma, en la que se pretende perpetuar la enseñanza del ritual que se le dio al primer hombre luego de la muerte del creador, Kukumat. Para los diegueños, la ceremonia mortuoria y todo lo que recolectan se hace en concordancia con lo que el propio héroe cultural Chaup dictó desde tiempos inmemoriales (Davis, 1919: 10).
Lo que inferimos de los relatos mitológicos respecto a los ritos mortuorios es que la muerte de los dioses creadores funda las condiciones sociológicas de los grupos yumanos. No sólo eso, incluso podemos pensar que los actos de los dioses en tiempos primigenios, en el contexto de la creación humana, también funcionan como un manual de procedimiento en el que a través de la acción ritual prescrita se logra la transformación ontológica de vivos a muertos. El rito no es la puesta en escena del mito, sino la acción ritual para provocar un cambio ontológico, en donde se repiten los gestos y las palabras cantadas para convertirse en antepasados y formar parte de esta pléyade de ancestros dioses. La acción ritual fundamentada en el mito opera entonces como herramienta de transformación en este mundo animista.
Las ceremonias yumanas
En este apartado nos proponemos realizar un breve análisis comparativo de ceremonias funerarias de los yumanos. Encontramos, de inicio, que existe un tercer momento en el ciclo mortuorio de los yumanos, aunque en algunas regiones se funden o confunden con los segundos funerales, debido a que comparten algunos rasgos. Parecería que la diferencia está basada en una cuestión de número, pues los segundos funerales son para un individuo, pero comparten el estilo ritual para un colectivo de muertos. En el take iña de los yumanos, forma registrada a través del Lloro de Demetrio Pulido, hemos identificado un modelo ritual, en el cual la construcción de cuerpos para hacer visibles a los muertos funge como estrategia de una transformación ontológica, que se logra a través del establecimiento del contexto ritual relacional que procede a animar estos objetos.
Wakeruk, jamsip, ñiwey, chiap, keruk, takay, Lloro y Gran Lloro son formas de homenajear a los muertos, ya sea para uno o varios difuntos.14 En todos ellos se da la confluencia de los rasgos que a continuación repito: la recolecta, la enramada, que define el espacio donde se realiza la ceremonia, los parientes, que se distinguen de los demás participantes, la construcción de cuerpos, la reconstrucción del espacio ritual con los excedentes, la animación de los cuerpos, el diálogo, los recuerdos, el cantar del camino, el encaminar a los muertos, el quemar de toda la presencia material del indio yumano, la desaparición, el borrar y el reforzar alianzas.
Davis (1919) menciona que la ceremonia de las imágenes son llamadas en inglés, Image Ceremony, Burning the Images, Burning the Clothes; en español Los Monos, Los Monitos; en cupano de Hot Springs, Nongawut; en luiseno, Tochinish y en diegueño, Wukaruk. También menciona que los indios yumanos del lado americano que seguían haciendo la ceremonia para 1919 eran los que vivían en Palm Springs, Banning, Pala, Campo, Weeapipe y Yuma.
Entre estas tribus la diferencia es poca, pues la manufactura de los monos difiere sólo en detalles. En general consisten en cabeza, cabello y plumas y todas ellas deben parecerse al fallecido homenajeado. Igualmente, menciona que son vestidos con ropa nueva, son festejados con mucho llanto, canto y baile para finalmente ser cremados. Lo cual coincide con la descripción, hecha con base en entrevistas realizadas por Hohenthal alrededor de la década de los cincuenta del siglo pasado en las comunidades de Nejí y La Huerta, comunidades kumiay.15
De acuerdo con el texto de fray Luis Sales, había entre los Guaycura un rito que se realizaba pasado el tiempo de una muerte, "para lo cual convoca el viejo y dice que el difunto quiere resucitar y comer con ellos, y como ya les dijo que tenía comercio con los difuntos, fácilmente lo creen" (Sales, 2002: 87-88). Así describe el evento ritual:
Debajo del brazo tiene una estera de juncos doblada, en donde escondió la capa pluvial de la fiesta. En otro palito tiene colgada la cabellera del difunto... se pone la capa pluvial de las cabelleras de los difuntos, y causa tal horror que parece un oso... entonces les enseña el palito de la cabellera del difunto, y les dice que allí está, que lo miren y ellos no ven nada. Sin embargo, dan gritos, se tiran los cabellos y hacen otras acciones ridículas. Ya desahogados con gritar, los consuela el viejo, hace mil preguntas a la cabellera y él mismo se da las respuestas a su gusto.
En este caso etnográfico sureño, el muerto homenajeado reside durante el ritual en su propia cabellera.16 Más adelante, Sales (2002: 87-88) menciona que se hace una remembranza de las cualidades del muerto:
Entonces, para alegrar al difunto, bailan todos, menos los parientes. Todos estos, en señal de luto, se cortan los cabellos. A diferencia de los registros etnográficos de otras tribus, no se menciona la quema, en este caso debería ser de la cabellera, el cuerpo portador del muerto, junto con las cabelleras de los deudos, como se hacía en la pira funeraria, sino que más bien se infiere que ambas cabelleras, así como todo lo recolectado y la parafernalia ritual es guardada y utilizada por el viejo.
Siguiendo la traza de la creación de cuerpos para los muertos, Forde (1931) menciona que aunque la recreación de la ceremonia Avikwame' es el objeto primario del ritual keruk entre los yumas, la ocasión es también individualizada como un recordatorio de las personas que hayan fallecido recientemente. La función de este rito es recordar muertos individuales, pero a la vez de forma colectiva. Forde (1931) arguye que en 1890 dos yumas, José Castro y Chappo Jackson, persuadieron a sus compañeros de adoptar la práctica de realizar imágenes de los muertos de los diegueños del sur.
Un culto rudimentario a la imagen existió entre los yuma previo al préstamo tomado de los diegueños: la costumbre formal era pintar los rostros de los líderes y oradores muertos al frente de los postes centrales de la casa keruk. Estas caras eran igual entre los diegueños y los actuales yuma, identificables por los tatuajes y diseños característicos usados por los hombres ya fallecidos. El conjunto de ropas que le quedaran al muerto eran amarradas al poste debajo de la cara, para posteriormente ser quemadas en el sitio durante la conflagración general. Evidentemente la sustitución de los elementos materiales y la construcción de los cuerpos difiere un tanto en parafernalia, mas no en objetivo y función. Así, de los postes pintados y vestidos, los yuma adoptaron los muñecos de los diegueños. El último karauk de los cucapá se realizó en diciembre de 1927. Al respecto, Forde (1931: 255) dice:
En los tres postes interiores de la fila de enfrente, se pintaban las caras de los muertos. Cuando se completa el duelo, las familias entran cargando la ropa que fue hecha para el muerto. Primero son puestas a la vista y luego se ponen en la parte de atrás de la casa.
Siguiendo la pauta de hacer visibles a los muertos a través de préstamo o construcción de cuerpos Forde (1931) menciona que la gente que guarda un parecido con el muerto, se viste con la ropa preparada por los dolientes, y representando al muerto danzan alrededor del fuego.
Aunque el tema merece una comparación minuciosa, nos interesa aquí hacer notar que, tanto en las descripciones históricas como en el registro del Lloro de Demetrio Pulido, encontramos una morfología ritual17 que crea un contexto específico. Tanto las palabras como los gestos tienen como fin la construcción y animación de los cuerpos para establecer una interacción relacional entre vivos y muertos.
Conclusiones
Podemos decir que la clave para definir una cultura está en la peculiaridad de cómo se vive, pero sobre todo en cómo se muere. Es verdad, la forma de vida determina los ritos mortuorios, pero también la vida en el más allá. Es así que Hertz, lúcidamente nos dice que "cuando se trata de la muerte de un ser humano los fenómenos fisiológicos no lo son todo, pues al acontecimiento humano se sobreañade un conjunto complejo de creencias, emociones y actos que le dan un carácter propio" (Hertz, 1990: 15).
Igual de importante el destino del muerto en ese otro mundo depende de las acciones que los vivos, pero también la vida de los deudos que se define en esta interdependencia. Justamente, en buena parte del mundo los ritos mortuorios tratan de romper y en la otra parte del mundo de controlar esta interdependencia. Por eso, continúa el mencionado autor, "cuales quiera que sean sus sentimientos personales, se verán obligados durante cierto tiempo a manifestar su dolor, cambiando el color de sus vestidos y modificando su género de vida habitual" (Hertz, 1990: 15).
Según Bloch y Parry (1982), en los rituales fúnebres existe el predominio del simbolismo y de conceptos relacionados a la fertilidad y a la regeneración de cada cultura estudiada que los hace universal. Pero, aun cuando los rituales traten de borrar la presencia o el nombre del difunto, estos revelan por lo general otros elementos de la vida de un pueblo, concepciones sobre las divinidades, los enemigos y los "otros", pero también la importancia de un sistema político, la jerarquía, o el territorio, como lo mencionan en su libro, Metcalf y Huntington (1991). Es así que, las valoraciones, el tratamiento y el modo de actuar y de relacionarse cosmogónicamente con sus difuntos tendrán que ver con la distribución que hacen con los "existentes". Es decir, con la variedad de humanos y nohumanos que pueblan su mundo.
En el mundo yumano, borrar el nombre, borrar la memoria, borrar los trazos, se distancia de los ritos que tienen que ver con la regeneración en el esquema mesoamericano. La cremación no permite la descomposición, la putrefacción ni la regeneración, como en el modelo de enterramiento de las sociedades agrícolas del centro de México, donde los muertos y las semillas se siembran y regeneran vida nueva. Entre los nahuas, por ejemplo, la muerte se considera como "mudarse de mundo", de ahí que los rituales fúnebres estén destinados a proporcionar al difunto tanto las viandas requeridas para su recorrido -siete años, siete días-, así como los utensilios necesarios para fundar nuevamente su hogar en el Mictlan.
Este espacio es una réplica especular del mundo humano por lo que los difuntos "viven" y trabajan ahí de manera análoga. Los difuntos se ancestralizan y en ocasiones se considera que son ellos los verdaderos dueños de las "riquezas". En ocasiones, como sucede con los chamanes, se vuelven las divinidades pluviales. En el caso yumano, el fuego aparece como un elemento transformador en el que el cuerpo, las partes que se desprenden de él, como cabello, uñas, todo se junta, se quema y se va, también a ese mundo, abundante de presas y comida en general, esa tierra prometida donde no habrán de sufrir más penurias, pero del cual la antropología todavía carece de información, como para explicar de manera fehaciente el tipo de ancestralización. Aunque el borramiento parece ser el objetivo principal, existen algunos objetos, como las tablas pintadas, los ñipumjos, que recuerdan circunstancias particulares -los niwey o ritos por el estilo-, o simplemente representan los interlocutores de esa pléyade de ancestros anónimos.
El ritual de la muerte que hemos estudiado condensa su urgencia y modernidad, pues en la esfera del mito y ritual, el tiempo no existe. La permanencia de estos rituales, su eterna actualidad es, en cierto sentido, la razón de ser primera del mito. Este rito funerario y la cultura es una representación organizada del mundo.
Para los yumanos, existe una peculiar creencia del más allá, como lo muestra el caso del Lloro de Demetrio Pulido, donde se marca el ritual del luto y el culto a los antepasados. Hay una primera muerte en el Lloro desde la agonía hasta la inhumación que no es un ritual ferial, sino un rito de paso a otra condición, a otra categoría: los muertos que viven y que durante 12 meses no pueden ser nombrados.
Con la explicación que hemos brindado no es lo sagrado lo que define y determina el ritual si no al contrario, es el ritual lo que acota el espacio físico y temporal de la sacralidad. De esta manera descubrimos que en la muerte de Demetrio Pulido el dominio de lo sagrado quedó convertido en escenario para las relaciones rituales de un año en La Huerta, territorio kumiay.
Como esperamos haber demostrado en este artículo, el ritual del Lloro muestra una profusión de símbolos, indicativa del poder sobre las fuerzas de la naturaleza y de la cooperación entre los hombres, lo cual permite apreciar rasgos de la organización social de los pueblos yumanos y en particular la importancia de los vínculos entre los vivos y los muertos. Y, más importante todavía, lo que nos propusimos fue descubrir el punto de vista de los indígenas; lo que ellos sienten y piensan acerca de su ritual funerario.
Queríamos que este texto de las dos muertes de Demetrio Pulido entrelazara dos tipos de asociaciones, en primer lugar las relaciones sociales entre las personas durante el proceso ritual que definimos como de retribución y, en segundo término, el carácter simbólico que relaciona a los vivos con los muertos y coloca en el panteón sagrado al cantante.
Así entonces, construir y visibilizar cuerpos permite fluir la ambigüedad relacional, a través del diálogo entre vivos y muertos. Es en este momento de transformación de los roles y relaciones al interior de los clanes o familias, es que se ventila y comienza a reconstituirse un orden relacional, tanto en el ámbito de los muertos y, sobre todo, en el de los vivos. Recolectar la biografía, hacer visible el cuerpo presencia, dialogar, despedirse y borrar la representación visible del muerto tiene que ver, entonces, con un equilibrio entre los dos mundos.
Laylander (2005) argumenta que los temas alrededor de la muerte son fundamentales en la cultura yumana. Lo que hemos intentado a través del análisis ritual del Lloro de Demetrio Pulido no sólo alude a esta forma ceremonial, sino que pretende entender cuál es el objetivo al decidir realizar un rito mortuorio como herramienta de reforzamiento cultural.
En ese sentido, si rastreamos la información, efectivamente, los grandes eventos de la reunión, fundamento social por excelencia, han sido los ciclos funerarios en esta región del mundo. Lo que permite, por un lado, ver que estos ritos de fin de una biografía son, en realidad, de fiesta, fertilidad e intercambio, la vida misma. Por eso decimos que el Lloro es una forma kumiay de morir para vivir.