Los saberes de la medicina tradicional en México
Partícipe de una tradición y de una historia, objeto de reelaboración permanente, los saberes de la medicina tradicional en México son ampliamente utilizados por los pueblos indígenas y campesinos y por diversos sectores de la población urbana (Fagetti, 2003: 6). Dichos saberes están conformados por elementos culturales de muy heterogéneas duraciones y vigencias históricas en los que cohabitan y se articulan de manera compleja, dentro de un proceso de constante recomposición y circularidad cultural, diferentes comunidades de memoria que se corresponden con distintas formaciones sociales y se constituyen en espacios de experiencia diferenciales (Burke, 2000: 80).
Entre estas formaciones sociales, las de herencia indígena son las comunidades de memoria más antiguas, las cuales fueron sometidas a una interculturalidad forzada durante el proceso colonial e insertadas en procesos de apropiación desigual de bienes económicos y culturales y, por tanto, de resistencia-exclusión y hegemonía-subalternidad (Hersch y González, 2011: 37). De manera que, siendo la tradición un esquema interpretativo, una estructura para la comprensión del mundo (Thompson, 1998: 243), los saberes médicos de orden tradicional no son uniformes, canjeables y equitativos entre los diferentes grupos sociales.
Al menos en el centro-sur de México la medicina tradicional hunde sus raíces en la cosmovisión mesoamericana y en una tradición de especialistas dedicados a la actividad terapéutica (López-Austin, 1976: 16). Sólo para el último periodo de la época prehispánica, fueron consignados entre los nahuas, cuarenta clases de magos cuya actividad fundamental fue la curación y/o el maleficio (López-Austin, 1967: 87); ciertamente, algunas de estas especialidades se han mantenido hasta la actualidad y sus portadores continúan en el desempeño pleno de sus funciones (Zolla, 1994a: 306).
Durante la colonia fueron articulándose elementos que derivaban de la imposición evangelizadora de los misioneros españoles, a tal grado, que son escasas las prácticas curanderiles en el México contemporáneo que no estén profundamente permeadas por formas sincréticas de ese catolicismo popular. También la población española, por vía de la gente llana, trajo consigo ideas y patrones de acción de la medicina popular peninsular, mientras que la tradición galénica en que se formaban los médicos universitarios “limpios de sangre” -es decir españoles peninsulares y criollos-, aun cuando estaba reservada para la atención de la casta dominante, fue filtrándose en las castas sociales subordinadas (Aguirre Beltrán, 1980a: 261; 1994: 402).
Adicionalmente, la consolidación del dominio colonial trajo aparejada la importación de mano de obra esclava, y con ella, la introducción de concepciones y prácticas africanas provenientes básicamente de la cultura bantú. Si bien este aporte fue moderado, la magia africana tuvo un papel decisivo en la configuración de una medicina popular colonial, contribuyendo con creces al enriquecimiento de la medicina india en aquellos lugares donde los negros se establecieron (Aguirre Beltrán, 1980a: 264; 1994: 109).
Actualmente los saberes de orden tradicional son una síntesis compleja de sistemas médicos provenientes de diversos estratos culturales en permanente circularidad cultural, que siguen nutriéndose de manera abierta, plural y heterológica de dispositivos provenientes de los sistemas médicos contemporáneos, tanto del modelo biomédico como de aquellos que fueron arribando a través de la sociedad de consumo, los cuales han impactado especialmente a los sectores urbanos y a sus curanderos, quienes incluso han ido agregando elementos new age y hasta símbolos y parafernalia provenientes del Lejano Oriente.
Su persistencia y arraigo en los sistemas de creencias actuales de amplias capas de la población pone de manifiesto su eficacia para organizar los episodios de enfermedad, es decir, dándoles forma y sentido y su habilidad para comunicar y confirmar ideas acerca de la realidad del mundo (Young, 1976: 7; Waldram, 2000: 605). En ese sentido, los terapeutas tradicionales, entendidos como especialistas rituales, ejercen un papel mediador o articulador de cierta visión del mundo, y al recurrir a ellos, los conjuntos sociales apelan a formas culturales que les son propias (Bartolomé, 1997: 120).
La medicina tradicional en una sociedad estratificada
No obstante, resulta insuficiente afirmar que los conjuntos sociales que recurren a la medicina tradicional están imbuidos de una visión del mundo que empatiza con la propia del terapeuta y por ello, sin más, demandan su servicio. Es indispensable situar en el contexto el hecho de que, como sugieren Fassin (1996: 9) y Menéndez (1994: 76), la atención a la salud es un campo médico diferenciado en una sociedad estratificada. Por dar un ejemplo, la relación del número de terapeutas tradicionales con respecto al número de médicos en comunidades rurales marginadas del país, era de cuatro a uno en promedio en la última encuesta realizada en México sobre el tema (Lozoya, Velásquez y Flores, 1988: 54). Con ello se subraya que los saberes de la medicina tradicional se configuran en “un proceso de apropiación desigual de los bienes económicos y culturales de una nación por parte de sus sectores subalternos” (García Canclini, 1984: 62), en los que operan procesos históricos de exclusión social que tienden a reproducirse.
En razón de esta apropiación desigual, estos mismos conjuntos sociales “constructores de tradiciones” están sometidos a transformaciones sistemáticas, fluidas y cambiantes en las que, como señala García Canclini (2004: 162): “un nuevo contexto, la apertura de posibilidades históricas diferentes, permite reorganizar las disposiciones adquiridas y producir prácticas transformadoras”, en consecuencia, no puede darse por descontado que al reconfiguar sus condiciones estructurantes también pueden cambiar el contenido de sus tradiciones.
En esas circunstancias, los saberes de la medicina tradicional son parte de una estrategia de sobrevivencia para afrontar la inequidad subyacente, sobre todo entre los sectores que habitan en zonas rurales y/o que migran a las periferias urbanas, es decir, en conjuntos sociales subalternos, de baja escolaridad, que han sido marginados en mayor o menor medida de la modernidad y del proceso de occidentalización y globalización del mundo. También es entre estos sectores donde los saberes médicos de orden tradicional nacen y se recrean cotidianamente a partir de un mundo en contacto directo con la experiencia, siendo precisamente esta conexión privilegiada con el mundo de la experiencia o espacios de experiencia, como los denomina Koselleck (1993: 338),1 lo que se transmite de generación en generación por la tradición oral y las prácticas cotidianas. En consecuencia, para estos sectores de la población, retrotraer su bagaje cultural con el propósito de resolver sus problemas de salud ingentes, resulta también -aunque no exclusivamente- una respuesta a ese acceso virtual, parcial o limitado al Estado de bienestar, a los lenguajes científico-positivistas y a los recursos y promesas de modernidad asociados a ellos.
En ese sentido, es importante subrayar que los grupos indígenas que presentan consistentemente los índices de marginación más altos del país (Coneval, 2014: 102) no sólo son portadores de una condición de desigualdad social, sino que también son los principales depositarios de la alteridad cultural, es decir, de la diferencia. Son comunidades con memorias específicas que, aun en su condición de culturas subalternas, continúan teniendo una medicina tradicional, parafraseando a Aguirre Rojas (2003: 71): “fuerte en sí misma, con un cierto grado de autonomía irreductible y con una capacidad de renovación y transfiguración que les es propia, y que es, a fin de cuentas, imposible de expropiar”.
Al respecto, Florescano (1999: 235) plantea que, mediante un proceso continuo de adaptación y resistencia, de movimiento y transfiguración constante de una generación a la siguiente, los mecanismos que permitieron la transmisión eficaz de la memoria indígena fueron la cosmovisión, el rito, el calendario social y religioso, los mitos y la tradición oral. En este marco, ciertos actores, por ejemplo, los terapeutas tradicionales, actúan como agentes referenciales de la memoria para un determinado conjunto social.
Aparece entonces la paradoja de una riqueza cultural y social que nutre las estrategias de atención a la salud, sostenida sin embargo en gran parte por aquellos que la portan en un contexto de carencia y de precariedad respecto a las necesidades más apremiantes. Es precisamente en los contornos de su cultura donde se preserva, profundiza y enriquece continuamente la medicina tradicional. De manera que no es casual que en México, país de grandes desigualdades sociales y de gran diversidad étnico-cultural, confluyan sostenidamente en los grupos étnicos la diversidad cultural y la desigualdad social.
De la nosotaxia popular a los dispositivos patogénicos estructurales
En una encuesta sobre las principales causas de demanda de atención de la medicina tradicional, aplicada a 13 067 terapeutas tradicionales en poblaciones rurales marginales de México (Zolla et al., 1992a: 72), se registraron, entre los diez motivos de consulta más frecuentes, cuatro donde el límite entre el orden natural y sobrenatural se desdibuja y la causalidad mágico-religiosa se encuentra fuertemente vinculada con la esfera emotiva y el mundo de relación: el mal de ojo, el susto, el aire y el daño. En esta misma casuística, también fueron señaladas cuatro causas de demanda de atención afines con las estadísticas de morbilidad en las instituciones de salud: diarrea, disentería, anginas y torceduras, lo que permite corroborar que la actividad de los terapeutas tradicionales también se asocia con un primer nivel de atención vinculado a las enfermedades comunes (Lozoya, Velásquez y Flores, 1988: 64).
Un correlato de la casuística reseñada es que explicita la forma en que un sector de la población ha definido los riesgos de salud significativos,2 resultando revelador que el sustrato ideológico-cultural del 40% de las demandas de atención de los terapeutas tradicionales no sea reductible a la lógica racional-positivista del modelo biomédico y que sus modelos de interpretación sean dominantes respecto a la etiología de las enfermedades, en particular cuando estas resultan insidiosas, graves o de difícil resolución. Así, las causas últimas del susto, el mal de ojo, el daño y en buena medida de los aires, imbuidos en una relación directa con el mundo sobrenatural, son atribuidas a las emociones y sentimientos que uno experimenta y/o que otros proyectan en uno. Otras demandas de atención, más reductibles desde el modelo biomédico, implican un impacto emocional menor y su causalidad admite atribuciones de índole naturalista, como el desequilibrio entre la naturaleza caliente y fría, el exceso de trabajo, diversos problemas en la alimentación, los microbios, los accidentes o el desplazamiento de órganos (Aguirre Beltrán, 1980a: 38; Kroeger, 1988: 29; Queiroz, 1986: 314).
No obstante, la nosotaxia popular no admite de manera natural compartimentos estancos, es decir, el modelo explicativo popular abarca espacios de sentido cada vez más amplios, de manera que cada entidad nosológica se encuentra interconectada en forma dinámica y compatible con otras, sin que resulte en realidad cabalmente posible -ni tampoco deseable- delimitar sus márgenes de manera precisa. Así, el susto, el daño o el aire, como complejos mórbidos de significados polisémicos, atraviesan en sí diversos planos de relación (natural, social y sobrenatural) y una espiral contextual cuyos límites se desdibujan.
En este sentido, la narrativa de una paciente de la periferia urbana aquejada de un mal aire,3 una de las causas de enfermedad más frecuentemente registradas en la medicina tradicional, nos servirá de lente para focalizar la trama de ligas que organizan el sistema de signos, de sentidos y de acciones en esta espiral contextual; una trama que, como sugieren Corin et al. (1990: 250), no revela su complejidad y coherencia hasta que se le visualiza sobre el telón de fondo de los valores pivote de una cultura y sobre el horizonte de sus dinámicas sociales.
La espiral contextual en la semiología popular
Cuando María, en mi primera visita a su domicilio, ubicado en la colonia Unidad Morelos del municipio de Xochitepec, zona conurbada de Cuernavaca en el estado de Morelos, me pregunta por qué le han aparecido unos granos en la piel, no tengo motivo alguno para atribuir significado subyacente a la pregunta; me parece natural, casual y sin ningún trasfondo que el profano pregunte al profesional la causa de su padecimiento. Ella me muestra sus brazos y luego de un breve estudio semiológico le explico que parece tratarse de una alergia, por lo que inquiero: “¿A qué le atribuye que le hayan salido? -Mmm... comí chorizo -me responde. ¿Y a usted le hace mal el chorizo? -pregunto de nuevo. -No, pero yo a eso le echo la culpa, almorcé chorizo y ya en la tarde comencé, me empezaron a salir granitos, pero no me daban comezón, ahora sí me dan comezón y en la noche me dan más, por eso me puse la gomita de la sábila untada [...]”.
En mi papel de médica consultada le recomiendo entonces que mantenga su tratamiento con sábila, le receto un medicamento para la comezón, le indico algunas medidas higiénico-dietéticas y doy por terminada la consulta. Y continuamos la plática sin que yo advierta que el tema original de la conversación mantiene continuidad y vigencia, quedando fuera de mi comprensión el campo significante dentro del cual hace sentido el sufrimiento del enfermo:4
-Mi hermana Lorenza, la que vive para allá así estaba [...] ¡llena de granos!, con la cara y el cuerpo bien manchada, ¡pero ella de que se rascaba estaba así!
-¿Será del sol?
-Mmm, no […] ella no está en el sol [...] la llevé a Oacalco con la señora que cura y ya cuando vino, ya vino bien.
-¿Y cuánto tiempo llevaba su hermana con eso?
-¡Ay doctora, un mes!, apenas fuimos este domingo de aquí a ocho días. Le hizo una limpia, primero se la hizo con un huevo, después la volvió a limpiar con otro huevo. ¡No doctora, pero es bien efectiva! en el vaso salió que “le echaron una porquería”, o sea, un mal aire,5 ¡porquerías pues! Y que ella lo recibió. Le dijo la señora: “no era para ti, pero en ese momento tú saliste, tú lo recogiste”. Y sí […] ella dice que cuando salió a despedir a una señora a la calle, sintió como un mal aire así [...] y luego empezó [...].
-Pero no es que la persona le haya echado ese mal aire, ¿o sí?
-Bueno... sí. Pero por envidia, porque como pues [...] ahora sí que ella no tiene marido y aunque tiene cinco hijos, ahora sí que ella está saliendo adelante ¡Ella sola! Porque mire: está haciendo su casa, a sus hijos les da estudio y todo el tiempo ella trabaja. Trabaja en una casa toda la semana, el patrón es licenciado y le da mil doscientos pesos a la semana, pero ahora sí que cuida al papá del señor, lo baña, lo cambia y luego ella plancha, ella limpia, ella cocina. Y sí [...] la señora la curó: la limpió, le “juntó el pulso” y le hizo “un amarre” para que el mal ya no siga.
-Pero, ¿cómo es el amarre?
-Amarra una veladora con listón rojo y blanco. Pero, como mi hermana es “hermana” [se refiere a que profesa una religión protestante] no cree. Pero yo, ¡con tal de que se curara la llevé! La señora le cobró 300 pesos, aunque ese día yo le di 50 pesos y ella puso 50 pesos, y le dijo: te voy a hacer “el amarre” para que ya no te siga el mal. Y le echó una medicina [...] ella lloró de que le ardía, pero al otro día ya se le quitaron los granos.
-¿Y con eso ella creyó?
-No. Ya no fue. Pero la señora le dijo que pusiera a hervir coahuilote, árnica, cuachalalate y golondrina y que con eso salía. Se estuvo bañando con esas plantas y con eso se le quitó.
El relato de María nos da pistas fundamentales para interpretar los sistemas semiológicos y explicativos populares. La primera pista parte del razonamiento dual seguido por la propia María para explicar su enfermedad. Visto en retrospectiva, es evidente que cuando María me pregunta el porqué de su padecimiento, ella ya ha contemplado como posible causa una etiología similar a la atribuida en el padecimiento de su hermana.
Cuando la interrogo sobre su interpretación causal, ella sigue las premisas etiológicas que mi propia lógica biomédica sugiere. Tal vez dicha lógica le resultó convincente o disminuía su ansiedad ante la probabilidad causal de un mal aire o simplemente ella continuó mi discurso en paralelo con su propia lógica. Lógica que, para comprender su significado, demanda el conocimiento de claves culturales donde ese discurso tiene sentido.
La primera clave procede de la conducción, por parte del paciente, de un discurso polilógico en paralelo, cuyos códigos restringidos6 son utilizados discrecionalmente según sea el interlocutor un miembro de su grupo cultural o no. En este caso, mientras que el profano conoce la lógica cognitivoracional del profesional de manera parcial y fragmentada, el profesional en cambio, carece de las claves culturales que le permitan advertir siquiera las dimensiones del argumento del profano, es decir, no ha accedido al aparato conceptual y de lenguaje en que se basan estos códigos restringidos (González, 2010).
La segunda clave que nos proporciona la narrativa de María refiere a la atribución causal de la enfermedad de su hermana a una cochinada,7 a un mal aire. El razonamiento de María parte de un conjunto de premisas sobre la etiología causal de la enfermedad, radicalmente distintas al ordenamiento causal propio de la racionalidad positiva, el cual se desglosa y decodifica en el Cuadro 1.
El modelo explicativo popular seguido por María, entreteje con singular coherencia lógica diversos planos (natural-sobrenatural) y ámbitos de la realidad (individual-material-social) aparentemente inconexos, conjugando en una representación social como es el mal aire-cochinada un campo semántico que articula las causas emocionales, relacionales, materiales, mágicas y orgánicas a las que atribuye la causalidad de la enfermedad. El carácter polisémico de esta representación social nos recuerda dos propiedades de los símbolos rituales referidas por Turner (1980: 30): el de la condensación de un espectro de sentidos (muchas cosas y acciones representadas en una sola formación) y el de la unificación de significados dispares (porque poseen en común cualidades análogas o porque están asociados de hecho o en el pensamiento).
Una tercera propiedad con que Turner reviste a los símbolos rituales dominantes refiere a la polarización de sentido, es decir, a la capacidad que tienen los símbolos para evocar emociones, determinando en gran parte la forma externa del símbolo, en lo que denomina el polo sensorial, así como también a la capacidad de los símbolos para enlazarse a normas y valores que guían y controlan a las personas como miembros de un grupo, lo que denomina a su vez como polo ideológico.
En la narrativa de María el hilo conductual a partir del cual se explica la enfermedad es un sentimiento de envidia, por lo que ubicamos tal expresión como el polo sensorial de la explicación del problema. El campo de sentido de esta representación popular ha de buscarse en la interpretación mesoamericana de que las emociones o deseos hostiles de los demás tienen, en ciertas circunstancias, la capacidad de rasgar la protección natural de las personas, proyectándose y materializándose como enfermedad (véase Aguirre Beltrán, 1980b: 45).
Tal capacidad proviene, entre otras posibilidades, de la manipulación de fuerzas sobrenaturales (como los aires), por parte de algún brujo, a conveniencia del cliente; puede provenir también del hecho de que, al maniobrar dichas fuerzas, el brujo las haya dejado libres y a su arbitrio para actuar por sí mismas o bajo el salvoconducto de los sentimientos negativos capaces de materializar la enfermedad (Kearney, 1971: 74; Signorini y Tranfo, 1991: 239). Cuando el brujo manipula dichas fuerzas sobrenaturales con el fin consciente de dañar a alguien, al proceso se le denomina daño o cochinada; cuando alguien desapercibidamente lo “recoge” se le denomina mal aire.8
En síntesis, con respecto al polo sensorial, el modelo explicativo popular logra integrar como un sistema cultural coherente y articulado, rastros de una compleja cosmovisión mesoamericana donde, como señala López Austin (1996: 137): “[…] seres invisibles reverberaban sus presencias en los campos, en las fuentes, en los hogares y en el monte [...] y donde algunos -como el mago- obran con un desarrollado cuerpo anímico, invisible, sobre las invisibles sustancias de las cosas”.
Por otra parte, con respecto al polo ideológico del problema, el modelo explicativo popular deja resguardados, en lo más profundo de esa lógica popular, a los dispositivos patogénicos estructurales9 configuradores de este drama social, los cuales podemos externalizar de la siguiente manera: en el marco de un grupo social con fuertes tasas de desempleo, con trabajo discontinuo, escaso y mal pagado, donde la cobertura escolar es baja y la construcción de la propia vivienda es un proyecto a plazos y para toda la vida; en síntesis, en el marco de un grupo social que no puede satisfacer sus necesidades vitales, ¿es comprensible que ante la igualdad de circunstancias geográficas, materiales y sociales, alguien como en el caso reseñado (mujer y sostén único de su hogar), pueda escapar a esas condiciones?
Desde su perspectiva: ¿es legítimo que ella tenga acceso a ciertos recursos y bienes normalmente discontinuos y escasos para el colectivo, como son el trabajo fijo, las mejoras a la vivienda, el acceso a la educación escolar y a recursos económicos superiores a la media del grupo? La sustracción voluntaria o involuntaria respecto a esa lógica igualitaria deja inserto al disruptor dentro de una lógica competitiva, la cual inevitablemente convoca sentimientos negativos en otros, atrayendo fuerzas sobrenaturales que se proyectan y materializan -entre otras posibilidades- como enfermedad.
Laplantine (1990: 6) sostiene que las lógicas de la enfermedad y sus sistemas de intervención no sólo responden a una demanda somática y psicológica de curación, sino que responden a una demanda social de subsistencia en la que se apela a la medicina tradicional para encontrar empleo, conservar un trabajo, proteger la existencia de la familia y luchar contra las calamidades, lo que deriva en el sentido incluyente de una epidemiología sociocultural.
Por otra parte, el modelo explicativo popular ubica como causa real de sus desgracias los sentimientos hostiles existentes en miembros de su propio grupo y clase social, quienes le tienen envidia por sus logros,10 es decir, centra como base del conflicto la competencia entre iguales, soslayando las condiciones sociales y económicas que precisamente los excluyen (como conjunto social) de un bienestar colectivo.
Cuando un mal aire ha sido infligido por otro resulta significativo que los agentes detonadores de este riesgo a la salud sean los propios parientes, compadres, amigos y vecinos con quienes existe el antecedente de fuertes vínculos afectivos, de amistad y de reciprocidad.11 Habermas (1985: 65) hace una reflexión sobre el meollo moral de las relaciones afectivas en la praxis comunicativa cotidiana, la cual nos parece pertinente para el análisis del caso que nos ocupa:
El desengaño y el resentimiento se orientan contra un otro concreto, que ha herido nuestra integridad; pero esta indignación no sólo debe su carácter moral al hecho de que se haya alterado la interacción entre dos personas aisladas. Antes bien, este carácter se debe al ataque contra una esperanza normativa subyacente, que tiene validez no solamente para ego y alter, sino para todos los pertenecientes a un grupo social [...].
Parafraseando a Habermas, el conflicto a partir del cual se origina un mal aire es de orden moral, pues se ha quebrantado esa esperanza normativa subyacente para todos los otros partícipes en un grupo social. ¿Esperanza normativa con respecto a qué?, analizando el caso referido, los sentimientos hostiles atribuidos al agresor (como la envidia) tienen como trasfondo los quiebres ocurridos en aquellos aspectos de la vida cotidiana que más nos conmueven como individuos, es decir, las dimensiones que tienen que ver con la integridad y sobrevivencia personal o familiar: el dinero, el trabajo, la vivienda y, en general, la salud, el bienestar y los afectos que orientan los contactos interpersonales, es decir, la vida de relación.12
Tales quiebres esenciales conllevan implícitamente la transgresión de reglas que norman las relaciones entre personas, como pueden ser los códigos de reciprocidad, redistribución, fidelidad, lealtad y honor o la competencia entre iguales por bienes materiales, afectos o símbolos, en un grupo social donde su sobrevivencia como subconjunto social y la de los grupos domésticos que la conforman se visualiza como una “unidad social cohesionada” (Douglas, 1976: 69).
Un análisis minucioso de los géneros discursivos presentes en las representaciones sociales del modelo explicativo popular, revela que en su estructura de sentido confluyen inevitablemente los sentimientos hostiles, las pérdidas afectivas, las escasas posibilidades para conquistar el mundo material -ingresos precarios e intermitentes-, aspectos relacionados con su hábitat, con su inserción subordinada y prescindible en la estructura productiva, y el endeble apoyo que el estado de bienestar ofrece (González, 2010).
Como refiere Finkler (1994: 14), son “los eventos vitales para las personas, especialmente sus relaciones, sus dilemas morales y las contradicciones no resueltas que confrontan en la vida diaria” lo que sedimenta en su memoria como causal de enfermedad y de ansiedad, y son estas condicionantes las que, como códigos restringidos, obtienen preeminencia interpretativa en este contexto sociocultural con respecto al origen de los padecimientos insidiosos o de las enfermedades crónico-degenerativas no resolutivas y a las formas de dar respuesta a la enfermedad a partir de ese otro universo simbólico proporcionado por su cultura.
Este tipo de experiencia -señala Turner (2002: 90)-, es la materia propia del drama social, en el cual los conflictos se arreglan mediante acciones sociales correctivas ritualizadas que, con ayuda del curandero, emergen como elementos significativos de la experiencia presente dentro de la subjetividad del paciente en el contexto del performance ritual.
De manera que, si la esfera de la tradición es el dominio de sentido y no sólo de conocimiento, como refiere Maseé (1997: 71), los significados atribuidos por los diferentes conjuntos sociales al proceso salud-enfermedad y al inherente de atención-desatención, no pueden ser interpretados fuera de las redes semánticas en que se construyen, de los modelos explicativos populares en que ellos se inscriben y de los dispositivos patogénicos estructurales en los que se insertan.
La actividad curanderil como amortiguador del drama social a través del performance ritual
El curandero como agente terapéutico tiene la competencia cultural para desarrollar acciones simbólicas que tienen sentido para el enfermo y/o su familia a través de un marco ritual. Este marco “provee el escenario para el logro de estructuras únicas de experiencia” (Turner, 2002: 99), tanto en el ámbito del diagnóstico como del tratamiento, y aun el del pronóstico.
De acuerdo con Turner (Ibid., 107), el ritual es un performance, es decir, una secuencia compleja de actos simbólicos. En términos generales, un performance acuerpa “un conjunto de expresiones visuales, corporales y sonoras que brindan información sobre aspectos sociales y que pueden ser considerados y leídos como un texto cultural” (Wilde y Schamber, 2006: 27). Nuestro papel como antropólogos, expone Leach (citado por Turner, 2002: 109) es: “el delinear el marco de competencia cultural en términos del cual las acciones simbólicas del individuo pueden tener sentido”, en este caso, al descifrar los aspectos normativos que configuran el ritual terapéutico como género performativo.
El diagnóstico: proceso de discriminación causal
En el contexto de la medicina tradicional mexicana, el establecimiento de la causa que originó el padecimiento constituye el paso esencial para elaborar construcciones de sentido en relación con la enfermedad y se realiza basándose en la información referencial del enfermo y sus familiares, en menor medida en la detección de algunos signos corporales (paso no siempre efectuado) y fundamentalmente a través de procesos de diagnóstico mágico-religiosos, tales como el atisbo de la disposición de los granos de maíz vertidos en una jícara con agua (de raigambre mesoamericana); el tendido de la baraja o rifa (método introducido durante la dominación colonial), o la “lectura” de un huevo con el que previamente se ha limpiado13 al paciente -entre otros-. La importancia que los enfermos y sus curanderos asignan a este proceso de discriminación causal, parece ser el principal concepto operante a partir del cual se establecen criterios de ordenamiento para clasificar los padecimientos en la nosotaxia popular.
En primera instancia, el diagnóstico en la actividad ritual del terapeuta es “un acto de retrospección creativa en el cual se adscribe significado a los acontecimientos y a las partes de la experiencia” (Turner, 1982: 17). En este ejemplo, el terapeuta busca descifrar si la causa de la enfermedad es “buena” (espanto, sombra, latido o aire) o “mala” (daño [brujería] o mal aire); para ello, el terapeuta dirigirá sus súplicas y oraciones a santos de la hagiografía cristiana que le permitan con su venia dilucidar esta cuestión.
Doña Teodora, la curandera a la que recurrió María para aliviar a su hermana, toma el sahumerio y delimita el espacio ritual sahumando el altar y a la paciente. Luego, coge un huevo fresco de la bolsa de plástico que tiene encima de la mesa que funciona como altar y persigna con éste a la paciente, haciendo la señal de la cruz tres veces en su frente mientras efectúa la siguiente rogativa:
[...] por la venia del Espíritu Santo tu hija [nombre de la enferma] te hace esta pregunta, hace esta pregunta de todo corazón, Dios Nuestro Señor atiende su ruego, con la fe de santa Elena, esta pregunta se hace de todo corazón, de tu hija [nombre]; tu hija [nombre] pregunta, quiere saber de todo corazón si es bueno o es malo, que con la facultad Divina tuya le concedas respuesta a esta pregunta, de ella misma la pregunta, te lo pido por la gracia del Señor des respuesta a esta pregunta [...].
Teodora rompe el huevo en medio vaso de agua y lo pone a contraluz en la ventana para observarlo. El huevo vertido forma unas manchas blancas con grumos y restos de sangre: ella lo interpreta y explica a la paciente y a su hermana:
[...] aquí se ve un mal aire, una porquería. A veces por descuido, por mala fe o por envidia dejan cochinadas para que otros las recojan […]14 por eso sale así, como nube manchada, como sombra [...] ¡Ay mijita!, ¡pus cuidado! [...].
Si la enfermedad es mala, desde que hace la señal de la cruz en la frente del enfermo, Teodora puede sentir que “su cerebro se le encoge” o “un asco”, mientras que una cosa buena, “normal” quiere decir que lo que está enfermo es su latido “nada más”. La lectura del huevo con que se ha limpiado al enfermo “es igual que una radiografía [...] es cuestión de la visualidad de la que está curando”; así, si es cosa mala, la clara del huevo puede delinear tres largas velas, lo cual significa velorio [muerte], o se ve la Santa Sombra [muerte], la “Santa Muertecita” o “se turbia el agua [muerte]. También “se ve si se lo pusieron especialmente (daño) o es que nada más ‘lo tocó’ en la calle (mal aire)”. Por otro lado, si es cosa buena, “se ve como una nube”, “es sólo aire”.
Terapéutica curanderil
Diversos autores (Williams, 1998) han sugerido el papel salutífero de una resacralización de la vida social mediante performance morales ritualizados, holísticos, emocionalmente expresivos y corporalmente sensibles. El papel del terapeuta tradicional para dar respuesta al mal aire como complejo mórbido de significado polisémico, involucra los diversos planos del modelo explicativo popular referidos en el Cuadro 1 e inscribe el acto terapéutico en el contexto sacro de la religiosidad popular.
Así, la hermana de María recibe como parte del ritual de tratamiento:
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Una maniobra física para “juntar el pulso en el abdomen”
Antes de realizar la cura del mal aire, Teodora acuesta a la enferma en una cama y ejecuta una maniobra cuyo objetivo es “centrar el pulso” en el estómago. Según Teodora:
A una que está dañada, que tiene un mal aire, primero que nada, tiene uno que buscarle el latido para ayudarla, el pulso del estómago y el del brazo tiene que curarlo para que se encuentren bien y ahorrarte las curaciones [...].
Esta maniobra busca restituir el “pulso principal” al centro-ombligo mediante la movilización simbólica de la sustancia vital: la sangre. Su objetivo es reubicar al tonalli -una de las entidades anímicas del cuerpo según la cosmovisión mesoamericana- (López Austin, 1984: 223), siguiendo como patrón de ordenamiento corporal un símbolo religioso mesoamericano: el quincunce.15 Este operador simbólico busca armonizar el centro del cuerpo con sus extremos, y al hombre enfermo situado en el plano terrestre, con el cosmos y el mundo infraterrenal (López Austin, 1984: 285; Tibón, 1981: 224; Villa Rojas, 1995: 193).
Esta maniobra manual, como señala Laplantine (1990: 15), confirma que los saberes médicos de orden tradicional otorgan una gran importancia al contacto y la proximidad física:
Son culturas terapéuticas que atribuyen una importancia capital al cuerpo, éste es visto, entendido, sentido, palpado […] a través de un aprendizaje deliberadamente sensorial que reafirma la reinserción del individuo en el campo de fuerzas de la naturaleza. Esto es igualmente verdadero para el curandero, que resiente justo en su propio cuerpo -que toma el mal en sí- los dolores del enfermo […] en oposición a la medicina sabia que hace intervenir la mediación instrumental y la distancia social o al psicoanálisis que privilegia el discurso.
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Súplicas y oraciones que permitan expulsar el mal aire
Teodora coloca a la paciente frente al altar y mientras procede a realizar una nueva limpia con un huevo, pronuncia la siguiente plegaria:
Por la facultad divina de Dios Nuestro Señor, esta limpia se hace de todo corazón por la gracia y poder de Dios Nuestro Señor, en ti tengo fe Señor, salva a tu hija de todo corazón, por la gracia del Señor y del Espíritu Santo amén. Creo en Dios Padre, en Dios Hijo y creo en el Espíritu Santo. Todo poderoso te pido de todo corazón, salgan hechiceros, quede buena y sana, santísima Cruz de mi Jesús, yo te doy mi reverencia, preciosa Santa Cruz, a tus plantas hoy me encuentro santísimo redentor haz que con santa paciencia [...], Santa Cruz de mi Jesús derrama en tu alma, Santa Cruz de mi Jesús aleja todo mal, que por la facultad divina [...].
La mayor parte de las oraciones de los terapeutas tradicionales son católicas y es común que en sus súplicas invoquen a diversos santos o patronos protectores de la hagiografía cristiana. Muchos terapeutas, aun los indígenas, verbalizan estas oraciones en latín para que sean más efectivas. Su función entonces es la de interceder por el enfermo, actuando como vaso comunicante entre lo divino y el hombre, es decir, cumpliendo una función sacerdotal. Los altares domésticos de los curanderos también pueden dar una idea de sus adscripciones y referencias religiosas; por ejemplo, Teodora tiene desplegados en su mesa, que funciona como altar, más de una decena de santos y deidades, entre ellos el señor Santiago, san Martín Caballero, el Niño Doctor, el señor de la Columna, santa Clara, san Ramón Nonato, entre otros.
De esta manera, observamos que en los sistemas terapéuticos tradicionales se da una estrecha relación explícita entre lo médico y lo religioso, entre la salud y la salvación. Es decir, la “medicina tradicional” vehicula una relación entre el cuerpo y el espíritu, el hombre y los otros, el hombre y la naturaleza, la medicina y la religión. Para el caso de México, la religiosidad popular constituye un fenómeno con una notable capacidad de reinterpretación simbólica (Báez, 1998: 56) en la que operan procesos selectivos de refuncionalización, reinterpretación y resignificación tanto de la religión introducida como de la tradición religiosa mesoamericana, cuyo núcleo duro, sin embargo, como afirma López-Austin (2002: 17), “si bien no puede sostenerse que sea inmune al tiempo, puede afirmarse que su cambio es tan lento que en muchos casos es casi imperceptible”.
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Una limpia
En el caso reseñado, Teodora acompañó la súplica anterior con una limpia, consistente en frotar el cuerpo de la paciente nuevamente con un huevo. La limpia se inició persignando con el huevo la frente de la afectada para continuar frotando todo su cuerpo en sentido descendente, haciendo especial énfasis en las sienes, la coronilla, la nuca, las articulaciones de las manos y de los codos, el pecho y la espalda, el hueco poplíteo y los tobillos; en cada una de estas zonas volvía a hacer la señal de la cruz con el huevo. La curandera se esmeró particularmente en los pies, debido a que “éstos son los que recogen”. Volvió a verter el huevo en medio vaso de agua y pudo constatar que, mediante las maniobras realizadas, la imagen del huevo había salido “limpia”, es decir, esta vez sin grumos ni sangre.
Las limpias tienen por objeto purificar y “barrer” simbólicamente los sentimientos hostiles, los aires y/o las cargas negativas que el enfermo ha “recogido”. Se efectúan pasando por el cuerpo del enfermo huevos, plantas, tijeras, cruces, cuchillos, loción de “desalojo” u otros objetos cuyo efecto es el de cortar el daño (mediante tijeras o cuchillos); transferir la maldad al objeto (mediante su contagio o impregnación), o bien, repeler simbólicamente la cochinada (mediante cruces o loción de “desalojo”). Otras limpias se preparan con cocimientos de plantas aromáticas que se le dan al enfermo para que este se unte o bañe con ellos o para que los vierta en su casa limpiándola de malos espíritus.
Las zonas del cuerpo en que la curandera hizo especial énfasis durante la limpia, son centros anímicos menores en donde reside el tonalli y concentran también la fuerza vital del cuerpo (López Austin, 1984: 217).
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Un amarre
El amarre es un “arreglo”, un convenio que el paciente concierta con el curandero para que este, mediante sus súplicas y rezos, y aun en ausencia del afectado, detenga y/o constriña simbólicamente las fuerzas mágico-sobrenaturales que otros han desencadenado en contra suya. El amarre se materializa en una veladora que la curandera enciende en su altar hasta que ésta se consuma totalmente. Ciertos días de la semana -lunes, miércoles y jueves- la curandera “trabaja” la veladora con sus oraciones, ajustándola día con día con un listón rojo y blanco hasta constreñirla totalmente, con el fin de que lo sacro contenga e inmovilice simbólicamente al mal.
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Fricciones, baños y fomentos a base de plantas medicinales
Para concluir la curación, Teodora fricciona el cuerpo de la enferma con una loción que le hace llorar del dolor y le recomienda que se bañe y ponga fomentos con una serie de plantas: cuachalalate, árnica, coahuilote y golondrina. Estas plantas actúan farmacológicamente a nivel local como antisépticas, antiinflamatorias, regeneradoras celulares y astringentes.
No obstante, es importante resaltar que el espectro multicausal que desde el principio había configurado el problema no es tomado en cuenta a la hora de abordar el tratamiento, ya que la curandera actuará sólo sobre los planos sensorial y sobrenatural, a través de la representación ritual, y sobre el plano orgánico-corporal, al apoyarse en maniobras manuales y recursos vegetales, todo ello sin necesidad de que ella o la enferma tengan que intervenir y/o afrontar los planos material y relacional que fungían como detonadores causales de la enfermedad. Como señala Turner, la ejecución de una conducta instrumentalmente simbólica suprime de los sentidos oficiales o verbales la situación conflictiva existente en la interpretación (1980: 43); de este modo, queda desdibujada la conexión entre la expresión conductual del conflicto y los componentes normativos.
Conclusiones. La experiencia performativa en la actividad terapéutica tradicional
La curandera, como protagonista o mediadora del poder terapéutico a través de su actividad discursiva y de una práctica corporal concreta, ha ejecutado un performance ritual que activa en la paciente una gama de experiencias sensoriales que se mantienen en la memoria corporal como parte constitutiva de lo vivido.16 Tales experiencias incorporan información codificada y actúan como catalizadoras de una producción simbólica multiforme (Leach, 1993: 57). Esta “saturación cultural de la experiencia” -como la denomina Good (2003)-, constituye entonces una vía para que la paciente logre resemantizar su padecimiento, es decir, que confiera forma y sentido a este episodio de enfermedad de acuerdo con códigos socialmente compartidos, los cuales operan como gramática organizadora de reconstitución del mundo,17 además de que permiten que rescate para sí un espacio propio en el orden social y afectivo de las cosas.
Como acto performativo, la comunicación entre terapeuta y paciente activa una gama de acciones técnicas y expresivas que contienen información codificada. Precisamente, estos códigos son los que dan sentido y coherencia al acto terapéutico como hecho social total y, aunque implícitos, influyen directamente en el papel salutífero y restaurador de la actividad terapéutica. Estos códigos, sin embargo, no son tan diversos y desperdigados como uno arbitrariamente pudiera imaginar: muy por el contrario, operan sobre la base de lo que Ricoeur denomina “un alfabeto óptico limitado” (1995: 48). A continuación señalaremos algunas claves de este alfabeto:
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La religiosidad popular como gramática organizadora de reconstitución del mundo.
El escenario y emplazamiento ritual elaborado por la terapeuta está desarrollado en su conjunto en el ámbito de la religiosidad popular, extrayendo de ésta los códigos simbólicos restauradores de una ontología trascendental, los cuales operan como gramática organizadora de reconstitución del mundo (Bartolomé, 1997: 101). Como señala Laplantine (1990: 14), las fronteras entre el espacio médico y el religioso en la medicina tradicional se desplazan y devienen de más en más, en flujos sin límites territoriales precisos.
No obstante, tras el reconocimiento del papel significativo de la dimensión religiosa en el proceso terapéutico (Csordas y Kleinman, 1990; Laplantine, 1990) que se explicita en la inclusión de palabras, oraciones o discursos sacros (McGuire, 1983; Dein, 2002) y en la exposición de símbolos religiosos (Dow, 1986), conviene precisar que, el espectro de referencias sígnicas y rituales utilizados en la religiosidad popular en México para expresar en código un mensaje total (véase Leach, 1993: 57) -tal como se manifiesta en este ritual terapéutico-, abreva de diversas fuentes: tanto de símbolos religiosos mesoamericanos -por ejemplo en la cura del pulso o latido, el ya referido quincunce, símbolo arquetípico de la iconografía prehispánica que busca restaurar un orden cognitivo y simbólico ancestral armonizando el plano terrestre con el plano cósmico y el inframundo- (Séjourné, 1992: 101; López Austin, 1984: 186); así como de símbolos provenientes del catolicismo: persignar haciendo la señal de la cruz, formulación de oraciones cristianas, presencia e invocación de santos y deidades en el altar, etc. Entre el símbolo del quincunce y el persignar cristiano se da una transferencia de sentido (véase Lévi-Strauss, 1986: 173), de manera que, tanto en la liturgia como en la parafernalia empleada, estos símbolos confluyen y se replican abarcando un mismo campo semántico.
Para Ricoeur, el ritual atestigua la dimensión no lingüística de lo sagrado y en ese mundo de correspondencias lo que se replican son los símbolos (1995: 74). Estos símbolos, confinados dentro del universo de lo sagrado, están ligados al cosmos y es mediante un trabajo de semejanzas que expresan su lógica de sentido, es decir, “lo específico de la visión del mundo que tiene el homo religiosus” (Ibid., 79).
Csordas (1996: 108) señala que, la invocación de la autoridad divina por parte del curandero, interactúa en la mente y el cuerpo del paciente, en sus representaciones, imaginación y memoria; esta experiencia de alteridad, el abrazo divino, es el acto privilegiado y recurrente de la transformación de la memoria autobiográfica traumática. Dichas imágenes se materializan, son convincentes, ya que participan del plano existencial de toda causalidad porque tienen fuerza y eficacia, en tanto que su significado e intención están fuera de toda duda.
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Pertenecer a una tradición cultural es participar de sus códigos y mecanismos de comunicación.
La pertenencia a una tradición, es decir, a una misma comunidad cultural, implica el manejo de códigos y mecanismos de comunicación que hacen posibles las diferentes relaciones sociales (López Austin, 2001: 52). En este caso, terapeuta y paciente participan en el diálogo de una visión del mundo compartido. Su reciprocidad de perspectivas18 se hace explícita a partir de la puesta en común de un código sociolingüístico restringido19 que abarca desde ítems indexicales -mal aire, limpia, daño, latido, amarre, “juntar el pulso”- hasta un acervo fijo de opiniones y valoraciones expuestos en recursos gramaticales complejos: “Le dijo la señora: no era para ti, pero en ese momento tú saliste, tú lo recogiste”. El esclarecimiento de los códigos sociolingüísticos que surgen entre el curandero y el paciente demanda emplazarlos tanto en el horizonte de un presente como en el horizonte histórico de esa tradición para comprender su significado (Gadamer, 1991: 377).
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Resituar la enfermedad en escalas de significado más amplias.
En tanto que interacción discursiva, la comunicación conlleva un mensaje intencional por parte del terapeuta desde el proceso mismo del diagnóstico:
Suministrar a la paciente una explicación sobre la causa de su enfermedad desde un marco situacional lo suficientemente flexible como para que la consultante pueda tender un puente de significado entre su sintomatología dermatológica, el mal aire como causa de su enfermedad y los problemas de relación social, que ella traduce como una animadversión vecinal desencadenadora de sentimientos como la envidia o la mala fe. La curandera entonces, como refiere Lévi-Strauss (1995: 221):
[…] proporciona a la enferma un lenguaje en el cual se pueden expresar inmediatamente estados informulados e informulables de otro modo. Y es el paso a esta expresión verbal (que permite, al mismo tiempo, vivir bajo una forma ordenada e inteligible una experiencia actual que, sin ello, sería anárquica e inefable) lo que provoca el desbloqueo del proceso fisiológico […].
En este sentido, para reconstituir el mundo de vida de la enferma (véase Good, 1995: 133), terapeuta y paciente proyectan en el diálogo una narrativa del padecimiento en una espiral contextual holista que rebasa lo orgánico-corporal, para abarcar lo sobrenatural, lo social y lo emotivo, propiciando en la paciente “un gradual descubrimiento de verdades acerca de la condición humana” (Hansen, 2002: 18). La ampliación del campo semántico en el que originalmente estaba emplazado el padecimiento, provoca explicaciones diversas y aparentemente opuestas a su naturaleza, lo cual contribuye a que éstas puedan ser sintetizadas y culturalmente objetivadas, es decir, formuladas como objetos de la conciencia personal y social (Good, 1995: 171). En síntesis, como parte del proceso terapéutico, por un lado, se establece una homología o transacción entre símbolos de vastos significados culturales, metáforas y estructura cosmológica, asimismo, pensamiento, comportamiento y emociones del sujeto (Csordas y Kleinman, 1990; Dow, 1986; Dein, 2002).
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El papel de los sentimientos en la causalidad de la enfermedad.
El sistema médico tradicional abreva y se reconstituye en el contexto de un sistema cultural y es a partir de este que elabora sus estrategias cognitivas (véase Kleinman, 1980: 172). En ese sentido, la actividad discursiva de la curandera ha proporcionado a la paciente un marco ordenador -una estrategia cognitiva y una estructura explicativa- para que ésta resitúe su experiencia de enfermar y active un código cultural que hace explícita la interconexión entre enfermedad orgánica y experiencia emocional y social. El papel significativo de lo emocional en la causalidad de la enfermedad es una de las características de la medicina tradicional de América Latina, según ha sido referido por Foster (1980: 123) y Aguirre Beltrán (1980a: 258).
Un análisis minucioso de las principales demandas de atención en la medicina tradicional revela que los sentimientos adquieren preeminencia interpretativa en sus estructuras de sentido. Así, la hostilidad o la envidia se encuentran en los principios de causalidad del mal aire, pero también de enfermedades como el mal de ojo y del daño o brujería. Otros sentimientos como el susto, la vergüenza, el coraje y la tristeza, también aparecen como causal de enfermedades de la medicina tradicional20 y como determinantes de riesgo para la salud (Aguirre Beltrán, 1980b:138); riesgos que, como señalan Corin et al. (1990: 249), se encuentran profundamente arraigados en las normas culturales y en las dinámicas sociales que refieren en sí a un contexto sociohistórico particular.
En ese sentido, la actividad terapéutica del ritual, como sugiere Scheff (1986: 108) -y lo corroboramos en este trabajo-, proporciona a las personas el recurso distanciador de ser simultáneamente participantes y observadores de su propia tensión, es decir, mediante la experimentación y descarga de sus emociones reprimidas en un contexto dramático socialmente aceptable para el desahogo de la tensión. Laderman y Roseman (1996: 7) sugieren que el efecto terapéutico de un performance, a un nivel, es causado por la catarsis que puede ocurrir cuando la angustia emocional no resuelta de un paciente se reactiva y se enfrenta en un contexto dramático.
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En el performance ritual la ejecución lingüística del discurso tiene por sí misma un impacto en el proceso terapéutico.
La ejecución lingüística influye en el proceso terapéutico por el poder que tiene el discurso para configurar la experiencia a través de estructuras narrativas explicativas organizadas alrededor de los sistemas de representación (Lévi-Strauss, 1995; Hansen, 2002); asimismo, porque habilita al enfermo para expresarse sin ser juzgado bajo la mirada positiva del curandero que actúa como soporte emocional (Frank y Frank, 1991; Hansen, 2002); además, por su contenido sacro o religioso (McGuire, 1983; Dein, 2002) o por el impacto y la fuerza de sus expresiones que influyen directamente en su papel persuasivo (Hansen, 2002; Frank y Frank, 1991). No se puede negar el papel central que la actividad discursiva tiene en la medicina tradicional desde el proceso mismo de diagnóstico, tanto para adscribir significado a los acontecimientos y a la experiencia de enfermar (Turner, 1982) como por el papel terapéutico del “curar comunicando” y la “narrativización” del padecimiento (Milne y Wilson, 2000: 543). Mattingly y Garro (2000), sugieren que la narrativa ofrece una manera de traer estructura y significado a la experiencia, y por lo tanto, proporciona un medio poderoso para digerir la experiencia de la enfermedad y la curación.
La curandera está al tanto de que el efecto de sus palabras no sólo se debe a su contenido y significado, sino también, al impacto y a la fuerza de sus expresiones en la ejecución lingüística. Por ello, busca intencionalmente imprimir a su discurso una convicción y una fuerza particulares -acto ilocucionario-, para que éste reporte consecuencias extralingüísticas en el orden de los sentimientos, pensamientos y acciones -acto perlocucionario- (Lozano, Peña y Abril, 1993: 189). Los lingüistas denominan a estas subactividades, analíticamente discernibles en cada ejecución lingüística, actos del habla (Searle, 1980: 65).
Los actos del habla que acompañan al discurso proporcionado por el terapeuta son tan sustantivos como su contenidos y aun en sus breves repertorios, es significativa la diversidad de actos ilocucionales presentes en su discurso: veredictivos en el momento del diagnóstico; expositivos cuando argumentan sobre la causalidad de la enfermedad; ejercitivos cuando demandan el poder o la fuerza de las divinidades; promisivos cuando incluyen una promesa en su enunciado y conductivos cuando adoptan actitudes de agradecimiento (véase Ricoeur, 1988: 81). El discurso por parte de la terapeuta tiene como intención “poner el sistema en movimiento”, es decir, intervenir en el curso de las cosas realizando sus propios poderes: hace suceder algo apoyada en la fuerza ilocucional de sus palabras (Ibid., 124). Estableciendo una interrelación dinámica entre la narrativa cultural y experiencia corporal (Turner, 1982; Dow, 1986; Kirmayer, 1993; Dein, 2002). En este sentido, Appadurai (1990: 93) nos alerta también cómo la oración y el ruego, crean una comunidad de sentimiento entre hablante, oyente y el agente a quien se dirigen las súplicas.
En suma, el proceso terapéutico en la medicina tradicional mexicana cubre un amplio espectro del género performativo que contribuye a resituar un determinado drama social mediante acciones sociales correctivas ritualizadas y narrativizadas en un contexto sagrado, capaz de “ligas de creación simbólica intensa cuya finalidad es construir un mundo significante” (Maseé, 1997: 69).