Desde 1996, año en que las terapias antirretrovirales de alta eficacia (TARAA) transformaron la respuesta global a la epidemia del VIH, la posibilidad de permanecer “indetectable”1 se ha convertido en la meta no sólo de las políticas de salud sino de muchas personas viviendo con el virus. La “adherencia” al tratamiento no sólo permite prolongar y mantener una buena calidad de vida, sino también ocultar la condición de seropositividad y con ello escapar a la acción perniciosa del estigma y el rechazo que persistentemente acompañan al diagnóstico.
En el presente artículo se discuten algunos de los procesos que inciden en las posibilidades de adherencia terapéutica de mujeres mexicanas viviendo con VIH. Se presentan resultados de una investigación cualitativa2 que intenta recuperar la experiencia de un grupo de mujeres positivas acerca de este desafío central para quienes viven con VIH. El objeto de análisis se refiere a aquellos procesos y eventos que marcan su experiencia frente a la atención médica y en particular frente al tratamiento antirretroviral. Se retoman ciertos conceptos derivados de la antropología médica, subdisciplina de la antropología social, cuyo cometido es analizar los procesos de salud/enfermedad/atención desde el punto de vista de los actores sociales involucrados, rescatando los procesos subjetivos e intersubjetivos involucrados en las acciones de la salud (Menéndez, 2009; Ayres, 2008).
A partir de entrevistas autobiográficas narrativas (Appel, 2005) realizadas en 2013 a 21 mujeres, atendidas en los Centros Ambulatorios de Prevención y Atención de Sida e Infecciones de Transmisión Sexual (CAPASITS) de las ciudades de Oaxaca (10) y Morelos (11), se pretende conocer sus trayectorias de atención a la enfermedad a lo largo de los años. Las narrativas muestran periodos heterogéneos de adherencia y desadherencia, marcados por vicisitudes y condiciones de la vida cotidiana que impactan este proceso altamente medicalizado. A pesar de que en nuestro país el acceso universal al tratamiento antirretroviral es un derecho de todas las personas que viven con VIH, no es condición suficiente para mantener niveles adecuados de apego. Es indispensable avanzar en la investigación que busque dilucidar las múltiples dimensiones que afectan el abandono (Valenzuela Lara, 2014). Consideramos que los aportes de este trabajo se encaminan en este sentido.
Mujeres mexicanas y VIH
Según estimaciones realizadas por Onusida-Censida, a finales del 2013 existían 170 mil adultos de 15 y más años viviendo con VIH y sida, de las cuales 36 000 (21%) eran mujeres. Esto significa que una de cada cinco adultos infectados es mujer. Esta proporción ha crecido de forma sostenida en los últimos años; en 1990 las mujeres representaban el 13% de las infecciones, en tanto que en el 2013, 2 000 adquirieron el VIH, lo que representa el 22% de nuevas infecciones. Aunque nuestro país tiene una epidemia caracterizada por la transmisión sexual del VIH entre hombres, existen algunas zonas en donde la epidemia es más heterosexual. Las cinco entidades con mayor proporción de casos de VIH y sida en mujeres son: Chiapas, Guerrero, Veracruz, Oaxaca y Tabasco (con al menos una tercera parte de los casos reportados en mujeres). Por edades, 5.1% ocurrieron en mujeres menores de 15 años; 37% en jóvenes de 15 a 29 años; 57.5% en mujeres adultas de 30 y más años, en tanto que el 0.4% se desconoce la edad. El 90.6% de los casos de VIH en mujeres ha sido resultado de relaciones sexuales no protegidas; 4.6% se produjeron por vía sanguínea, asimismo, 4.7% por transmisión perinatal (CENSIDA, 2013).
En el caso de la epidemia en México, el riesgo de infección para la mayoría de las mujeres no tiene tanto que ver con sus propios comportamientos sexuales como con los de sus parejas masculinas, es decir, con la actividad sexual de hombres que viven con VIH y que pudieron haber contraído el virus por actividad homosexual -grupo que presenta los más altos niveles de VIH en el país- (Kendall, 2009). Sin embargo, el estigma que marca al homoerotismo masculino en nuestro país dificulta considerablemente que los hombres reconozcan su deseo homosexual -sobre todo cuando se experimenta de manera ocasional- y, por consiguiente, el propio riesgo de infección al que exponen a sus parejas mujeres. Es menos esperable aún que lo discutan con ellas, a veces a pesar de conocer su diagnóstico. Es por ello que se estima que muchas mujeres que viven con VIH no lo saben, ya sea porque su pareja desconoce su estatus serológico o porque se los ha ocultado. Este desconocimiento es una de las causas para la detección y atención tardía en la población femenina (Martin-Onraët, et al., 2014).
Si bien, fisiológica y anatómicamente cualquier mujer que mantenga relaciones sexuales desprotegidas puede adquirir el VIH, existen “especificidades del riesgo” (Dworkin, 2013), es decir, no toda la población femenina está igualmente expuesta, pues la diversidad de condiciones socio-económicas, étnicas y culturales afectan esta probabilidad. Según algunos análisis de la epidemia (Torres, 2010) el mayor riesgo de contraer VIH se presenta entre mujeres seronegativas parejas de hombres positivos al virus, especialmente:
Militares y policías (uniformados en general)
Trabajadores del transporte
Reclusos
Usuarios de drogas inyectables
Migrantes
Este panorama indica que la respuesta a la epidemia en la población femenina requiere enmarcar la idea del riesgo en tanto conducta dentro de un enfoque de desigualdad social, económica y cultural, que atienda a las formas específicas y diferenciales que adquiere en hombres y mujeres, de modo que se comprendan y busquen transformar aquellos procesos que afectan el comportamiento sexual, y no sólo pretender modificar el comportamiento mismo. En muchas de las estrategias de prevención ha dominado esta perspectiva conductista de la epidemia, impulsada por la hegemonía de enfoques biomédicos localizados sobre todo en las academias de países del llamado Norte geopolítico. Desde una cultura centrada en el interés individual y el paradigma comportamental del VIH/sida, no es raro que las propuestas de salud pública pongan mayor énfasis en las prácticas individuales (uso del condón, exclusividad sexual mutua, reducción de parejas sexuales, etc.), y sitúen el riesgo más en los individuos que en las condiciones sociales que movilizan la epidemia (Gupta y Weiss, 1993).
Algunos análisis afirman que la frecuencia de la exposición de las mujeres a episodios de violencia en la pareja es un factor de importancia para configurar el riesgo de que adquieran VIH (ONU, 2013). La violencia ejercida por hombres en parejas heterosexuales reduce la posibilidad de que las mujeres rechacen encuentros sexuales no deseados y que negocien con éxito la protección, especialmente el uso de condón, el cual depende estrictamente de la anuencia del varón. Que las mujeres soliciten el uso del condón puede interpretarse como una declaración tácita o explícita de desconfianza hacia la pareja, lo cual, en relaciones basadas en el amor, por ejemplo, introduce una distancia indeseable, mientras que en vínculos más contractuales puede también exponerlas a la acusación de infidelidad y, por ende, al riesgo de ser violentadas (Hirsch, et al., 2007). Sin embargo, Castro y Farmer (2003) critican aquellas aproximaciones que no reconocen la relación entre el sida, la violencia estructural en contextos específicos, y las condiciones de desigualdad de las mujeres. Es posible constatar la presencia de cierta violencia institucional que se ejerce mediante políticas públicas, pues
[…] al no ponerse atención a la dimensión estructural de la coyuntura de violencia de género-vulnerabilidad de las mujeres frente al VIH, se responde de manera simplista, se la visualiza como una problemática individual […] (Garibi, 2009: 85).
Lo anterior muestra la urgencia del abordaje de la experiencia no sólo de mujeres que viven con VIH sino de aquellas negativas en parejas serodiscordantes, quienes se encuentran en constante riesgo de infección. En función de la evidencia científica reciente que muestra que la probabilidad de transmisión del virus por una persona que permanece indetectable puede reducirse hasta 96%, el trabajo con parejas serodiscordantes aparece como una estrategia crucial de lucha contra la epidemia.3
Por otro lado, la epidemia no se distribuye de manera homogénea entre todas las mujeres del país. Por ejemplo, el Estado de México y Veracruz concentran el mayor número de casos femeninos, mientras que en zonas rurales la transmisión heterosexual es más frecuente que en las ciudades (Magis, Bravo, et al., 2008); la razón de infección hombre/mujer es menor entre las jóvenes. Si bien, en México el tratamiento antirretroviral constituye un derecho universal para todas las personas positivas desde 2003, el acceso al mismo atraviesa vicisitudes propias de la desigualdad estructural que afecta particularmente a las mujeres. Se estima que del total de mujeres con VIH en el país, en junio de 2014 se habían registrado 14 000 de ellas en tratamiento antirretroviral (CENSIDA, 2014).
En un estudio reciente realizado en cuatro servicios especializados del país,4 Martin-Onraët, et al. (2014) reportan que las oportunidades perdidas de diagnóstico en las mujeres se relacionan con causas como:
Dependientes del/la paciente
costos y tiempos de consulta y traslado
accesibilidad del centro de atención
miedo al estigma y discriminación
Dependientes del centro de atención
De hecho, los grupos más afectados por el diagnóstico tardío incluyen a mujeres que se presentan a atención médica pero que no son percibidas en riesgo por los prestadores (por ejemplo, mujeres unidas o casadas, o de la tercera edad). Asimismo, este mismo estudio reporta que de las 270 mujeres entrevistadas, al 61% no se les ofreció la prueba de VIH durante el embarazo, a pesar de que la Norma Oficial 010-SSA2-2010 así lo establece.
Por otro lado, una investigación reciente que determinó factores asociados al abandono del tratamiento antirretroviral en pacientes con VIH/sida inscritas en SALVAR5 de enero del 2009 a diciembre del 2013 -atendidas en los CAPASITS y Servicios de Atención Integral (SAI)-, encontró una asociación significativa entre ser mujer y la interrupción del tratamiento. Por ejemplo, las mujeres que viven con VIH-sida en Oaxaca presentaban 2.49 más veces la posibilidad de abandonar el tratamiento que los hombres en el mismo servicio. El estudio concluye que ser mujer, ser indígena y estar privado de libertad, entre otras, son las principales condiciones asociadas al abandono6 (Valenzuela Lara, 2014).
El papel de los servicios de salud para atender las necesidades específicas de las mujeres en materia de prevención, consejería y tratamiento es fundamental. Entre otros factores -como el acceso efectivo a la prueba y al tratamiento, y la reducción del estigma- la consejería eficiente y comprensiva durante la comunicación del resultado de la prueba de VIH, favorece las posibilidades de adherencia al tratamiento antirretroviral y/o las conductas preventivas (AIDSMAP, 2013). Las condiciones de los sistemas de salud representan asimismo procesos críticos de determinación estructural de la adherencia de mujeres. Para optimizar la adherencia se requiere de programas de acceso universal y gratuito al TARAA, es decir, que integren otros servicios como los de apoyo psicológico, intervención familiar, promoción de grupos de apoyo, soporte nutricional, y de servicios de salud sexual y reproductiva (Arrivillaga-Quintero, 2010: 355).
En este sentido, son relevantes las estadísticas producidas recientemente por el Comité Humanitario de Esfuerzo Compartido contra el sida, AC (CHECCOS, 2013), las cuales muestran que, durante el primer trimestre de ese año, en la Clínica Especializada Condesa (Distrito Federal), la pérdida de usuarias después de la comunicación de resultados de la prueba fue del 40%, en contraste con 30% de los hombres atendidos en la misma situación y periodo. Esta deserción puede estar relacionada con el hecho de que los niveles de ingreso y educación de las mujeres atendidas son más bajos que los de los hombres, además, que 80% de ellas reportan ser madres, 18% viudas, asimismo, la mayoría afirma estar a cargo del cuidado de los distintos miembros de la familia (Bautista, et al., inédito), condiciones ausentes en la mayor parte de la población de usuarios varones.
La adherencia a los tratamientos antirretrovirales como práctica de cuidado de la salud
El desarrollo y la aplicación de terapias antirretrovirales de alta eficacia a partir de mediados de los noventa modificó favorablemente el pronóstico de las personas que tienen VIH, lo cual sin duda resignificó la situación de “vivir con VIH”, hacia un “cómo vivir con la enfermedad”, es decir, un vivir orientado farmacológicamente. Esto también implicó la emergencia de nuevas modalidades en las interacciones entre el personal de los servicios sanitarios y las y los pacientes, devenidas de la prescripción y uso de estos tratamientos, para lo cual es central el abordaje de la llamada “adherencia” (Margulies, Barber y Recoder, 2006: 64).
Desde el enfoque biomédico, la adherencia o apego se define como: “[…] la capacidad de un individuo para cumplir con las indicaciones médicas […]” (CENSIDA, 2012), dicha adherencia consiste en la puesta en práctica de comportamientos que refieren a la incorporación (si son nuevos) o perfeccionamiento (si ya existen) de hábitos en el estilo de vida, y a la modificación de aquellos que puedan constituir un factor de riesgo para la progresión de la enfermedad (Varela, Salazar y Correa, 2008). En el caso del tratamiento antirretroviral, se ha demostrado que una adherencia subóptima (menor al 90%) puede impactar de manera significativa la eficacia de la terapia, reduciendo la probabilidad de éxito en la supresión viral sostenida y generación de mutaciones de resistencia. Por lo tanto, el apego adecuado mejora la calidad de vida e incrementa la sobrevida del paciente (CENSIDA, 2012).
Con una visión más abarcativa, Varela, Salazar y Correa (2008) afirman que la adherencia al tratamiento en VIH/sida está asociada con: a) factores personales; b) de la enfermedad y el tratamiento; c) del sistema de salud y d) sociales e interpersonales. Sin embargo, aquellos relativos al sistema de salud configuran condiciones necesarias para el acceso y permanencia. Arrivillaga Quintero (2010) denomina tales factores en términos de derechos:
Derecho al tratamiento oportuno y continuo: condición para la adherencia
Derecho a la confidencialidad y no discriminación: ambiente propicio para la adherencia
Derecho a la atención integral con enfoque de género (integración con servicios de salud reproductiva, entre otros).
Entre los factores personales, por otra parte, una adherencia deficiente puede tener como motivos: dificultades para iniciar el tratamiento, suspensión momentánea o abandono definitivo; cumplimiento incompleto o insuficiente de las indicaciones, olvido de tomar los medicamentos, de dosis, de tiempo, de propósito, equivocación en el uso; falta de cambios de hábitos y estilos de vida, automedicación, entre otros.
Otras situaciones frecuentes que impiden un adecuado apego son: pobre relación médico-paciente; desconocimiento de la enfermedad; falsas creencias sobre la enfermedad y el tratamiento; estado clínico avanzado; estado emocional deprimido; consumo de alcohol y drogas; problemas para recordar horarios y dosis y horarios de ingesta que interfieren con el sueño, reuniones, comidas o trabajo (CENSIDA, 2012).
La adherencia es pensada como las “[…] acciones que un individuo realiza con el fin de mejorar su estado de salud y que coinciden con las prescripciones y recomendaciones profesionales. Se propende así al cuidado con la expectativa del cumplimiento y pensando básicamente en las acciones que pueden poner en juego los individuos afectados […]” (CENSIDA, 2012: 65). Desde esta perspectiva, se concibe a un individuo racional y volitivo que a partir de las prescripciones y recomendaciones médicas evalúa ventajas y desventajas, juzga y toma decisiones conscientemente bajo la meta del autocontrol. La adherencia se construye, de este modo, sobre la base de un modelo de “deber ser” o de un “horizonte normativo” que busca el control de la enfermedad y la supresión de los síntomas, es decir, como criterio de éxito técnico de las prácticas de salud (Ayres, 2001: 68).
La adherencia terapéutica deviene entonces un “[…] proceso medicalizador que dirige comportamientos, establece formas de disciplina, de restricción y de obligación e impone un modo ‘normal’, responsable y legítimo de cuidar de sí y de otros […]” (Ayres, 2001: 66). Sin embargo, debe ser entendida más bien como un conjunto de prácticas de cuidado de la salud imbricadas en la vida cotidiana de las personas afectadas y sus núcleos de interacción social. En este sentido, nos apoyamos en la conceptualización de Ayres (2001) para pensar a los sujetos positivos no como individuos con una enfermedad, objeto de acciones técnicas, con un carácter individualista, apriorístico y objetivado (concepción prevaleciente en las prácticas del sector sanitario), sino como sujetos que se desenvuelven en contextos relacionales e intersubjetivos y que despliegan prácticas de salud caracterizadas por su aspecto relacional, existencial y pragmático (2001: 67). Por lo tanto, tales prácticas implican siempre un encuentro y diálogo con un “otro” (profesionales de la salud, familiares, personas con la misma enfermedad, etc.). Ello remite a una conceptualización diferente de las prácticas sanitarias hegemónicas, basadas en el tratar, curar y controlar, para pensarlas en un sentido más amplio como prácticas de cuidado más centradas en la búsqueda de bienestar.
La amplia bibliografía enfocada en el estudio de enfermedades crónicas como el VIH-sida está siendo generada desde diferentes disciplinas, como la antropología y la sociología médica, que proponen que la adherencia terapéutica forma parte de un proceso de gestión de la enfermedad que sobrepasa el mundo biomédico y se extiende a todas las esferas del mundo cotidiano por un periodo indeterminado. La adherencia, entendida de este modo, debe ser estudiada e interpretada a partir de la trama de relaciones que incluyen los servicios de salud, pero también la red familiar y social cercana al sujeto y que configuran trayectorias de atención a la enfermedad atravesadas por varias incertidumbres, así como por el estigma, la discriminación y la desigualdad social.
El estudio de las distintas modalidades que asume la adherencia, caracterizada por cumplimientos sostenidos, intermitentes o abandonos sucesivos, nos habla de un proceso en el tiempo que se rutiniza y normaliza, que presenta ciertas continuidades y rupturas, y que supone un trabajo subjetivo de cuidado de sí que pone en juego los “[…] requerimientos del tratamiento, las demandas familiares, laborales, económicas y los modos de interpretación y significaciones sociales asociadas a vivir con VIH […]” (Ayres, 2001: 66). Al hablar de “normalización de la enfermedad” aludimos al proceso mediante el cual las personas construyen en el día a día una cotidianidad, marcada por ciertas rutinas y acciones que les permiten vivir y desempeñarse como normales para su contexto y en relación con los otros, en un esfuerzo de gestión no centrado en el padecimiento. Se trata de un proceso que trata de conciliar las “demandas” de ser seropositivo con las que impone la vida cotidiana (Adazko, 2012: 27). En este estudio hemos puesto atención en la vida y relaciones inmediatas de las entrevistadas con el fin de comprender su experiencia con el tratamiento y las prácticas de adherencia.
La investigación y las participantes
El campo de aplicación del proyecto fueron los CAPASITS de Oaxaca y Morelos,7 servicios especializados en VIH/Sida que atienden a la población carente de seguridad social y a los sectores más pobres y desprotegidos. Asimismo, adoptamos un enfoque cualitativo en salud que implicó asignar centralidad a la dimensión subjetiva e intersubjetiva de la acción social, el cual requirió adoptar técnicas e instrumentos de producción y análisis de la información centrados en el punto de vista de las mujeres para acceder a sus propias interpretaciones, intencionalidades y atribuciones de sentido (Castro y Bronfman, 1995: 58).
Desde esta perspectiva intentamos rescatar e interpretar las representaciones, prácticas y significaciones elaboradas para atender el VIH, así como intentar un acercamiento a las preocupaciones y problemas que los portadores enfrentan día a día, esto a partir de un conjunto seleccionado de sujetos relevantes para el problema de estudio, a nivel de dos contextos específicos. Además, intentamos recuperar, en este espacio micro, ciertas mediaciones que existen entre los procesos más generales (políticas, programas, dotación de servicios, saberes técnico-profesionales) y sus manifestaciones singulares en la vida de las mujeres.
Esta investigación privilegió a la entrevista autobiográfica narrativa como instrumento de trabajo (Appel, 2005), dichas entrevistas fueron aplicadas de manera individual a un conjunto de mujeres asistentes a los CAPASITS. El guion abarcó diversos aspectos de sus trayectorias de atención, experiencias al vivir con VIH, significaciones en torno a la enfermedad y su relación con los servicios de salud. Todas las entrevistas fueron grabadas y transcriptas con el uso de seudónimos e identificadas con los datos generales de las mujeres. Además, fueron clasificadas por temas, mientras que en el trabajo de ordenamiento y procesamiento de la información fue utilizada la codificación manual.8 Finalizada esta tarea comenzamos con el análisis e interpretación. Esta etapa estuvo caracterizada por la lectura, relectura, fragmentación y codificación de cada entrevista hecha. Además, analizamos los diferentes temas planteados, primero para cada una de las entrevistas y, en un segundo momento, de forma integrada para todas, con el fin de detectar particularidades y diferencias significativas en las narraciones ofrecidas por las mujeres.
A continuación presentamos de manera detallada las características de las 21 mujeres entrevistadas en ambas plazas. Para el caso de Oaxaca, la mayoría se sitúa en los rangos de edad de 26-40 y de 41-55, de las cuales la mitad son viudas y pertenecen a la primer categoría. Acerca de su nivel de estudios, la mitad tuvo acceso a la preparatoria. En cuanto a su descendencia, la mayoría posee hijos con estatus serológico negativo. En lo que respecta a sus parejas, de las 10 mujeres que cuentan al momento con un compañero, 6 de ellos presentan un estatus positivo. Cabe destacar que más de la mitad tiene entre 11-20 años de saberse infectadas y que la misma cantidad de mujeres ha estado en tratamiento entre 1 y 10 años. Asimismo, resalta la precariedad económica en la que viven, pues la mayoría no son derechohabientes de la Secretaría de Salud y se dedican a la limpieza de viviendas.
De las 11 mujeres entrevistadas en Morelos, la mayoría (6) se sitúa en los rangos 26-40 y 41-55, además, 7 se encuentran sin pareja y, en su mayor parte (7), desconocen el estatus serológico de su actual pareja. Ninguna de las mujeres posee un hijo con estatus serológico positivo, en cuanto que más de la mitad (6) tiene de 1 a 10 años con el diagnóstico y 9 de ellas el mismo tiempo en tratamiento. Al igual que las entrevistadas de Oaxaca, no son derechohabientes y se ocupan en labores extradomésticas (véase Cuadro 1).
La voluntad de ser “indetectable”: un proyecto de felicidad
Para Herminia (Oaxaca, 55 años, soltera, trabajadora doméstica, 6 hijos) apegarse al tratamiento antirretroviral es muy importante porque “[…] mantener un estado de salud bueno, me permite a mis hijos y demás familiares que me vean bien y no sospechen (los que no saben) de alguna enfermedad grave”. Esta situación posibilita que Herminia decida con más libertad si comunica o no su condición, la cual conlleva un alto nivel de estigma social. La adherencia, tal como expresan la mayoría de las mujeres entrevistadas, borra los efectos negativos que aparecen como marca visible de la enfermedad en el cuerpo (color de la piel, dolores, ronchas, delgadez, etc.). El término “indetectable” es tomado del lenguaje médico y resignificado por las entrevistadas para referirse tanto a lo que señalan las pruebas de carga viral, como a la posibilidad de pasar desapercibidas en sus contextos vitales. Desde el punto de vista de las mujeres, existen ciertas condiciones que son centrales para las prácticas de adherencia terapéutica, proceso dinámico que tiene un inicio -más no un fin- en la biografía, y que exige reajustes constantes en la búsqueda por retornar a una identidad previa al VIH. Ser indetectable a nivel virológico opera como metáfora de la invisibilización del padecimiento a nivel identitario y social. En este sentido, las estrategias que ellas siguen para lograr tal resultado virológico coinciden con la diferenciación entre la intención de controlar un padecimiento -en términos de sus síntomas y efectos- y la práctica de cuidar la salud. En el primer caso, el énfasis se encuentra en el éxito de las tareas técnicas, es decir, en el seguimiento puntual de las indicaciones, a juicio del personal médico (toma del medicamento, asistencia a las citas, presentación a las pruebas clínicas con los procedimientos requeridos, etc.). En el segundo caso, en cambio, la comprensión de que las prácticas de cuidado de la salud están imbricadas en relaciones sociales permite reconocer la condición de sujeto de quien vive con la enfermedad.
Es forzoso saber qué proyecto de felicidad está ahí en cuestión, en el acto asistencial, mediato o inmediato. La actitud de cuidar no puede ser una tarea parcial, pequeña y subordinada a las prácticas de salud (Ayres, 2001: 71).9
Consideramos que la voluntad de ser indetectable, que las entrevistadas rescatan una y otra vez en sus relatos, constituye el proyecto de felicidad que la atención médica y la adherencia prometen. En palabras de Ayres (2008) el “proyecto de felicidad” refiere “[…] a la totalidad comprensiva que da sentido existencial a las demandas planteadas a los profesionales y servicios de salud por los destinatarios de sus acciones […]” (2008: 164). Si bien existen definiciones sociológicas de la “felicidad” como el “gozo subjetivo de la vida” (Veerhoven, 2005), en este texto no pretendemos establecer un concepto, sino que nos interesa que el saber médico reconozca en las mujeres la existencia de tales proyectos de felicidad y que estos fungen como motores de adherencia al tratamiento antirretroviral.
A continuación describiremos algunos de los procesos, prácticas y condiciones que intervienen en la posibilidad de lograr tal proyecto.
Las trayectorias asistenciales, en los relatos de las entrevistadas, nos hablan de una variedad de estrategias implementadas para lograr un proceso de normalización de la enfermedad, lo cual les conlleva a posicionarse de modo activo frente al VIH en una gestión continua del padecimiento que tiende a minimizar sus efectos. Algunas de estas acciones, por ejemplo, consisten en llamar “vitaminas” a los antirretrovirales o en poner los medicamentos en frascos de otras “pastillas” para no ser cuestionadas. Sin duda, pasar a ser “indetectable” es la más importante estrategia de normalización. Herminia, positiva desde hace tres años, toma su tratamiento antirretroviral con asiduidad y procura verse saludable y cuidarse “[…] en la medida de lo posible, para que no sospechen”. La mayoría de estas mujeres señalan que la adherencia al tratamiento ha posibilitado su cambio de estatus a “indetectable”, situación que sugiere dos posibles significados. Por un lado, se reconoce la indetectabilidad del virus en la sangre y se le adscribe a la dimensión propiamente corporal y, por el otro, el término es utilizado para describir la posibilidad de permanecer indetectable para su mundo social y entre las personas más cercanas. Diana (Morelos, 18 años, casada, un bebé negativo) afirma:
Bueno, a pesar del virus que corre por mi sangre yo llevo una vida normal, porque pues no es tanto como un cáncer, que siento que es más feo, te ves enfermo y la gente se da cuenta que estás enfermo, pero pues del VIH hasta ahorita no, yo no me he sentido mal.
Esta situación, sin duda, es significada positivamente en tanto que favorece la normalización y disminuye la posibilidad de estigmatización y discriminación. Lograr ser indetectable es el resultado de un arduo trabajo desde una identidad asociada al sida y fijada en la enfermedad, la muerte y el peligro, y a su vez, relacionada con la posibilidad de salud y bienestar (Adazko, 2012: 29).
Aceptar el VIH, aceptar la terapia antirretroviral: la importancia de “los otros”
Aunque en la mayoría de los casos el inicio del tratamiento sigue temporalmente a la noticia del diagnóstico, en un tiempo relativamente corto -semanas después-, quienes no optaron por ese patrón refieren que esto ocurrió debido a la ausencia de síntomas, ya fuera porque el médico no estimó necesaria la medicación o porque la persona no aceptó en un principio su condición de infección por VIH. En este sentido, la experiencia de estar asintomáticas opera, paradójicamente, como una dificultad: se requiere de un ejercicio complejo de abstracción y convicción para el inicio y la adherencia al tratamiento, tal como lo refiere Leonor (Morelos, 41 años, soltera, 6 hijos negativos, trabajadora doméstica):
Como yo antes no estaba acostumbrada a tomar medicamento, a estar con pastillas, se pone uno a pensar, ¿por qué me voy a poner tanto medicamento si no es verdad lo que tengo? ¿Por qué me lo voy a tomar si no tengo nada?
La socialización y notificación diagnóstica de su estatus frente a su grupo social más cercano (padres, hermanos, hijos, nuevas parejas, entre otros) se vuelve un aspecto central del tratamiento. Como menciona Strauss (1986) “[…] si el tratamiento significa que una enfermedad estigmatizada puede ser sospechada o descubierta, es poco probable que la persona lo lleve a cabo en público” (citado por Pecheny, Manzelli y Jones, 2002: 26).
Sin embargo, entre las entrevistadas, comunicar su diagnóstico a ciertas personas favoreció la adherencia debido al apoyo que recibieron y a la poca de necesidad de implementar estrategias de ocultamiento. Esta decisión de “abrir” su condición, a pesar del miedo a las reacciones que puede suscitar la noticia, implicó en la mayoría de las mujeres aceptación y apoyo, lo cual cumplió un papel central en sus posibilidades de apego.
En este sentido, las mujeres reconocen en sus hijos un importante protagonismo, como en el caso de Herminia, quien afirma que ellos son su mayor motivación para cuidarse; los más pequeños -que viven con ella- son quienes están pendientes de que tome los medicamentos de manera oportuna, dado que siempre le recuerdan los horarios para evitar que olvide su ingesta. Clarisa (32 años, un hijo, separada, Oaxaca) señaló que a partir de que su hijo (positivo y actualmente indetectable) supo la verdad sobre el diagnóstico de su madre, se constituyó en su mayor motivación para “estar bien, vivir muchos años y verlo crecer”. Antes de este momento, sin embargo, ella narra haber estado más preocupada y pendiente por el tratamiento de su hijo que por el propio.
Algo diferente aconteció con las parejas masculinas, que también tenían el diagnóstico de VIH/sida. Ellos jugaron un papel importante en las acciones de adherencia, pero en un sentido contrario. Para varias entrevistadas, las inconsistencias demostradas por los varones en el tratamiento fueron significadas como un comportamiento negativo que denotaba falta de responsabilidad para con su familia, lo cual promovió en ellas una mejor adherencia. Asimismo, narran algunos momentos de cierto descuido en el propio tratamiento cuando, por ejemplo, el esposo enfermó o empeoró su estado hasta llegar al deceso, como fue el caso de Isabela (46 años, viuda y en actual unión libre con un hombre negativo y un hijo que inicia la carrera de medicina, Oaxaca). Isabel cuenta que por atender y acompañar a su pareja en los últimos momentos ella tuvo una recaída. Luego del fallecimiento de su esposo afirma estar pendiente de sus citas y asistir regularmente a buscar el medicamento.
El fallecimiento de las parejas, sin duda, impulsa una toma de conciencia de la enfermedad y una decisión de practicar una adherencia terapéutica con el fin de conservar un buen estado de salud, particularmente ante la necesidad de criar a los hijos. Sólo en dos casos -Marisol (Oaxaca, 54 años) y Diana (Morelos)- el apoyo de los esposos, que comparten el diagnóstico, es mencionado positivamente. Ambos miembros de la pareja se recuerdan mutuamente los horarios del suministro del medicamento y hacen reservas ante la posibilidad de desabasto.
Otros actores significativos que impactan positivamente en la adopción de prácticas de adherencia, son otras personas viviendo con VIH. Karen (47 años, Oaxaca, 4 hijos negativos, con primaria terminada) relató que asistir a un congreso sobre VIH/sida le permitió conocer personas que estaban “[…] desmejoradas, peor que yo […]”, y que a partir de esa experiencia comprendió la importancia de apegarse al tratamiento y que la decisión y responsabilidad eran suyas.
Por último, cabe destacar que el inicio de la terapia antirretroviral es un proceso complejo que no sólo se limita a aceptar la importancia de tomar los medicamentos, sino que impulsa a modificar un conjunto de rutinas, hábitos y gustos, por ejemplo, evitar ciertos alimentos y bebidas alcohólicas. En general, las entrevistadas manifestaron que no les fue difícil dejar de comer alimentos “prohibidos” (cerdo, toronja, alimentos grasosos, entre otros); asimismo, sólo una indicó que le fue más difícil dejar de beber que tomar las medicinas.
La relación con los servicios de atención y la participación en grupos de apoyo
La asistencia y contacto permanente con distintos miembros del equipo de salud en servicios especializados es fundamental para el inicio de la trayectoria asistencial y para la vigilancia de la administración de los antirretrovirales. La información que les proporcionan los médicos, así como la participación en grupos de apoyo como los que ofrecen algunos CAPASITS, favorecen una actualización continua de las pacientes en torno a los avances en la farmacología de la enfermedad y los efectos positivos en su control, lo cual favorece una actitud positiva hacia su propio pronóstico y las motiva a llevar una “vida saludable”. En palabras de Dalila, a volverse “expertas” en su propia enfermedad (como documentan Pecheny, Manzelli y Jones, 2002). La asistencia a estas instancias de sociabilidad brinda, además, contención emocional frente a las dificultades que conlleva vivir con VIH, y posiciona a las pacientes de otra manera frente a los médicos y la enfermedad, es decir, en un proceso que tiende, en ciertos casos, al establecimiento de relaciones más horizontales con el personal de salud.
Una vez iniciada la terapia antirretroviral, las entrevistadas mencionan que el personal que labora en el CAPASITS está pendiente de que asistan a sus citas médicas y que recojan los medicamentos, además, comentan que incluso les llaman la atención si no acuden. El buen vínculo con algunos miembros del servicio de salud adquiere un papel fundamental en el seguimiento; asimismo, es importante la participación regular en el grupo de apoyo, donde las mujeres relatan su experiencia y cómo han ido enfrentando los problemas de vivir con el VIH. Muchas de ellas valoran positivamente la atención integral ofrecida en el grupo, pues incluye una gama de servicios que favorecen la adherencia, especialmente aquellos relacionados con la salud reproductiva. Además, influye el hecho de que se trata de un servicio de salud donde no se sienten estigmatizadas o discriminadas, situaciones que buena parte de las mujeres han padecido en otras instituciones sanitarias en distintos momentos de su trayectoria asistencial.
Queda claro entonces que la adherencia no sólo depende de las mujeres y del apoyo de sus redes cercanas, sino también de la gestión de los servicios de salud y de las modalidades de atención médica y psicológica. En este proceso, algunos autores consideran que es posible distinguir en las y los pacientes ciertos ejercicios de autonomía, por ejemplo: a) en el manejo estratégico de información acerca de su situación de seropositivo y en la decisión de qué comunicar, cómo y a quiénes; b) al incorporar conductas de autocuidado, el sujeto recupera la eficacia del cuidado autónomo de su estado, restándole a la biomedicina la exclusividad en la restitución de su bienestar y c) la búsqueda de ayuda psicológica y espiritual permite una aceptación de la enfermedad que redunda en una mejor calidad de vida (Pecheny, Manzelli y Jones, 2002).
Interrupciones y recaídas
Las mujeres señalaron interrupciones en los tratamientos en distintos momentos de la trayectoria asistencial, situación que las llevó a recaídas y hospitalizaciones con distintas condiciones de gravedad. Mencionan, entre las causas de las interrupciones, los efectos secundarios de la administración de antirretrovirales. En algunos casos, al comienzo del tratamiento, aparecen un sinnúmero de síntomas, como lagunas mentales, alucinaciones, náuseas, erupciones cutáneas, dolor en el cuerpo, diarreas, mareos, falta de apetito, entre otras, los cuales las impulsan -a pesar de las advertencias- a suspender temporalmente el tratamiento. En otros casos, ciertas dificultades en las rutinas de las tomas diarias dificultan la adherencia, por ejemplo, Miranda (35 años, viuda y casada de nuevo, ama de casa, sin hijos, un aborto espontáneo) encontraba complicado tomar las medicinas en su horario de trabajo, pues ello implicaba el riesgo de verse orillada a revelar su diagnóstico a sus compañeros. Esta situación la llevó a dejar la Ciudad de México y trasladarse a vivir a Oaxaca para estar más cerca de sus familiares. Seis años después, la entrevistada recuerda otro episodio que afectó su estado de salud: la muerte de un familiar cercano con el que convivía, la desanimó y recayó. A partir de estas experiencias, en las reuniones del grupo ella aconseja a las compañeras que no dejen el tratamiento porque “[…] cuesta mucho para volver a estar bien”. Otros factores que causan el abandono temporal del tratamiento, son los problemas derivados de la relación de pareja, como el experimentar una infidelidad. También, el desabasto o abasto irregular de medicamentos en instituciones federales de salud es considerado por algunas de las entrevistadas derechohabientes (en el caso de Morelos) como un factor que obstaculiza la adherencia.
Reflexiones finales
Los avances en la terapia antirretroviral han favorecido el pronóstico de vida de las personas que viven con VIH, es decir, en tanto que permiten controlar la multiplicación viral a niveles indetectables y disminuyen el riesgo de enfermedades oportunistas, lo cual ha transformado el padecimiento en una enfermedad crónica transmisible. Estos logros en el terreno de lo biomédico han tenido implicaciones en el bienestar de los sujetos debido a que han mejorado su calidad de vida y les han permitido implementar estrategias múltiples para enfrentar y gestionar su condición. Desde la perspectiva de la atención, es la persona que vive con VIH quien puede evitar la progresión viral a través de la adherencia diaria y mediante la incorporación de nuevas rutinas en su cotidianidad. Por lo tanto, más que implicar una práctica individual, la adherencia está cruzada por relaciones sociales, fundamentalmente del cuidado.
A juzgar por las narraciones, la adherencia terapéutica encierra y posibilita el cuidado de sí, en ocasiones para cuidar a otros (parejas e hijos), lo que refuerza este mandato de género asignado históricamente a las mujeres. Tal como es planteado por Campbell (1990) y Esteban (2003), entre otras, es la división social del trabajo de cuidado lo que frecuentemente las coloca en el papel de cuidadoras. Es también por ello que saberse infectadas y asumir el cuidado de sí implica un importante proceso de cambio, de una posición pasiva a una activa respecto a su propia salud.
La condición de seropositividad y la convivencia con regímenes medicalizadores, tienen implicaciones en la constitución de los sujetos pacientes, que implican aprendizajes continuos acerca de la enfermedad y las estrategias de vivir con ella. De esta manera, se conforma un “capital de paciente” que conlleva un “proceso de expertización”, entendido éste como el trayecto mediante el cual las personas van adquiriendo y ampliando sus conocimientos discursivos y prácticos acerca de la enfermedad (Pecheny, Manzelli y Jones, 2002: 33). Las personas seropositivas se vuelven expertos de su enfermedad y sus vicisitudes cuando buscan información en internet, asisten a congresos y talleres y discuten con profesionales de la salud.
Nos interesa mencionar que, a pesar de las condiciones de precariedad en que viven las entrevistadas, es posible ver una multiplicidad de caminos frente al VIH, que visibilizan un conjunto de dimensiones que posicionan, algunas de manera positiva y en otros casos negativa, a las mujeres en su búsqueda por lograr volverse indetectables en un proceso no exento de conflicto.
Las narrativas presentadas muestran que la experiencia de vivir hoy con VIH no implica la misma incertidumbre que años atrás, esto debido a que se tienen las condiciones para el acceso a la atención médica y porque el pronóstico de la enfermedad se ha modificado con los nuevos esquemas de tratamiento. La relación positiva con algunos miembros del personal y el paso por grupos de apoyo mutuo, con frecuencia operan una transformación en la motivación y el sujeto de las prácticas de salud: del cuidado de otros al cuidado de sí. De este modo, aparecen proyectos de pareja, de maternidad y de vida. La incertidumbre se diluye parcialmente y emerge así un sujeto que aprende a mirar la vida pasada, presente y futura con otros ojos (Pierret, 1998). Como afirma Ximena (Morelos, 36 años, casada, 5 años de diagnóstico), “[…] cuando realmente te amas, cuando te quieres y quieres vivir […] pues yo quiero conocer a mis nietos, quiero salir de esto y cargar a mis nietos […]”. Ser indetectable conforma así un proyecto -ahora factible- de felicidad.