Los murales de Tlayacapan: historia, técnica y materiales
Declarado patrimonio mundial de la humanidad en 1994, el convento de San Juan Bautista Tlayacapan ubicado en el estado de Morelos, México, forma parte del conjunto de monumentos fundados en el siglo XVI que se localizan en las faldas del volcán Popocatépetl.1 Su ubicación geográfica, dentro del Corredor Biológico Chichinautzin, hace de este lugar uno de los paisajes más bellos del Altiplano.2 Zona de interés cultural y turístico, el municipio de Tlayacapan, considerado “Pueblo mágico” -desde 2011, atrae a cientos de visitantes anualmente, la mayoría turistas nacionales (Fig. 1).3
El 19 de septiembre de 2017 un fuerte movimiento telúrico de 7.1 grados en la escala de Richter con epicentro localizado a 12 km al sureste de la localidad de Axochiapan, Morelos, sacudió el centro de la República mexicana.4 El sismo provocó serios daños materiales en 11 entidades: Estado de México, Ciudad de México, Tlaxcala, Puebla, Morelos, Oaxaca, Guerrero, Chiapas, Veracruz y Tabasco (estos tres últimos en menor medida). El censo levantado tras la contingencia rebasa los 2 000 inmuebles de valor patrimonial. En casi un tercio de ellos, la destrucción fue muy severa, presentándose colapsos principalmente en las torres, las bóvedas y las cúpulas de los templos, así como en los cerramientos de los segundos cuerpos de las crujías claustrales del poniente.
En Tlayacapan, la bóveda de la iglesia quedó en riesgo de derrumbe total debido a la apertura de tres fracturas longitudinales a la nave y al colapso parcial de su tercer tramo, además de una grieta que atravesó diagonalmente la portada, alterando en forma grave la ventana del coro y el centro de la espadaña. En su mayor parte, estos efectos de deterioro se presentan exactamente en el mismo lugar donde existen huellas de los daños producidos por sismos anteriores, evidenciando así los problemas derivados de la falta de trabajos de mantenimiento adecuados para el edificio (Fig. 2).
Ahora que han comenzado los proyectos de intervención y rehabilitación en los monumentos afectados por el terremoto, resulta propicio activar la discusión académica sobre la historia, los usos culturales y el significado del conjunto conventual de Tlayacapan. Como monumento histórico, ha sido objeto de varias etapas constructivas ligadas a los distintos momentos de ocupación del edificio y a su valoración como sitio patrimonial.5 Sin embargo, el estudio de dichas etapas vinculado con la comprensión de sus programas iconográficos y decorativos es aún una tarea pendiente. La pintura mural que decora los espacios arquitectónicos resultó seriamente dañada con el sismo y, en específico, las bóvedas pintadas en el segundo cuerpo del claustro y las celdas usadas como habitación de los frailes.
Pero la fragmentación e “inestabilidad” de las imágenes no se produjo sólo por el sismo, sino que es resultado de una suma de factores ligados a la ausencia de un proyecto de conservación integral diseñado ex profeso para este tipo de edificios. Hoy, los enormes conjuntos conventuales ubicados en las faldas del Popocatépetl están mutilados y reducidos a un estado del todo alejado de la función que habrían tenido cuando fueron creados. Los programas conservados son una mezcla de partes originales con zonas repintadas, evidencia de las sucesivas campañas de liberación de encalados históricos y de las acciones de restauración (Fig. 3).
Por ello, este artículo presenta el estudio material de la pintura mural que se conserva en la sala de profundis y en el claustro alto del ex convento de Tlayacapan. La comparación necesaria entre la técnica y los procedimientos pictóricos de cada zona del conjunto permite comprender las tecnologías de manufactura de los diversos momentos edilicios y conocer cómo se fueron añadiendo “capítulos” de imágenes a los espacios de clausura.6
La casa agustina de Tlayacapan
Después del primer capítulo de la orden de los ermitaños de san Agustín celebrado en Ocuituco en junio de 1534, cuando se establecieron los principios de la labor misional,7 se continuó la catequización en ocho pueblos a cargo de los frailes Esteban de San Román y Jorge de Ávila.8 El avance de los misioneros se dirigió en tres direcciones, primero hacia Tlapa y Chilapa en el actual estado de Guerrero, segundo, hacia el poniente, comprendiendo una amplia zona de evangelización que integraba los pueblos de Ocuituco, Zacualpan, Xantetelco, Xonacantepec, Xumultepec, Yecapixtla, Totolapan, Atlatlauhcan y Tlayacapan, y finalmente ocuparon espacios en el norte del territorio entre los otomíes. 9
Los frailes Jerónimo de San Esteban y Jorge de Ávila fundaron la primera casa en Ocuituco y siguieron hacia Mixquic y Totolapan, este último pertenecía al señorío de Cuauhtenco.10 Totolapan se convirtió en la cabecera de doctrina y agrupó varias visitas entre las cuales se encontraban Tlayacapan, Yecapixtla y Atlatlauhcan. Ahí se levantaron casas que constituyeron un núcleo desde donde avanzaron las misiones de la orden.
Fray Juan de Grijalva menciona también que durante la primera campaña evangelizadora las visitas de doctrina eran cubiertas por uno o dos frailes. Para esta región quizá, como lo afirmó Favier Orendáin, pudo ser Jorge de Ávila el responsable de la fundación de las capillas y los conventos;11 sin embargo, esta hipótesis no explica la planificación que debió haberse requerido para proponer siquiera la traza de tan variados ejemplos levantados con tan pocos años de diferencia. Lo que parece seguro es el trabajo incansable que llevó a cabo el ministro agustino para la administración de la doctrina:
El P. Fr. Jorge de Avila fue a residir a Totolapan haciendo nueva erección del convento, y que de allí visitase a Yecapixtlan, Xantetelco y Xonacantepec con toda la tlanahuac, a Tlayacapan, Atlatlahuca y a Mizquic que desde la primera vez que pasaron por allí nuestros religiosos habían perseverado pidiendo ministro de nuestra Orden.12
Si la construcción del “nuevo” convento de Totolapan inició en 1536, el establecimiento de las visitas aledañas se debió llevar a cabo en los años posteriores. Lo cierto es que hacia 1551 en Tlayacapan ya había presencia continua de -frailes, según consta por el testimonio de Diego de Tepetanche, principal de -Tlayacapan, quien destinaba el producto de su obraje de sayales, jergas y frazadas a los religiosos que administraban los divinos oficios.13
De acuerdo con las observaciones de McAndrew, la primera edificación de cal y canto en el sitio corresponde al área de la capilla abierta que funcionaba como visita y que debía poseer también habitaciones de materiales perecederos.14 En ese momento se debió regularizar también la plataforma de tierra apisonada sobre la que se desplantan el templo y el convento. Sabemos que hacia 1559 ya existía un convento de mampostería en Tlayacapan. Andrés Curiel, corregidor de Totolapan, escribió a petición del rey la Relación de Totolapan y su partido, respondiendo a una serie de preguntas para anotar las cosas “notables y curiosas” de la comarca, donde se asienta:
Los monasterios que ay son tres, de frailes agustinos. Uno en Totolapa y otro en Tlayacapa y otro en Atlatlauca, en cada uno de los quales ay dos, tres y quatro frailes; fundólos su Magestad: el de Totolapa puede aber cuarenta y cinco años poco mas o menos, el de Tlayacapa veinte y el de Atlatlauca nuebe. Andres Curiel. Rúbrica.15
Por otra parte, en la crónica del padre Adriano, de 1573, también se aborda la existencia del monasterio en Tlayacapan:
Tlayacapa. Tlayacapa esta en el mesmo parage una legua pequeña de Totolapa, tiene mil y quinientos tributantes repartidos en trece pueblos. Es de su Magestad, hablan lengua mexicana, residen en el monesterio de ordinario tres religiosos, los dos sacerdotes que entienden la dicha lengua y un diácono. Es del arzobispado [sic].16
A finales del siglo XVI, y después de una disputa con los religiosos agustinos de Totolapan, Tlayacapan obtuvo la condición de cabecera y con ello la posesión de 13 estancias.17 Sabemos que era práctica común entre las diferentes órdenes que, durante el primer contacto con sus zonas de evangelización, los frailes viajaran de lugar en lugar con la misión de fundar capillas; así, se creaba una cadena de edificaciones que servían de cabeceras y sus respectivas iglesias de visita para llevar a cabo las tareas de cristianización de las poblaciones indígenas dispersas. Los agustinos siguieron este esquema en los conventos y capillas aledañas de la Vega de Metztitlán, la Sierra Alta y en la ruta de los conventos ubicados en las faldas del Popocatépetl.18
A comienzos del siglo XVII, según consta en el testimonio de Grijalva, el convento de Tlayacapan era uno de los más importantes de la provincia: “Pusieron así mismo religiosos en el pueblo de Tlayacapan, aunque no se hizo Priorato hasta el capítulo adelante [en 1556]. Es Tlayacapan de las mejores casas de la Provincia, de muy bueno y bien acabado edificio”.19
Dimensión simbólica de los espacios
Al analizar el plano de conjunto de Tlayacapan es posible distinguir correspondencias entre el espesor de los muros de las dependencias anexas al claustro, mismas que fueron levantadas durante las etapas iniciales del proyecto edilicio. Las habitaciones necesarias para el desarrollo de la vida conventual fueron las primeras en ser consideradas. La organización del espacio, de raíces medievales, experimentó cambios en el tamaño de las dependencias durante las diferentes etapas constructivas, pero éstos siguieron la lógica de favorecer el cumplimiento de la vida comunal según se establecía en la regla.20 Alrededor del claustro se ubicó un corredor que comunicaba con la sala capitular, el refectorio, la cocina, la sacristía y el portal de peregrinos.21 La capilla abierta debió ser parte del primer proyecto constructivo pues su estructura quedó integrada en la conformación del claustro definiendo la anchura de las crujías. Está conectada con una pequeña anteportería por donde se accedía al interior del claustro (Fig. 4).
En el ala norte del convento de Tlayacapan se ubica el refectorio, reconocible por la presencia del púlpito -área donde está actualmente el museo comunitario-, y en la esquina noreste estaba la cocina que tal vez fue agregada en una etapa constructiva posterior -toda vez que en la planta se advierte que dicha habitación queda fuera del perímetro del claustro. La sala de profundis está en el ala oriente y conecta con el refectorio. Esta sala fue, después de la iglesia, el lugar más importante para la vida comunitaria de los religiosos. Es posible que por la organización del espacio cumpliera también con las funciones de una sala capitular, pues así lo evidencia la presencia del poyo que recorre sus muros.
Las dependencias claustrales se organizaron en torno a las actividades de los conversos y los evangelizadores, el significado de cada uno de estos espacios, abierto (para toda la población) o cerrado (para los frailes) y sus pinturas murales, es más que una narración de historia sagrada.22 La vida cotidiana de los frailes se entrelazaba con las pinturas de los muros, cuya ubicación determinaba su naturaleza: didáctica, meditativa, mnemotécnica. Las imágenes acompañaban el recorrido rompiendo y expandiendo las secciones del espacio para mover al espectador según iba avanzando u ocupando cada una de las dependencias.23
El programa mural en las habitaciones restringidas del convento es la suma de la doctrina agustina, reitera el mensaje de salvación, objetivo central de la prédica en la Nueva España, y opera como un dispositivo para activar la memoria acerca de la historia de la Orden y de la vida de los santos ejemplares; es, en suma, la expresión de la identidad corporativa de los agustinos. Las imágenes modifican la dimensión arquitectónica, son un puente hacia el espacio sagrado que pertenece a los protagonistas de las pinturas. En este sentido, la sala de profundis tenía una categoría especial ya que estaba dedicada a la vida comunitaria de índole espiritual. Estas pinturas no eran la “Biblia de los iletrados” de san Gregorio Magno, sino un principio generador de espiritualidad para los frailes.24
Por el contrario, las imágenes ubicadas en la capilla abierta estaban dirigidas a los recién convertidos.25 El rito y la enseñanza quedaban enmarcados en cada una de las secciones de la capilla, con retablos y decoraciones murales donde aún puede verse la figura de san Pedro y la de san Pablo, san Nicolás de Tolentino y otro fraile agustino y, en el testero de la sección sur, una escena de la Virgen entregando el corazón a san Agustín.
Por su parte, en las pilastras que soportan los arcos del claustro alto están representados los santos más importantes y los mártires de la orden agustina. Las imágenes debieron completarse en la década de 1570, no antes, como lo ha demostrado Martín Olmedo, al identificar en una de las escenas el martirio de Andrea Quiatebras, cuya muerte se remonta a 1567.26
El templo y la sacristía se levantaron en una etapa posterior a la del convento y la capilla abierta. Según McAndrew, la iglesia debió edificarse entre 1569 y 1572.27 Sus enormes dimensiones competían con la sólida presencia del paisaje montañoso ejerciendo su influjo como propaganda simbólica.
Sabemos que durante el siglo XVII se hicieron algunas reformas al convento, pues este hecho se menciona en la lista de aumentos de casas de 1678, aunque sin especificar de qué índole fueron los cambios.28 La ocupación agustina en Tlayacapan concluyó en el periodo del prior Antonio de Flores, en 1754.29 A partir de entonces formó parte del arzobispado de México.30
Múltiples lecturas de lo sagrado
El programa mural de la sala de profundis es la suma de diversas etapas pictóricas. Tras la observación in situ, el análisis de las fotografías históricas y el registro científico de las imágenes mediante radiaciones ultravioleta e infrarroja fue posible identificar los cambios y las huellas de las intervenciones. El suelo de esta sala se encuentra en un nivel más bajo que el del refectorio y del claustro. Colinda en su lado sur con la escalinata de acceso al segundo piso, debajo de la cual se forma una especie de bodega estrecha. Actualmente, la sala tiene dos accesos, uno hacia el claustro y otro hacia el refectorio en su lado norte, aunque no siempre fue así. Creemos que el primer cambio debió ocurrir en el mismo siglo XVI, cuando se construyó la planta alta del convento, y con ella se trazó y erigió la escalinata, para lo cual fue abierto el vano en el muro sur de la sala de profundis.31 El segundo cambio habría sido la modificación de la puerta en el muro norte, a mediados del siglo XVIII y después de que se cediera el convento al clero secular, momento en que la ocupación del conjunto ya no hacía necesario contar con una sala de profundis. Los últimos cambios sucedieron en el siglo XX, tras el descubrimiento de los murales. Por fotografías históricas sabemos que desde la década de 1960 había una puerta angosta que conducía hacia las huertas. Hoy vemos en ese lugar una ventana abocinada (Fig. 5).
El programa converge hacia el muro norte, donde vemos la escena del Calvario flanqueada por las figuras de María y Juan dentro de sendos nichos pintados con remate de venera y un filete decorado con hojas de acanto. Este muro ha sido uno de los que ha sufrido mayores transformaciones: la escena de la crucifixión de Cristo con los dos ladrones fue mutilada por la apertura de un arco de medio punto que sirve de acceso al refectorio. En el extradós del arco se pintaron dos ángeles que sostienen un escudo con la cruz latina y el monograma de Jesús, así como dos lirios, que simbolizan la victoria de Cristo (Fig. 6).
En los muros laterales vemos la sucesión de figuras alternando un evangelista y un doctor de la Iglesia del rito latino. Así, el lado este inicia con san Marcos y san Gregorio Magno, seguido por san Lucas y san Ambrosio de Milán, que se ubica ya en el muro sur. En el muro oeste vemos a san Juan, san Agustín de Hipona y san Mateo. Al tomar en cuenta esta disposición, el personaje ausente sería san Jerónimo de Estridón.32 Esta figura podría haber estado en el muro sur, flanqueando por el lado derecho la Asunción de la Virgen, de la misma manera que lo hace san Ambrosio en el extremo contrario.33
Los padres de la Iglesia y los evangelistas están sentados en el interior de un estudio en el acto de asentar su testimonio, tienen al frente una escribanía y se acompañan de los símbolos alusivos a su iconografía. Una arquería de medio punto sirve de marco a las imágenes y señala el ritmo de la lectura. Estos personajes, cual cimientos, ilustran una larga tradición de representación en la que forman parte de la estructura de la Iglesia, y al mismo tiempo, debieron ser dispositivos para motivar el ejercicio meditativo entre los propios frailes agustinos. La arquería transforma los muros en ventanas que permiten el acceso a un tiempo diferente, donde el religioso era observador y partícipe. El resto de los elementos arquitectónicos pintados, las columnas con fuste liso, con basa y capitel decorados con molduras de media caña e hilos de perlas pintadas “a lo romano”, contribuyen con el mensaje programático de la orden agustina (Fig. 7).
Los protagonistas forman dos grupos que comparten algunas características generales y parecen provenir de un modelo en común. San Marcos, san Lucas y san Juan se ubican en exteriores con fondos de montañas y vegetación, están sentados sobre bancos sencillos frente a escribanías idénticas y se inclinan sobre sus respectivos libros. Una diferencia iconográfica se aprecia en los modelos del tintero y el estuche de cálamos: el de Juan Evangelista destaca por la riqueza y detalle, mientras que los más sencillos corresponden a Marcos y Lucas. El único que aparece sentado en el interior de una habitación es san Mateo y este cambio puede aludir al trabajo como recaudador de impuestos que ejercía antes de unirse a Jesús.
El muro norte recoge el momento de la Crucifixión con los dos ladrones. Un ángel ayuda a identificar a Dimas, el buen ladrón, y un demonio acosa a Gestas. Estas dos pequeñas figuras pintadas sobre las cabezas de los ladrones sujetan el alma de los dos ajusticiados (Juan 19: 18-19). Destaca en la composición el paisaje que alude al Gólgota. Al seguir el texto bíblico, al momento de la muerte de Cristo un eclipse oscureció el cielo, por ello, un sol y una luna cierran la composición (Lucas 23: 44-45). En este caso y a diferencia de otras representaciones del mismo tema, en la línea del horizonte se pintaron dos peñones conformando la orografía del lugar.
Al igual que ocurre con diversos ejemplos de murales pintados en el siglo de la evangelización, en Tlayacapan se hace una referencia directa a las montañas de la sierra Chichinautzin.34 Los protagonistas son, de hecho, los cerros Ometeótl y Omecíhuatl-Tonantzin que dominan el entorno del pueblo y se observan desde las bóvedas del templo mirando hacia el norponiente (Fig. 8). En el mural los perfiles de los peñascos están invertidos, ya que su fin no es la copia del natural sino la evocación del momento de la crucifixión en un paisaje local, por medio del cual se establece el puente entre dos tiempos diferentes que convierten a la comunidad religiosa en testigo y partícipe. La contemplación de las pinturas induce a la meditación y legitima la presencia de los frailes en el territorio.35
La importancia de estos cerros para la significación cultural del sitio era reconocida desde época prehispánica y durante el virreinato. Las noticias sobre Tlayacapan no omiten referencias a su orografía, como lo demuestran las descripciones consignadas en las Relaciones geográficas del siglo XVI: “Tiene asimismo por comarcano, al pu[eblo] de Tlayacapan, que es de la real Corona: está arrimado a unos peñascos altos en derecho de la estancia de Santa María -Magdalena”. 36
Como complemento a la escena de la Crucifixión se observan las figuras de María y Juan ocupando los registros laterales. Se inscribieron en nichos para unificar formalmente el muro con el resto de los personajes, aunque resalta la decoración de cajas cuadradas y rectangulares dispuestas a los lados de los nichos. Esta decoración está inspirada en el tratado de Serlio, quien la califica como una decoración sutil y delicada, hecha “a la manera antigua”.37 La presencia de María y Juan a los costados de la Crucifixión es un esquema que difiere del tradicional del siglo XVI, donde la Virgen María, el evangelista Juan y María Magdalena forman una tríada que se ubica a los pies de la cruz dentro de la misma escena. En este caso, se han personificado las figuras como si fueran las esculturas de un tríptico, colocadas por separado en una especie de altar de puertas abatibles, complementando así la escena del Calvario.
En el muro sur se observa como imagen central la Asunción de la Virgen. El dogma de la asunción corporal de María fue aceptado oficialmente en el siglo XX, en la encíclica del papa Pío XII Munificentissimus Deus. El documento recogió las preocupaciones que durante siglos habían sido debatidas por teólogos. Este pasaje de la vida de la Virgen no fue sancionado por los libros canónicos, permaneció como una leyenda atribuida a san Juan Damasceno y fue compilada por Santiago de la Vorágine en su Leyenda dorada.38 En el arte español del siglo XVI era usual que la Assumptio corporis se mezclara con el tema de la Inmaculada, al menos después del pequeño retablo que hiciera Michael Sittow como obra de devoción para la reina Isabel.39 Así ocurre en Tlayacapan, donde vemos a María de pie, con las manos unidas al pecho en actitud de oración; se desplanta sobre una luna creciente con los cuernos hacia arriba. La diferencia con la obra de Sittow es que aquí no se lleva a cabo la Coronación. Estamos más bien en el momento del ascenso, por ello, el querubín a los pies de María apenas asoma un fragmento de su rostro. Como se sintetiza en la encíclica de Pío XII,40 la elevación de María es un hecho que se lleva a cabo fuera o a pesar de las fuerzas de la naturaleza, por lo que requiere la participación divina. En este caso, son tres ángeles a cada lado y un querubín, apenas distinguible, bajo la luna quienes la ayudan a elevarse a los cielos. El fondo que enmarca el milagro lo constituye un conjunto de nubes ascendentes (Fig. 9).
Un elemento importante que cohesiona el discurso de la sala de profundis es la inclusión de los monogramas de Cristo denotando la importancia de la teología cristológica de la orden apoyada en los escritos de su fundador;41 la repetición del nombre sagrado actualiza la historia contenida en los evangelios, pues estas “cifras contienen un profundo significado mnemónico, invocativo y místico, relacionado al misterio del Verbo Encarnado y a la Pasión”.42 La inclusión del crismón se encuentra no sólo en programas murales sino en relieves decorativos en los conventos agustinos de Actopan, Acolman, Malinalco y Totolapan, por mencionar sólo algunos ejemplos. En el caso de la sala de profundis se representaron dos: el primero sobre la escena del Calvario y el segundo arriba del vano de salida al claustro, en el lado oeste.
En esta sala de uso restringido, las pinturas fueron también el lugar donde los frailes recuperaban temporalmente uno de los valores fundamentales de su religión: la meditación, cuyo ejercicio les permitía alejarse de los imperativos que la predicación y la vida activa les imponían. Los ideales de observancia de la orden se asumían también en espacios como el refectorio, donde está representada la tebaida primitiva. Como lo ha expuesto Antonio Rubial, la ubicación de los murales eremíticos en los espacios comunes del convento suponía una “extraña paradoja”, pues como recurso retórico tenían la finalidad de recordar la vida contemplativa de los fundadores de la orden, al tiempo que apuntalaban en la memoria de la corporación la responsabilidad de continuar su proyecto misional: “El trabajo de los frailes en América se consideraba parte de la tarea de recuperar el paraíso perdido, edén habitado por frailes y por indios, y según tal concepción los religiosos fundaron sus pueblos”.43
Datos de restauración durante el siglo XX
En Tlayacapan la pintura del siglo XVI, que permanecía oculta debajo de sucesivas capas de yeso, se descubrió poco antes de 1960 por trabajadores del pueblo, quienes comenzaron a retirar el recubrimiento raspando la superficie sin la supervisión de especialistas. En marzo de 1960 los trabajos se suspendieron por órdenes del arquitecto José Gorbea Trueba, quien en ese entonces era director de Monumentos Coloniales del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Durante estas primeras campañas de “descubrimiento” se develaron también las decoraciones de los muros del templo y de la sacristía, y se repusieron los aplanados que hoy vemos en todos los vanos hacia el claustro, con la finalidad de conferirles protección ante los estragos de la humedad.44 Hacia 1969 el problema de deterioro y la falta de mantenimiento del convento persistía, además se estaban haciendo tareas de demolición en los altares laterales del templo (Fig. 10).45
No sabemos cuál fue el criterio que siguieron los trabajadores locales para eliminar algunas pastas de enyesado y dejar otras. Por ejemplo, en la bóveda del claustro, bajo los plementos que se forman al interior de las nervaduras se realizó un desencalado parcial, dejando al descubierto sólo las cenefas perimetrales. Es posible que la decoración del siglo XVI permanezca aún al centro de los triángulos. Otra zona con problemas de “historicidad” en su lectura iconográfica es la sacristía, pues mientras se liberó la pintura que decora la bóveda, también fue conservado un friso decimonónico. Este espacio se ha convertido en una especie de catálogo confuso de formas y soluciones pictóricas de todas las épocas de ocupación del edificio.
Por otra parte, la restauración de la sala de profundis, el refectorio y el claustro fue aprobada en 1992 por el Instituto Nacional de Antropología e Historia con recursos aportados por American Express y sabemos que los trabajos continuaron hasta 1997.46 Dicha intervención de 1992 a 1997 consistió en la limpieza y consolidación de las paredes, así como en la aplicación de resanes en muros y bóvedas que presentaban faltantes y grietas. En la sala de profundis se inyectaron las grietas del muro oeste y se rellenaron los faltantes de la bóveda en su extremo sur.
Durante aquellos trabajos se rediseñó el sistema de iluminación de las dependencias de la primera planta del convento, específicamente, de la sala de profundis, el refectorio y el claustro con la finalidad de dejar lista una infraestructura mínima que alojase el museo comunitario.47 Los conductos de electricidad se colocaron debajo del piso y se eligieron luminarias de pedestal de hierro. El nuevo enladrillado de los pisos debió colocarse también en ese momento. Entre las últimas intervenciones figura la reposición de las puertas de madera y para ello se hizo el resane de los dinteles.
Opiniones y contradicciones sobre la técnica de la pintura mural en los conventos del siglo XVI
La pintura mural, ornamento de muros y elementos arquitectónicos, se preserva en asociación indisoluble con las diferentes etapas constructivas que conformaron el aspecto final de los conventos monacales fundados en la Nueva España en el siglo XVI. La recomposición, repinte y ocultamiento de los programas iconográficos respondió a los cambios en las necesidades del uso religioso y habitacional del espacio, así como a nuevas disposiciones doctrinarias y litúrgicas que obligaron a rearticular el discurso pintado.
La técnica de la pintura mural en los conventos del siglo XVI es un tema poco estudiado desde el análisis científico de sus materiales y técnicas de ejecución. La primera mención al respecto la encontramos en un artículo de 1935 escrito por Jorge Enciso sobre el convento de Actopan, en el cual explica que su decoración fue elaborada al fresco sobre un enlucido de cal preparada con aguamiel o baba de nopal y pigmentos minerales o colorantes.48 El autor no menciona la fuente de sus afirmaciones, pero creemos que son un reflejo de los retos planteados por los muralistas mexicanos durante su experimentación con la pintura al fresco durante la década de 1920.
En efecto, en los testimonios que recogió Juan O’Gorman en su entrevista a Diego Rivera sobre el redescubrimiento del fresco en las obras de la Secretaría de Educación Pública se describe el uso de baba de nopal como “flexibilizante” de la cal, en la cual se suspendían los pigmentos:
Para pintar se extendía sobre este aplanado, rápidamente y muy sobre fresco, una capa de lechada de cal muy remolida y bien apagada en la que se mezclaba baba de nopal […]. El empleo de la baba de nopal como aglutinante, ha sido siempre familiar para templar los colores, no sólo a todos los pintores populares sino también a los albañiles, seguramente desde el México prehispánico.49
Cabe destacar que más adelante, en la misma entrevista, Rivera indicó que la experimentación del fresco se había simplificado al omitir la baba de nopal y cualquier otro aglutinante, particularmente porque la propia cal en el enlucido fino era capaz de atrapar los pigmentos en su proceso de carbonatación, así que el agua por sí sola era usada como vehículo para depositar el color en superficie.50 Ahí ya estaba hablando del buon fresco del Renacimiento, bien conocido en la teoría a partir de los tratados artísticos, tales como Il Libro dell’ Arte de Cennino Cennini (escrito hacia finales del siglo XIV)51 y, sobre todo, por la experimentación que los muralistas llevaron a cabo en el propio siglo XX.
La discusión sobre la naturaleza material de los murales en los conjuntos conventuales novohispanos se propagó a la luz de la publicación de dos textos centrales en la historiografía del arte mexicano: Arte colonial de México de Manuel Toussaint, publicado en 1948, y Técnica de la pintura de Nueva España por Abelardo Carrillo y Gariel, cuya primera edición es de 1946. Estos textos revelan el interés de los investigadores de la época sobre la posible técnica de la pintura mural. Los casos que abordan son casi los mismos y corresponden a las pinturas recién “descubiertas” dentro de inmuebles protegidos por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, ejemplos revalorados mediante alguna intervención de restauración y trabajos de mantenimiento: Actopan, Epazoyucan, Culhuacán, Huejotzingo y Acolman, por mencionar sólo algunos.
Con base en testimonios históricos recogidos por las crónicas del siglo XVI y documentos de archivo, Manuel Toussaint menciona que estos “primeros” murales en los conventos fueron plasmados en la técnica del fresco. La fuente de su afirmación es la crónica de fray Toribio de Benavente Motolinía, de 1539, donde indica que el exterior de la capilla abierta del convento de Tlaxcala fue pintado al fresco en cuatro días.52 También presentó como evidencia las Ordenanzas de pintura de 1557, donde se establecían los lineamientos para el funcionamiento del gremio de pintores y doradores para ejecutar obra de imaginería, dorado, frescos y sargas.53 Por último, su argumento más poderoso tenía que ver específicamente con las características materiales de la pintura mural y su impresionante resistencia a la intemperie: ¿qué otra técnica sino el fresco sería la responsable de la pervivencia de estos programas a lo largo del tiempo?54 Toussaint también apuntó la posibilidad de que la técnica hubiera variado según la época de las pinturas y afirmó que los ejemplos más antiguos, como las grecas de Culhuacán, las escenas de san Francisco en Cholula, toda la pintura de Huejotzingo, Tepeaca, Acolman y Epazoyucan, podrían ser consideradas frescos. Pero concluye que habría otros casos: “pseudofresco” o pinturas al temple y al óleo.55 Para el investigador, la técnica parece haber sido un tema tan atrayente como desconocido.
Por su parte, Abelardo Carrillo y Gariel señaló que los murales del siglo XVI habían sido pintados al fresco, pintura a la cal y temple.56 Sin mencionar casos específicos y confiado en su experiencia, este autor planteó la posibilidad de que en una misma escena se encontrase fresco o “fresco a seco”, también conocido como pintura a la cal, donde la aplicación de pigmentos se hace utilizando como vehículo la cal apagada muy diluida, que al secar sobre el muro cristaliza como carbonato de calcio:
El fresco mexicano, de apariencia purista, sigue la ejecución por veladuras sucesivas como en el acuarelado, es decir valiéndose de la blancura del fondo para producir tonos transparentes de una gran belleza; pero en muchos casos es aventurado afirmar categóricamente si una decoración mural de los siglos XVI o XVII es buen fresco o fresco a seco, pues a veces, en un largo friso se presentan, de trecho en trecho, las características de ambos procedimientos.57
Lo cierto es que existen escasos estudios científicos publicados sobre el análisis de materiales en pintura mural novohispana.58 Constantino Reyes Valerio, investigador apasionado por la pintura “cristiano-indígena” del siglo XVI, sometió muestras de pintura mural novohispana procedente de los conventos de Jiutepec, Totimehuacán, Tezontepec y Cuauhtinchan al análisis de las capas pictóricas mediante pixe (particle induced X-ray emission). En este artícu-lo los autores asumen la posibilidad de que la técnica de la pintura sea fresco, debido a la alta concentración de calcio en la muestra, cuantificada por el porcentaje en peso del calcio presente en la pasta de cal. Según esta fuente, si en la superficie de un mural el calcio constituye más de 40 por ciento, sería indicativo de un fresco y, por ello, todas las muestras estudiadas dieron positivo al uso de dicha técnica. Sin embargo, tras la aplicación de esta metodología, lo único cierto es que la cal está presente en la superficie del muro en altas concentraciones y se determinaría lo mismo si la técnica fuera un fresco o un temple a la cal. Hoy sabemos que para interpretar correctamente la técnica pictórica de un programa mural se requiere de la aplicación de una batería de métodos amplia, que integre, sobre todo, los estudios estratigráficos de secciones transversales de muestras mediante microscopías en sus distintas versiones y los análisis químicos.
Técnica, pluralidad y temporalidad de la pintura mural de Tlayacapan
A primera vista, los programas murales de la sala de profundis muestran diferencias en cuanto a la longitud, grosor y ejecución del trazo, así como en la profundidad y poder cubriente del color negro que dibuja las líneas de contorno y los tonos grises que sombrean las formas y rellenan los fondos. Estas variaciones se observan más marcadas en las escenas donde los repintes -realizados durante alguna de las intervenciones del siglo XX- están redibujando por completo a los personajes. Dichos repintes fueron aplicados usando un pincel grueso cargado con una tinta parda que ocultó parcialmente el trazo original, como se observa en la Crucifixión, donde las líneas negras del momento de ejecución poseen transparencia, continuidad y fueron hechas alla prima. Por el contrario, los repintes son líneas pardas y ondulantes de anchos variables (Fig. 11).
De hecho, debido a los repintes y al precario estado de conservación de los murales, la lectura de la imagen y el análisis de la técnica de manufactura son particularmente complejos, ya que en todas las dependencias del convento existen restos tanto del “blanqueamiento” o encalado de yeso de los muros que ocurrió durante la época virreinal, como de su proceso de liberación, llevado a cabo en la década de los sesenta del siglo XX.59 A ello se suman las lagunas y los agrietamientos generados por los sismos.
En la sala de profundis, la intervención se condujo por partes, carente de un proyecto o criterio integral: mientras que se liberó la pintura del siglo XVI, también se conservaron los resanes, los repintes y las pastas de yeso en el muro donde están representadas dos cariátides flanqueando el vano de acceso al refectorio (posiblemente del siglo XVIII). Esto se debió a que en la parte inferior del vano se había perdido el aplanado original y para los trabajadores encargados del desencalado no debió de haber otra opción que dejar los restos de la última etapa de pintura mural, a menos que permaneciera expuesta la mampostería. Las cariátides son una interrupción del tejido iconográfico de la sala, pero al mismo tiempo constituyen los únicos vestigios de las intervenciones pictóricas de carácter histórico en el sitio. Dada la extensión del repinte de los murales y la aparente convivencia de diferentes etapas pictóricas en todas las zonas del conjunto, el estudio de su técnica de manufactura se dirigió a conocer la estructura material de cada etapa, desde la caracterización de los revoques hasta las capas pictóricas.60
Revoque o enjarre
En una pintura mural, al sistema de capas de mortero que sirve de soporte cubriendo la mampostería y alisando la superficie se le denomina revoque o enjarre, mientras que la capa final sobre la que se ejecuta el dibujo preparatorio y se realiza la aplicación de las capas pictóricas se conoce como enlucido (intonaco).61 Sabemos, por la tratadística del arte desde la Antigüedad, que el proceso de aplicación del soporte de la pintura mural comenzaba con la limpieza y la humectación del muro, seguido de la ejecución de los revoques gruesos y los enlucidos finos que se alisaban con la llana de madera llegando incluso al bruñido superficial con piedras duras.62 El esmero en estas tareas preparatorias era lo único que garantizaría una superficie de buena calidad, resistente al paso del tiempo y a los avatares del ambiente, incluso dotada de brillo u otras cualidades ópticas. El número y las características físico-químicas de las capas de revoque dependían por completo de la tradición del taller del artífice y de la explotación de los materiales locales.
Por su ubicación geográfica, Tlayacapan forma parte del circuito de explotación y comercio de la cal en la Cuenca de México cuyo origen se remonta a la época prehispánica. Al sur de Oaxtepec se encuentra la Hacienda Calderón, un asentamiento que tuvo una larga secuencia de ocupación donde se han encontrado vestigios de los hornos “cerrados” que eran utilizados para la quema de la cal. Todavía en la década de los ochenta, el pueblo de San Andrés de la Cal, cercano a Tepoztlán y a Tlayacapan, contaba con 15 hornos destinados a la producción de cal para el consumo regional.63
La proporción de cal y carga en un mortero puede ser variable, se deriva de la experiencia de los artífices y de la velocidad que requería el trabajo in situ. El conocimiento convencional sobre las proporciones de las pastas para el enjarre de los muros tiene también una larga tradición. Por ejemplo, en su tratado, Vitruvio sostiene que la mejor proporción para las pastas es de tres partes de arena por una de cal, aunque Felipe de Guevara, al retomar la fuente vitruviana, recomienda una estratigrafía más compleja: aplicar mezclas de dos partes de cal por una de polvo de ladrillo para extender el repellado grueso sobre el núcleo del muro, seguida por tres enjarres de cal y arena, primero gruesa y luego fina, y para dar el acabado, otras tres capas de cal con polvo de mármol de granulometría muy fina.64
En Tlayacapan el revoque grueso se compone de una pasta de cal con cargas de tezontle,65 escoria volcánica y nódulos de carbonato de calcio (estos últimos tienen una estructura porosa y una morfología de partículas redondas, se originan desde el proceso de apagado de la cal en un sistema en el que resulta insuficiente la cantidad de agua para producir una cal hidratada con buena plasticidad).66
En las microfotografías se aprecia que las cargas de tezontle tienen una morfología poligonal y angulosa, con dos fases, una vítrea y otra cristalina. Su tamaño varía de arenas gruesas superiores a 900 micras de longitud a partículas muy finas, menores a una micra, con lo que se generan pastas muy compactas, ligeras y resistentes, ya que las diversas granulometrías de las cargas rellenan todos los espacios en la matriz de cal, generando así un sistema de gran estabilidad mecánica. Tras el análisis microscópico comparativo de las muestras procedentes de las diferentes zonas del convento, concluimos que durante todas las etapas edilicias se mantuvo constante el empleo de una pasta de cal mezclada exclusivamente con tezontle, escoria y vidrio volcánico, sin embargo, las proporciones variaron, así como los espesores de las capas (Fig. 12).
Enlucido
Las mayores diferencias en el número de capas constitutivas del enjarre de los muros se identificó en los enlucidos. Mientras que en las muestras del claustro alto así como en los paramentos de la sala de profundis contemporáneos al momento de decoración del claustro bajo se observó la aplicación de un sistema más complejo y bien diferenciado de dos estratos, en la capilla abierta y en la etapa que corresponde con la escena de la Crucifixión de la sala de profundis la aplicación de la estratigrafía fue mucho más sencilla. Se infiere, por tanto, que en las primeras etapas de decoración mural se procedió con un criterio más económico en el uso del material. En estas primeras áreas identificamos únicamente un grueso enlucido de cal el cual recibió las pinceladas de color (su espesor alcanza 3.5 milímetros); se trata de una capa porosa que presenta nódulos de cal seca y cargas de tezontle y escoria volcánica de tamaño de partícula variable (Fig. 13).67
En el conjunto conventual de Tlayacapan, así como en otros monasterios agustinos fundados en el siglo XVI, como los de Atotonilco y Epazoyucan, estudiados previamente, no se practicó la aplicación del enlucido fino por jornadas, éste se extendía en grandes zonas hasta cubrir la totalidad del espacio arquitectónico. Los artífices conseguían mantener el muro lo suficientemente húmedo como para disimular las uniones del enjarre mediante la adición de fibras vegetales y astillas de madera en la mezcla de cal.68 En las muestras del claustro alto de Tlayacapan se han encontrado abundantes astillas de madera agregadas a las pastas de cal cuya función parece tener relación con una vieja práctica ya sugerida en el tratado de Alberti: “para enjarrar un muro en un ambiente caluroso se deben añadir pequeños fragmentos de cuerdas viejas a la mezcla de mortero” 69 (Fig. 14).
Dibujo preliminar
Tanto en la escena de la Crucifixión de la sala de profundis como en el diseño geométrico de los casetones que decoran la bóveda del claustro alto se detectaron huellas de dibujo preparatorio. Los trazos fueron ejecutados mediante estarcido, es decir, depositando finísimas partículas de negro de carbón vegetal a través de una plantilla con agujeros distribuidos a intervalos regulares. Aunque los puntos de pigmento no se conservaron en toda la superficie debido a la aplicación de la pintura y su consiguiente bruñido, fue posible ubicar diversas zonas con estas huellas. Asimismo, en las secciones transversales de las muestras recuperadas se identificaron las partículas negras que conforman el dibujo, pues yacen en estratos intermedios entre los frentes de carbonatación y la matriz de cal de la capa de color (Fig. 15).
Era práctica común entre los artistas del Renacimiento en Italia pasar la composición de una escena a la superficie del muro mediante el estarcido, siguiendo los diseños previamente dibujados en un papel del tamaño adecuado, a los que se denominaba “cartones”.70 Desafortunadamente, poco sabemos acerca de los procesos de ejecución de los dibujos preparatorios para los programas murales del siglo XVI en la Nueva España. El único papel estarcido conservado desde la época virreinal es el del Pasmo de Sicilia, según composición de Rafael, encontrado en el interior del Cristo de Mexicaltzingo.71 Cabe mencionar que en la sala de profundis el diseño y la extensión de la arcada donde se inscriben los evangelistas y los doctores de la Iglesia se trazó con la misma plantilla toda vez que se constató su semejanza por medio de la superposición de los registros fotográficos.
Capas pictóricas
El estudio mediante microscopía óptica y electrónica de secciones transversales de las muestras de Tlayacapan ha demostrado que las capas pictóricas están constituidas en un estrato superpuesto e independiente a la estructura del enlucido fino, lo que apunta a su identificación como un mural al temple. Su espesor es variable de acuerdo con el tipo de pigmento presente y la tecnología de manufactura del color, siendo las capas grises las más delgadas. Todas las policromías están conformadas por una matriz de finas partículas de carbonato de calcio enriquecida con un aglutinante proteico de cola animal, se trata por ello de temples de cal y cola. La cal, en su ciclo de carbonatación de óxido de calcio a carbonato de calcio, debió tener una función central en el proceso de secado de la película pictórica aunque también pudo haberse añadido seca, como “carga” en polvo para dar cuerpo a las mezclas, sin embargo, la presencia de la cola animal en el sistema pictórico apunta hacia un método de preparación de los colores en paleta que buscaba generar la mayor cantidad de efectos y diluciones producto de las modificaciones del poder cubriente y de la viscosidad de las mezclas de pintura. La gama de grises y de texturas presente en los murales de Tlayacapan es mucho más rica de lo que parece a primera vista.72
En la bibliografía sobre las técnicas pictóricas comúnmente se habla de temple cuando se tiene una mezcla de aglutinante orgánico y pigmentos, pero hay escasas menciones cuando se añade un medio inorgánico como la cal que tiene propiedades ligantes por su proceso de carbonatación al secar. La presencia de la cal como aglutinante se trata siempre como un apéndice a la técnica del fresco, denominándose “falso fresco” o “fresco seco”, pero en realidad no es extraña la presencia de la cal en las capas pictóricas de los murales. Los estudios científicos recientes sobre diversos conjuntos romanos han demostrado que en su mayoría no se trata de frescos, sino de una gran variedad de técnicas creadas a partir de aglutinantes orgánicos, que se extienden con pincel sobre el enlucido una vez seco; entre ellos, los engrudos de harina, el huevo y las emulsiones de cera,73 así como los temples de cal en los que los pigmentos se suspenden en una mezcla de cal enriquecida con un aglutinante, lo que permite explotar diversas posibilidades plásticas.74
Desde 1962, al estudiar los murales de Giotto en la Capilla Scrovegni en Padua, el restaurador italiano Leonetto Tintori expuso que el artista había pintado su programa conjuntando las técnicas del buon fresco y el temple, lo que no quitaba ningún mérito o calidad artística a las imágenes; de hecho, las partes más planas y suaves del muro correspondían con la aplicación del temple.75
Los artistas que pintaron en la sala de profundis del convento de Tlayacapan tuvieron un cuidado extremo en la aplicación del enlucido para obtener una superficie lisa y bruñida hasta hacerla brillar. Sabemos que también la capa pictórica recibió el acabado bruñido, ya que, en una de las muestras procedentes del delineado de san Juan en el muro oeste, quedó atrapado un gran cristal de tierra anaranjada que presionó la superficie. Esto indica que el enlucido no había perdido por completo su humedad y plasticidad cuando tuvo lugar el bruñido. Como se ve en la microfotografía óptica, el pigmento está encima de la capa de negro de carbón que conforma el delineado (Fig. 16).76
En la decoración mural de Tlayacapan, las líneas de contorno de color negro puro están construidas a partir de una capa muy delgada de pigmento de carbón vegetal (10 micrómetros en promedio), caracterizado por medio de espectroscopía Raman identificándose a partir de dos bandas características alrededor de 1 315 y 1 535 cm-1. Las tintas grisáceas y pardas grisáceas se consiguieron mediante la adición de tierras roja, ocre y pardo oscuro en una matriz de lechada de cal. Por ejemplo, en la Crucifixión encontramos una capa pictórica ligeramente coloreada en tonos pardos para la construcción de los fondos del paisaje y en las sombras de los personajes. Esta coloración se obtuvo mediante la adición de tierras compuestas por elementos de hierro, manganeso, calcio, silicio y aluminio.77
Los colores ocre y rojizo que observamos en la representación del poyo o banco en la sala de profundis se componen de tierras de color rojo, ocre y pardo. En esta zona, la capa pictórica penetró hacia los poros del enlucido y fue bruñida una vez aplicada, confirmando así que éste estaba aún mordiente cuando se aplicaron las templas. Por otra parte, bajo la observación por MEB-EDS se identificó la presencia de partículas trituradas de tezontle utilizadas como pigmento (Fig. 17a y b).78
Finalmente, el color azul turquesa que rellena los campos de los casetones del claustro alto fue identificado como azul maya. Bajo la mirada del microscopio electrónico se observaron las fibras de la arcilla palygorskita -uno de los dos componentes fundamentales de este compósito- que tiene una adhesión extraordinaria sobre el enlucido de cal; el análisis químico confirmó los elementos constitutivos de la arcilla (Mg, Al, Si, O), así como una considerable presencia de carbono. Las capas azules son bastante gruesas y retienen la textura de las pinceladas alcanzando 30 micrómetros de espesor. Adicionalmente se realizó un análisis por medio de microdifracción de rayos-X (μ-DRX) confirmándose la fase cristalina de la palygorskita (Mg,Al)5(Si,Al)8O20(OH)2•8H2O (Fig. 17c).79 Derivado de estos resultados y con el objetivo de confirmar la presencia de índigo como materia colorante, se decidió someter dos micromuestras al análisis de espectroscopía micro Raman.80 Con ello se logró caracterizar el colorante azul que envuelve las fibras de arcilla y en ambas muestras se confirmaron las bandas características de la molécula de índigo (550, 602, 673, 759, 946, 1150, 1254, 1320, 1364, 1469, 1495, 1575, 1595, 1634 y 1683 cm-1), así como de la palygorskita.81
Entre autenticidad y anacronismo
Después del 19 de septiembre de 2017, los templos en la “ruta del volcán” se volvieron espacios donde ya no es posible rezar. La sensación que producen estos enormes conjuntos es cercana a la que se experimenta al estar frente a una ruina, aunque su estado mutilado y fragmentario apela también al reconocimiento de nuestra incapacidad para conservarlos. Como si fueran especímenes biológicos, hoy el método de aproximación a estos edificios ha sido más cercano a la acción de disecar, fascinados por el viaje hacia su composición interna, el principio de su construcción y las huellas de su hechura. Es ahí cuando se desenmascara su verdad: sus materiales, sus principios estructurales, su diseño. Y entonces vemos que es difícil imaginar su estado original o lo que queda de “auténtico” o prístino; el aura del siglo XVI. Las imágenes, más que acompañantes en el recorrido, son conjuntos casi irreconocibles: borrones, golpes y lagunas dispersas en pilastras, paredes y bóvedas. Los fenómenos naturales violentos tienen la capacidad de evidenciar hasta qué punto había comenzado la ruina de un edificio antes de la catástrofe y también exhiben las fallas en las acciones de reconstrucción del pasado. Como bien lo ha dicho Gionata Rizzi, entre más se reconstruye un edificio, más alejado queda de su autenticidad.82
Las lagunas producidas por el terremoto en el tejido pictórico de los espacios conventuales de Tlayacapan son extensas y para su conservación será imposible mantenerse neutral. Han sido varias las decisiones tomadas en situaciones previas y, en todas, las huellas -tanto de la acción del restauro como de la indiferencia-, han quedado a la vista. Mientras estos conjuntos considerados monumentos históricos, patrimonio de la nación y de la humanidad, sigan operando como dispositivos de la memoria y como referencias obligadas del pasado, la necesidad de profundizar en la comprensión de su arquitectura, y su historia, así como de sus mecanismos de deterioro para desarrollar métodos actuales de reconstrucción y estabilización, seguirá siendo una prioridad de las políticas culturales.
El programa mural en los espacios conventuales de Tlayacapan manifiesta los cambios y alteraciones que sufrió a lo largo del tiempo, como un índex de su momento de creación y de sus ocupaciones sucesivas; las imágenes nos permiten imaginar las intenciones de sus distintos habitantes. Desde una reconsideración de la noción de anacronismo, los murales novohispanos también son archivos que contienen la información sobre la capacidad de las imágenes por mantenerse vivas -y activas- en diferentes temporalidades.83 Estos conjuntos, históricamente “inestables” también exigen cavar no en su originalidad material sino en las etapas que comprende su historicidad. Este estudio se realizó a partir de un muestrario de fragmentos de pintura recuperados entre los escombros y su correlación con otras muestras que habían sido extraídas de la sala de profundis hace algunos años. Hemos presentado nuevas hipótesis a las convenciones historiográficas y evidencia material sobre los estadios de ocupación y la decoración del conjunto, así como pistas para responder a los procesos de continuidad de las tradiciones prehispánicas en la tecnología de los monasterios policromados durante la segunda mitad del siglo XVI. Es de destacar que el azul maya continuara en la paleta de color que identificaba y definía a los artistas con sus procedimientos nativos; este material y su tecnología trascendió el plano geográfico-temporal del momento de su descubrimiento. Como ocurrió con otros objetos y producciones culturales derivadas de la integración de procesos y convenciones tanto europeas como indígenas, el azul maya de Tlayacapan es evidencia de un sistema de producción y comercio hacia los diferentes territorios de la Nueva España que no terminó con la Conquista.