Partida y coordenadas
El espacio público ha sido un concepto que desde su creación moderna ha estado presente en la mayoría de las teorías y conceptualizaciones sobre la política y la sociedad: todos lo invocan, al mismo tiempo se lo reivindica en los proyectos que se piensan democráticos (Rabotnikof, 2005: 9). Sea como lugar de escenificación de la política o de su “representación” -una “arena de lucha” donde diferentes actores generan acuerdos, emprenden batallas y negociaciones-. Sea como un elemento condensador de civilidad de los procesos políticos y sociales -ligado así a la construcción de la ciudad, la ciudadanía y la esfera intelectual- y sus “declives” contemporáneos. O sea “ampliado” por nuevas configuraciones relacionadas a las renovaciones tecnológicas en la sociedad contemporánea -donde lo público pasa a ser algo más que un espacio simbólico o un territorio físico delimitado-. Se puede dar cuenta que las definiciones, los imaginarios y las querellas sobre el espacio público atraviesan los proyectos colectivos y las conceptualizaciones teóricas de campos de saber diversos.
Dentro de estas últimas, de Hannah Arendt a Jürgen Habermas, de Carl Schmitt a Richard Sennett, de John B. Thompson a John Keane, de Clauss Offe a Paolo Virno o Manuel Delgado, el pensamiento social -fundamentalmente desde la filosofía, la teórica política, la historia y la sociología, pero también en la antropología, los estudios culturales y de comunicación- ha formulado y repuesto los conceptos de “esfera pública”, “espacio público”, “vida pública” y “opinión pública”: construyendo tanto miradas consensualistas como conflictuales sobre dichos conceptos. Algunas de estas conceptualizaciones han posado sus definiciones en los vínculos y tensiones entre la vida pública y la vida doméstica (la polis y el oikos) en vías de concertarse con los demás “para actuar de común acuerdo” (Arendt, 2009)1. En los “asuntos” del Estado moderno, en la autoridad y las formas del poder político -para su legitimación y ejercicio- (Schmitt, 2006). En la búsqueda de “consenso” que unifique y trascienda a las particularidades para construir una “vida social pública” que ha caído en decadencia por la “re-feudalización” provocada por los medios de comunicación y sus técnicas de manipulación (Habermas, 1981)2(2). En la esfera de la comunidad y la vida pública considerando a las “voces excluidas” o a los movimientos de oposición (Thompson, 1996; Keane, 1992). En la comprensión de que lo público y lo privado se asimilan dentro del capitalismo global, configurando tanto una “esfera pública global” como “microesferas públicas” (Keane, 1997). En el “deterioro” de esta vida pública (devenida en una “cuestión de obligación formal” que pierde su fuerza vinculante) por la primacía de lo personal e íntimo -la “vida privada”- (Sennett, 2011). En la “politización” de la esfera pública -la sociedad civil y sus instituciones- por medio de la emergencia de nuevos movimientos sociales como manera de emanciparse ante la crisis de gobernabilidad del Estado de Bienestar y al cuestionar su monopolio político (Offe, 1988). En el reconocimiento de las mutaciones que genera el capitalismo contemporáneo -en su fase postfordista- y la posibilidad para constituir una “esfera pública no estatal” que se aleje de las formas tradicionales de la soberanía y opere hacia una “defección” de la lógica del capital (Virno, 2003). En la comprensión de las retóricas y los usos contemporáneos (políticos-institucionales y urbanísticos) que convierten al espacio público en una “representación ideológica” para la “reapropiación capitalista de la ciudad” y el “disciplinamiento moral de los habitantes” (Delgado, 2011). De este modo, tanto visiones normativas, históricas, revisionistas como críticas marcan la densidad y espesor de lo que se entiende y define por lo público.
Estas miradas y perspectivas pueden relacionarse con lo que Nora Rabotnikof (1997, 2005, 2012) plantea como las tres propiedades o sentidos que constituyen la “semántica de lo público”: “lo común” (relacionado con lo que es de todos y en contraposición a lo individual y lo particular), “lo visible” (asociado a lo manifiesto frente a lo oscuro o secreto) y “lo abierto” (asociado a lo accesible en contraposición a lo cerrado). Esas propiedades originarias y tradicionales para entender “lo público” parten de asociarlo a un “interés colectivo”, podemos reconocer que esta idea que se encuentra, con matices, en todas las conceptualizaciones presentadas.3
Teniendo presente esas visiones y antecedentes que recién fueron bosquejados, uno de los puntos de partida del presente ensayo es pensar en la relación imbricada y compleja entre las conceptualizaciones de la política y las del espacio público. Una sospecha es que el segundo término ha quedado, en muchos casos, como concepto subsidiario del primero (el espacio público deriva de la política o la política es condición de posibilidad de su existencia). El otro punto de partida es comprender que, eso que se suele llamar el espacio público, se encuentra siempre en tensión y disputa lo que implica, antes de pensar en definiciones apriorísticas, construir definiciones móviles y situadas en los contextos sociopolíticos. Esto puede motivar otra sospecha: los límites, potencialidades -y exclusiones- de las conceptualizaciones sobre “lo público” hay que articularlas con las prácticas que actúan sobre y en lo público. Así las reflexiones y definiciones serán siempre contingentes, cambiantes, conflictivas -lo que nos acerca nuevamente a ciertas nociones de la política-.4
Con todo esto se plantea indagar en las nociones, articulaciones y debates sobre la política y lo político que se presentan en las reflexiones de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y Jacques Rancière para analizar de qué modo se piensa y entra en juego la categoría de espacio público y la dimensión de lo público en dichas concepciones. Teniendo presente que estos autores y sus reflexiones forman parte de las controversias y debates filosófico-políticos contemporáneos, el trabajo se propone indagar en estos aportes para reflexionar sobre la matriz de lo público (la esfera pública / el espacio público / el espacio de lo público) que -consideramos- resulta de importancia para la indagación en ciencias sociales y en las reflexiones contemporáneas. En este sentido, las preguntas guía del ensayo son: ¿Qué entienden por la política y lo político? ¿De qué modo aparece lo público en los análisis de estos autores? ¿Cómo se articula el entendimiento de lo público con los conceptos y argumentos sobre la política y lo político? Se considera que entre lo político y lo público se construye una relación tensa y compleja, pero a su vez, fundamental para el análisis de la política contemporánea, los procesos sociales y las experiencias colectivas que buscan disputar o trastocar el orden social.5
Teniendo en cuenta lo expuesto hasta aquí, el ensayo no tiene como propósito trazar una genealogía del moderno concepto de espacio público. Por lo tanto, no se indagará en aquellas obras-bisagra que abordaron esta cuestión -como son los aportes brevemente mencionados al inicio-. En todo caso, las apropiaciones, recepciones y cuestionamientos de esas miradas históricas, filosóficas y sociológicas se realizan a partir de las reflexiones de los tres autores tomados como objeto del presente trabajo.
En este sentido, la distinción entre lo político y la política -así como de otras nociones vinculadas: lo social, el poder, la ideología, la hegemonía, la policía, el antagonismo, las identidades colectivas- es una de las cuestiones que más se han abordado en la teoría social y política contemporánea. Desde las iniciales y decisivas contribuciones de Louis Althusser a los trabajos de Ernesto Laclau, Chantal Mouffe y Jacques Rancière -aunque no solo estos-, los debates, derivas y desplazamientos entre el pensamiento estructuralista y postestructuralista (y en estos tres autores específicamente entre marxismo y post-marxismo desde fines de los años ‘70 del siglo XX a la actualidad), han guiado gran parte de las discusiones, los desarrollos conceptuales y las intervenciones intelectuales en los procesos sociales recientes. Algunas cuestiones de fuerte crítica han sido el esencialismo de clase y la primacía de la economía. Estos desplazamientos en las reflexiones también han sido parte, en una contextualización más amplia, del “giro discursivo” que se produjo en las ciencias sociales desde la mitad de Siglo XX y que transformó las maneras de interpretar a los fenómenos sociales y los modos de constitución de “lo real”, así como de las posiciones deconstructivistas de la categoría “sujeto”. En los siguientes apartados se presentan e indagan las reflexiones de estos tres autores y se despliegan algunas observaciones críticas para pensar e indagar lo público.
Laclau: la razón hegemónica de la política
Laclau no distingue entre la política y lo político, sino entre lo social y lo político. En su pensamiento todo orden social es indefectiblemente precario, momentáneo, provisional y abierto. Allí lo político y lo social se conectan por un nexo paradojal: se excluyen y requieren para que exista una configuración política. En ésta lo político es la “instancia conflictiva articulatoria de lo social”, definición en la que entra en juego el antagonismo, la lucha y el poder. Cualquier intervención política efectiva tiene que tener, desde esta perspectiva, una combinación de dos lógicas contradictorias, un momento negativo: “suspensión” y uno positivo: “hegemonización”. El autor establece una nítida frontera analítica entre “lo social”, entendido como espacio de prácticas rutinarias -recurrentes, necesarias y naturalizadas- y “lo político”, definido como instancia de descubrimiento de la contingencia originaria de lo social y de institución de nuevas relaciones sociales (Laclau, 2011). La política entonces partirá -en la argumentación de Laclau- de esa escisión fundamental entre lo político como instancia conflictiva y lo social como las prácticas sedimentadas.
Las formas sedimentadas de la "objetividad" constituyen el campo de lo que denominaremos “lo social”. El momento del antagonismo, en el que se hace plenamente visible el carácter indecidible de las alternativas y su resolución a través de relaciones de poder es lo que constituye el campo de “lo político”. (...) La distinción entre lo social y lo político es pues ontológicamente constitutiva de las relaciones sociales (...). Pero la frontera entre lo que en una sociedad es social y lo que es político se desplaza constantemente. (Laclau, 2011: 51-52)6
Desde esta perspectiva, lo contingente de todo orden social evidencia la imposibilidad de sutura, de un cierre definitivo o concluyente. Es decir, -cuestionando tanto a las visiones tradicionales del marxismo como a la mirada althusseriana- Laclau plantea la imposibilidad de pensar a la sociedad como una estructura y como una totalidad. De aquí derivará su entendimiento de que todo orden social es instituido políticamente, lo político será constitutivo del orden, de cualquier orden. Podemos decir que, para Laclau, existe una primacía ontológica de lo político sobre lo social. Para alcanzar este propósito el autor (Laclau y Mouffe, 2004; Laclau, 2005, 2011) propone una teorización de la política y la hegemonía: entenderá que es necesaria la “articulación política” que, a partir de una “cadena” o “lógica de las equivalencias”, aglutine y ponga en relación a las diferencias (demandas sociales, identidades particulares y populares), y genere un significado suplementario compartido (común) que constituya una “voluntad colectiva”. O sea, una nueva subjetividad, que vaya más allá de los particularismos aunque no los anule y que pueda desafiar al poder instituido, a partir de que una diferencia particular asume la representación de una “totalidad inconmensurable”, que le “excede” (significación universal, totalidad “fallida” que se constituye como horizonte y no como fundamento). De este modo se funda un “vínculo hegemónico”, se construye “hegemonía”7, lo que puede ocurrir -según el autor- tanto hacia las formaciones de la sociedad civil como en las orientadas al Estado-. Pero además, esta construcción hegemónica también implica construir “antagonismo”, separa un adentro y de un afuera que delimitará el campo de un “nosotros” frente a un ellos (adversarios). Sin ahondar más sobre la recuperación y renovación que hace Laclau del concepto de hegemonía -propuesto en las reflexiones de Antonio Gramsci-, podemos agregar que “hay hegemonía sólo si la dicotomía universalidad/particularidad es superada; la universalidad sólo existe si se encarna -y subvierte- una particularidad, pero ninguna particularidad puede, por otro lado, tornarse política si no se ha convertido en el locus de efectos universalizantes” (Laclau, 2011: 63).8 Para superar esa dicotomía se precisa de la articulación, en tanto práctica que puede “especificar separadamente” la identidades de los elementos articulados. De hecho, el concepto de hegemonía en Laclau supone un campo teórico en el que prima la categoría de articulación (Laclau y Mouffe, 2004: 129).9
Entonces aun partiendo de un postulado post-estructuralista (imposibilidad de la totalidad de lo social y de cierre, constitución relacional de las identidades por sobre la idea de un “sujeto histórico trascendental”), se puede encontrar en Laclau un intento de constituir un “fin” de la política (o lógica hegemónica) a partir de concebir como horizonte la unidad entre lo ontológico y lo óntico: una totalidad “fallida” o “inconmensurable” que “requiere una construcción social contingente”, la posibilidad de que una parcialidad se convierta en el nombre de una totalidad. (Laclau, 2005: 277 y 281) Ese objetivo se puede identificar con lo que llamará -junto con Mouffe- como “democracia radical” (Laclau y Mouffe, 2004), un proyecto que amplía y radicaliza la “revolución democrática” llevada adelante en Occidente; o con lo que luego se referirá como la “constitución del pueblo” (en tanto categoría política y actor histórico), por medio del “populismo”, en tanto modo de construir lo político que está inscripto “en el funcionamiento real de todo espacio comunitario” (2005: 10-11).10
Mouffe: frente al consenso, lo político agonístico
Según Chantal Mouffe tanto el conflicto como el pluralismo son lo específico de la democracia moderna (Mouffe, 1999, 2003). Desde ahí el pensamiento de la autora diferenciará “la política” y “lo político” (Mouffe, 1999, 2003, 2009). La primera noción designa el conjunto de prácticas correspondientes a la actividad política tradicional (lo “óntico”), mientras que la segunda refiere al modo en que se instituye la sociedad (lo “ontológico”). Lo político es asumido -al igual que en Laclau- desde un carácter conflictual propio de las relaciones humanas, de toda sociedad ligado así a la dimensión del antagonismo, mientras que la política (polis) serán las prácticas e instituciones orientadas a establecer un orden:
Concibo “lo político” como la dimensión de antagonismo que considero constitutiva de las sociedades humanas, mientras que entiendo a “la política” como el conjunto de prácticas e instituciones a través de las cuales se crea un determinado orden, organizando la coexistencia humana en el contexto de la conflictividad derivada de lo político. (Mouffe, 2009: 16)
Para Mouffe las actuales concepciones dominantes que celebran la globalización y la universalización de la democracia liberal, así como la disolución de las ideologías, tienden a posarse desde dos paradigmas del liberalismo: un “liberalismo agresivo” y un “liberalismo deliberativo”. Este último plantea una “mirada consensualista” para comprender lo político, llevando a entender que los conflictos sociales deben resolverse por medio del diálogo y el acuerdo, lo que implica finalmente una anulación del conflicto. La autora discute con esta posición -ligada a la idea habermasiana-, porque en ella el conflicto es apaciguado o moderado en una instancia dialógica consensual y racional, negando las pasiones políticas, las fronteras entre el “nosotros/ellos” y la lucha es reducida a categorías morales: “sus defensores quieren reemplazar la racionalidad instrumental por la racionalidad comunicativa. Presentan el debate político como un campo específico de aplicación de la moralidad y piensan un consenso moral racional mediante la libre discusión” (Mouffe, 2009: 20). Este rechazo del conflicto y del rol instituyente de lo político es lo que puede provocar, para Mouffe, su contrario, en efecto adverso: el antagonismo.11 De este modo, frente al modelo democrático consensual, la autora propone -recuperando la noción de lo político de Carl Schmitt- un modelo democrático adversacional, que explicitaría la diferencia y permitiría la apertura a una multiplicidad de voces. Así, “la especificidad de la política democrática no es la superación de la oposición nosotros/ellos, sino el modo diferente en el que ella se establece” (2009: 21). Entonces, para Mouffe es fundamental reconocer que la dimensión antagónica es constitutiva de “lo político” -y que está presente en toda la vida social-, frente a las miradas antipolíticas que niegan el antagonismo -y que la autora identifica con el discurso liberal-12. Para esto propone un enfoque “agonista” que “lejos de socavar el proyecto democrático, es la condición necesaria para comprender el desafío al cual se enfrenta la política democrática” (2009: 12). En esta propuesta el espacio público adquiere una resonancia que puede estimular la confrontación y lucha de proyectos políticos: “la tarea de los teóricos y políticos democráticos debería consistir en promover la creación de una esfera pública vibrante de lucha ‘agonista’, donde puedan confrontarse diferentes proyectos políticos hegemónicos. Esta es (...) la condición sine qua non para un ejercicio efectivo de la democracia.” (2009: 11) Entonces, el modelo o tratamiento “agonista” sirve tanto para salir de una confrontación moral entre el bien y el mal, como para transformar el antagonismo social en “agonismo”: el pasaje de la lucha o competición entre enemigos a una entre adversarios. De este modo, la autora plantea la defensa de un pluralismo agonístico (Mouffe, 1999), en tanto elemento necesario para comprender que la cuestión principal de la política democrática no es eliminar el poder sino constituir formas de poder más compatibles con los valores democráticos (Mouffe, 2007, 2009). Asimismo, en un texto sobre prácticas artísticas “agonistas” la autora se detiene a analizar el espacio público para comprender el horizonte de las democracias contemporáneas. Allí, partiendo de su modelo, plantea la existencia de espacios públicos agonistas en los que la confrontación (agonista) se da en una multiplicidad de superficies discursivas (Mouffe, 2007).
Rancière: el desacuerdo como elemento fundante de la política
En su intento de comprender la situación paradojal de la “filosofía política” y discutir su “retornos” contemporáneos (en los que se recupera su “pureza” y adquiere nueva vitalidad por la caída del marxismo de Estado y el fin de las utopías), Jacques Rancière plantea que la política “es la actividad que tiene por principio la igualdad” (Rancière, 2007: 7) y que no hay nada que la pre-existiría (un sujeto, una teoría, una filosofìa en la cual la política sería su objeto de reflexión). En este cuadro, la política remitirá a la aparición en escena de aquellos que “no tienen parte” reclamando “formar parte” del “reparto de lo sensible”: “la política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de la parte de los que no tienen parte” (2007: 25). Y esa interrupción, esa distorsión de los sin-parte para Rancière se denominará desacuerdo.13 El autor buscará comprender “la lógica del desacuerdo propia de la racionalidad de la política” (2007: 12). Sin embargo, reconocer esto no implica -en los parámetros de Rancière- asumir que siempre hay política o se hace presente un desacuerdo. Por el contrario, para este autor “hay política cuando la lógica supuestamente natural de la dominación es atravesada por el efecto de esa igualdad. Eso quiere decir que no siempre hay política” (2007: 31). De este modo, podemos inferir que para él en muy pocos momentos “hay política”, lo que no implica pensar que ésta sólo se hace presente en un momento de insurrección o en acontecimientos excepcionales.14 De este modo, la noción de política será en Rancière definida como la actividad que “desplaza un cuerpo del lugar que le estaba asignado o cambia el destino de un lugar”:
Hace ver lo que no tenía razón para ser visto, hace escuchar un discurso allí donde sólo el ruido tenía lugar, hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido. (...) La actividad política es siempre un modo de manifestación que deshace las divisiones sensibles del orden policial mediante la puesta en acto de un supuesto que por principio le es heterogéneo, el de una parte de los que no tienen parte, la que, en última instancia manifiesta en sí misma la pura contingencia del orden, la igualdad de cualquier ser parlante con cualquier otro ser parlante. (Rancière, 2007: 45-46)
Entonces, la política -como “un tipo de acción paradójica”- es lo inexacto, lo no correspondido, lo que no se reduce a las instituciones políticas, ni a las formas institucionalizadas del conflicto y sus formas de resolverlo; una acción “incorrecta” producida por los que no están “autorizados” para hablar. Pero, según Rancière, esta noción de política habrá que diferenciarla del concepto de “policía”, para esto entenderá que “lo político” es “el encuentro de dos procesos heterogéneos”. En este sentido, en otra obra titulada Aux bords du politique15, el autor articula más acabadamente la diferencia entre ambos conceptos (esta cuestión servirá asì para una mejor comprensión del axima que entiende que “no siempre hay política”). Allí identificará que el “régimen policial” es el que organiza los repartos de lo sensible (tiempos, actividades, espacios, etc.), la “policía” impone límites, es la gestión de lo social. Para Rancière el orden policial no se limita al aparato de Estado, sino que está pensando en la figura del “poder ejercido por hombres sobre otros hombres en nombre de una capacidad específica”, las sociedades serían empujadas a ser gobernadas según “esta regla de la superioridad sobre la inferioridad”. El orden policial entonces se funda en una lógica de adaptación, y es -según el autor- la que tiende hoy a repartirse el mundo. Lo político será entonces el encuentro, problemático, entre dos procesos heterogéneos: la policía (el gobierno, la distribución jerárquica de los lugares y las funciones) y la política (la emancipación, guiada por la presuposición de la igualdad). La policía daña la igualdad, la política daña el orden jerárquico de los repartos. “Lo político será el terreno del encuentro entre la política y la policía en el tratamiento de un daño.” (Rancière, 2006: 11, 17 y 18)
Siguiendo esta conceptualización lo político se puede entender como los conflictos entre dos lógicas de reparto diferentes, entre “dos maneras de contar las partes de la comunidad”: una ley única de reparto propia de la “policía” (donde hay orden, ausencia de vacío y exclusión todo suplemento) y demandas de igualdad (contingentes, impropias) que cuestionan los límites de “la policía” e instauran una comunidad de litigio. El “litigio político tienen como objetivo la existencia misma de la política”; la política es hacer visible y decible (o enunciable) lo que no tiene imagen ni palabra (2006: 69-71). Se abre entonces la posibilidad de un hacer político -una acción política- desde el desacuerdo, donde una parte de “los sin-parte” reclaman por su lugar y un otro reparto de lo sensible, de este modo la política tiene como elementos fundantes la igualdad y la contingencia (Rancière, 2006, 2007, 2010, 2014).
¿Cómo pensar lo público?
En Laclau no encontramos una sustancial preocupación por lo público y sus debates. En todo caso, es en las cuestiones de la hegemonía donde habrá que reconocer el lugar que aquel puede ocupar. Sí la hegemonía como teoría (de la política) está dominada por la categoría de “articulación” y como práctica política se encuentra gobernada por la “contingencia”, podemos inferir que lo mismo sucede con el espacio público en tanto conceptualización teórica y puesta en práctica. En su intento por no negar y reubicar el modelo representacional que habita en la política, es que podemos sostener que el espacio público sería para este autor un ámbito representacional donde los proyectos hegemónicos disputan entre sí: el espacio público podría ser reconocido como subsidiario de la política hegemónica (en idéntico sentido se puede comprender la mirada de Mouffe pero, como veremos enseguida, esta autora suma otras ideas para entender a lo público).
En los escritos de Mouffe se encuentra más explícitamente un preocupación por la esfera pública. Al planear las diferentes “superficies discursivas” de lo público constituye una interesante categoría y brinda elementos que pueden ser utilizados para indagar diferentes prácticas y conflictos contemporáneos. En este sentido, se presenta un vínculo fuerte entre espacio público y política.
Por su parte, si bien en Rancière no se presenta una definición certera sobre lo público ni sobre el espacio público, se puede pensar que este concepto se articular con las ideas de “comunidad”, “democracia”, “sujetos políticos”, “desacuerdo” y finalmente, con “lo político” y “política” que sí desarrolla ampliamente en sus escritos. En este sentido, puede ser sintomático cuando el autor:
Define que la democracia es “lo opuesto al consenso” y busca así distanciarse de los conceptos de representación y consenso para pensar la participación política.
Al entender que la política ocurre cuando “la temporalidad del consenso es interrumpida” para lo cual precisa construir escenas de “disensos”.
Al comprender que la comunidad es siempre una comunidad de partage, en un doble sentido, como participación y partición, como compartir y dividir. Esto puede dar pie para mapear una idea posible de espacio público en la visión rancierana.
Al proponer un nuevo “reparto de lo sensible” que abren “los sin-parte”, es decir, en la posibilidad de otra forma de demos iniciada por el “desacuerdo” al plantear y reclamar la igualdad, es donde podemos reconocer una configuración de lo público signada fuertemente por lo común desde un modo litigioso, conflictivo. Así, podemos plantear que cada vez que aparece la política se genera espacio público. Y este último será reconocido como ese lugar donde litigan el orden y la igualdad, la lógica de la policía y la lógica de la política. En esta concepción parece primar la idea que es un ámbito de “escenificación”, sigue estando presente -como en Laclau y Mouffe- cierta noción representacional del espacio público.16
En coincidencia los tres autores rechazan a las miradas consensualistas de la política, en las que el conflicto se vería encapsulado por las instancias del diálogo y el acuerdo racional (en la actualidad identificadas con la visión “pospolítica”). Por lo que del mismo modo podemos construir -tomando estas contribuciones- conceptualizaciones sobre el espacio público que partan de una dimensión conflictiva.17 Lo público sería entonces un espacio en disputa y asociado indisolublemente a lo político y, por eso mismo, no tiene ningún contenido apriorístico que lo constituye presentándose siempre en constante reajuste. De este modo, sería el ámbito donde se pone en juego la tensión entre el orden y la ruptura. Ruptura identificada en tanto “desacuerdo” como configurador de la política para Rancière o en tanto la dimensión “antagónica” como constitutiva de lo político en Mouffe y Laclau. Problematizar así al espacio público y a la política -con argumentaciones que tienen puntos de contacto y divergencias- y sus tensiones inherentes entre el orden y la ruptura, es uno de los aportes más relevantes de estos autores y constituyen un soporte teórico desde donde pensar lo público.18
Desde allí es que podemos decir, siguiendo sus reflexiones, que el espacio público está ligado en su constitución a lo político, y sería un ámbito en el cual -por su politización- se ponen de manifiesto subjetividades políticas de potencial emancipatorio. Sin embargo, consideramos que esta perspectiva pierde potencial si solo se reconoce al espacio público como el lugar donde se desenvuelve la acción política, como un ámbito de “escenificación” de manifestaciones del desacuerdo (de una parte de los sin-parte) o de las identidades colectivas (populares) que proyectan una articulación hegemónica: es decir, como un fenómeno posterior o que se desprende de lo político. ¿No hay nada en el espacio público que aporta en la constituciones de dichas subjetividades políticas y desacuerdos? ¿Solo de la acción política se desprende lo público? ¿No es posible pensar que de acciones diversas que hacen y actúan en lo público -y se vuelven públicas- puede constituirse una actividad política? Plantear esto no equivale a adherir a las utopías consensualistas sino a abrir y desplegar lo público. Las reflexiones teóricas de Laclau, Mouffe y Rancière al no profundizar en las articulaciones posibles entre el espacio público y lo político (en la configuración de prácticas colectivas, en la potenciación de la acción colectiva, en la conformación de las subjetividades políticas) se ligan -quizás sin quererlo- a perspectivas tradicionales sobre lo público al limitarlo a un espacio material o simbólico que deviene de la política, un espacio de representación para actores, acciones y discursos. Si planteamos la indagación de lo público únicamente como emanación de la política se presentan algunos inconvenientes: en Rancière, si existen pocos “momentos políticos” podríamos decir que también hay pocos momentos de constitución y activación de espacio público. En Laclau y Mouffe, si toda/la política es hegemónica el espacio público únicamente sería el resultado de una práctica política hegemónica -la que provisoria y precariamente establezca un orden social, discursivo y político-.
Palabras finales
Una pregunta central surge de los interrogantes que se plantearon hasta aquí en este trabajo: en el escenario contemporáneo ¿podemos identificar al espacio público únicamente como espacio público político? Nuestra respuesta provisoria es que, aun reconociendo la importancia constitutiva de lo político y la primacía de la política (como prácticas, instituciones y discursos que buscan un orden), consideramos que lo público -y eso que se puede denominar espacio público- no deviene únicamente de aquellos. Esto no implica adherir a las miradas del “fin” (de la política, la historia, las ideologías, del espacio público, etc.) ni a visiones liberal-consensuales de la democracia y la política; sino más bien, abrir los sentidos de lo público a diversas manifestaciones y prácticas colectivas que lo activan, lo hacen andar, lo producen y re-elaboran en las que lo político es un elemento constitutivo pero no el único. Prácticas sociales en las que ni la formalización política ni la constitución hegemónica aparecen entre los principales horizontes.
A su vez, si bien las nociones sobre lo público no se encuentran -como vimos- en las preocupaciones centrales de Laclau, Mouffe y Rancière, las argumentaciones que esgrimen y los gestos provocativos que producen en sus reflexiones son valiosos aportes para los debates y la indagación contemporánea sobre el espacio público, al reconocer que todo orden se constituye en una división, por lo tanto en una situación litigiosa, en un conflicto. Se trata de tres reflexiones que movilizan el pensamiento crítico, hacen vibrar varias de las nociones y categorías que tanto la filosofía, como la teoría política y la sociología se encargaron de encorsetar.