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Cuicuilco

versión impresa ISSN 0185-1659

Cuicuilco vol.15 no.43 México may./ago. 2008

 

Miscelánea

 

Eulalia Guzmán y la imposibilidad de excavar en suelo nacional

 

Apen (Carmen) Ruiz Martínez

 

Universitat Pompeu Fabra–Barcelona

 

Resumen:

Eulalia Guzmán fue una arqueóloga involucrada en múltiples espacios culturales, científicos y políticos en México. Sin embargo, la carrera de Eulalia como arqueóloga, profesora y educadora fue de alguna manera cuestionada e invalidada tras el debatido hallazgo de los huesos de Cuauhtémoc en 1949. En este artículo me acerco a los acontecimientos de Ichcateopan desde una perspectiva feminista para analizar la presencia o ausencia de mujeres en la disciplina arqueológica y específicamente para pensar sobre la relación entre nacionalismo, género y arqueología.

Palabras clave: Género, epistemología, prácticas científicas, nacionalismo, Eulalia Guzmán.

 

Abstract:

Eulalia Guzman was an archaeologist involved in multiple cultural, scientific and political spaces in Mexico. However, her career as archaeologist and teacher was somehow questioned if not invalidated after the controversial findings of Cuauhtémoc's bones in 1949. In this article I revisited the Ichcateopan from a feminist perspective to explore the presence and absence of women in archaeology and specially to think about the relations between gender, nationalism and archaeology.

Key words: Gender, epistemology, scientific practices, nationalism, Eulalia Guzmán.

 

Eulalia Guzmán fue una mujer que desde 1910 hasta los 1950 estuvo involucrada en múltiples espacios culturales, científicos y políticos de México. Sin embargo, la carrera de Eulalia como arqueóloga, profesora y educadora se vio de alguna manera cuestionada e invalidada después de un controvertido hallazgo que protagonizó en 1949. Ese año, Eulalia declaró haber descubierto los huesos de Cuau–htémoc, el último líder azteca que luchó contra los conquistadores españoles. El hallazgo fue realizado en la ciudad de Ichcateopan, en el estado de Guerrero. En esos momentos, la fotografía de Eulalia Guzmán como personaje esencial de este descubrimiento apareció en la página central de muchos periódicos nacionales, pero hoy su presencia en la historia de la arqueología es casi inexistente y habita las memorias de muchos mexicanos como una vieja y loca mujer. A Eulalia se la conoce más por que hizo mal, es decir, por su mala práctica científica, que por lo que hizo —bien— como arqueóloga, maestra, intelectual y política.

Sin duda, el contexto político de los primeros años de la década de 1950 afectó la discusión científica sobre los huesos encontrados. Si tenemos en cuenta, además, que en esos momentos los estudios de ADN eran inexistentes, podría pensarse que estamos ante uno de esos casos en los que la falta de rigidez de la evidencia empírica deja un amplio espacio para la manipulación ideológica. Sin embargo, la comunidad arqueológica ha aceptado con facilidad que el estudio del pasado siempre ha estado influido por el contexto social y político, aunque se utilicen metodologías como el Carbono 14 o los análisis de ADN. Desde la década de 1970 arqueólogos incluso entrenados en las más estrictas reglas de objetividad y positivismo habían hablado de una "pérdida de inocencia" de la arqueología [Shanks y Tilley, 1987, 1988; Pinsky y Wylie 1989]. Lo que sigue siendo aún complicado es esclarecer las conexiones específicas entre el contexto social y la práctica científica, tarea que aún es más difícil cuando nos interesa observar estas conexiones momentos históricos diferentes al presente.

Más allá del análisis y la denuncia de cómo la ideología mediatiza los discursos o tergiversa las interpretaciones del registro arqueológico, lo que parece más suge–rente es mostrar cómo las prácticas científicas (la elección de asentamientos, metodología de campo, relaciones personales que se establecen en la excavación, técnicas de laboratorio, organización de las instituciones y comunidades científicas) son en sí mismas un producto del contexto social [Abu El–Haj, 2001; Wylie 1997]. En este sentido el presente artículo se inspira en ciertas visiones críticas de la ciencia que, desde el feminismo, nos han ofrecido y propuesto formas de examinar y entender las conexiones entre el contexto social y la práctica científica.

La historia de la arqueología nos cuenta que Eulalia Guzmán se equivocó en la interpretación de los huesos de Cuauhtémoc. Pronunciarse sobre la veracidad de los huesos no es lo que me mueve a escribir este artículo. Lo que me interesa es situar en el centro del debate algo obvio que se escapa de los estudios sobre Ichcateopan: Eulalia era una mujer, y es su cuerpo, con un cargado simbolismo nacional, el que excavaba restos materiales.

Existen algunas publicaciones analizando este hallazgo, y en la mayoría de ellas se habla de cómo los hechos de Ichcateopan están relacionados con la discusión política e ideológica sobre símbolos nacionales que venía dándose en México desde la Independencia, pero nadie se ha acercado a este acontecimiento para analizar la presencia o ausencia de mujeres en la disciplina arqueológica o para pensar sobre la relación entre nacionalismo, género y arqueología.

Con esta intención, inicio el artículo haciendo una breve síntesis de lo que se ha llamado arqueología del género o feminista; posteriormente introduzco a Eulalia Guzmán, situándola dentro de la historiografía de la arqueología de las mujeres, y hago una breve narración de los hechos de Ichcateopan para después reexaminarlos desde una perspectiva feminista. Mi análisis se centrará en dos aspectos que han surgido como temas centrales en la arqueología de género: el tema del cuerpo femenino en la práctica arqueológica y la cuestión de si existe o no una metodología propiamente feminista en arqueología.

 

El feminismo en la arqueología y la arqueología de género

Al responder a la pregunta de "¿Cómo ha impactado el feminismo en la arqueología?", Margaret Conkey enumera una serie de temas surgidos a partir de la incorporación del concepto de género en la investigación arqueológica [Conkey, 2003]. Más que simplemente incorporar a las mujeres en el proceso histórico, el objetivo subyacente de la arqueología de género ha sido humanizar el pasado prestando atención a las mujeres, los hombres y otros géneros posibles, para así desvelar que las relaciones de género fueron cruciales para el funcionamiento de las sociedades antiguas. En el caso de México, por ejemplo, la perspectiva de género ha transformado nuestro conocimiento de la sociedad prehispánica, y gracias a ello hoy sabemos no solamente de la emergencia del Estado azteca, del colapso de la civilización maya, o de las redes de intercambio entre Aridoamérica con la región maya: también conocemos un poco más acerca de la organización de las unidades domésticas en las sociedades mesoamericanas [Hendon, 1997; Wiesheu, 2006], acerca de la implicación de las mujeres (su cooptación pero también su resistencia) mediante la producción cerámica y de cómo ello fue fundamental para la emergencia del Estado [Brumfiel, 1996]; y sabemos también que la identidad sexual de mayas y aztecas no era fija sino que era una identidad performativa que se transformaba según los ciclos de vida de las personas [Joyce, 2000; Meksell y Joyce, 2003]. La incorporación de una perspectiva de género nos proporciona, entonces, una visión del México prehispánico diferente, incluso más completa.

La historia de la arqueología de género se remonta a mitad de la década de 1980, cuando las primeras voces en la academia anglosajona empezaron a señalar que los prejuicios de género influenciaban la arqueología y así criticaban el hecho de que la arqueología sirviera para reproducir e incluso naturalizar una serie de premisas, cultural e históricamente específicas, acerca del significado de lo masculino y femenino, sobre las capacidades de los hombres y las mujeres, las relaciones de poder y los roles que las mujeres y los hombres ocupan en la sociedad [Conkey 1984; Gero, 1991]. Tras estas voces iniciales, las propuestas feministas han ido más allá de la denuncia de los prejuicios de género, para incorporar un análisis crítico de los conceptos de sexo y género en el pasado [Schmidt, 2000; Voss, 2000].

Hoy la investigación feminista en arqueología está por un lado preguntándose si podemos sexuar la cultura material del pasado (y cómo hacerlo), al mismo tiempo que coloca en un plano central la cuestión de si la identidad sexual y de género de los investigadores interviene en el estudio del pasado [Conkey, 1997; 2003; Sanahuja Yll, 2002]. Así, se considera que el pasado es un producto (en el sentido de producción de conocimiento) tanto de los hombres como de las mujeres y que por tanto la arqueología feminista no debería ser sólo un proceso de añadir mujeres a las sociedades antiguas, sino también de poner de maniiesto el activo rol que tenemos como creadoras de nuestra disciplina y del pasado humano. Ejempliicando esta evolución en los estudios feministas en arqueología, y con una constante inquietud por repensar la disciplina, Margaret Conkey [ 2003] sugiere, con cierta preocupación, que pocos de los temas que han aparecido tras la incorporación de la categoría de género en arqueología, han cuestionado la disciplina como ciencia.

El feminismo ha transformado la manera de pensar categorías analíticas en disciplinas como la historia o la antropología [Collier y Yanagisako 1987; Di Leonardo, 1991; Moore, 1988; Visweswaran, 1988], e incluso la biología evolutiva está introduciendo la cuestión del género como una categoría de análisis que obliga a replantear el conocimiento establecido sobre la evolución humana [Adair Gowaty, 2003; Bug, 2003]. Sin embargo, dentro de las ciencias sociales, la arqueología sigue siendo una disciplina marcada por el positivismo y orientada al descubrimiento de grandes monumentos o de objetos del pasado que a veces se convierten en fetiches descontextualizados. La práctica arqueológica es marcadamente individualista; casi siempre la figura del arqueólogo está representada por un personaje al estilo Indiana Jones, que se ve como protagonista único del escenario científico [Baxter, 2002; Moser, 2007]. De esta forma el trabajo de campo lleva implícitas connotaciones de heroicismo científico, en el que el esfuerzo físico del arqueólogo es capaz de transformar en cultura unos restos escondidos en la tierra, en la naturaleza. Para pensar la específica y —de alguna manera— compleja relación de la arqueología con el feminismo, encuentro sugerente el trabajo de Carolyn Merchant sobre la revolución cientíica [Merchant, 1980]. Esta autora argumentó que la revolución cientíica debería verse como un movimiento o un proceso en sí mismo "engendrado", en el que una ciencia masculinizada toma el control y el dominio de la naturaleza feminizada. Aunque conceptualmente este argumento sufre de cierto esencialismo, al reproducir la dicotomía naturaleza/ cultura nos permite entender el difícil o tortuoso acceso de las mujeres a la práctica arqueológica. La arqueología, entendida como un conjunto de prácticas cientíicas que permiten transformar en cultura objetos que se encuentran bajo el subsuelo (en la naturaleza), quedaría vinculada a los hombres. Además, la definición de arqueología como una práctica de campo aleja a las mujeres de espacios deinidos socialmente como femeninos (la casa/ el hogar) y las coloca en una esfera pública (el terreno nacional), un espacio que especialmente en el caso de la arqueología de México, tiene una connotación claramente nacionalista.

 

La historia de las mujeres arqueólogas

Que las mujeres hayan estado excluidas o borradas de historias de la ciencia es algo conocido y ampliamente estudiado. Gracias a las investigaciones de autoras feministas hoy sabemos que cuando se las busca, se las encuentra, y que las mujeres siempre han participado de múltiples formas en la práctica cientíica [Abir–Am, 1987; Jordanota, 1993; Kohlstedt, 1995; Levine, 1986; Shteir, 1996]. En el campo concreto de la arqueología contamos con algunos estudios que han revisado la historiografía de la disciplina viendo la participación especíica de las mujeres [Bolger 1994; Díaz–Andreu and S0rensen 1998; Joyce, 1994; Reyman, 1999]. Estos estudios han recuperado el trabajo de algunas arqueólogas pioneras, y al hacerlo han señalado las diicultades que tenían para congeniar su profesión con ciertos ideales sociales sobre la feminidad

En esta línea de investigación historiográica, sin embargo, aun son necesarios los trabajos que contextualicen histórica y geográicamente los mecanismos que han llevado a la ausencia o presencia de las mujeres en la disciplina. La mayoría de los estudios sobre arqueólogas se centran en mujeres que han salido de sus espacios nacionales para hacer arqueología, y en esos casos pocas veces se tiene en cuenta cómo las tradiciones cientíicas locales, el estatus social de las mujeres o las relaciones de género varían en cada sociedad y nación.

Eulalia Guzmán, sin embargo, no salió de su país para trabajar en arqueología, ni formó parte de expediciones internacionales. Ella trabajó en México, en un lugar donde la arqueología y la nación no pueden pensarse la una sin la otra. Y es en este contexto específico donde debe plantearse la cuestión de la marginalización del cuerpo femenino en la práctica arqueológica. La imagen de una mujer excavando el suelo de la nación era transgresiva, tanto simbólica como materialmente. Pocas mujeres mexicanas habían estado al frente de una excavación hasta entonces; como pionera en un campo cientíico, Eulalia era ya una transgresora. Pero al mismo tiempo, como explico más adelante, su manera de hacer arqueología suponía un rompimiento con la trayectoria de la arqueología mexicana, que especialmente desde fines del siglo XIX había establecido unos objetivos de carácter patrimonialista y organizada como una estructura científica de marcado carácter piramidal [Vázquez León, 1996]. Esta organización institucional afectó directamente la producción de conocimiento arqueológico, dejando de lado otras voces y personajes que pudieran tener diferentes maneras de hacer arqueología [Rutsch, 1996; 2003; Ruiz, 2006].

 

Eulalia Guzmán: de la visibilidad a invisibilidad

Se ha escrito poco sobre Eulalia Guzmán, y sin duda es necesario un perfil biográfico y cientíico de una mujer de tal envergadura [Barba de Piña Chan, 1988; Jiménez, 1997; Serra Puche, 2005]. Más que hacer un repaso de su extensa trayectoria política y profesional, me interesa ubicarla dentro de una historiografía feminista para poner de maniiesto las diversas maneras en que las mujeres se han involucrado en arqueología, y de qué manera la "condición de mujer" ha influido en la práctica cientíica. Mi interés por Eulalia Guzmán surgió mientras estaba dedicada a buscar personajes que habían sido silenciados de la historia de la arqueología mexicana, sospechando que habría posibilidad de encontrar algunas mujeres que no aparecían en las historias de la disciplina a pesar de que fueron activas. Sin conocerla, encontré datos sobre Eulalia Guzmán en el Museo Nacional de Antropología y en el archivo de la Secretaría de Educación; también hice una serie de entrevistas a arqueólogos para saber más de ella. Algunos la habían conocido, o tenían referencias muy concretas, la mayoría relacionadas con los hechos de Ichcateopan. Lo que me seguía sorprendiendo era la ambigüedad que rodeaba a esta mujer.

Durante algunas interacciones y conversaciones con arqueólogos la respuesta que obtenía cuando preguntaba sobre Eulalia no era muy entusiasta. En muchos casos, las personas a las que entrevistaba ponían cara de chiste, sonreían cínicamente y respondían con frases como "Eulalia estaba un poquito loca, se equivocó con la cuestión de los huesos, fue sujeto de un engaño por la gente del pueblo de Ichcateopan". Yo me preguntaba cuáles eran los criterios para etiquetar a alguien como buena o mala arqueóloga, y estaba también asombrada por el comentario de que Eulalia había sido víctima de un engaño, porque la imagen de Eulalia como una víctima no correspondía con la imagen que yo tenía de ella a partir de la lectura de los documentos en el archivo. En sólo unas semanas había obtenido una compleja y fascinante imagen de Eulalia Guzmán: para algunos era una heroína nacional, para otros una loca e ingenua mujer que fue engañada por la gente de Ichcateopan, y para otros simplemente una mala arqueóloga. Como sea, no parecía ser una mujer que permaneciera en los márgenes.

Sin duda había una incongruencia entre la memoria que las personas tenían de Eulalia Guzmán y la imagen que yo obtenía de ella a partir de lo que leía en el archivo. Desde muy joven Eulalia había ocupado puestos científicos y políticos importantes, y representó a México en conferencias políticas y cientíicas internacionales. En la década de 1920 estuvo en contacto con personas como Concha James Romero, mexicana asentada en Estados Unidos que en esa época ostentaba un cargo en la Unión Panamericana. Eulalia mostraba preocupación por las condiciones de vida de los mexicanos en Estados Unidos, y con una visión panamericanista e inspirada en los settlement houses de Estados Unidos, quiso poner en marcha un proyecto en barrios populares de México. En la misma tónica internacionalista, veía al feminismo como una manera de uniicar causas y lograr justicia social más allá del ámbito de la nación. Así, por su correspondencia sabemos que Eulalia se escribía con las mujeres anti–nazis de Rusia, y con mujeres norteamericanas que formaban parte del Committee Against Race Discrimination in the War, para hacerles ver el racismo existente contra los mexicanos que vivían en California.

Aprovechó estancias de investigación en Europa para observar y denunciar injusticias sociales y políticas. Y, lo que es más importante, trajo una perspectiva crítica a su contexto nacional, para condenar el racismo existente en México y el carácter anti–democrático del gobierno [Guzmán, 1941]. Era una mujer con decisión, que cuando apenas tenía 20 años ya era muy activa políticamente en la Revolución Mexicana, una revolución que, aunque permitió a las mujeres participar en espacios que habían sido anteriormente negados, no dio el voto a las mujeres. Eulalia se beneició también de las políticas sociales de la revolución que abrieron la posibilidad a las mujeres para entrar en la educación superior y convertirse en profesionistas [Cano, 1989; 1996]. Y aunque Eulalia siguió el camino de otras mujeres de su tiempo que se hicieron educadoras y maestras, se decantó por la arqueología entrando en un práctica cientíica que hasta entonces era eminentemente masculina, y además se implicó en la investigación de la arqueología nacional, una temática que en México —también—había sido más masculina que femenina.

Los años finales de la década de 1940 fueron años de gran conservadurismo social y moral. El radicalismo de la post–revolución se había desvanecido, y las mujeres fueron sujeto de discursos que subrayaban la importancia de la familia y la maternidad para la estabilidad de la nación. Eulalia Guzmán, empero, no cumplía con los requisitos de la mujer de su tiempo, ni con los objetivos del feminismo que en esos años proclamaba la necesidad de estudiar para convertirse en mejores esposas y madres. Ella no se casó, y usó su conocimiento apasionadamente para hablar de la nación, asumiendo el rol de lo que hoy se consideraría una "activista cultural". En resumen, la supuesta invisibilidad de Eulalia Guzmán debería replantearse, como debe explicarse por qué una mujer de tal envergadura, con una voz tan especial y que abarcaba tantos ámbitos, ha sido relegada a un espacio de marginalidad. Para ello, hemos de tener en cuenta tanto las condiciones generales de la mujer en la ciencia (dentro y fuera de México) como las cuestiones especíicas de la arqueología y de las mujeres en el México de mitad del siglo XX. Antes de tratar estas cuestiones más generales, quisiera recordar lo sucedido en Ichcateopan.

 

Los hechos de Ichcateopan

Reconstruí la historia de lo que pasó en Ichcateopan a partir de artículos del periódico El Universal.1 En febrero de 1949 un miembro de la familia Juárez que vivía en el pueblo, declaró a las autoridades locales que la familia poseía documentos supuestamente escritos y firmados por el cura español Motolínia, que habían ido pasando de generación en generación en esta familia. Estos documentos coloniales mencionaban que Cuauhtémoc, quien según los documentos realmente no sería un indígena mexica de Teonochitlan sino un chontal de Ichcateopan, había sido enterrado bajo el altar de la iglesia del pueblo. Además de los documentos, a finales del siglo XIX Florentino Juárez había recopilado una larga tradición oral entre los habitantes del pueblo que contaban la historia de cómo los huesos de Cuauhtémoc habrían llegado hasta la iglesia del pueblo. La noticia llegó rápidamente a la Ciudad de México y aunque historiadores y otros académicos fueron escépticos, el gobierno decidió enviar una misión arqueológica a Ichcateopan. En el pueblo, la gente había ya aceptado los papeles como válidos y encendido velas durante el día y la noche frente a ellos. Una gran pancarta diciendo "bienvenidos a la cuna de Cuauhtémoc" se colocó en la plaza.

En septiembre de 1949 las excavaciones arqueológicas empezaron en la iglesia, con Eulalia Guzmán como directora de ellas. En la tarde del 27 de septiembre, los primeros restos materiales y óseos fueron hallados e inmediatamente se desató la alegría en el pueblo: las campanas de la iglesia empezaron a tocar y se organizaron diversos actos y peregrinaciones para celebrar el hallazgo. Tanto Cuauhtémoc como Eulalia Guzmán se estaban convirtiendo en nuevos héroes nacionales, de tal manera que se propuso cambiar el nombre del pueblo de Ichcateopan por el de Eulalia Guzmán, quien por lo pronto fue nombrada doctora honoris causa por la UNAM. El alcalde pidió que los restos arqueológicos fueran conservados en el pueblo y no se trasladaran a la capital y, aprovechó la situación para pedirle al gobierno central que instalara alumbrado público, alcantarillado, una escuela y nuevas carreteras.

Quizás un poco abrumado por lo que podía signiicar tal descubrimiento en un lugar como Ichcateopan, claramente periférico en el imaginario espacial de una nación que generalmente ubicaba la cuna de su nación prehispánica cerca de la Ciudad de México, el gobierno organizó una comisión de expertos para evaluar los hallazgos de Eulalia Guzmán. Por casi un año, un grupo de arqueólogos e historiadores, todos ellos hombres, se reunieron en una habitación de un ediicio del gobierno de la Ciudad de México para decidir si los restos hallados en Ichcateopan pertenecían a Cuauhtémoc o no. La decisión final fue que los huesos pertenecían a varios individuos (un hombre, una mujer y dos niños) y que los documentos y los artefactos eran falsos, es hombre, una mujer y dos niños) y que los documentos y los artefactos eran falsos, es decir que no eran del siglo XVI sino del siglo XIX. En 1951 una segunda comisión (la Gran Comisión) nombrada por el presidente Alemán corroboró la falsedad del hallazgo. A partir de ahí, Eulalia Guzmán fue ridiculizada en la prensa y desde entonces toda su carrera fue minimizada.

Estudiosos mexicanos han airmado que el tema de Ichcateopan puede verse como el resultado de las disputas políticas entre hispanistas e indigenistas y sus luchas por el control de los símbolos nacionales [Moreno Toscano, 1980]. Dado que Cuauhtémoc representaría al líder más anti–español de todos los líderes aztecas, resultaba demasiado radical aceptarlo como un símbolo nacional en el México de 1950. En su momento, Alfonso Caso, colega y gran amigo de Eulalia Guzmán, y quien participó en la Comisión dictaminadora, sugirió que la maestra Guzmán había sido víctima de un engaño "no sólo de un pueblo en busca de reconocimiento, sino de sus propios prejuicios y deseos de recuperar la imagen de un héroe a la altura del imperio español y del más reciente imperialismo norteamericano" [Serra Puche, 2005:137]. En este caso pareciera que la falta de objetividad cientíica de Eulalia fue lo que la llevo a decantarse por una interpretación más cercana a sus ideales políticos indigenistas que a la realidad arqueológica. De todas maneras, la idea del engaño continúa barajándose como una forma de interpretar los hechos de Ichcateopan, y por ejemplo en un artículo reciente Paul Gillingham analiza este conflicto con la perspectiva de la "invención de tradiciones" y el nacionalismo [Gillingham, 2005]. Gillingham se olvida casi totalmente de Eulalia Guzmán y sitúa como sujeto activo de los hechos de Ichcateopan a Florentino Juárez, el campesino que a finales del siglo XIX supuestamente cavó en secreto un agujero en la iglesia del pueblo para construir una tumba: en ella colocó unos huesos medio quemados y una pequeña colección de artefactos, sellando la cavidad con una placa de cobre en la que se leía "1525–1529 Señor y Rey Coatemo". Para Gillingham el interés de los hallazgos de Ichcateopan no reside en que nos encontramos ante un fraude cientíico ya que ello no es especialmente extraño ni novedoso en las historias nacionales. Lo que sí es relevante y necesario destacar, dice Gillingham, es que los estudios sobre nacionalismo parten de una premisa teórica equivocada al asumir que las invenciones de tradiciones y la manipulación de datos históricos o arqueológicos es puramente obra de las élites. Desde el punto de vista historiográfico, contamos con grandes limitaciones metodológicas para poder hallar ejemplos en los que personas que sin pertenecer a la élite nacional han participado en la manipulación de parafernalia nacionalista. Gillingham piensa que la importancia de Ichcateopan reside en que nos encontramos ante un acontecimiento en el que el "pueblo" es el que está manipulando documentos y materiales arqueológicos por su propio interés local.

Finalmente el culto pro–autenticidad de los huesos de Cuauhtémoc, y la capitalización simbólica de los huesos de Cuauhtémoc nos muestra que los mecanismos nacionalistas de las élites fueron reproducidos a nivel local, uno por uno, en Ichcateopan. Gillingham concluye su artículo diciendo que el fraude es intrínseco al nacionalismo y que cualquier historia patria supone una invención y seguramente otro fraude. A esta sugerente lectura, yo añadiría que hay que tener en cuenta que este hallazgo fue hecho desde una posición periférica (tanto por el lugar donde se había realizado como por el sexo de la persona que lo había realizado) y que la imagen de una mujer implicada en la invención de tradiciones no iba a ser aceptada muy fácilmente en un momento social y político en que la situación de las mujeres en México estaba en entredicho.

Nos encontramos ante un contexto diferente a cuando Leopoldo Batres, a inicios del siglo XX, reconstruyó la Pirámide del Sol según su visión estética del lugar y ciertamente tergiversando el registro arqueológico con el objetivo de que la nación mexicana tuviera en Teotihuacán lo que la civilización egipcia tenía en el Valle de los Dioses. En Ichcateopan no es una gran pirámide la que va a ser reconstruida sino una tradición oral de ámbito local a la que Eulalia Guzmán quiso dar materialidad y quizá convertirla así en tradición nacional. En este caso, además, es una mujer la que está descubriendo los restos materiales que iban a alimentar un discurso nacionalista, y fue su cuerpo, el de la mujer Eulalia Guzmán, el que se convirtió en objeto de crítica.

A Eulalia se le masculinizó, como si la nación (entendida como el conjunto de mexicanos, y como un espacio–territorio nacional) no pudiera sobrellevar la idea de que una mujer realizara un hallazgo tan emblemático. A Eulalia se la había visto detrás de Alfonso Caso en el impresionante hallazgo del tesoro de la Tumba 7 de Monte Albán, pero en Ichcateopan era ella la protagonista de la historia del descubrimiento. En la arqueología Eulalia estaba adquiriendo un protagonismo que ninguna otra mujer había tenido hasta entonces, y para la ciencia nacional resultaba irreconciliable la imagen de un cuerpo de mujer excavando el pasado nacional. De alguna manera, en Ichcateopan se juntaron las lógicas de género en los terrenos de la ciencia y en los del nacionalismo. Por un lado, dentro de la arqueología las mujeres tenían roles menos públicos que los hombres, eran acompañantes de expediciones, dibujantes o trabajaban en bibliotecas y archivos; por otro lado, el nacionalismo veía a las mujeres como símbolos —inamovibles— de la nación. Tal como señala Julia Muñón, "desde el siglo XIX, la participación social de las mujeres había aumentado, sin embargo, las expectativas sobre su conducta seguían siendo muy conservadoras. La condición de las mujeres seguía siendo muy estricta: representaban la nación" [2006: 87].

De alguna manera a las mujeres se las ve como portadoras y conservadoras de tradiciones ancestrales, pero no como activas creadoras de símbolos nacionales y tradiciones. Por ello, la posición de Eulalia Guzmán tanto en el nacionalismo mexicano como en la arqueología, era pionero y de alguna manera trasgresor. Finalmente, la decisión de las comisiones sobre la autenticidad de los huesos fue tomada dentro de un despacho del Banco de México, y no en el campo, el lugar donde la arqueología sustenta su cientiicidad.

 

El trabajo de campo: excavando el suelo nacional

Como mencioné anteriormente la arqueología feminista se ha movido de una preocupación centrada en hacer visible la contribución de las mujeres (y en muchos casos los niños) en las sociedades del pasado, a un cuestionamiento de la validez de las nociones de sexo y género, tal como los entendemos en la actualidad, para entender las sociedades antiguas y prehistóricas. Las arqueólogas feministas han tomado también como eje central de su trabajo cuestiones epistemológicas y metodológicas, de forma que se plantea de qué manera nuestras prácticas científicas se enriquecen al incorporar una actitud reflexiva y contex–tualizar nuestra investigación. Desde este punto de vista, se tiene en cuenta no sólo cómo el género mediatiza el trabajo de campo arqueológico (la excavación y análisis de los materiales), sino también cómo el género influye en las condiciones de trabajo, en la formación de comunidades cientíicas y las instituciones pedagógicas y de investigación, así como en los estilos de escribir y presentar al público los informes arqueológicos. Así, la arqueología se ha sumado a otras disciplinas preocupadas por temas de equidad sexual (tanto en la academia como en organismos profesionales no académicos) y producción de conocimiento.

En cuestiones de equidad de género y al igual que la antropología, la botánica, la geología o la ornitología, por estar fundamentada en el trabajo de campo y la exploración, la arqueología tiene ciertas particularidades. Durante mucho tiempo, las mujeres dedicadas al estudio de las sociedades antiguas mexicanas hicieron sus investigaciones en bibliotecas y archivos. A principios del siglo XX, por ejemplo, Zelia Nuttal adquirió un reconocido prestigio científico por el hallazgo de varios códices que fueron claves para el conocimiento del México Prehispánico (uno de ellos incluso lleva su nombre). Sin embargo poco se conoce de su trabajo de campo en la Isla de los Sacrificios, donde realizó una excavación arqueológica en 1910 [Ruiz, 2006]. Durante esos años Isabel Ramírez Castañeda realizó también trabajo de campo, arqueológico y lingüístico, sola o acompañando a Eduard Seler o Franz Boas. Según propone Metchild Rustch, Isabel Ramírez sería una protagonista de la anti–historia de la arqueología mexicana porque su manera de implicarse en la investigación cayó en desgracia tras el triunfo del monumentalismo que ha definido gran parte de la práctica arqueológica de este país [Rutsch, 2003]. Ha habido otras mujeres, la mayoría extranjeras, en arqueo– jjj logía mesoamericana: Tatiana Proskouriakoff por ejemplo, entró en la disciplina como dibujante y no directamente como arqueóloga [Solomon, 2002]; Dorothy Hughes Popenoe fue otra de las mujeres pioneras en la arqueología mesoameri–cana pero desgraciadamente murió prematuramente a los 33 años [Joyce, 1994]; por último tenemos el caso de Adela Bretón, que aunque entró tardíamente en la arqueología, se hizo pionera con su trabajo como ilustradora arqueológica en un momento en que no existía la fotografía en color. Sin embargo, como una reciente biógrafa menciona, el conocimiento sobre Adela Bretón y su trabajo fue enterrado al morir ella en 1923, y sorprende la tremenda amnesia institucional que caracterizó por años a los especialistas mayas que incluso habían trabajado con ella [McVicker, 2005; véase también Romandia de Cantú, Breton et al. 1993].

Salvo Isabel Ramírez Castañeda, que era mexicana, y Zelia Nuttal que aún siendo extranjera vivió por 30 años en México, el contacto con el suelo o el territorio mexicano y con la organización administrativa y política de la arqueología mexicana de las otras arqueólogas mesoamericanistas durante la primera mitad del siglo XX fue discontinuo y de alguna manera estuvo implicado en una estructura cientíica colonial. En general, en la mayoría de las regiones del mundo esas mujeres pioneras de la arqueología fueron exploradoras y aventureras que viajaron a tierras lejanas, generalmente colonizadas, formando parte de misiones arqueológicas y algunas veces acompañando a sus esposos. Muchas pudieron entrar en la disciplina y adquirir un reconocimiento público como esposas o hijas de famosos arqueólogos; pero lo que es más importante es que casi siempre fueron sus experiencias transnacionales lo que les permitió aceptación en la disciplina, es decir, que su experiencia en el extranjero, lejos de su espacio nacional, fue lo que permitió que participaran en trabajo de campo y pudieran adoptar roles que quizás en sus propias naciones no hubieran podido tener. Desley Deacon, biógrafa de la antropóloga Elsie Clews Parsons, muestra claramente cómo la experiencia etnográfica y las salidas de casa para convivir largas temporadas con los nativos de Nuevo México, fueron momentos de liberación en los que Parsons pudo escaparse de ciertas expectativas de género y de clase que la sociedad americana de las primeras décadas del siglo XX imponía sobre las mujeres [Deacon, 1997].

La presencia de Eulalia Guzmán en campo, excavando en el México de la década de 1950 es diferente a la presencia de las mujeres que participaron en expansiones coloniales y científicas en los siglos xvill y XIX coleccionando artefactos, plantas y minerales de África, Asia y las Américas. Eulalia no trabajó en Egipto ni en Grecia o Babilonia, ni se preocupó por los orígenes de la civilización Europea. Ella se quedó cerca de la nación, interviniendo en el suelo, y como una ardiente admiradora de las culturas prehispánicas usó la arqueología para proveer de materialidad discursos que entonces sí eran nacionalistas pero no hegemónicos en esos años.

Eulalia Guzmán no es una versión femenina de Indiana Jones. Eulalia no tiene un cuerpo sexy ni sonríe ante la cámara. Los dibujos y fotos que tenemos de ella muestran un rostro que frunce el ceño, que no coquetea con el público, que está enfadada. En estas imágenes a Eulalia Guzmán le ocurre algo parecido a lo que según Licia Fiol–Matta [Fiol–Matta, 2002] pasó con Gabriela Mistral: aparece "extrañamente masculina, grande, imponente". En cierta manera, las trayectorias de Eulalia Guzmán y Gabriela Mistral se parecen: ambas fueron personas públicas y —como Fiol–Matta airma— el estado eligió "una rara" para representarlo; en ambos casos, su rol maternal (como maestras) y de no–madres (por no ser biológicamente madres) confundía su feminidad y adquirieron un rol en cierta manera subversivo para la imagen pública de la mujer.

Posiblemente la imagen de Eulalia Guzmán es tanto una auto–representación como una imagen impuesta, y seguramente fue vista como una mujer que estaba traspasando algunos límites de su época. Probablemente Eulalia Guzmán fue demasiado lejos, quizá su cuerpo estaba demasiado cerca del cuerpo de la nación; fue demasiado visible en los medios de comunicación en un momento en que los derechos de la mujer y la presencia pública de las mujeres estaban siendo abiertamente discutidos en México. A Eulalia Guzmán, que no formaba parte de un equipo de hombres cientíicos, no la acompañó a campo su marido; una mujer llamada Gudelia Guerra, que era su ayudante, la acompañó en todos sus trabajos hasta que Eulalia murió casi a los 100 años. Eulalia fue más lejos que otras mujeres que desde el siglo xviii habían participado en exploraciones cientíicas observando la naturaleza, porque terminó interviniendo en algo que se consideraba la cultura nacional.

Yo sugiero que fue el cuerpo de Eulalia Guzmán, su condición de mujer y cientíica, lo que era transgresor en el México de esos años. Su experiencia y biografía nos hacen reflexionar acerca del lugar de las mujeres y la nación en la ciencia. Para algunas mujeres incorporarse al trabajo de campo en exploraciones transnacionales fue una forma de evadirse o escaparse de discursos nacionalistas que les asignaban un lugar especíico dentro de la familia como esposas y madres; Eulalia Guzmán usó su cuerpo para confrontar esos discursos.

 

¿Una metodología feminista?

Una de las cuestiones que me llamó la atención al ver las fotografías de Eulalia Guzmán en la prensa es que casi siempre aparece rodeada de los habitantes del pueblo. La población local no es parte del escenario arqueológico sino que aparece rodeando a Eulalia como si el descubrimiento hubiera sido un acto colectivo. La población de Ichcateopan participó de una forma muy especial en el trabajo de campo, no sólo proporcionando mano de obra, sino también ofreciendo información de tradiciones orales que Eulalia utilizó para interpretar el hallazgo. Extraña, sin embargo, que aquellos que han escrito sobre Eulalia y su implicación en Ichcateopan no hacen mención a su metodología aunque el consenso es que ella hizo mal las cosas o que fue víctima de un fraude. Eulalia Guzmán, a diferencia de los arqueólogos de su tiempo, se rodeó de la gente del pueblo, pidió su colaboración para lograr la máxima información posible desde diferentes fuentes.

Al examinar la metodología de Eulalia, me interesa discutir otra de las grandes cuestiones que se está discutiendo desde la arqueología: ¿existe una metodología feminista para estudiar el pasado? Así, además de tomar conciencia de la importancia de pensar en el género en la interpretación del pasado, la arqueología feminista ha mostrado interés por transformar la manera en que se practica la investigación del pasado, e interés en reflexionar sobre la manera de presentar nuestro conocimiento de las sociedades del pasado.

Demostrar de qué manera el ser mujer o ser hombre afecta la naturaleza de nuestras investigaciones no es fácil. Es posible que las diferencias en estilos arqueológicos se deban a que mujeres y hombres tenemos diferentes estrategias de investigación, o nos gustan ciertos temas y también a que existen condicionantes sociales y por tanto académicos que hacen que las mujeres elijan ciertas temáticas y los hombres, otras. Cada disciplina tiene sus propias lógicas de género y es bien sabido que algunos campos de estudio son mucho más feminizados que otros. En arqueología, por ejemplo, tradicionalmente los hombres han estudiado más la industria lítica y las mujeres los restos cerámicos, y esta diferenciación sexual del trabajo arqueológico ha alimentado la visión de que las sociedades del pasado se dividían con la misma estricta diferenciación. Joan Gero ha publicado varios artículos donde enfatiza que es crucial observar la división del trabajo arqueológico, las jerarquías en los grupos de investigación, y la dinámica socio–psicológica que se establece en el trabajo de campo, para entender cómo se produce el conocimiento arqueológico [Gero, 1994; 1996].

El trabajo de Janet Spector, por ejemplo, ha sido considerado ejemplo pionero de lo que podríamos llamar arqueología feminista [Spector, 1998]. Siguiendo el propósito feminista por "humanizar el pasado" en vez de hablar del pasado como una serie de procesos despersonalizados (estrategias tecnoecológicas, intensificación de la producción agrícola, sistemas de subsistencia, etc.) la arqueóloga escribió una monografía acerca de un punzón de hueso de los indios Dakota de Estados Unidos. El resultado fue una narrativa escrita en primera persona, en la que una niña Dakota adquiría la voz como si fuera la productora o la usuaria de este útil de hueso. Imaginar a una niña como fabricante de un útil es ya en sí revolucionario en una arqueología que mantenía el presupuesto de una clara división sexual del trabajo, pero además Janet Spector [1998] hace uso de la et–nohistoria para interpretar los hallazgos arqueológicos, y aun admitiendo que el resultado puede ser una narrativa especulativa, no es por ello menos plausible. Es posible que ese punzón en particular no fuera utilizado o fabricado por una niña pequeña, pero su manera de interpretar y presentar el pasado es muy exitosa porque pone en relieve las experiencias de los seres humanos y sus relaciones con el mundo material. Para Janet Spector, lo importante era mostrar la riqueza que adquiere la investigación arqueológica al combinar su compromiso feminista con la responsabilidad hacia las comunidades descendientes Dakota.

Por otro lado, Stephanie Moser compara dos de los creadores o fundadores de la escuela australiana de arqueología: Isabel McBryde y John Mulvaney, argumentando que las metodologías que emplearon respondían a dos estilos "sexuados" de hacer ciencia: el femenino y el masculino [Moser, 1996; 2007]. Mulvaney hizo énfasis en métodos cientíicos, en excavar profundas estratigrafías, y eligió asentamientos del Pleistoceno; por otro lado, Isabel McBryde se decantó por una perspectiva más regional y prestó mayor atención a la evolución de los paisajes. Según Moser, la preocupación por cuestiones de antigüedad, por descubrir los orígenes, los asentamientos más antiguos y los depósitos más profundos ha sido casi siempre un aspecto primordial de la agenda cientíica en Australia, y Mul–vaney responde a esta trayectoria. Por otro lado, Isabel McBryde fue la pionera en estudios regionales, y mostró una mayor preocupación por entender los asentamientos en sus contextos paisajísticos y regionales. Por decirlo de alguna manera, McBryde tenía una visión más holística de la vida social prehistórica, que complementó usando la etnohistoria para entender mejor cómo fueron usados los asentamientos en la prehistoria, e incorporando a las comunidades locales (aborígenes australianos en algunos casos) en el proceso cientíico.

Eulalia Guzmán trabajó más o menos en la misma época que Isabel Mc–Bryde; tampoco practicaba una ciencia que deiniera ella misma como feminista, ni parece claro que tomara el feminismo como su campo de acción política. Sin embargo, lo que es innegable a partir de lo poco que se sabe de ella es que era una mujer con un compromiso social y político irme, que participó en espacios y reuniones en las que el tema de la mujer era una cuestión de importancia, tanto en México como en Europa y Estados Unidos, y que tenía una clara preocupación por la justicia social. Sin duda, su manera de acercarse a la cuestión de los huesos de Cuauhtémoc, su forma de organizar la excavación y la manera en que contextualizó su investigación utilizando datos etnohistóricos e implicando a las comunidades locales para que tuvieran voz, se acerca bastante a lo que las arqueólogas están reclamando como ciencia feminista.

Esta forma de hacer ciencia sería lo que Donna Haraway denomina "conocimiento situado", un conocimiento "responsable, encarnado, parcial, y subyugado" que empero no reside naturalmente en las mujeres [Haraway, 1988:328], ni es inocente ni está exento de ser revisado. De igual manera podríamos ver el trabajo de Eulalia Guzmán, que no fue en absoluto desinteresado. Por el contrario, a Eulalia siempre la guió el interés de construir una patria libre y justa, cuya cultura fuera cuna del intelecto y del sentimiento; un patria en que la dignidad del hombre y el reconocimiento de todo derecho humano constituyeran "la base de la convivencia entre los hombres" [Serra Puche, 2005:141]. Por otro lado, la manera en que este hallazgo fue "resuelto" pone de maniiesto la importancia que adquiere la comunidad cientíica, las jerarquías y las relaciones de poder a la hora de tomar una decisión cientíica.

 

Las mujeres, la nación y el duelo

En su libro The Ability to Mourn, Peter Homans [1989] argumenta que los monumentos contienen un núcleo psicológico: aunque no vivir directamente el dolor que la pérdida produce, a través de los monumentos un grupo puede inconscientemente sumergirse en la experiencia de la pérdida. Tanto los síntomas psicológicos como los monumentos empiezan con una pérdida y ambos intentan suavizarla mediante actividades de duelo. Siguiendo a Freud, Homans subraya las diferencias entre monumentos como objetos de memoria colectiva y los síntomas individuales. Mientras estos últimos pueden ser tratados terapéuticamente para ser deconstruidos y atenuados, los monumentos estructuran la memoria colectiva y no son deconstruidos. Al contrario, "el grupo hace un enorme esfuerzo colectivo para construirlos, manteneros y preservarlos" [Homans, 1989:272]. Los monumentos son relevantes para la nación no porque sean evidencias directas del pasado, sino porque se convierten en espacios de duelo nacional y, por tanto, están repletos de ambiguos deseos y sentimientos con relevancia en el presente.

¿Qué tiene que ver eso con Eulalia Guzmán y los restos de Cuauhtémoc? La muerte de Cuauhtémoc era una muerte que ocupaba y aun ocupa un lugar ambiguo en el imaginario nacional mexicano; es una de esas gloriosas muertes que simbolizan la resistencia frente a la opresión colonial, una muerte que estaba rodeada de gran expectación y misterio porque ni las circunstancias específicas ni sus huesos habían sido localizados. Por ello la de Cuauhtémoc era una muerte mal resuelta, que permanecía en el terreno de lo que se ha llamado "fantasmagórico" (uncanny). Comprometerse a realizar una excavación arqueológica como Eulalia lo hizo no era cualquier cosa, sobre todo porque al recuperar los huesos ese imaginario turbio y confuso se tornaría en algo real, con consecuencias inevitables para un nacionalismo que parcialmente se asienta en el terreno de lo fantasmagórico y misterioso. No es pues casual que fuera una mujer la que al intentar rescatar los restos de un héroe nacional, fuera relegada a un espacio marginal y ambiguo y sin lugar a duda enterrada en el olvido.

 

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Nota

1 Año XXXIII, tomo V, septiembre 1949.

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