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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.63 no.234 Ciudad de México sep./dic. 2018

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65555 

Los trazos del movimiento: ámbitos y espacio

El movimiento estudiantil-popular de 1968 y la recomposición de las organizaciones políticas de izquierda

The 1968 Student-Popular Movement and the Reconfiguration of Left Political Organizations

J. Rodrigo Moreno Elizondo1 

1Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, UNAM, México. Correo electrónico: <jrmorenoelizondo@gmail.com>.


RESUMEN

En este artículo se ofrece una interpretación comprensiva de la relación entre las principales organizaciones políticas de izquierda y el movimiento estudiantil-popular de 1968 en México como punto de inflexión. Primero, más allá de las visiones instrumentalistas, situamos las aportaciones que realizaron dichos organismos al movimiento y la participación empírica que tuvieron en él a fin de poder comprender su influencia directa. Segundo, de acuerdo con los resultados de su involucramiento, recuperamos los principales retos políticos que el movimiento planteó y la manera en que dichas organizaciones los abordaron en su práctica política subsecuente. Por eso descentramos la mirada de la guerrilla situándola en el conjunto de las expresiones de la izquierda. Establecemos así una línea de continuidad entre la izquierda anterior y posterior a 1968 bajo la tesis de que el fenómeno experimentado fue una recomposición y no propiamente una ruptura radical que diera nacimiento a la llamada nueva izquierda. Finalmente, pensamos que una reinterpretación del proceso en esta clave nos arroja pistas para la comprensión de la izquierda mexicana actual.

Palabras clave: 1968; izquierda mexicana; movimientos sociales; organizaciones políticas; México

ABSTRACT

This article sets forth a comprehensive understanding of the relationship between the main Left political organizations and the 1986 student-popular movement in México as a turning point. First, beyond instrumental views, we establish the contributions of those organizations to the movement and their empiric participation to understand their direct influence. Secondly, according to the impact of their involvement, we review the main political challenges posited by the movement and how those organizations confronted them in their ensuing political practice. We therefore turn away the view from the guerrilla, since it is viewed as part of the set of leftist political expressions. A line of continuity between the pre- and post-1968 left is drawn by assuming that the phenomenon implied a rearrangement rather than a radical rupture that gave birth to the so called new left. Finally, we consider that such a review of the process may yield some clues to understanding the current Mexican left.

Keywords: 1968; Mexican Left; social movements; political organizations; Mexico

Introducción

No es tarea sencilla la de aquilatar el significado del movimiento estudiantil-popular de 1968. Mucho menos cuando se trata de escudriñar su impronta histórica para la izquierda. Y cuando hablamos de esa impronta, es recurrente reducirla a una fecha: 2 de octubre. Hoy es ya imposible olvidar o siquiera negar el crimen perpetrado por el Estado y sus instituciones en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco, ante la evidencia histórica de vigilancia, identificación y represión (Jardón, 2003; Montemayor, 2007), sin soslayar otras aristas de indagación. El movimiento no se redujo a la masacre ni a las movilizaciones, la protesta, lo festivo, la participación individualizada o los nuevos sujetos e identidades culturales y políticas. Ninguno agota su complejidad. La intención de este artículo es aprehenderlo como experiencia positiva, como un proceso social y político vivo para la lucha por la democracia en el país, así como para las organizaciones y movimientos sociopolíticos de izquierda.

En la restitución de los lazos con el presente es necesario pensar 1968 a partir de los desafíos políticos actuales. Continúan vigentes los principales problemas de la izquierda mexicana del siglo XXI, sintetizados por Gilberto López y Rivas (2004) en la falta de vínculos sociales orgánicos; en la carencia de formación teórica y política, de discusión sobre la cuestión nacional, así como sobre la categoría y sujeto sociopolítico "Pueblo", la falta de formulación de un proyecto de ordenamiento social y político alternativo y de una propuesta democrática participativa de fondo. Tales desafíos no son del todo nuevos, pues fueron planteados prístinamente por el movimiento estudiantil-popular, no siempre de modo evidente para la izquierda.

La profundidad de la huella dejada en la historia por el movimiento reside en la manera como incidió en el régimen político en México.1 Cuestionó el orden social y político vigente y evidenció la configuración progresiva del Estado ampliado cuyo fundamento material lo constituyó el desenvolvimiento capitalista dependiente como semiperiferia, bajo el modelo de sustitución de importaciones. Aun con la expansión de la economía que garantizaba beneficios materiales para segmentos sociales corporativos y no corporativos, se construyó una creciente relación de dominación sobre la sociedad civil mediante mecanismos de vigilancia y desactivación de la disidencia, el uso de la represión y del Ejército para terminar conflictos, el desarrollo de una tecnología represiva para eliminar y desaparecer físicamente a los adversarios políticos. Todo ello irreductible a la lógica de la Guerra Fría. Dicho proceso de morfogénesis estatal entró en tensión con la paralela reconfiguración de la sociedad civil en la cual se fraguó la pulsión de independencia política, ideológica y democrática desde las movilizaciones de principios de la década de 1950 hasta la ruptura de 1968. Ese Estado respondió con la violencia represiva a las manifestaciones del 26 de julio, ocupó militarmente Ciudad Universitaria, preparó el batallón Olimpia y la represión del 2 de octubre en Tlatelolco sin conceder un ápice a las demandas del movimiento, pues implicaba reconocer su propio contenido autoritario. El 68 expresó la pérdida creciente de hegemonía en la capital del país y en las diversas regiones en las que se manifestó solidaridad con el movimiento, así como la incapacidad para reconstruirla al calor de la lucha política, resuelta finalmente por la vía militar. La lógica de debilitamiento, intento de cooptación y negociación en posición ventajosa, continuaría desplegándose frente a la oposición, particularmente la izquierda, cuando no la eliminó o desapareció físicamente. De hecho, la represión focalizada se centró en el sur y el norte, así como en contra de dirigentes, militantes y colaboradores de organizaciones políticas. Poco tiempo después habría un intento de reconstituirla con la apertura democrática echeverrista y la estrategia populista, así como mediante la distensión política de 1977, la libertad de algunos presos políticos y la reforma electoral (Aguayo, 2001; Jardón, 1998; González, 2012; Montemayor, 2007; Rodríguez, 2009; Sierra, 2003).

El impacto del proceso también se debe a su dimensión sociopolítica, al ser de origen un movimiento político antiautoritario y de democratización radical de la sociedad frente al Es tado. La práctica política del propio movimiento cuestionaba el contenido democrático del régimen vigente al evidenciar su autoritarismo y exigir su reconocimiento, demandando el cumplimiento del pliego petitorio por medio de diálogo público. En la lucha política y acción estratégico-política se enfrentaron proyectos antagónicos de democracia y de ciudadanía. Desde las primeras asambleas de base emergieron formas democráticas que imbricaban de mocracia directa, democracia representativa y representación mandatada. De tal manera, el movimiento fue capaz de dotarse de una dirección colectiva propia, formas estructuradas de participación -comités de lucha, asambleas de base y brigadas-; de crear una esfera pública alternativa por medio de las brigadas como mecanismo de interlocución y articulación social, así como una fuerza ético-política que le permitió conducir el proceso: el Consejo Nacional de Huelga (CNH). Se convirtió así en un polo de atracción para maestros, padres de familia, burócratas, campesinos, petroleros, maestros, mujeres y diversos sectores críticos del autoritarismo no sólo en el entonces Distrito Federal, sino en varios estados del país y con muestras de solidaridad desde el extranjero. Los actores y sujetos sociales y políticos que logró atraer se movilizaron y se posicionaron, pero no lograron madurar formas orgánicas de toma de decisión y dirección colectivas, acogiéndose a las herramientas de dirección política de los estudiantes. Todo ello configuró un poder material y una nueva cultura política democrática y crítica para la transformación social (Jardón, 1998; Guevara, 1988; Rivas, 2007: 501-625; Zermeño, 1978).

Las organizaciones políticas de izquierda tuvieron un papel en lo que fue el movimiento estudiantil-popular y éste inevitablemente las transformó. Construir una interpretación comprensiva se dificulta en la medida en que, cuando deseamos escudriñar dicha dimensión, nos enfrentamos a visiones contrapuestas. Son conocidas las críticas que casi al comienzo recibió el movimiento por parte de Vicente Lombardo Toledano y el Partido Popular Socialista (PPS), quienes consideraban que se trataba de una provocación de la CÍA y el imperialismo, o planteamientos similares de Lázaro Cárdenas luego de la represión del 2 de octubre ante el ejercicio de la violencia defensiva por parte de grupos estudiantiles (Carr, 1996: 258-259; Jardón, 1998: 40, 101). En buena medida, luego de que el Estado usara a las organizaciones políticas como chivo expiatorio (Zermeño, 1978: 21-22), predominó la crítica al vanguardismo, la concepción de la instrumentalización del movimiento e incluso la idea de traición por parte del Partido Comunista Mexicano (PCM) o el sectarismo atribuido al conjunto de la izquierda, de modo particular a la vinculada al horizonte utópico socialista. De ahí se desprendió una lectura que nulificó su participación e influencia en el movimiento o exa cerbó la lectura de la traición (Guevara, 1988: 38-88).

Aparejada con la visión negativa, se ha destacado la transformación del 1968 en el mo mento refundacional que produjo la nueva izquierda (Ortega y Solís, 2012: 27; Moguel, 1987). Todo momento fundacional se ata a un mito originario que le otorga sentido. Más que refundar o parir una nueva izquierda, el movimiento condensó experiencias y tensiones de la izquierda socialista y detonó cuestionamientos que dieron lugar a un largo proceso de reconfiguración. La pretensión de tabula rasa constituye uno de los mitos fundacionales sobre el que algunas expresiones políticas nacientes al calor del movimiento, como las bri gadas políticas, asentaron su origen en la "invención de una tradición" (Hobsbawm, 2002) político-ideológica. No es gratuito afirmar que no fue el momento de refundación, sino de recomposición y reconfiguración de una izquierda con continuidad histórica.

Justamente la década anterior a 1968 constituyó un periodo radical de reconfiguración de la izquierda local, como resultado de la derrota de los movimientos ferrocarrilero y ma gisterial de 1958 y del triunfo de la Revolución cubana (1959). Esos organismos no eran sino la izquierda crítica de la tradicional, nucleada en el Partido Comunista Mexicano (PCM), el Partido Obrero-Campesino Mexicano (POCM) y el Partido Popular Socialista (PPS). Se aglutinó, por un lado, en la corriente espartaquista inaugurada por José Revueltas con la fundación de la Liga Leninista Espartaco (LLE) y las subsecuentes fragmentaciones, como la Liga Comunista por la Construcción del Partido Revolucionario del Proletariado (LC-CPRP), la Unión Reivindicadora Obrero Campesina (UROC), que en 1966 confluyeron en la Liga Comunista Espartaco (LCE). Otra corriente tuvo un núcleo de discusión en los Encuentros de la Sierra en Chihuahua entre 1963 y 1965. Surgieron también organizaciones como el Movimiento Marxista Leninista Mexicano (MMLM), el Partido Obrero Revolucionario (trotskista) (POR[-T]) y la Liga Obrera Marxista (LOM). En los años inmediatos proliferaron nuevas identidades político-ideológicas -maoístas, guevaristas, etc.- e incluso una izquierda contracultural no partidaria. En dicha recomposición se inscriben las críticas primigenias con el intento de Revueltas, ya expulsado de la LLE, de reagrupamiento político con una "confrontación de tendencias marxistas" a mediados de 1968, la cual no fructificó por el surgimiento del movimiento estudiantil-popular (Anguiano, 2017: 153-154; 1969; Zolov, 2012; Núñez, 2012: 61-80; Barbosa, 1984; Fernández, 1978). En tal sentido, existen más elementos de continuidad y desarrollo entre ambos momentos de reconfiguración. Éstos son: la tesis de la necesidad de independencia político-ideológica, la construcción de organizaciones políticas, la exigencia de articulación e inserción social, la construcción de organismos de poder y algunos planteamientos respecto de la lucha por la democracia.

A fines del siglo pasado comenzó a recuperarse de manera tangencial el papel que jugaron las organizaciones políticas en el movimiento estudiantil-popular de 1968. Parte impor tante se debe a los numerosos testimonios de participantes de base y dirigentes. Del mismo modo, las investigaciones han permitido aprehender la aportación de otras propuestas políticas desde la pluralidad cultural y política de la base (Jardón, 1998; Quiroz, 2008; Rivas, 2007; Zolov, 2002). Hoy podemos retrotraernos cinco décadas para abordar dos dimensiones de la práctica de las organizaciones políticas: su participación en el movimiento y las transformaciones emprendidas a partir del mismo en los años posteriores.

Por un lado, analizamos las aportaciones de las organizaciones políticas de izquierda al movimiento, considerando su papel en el proceso de acumulación de experiencia política desde mediados de la década de 1950, no sólo en términos de tesis políticas, sino también de formas de organización y de lucha que se convirtieron en base de las acciones colectivas durante el movimiento, en conjunción con la creatividad, espontaneidad y aportes políticos de las bases. A su vez, observamos su involucramiento directo en el proceso, con las posi bilidades y limitaciones que circunscribían su actuar político.

Por otro lado, buscamos comprender el efecto que su desenvolvimiento, desenlace y consecuencias tuvieron en la izquierda mexicana, específicamente la socialista. Podemos apreciar mejor esto último si seguimos sus derroteros en los años que siguieron al movimiento, evitando una lectura teleológica o los lugares comunes sobre esa época y la excesiva atención que la historiografía ha dedicado a los movimientos armados, lo que implica evadir la trampa de las identidades políticas asumidas y defendidas por la izquierda y sus organismos políticos, pues es bien sabido que constituyeron identidades cerradas sobre una definición de matriz sociopolítica. Ello generó la impresión de inconmensurabilidad y un abismo insuperable para mirar lo común. Elevarnos por sobre dichas barreras ha sido la modesta pretensión de este artículo, analizando su práctica.

La idea que atraviesa esta reflexión es que la izquierda apenas comenzaba a construir un proyecto sociopolítico propio,2 ligado a una realidad nacional que se hizo evidente con el movimiento estudiantil-popular, a pesar de que las organizaciones políticas compartían el socialismo como horizonte utópico, algunas con la perspectiva de llegar a él sin mediaciones y otras sosteniendo que había que construir los pasos previos. Más allá del nivel programático, la izquierda dedicó parte importante de su tiempo y esfuerzo a la construcción de las mediaciones que consideraba necesarias para el avance hacia otros momentos del proceso de transformación -organizaciones partidarias, organizaciones sociales, poder alternativo, instrumentos de coordinación-, así como para la defensa frente a la ofensiva represiva del Estado. Aunque la izquierda salió derrotada del proceso, ello no se debió totalmente a la represión y a los mecanismos de cooptación estatales, sino también a tensiones propias del proceso, tales como la falta, el abandono o la renuncia a mantener una relación orgánica con sectores populares, según el caso, y el agotamiento de la lógica de confrontación que parecía prefigurar la toma del poder del Estado a la vuelta de la esquina, por sobre la construcción de un proyecto a largo plazo. Esa perspectiva dominó la práctica política de la izquierda en los años posteriores al 68.

La izquierda en el movimiento

La izquierda socialista incidió de modo indirecto en el movimiento estudiantil-popular de 1968. En primer lugar, en términos de posicionamientos políticos sobre el estudiante, el contenido político de sus luchas, la democracia, el curso del movimiento y la articulación sociopolítica. En segundo lugar, mediante las experiencias organizativas y estructuras de participación que se convirtieron con los años en parte de las tácticas de lucha -repertorios de acción- del movimiento estudiantil y popular, efectuados por sus cuadros en asambleas y cargos de representación. Por último, subordinándose a las formas y lógicas de participación y representación de las que se dotó el movimiento por escuelas, aportando la experiencia por medio de sus cuadros, aun cuando intentaran seguir una línea partidaria o se desenvolvieran de modo independiente.

La idea de que la izquierda socialista logró aportar al movimiento estudiantil-popular no es una nueva. Ya Raúl Jardón (1998) ha señalado, como respuesta al cuestionamiento sobre el crisol de experiencias expresado en 1968, el papel desarrollado por las organizaciones políticas de izquierda en la sistematización y transmisión de las experiencias políticas y organizativas de una década. Aunque existían diversas expresiones, era claro que los polos de atracción principales los constituían el PCM, la LCE y en menor medida la LOM, las cuales participaban en las escuelas mediante estructuras específicas como la Central Nacional de Estudiantes Democráticos (CNED), la Unión Nacional de Estudiantes Revolucionarios (UNER) y la Liga de Estudiantes Marxistas (LEM), respectivamente, así como por medio de partidos políticos estudiantiles y grupos político-culturales, que se mantenían en la clan destinidad (Jardón, 1998: 18; Rivas, 2007: 167-345).

La izquierda aportó un abanico de ideas fundamentales. Por un lado, la inexistencia histórica de un partido del proletariado por la incapacidad del PCM para conducir los mo vimientos de 1958-1959, enarbolada por las expresiones espartaquistas que asumieron la tesis de Revueltas. Su correlato era la falta de independencia ideológica y política de dicha clase, resultado del rumbo adquirido por la Revolución mexicana y el régimen político (Anguiano, 2017: 87-147; 1969; Fernández, 1978). Al mismo tiempo, esa corriente promovió la tesis del carácter extraordinario del estudiante en términos de su predisposición para la independencia ideológica y política, así como para impulsar un movimiento de carácter político, catalizando la ruptura de la enajenación político-ideológica (LCCPRP, LLE, 1966). Por su parte, el PCM y la Juventud Comunista en el bienio inmediato a 1968 impulsó la concepción táctica de la lucha por la democracia (Jardón, 1998: 18) aun cuando ésta no tuviese un contenido político nuevo. Elementos como éstos son fundamentales para comprender el ímpetu transformador de la juventud en el 68, pero también la amplia participación masiva popular bajo una dirección estructurada en un movimiento político.

En formulaciones de este tipo se sistematizaron experiencias de formas de organización de base y conducción política de los movimientos sociales. Por ejemplo, las organizaciones espartaquistas de modo temprano analizaron el surgimiento de instrumentos de conducción. En la II Conferencia Nacional de Estudiantes Democráticos en 1964, la célula Julio Antonio Mella, del Partido Revolucionario del Proletariado (PRP), luego LCCPRP, planteaba la relevancia del Consejo Nacional Estudiantil (CNE), surgido al calor de la lucha en la Escuela Nacional de Maestros en 1960, contra la reducción de las prestaciones labora les magisteriales. Se reconocía su papel como estructura que condensaba la búsqueda de diversos grupos desde 1958, conduciendo a agrupaciones políticas, de normalistas y comisiones estudiantiles en la huelga y las movilizaciones masivas de marzo (LCCPRP, LLE, 1966: 8-9). Esa experiencia y otras a lo largo de la década, como la solidaridad con Cuba y Vietnam, la construcción de organismos estudiantiles de masas o la pugna por asociaciones estudiantiles se condensarían en la huelga de 1966 por la reforma universitaria, cuando la afirmación de la independencia político-ideológica llevó a la creación de los Comités de Lucha, en sustitución de los de Huelga, como organismos democráticos de base y a la ins titución del Consejo Nacional de Huelga y Solidaridad un año más tarde (Jardón, 1998: 17; Rivas, 2007: 451-500). Ambos fueron base de las estructuras de participación y dirección en 1968, garantes de la autonomía política e ideológica.

Aun así, las organizaciones políticas de la izquierda socialista se subordinaron a la ló gica orgánica del movimiento. Quizá la única excepción haya sido el intento de Arturo Martínez Nateras por promover la participación de la CNED en el CNH, cuestión rechazada en la primera sesión del Consejo (Jardón, 2008: 104). Más allá de esta iniciativa, no hubo participación de estructuras partidarias o sectoriales ya que incidieron a partir de sus militantes, tras la formación y generalización de los Comités de Lucha, siendo la LCE y la Alianza Revolucionaria Espartaquista (ARE) de las más importantes en el Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, donde comenzaron las reuniones organizativas del CNH; y, en menor medida, en el IPN, la Escuela Normal Superior y la Nacional de Maestros, así como el PCM en la UNAM y el IPN, el POR(T) y el Movimiento Marxista-Leninista de México (MMLM).

Además de la relevancia que pudieran haber tenido en los organismos de base o en las brigadas, la composición del CNH da cuenta del grado de participación que tenían en esos espacios de representación (Jardón, 1998: 23, 189, 297-300; 2003: 179-185). Jardón (1998) estimó que la composición de militantes del CNH entre agosto y septiembre fue de 10% y un máximo de 15%, luego de la represión de octubre. El incremento puede explicarse por la capacidad de cohesión y disciplina de las organizaciones para mantenerse en el movimiento luego de la represión (Jardón, 1998: 301). Aun como minoría, la experiencia política aportada en la orientación, conducción y politización del resto de representantes y bases, así como la dilución en la dirección colectiva del CNH, ha sido reconocida por parte de los participantes. Ese hecho fue más visible en los Comités de Lucha, donde los militantes tuvieron una participación más amplia como organismos de base, aportando su experiencia política y no siendo obstáculo para la representación mayoritaria de la pluralidad estudiantil (Jardón, 2008: 112; 1998: 47, 194, 201, 234, 254-255, 268-269). Si la actuación fue por medio de la estructura del movimiento, cabe preguntarse en qué medida pudieron incidir las directrices partidarias considerando la dialéctica militante-orgánica.

El caso del PCM y su influencia en el movimiento es quizás uno de los más conocidos y polémicos luego de las primeras detenciones de militantes y el asalto a las instalaciones de La Voz de México. Lo cierto es que sólo 21 militantes de la Juventud Comunista (JC) formaron parte del CNH sin poder coincidir fácilmente en una misma reunión. Los clubes de la JC en la UNAM actuaron de modo autónomo, pues no lograron coordinarse los delegados sino de un modo atropellado, sobre la marcha, para llevar a sus asambleas de base a discusión. Quizás sólo la militancia en el Politécnico estuvo más inclinada a las orientaciones conciliatorias provenientes de la dirección nacional. La dirección del PCM emitía declaraciones de apoyo al movimiento pero siempre vacilante frente al gobierno de Díaz Ordaz, reuniéndose incluso con el gobierno y con funcionarios públicos, aunque sin capacidad de comprome ter al movimiento. Su único contacto antes del 2 de octubre con sus militantes lo constituyó el envío de La Voz de México. Cuando la JCM intentó generar una participación organizada a fines de agosto y principios de septiembre, el acuerdo general fue el de aportar al fortalecimiento y profundización de la vinculación del movimiento con los sectores sociales. La única reunión del PCM y militantes de la JC de la UNAM se realizó luego de la represión del 2 de octubre, en donde se discutió la propuesta de los militantes sobre el levantamiento de la huelga, respaldada por la dirección del partido y que sería rechazada en el CNH en noviembre (Jardón, 2008: 104-105, 129; 1998: 23-24; Carr, 1996: 265-266)

Por el contrario, es poco conocida la participación de militantes de la LCE. Incluso se ha llegado a considerar que estuvo fuera del movimiento, al cual se le consideraba pequeño-burgués, lo que la habría llevado a restringir su propaganda en las movilizaciones y entre diversos sectores, pero sin incidencia real (Núñez, 2012: pp. 85-92). Lo cierto es que militantes de la LCE participaron desde el proceso de formación de los primeros comités de lucha; dicha organización planteó participar con la promoción de la extensión de la conciencia crítica frente al gobierno, así como la generalización de las formas de lucha adoptadas por el movimiento para garantizar su éxito. Eso se tradujo en impulsar la formación de brigadas, el paro activo, el respaldo a las iniciativas del propio movimiento, la defensa de los puntos del pliego petitorio y la necesidad de extender la lucha a otros sectores sociales. Luego de la ocupación de Ciudad Universitaria por el Ejército y considerando las experiencias de autodefensa de los primeros momentos del movimiento, la dirección de la LCE publicó a fines de septiembre la "Circular a todas las Brigadas Políticas Estudian tiles" y el "Manifiesto número 14", en los que conminaba a las brigadas políticas a hacer propaganda y a las denominadas "brigadas técnicas" a enfrentar a la policía cuando las condiciones lo permitiesen. La salida del Ejército de CU, que se consideró un triunfo político, las acciones focalizadas de radicalización, como la quema de camiones, y la represión en Tlatelolco fueron interpretadas como un enfrentamiento en el que los estudiantes habían ejercido una violencia en legítima defensa arrastrando a la LCE que había propugnado por el apoyo irrestricto al movimiento, de tal modo que cuando se fortalecieron las posiciones de lucha armada y guerrillera los militantes de la LCE fueron incapaces de someterlas a debate en asambleas de base de estudiantes y obreros. De ahí que, sin una orientación de la directiva, los militantes de base hayan tenido que posicionarse, después del 2 de octubre, con su propio criterio y juicio, brindando alternativas políticas (Vélez, 1968; Vélez, Arroyo y Martínez, 1968).3

De alguna manera, como atinadamente señaló Jardón, la estructura estudiantil de la LCE entró en crisis. Los militantes no tomaron una posición unificada y también asumieron diversas posturas de acuerdo a las circunstancias y la representación que desempeñaban en la dinámica del CNH (Jardón, 1998: 23). El sentido común era la oposición a la postura del PCM de levantar la huelga, así como la necesidad de continuar y extender el movimiento, aunque de modos diversos. Una parte pugnaba por combatir el aventurerismo de la lucha armada, reorganizar el movimiento, extender la agitación entre los obreros denunciando la represión y la falta de libertades políticas (Vélez, 1968; Vélez, Arroyo y Martínez, 1968). La Sección Magisterial de la LCE, con una fuerte presencia en la Escuela Normal Superior y en la Nacional, impulsó un paro para el 12 de noviembre. La convocatoria había convencido al CNH de no levantar la huelga hasta saber sus efectos, así como de las discusiones en las asambleas de ferrocarrileros, apoyándolos en lo posible y asistiendo a las asambleas populares convocadas por los maestros.

En el paro participaron 14 mil maestros de 750 escuelas, de acuerdo con los Comités Coordinadores de Lucha Magisteriales, bajo la idea de que tomaran la batuta los maestros, quienes habían convocado además a la formación de asambleas populares. La Secretaría de Educación Pública (SEP), que había menospreciado el paro atribuyéndolo sólo a 2 500 maestros de 241 centros escolares, respondió mediante descuentos salariales a 3 mil docentes y el cese de 63 identificados como dirigentes. Este fue el último intento de reimpulsar el movimiento, así como la participación en las 62 asambleas populares convocadas por el magisterio (Jardón, 1998: 120, 268-270).

En esos días, una parte de la Facultad de Filosofía y Letras (FFyL) de la UNAM se vinculó con la posición de José Revueltas para cambiar el terreno de lucha hacia la construcción de una universidad crítica. Revueltas, primero como delegado al CNH por el Comité de Intelectuales, Escritores y Artistas, y a partir de septiembre sólo como parte del Comité de Lucha de la FFyL, dio seguimiento y analizó el curso del movimiento, las estructuras de democracia directa y representativa, así como el ejercicio del poder. Desarrolló entonces sus concepciones sobre la autogestión y la democracia cognoscitiva para aplicarlas a la táctica del movimiento. Crítico de las organizaciones políticas de izquierda, incluso de las que había inspirado, Revueltas veía en los Comités de Lucha, el CNH y las brigadas políticas formas democráticas de organización y dirección colectiva, discusión y acción política propias de experiencias de autogestión sociopolítica que se debían potenciar. Por ello, desde muy temprano impulsó la autogestión académica manteniendo la huelga antes de la salida a con quistar la calle y en septiembre planteó extender la autogestión a la sociedad mediante la creación de Comités de Lucha en fábricas y un Consejo General Obrero y en diversos sectores más hasta estructurar un Consejo Popular con representación del resto de Consejos. La propuesta de autoorganización, coordinación y gestión colectiva asumida por la asamblea de la FFyL no prosperó, pues unos días más tarde Revueltas fue detenido y las discusiones asamblearias se centraron en el levantamiento de la huelga (Anguiano, 2017: 154-179; Jardón, 2008: 128; 1998: 121).

En esa fase, el MMLM consiguió erigirse en un contrapeso a las posiciones de los militantes del PCM en el seno del movimiento. No obstante, fue efímera su influencia en el curso final hacia el levantamiento de la huelga y la disolución del CNH. Luego del estallamiento de petardos en las instalaciones de la CTM y del PRI en diciembre, militantes de la LCE y el MMLM fueron encarcelados junto con obreros, electricistas y maestros de los Comités de Lucha electricista, ferrocarrilero y magisterial (Fernández, 1978: 157-158). Mientras la segunda desapareció en 1968, la LCE entró en un proceso de crisis interna que se resolvió en los cuatro años siguientes en su disolución y en el proceso de reconfiguración de la izquierda bajo los cuestionamientos que el movimiento estudiantil planteó al conjunto de las organizaciones políticas. Todo ello mientras el movimiento continuaba luchando por la liberación de los presos políticos y por reorganizarse en los próximos años y con nuevos escenarios de lucha política en diversas regiones del país (Rivas, 2007: 627-738).

La izquierda en movimiento: desafíos políticos a partir del 68

El movimiento estudiantil-popular planteó preguntas que databan de cuando menos una década. Renovó desafíos que fueron asumidos de manera diferencial, independientemente de la identidad política o proyecto sociopolítico de fondo: nacionalismo revolucionario como fin, como mediación para el socialismo, socialismo con sus propias mediaciones o socialismo sin mediaciones. De alguna manera se pueden sintetizar del siguiente modo: ¿Cuáles son las mediaciones tácticas a construir? ¿Cómo erigir un organismo de conducción sociopolítica? ¿Cómo construir una relación orgánica con las demandas de sectores y movimientos sociales? ¿De qué manera se puede materializar un polo de poder independiente ideológica y políticamente respecto del Estado autoritario vigente? Eso marcó los derroteros de su práctica política, al menos en la década siguiente.

Tales interrogantes se sintetizan en la búsqueda y construcción de perspectivas tácticas, de los momentos intermedios y las mediaciones políticas. Por un lado, la lucha armada frontal, bajo una interpretación de la Revolución cubana centrada en el foco guerrillero, impulsada antes de 1968 por el Grupo Popular Guerrillero (1965), el Movimiento Revolucionario del Pueblo (1966) y la Brigada Campesina de Ajusticiamiento del Partido de los Pobres (1967). Ésta fue radicalizada con el asesinato del Che en Bolivia y durante el mo vimiento con el reconstruido Grupo Popular Guerrillero "Arturo Gámiz" (1968) encontró nuevos bríos con una pluralidad de grupos y organizaciones político-militares que -con excepciones- anudaban a la acción armada la transformación de la conciencia social, aun cuando no existieran fuertes lazos sociales orgánicos (Castellanos, 2007). Por otro lado, la construcción de organismos político-partidarios de conducción política dentro y fuera del sistema, sin que eso implicara necesariamente una articulación orgánica con la sociedad. También, la desagregación de las bases del Estado y la construcción de polos de poder societales (autocentrados) y sociopolíticos (articuladores de la lucha política amplia), la cual tenía como presupuesto arraigar en la sociedad a partir de sus necesidades materiales bajo la idea de la independencia ideológica y política respecto del Estado. Finalmente, la construcción de la democracia, de contenido popular o elitista.

Algunas de estas cuestiones desgarraron a los referentes políticos más importantes del momento. Es bien sabido el papel que jugó la radicalización hacia la lucha armada en la separación de una fracción importante de las Juventudes Comunistas y su transformación y recomposición, junto con otras organizaciones político-militares, en la Liga Comunista 23 de Septiembre (LC23S) en 1973, en tanto que el PCM, tras resolver la disolución de las JC en 1974 y la incorporación de esos cuadros como militantes del partido, después del XVI Congreso, reconfiguraba su horizonte táctico en la lucha democrática. Pugnaba, así, por la construcción de una fuerza social de masas como alternativa de poder, insertándose en diversos sectores sindicales, sobre todo en el universitario.

Con independencia del horizonte sociopolítico, numerosos grupos se abocaron a la construcción de estructuras partidarias. Estaba en juego la creación de una conducción política como mediación del proceso de transformación social fuera del sistema político, como organizaciones clandestinas, o de manera abierta, dentro del mismo, bajo el horizonte competitivo electoral. La denominada apertura democrática de Luis Echeverría y la reforma político electoral de 1976-1977, aparejada con la represión selectiva, fortaleció la tendencia hacia la lucha política electoral como única alternativa para una parte de la izquierda, menos interesada en establecer vínculos sociales profundos.

Muy pronto, excomunistas fundaron el Movimiento de Acción y Unidad Socialista (MAUS) en 1970. A partir del Comité Nacional de Auscultación y Coordinación 1971 se fueron formando el Partido Mexicano de los Trabajadores (PMT) en 1974 -bajo la lógica de afiliar, luego educar y concientizar-; el Partido Socialista de los Trabajadores (PST) en 1975, más cercano al PPS, y el Movimiento de Organización Socialista (MOS) en 1974, que se convertiría en el Partido Socialista Revolucionario (PSR) en 1976, el mismo año de la construcción del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) por parte de los trotskistas, en un proceso unitario. El fraude electoral de Nayarit produjo una ruptura en el PPS, que se convirtió en el Partido del Pueblo Mexicano (PPM) en 1977. Luego de escindirse de Línea Proletaria, en 1980, se formó el Movimiento de Acción Popular (MAP). De esa pluralidad de experiencias, el ppm, el MAUS, el PSR, el MAP y el PCM se unificaron en el Partido Socialista Unificado de México (PSUM) en 1981, luego de un periodo de alianza bajo la mira de la competencia electoral de masas (Ortega y Solís, 2012: 29-32; Moguel, 1987: 83-87; Rodríguez, 2015: 80-84; Rodríguez, 1989: 142-155, 179-240).

Complejo fue el proceso de la LCE, pues no devino automáticamente en organizaciones políticas maoístas de tipo único, como se ha planteado (Rodríguez, 2015: 31-40). Tan pronto como se disolvió el CNH, los cuestionamientos a la dirección comenzaron a proliferar. No sólo la Célula Sierra Maestra, también la Sección Magisterial y la 28 de Marzo señalaron la autorreferencialidad del partido en la teorización y construcción orgánica programática, cuando el movimiento había mostrado la necesidad de inserción y articulación social. Las discrepancias se agudizaron de cara a la Primera Asamblea Nacional de la LCE, a celebrarse en 1969, donde la dirección evadía la discusión de los problemas internos para centrarse en la situación de la lucha de clases a nivel nacional. La falta de articulación expresada en la marcha del 1° de mayo terminó por fortalecer las posiciones críticas. Para mediados de 1969 surgió la Seccional Ho Chi Minh, que aglutinó a militantes de las secciones Magisterial, 28 de Marzo, Estudiantil, de la Comisión Política y del Comité Central. Abanderaba la crítica a la construcción previa del partido y del programa, así como al énfasis excesivo en teorizar.

La lucha interna que la dividió oscilaba entre, por una parte, la construcción de un par tido desde los elementos dispersos y la formulación de directrices estratégicas y tácticas sin una relación social orgánica y, por la otra, la exigencia de vincularse al pueblo y articularse con las demandas sociales aportando dirigentes no para la LCE sino para la revolución. Esta última posición, abanderada por la seccional Ho Chi Minh, fue ganando posiciones entre las bases y la dirección impulsando lo que concebía como un proceso de rectificación de la LCE.

La discusión no fue resuelta en el seno de la organización partidaria, por lo que una di rección cuestionada no pudo evitar la disolución a principios de 1972. Los teóricos fueron expulsados y continuaron su actividad intelectual de modo individual en publicaciones como La Causa del Pueblo y proyectos como la Cooperativa de Cine Marginal. Una parte de la LCE se inclinó hacia la lucha armada, la Seccional Cajeme se transformó en la Liga Comunista Cajeme, la Seccional Ho Chi Minh emergió de los restos para continuar no propiamente como una organización política, pues priorizó la inserción social, y quedaron sin articulación orgánica numerosas células (Célula Sierra Maestra, 1969; Secretariado, 1977; Núñez, 2012: 91-110, 147; Enríquez, 2017; Hernández, 2018). Estas dieron lugar a peque ñas agrupaciones que crecieron al calor de la lucha política y de masas en la década de los setenta bajo dos perspectivas: la construcción de organizaciones de masas como momento anterior al partido o bien la construcción dialéctica de un organismo sociopolítico (partido-organizaciones de masas).

El cuestionamiento sobre la articulación sociopolítica durante el movimiento estudiantil tuvo un desarrollo práctico ulterior en la búsqueda de la inserción social orgánica. Hay que señalar que no todas las organizaciones político-militares excluyeron una relación social orgánica. De hecho, las organizaciones maoístas con la estrategia de una guerra popular prolongada consideraron necesaria la construcción de una base social o zonas liberadas como base de un ejército popular para el desarrollo de la guerra irregular, con organizaciones como el Partido Revolucionario del Proletariado Mexicano (PRPM) o el Partido Proletario Unido de América (PPAU). Este último impulsó la toma que dio lugar a la Colonia Proletaria Rubén Jaramillo, reprimida por el Ejército en 1973. La misma perspectiva de involucrarse con el pueblo y ser parte de él estuvo presente en la guerrilla de Lucio Cabañas, lo que la acercó temporalmente con la Seccional Ho Chi Minh hasta la represión de 1974. El recrudecimiento de la represión también fortaleció las posiciones de vinculación de otras guerrillas como la Unión del Pueblo, que los llevó a desarrollar trabajo de articulación en Chiapas (Velázquez, 2018; Harvey, 2018: 18; Núñez, 2012: 158-162; Rothwell, 2009: 111-114). Por otra parte, aunque el PCM construyó un horizonte táctico en este sentido a mediados de la década, ya había sido catalizada de modo relevante por organizaciones po líticas de diversas matrices sociopolíticas maoístas que tenían diferencias respecto del papel de la línea de masas como herramienta de articulación, de trabajo político y de dirección.

Una expresión maoísta buscó articulación social bajo la perspectiva de construcción de poder societal para avanzar del campo a la ciudad. Al calor del movimiento, la Coalición de Brigadas Emiliano Zapata, que publicó el folleto Hacia una política popular (diciembre de 1968), escrito por Adolfo Orive, dio lugar a la estructura sociopolítica conocida como Política Popular a partir de 1969, impulsando un fuerte proceso de inserción social y la estrategia de cercar el centro político desde polos de poder en el campo en el primer lustro de la década de los setenta, hasta su división en Línea de Masas y Línea Proletaria en 1976. De ese proceso surgieron el Frente Popular Tierra y Libertad (Monterrey), el Frente Popular de Zacatecas (FPZ) y los comités de Defensa Popular (CDP-Durango) y Chihuahua (CDP-Ch). Como Política Popular surgieron pequeñas agrupaciones maoístas que no lograron construir un organismo de dirección permanente, como Línea Popular, Servir al Pueblo o los editores de Hoja Popular.

La ausencia de una propuesta de dirección dificultó la articulación del proceso, lo que llevó al societalocentrismo a la construcción de organismos sociales sin un planteamiento político de dirección y estrategia a largo plazo. El caso de Política Popular es esclarecedor por ser uno de los más documentados. Al funcionar desde el inicio como una suerte de confederación de brigadas enfrentó la tensión entre un organismo de dirección centralizada y la descentralización operativa que constituían los equipos de brigadistas. La concepción de Línea de Masas que tenía al inicio el organismo se oponía a las estructuras partidarias, criticando la concepción vanguardista de transmisión lineal de ideas del partido a las masas; consideraba que se debía de partir de los saberes populares, sistematizados y comunicados. No obstante, su funcionamiento práctico en los años de inserción social (1969-1972) fue el de un organismo de dirección cerrada, que analizaba la realidad y líneas estratégicas para plantear, como preguntas, a obreros, campesinos y clases populares sobre sus experiencias en Guerrero, durante la descentralización operativa a partir de Bahía de Banderas, Nayarit, y de la acción simultánea en diversas regiones en Nayarit, Durango, Chihuahua, Monterrey.

La desaparición del mecanismo de centralización política y la intensificación de la des centralización operativa de las brigadas desarrolló una serie de tensiones que se volvieron irresolubles hasta la ruptura. Facilitó el desarrollo autónomo de las brigadas que se transformaron en procesos y organismos particulares. Se dificultó aglutinar a los brigadistas, darles coherencia y una orientación política general compartida, que se tradujo en escisiones como la de Acción Popular Marxista-Leninista (AP-LM) -luego Movimiento Comunista Revolucionario (MCR). Al mismo tiempo, generó una dispersión que se resolvía en lo práctico con el liderazgo de Adolfo Orive, pero que creaba tensión con otros brigadistas con base social. Eso se acentuó con la transformación de la implementación de la Línea de Masas que transfirió la dirección a las asambleas de base de los procesos bajo un principio que refuncionalizaba la concepción maoísta "de las masas a las masas" a la de "de las masas, por las masas, a las masas", lo que implicaba atribuirles a las asambleas el análisis de coyuntura, la formulación de soluciones, discusión y toma de decisiones, para su posterior explicación, así como de la sistematización con apoyo de los brigadistas cuya composición buscó transformarse de estudiantil a una de carácter proletario.

Ese método de dirección generó una contradicción entre los brigadistas con base social que movilizaban y negociaban frente a los funcionarios y la pulsión directiva individual de Orive, con vínculos personales y políticos con el régimen de Echeverría. Fue lo que sucedió con el grupo de Monterrey con el que Orive entró en conflicto a principios de 1976, bajo el discurso de continuidad de asambleísmo como método de dirección, pero sin criticar su liderazgo personal, frente a un proceso que concebía necesario articular procesos decisorios colectivos y de base con procesos de dirección claros. La ruptura de marzo se tradujo en Línea de Masas y Línea Proletaria. La primera se transformó en el Frente Popular Tierra y Libertad (FpTyL) y buscó construir un organismo partidario de dirección junto con otras organizaciones en la Coordinadora Línea de Masas (CLM) a partir de 1978. La segunda buscó un instrumento de centralización, homologación y dirección en una Comisión Permanente General de la Organización (CPGO) -que fracasó a mediados de 1977- y luego la Organización Ideológica Dirigente (OÍD) en 1979. Ninguna de las dos logró resolver la tensión entre la fuerza de las brigadas y los procesos de base con mecanismos de dirección o la construcción de organizaciones de masas y estructuras de coordinación, dejando para después la construcción del partido. El conflicto se resolvió con la ruptura de Línea Proletaria como núcleo y su fragmentación (Puma, 2016; Orive, 2008; Orive y Torres, 2010; Torres, 2010; Mier, 2003: 337-339; Anguiano, 1997: 34; Bennet, 1993; Bracho, 1993; Harvey, 1992; Barbosa, 1984; Línea de Masas, 1980).

En el fondo, ese cúmulo de agrupaciones y tendencias se encontraban cerca de la tesis de una de las partes en disputa dentro de la LCE en términos de la negación de construcción del partido y la afirmación de vinculación social. Aun con el desenlace del movimiento estudiantil-popular, la LCE prefiguró el auge de las luchas populares ante el constreñimiento de las libertades y las posibilidades de la lucha legal frente al autoritarismo. Así, la necesidad de vinculación que ya se expresaba en los primeros años, se fortaleció con la emisión de un documento desde el Comité Central, titulado Notas para una línea de masas actual. Algunas experiencias del movimiento estudiantil. El documento extraía aprendizajes del movimiento articulados con la matriz sociopolítica maoísta, reconociendo la vinculación con el pueblo. Ante la posible emergencia de diversos movimientos sociales, se fortaleció la posición proclive a la vinculación práctica y material con diversos sectores, afirmándose de modo excluyente frente a otras tareas políticas al calor de la discusión interna (Núñez, 2012: 94-110).

Luego de la ruptura de la LCE, la Seccional Ho Chi Minh priorizó el enraizamiento social y la construcción de mediaciones sociales con organizaciones de masas por sobre la consolidación de una estructura partidaria. La Ho Chi Minh dio continuidad y profundizó el trabajo existente entre obreros y campesinos en Ciudad de México, Estado de México, Morelos, Puebla, Oaxaca y Guerrero, con la perspectiva de asistencia técnica, jurídica, médica o de asesoría, considerados como mecanismos de vinculación con el pueblo que el maoísmo planteaba. Dicho organismo -la Seccional- continuó funcionando como parte de una estructura desmantelada y sin dirección central, absolutizó la articulación y quedó atrapada en el asistencialismo y el economicismo, postergando el trabajo político, programático y rechazando el trabajo de sistematización y teorización. Aunque intentó una organización de militantes en 1973 y un ejercicio teórico con el Folleto verde de la misma reunión en Puebla, careció de un horizonte estratégico y de proyecto político. Terminó reducida a la acción de corto plazo, acelerado por la represión sufrida desde 1974 por la relación de apoyo que sostenía con la Brigada Campesina de Ajusticiamiento de Lucio Cabañas. En la clandestinidad se vio atravesada por una discusión interna entre el impulso de la lucha de masas y la construcción partidaria: el sector que rechazó la conformación de una estructura de conducción hizo que sus cuadros se diluyeran en los procesos que participaban tales como la Coordinadora Nacional Plan de Ayala (CNPA), mientras que el otro sector se opuso a su participación en la CLM (1978-1982), para luego fundirse en la Organización de Izquierda Revolucionaria-Línea de Masas (OÍR-LM), a la que también se sumaron cuadros dispersos. (Hernández, 2018; Mier, 2003: 339; Núñez, 2012: 148-180).

Una tercera vertiente se desarrolló en medio de las dos posiciones, tras la disolución de la LCE, la que planteó armonizar la articulación con las demandas y sectores sociales me diante la Línea de Masas como herramienta epistemológica, ética y de construcción política con la recuperación de demandas y la construcción de un organismo de dirección política. Eso se tradujo en una dialéctica partido-organizaciones de masas de construcción sociopolítica clandestina -construyendo el Frente Popular Independiente del Valle de México- que devendría en la Organización Revolucionaria Compañero (ORC) y la estructura abierta de masas que comenzó a crearse en 1981, conocida como el Movimiento Revolucionario del Pueblo (MRP) (Organización, 1981). Dicha tendencia confluyó con los restos de las agrupaciones que se escindieron de Política Popular -AP (LM)- en la década de 1970 y la que constituyó Línea de Masas una vez que se definió la tendencia de construcción de un organismo de conducción política en la CLM y la Coordinadora Revolucionaria Nacional (CRN) entre 1978 y 1982. A unos años de la derrota del principal referente en el SUTERM y el Frente Nacional de Acción Popular (FNAP), la CLM impulsó una nueva ofensiva como parte de sus acuerdos: el proceso de construcción de las grandes coordinadoras de masas en los sectores campesino y de colonias populares que decantó en la CNPA y la Coordinadora Nacional del Movimiento Urbano Popular (Conamup).

La construcción de un polo de poder social o sociopolítico tenía como fundamento la independencia ideológica y política. Como tesis política databa de las reflexiones de Revueltas y como táctica se generalizó en el proceso de desagregación de las bases sociales históricas del Estado autoritario en la ofensiva de la izquierda. Tras el movimiento estudiantil, arrancaría con los ferrocarrileros, donde la LCE tenía una presencia importante. Más tarde, quien asumió el papel fue una izquierda tradicional ligada a la Tendencia Democrática (TD) del Sindicato Único de Trabajadores Electricistas de la República Mexicana (SUTERM) como cabeza que propugnaba por dicha independencia política y un proyecto nacionalista revolucionario, hasta ser derrotado con la intervención militar en 1976. Producto de ese mismo impulso fue el ascenso de las coordinadoras sectoriales CNPA y Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) en 1979, así como la Conamup (1982) y la Coordinadora Sindical Nacional (Cosina).

Pero esa independencia se construyó en una lucha política constante contra el Estado autoritario, en el proceso de reestructuración capitalista, bajo una lógica de confrontación defensiva que alcanzó un límite. La creación de las grandes coordinadoras desde fines de la década de los setenta inauguró una coyuntura producida por la izquierda que se extendió hasta 1984. Por la embestida represiva adquirió un carácter marcadamente defensivo con la denuncia de la guerra sucia, que no sólo se reducía a las organizaciones político-militares, con el Frente Nacional Contra la Represión (FNCR) en 1978. También por la ofensiva de la reestructuración capitalista con iniciativas como el Comité Nacional en Defensa de la Economía Popular (CNDEP) y el Frente Nacional en Defensa del Salario y Contra la Austeridad y la Carestía (FNDSCAC), así como la ofensiva de las huelgas de mediados de 1983. Los paros cívicos bajo el impulso de la Asamblea Nacional Obrero Campesina y Popular (ANOCP) de finales de ese año y de mediados del siguiente dieron cuenta de la capacidad y limitaciones de confrontación bajo la lógica de la movilización constante. El desarrollo posterior es historia sabida: la retirada de la izquierda, debilitada y menguada en sus vínculos sociales, y la reorientación de sus esfuerzos hacia la competencia electoral, abierta con la reforma política de 1977, con vistas a las elecciones de 1988 (Anguiano, 1997: 55-116; Moguel, 1987: 58-65; Modonesi, 2003).

Lo anterior no significa que la izquierda careciera cabalmente de una alternativa política. Desde el comienzo, el movimiento estudiantil-popular tuvo un carácter político al enarbolar demandas que ponían en tela de juicio el carácter autoritario del Estado vigente. Propugnó en la práctica por una forma distinta de hacer política y de ejercer la democracia desde la base. El papel del movimiento no se redujo a abrir la brecha para el tránsito a una democracia bajo el canon elitista, como comúnmente se afirma al volver a ese pro ceso de manera teleológica (Semo et al., 1993). Al contrario, planteó una forma de articular mecanismos de participación democrática directa con mecanismos de representación y dirección política que mantenían vivo al movimiento desde abajo con la lucha por libertades democráticas elementales (Jardón, 1998). Esa experiencia se tradujo en las propuestas de autogestión académica -en deuda con Revueltas- que a partir de 1971 cristalizaron tanto en los autogobiernos y cogobiernos universitarios, como en las prácticas democráticas de base de los procesos sociales impulsados por la izquierda.

No por ello dicha tendencia se convirtió en la dominante, pues la izquierda no llegó a desarrollar un proyecto democrático alternativo al vigente. Se identificó la democrati zación con la democracia elitista vigente, la recuperación de libertades democráticas y la construcción de partidos políticos de competencia electoral. La izquierda equiparó una política de masas democrática con la democracia de masas bajo el régimen electoral competitivo, cuyos avances no por ello dejan de ser menos importantes. Las discusiones, a partir del movimiento, que oscilaban entre socialismo en el presente y la de un punto interme dio democrático (popular o burgués) se inclinaron lentamente por la lucha por libertades democráticas y por una participación bajo el sistema electoral vigente, proceso que se aceleró con la reforma de 1977 y luego de la derrota de 1984. La izquierda dejó de impulsar procesos de base y democráticos alternativos para quedar subsumida en la competencia electoral, aparejada a su crisis ideológica con la renuncia al socialismo y la asunción de un nacionalismo revolucionario fincado en la reactualización del mito cardenista proyectado y encarnado en Cuauhtémoc Cárdenas (Anguiano, 1997: 93-116; Modonesi, 2003). Cuando el resto de la izquierda se retiraba de la articulación popular, expresiones como las Fuerzas de Liberación Nacional (FLN), que tenían como perspectiva la construcción de un núcleo guerrillero en aras de formar un ejército popular, sistematizaron y plantearon conscientemente la necesidad de vinculación (FLN, 2018). Este otro proyecto emergió de diversas formas en los años siguientes hasta el levantamiento zapatista, luego de materializar la vin culación planteada por las FLN.

Epílogo. A medio siglo, ¿qué con el 68 y con la izquierda?

Medio siglo hace desde aquel verano en que comenzó el movimiento estudiantil-popular. En el transcurso de ese periodo no ha sido posible subsumir el proceso bajo una lógica legitimadora del régimen político dominante, en tanto el desarrollo que ha tenido desde entonces ha exacerbado su dimensión coercitiva y violenta, ahora con un Estado penetrado no sólo por grandes intereses económicos nacionales y transnacionales, sino incluso actores de la esfera económica criminal, como la del narcotráfico. El asesinato y desaparición de estudiantes de la Normal Rural "Raúl Isidro Burgos", de Ayotzinapa, ha dado cuenta de esa interpenetración. En la academia es donde han proliferado reflexiones y actividades conmemorativas con múltiples foros, coloquios, congresos, seminarios, libros y artículos como éste, a fin de comprender las múltiples dimensiones del fenómeno en los ámbitos local y global. Desde aquel año de 1968, cada 2 de octubre la izquierda organiza una gran movilización conmemorativa a modo de protesta por el crimen perpetrado por el Estado. Pero las interrogantes que entonces planteó tienen relevancia para la práctica política actual y nos permiten escudriñar brevemente qué es de la izquierda hoy día.

El socialismo ha dejado de ser el horizonte utópico para una parte importante de la iz quierda mexicana. Sabemos bien que no se debió únicamente a procesos endógenos, como la renuncia expresa de las organizaciones políticas en su búsqueda de un proyecto nacional y la emergencia del neocardenismo. También incidieron la recomposición de la hegemonía estadounidense en el subcontinente no sólo en términos militares, desde la invasión a Panamá (1989), sino también por la promoción de un modelo democrático restringido, tras el fin de las dictaduras. A ello se suma la derrota del proceso revolucionario dirigido por el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua, el fin de los procesos revolucionarios en Centroamérica ante la inexistencia de condiciones para continuar la lucha armada y, finalmente, la implosión del bloque soviético. Hoy día existen dos grandes polos de la izquierda: por un lado, uno no propiamente anticapitalista sino apenas antineoliberal en el discurso, aunque en la práctica precise de un programa eminentemente redistributivo y conciliador; por otro lado, un bloque anticapitalista plural y fragmentado.

Uno de esos polos data del bloque unificado en 1988 para participar de la lucha electoral, que contendió este año electoral (2018) por sexta ocasión por la Presidencia de la República. Sin embargo, durante esos treinta años el espacio político erigido en el Partido de la Revolución Democrática (PRD) en 1989 se ha desgastado, arrastrando tensiones relativas a su liderazgo, la política clientelar y el distanciamiento de las luchas y movimientos sociales. Aunque tuvo momentos de encuentro con la otra vertiente de la izquierda, es conocido el distanciamiento por su participación en la aprobación de la Ley sobre Derechos y Cultura Indígena (2001) que contravinieron los Acuerdos de San Andrés (1996) y la acusación de división a la apuesta política del zapatismo que constituyó la Otra Campaña (2005-2006).

En lo que va del siglo XXI se ha agudizado la desintegración de dicho polo de izquierda; sus cuadros y organizaciones sociales salieron del organismo para ejercer una política independiente, a la par que ganaba espacios un segmento político dispuesto a pactar por la implementación de las reformas estructurales profundizando el modelo neoliberal (2012) e impulsando una alianza electoral con la derecha en 2018.

A partir de la ruptura en el PRD se ha conformado un nuevo polo de la izquierda de competencia electoral: el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena). Opera como partido y movimiento de competencia electoral, con poco interés en una articulación social orgánica con el conjunto de los movimientos sociales. Su iniciativa se ha reducido a un nivel formal, orientado a la obtención del voto en los comicios o la defensa del voto. Ello le ha restado hegemonía cuando ha tratado de encabezar luchas como la defensa del petróleo frente a los intentos de privatización. Dicho partido-movimiento da continuidad a los esquemas de liderazgo personal que el PRD tuvo en su origen, sin promover un proceso democrático de base. Desde luego, esa izquierda no es homogénea, pues se ha articulado para fines electora les con segmentos conservadores, como el Partido Encuentro Social (PES), y con una parte de la izquierda surgida en 1968 y organizada en el Partido del Trabajo (PT) desde la década de 1990. En su apertura ha incorporado a actores y organizaciones sociales otrora perredistas y de diverso signo político de los partidos en descomposición, incluso de la derecha.

Hoy ese polo ha conquistado no sólo el Poder Ejecutivo, sino que ha transformado en apariencia la cartografía política del país, con mayoría absoluta en el Congreso, ganando también espacios de poder a nivel estatal y local. Llega alimentada de inconformidad social de los sectores y de las expectativas de transformación social del país, luego de lustros de descomposición social bajo el modelo económico neoliberal capitalista y del estado de guerra interno bajo la lucha contra el narcotráfico, pero en condiciones objetivas de debilitamiento del conjunto de las fuerzas de izquierda que la obligan a sujetarse a los límites estructurales. Frente a la descomposición del sistema de partidos electorales, se ha erigido en una posibilidad de recomposición de la élite política, ha dado una bocanada de aire fresco a las instituciones electorales y plantea la posibilidad de resolver las contradicciones económicas generadas por el modelo económico. La ambigüedad de su discurso durante la campaña electoral, cambiante de acuerdo con el interlocutor, hace difícil prefigurar la dimensión de los cambios que pueda impulsar, más allá de los límites que ya se encuentran fijados por la lógica de funcionamiento del capitalismo, por los grandes intereses económicos transnacio nales y nacionales, por las propias instituciones, así como por los compromisos contraídos nacional e internacionalmente.

En el polo anticapitalista plural, fragmentado y contradictorio, parece encontrarse la impronta del movimiento estudiantil-popular de 1968, en particular en el EZLN, y las co munidades de base en Chipas y el Congreso Nacional Indígena (CNI). Dichos organismos han recogido las experiencias y cuestionamientos de medio siglo, no sin contradicciones y bajo el acecho constante de maniobras contrainsurgentes, paramilitares y de hostigamiento permanente por parte de poderosos intereses económicos formales e informales. El zapatismo y los pueblos del CNI aspiran a un proceso de enraizamiento social mediante una articulación que no se reduce a lo formal y a los tiempos electorales, sino que es material y se construye desde abajo, en la clandestinidad desde 1983 y públicamente desde 1994. No es este el lugar para recuperar a detalle el recorrido seguido por los zapatistas y los pueblos organizados en el CNI. Baste señalar que han avanzado en la iniciativa política de construir un organismo de conducción en el Concejo Indígena de Gobierno (CIG), articulando la par ticipación de base con mecanismos de representación mandatada. Han construido a lo largo de décadas un poder material de los de abajo que ha incorporado, no sin contradicciones, no sólo a pueblos indígenas, sino a múltiples actores, sujetos, identidades, organizaciones, para desmontar el poder vigente.

No obstante, es preciso señalar que ninguna expresión de la izquierda ha logrado construir un proyecto político nacional. Los polos de la izquierda de medio siglo que hemos analizado expresan dos tácticas que se desarrollan por rumbos separados: por un lado, ejercer el gobierno -aun con las limitaciones estructurales que el sistema-mundo capitalista implica- y, por el otro, la construcción de un bloque de poder sociopolítico alternativo desde abajo, autónomo e independiente política, ideológica y orgánicamente. Cada una plantea soluciones distintas en términos de las mediaciones y de los nuevos desafíos a resolver en la práctica política en los próximos años. Vivimos tiempos decisivos en ese sentido, con el escenario abierto a partir de la conjunción en el tiempo de la conquista del poder administrativo del Estado por un polo y la ofensiva desde abajo del otro. Habrá que ver si el resultado será la convergencia que impulse el protagonismo popular o si se enfrentarán las tensiones que han experimentado los gobiernos progresistas latinoamericanos en relación con los movimientos sociales y fuerzas políticas no gubernamentales. El calado de la transformación está por atestiguarse.

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1No me refiero aquí a la concepción idealista del régimen político de Mathias y Salama (1986) como forma de existencia y manifestación del Estado -restringido a la sociedad política-, en la que esta última es algo abstracto y lo primero lo concreto, como si la idea de Estado se desdoblara en el fenómeno concreto de régimen político. No es éste el espacio para agotar la discusión, pero interesa puntualizar que por régimen político se entiende la forma concreta que adquiere la relación Estado-sociedad civil en un determinado momento histórico. La manera en que la sociedad política pretende regular dicha relación nunca es absolutamente autónoma y siempre se refiere al consenso o a la resistencia proveniente de diversos actores de la sociedad civil: clases sociales, actores, sujetos, etc. En suma, es producto de la relación de fuerzas existente en un momento histórico determinado.

2Entiendo el proyecto sociopolítico como una estructura de significado con un telos político para la sociedad que oriente la acción política singular y colectiva, que va más allá de las formulaciones programáticas, tal como ha sido definido por Dagnino, Olvera y Panfichi (2006: 29, 41-42).

3Arturo Vélez era miembro del Comité Central de la Liga Comunista Espartaco y de la Célula Sierra Maestra.

4J. Rodrigo Moreno Elizondo es licenciado en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y maestro en Historia Moderna y Contemporánea por el Instituto de Investigaciones "Dr. José María Luis Mora". Es doctorante en el Posgrado de Ciencias Políticas y Sociales en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Sus indagaciones se han centrado en el cruce de los estudios culturales y políticos. En los últimos años ha enfocado su atención en los procesos de construcción de poder popular en América Latina. Es autor de El nacimiento de la tragedia. Orden cívico, criminalidad y protesta popular en las fiestas de la independencia. Ciudad de México, 1887-1900 (2015).

Recibido: 11 de Junio de 2018; Aprobado: 06 de Julio de 2018

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