¿Qué es la memoria política sino la continuidad de las insistencias, las reiteraciones,
las certezas fulgurantes de logro o derrota, el amor a las vivencias que
al evocarse suscitan ideas de nobleza propia y monstruosidad ajena?
Carlos Monsiváis
Introducción
¿Cómo fue la participación de las mujeres durante el movimiento estudiantil de 1968? ¿Cómo es la movilización feminista ahora, cincuenta años después? ¿Cuál es el vínculo entre el ayer y el hoy? Mucho se ha escrito sobre la dinámica política del movimiento y varios líderes han transmitido su visión sobre el proceso político y sus vicisitudes personales durante su encarcelamiento. En cambio, muy pocas de las participantes han puesto por escrito la forma en la que el 68 impactó sus vidas, sus relaciones y su trayectoria política,1 y es hasta fecha muy reciente cuando ha surgido una crítica sobre la ausencia de testimonios y reflexiones en torno al papel crucial que jugaron las mujeres durante y después del movimiento.
En estas páginas, en la primera parte, el cuestionamiento que se ha hecho a la ausencia de reflexiones sobre la participación de las mujeres en la mayoría de los primeros textos sobre el movimiento estudiantil, en especial los escritos por los líderes; en la segunda parte doy cuenta del giro “políticamente correcto” que algunos autores han dado posteriormente y también registro actitudes feministas poco conocidas de algunas mujeres durante el movimiento. Por último, en la tercera sección esbozo la actual forma de movilización feminista que, en un contexto de brotes aterradores de violencia, ha desarrollado una forma creativa de organización con autonomía y alianzas.
El activismo femenino: no sólo cocinar
Dado la poca presencia política de las mujeres en el contexto de la época, resulta lógico que dicha escasez también se reprodujera en el movimiento. En su análisis sobre los liderazgos en los movimientos sociales, Morris y Staggenborg (2007) concluyen que es muy común que éstos tengan un rostro masculino, ya que el nivel de desigualdad de género en la comunidad a la que pertenecen los activistas es uno de los principales determinantes de la falta de mujeres en los niveles altos de liderazgo (2007: 176). Entonces, no es extraño que dado el contexto cultural machista de la década de 1960, la gran mayoría de los líderes que luego contarían sus historias hayan sido varones.
Sin embargo, al releer hoy lo que se publicó justo después del 68, se puede vislumbrar la presencia de las mujeres como participantes comprometidas. En lo que fue el primer libro que abordó parcialmente el 68, Días de guardar (1970), Carlos Monsiváis transmite elementos del ambiente cultural previo y posterior a la matanza de Tlatelolco y mezcla la crítica política devastadora con su irónica mirada sobre una sucesión de acontecimientos artísticos y sociales. Son escasas sus referencias directas a las mujeres, exceptuando alusiones generales, como documentar el dicho de “las muchachas primero” en la retirada del Zócalo luego de la “Manifestación del Silencio (2017: 263) o la inevitable mancuerna de hablar de “padres y madres de familia” (2017: 301). También nuestro escritor registra a “mujeres hincadas rezando” (2017: 297) y menciona “el llanto diferenciado de las mujeres” (2017: 302). Recuerda que “Una mujer anónima increpa a un general elevado sobre un tanque” (2017: 339) y refiere que “Mujeres enlutadas (madres, hermanas, parientes de estudiantes muertos o desaparecidos) desfilan por el centro de la ciudad y hablan frente a la Cámara de Diputados” (2017: 339). Hace una sobria y conmovedora descripción de la madre de un estudiante asesinado, su hijo único, en el Casco de Santo Tomás (2017: 341). Pero será mucho después, en El 68. La tradición de la resistencia, publicado en 2008, donde Monsiváis desarrolle más ampliamente su visión del movimiento estudiantil y donde dé cuenta de varias formas de participación femenina, que comentaré más adelante.
En La noche de Tlatelolco (1971) aparece un amplio rango de mujeres involucradas en el movimiento. Con el tino y la delicadeza que la caracterizan, Elena Poniatowska nos presenta un ensamble de las voces de líderes estudiantiles, estudiantes y otros participantes, como obreros y burócratas, e incluye testimonios de 103 mujeres, de distintas edades y condiciones sociales: estudiantes (UNAM, IPN, Ibero), maestras (normalistas y de primaria), madres de familia (las más numerosas), funcionarias universitarias y públicas, directoras de servicios, habitantes de Tlatelolco, además de las dos líderes conocidas (la Tita y la Nacha), la esposa de Eli de Gortari y la China Mendoza (escritora y habitante de Tlatelolco). Poniatowska registra palabras llenas de dolor, como las de Celia Castillo de Chávez, quien en la explanada de la Ciudad Universitaria, el 31 de octubre declara: “Me han matado a mi hijo, pero ahora todos ustedes son mis hijos”, y también transmite participaciones geniales, como las de la actriz Margarita Isabel, quien armaba sketches teatrales en los mercados para hacer que los espectadores se involucraran y discutieran. La noche de Tlatelolco es un relato que conmueve y muestra la amplitud de la participación femenina y la conmoción compartida que significó el movimiento estudiantil.
Sin embargo, en los textos de los líderes la variedad de la participación femenina apenas se esboza. En Los días y los años (1971), el relato autobiográfico de Luis González de Alba, algunas compañeras están intercaladas en sus recuerdos: María Elena, Selma, Marjorie, Alcira, Alma, Marcia y la Tita. Él registra “los gritos de las mujeres” (1971: 10) y le llama la atención que las muchachas tomen la palabra con más frecuencia que los hombres para dirigirse a los soldados (1971: 131). Luego de comentar que María Elena y Selma traían a la cárcel diariamente de comer, González de Alba relata cómo “en vista de que varios conocidos recibíamos todos los días comida para una persona, decidimos organizar a las familias para evitarles tanto trabajo” (1971: 162). No obstante estas menciones, no registra otras formas de acción de las mujeres. Otro líder, Gilberto Guevara Niebla, publica veinte años después La democracia en la calle. Crónica del movimiento estudiantil mexicano (1988), donde habla todo el tiempo en ese masculino genérico que, en castellano, subsume a las mujeres: “los estudiantes”, “los participantes”, “los manifestantes”, “los universitarios”, “los politécnicos”, “los compañeros”. Al analizar la riqueza social del movimiento, habla de los sectores sociales (empleados y obreros) y de los grupos civiles (profesores, intelectuales, artistas, empleados públicos, profesionales, eclesiásticos, obreros, campesinos y hasta empresarios), pero solamente menciona a las mujeres como “las amas de casa” que asistieron al mitin en Tlatelolco (1988: 43).
Este tipo de omisiones llevaron a Deborah Cohen y Lessie Jo Frazier, historiadora y antropóloga estadounidenses, respectivamente, a revisar las coincidencias y divergencias que aparecen en los relatos de hombres y en los de mujeres que participaron en el 68. A ellas, que conciben a nuestro movimiento estudiantil como una lucha que impulsó la participación ciudadana en un sentido muy general, pero que también tuvo características específicas, les preocupaba que en muchos de los primeros textos publicados se dejaba en la sombra la participación de las mujeres en la base, lo que menoscababa una comprensión integral de la acción histórica. Convencidas de que fue la participación masiva de la población la que hizo tan poderoso y amenazante al movimiento a los ojos del Estado, estaban sorprendidas de que la versión “oficial” a cargo de los líderes no registrara a cabalidad la dimensión de la participación de las mujeres. Según ellas, la versión de los dirigentes varones había llegado a convertirse en el lente a través del cual se interpretaba y evaluaba el 68. Por lo que se propusieron investigar el papel que habían tenido las mujeres involucradas en ese entonces.
Cohen y Frazier vinieron a México en 1989 y entrevistaron a más de 60 mujeres que habían participado en el 68,2 registraron qué recordaban y cómo habían vivido el movimiento. La variedad de las entrevistadas incluyó:
[… ] estudiantes universitarias en diversas facultades de la UNAM, en el Instituto Politécnico Nacional, en la Escuela Nacional de Antropología y en las universidades de provincia; estudiantes más jóvenes tanto en escuelas mixtas como en las exclusivamente femeninas; mujeres que vivían en los conjuntos habitacionales, principalmente en Tlatelolco, activistas de partidos políticos, incluyendo a la Juventud Comunista, hijas de refugiados europeos, abogadas de prisioneros políticos, mujeres que se preparaban para trabajar en la Olimpiada de 1968, maestras a nivel secundario y universitario, funcionarias universitarias, madres de estudiantes, prisioneras políticas, artistas, activistas sociales, miembros del CNH y profesionistas: psiquiatras, periodistas, antropólogas (Cohen y Frazier, 1993: 80).
Los testimonios que ofrecen las autoras resultan sorprendentes y dan nuevos elementos no sólo para calibrar la actuación femenina en el 68, sino también para comprender aspectos de la dinámica del movimiento estudiantil:
La verdad es que yo hacía lo que quería. Seguía a la policía a las tres de la mañana, manejaba un camión, dirigí a 60 muchachos armados con palos para que protegieran a uno de los líderes del movimiento [… ] No consideré mi participación en el 68 limitada a un papel o rol tradicionalmente femenino. (A) pesar del hecho de que estaba en la cocina, a pesar de que iba a recoger comida [… ] eso era lo que hacíamos todos, todos aquellos que no éramos líderes, mujeres y hombres (Mariana, estudiante de la Facultad de Ciencias) (Cohen y Frazier, 1993: 75).
Sin plantear una experiencia femenina colectiva, pues cada una de las entrevistadas tenía una historia distinta, Cohen y Frazier entrevén un “diferencial de participación” (1993: 81). Ellas consideran que las mujeres se integraron igual que los hombres en todos los niveles del movimiento: la gran mayoría en las brigadas, menos en las asambleas y pocas en el Consejo Nacional de Huelga (CNH). Aunque todas las entrevistadas se refirieron a las brigadas como la estructura democrática organizativa del movimiento, algunas estaban conscientes de su escasa experiencia política y se sentían inseguras al hablar en las asambleas. Muchas comentaron que los varones las presionaban para que permanecieran en los papeles tradicionales o que las hacían sentir incómodas. Pero, sobre todo, muchas se comprometieron con el movimiento en la tarea sustantiva de organizar las comidas:
El proporcionar las comidas permitía un funcionamiento efectivo y creciente. Además, las horas de comida servían para dar energía y fortalecer la lucha. Cientos de estudiantes regresaban de sus actividades nocturnas, matinales o vespertinas y eran recibidos con una comida caliente y un lugar donde nutrir no solamente su cuerpo, sino su espíritu (Cohen y Frazier, 1993: 82).
Hacer las compras, cocinar y limpiar después, fueron tareas laboriosas consideradas “trabajo de mujeres”. Y fueron indispensables. Jaime García Reyes declara:
[… ] para el 23 de septiembre, las escuelas se habían transformado para muchos de nosotros, en nuestras casas, sobre todo los que veníamos de provincia. Comíamos y dormíamos. Todo giraba en torno a las escuelas [… ] Siempre teníamos comida en abundancia (Bellinghausen e Hiriart, 1988: 88).3
También Cohen y Frazier registran que otras mujeres desecharon ese papel, pues preferían hablar en los mercados y en los autobuses, ya que descubrieron que eran buenas para comunicarse con la gente. Algunas reformularon la propaganda política, modificando los mensajes “intelectuales” para que se entendieran, haciendo “pequeños cuentos”, incorporando mitos populares y dichos mexicanos (Cohen y Frazier, 1993: 85). Muchas estuvieron en las guardias nocturnas, lo que les significó muchos problemas con sus familias. Y porque su condición femenina las hacía menos sospechosas, varias fueron mensajeras y engañaban a la policía. Las jóvenes de clase alta usaban sus coches. Y después del 2 de octubre empezó una nueva etapa: las mujeres se organizaron para visitar a los presos, hacer colectas, llevarles libros, comida, etc.
En 1993, Cohen y Frazier publican sus reflexiones junto a esos testimonios en un primer artículo titulado “No sólo cocinábamos… Historia inédita de la otra mitad del 68”. Su propósito no fue tomar las experiencias de las mujeres como un complemento de la historia oficial ni obtener “una perspectiva de las mujeres”, sino ganar una mirada más completa sobre lo que ocurrió. Algo que para ellas resultó muy significativo fue que la mayoría de las mujeres que entrevistaron coincidía con la opinión de historiadores y analistas políticos varones acerca de que la participación femenina no había influido mayormente en el curso del movimiento. La mayoría de las entrevistadas no consideraba que su participación mereciera un estudio histórico, aunque todas señalaban que el 68 había cambiado profundamente su vida. Yo fui una de las 60 entrevistadas y ese fue mi caso: juzgué mi participación como insignificante al mismo tiempo que reconocí que el 68 había cambiado mi vida.4
“No sólo cocinábamos” pone la atención sobre lo diverso de la participación femenina y destaca cómo la preparación de la comida hizo posible que el movimiento se sostuviera. Dar de comer implicaba reunir dinero, ir al mercado, preparar alimentos, limpiar y volver a empezar. Esa actividad de las mujeres, que proveyó el apoyo material y emocional a los brigadistas, es un trabajo que hasta la fecha pasa desapercibido. Bert Klandermans (2007), psicólogo social holandés que analiza las distintas formas de participación en los movimientos sociales, destaca el tiempo y el esfuerzo que se invierten como dos importantes dimensiones que sirven para distinguir niveles y formas de participación (2007: 362). En el movimiento, el tiempo y el esfuerzo que tomó alimentar a cientos de brigadistas fue parte de lo que se califica como “trabajo emocional”, que es elemento constitutivo del mandato cultural de la feminidad.5
Entre los mandatos de género de nuestra cultura, el de la feminidad implica abnegación que, como bien dijo Rosario Castellanos en su discurso de 1971, es una “virtud loca” (2006). Ese mandato cultural, que se construye subjetivamente como responsabilidad individual, en el caso de las mujeres del 68 se volvió una eficaz intervención política. Valorar lo que representó alimentar a los brigadistas lleva a recordar la apreciación de Norbert Lechner (2006) sobre la importancia del vínculo entre la sociabilidad cotidiana, los afectos y la política. Las emociones no son solamente estados psicológicos, sino también prácticas sociales y culturales que inciden en la vida pública (Ahmed, 2004). Las emociones circulan en una economía afectiva que tiene resonancias públicas y, en las ciencias sociales, el llamado giro afectivo explora el efecto que éstas producen en la sociedad, pues con su irrupción son en sí mismas capaces de alterar la esfera pública. Alimentar, cuidar, escuchar, requieren tiempo y esfuerzo, y el trabajo emocional/nutricional de las mujeres jugó un papel no sólo durante el movimiento sino también después, luego de la masacre de Tlatelolco, cuando muchas continuaron proveyendo el apoyo material y emocional a los presos y a sus familias.
La visibilización de las mujeres
En 2001 Cohen y Frazier asisten al Seminario Nacional Movimientos Estudiantiles Mexicanos en el siglo XX (UNAM), donde participan cuatro líderes prominentes del 68. A partir de esa experiencia reelaboran su primer artículo de 1993 y en 2003 publican en inglés lo que en 2004 aparecerá como “México 68: hacia una definición del espacio del movimiento. La masculinidad heroica en la cárcel y las ‘mujeres’ en las calles”.6 En este texto las autoras amplían y profundizan su interpretación anterior desde la perspectiva de mostrar cómo “el género forma parte de la cultura política” (Cohen y Frazier, 2013: 87). Para entonces el clima social ha cambiado y la conciencia de género (aunque sea en su versión de lo “políticamente correcto”) ya tiene un lugar en la vida cultural y política de México. Halbwachs argumenta que el ser humano “evoca sus recuerdos apoyándose en los marcos de la memoria social” (2004: 336) y esos marcos son un conjunto de puntos de referencia que también aluden al “medio” social de donde surgen. Así, veinte años después del resurgimiento feminista en nuestro país, el medio social -al menos el político-intelectual- ya ha sido influido por el reclamo feminista de inclusión, lo que pondrá los ojos de muchos en la participación de las mujeres, que será entonces más reconocida.
A manera de ejemplo, en 1991 se publica el libro 68, de Paco Ignacio Taibo II, donde el autor reflexiona:
Ser mujer en el 68 no era mala cosa. Era para miles de compañeras, la oportunidad de ser igual. El 68 era previo al feminismo. Era mejor que el feminismo. Era violentamente igualitario. Y si no lo era, podía serlo. Un tipo, una tipa, un voto, un bote de colecta, un montón de volantes, un riesgo. Eso, de entrada, poco importaba si tenías falda o pantalón. Y ser hombre en el 68 era mejor, porque existían esas mujeres (Taibo II, 1991: 49).
Este libro tiene un capítulo titulado “Mujeres y colchones”, donde Taibo II hace alabanzas: “Las mujeres eran maravillosas. Eran guapas, guapísimas. Paseaban su indiscutible belleza con desenfado y sin cosméticos” (1991: 49), y también critica a los varones:
[Las mujeres] tenían mayor sentido de lo cotidiano, eran menos limitadas que uno. Y además podían reírse, y tú hacerte eco con ellas si algún primate decía que “las compañeras no podían salir a pintar en las noches”. Éramos tan endiabladamente iguales y diferentes. Seguro habría algún pendejo que quería que ellas organizaran la cocina del café en la Facultad, pero seguro alguno menos pendejo diría que ese era trabajo de todos (Taibo II, 1991: 50).
Pero Taibo II también registra el ambiente opresivo de la época:
Las mujeres contaban historias familiares con furia, historias de terribles guerras por su igualdad que atestiguaba un moretón en el brazo. Combates por la media hora más, el derecho a la ciudad nocturna, el trágico descubrimiento de la ruedita de anticonceptivos. Y cada una se ganaba doblegando a gritos y amenazas de abandono de hogar a madres recalcitrantes, abuelos retrógrados, padres protopriistas (Taibo II, 1991: 51).
Otras narraciones también consignan esas batallas y distintas formas de ganarlas. Elaine Carey (2016) relata que cuando entrevistó en 1996 a Carmen Landa, le contó que sus jóvenes compañeros varones simplemente asumían que las mujeres no participarían en las guardias. Y aunque sus compañeros inicialmente rechazaron sus esfuerzos por quedarse a las guardias, finalmente Carmen logró ser aceptada porque era la única que sabía cómo manejar el mimeógrafo. Carey señala: “Ella fue aceptada de mala gana a condición de que les enseñara a usar esa máquina” (2016: 95).
Chicas y mujeres activas y valientes surgen en varios relatos. Cohen y Frazier registran la existencia de brigadas integradas únicamente por jóvenes pertenecientes a escuelas de matrícula sólo femenina y señalan que “las estudiantes de escuelas exclusivas para mujeres tendían más a tener una participación activa en las reuniones estratégicas e ideológicas, que las provenientes de escuelas mixtas y que colaboraban en brigadas mixtas” (Cohen y Frazier, 2003, en Laguardia, Lloyd y Pérez, 2013: 101).7
Como la responsabilidad de organizar y llevar a cabo las intervenciones diarias era dejada en manos de las miles de brigadas, preponderantemente estudiantiles y en gran medida autónomas, sus integrantes decidían las actividades diarias que realizarían para llevar el movimiento a las calles. La mayoría eran informativas y muchas funcionaban como brigadas “relámpago”: subíamos a un camión y mientras uno de nosotros “echaba el rollo”, los demás repartíamos volantes y boteábamos. Había veces que los pasajeros nos aplaudían en señal de solidaridad e incluso nos daban dinero. Pero también hubo intervenciones más creativas. En mi escuela, la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH), la brigada “Miguel Hernández” (integrada por más mujeres que hombres) decidió que, en vez de mimeografiar volantes con el pliego petitorio, se copiarían poemas, y fue así que muchas veces salió a repartir poemas. Mariángeles Comesaña cuenta que en los mercados la gente les decía: “Aquí no aparece lo que piden los estudiantes”, a lo que respondían, con una seguridad inobjetable: “Léalo usted bien y verá que sí. Ahí dice muy claramente lo que pedimos los estudiantes” (Comesaña, 2008: 73). Entonces, organizaban de inmediato un mini-recital y se daban vuelo leyendo los poemas impresos en los volantes.
Aunque la participación de las mujeres en el 68 no se asumió “feminista”, sí conllevó un despertar libertario, que cuestionó en la práctica varios usos y costumbres de género. Un ejemplo divertido y elocuente de esta especie de feminismo espontáneo me lo relató la poeta Mariángeles Comesaña, integrante de la brigada “Miguel Hernández” de la ENAH. Una de sus compañeras de brigada decidió que era muy importante entrar a las cantinas, “pues cómo era posible que hubiese un espacio en la Ciudad de México que estuviera prohibido para las mujeres”. Así, un grupo de chicas entraban rapidísimo, entregaban los volantes mientras los meseros o el encargado les decían: “Sálganse, sálganse, no pueden estar aquí” y los borrachitos gritaban: “¡Déjenlas que se queden!” (Comesaña 2018). Acabar con la prohibición de que las mujeres entraran a las cantinas fue, años después, una reivindicación feminista que se logró hasta 1981 y no sin algunos incidentes violentos.
Treinta años después, desde una visión cosmopolita, Jorge Volpi (1998) analiza la controvertida participación de Elena Garro (quién “denunció” que en el 68 varios intelectuales estaban involucrados en un “complot” contra el gobierno) y, con su perspectiva marcadamente literaria, registra a otras escritoras que se pronunciaron respecto del 68. El escritor divide La imaginación y el poder en varios actos, como una obra teatral, y en el “cuarto acto”, titulado “Los filósofos de la destrucción”, Volpi cita textos o declaraciones de Rosario Castellanos, María Luisa La China Mendoza, Julieta Campos, Nancy Cárdenas y de Elena Garro y su hija, Helena Paz. En el “quinto acto”, “La conjura de los intelectuales”, Volpi analiza las impactantes declaraciones de Elena Garro y recuerda a otras intelectuales que escribieron sobre el movimiento estudiantil o que participaron y fueron acusadas de estar en “la conjura intelectual”, como Leonora Carrington y Neus Espresate.
Pero es Monsiváis quien, cuarenta años después,8 al analizar los fenómenos más decisivos de 1968 a 2008, citará como un elemento fundamental “el impulso del feminismo que no sin grandes trabajos modifica las jerarquías del comportamiento masculino” (2008: 23). El Monsiváis que escribe El 68. La tradición de la resistencia tiene ya una perspectiva muy distinta al de Días de guardar. Ahora hace una cuidadosa reconstrucción de los hechos, punteada con sus comentarios ácidos y lúcidos, por la cual, además de enterarnos de que considera que la Tita y la Nacha son “dos mujeres a las que distinguirá su valor civil y la saña persecutoria en su contra” (2008: 112), informa de la “chava” brigadista de la Facultad de Ciencias a la que le gritan que el sitio de la mujer es el hogar y ella los envía al mismísimo carajo; de las reuniones en casa de Selma Beraud; de la participación de Ifigenia Martínez, directora de la Facultad de Economía; de la detención de Rina Lazo y Adela Salazar; de que la poeta uruguaya Alcira, se esconde en un baño de la Torre de Humanidades cuando el Ejército invade Ciudad Universitaria y es encontrada a punto de morir de hambre doce días después.9 Carlos registra también un recuerdo conmovedor: “Una señora increíble, de cuarenta y tantos años, de ropa pobretona y aspecto gastado, se acercó al tanque y le dijo al general que debería darle vergüenza matar jóvenes, y el tipo se quedó estupefacto, no respondió, la dejó ir” (Monsiváis, 2008: 220). También reproduce la “Letanía” que Nancy Cárdenas publicó en La cultura en México el 30 de septiembre de 1968 (Cárdenas, 1968). Y no se resiste a copiar el discurso del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz, donde habla de las personas “damnificadas” por el movimiento estudiantil, entre las que incluye a:
[… ] tantas mujeres soezmente vejadas que, además de sufrir la propia vergüenza, han llenado de indignación a un padre, a una madre, a un esposo, a un hijo y que pudieron haber sido la esposa, la madre, la hermana o la hija de quienquiera de los mexicanos (Monsiváis, 2008: 128).
¡Mujeres soezmente vejadas! La acusación de violencia sexual por parte de los estudiantes va totalmente en contra de los testimonios recabados, que registran la camaradería entre mujeres y hombres, al grado de que a las mujeres no les daba miedo quedarse a hacer guardia en la noche en la escuela, con ellos al lado.
Sin duda, el 68 desafió los valores sexuales tradicionales y provocó ampliaciones inesperadas en la vida sexual de muchas, con múltiples tránsitos de la política al sexo, del sexo a la política.10 Los momentos intensos y peligrosos que se vivían cambiaron las relaciones interpersonales de todo tipo. Mientras las familias se sentían amenazadas por las actividades de sus hijas e hijos, las jóvenes descubrían nuevas dimensiones en las relaciones con los hombres: desde como amantes hasta como camaradas. El despertar sexual de muchas mujeres estuvo ligado a su despertar político y viceversa. La amistad entre hombres y mujeres se volvió una realidad. Podía haber una sola mujer en una brigada y todos eran camaradas. Varias terminaron la relación con el novio, porque no apoyaba al movimiento o porque desaprobaba su involucramiento. La vida de muchas se transformó al quedarse de noche en las guardias. Cohen y Frazier recogen las palabras de Luisa, de la Facultad de Ciencias Políticas sobre el movimiento: “fue dar un gran paso hacia la igualdad” (1993: 98). Y como dijo Kati: “En ese periodo éramos andróginas” (1993: 103).
Sí, y muchas fueron protofeministas. Por eso, no resulta extraño que fueran justamente las feministas quienes salieron por primera vez a manifestarse a la calle después del 2 de octubre. En mayo de 1971, el primer grupo de la segunda ola feminista en México, Mujeres en Acción Solidaria (MAS), decidió hacer una protesta por la celebración consumista del día de la madre.11 Amigos preocupados por una posible represión sugirieron que pidieran permiso al entonces Departamento del Distrito Federal, mismo que les fue negado. Pese a ello, decidieron seguir con el plan. Tuvieron suerte, pues al mismo tiempo que iniciaba su mitin llegaron las candidatas a Miss México a depositar una ofrenda en el Monumento a la Madre. La mezcla de feministas y “misses” de belleza fue registrada por la televisión. Un mes después fue la represión del “halconazo” del 10 de junio. Esas nuevas feministas, que desafiaron al gobierno y fueron las primeras en salir a la calle, venían del movimiento estudiantil del 68.
La movilización feminista en constelaciones
¿Cómo han sido las movilizaciones feministas después del 68? En 1971, el movimiento feminista de la segunda ola apareció públicamente en México,12 luego se diversificó13 y poco a poco algunas de sus reivindicaciones -como el derecho a decidir sobre el propio cuerpo y la igualdad de trato y de oportunidades- se filtraron en la mente de muchísimas personas. En las décadas de 1980 y 1990, gran parte de las activistas se desplazaron a fortalecer sus incipientes organizaciones y las movilizaciones públicas fueron escasas y poco nutridas; nada que ver con la participación masiva que tuvo el movimiento estudiantil. Además, con el avance del neoliberalismo surgió una nueva expresión cultural que se calificó como pos-feminismo.14 Entendido como una negación del feminismo o como una superación de él, el posfeminismo reconfiguró el discurso feminista sobre la libertad y la autonomía en una celebración del hecho de “ser mujer”. Byung Chul-Han considera que “el neoliberalismo es un sistema muy eficiente, incluso inteligente, para explotar la libertad” (Chul-Han, 2014: 13) y los medios de comunicación masiva transmitieron una idea de la “liberación de la mujer” simplemente como la de la libertad para consumir, para tener relaciones sexuales más libres, para vivir sin ataduras (McRobbie, 2009; Genz y Brabon, 2009; Gill y Donaghue, 2013). La postura posfeminista produjo un repudio al feminismo en una cantidad de jóvenes que declararon: “Yo no soy feminista”, mientras otras consideraban que ser feminista era algo del pasado (Gill y Scharff, 2011). El cine y la televisión representaron a las mujeres jóvenes como chicas autosuficientes que, aunque ganaban dinero, también querían gustar y ser deseadas, por lo que la industria de la belleza y la moda, aprovechando el poder adquisitivo de las jóvenes solteras, las incitaron hacia la “libertad” del consumo (McRobbie, 2009). De ahí que Nancy Fraser (2013) señalara que el movimiento feminista había terminado enredándose en una “amistad peligrosa” con los esfuerzos neoliberales para fortalecer una sociedad de mercado.
A lo largo de los años noventa, eso que Chul-Han denomina “psicopolítica” (nuevas técnicas de poder del capitalismo neoliberal, que penetran en nuestra psique para explotarla y controlarla sin que nos demos cuenta), alentó una ideología individualista que, entre otras cosas, desprecia al activismo político colectivo. Las emociones no son solamente estados psicológicos, sino también prácticas sociales y culturales que inciden en la vida pública (Ahmed, 2004) y representan un medio muy eficaz para el control psicopolítico del ser humano. Asimismo, los movimientos sociales tienen una dimensión emocional (Goodwin, Jasper y Polleta, 2007). Monsiváis habló de las emociones que circularon en el movimiento estudiantil y las resumió como “la mezcla de indignación política y alegría comunitaria” (2008: 104). Estas emociones siguen presentes hoy en día, pero junto a una nueva: el miedo. En 1968 no existían feminicidios como ahora ni las jóvenes temían ser secuestradas o desaparecidas y tampoco el miedo sobrevolaba la vida cotidiana, como lo hace en la actualidad.
Obvio que la violencia en México no es igual en todo el país ni afecta de la misma manera a todas las personas: además del género, la clase social, la edad, la condición étnica y vivir en ciertas zonas son factores que marcan diferencias sustantivas. Sin embargo, el miedo y la preocupación por la violencia actual, alimentada y sostenida por el neoliberalismo patriarcal, atraviesa de forma omnipresente el imaginario social. Y, no obstante, en México existen muchos feminismos con variadas tendencias dentro del movimiento social, distintos postulados del pensamiento político y diversos enfoques de la crítica cultural, todos ellos preocupados u ocupados con la violencia hacia las mujeres.15 Ahora bien, la lucha contra la violencia hacia las mujeres ha tenido gran visibilidad política y social, y ha contado con un fuerte apoyo discursivo de todas las posiciones políticas, de todos los gobiernos y de todas las iglesias. Ninguna otra causa feminista ha logrado más leyes, recursos y propaganda que la lucha contra la violencia, que se ha enfocado no sólo en los brutales feminicidos, sino también en las distintas expresiones de la violencia intrafamiliar, en la violación, la trata y, más recientemente, en el acoso sexual. Y aunque las nuevas perspectivas de análisis y formas de lucha han surgido precisamente desde el movimiento feminista, es notorio cómo la violencia suscita más interés político que la desigualdad.
En años recientes, la mayoría de las manifestaciones por las que han salido a las calles miles de mujeres, principalmente jóvenes, han sido para protestar contra la violencia. Un dato: según un rastreo en medios, se registraron 124 movilizaciones feministas en los últimos diez años en la Ciudad de México, de las cuales 30 correspondieron a temas de derechos humanos, 26 a temas de derechos sexuales y reproductivos y 67 a violencia.16 O sea, más de la mitad de las movilizaciones feministas registradas por Comunicación e Información de la Mujer, A.C (CIMAC) han sido en torno a esta violencia. Y cada año las movilizaciones han ido en aumento: en 2007 fueron 4; en 2008 sólo 1; en 2009, 2; en 2010, 1; en 2011, 2; en 2012 subieron a 7; en 2013 y 2014, 5 y en 2015, 8; en 2016 se disparan a 15 (cuatro son movilizaciones digitales) y en 2017, 18 (de las cuales cinco son digitales). Ni siquiera las marchas tradicionales, que son las que conmemoran fechas emblemáticas (8 de marzo: día internacional de la mujer; 28 de septiembre: día de lucha por la despenalización del aborto y 25 de noviembre: día de lucha en contra de la violencia hacia las mujeres), han sido tan nutridas y combativas como la movilización del 24 de abril de 2016, también llamada la Primavera Violeta. Esta movilización se coordinó con el movimiento feminista internacional, y plataformas digitales como Facebook y Twitter fueron clave en la organización.
Hace años Rossana Rossanda dijo:
Movimiento es algo más y algo menos que partido. Movimiento es una cultura, un quehacer de masas que se consolida dentro de la sociedad, la atraviesa y cambia su fisonomía, aun la institucional. No tiene los límites, ni las reglas ni la jerarquía del partido. Movimiento es un impulso, una oleada, una marea (Rossanda, 1982: 221).
Ese “quehacer de masas” del movimiento feminista ha cobrado, en los últimos años, una expresión creativa de movilización: las constelaciones. Según Emanuela Borzacchiello (2018) muchas feministas están usando el concepto de “constelaciones” como metáfora de su acción política: las constelaciones son estrellas distintas que están agrupadas; pueden tener conflictos entre ellas, pero siempre están vinculadas. Esto ocurre hoy con los diferentes grupos de activistas. Borzacchiello señala que esta organización en constelaciones hace que las activistas estén ligadas entre sí, sobre todo cuando se movilizan. Nunca se dirigen solamente al Zócalo (centro del poder político), sino que se desplazan por toda la ciudad con iniciativas diferentes, lo que permite que más gente se pueda sumar. La forma en que las feministas se movilizaron el 8 de marzo de 2018 es muy representativa de la acción de las constelaciones feministas. Muchas compañeras de la Ciudad de México fueron a Chiapas, al ‘’Primer Encuentro Internacional, Político, Artístico, Deportivo y Cultural de Mujeres que Luchan’’ y otras fueron a Oaxaca, donde hubo un encuentro sobre comunalidad; sin embargo, unas más decidieron quedarse en la Ciudad de México: “el centro no debe quedar descubierto”. Además, actuar como constelaciones no sólo implica desplazarse por varios lugares, sino también hacerlo en el tiempo, pues organizan eventos a distintas horas del día.
La forma como las tecnologías de la información y las redes sociales han posibilitado las convocatorias mundiales es un elemento distintivo de las movilizaciones feministas de esta época. El decisivo papel que ha tenido el activismo de las feministas estadounidenses, que ha incidido de forma determinante en otras latitudes y, por razones geográficas, especialmente en nuestro país, se debe a la aplastante influencia que tiene Estados Unidos en el resto del mundo. Bolívar Echeverría (2008) nombró “americanización de la modernidad” al proceso por el cual Estados Unidos se impone, desde el siglo XX, como la tendencia principal de desarrollo en el conjunto de la vida económica, social y política. Así, cuando el feminismo se vuelve a poner de moda entre las millenials17 de Estados Unidos, la “americanización” comunicacional velozmente propaga una revaloración discursiva del mismo y el título del libro de Chimamanda Ngozi Adichie (2012)Todos deberíamos de ser feministas,18 se convierte en la seña de identidad de una generación.
Para esta nueva oleada de feministas jóvenes la lucha contra el machismo va a retomar una de sus formas insidiosas: el acoso sexual. En este tema, que indigna a cientos de miles de jóvenes, la movilización ha sido básicamente digital19 y la causa se fortalecerá con el escándalo mediático del #MeToo. Pero, a diferencia de las activistas estadounidenses, que lograron que su ¡Basta ya! al acoso derivara en la campaña Time’s Up (¡Se acabó el tiempo!), destinada a obtener recursos para pagar demandas legales, en México no se ha recurrido al litigio jurídico. Además, como en nuestro país lo que millones de mujeres padecen todos los días es un acoso continuo, pero que proviene de varones a los que jamás vuelven a ver, resulta muy complicado poner una denuncia. Esa situación es muy distinta a la de tener un jefe o maestro que asedia y hostiga, aunque ambas formen parte de la trama cultural machista. Pero, incluso en estos últimos casos existe una dificultad en nuestro país: el acceso a la justicia es muy deficiente y desigual. ¿Qué hacer si los protocolos no sirven, si el personal que supuestamente debe atender las denuncias no está capacitado, además de que su ejercicio profesional está plagado de prejuicios? Esa atroz carencia ha llevado a muchas activistas feministas a hacerse justicia “por propia mano”, haciendo “escraches” y denuncias públicas. Ya son varios los incidentes de grupos de universitarias cuya movilización contra el acoso consiste en utilizar la denuncia pública como forma de presión para que se despida a un maestro o se expulse a un compañero. Y aunque el acoso es una realidad repugnante que se debe combatir, hay que tener cuidado en cómo se aborda.20
Lo indudable es que hoy, en México, hay muchísimas jóvenes que se asumen como feministas y que despliegan una variedad de acciones y reflexiones, desde sus constelaciones y también desde formas más tradicionales de organización, como las asociaciones civiles.
Regresando al tema del 68, entre las jóvenes que se asumen como feministas, algunas han hecho una reflexión sobre el movimiento estudiantil. Un ejemplo: en la mesa titulada “Género, rebeldía y presente” del coloquio “1968 Cambiar el Mundo, Cambiar la Vida” (Seminario de la Modernidad, 2018),21 las ponencias de tres jóvenes feministas, no obstante sus diferencias, tocaron aspectos sobre la movilización política de las mujeres en el 68 y la vincularon con algunas de sus mayores preocupaciones: la violencia, los feminicidios y el acoso. Las tres subrayaron la invisibilización de la participación de las mujeres y cada una abundó sobre cuestiones que les inquietaban. Rebeca Jiménez Marcos denunció la revictimización de quienes acuden a ministerios públicos y policías, y en su conclusión señaló: “es curioso que en los últimos años en donde ha habido una efervescencia del movimiento feminista también han aumentado los casos de feminicidio” (Seminario de la Modernidad, 2018). Por su parte, Tania Tagle, luego de una revisión del pensamiento feminista, señaló que: “Ser feminista es algo mucho más complejo que creer solamente en la igualdad entre hombres y mujeres” (Seminario de la Modernidad, 2018) y Brenda Marisol Medina explicó:
Ahora nosotras, las feministas de las nuevas generaciones, y con la mirada que tenemos del 68 podemos ubicar cosas que han cambiado, por ejemplo, ya participamos más las mujeres, ya participamos, incluso, a nivel estructural, en los puestos políticos de la universidad, en la academia, en muchos escenarios. Sin embargo, cuando yo leo las entrevistas de la Nacha22 y de otras mujeres que hablan del machismo en su Facultad, ¡híjole es mi realidad!: escuchar comentarios sexistas y machistas en el salón de clases, en eventos académicos, salir a la calle y que te griten un piropo, me hace pensar hasta qué punto, qué alcance puede tener el 68 al hacer que las mujeres participemos más y nos politicemos, pero también qué cosas no han cambiado y nos hacen pensar que es necesaria más politización. Y que los hombres no siempre han tomado parte de ese proceso de politización desde el feminismo (Seminario de la Modernidad, 2018).23
Según Monsiváis, el 68 significó una súbita politización de muchas mujeres, que luego desembocarían en el feminismo. Indudablemente la politización es necesaria, pero para transformar la realidad social también se requiere de agencia y la agency se constituye como consecuencia del conjunto de procesos que se desarrollan en el mundo social, con sus mandatos culturales y sus imperativos psíquicos (Archer, 2000). En nuestro contexto de gravísima desigualdad social, el neoliberalismo está provocando lo que Loïc Wacquant llama una “remasculinización del Estado” (2013: 410), que consiste en el fortalecimiento del esquema patriarcal y la vulneración de los derechos sociales. Esta política neoliberal aborda la desigualdad entre mujeres y hombres con una perspectiva hacia las mujeres como “víctimas que deben ser protegidas”, lo que ha fortalecido una tendencia punitiva. A esto se suma el victimismo que ha impregnado muchas demandas y discursos feministas. Sin embargo, pese a lo generalizada que está la perspectiva victimista, visualizar la pluralidad de voces y acciones feministas impide reducir la diversidad del movimiento a sólo esa postura.
Finalmente, Rossana Rossanda dijo hace mucho tiempo que: “No nos salvaremos a menos que tejamos todos los hilos de esta tela desgarrada en que nos hemos convertido” (1982: 61). La riqueza del feminismo actual se deriva de la creatividad y potencia de grupos y personas que, desde posturas radicales y críticas, desarrollan formas de intervención y reflexión políticas para retejer nuestro desgarrado tejido social. Si el movimiento estudiantil del 68 significó el rechazo al autoritarismo estatal, las actuales constelaciones del movimiento feminista, que estallan con indignación y alegría en sus movilizaciones callejeras, mandan un mensaje en contra del miedo y el terror y llenan de nuevos contenidos el viejo lema de “lo personal es político”. Ahora sólo falta que las jóvenes empiecen a escribir sus testimonios para documentar su historia.