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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.63 no.234 Ciudad de México sep./dic. 2018

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2018.234.65807 

Los trazos del movimiento: ámbitos y espacio

México 1968-2018: La condición de la libertad es luchar por ella

Mexico 1968-2018: The Condition for Freedom is Fighting for It

Héctor Raúl Solís Gadea1 

1Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, Universidad de Guadalajara, México. Correo electrónico: <raulso@gmail.com>.


Resumen

Busco comprender el movimiento de 1968 en México desde la perspectiva de sus reivindicaciones democrático-liberales. Explico las causas profundas -las contradicciones sistémicas y el peso del pasado- que propiciaron los errores coyunturales que desembocaron en la matanza de Tlatelolco. Doy cuenta de los esfuerzos de preservación del sistema hegemónico priista, la respuesta neoliberal y la difícil transición a la democracia. Reflexiono sobre el ciclo inaugurado con el triunfo de López Obrador, sus riesgos y posibilidades, bajo una visión que insiste en construir ciudadanía e instituciones republicanas como requisitos para consolidar la democracia actual y hacer justicia al proyecto democrático-liberal de los jóvenes del 68.

Palabras clave: movimiento de 1968; transición a la democracia; Gustavo Díaz Ordaz; neoliberalismo; Andrés Manuel López Obrador; México

Abstract

I seek to understand the 1968 Mexican movement from the perspective of its liberal-democratic demands. I explain the deep causes -the systemic contradictions and the weight of the past- that favored the short-term errors which in turn led to the Tlatelolco massacre. I offer an account of the efforts to preserve the PRI hegemonic system, the neoliberal reaction, and the hard transition to democracy. I reflect on the new period inaugurated by the triumph of López Obrador, its risks and possibilities, under a vision that insists on building citizenship and republican institutions as the only means to strengthen Mexican democracy and to do justice to the liberal-democratic project of the 1968 youth.

Keywords: 1968 student movement; transition to democracy; Gustavo Díaz Ordaz; neoliberalism; Andrés Manuel López Obrador; Mexico

Introducción

He escrito las siguientes notas con la impresión de que desde 1968 a la fecha ha ocurrido una constante confrontación de la sociedad con el Estado para forzarlo a que conceda libertades, derechos y prerrogativas; para convencerlo de que reconozca errores injustificables y excesos inaceptables, que acepte regirse por leyes, cambiar sus costumbres y diseñar, al lado de los ciudadanos, un sistema político que represente mejor la pluralidad de la sociedad mexicana y aplique políticas que traigan un mayor bienestar para las comunidades.

Pero también lo he escrito con la convicción de que el presente significa apenas el comienzo de una verdadera transición, la de la construcción de las instituciones republicanas que necesitamos para que México llegue a ser una democracia liberal con sustento social, cohesionada y habitable. En ello cuenta lo que pensemos, digamos y escribamos los ciudadanos. Estas líneas sólo aspiran a ser un testimonio, o más bien, una apreciación, un pequeño saldo de cuentas, de alguien que no vivió el 68, pues era apenas un niño, pero quiere comprender, en lo que vale, su significado, junto al de muchas cosas que han pasado después.Lo que sigue, entonces, es una exploración, una visión, como diría Paz, parcial y limitada, de México y estos años.

1

El medio siglo del 68 coincide con el fin de un ciclo histórico. Han sido cincuenta años de cambio incesante en diferentes planos, a ritmos distintos y con direcciones encontradas. Cincuenta años de conflictos y reformas, de persistencias del ayer y algunos avances promisorios. Todo un periodo de nuestra historia en el que han irrumpido nuevos actores, paradigmas y formas, aunque sin reemplazar por completo a los anteriores y sin superar muchas insatisfacciones heredadas. Cincuenta años que no han llevado a México a un estadio de prosperidad, concordia y democracia plenas, pero han alterado su rostro irreversiblemente.

No se pueden entender sin el afán de los estudiantes del 68 por conquistar libertades y derechos fundamentales. A partir de ese año, la rueda de la historia comenzó a girar con renovada fuerza. Como nunca antes, México se propuso ser una nación contemporánea. Vibramos al unísono con los impulsos utópicos que en muchas latitudes hacían cimbrar modelos de autoridad y gobierno. Procuramos una manera peculiar de ser genuinamente modernos: en la relación entre las generaciones, en el modo de interpelar al poder, mediante el deseo de vivir de manera más acorde con la creatividad cultural de los tiempos, intentando que la acción política sirviera a las desatendidas causas del pueblo mexicano.

El régimen no respondió a las demandas de los jóvenes. Los políticos carecieron de actitud para entablar un diálogo genuino. La crítica estudiantil disolvió su halo de legitimidad revolucionaria y desarrollista; sacó a la luz sus figuras anacrónicas y descolocadas: el talante autoritario del sistema quedó exhibido. Entre la descalificación oficial con sus tesis de la conspiración comunista y la conjura de los intelectuales y el desdén con el que las clases acomodadas miraron la acción juvenil, se perdió la oportunidad de aprovechar el aspecto reformista del movimiento. A ello también contribuyó la incapacidad del Consejo Nacional de Huelga para encauzar el frenesí de los sectores extremistas del movimiento.

A pesar del estupor provocado por la violencia criminal del Estado, México fue otro. Mejor dicho, quiso ser otro y comenzó a serlo durante 1968. Ese año nació un proyecto nuevo para el país: un horizonte de transformaciones por realizar que aún no termina de revelar su significado y alcances. El movimiento del 68 fue derrotado sólo en apariencia porque acertó al plantear la necesidad de superar carencias elementales en la organización de la sociedad y atavismos inadmisibles en su conducción política. Salió victorioso porque hizo eco de agravios históricos provocados por un sistema económico-político que repartía de manera injusta los beneficios y las cargas del trabajo productivo. Si la nación se hubiera sustentado, en lo político, sobre bases democráticas y, en lo económico, sobre cimientos equitativos, el movimiento no habría pasado de ser una reyerta entre preparatorianos y policías: jamás habría convocado a las multitudes que desafiaron con su marcha silenciosa, con su solidaridad callada, al arreglo político, económico y cultural de la República.

La razón más importante por la que triunfaron los jóvenes del 68 no consiste en haber expuesto lo que no funcionaba o en haber mostrado aspectos brutalmente negativos de la realidad mexicana. Tampoco en el radicalismo de algunos sectores que se identificaban con las agitaciones revolucionarias de la época. Reside en que los ciudadanos comunes descubrieron la importancia de las reivindicaciones democráticas y liberales. Probablemente no fue una consecuencia anticipada por nadie, sino un aprendizaje obtenido tras la experiencia de las asambleas y los actos de organización espontánea que permitieron a los habitantes de la Ciudad de México sentirse dueños de sus calles, sus plazas y su destino. En el fondo, el movimiento trascendió porque abanderó un propósito a tono con las preocupaciones mundiales de la posguerra: vivir en una sociedad abierta, en la que tengamos derechos reconocidos y prerrogativas consagradas para criticar el orden social y modificarlo, en la que podamos realizar nuestros deseos individuales y colectivos sin interferencias de burocracias políticas o censores morales.

Quienes leyeron con lucidez la coyuntura, comprendieron que en 1968 México puso en su camino, aunque a tientas, la meta de llegar a convertirse en una sociedad genuinamente democrática, próspera, de bienestar, así como de costumbres públicas más acordes con el nivel de desarrollo cultural y material que había alcanzado a pesar de sus desequilibrios, sobre todo en ciertas zonas urbanas. Al paso del tiempo, se hizo evidente que necesitábamos aprobar estas asignaturas pendientes. Comenzó a asumirse que un régimen que no permitía elecciones limpias, libertades sindicales y de prensa, imperio de la ley, equilibrio de poderes, auténtico federalismo y partidos competitivos, no podría justificarse más a partir de la creencia de que así se garantizaba la paz social porque se lograba una evolución paulatina y sin sobresaltos hacia una modernidad propia.1 ¿En qué consistía esta modernidad propia, oficial, a la mexicana? En crear un sistema que se sostiene en la negociación corporativa y la veneración presidencialista, de manera que evita una “excesiva” participación popular y el consiguiente peligro de que sobrevengan las patologías típicas de la región latinoamericana: radicalismo revolucionario, comportamiento dictatorial o anarquía. Esta defensa de nuestro atraso político fue superada por los hechos de 1968.

2

La tesis de que había que preservar a toda costa el armonioso tránsito mexicano a la modernidad, evidente para el mundo en la organización de la Olimpiada, está detrás de la narrativa que utilizó el presidente Díaz Ordaz para justificar la noche de Tlatelolco. Era de esperarse que un gobierno acostumbrado a ejercer un poder vertical desoyera las voces que le pedían reconocer derechos y ampliar libertades. La sordera oficial tenía historia. Se hizo presente, por ejemplo, en las movilizaciones reprimidas de campesinos, ferrocarrileros, maestros y médicos, durante las décadas de 1950 y 1960, que dejaron una estela de presos políticos, algunos asesinatos y deterioro en la legitimidad revolucionaria del sistema. Un diagnóstico parecido -de proclividad al autoritarismo- aparece si se ausculta el comportamiento del régimen al enfrentar elecciones competidas por la Presidencia de la República, como en los casos de las candidaturas de oposición de Juan Andreu Almazán, en 1940, y Miguel Henríquez Guzmán, en 1952, o en el trato que se le dio al candidato a la gubernatura de San Luis Potosí, a principios de los años sesenta, el doctor Salvador Nava Martínez.2 El funcionamiento del régimen fue examinado por muchos estudiosos de la época. Pablo González Casanova, en La democracia en México (1965), explicó la imbricación entre el incumplimiento de las reglas de una vida social democrática y republicana y la operación de una estructura económica excluyente. Quedó claro que el sistema piramidal, como lo llamó Octavio Paz en Postdata (1970), no propiciaba un relación equilibrada entre modernización económica, relativa pero existente, y desarrollo social -muy escaso. La causa de eso tenía que ver con la falta de disposición del gobierno para tomar en cuenta voces disidentes en la formulación de sus políticas. No lo necesitaba. El régimen sorprendía por su capacidad para combinar aspectos contradictorios: por una parte, contar con un nivel elevado de lealtad de masas, estabilidad política y continuidad constitucional y, por la otra, dejar desatendido el problema de la desigualdad social y la falta de acceso de las grandes mayorías a los beneficios del progreso. Su compromiso real estaba con la creación y el sostenimiento de una clase empresarial a cargo de impulsar el desarrollo capitalista de México pero protegida de la competencia del exterior y sin tener que fundar la productividad de sus empresas en la eficiencia, la innovación y la competitividad.

Sin embargo, de todo ello no tendría que haberse seguido, necesariamente, una reacción gubernamental tan brutal y excesiva como la del 2 de octubre, conducta más propia de un Estado totalitario que de la dictablanda mexicana. Después de todo, despertaba admiración que, a diferencia de otros gobiernos no democráticos o iliberales, el sistema mexicano procuraba, al enfrentar oposiciones o disidencias, cooptarlas y encuadrarlas en alguna corporación, agencia gubernamental o negocio público. Si esta medida fracasaba, se recurría al destierro y, después, al encierro; al final, como último recurso, se consideraba la posibilidad del entierro. ¿Por qué, entonces, en esta ocasión, se acudió de manera masiva al más severo de los expedientes, el que no permite forma alguna de reversión y que, por consiguiente, arriesgaba seriamente la legitimidad del régimen y su prestigio internacional?3

La historia no consiste en el despliegue de leyes férreas que se imponen a rajatabla sino en la combinación imprevisible de condiciones existentes, escenarios dinámicos y cursos de acción elegidos por hombres con información insuficiente, medios limitados, intereses y valores en juego, además de sentimientos y emociones que los pueden rebasar. Los accidentes históricos, los hechos fortuitos y no intencionados suceden, pero en el marco de circunstancias que los hacen posibles. Un suceso de la gravedad del 2 de octubre no puede considerarse simplemente como el resultado de una decisión infortunada de un presidente rígido e irascible o a cargo de un colaborador perverso y maquiavélico. Tampoco como la consecuencia no intencionada de una confusión entre agrupaciones militares o policiacas o como el efecto de una provocación deliberada en el teatro de operaciones.

Estas vicisitudes se presentaron de un modo u otro, al igual que los errores del movimiento al cometer excesos que contribuyeron a desbarrancar los intentos de negociación. Abundan las crónicas que recurren a ellas en mayor o menor medida para dar cuenta de lo acontecido. Empero, las descripciones de esas incidencias no explican la noche de Tlatelolco en su dimensión histórica y significación sociopolítica. En su aspecto de comprensión profunda, la matanza -y las miles de detenciones y encarcelamientos, las torturas, los allanamientos, la toma de instalaciones educativas y la violación a la autonomía universitaria- no puede interpretarse sino como la expresión más extrema y dislocada de un establecimiento político autoritario que encontró sus límites para realizar metas, resolver problemas y controlar tensiones.

Recurrir a la violencia masiva fue el error catastrófico -en el sentido de falla sistémica- que hizo notoria la obsolescencia de una estructura de relaciones de poder, la crisis de una cultura política y la petrificación de una forma de vida pública. La consecuencia: el gobierno fue incapaz de gestionar exigencias de actores sociales con expectativas democrático-liberales y reivindicaciones de carácter material, lo que suponía discutir abierta y horizontalmente la estrategia para superar, o cuando menos atenuar, las desigualdades provocadas por las relaciones económicas imperantes en la base del edificio social.4 Concurrieron, pues, factores coyunturales y estructurales para crear un escenario en el que los actores a cargo de las decisiones clave consideraron que estaba en juego el arreglo institucional fundamental del que dependía la continuidad del sistema político y social mexicano. Y se prefirió lanzar el régimen al despeñadero de una crisis mayor -que duraría décadas- antes que propiciar un momento de reflexión pública sobre lo público.5

Si no fuese así, si la crisis manifestada a través del conflicto del 68 no hubiera tenido tal complejidad, es probable que las tensiones entre el movimiento y el gobierno no hubieran desembocado en un desenlace tan desastroso. Fue la suma de esas delicadas circunstancias históricas -sobre todo por el contexto de la Guerra Fría, los Juegos Olímpicos y un pasado nacional cargado de agravios que podían estallar- lo que hizo verosímil para el presidente Díaz Ordaz una narrativa que obligaba al Estado a suprimir como fuera lo que se percibía como un brote subversivo mayor. Dejarse abrumar por ese contexto institucional, histórico y simbólico tan avasallador impidió al gobierno manejar la situación: interpretar las demandas de los jóvenes de una manera sofisticada, comprensiva y con un lenguaje sincero y asertivo, eran los requisitos para encontrar una solución negociada al conflicto.

El desenlace fue terrible no sólo por la atrocidad de lo ocurrido y el injusto castigo infligido a los manifestantes de la Plaza de las Tres Culturas, sino también porque el régimen mostró una cara que había mantenido convenientemente oculta. Dio razón a la tesis de que toda paz instaurada tiene su origen en un crimen. La masacre advino como la prueba, tristemente por la sangre, de que todo un sistema, o mejor dicho, un orden histórico, se había agotado y era urgente iniciar su reforma. Tal vez la matanza se hubiera podido evitar si consideraciones como éstas hubiesen cruzado por la mente del Presidente de México y sus principales colaboradores. La salida fácil, en el mal sentido del vocablo, era retroalimentar, mediante el discurso de la descalificación, la creencia en el radicalismo del movimiento y, por tanto, en la justeza y necesidad del tratamiento prescrito. Fue el que se eligió:

No quisiéramos vernos en el caso de tomar medidas que no deseamos, pero que tomaremos si es necesario; lo que sea nuestro deber hacer, lo haremos; hasta donde estemos obligados a llegar llegaremos (Poniatowska, 1971: 256).

Con estas palabras pronunciadas por el presidente Díaz Ordaz en su informe de gobierno del primero de septiembre de 1968, prácticamente se dio paso libre a la violencia, lo que significó renunciar a la palabra como el recurso político por antonomasia, como la divisa que distingue a un régimen democrático. El daño al sistema fue irreversible.

La premisa de conducción gubernamental debió haber sido, por supuesto, no anular al interlocutor: reconocer la pertinencia de sus planteamientos y actuar de manera concertada con los jóvenes movilizados. En el plazo inmediato había que responder afirmativamente por lo menos a las demandas más importantes del Consejo Nacional de Huelga (CNH) y llamar a un acuerdo con la juventud de México, un compromiso con la práctica de valores democráticos y republicanos. Si se hubiera hecho así, la experiencia de la libertad política habría sido mucho más contundente y habría despejado horizontes de acción social para el resto de los ciudadanos. El gobierno habría ganado tiempo y credibilidad, con lo que hubiese disminuido la presión en torno a la Olimpiada. Pero, ¿los jóvenes movilizados habrían respondido favorablemente a un trato como éste? ¿Podía el gobierno confiar en que las cosas no se iban a salir de control en los días de la justa deportiva? Seguramente no todo el movimiento se hubiera comportado de manera predecible, pero es concebible que una parte de la dirigencia, la más razonable e influyente, habría aceptado los términos de la negociación gubernamental. El sector moderado del CNH hubiera tenido, gracias a un acuerdo de ese tipo con el gobierno, las condiciones para pedir mesura a los sectores más radicales. Lo mismo hubiera pasado del lado del régimen: los duros habrían tenido que refrenarse y no negarse a buscar una salida negociada. En todo caso, desde el punto de vista ético -y político- cualquier opción era mejor que la opción violenta y represiva.

3

Los dictados de la ética y la prudencia suelen acertar en el plano teórico; ejecutarlos es cosa distinta. Se dirá -y estoy de acuerdo- que para los dirigentes del Estado era muy complicado dar un golpe de timón como el que aquí se sugiere. En contra de ello estaba la ruta de institucionalización que el sistema siguió al concluir la etapa armada de la Revolución y de cuyas constelaciones de intereses no podía desprenderse fácilmente. Además, a ese conjunto de compromisos enquistados correspondía, como su correlato natural, una visión de la política jerárquica y cerrada. Esas cargas del pasado revolucionario mexicano eran todavía muy pesadas a fines de los sesenta. Por eso, el telón de fondo que le da significado y valor a los propósitos del 68 es el descontento social que se ahondó tras la incapacidad de la Revolución hecha gobierno para cumplir sus promesas y para evitar convertirse en una armadura de hierro impuesta sobre la sociedad.

Un autor fundamental, Daniel Cosío Villegas, analizó el fracaso de la Revolución:

México viene padeciendo hace ya algunos años una crisis que se agrava día con día; pero, como en los casos de enfermedad mortal, nadie de la familia habla del asunto, o lo hace con un optimismo trágicamente irreal. La crisis proviene de que las metas de la Revolución se han agotado, al grado de que el término mismo de revolución carece ya de sentido. Y, como de costumbre, los grupos políticos oficiales continúan obrando guiados por los fines más inmediatos, sin que a ninguno parezca importarle el destino lejano del país (Cosío Villegas, 2002: 25).

El ensayo, titulado “La crisis de México”, aparecido en 1947, fue infundadamente criticado y casi completamente incomprendido. No agradó ni a la izquierda ni a la derecha y menos a los representantes del mundo oficial que en esos años aún flotaban cómodamente sobre las cálidas aguas del incuestionado discurso revolucionario. Según Enrique Krauze, “sólo José Revueltas asimiló el sentido del ensayo”. Es un pequeño clásico. Se puede leer y releer: siempre nos dirá algo sugerente. Pero la perpetua actualidad de “La crisis de México” contiene un aspecto poco agradable que va más allá del talento de su autor. El método que utiliza y las conclusiones a las que arriba mantienen su validez porque la realidad nacional nunca cambió en lo esencial. Ni en los años sesenta ni en nuestros días. Este es el punto de partida de Cosío Villegas: “Las primeras cuestiones que debieran considerarse para entender la crisis, para calibrarla y resolverla, son: cuáles eran las metas de la Revolución, cuándo se agotaron y por qué” (2002: 25).

Sigamos el argumento central de Cosío Villegas. Los principales propósitos de la Revolución fueron tres: 1) la conquista de la libertad política y la democracia, o sea, evitar que el poder se concentrara de manera excesiva e indefinida en una persona o en un grupo; 2) la promoción de la justicia social, lo que implicó realizar la Reforma Agraria y responder a las reivindicaciones del movimiento obrero, gracias a la acción de un gobierno nacional activo y promotor del desarrollo y, 3) la afirmación de los intereses nacionales de México por encima de los promovidos en nuestro suelo por parte de potencias extranjeras.

Estos conjuntos de metas, que tenían como requisitos subyacentes impulsar la educación, construir infraestructura y conjugar los factores de la producción para traer riqueza y desarrollo, se decantaron tras un sinuoso proceso de cambios políticos en la nación. No fueron fines conscientemente consensados por las fuerzas revolucionarias: se asumieron más al azar de los conflictos que mediante un plan organizado y meditado. Las metas de la Revolución se agotaron porque a pesar de sus no pocos logros materiales -carreteras, escuelas, instituciones, industrias-, los gobiernos surgidos de su seno no transformaron al país, “haciéndolo más feliz”. Sobre todo, no se consolidó un régimen verdaderamente democrático y tampoco se avanzó en la igualación de las condiciones sociales y económicas de la mayoría de los mexicanos.

A pesar de que se proscribió la reelección, el Congreso no jugó un papel de verdadero contrapeso y no tuvimos una prensa libre y crítica. La educación tampoco se desarrolló con la consistencia necesaria, más allá de unos doce años en que se dejó sentir la impronta creativa de la obra de Vasconcelos al frente de la Secretaría de Educación Pública. La Reforma Agraria fue inconsistente e improductiva; no dio a los campesinos libertades, sino que los sujetó al Estado. El movimiento obrero -tutelado- convirtió a las organizaciones de los trabajadores en apéndices del gobierno. En pocas palabras, los gobernantes surgidos de la Revolución no estuvieron a la altura de las metas que ésta se propuso. Ninguno hizo mejorar de modo consistente la vida de las mayorías. A todo lo cubrió la oscura y férrea capa de la deshonestidad.

El resultado de todo esto lo sintetiza magistralmente Cosío Villegas en este párrafo cargado de terrible actualidad y rematado con un presagio sombrío:

[… ] una corrupción administrativa general, ostentosa y agraviante, cobijada siempre bajo un manto de impunidad al que sólo puede aspirar la más acrisolada virtud, ha dado al traste con todo el programa de la Revolución, con sus esfuerzos y con sus conquistas, al grado de que para el país ya importa poco saber cuál fue el programa inicial, qué esfuerzos se hicieron para lograrlo y si se consiguieron algunos resultados. La aspiración única de México es la renovación tajante, la verdadera purificación, que sólo quedará satisfecha con el fuego que arrase hasta la tierra misma en que creció tanto mal (Cosío Villegas, 2002: 49-50).

¿No son los agravios recogidos por “La crisis de México” similares en lo fundamental a los expresados por los jóvenes en 1968? ¿No manifiestan la continuidad de una estructura de intereses enquistados en el modo de operar del sistema político nacional? Los motivos del CNH no diferían, en esencia, de lo que originaba el malestar sentido por un gran sector del pueblo mexicano desde el fracaso de los gobiernos revolucionarios para estar a la altura de las aspiraciones de la gesta social de 1910. Otra pregunta que cae por su propio peso, en este medio siglo del 68, es si el programa impulsado por Morena, la nueva fuerza hegemónica nacional a partir de 2018, no contiene nada que no estuviese ya presente, desde hace cincuenta años y más, en la lista nacional de problemas irresueltos, enfrentados de manera equivocada o negligente por los gobiernos llamados neoliberales y por los gobiernos de la transición democrática.

4

Los jóvenes del 68 le impusieron al sistema político y al país una gran responsabilidad. Le dieron expresión a necesidades de cambio ocasionadas tanto por las insuficiencias del régimen nacional, como por las transformaciones culturales, políticas y económicas ocurridas en el contexto mundial. Volvieron obligado considerar que, si se quería dar una respuesta seria a sus demandas, había que hacer adecuaciones institucionales al gobierno y modificar las relaciones entre el Estado y la sociedad. Esto, ya de por sí complicado, implicaría transformar la economía del país y prepararla para adaptarse al nuevo mundo que estaba surgiendo. Tan gravoso era el desafío que haría pensar que Marx se equivocó al afirmar que las sociedades sólo se proponen las metas que pueden realizar. En el caso mexicano no es claro que la nación y sus élites podían hacer frente a la complejidad del post 68. Acaso no estaban siquiera plenamente conscientes de todo lo que estaba en juego. Así parece, luego de cincuenta años de batallas con resultados ambiguos, insuficientes y desconcertantes. En todo caso, habría que explicar las incapacidades, los conflictos y las dificultades -incluyendo los vicios y las mezquindades- que han impedido hacer justicia cabal a las exigencias nacionales de cambio que han marcado nuestra época.

No era sencillo acometer las reformas que se necesitaban ni diseñar y aplicar la estrategia precisa para transformar al país sin violentarlo u orientarlo para que caminara en la dirección correcta y a la velocidad necesaria ni pecar de omisión, pero tampoco de acción excesiva, intempestiva o con factores discordantes. Implicaba saber cómo eslabonar, en un proceso coherente, aspectos tan diversos y potencialmente contradictorios como cambiar o corregir el modelo de desarrollo, hacer compatibles intereses públicos y privados, proyectar el tamaño adecuado del Estado y el alcance óptimo de las relaciones de mercado; empezar a resolver las ineficiencias estructurales de la economía, realizar una reforma fiscal, superar los rezagos educativos, favorecer la creación de empleos, impulsar al sector social y cooperativo, vincular el conocimiento y la tecnología con la vida productiva, volver eficiente a la burocracia y eficaz a la administración, atender los reclamos sociales y las desigualdades históricas... Acomodar, en fin, los propósitos y las visiones de políticos, funcionarios, empresarios, empleados, mujeres, obreros, campesinos, estudiantes, para acordar los términos de un crecimiento económico sustentado sobre bases más sólidas.

Esta tarea, ahora lo sabemos, no requería un Estado débil, sino lo contrario: uno fuerte pero democrático y regido por leyes, honesto, eficaz y respaldado por una ciudadanía activa y decidida a velar por sus intereses. En vez de una sociedad egoísta o atomizada, una comprometida con el bien público, entendido como algo que no se reduce a la suma de las felicidades de individuos aislados. Cincuenta años después resulta evidente que había que llamar a todas las fuerzas políticas, económicas y culturales del país a comenzar todo de nuevo; recrear nuestro proyecto nacional, aunque sin objetivos absolutos o afán de conquistas sociales totales, y considerando siempre las consecuencias posibles de nuestros actos, intencionadas o no. La labor incluía reconstruir la lealtad civil y la legitimidad general del sistema, revitalizar el compromiso cívico y la cohesión de la sociedad. Sobre todo, poner en el centro de la vida nacional a la política: el diálogo como instrumento de entendimiento, la razón pública como criterio para tender puentes entre quienes defienden intereses encontrados, la formación de poder ciudadano para dotar a la autoridad pública de capacidad para evitar la corrupción y controlar la influencia del dinero en la vida pública. Revisar los arreglos institucionales y las leyes, examinar los efectos cívicos de costumbres, modales y formas, valorar la eficacia de las reglas que ordenan la competencia por el poder, su distribución, sus límites y contrapesos. También reconsiderar el papel del gobierno y sus alcances como conductor de la sociedad para explorar nuevas formas de coordinación con actores emergentes que reclamaban un sitio en la arena pública. Y, claro, buscar traducir todo esto en una recuperación de la viabilidad económica de la nación a fin de producir más riqueza y repartirla mejor, generar más oportunidades y procurar que sus beneficios ayudaran a dar vida a una figura existente sólo en la letra de la ley: el ciudadano.

A toro pasado es fácil decir “se debió haber hecho esto o aquello”. No menciono esta lista de tareas para descalificar a los gobernantes, los luchadores sociales, los líderes de organizaciones y los funcionarios que se las vieron con los desafíos del largo y complicado post 68 mexicano. No muchas de tales ideas, sobre todo en su ligazón estratégica -en su sentido de una teoría política y social pensada para México-, aparecían en el imaginario político de la nación. Se han ido decantando paulatinamente como consecuencia de las decepciones provocadas por el duro quehacer cotidiano nacional y la recurrencia de crisis económicas y políticas. Esa clarificación de perspectivas también ha sido resultado de que los intelectuales y la academia mexicana fueron asimilando poco a poco lo que se discutía en otras latitudes -las experiencias de cambio de otros países y las crisis de los autoritarismos ocurridas a partir del último tercio del siglo XX.

Entre el plano ideal de la imaginación y el ámbito del ejercicio del poder media la realidad material de las diferencias, los desacuerdos provocados por el pluralismo de perspectivas y la irracionalidad ética del mundo. Sólo desde un marxismo ingenuo, un liberalismo insensible al conocimiento de la historia o un tecnocratismo vulgar se puede creer que resultaba simple hacer transitar a una nación atávica y diversa como la mexicana por un sendero de creatividad política y social para resolver sus problemas y ganar su porvenir. Frente a este reto de la realidad, plagado de desencanto y desilusiones, no hay escape. A partir de 1968 México comenzó a ser otro: atisbó la libertad; mejor dicho, quiso ser libre, pero se enfrentó con la política y su imperio de la necesidad, con la política y su obstinación por estar allí imponiendo condiciones (y posibilidades para quien sepa aprovecharlas). No era sencillo saber qué hacer para que el cambio al que fuimos arrojados, desde ese año crucial que fue 1968, no se convirtiera en un estado de indefinición permanente, en una frustración insoportable por quedarnos anclados entre el pasado y el futuro, petrificados a medio camino, en un no poder hacer que surja lo nuevo y tampoco dejar de ser completamente lo que fuimos y ya no queremos ser. La libertad existe y puede conquistarse, pero nunca en estado puro. Luchar por ella es su inescapable condición. A nadie se le puede regalar, nadie la puede otorgar. Hoy lo sabemos: ningún líder, partido, ideología o credo económico la puede conceder.

5

Las consecuencias de Tlatelolco obligaron al presidente Luis Echeverría a modificar el comportamiento del gobierno. Con ello advino un estilo de mandar que hizo época. No fue el más afortunado. Se juzgó necesario restaurar la armonía perdida: reconciliarse con los estudiantes y acercarse a los sectores descontentos mediante un discurso de crítica a las cúpulas empresariales, afirmación de la identidad revolucionaria del régimen y pomposa solidaridad con los movimientos internacionales de izquierda. El viraje fue algo más que una ocurrencia derivada de la personalidad de Echeverría. Por aquellos días comenzaba a mermar de manera más clara la capacidad del Estado para manejar las contradicciones del sistema: los recursos para granjearse legitimidad popular a cambio de bienestar material se volvieron escasos y las exigencias sociales aumentaron. Con todo, el gobierno de Echeverría insistió en continuar y profundizar este esquema, lo que provocó que el gobierno cayera en una crisis fiscal y de irracionalidad administrativa permanente. Hacia el final del sexenio, el sistema en su conjunto derivó hacia una situación de crisis económica y una larga coyuntura de complicaciones políticas de muy difícil manejo.

El problema se había incubado antes, cuando, por falta de autocrítica o de imaginación, el gobierno desaprovechó la oportunidad de utilizar el alto crecimiento económico sostenido durante años como palanca para implantar un modelo de desarrollo a tono con las oportunidades del momento y capaz de anticipar los desafíos que vendrían. Faltó determinación y creatividad para buscar saltos cualitativos en las formas de invertir, producir, educar, innovar, pagar impuestos, intercambiar, consumir y cuidar la hacienda pública, que nos dieran mayor eficiencia como país y, por consiguiente, más fortaleza e independencia económica frente al exterior. No lo hicimos a pesar de que el milagro mexicano nos había dado margen para intentarlo. No enfrentamos con racionalidad la nueva etapa del capitalismo que sobrevino tras el fin de los años dorados de la posguerra, la caída de los modelos keynesianos y el resurgimiento del liberalismo comercial a escala mundial. Estas desatenciones le estallaron en las manos al sucesor de Díaz Ordaz y también al presidente López Portillo. Desembocaron en el horror económico de inflación, devaluaciones, fuga de capitales y desconfianza que tuvieron que vivir varias generaciones de mexicanos, empresarios, obreros, campesinos, profesionistas, cabezas de familia.

Era muy difícil prever que el milagro mexicano no volvería, que la época mundial había cambiado y que las premisas del funcionamiento de las economías nacionales serían muy distintas. Lo que se había vuelto evidente, sin embargo, era la necesidad de entender que las arcas del gobierno y la infraestructura del sector público tenían límites y que la opción más adecuada para enfrentar la situación no pasaba por aumentar indiscriminadamente el número de empresas estatales (así fuere con el pretexto de la creación de empleos) ni sobrecargar con mayores responsabilidades económicas al sector público y mucho menos centrar en la Presidencia de la República la toma de decisiones en materia de finanzas públicas y política económica en general (Zaid, 2012). Hacerse cargo de las crecientes demandas sociales mediante programas públicos ineficientes y estrategias gubernamentales equivocadas implicó el incremento del déficit fiscal, el crecimiento drástico de la deuda exterior y un alza incontenible de los precios.

Esa fue la tónica del gobierno mexicano de Echeverría a López Portillo, quien en esencia continuó el mismo tipo de políticas, aunque creyó, erróneamente, superar los problemas económicos mediante la expectativa de bonanza generada por la explotación de nuevos yacimientos petroleros. No previó las bajas en los precios de los hidrocarburos ni las alzas en las tasas de interés aplicadas a los préstamos que solicitó el gobierno para sustentar la inversión en infraestructura petrolera. En cualquier caso, se desestimaron las advertencias de que no era conveniente sostener la estabilidad política mediante subsidios a los precios, buenos salarios, cargos burocráticos, concesiones sindicales, gasto social y dispendio en oficinas gubernamentales. Es cierto que desde una perspectiva ética algunas de estas prácticas se podían justificar, como el gasto social y los buenos salarios a los sectores populares, pero sólo como un recurso provisional mientras se establecían nuevas bases para sustentar la viabilidad financiera del Estado y la plausibilidad del modelo de desarrollo nacional.6

El enrarecido clima político post-68 y el crecimiento de la clase media generada por la industrialización de los últimos lustros obligaron al gobierno a liberalizar al sistema como medida de descompresión. Por consiguiente, el presidente Echeverría implantó la “apertura democrática”, que fue más retórica que real. En cualquier caso, liberó presos políticos -entre ellos José Revueltas y Heberto Castillo, por cierto- y se mostró proclive a atender a grupos sociales tradicionalmente excluidos, particularmente a los jóvenes, cooptó a algunos líderes del movimiento del 68, reconoció la autonomía de varias universidades públicas y fundó nuevas a lo largo y ancho del país. Para los campesinos, los obreros y los sectores populares el gobierno de Echeverría amplió los subsidios al campo, propició un mayor reparto agrario, dio libertades sindicales, favoreció la mejora salarial y el control de precios de la canasta básica de satisfactores. Además, llevó atención a la salud a zonas rurales y amplió muchos servicios proporcionados por el Estado.

Las medidas fueron insuficientes para restaurar la armonía social y política: el 10 de junio de 1971 el fantasma de la represión apareció de nuevo con el llamado halconazo. En esta masacre murieron más de cien jóvenes que marchaban con destino al Zócalo de la Ciudad de México, partiendo del Casco de Santo Tomás. Fueron brutalmente atacados por un grupo paramilitar llamado “Los Halcones”, que tenía apoyo de militares, policías y personal de la tristemente famosa Dirección Federal de Seguridad. Los estudiantes se manifestaban en solidaridad con la Universidad Autónoma de Nuevo León y también en favor de demandas políticas contra el gobierno. El crimen nunca se aclaró -a pesar de la renuncia del regente de la Ciudad de México, Alfonso Martínez Domínguez- y permanece como otra mancha en el expediente del presidente Echeverría (era Secretario de Gobernación en el sexenio anterior y es probable que participara en las decisiones que desembocaron en el 2 de octubre).

Este episodio, aunado a la noche de Tlatelolco, provocó que algunos sectores de la izquierda tomaran las armas frente a un establecimiento gubernamental que no daba señales claras de aceptar la competencia democrática. La guerrilla no era una novedad en el país. Tenía antecedentes, por lo menos en Guerrero y en Chihuahua, con campesinos y maestros rurales, pero a partir de esas fechas cobró un vigor inusitado, con presencia urbana, que puso a prueba la tolerancia política del gobierno y su compromiso con los derechos humanos. La llamada “guerra sucia” fue un capítulo lamentable en la historia contemporánea de México y un indicio de que al sistema se le habían encendido los focos de alarma y no tenía mucha habilidad para hacer que se apagaran de nuevo.

José López Portillo también enfrentó una situación de pérdida del capital político del régimen. En su elección fue el único candidato a la Presidencia de la República con registro oficial, dato que puso de manifiesto la erosión de la ya de por sí insustancial democracia mexicana.7 En parte como respuesta a ello, en 1978 se realizó una reforma política cuyo sentido era ampliar las oportunidades de los ciudadanos para contender por cargos de elección popular y extender el abanico de opciones de representación en el poder legislativo. Al Partido Comunista Mexicano se le permitió salir de la clandestinidad y le fue reconocido su derecho a competir. Además, asunto no menor, se estableció la representación proporcional como una de las vías para integrar la Cámara de Diputados, lo que favoreció principalmente a los partidos de oposición, con lo que se profundizó el pluralismo. Por otro lado, se reconocieron las coaliciones políticas. De esa forma, México dio un paso que, no obstante sus limitaciones (no estaba pensado para propiciar una competencia electoral limpia), fue significativo en la marcha hacia la democracia que tardaría muchos años, demasiados, antes de que comenzara a dar algunos frutos.

6

Los presidentes Echeverría y López Portillo inauguraron la época de los sexenios que terminaban en medio de crisis económicas y políticas: descontento empresarial, polarización social, irritación popular, devaluaciones, fuga de capitales, deuda externa inmanejable, bancarrota pública... Tal vez por eso, fueron los últimos mandatarios que tuvieron cierta manera de pensar el país y la gestión administrativa: los últimos presidentes de origen “revolucionario”. A los ojos de los políticos de la nueva élite que los sucedió, el problema era estructural: con audacia asumieron que había que cambiar de modelo de desarrollo y establecer nuevas bases de funcionamiento de la economía. Pero hasta allí llegaba su entusiasmo reformista: no era necesario transformar la política y propiciar un tránsito a la democracia que condujera a la renovación del régimen, la maduración cívica de la ciudadanía y el desarrollo de partidos políticos capaces de ser verdaderas alternativas al Partido Revolucionario Institucional (PRI). Su noción de reformar al Estado consideraba únicamente la dimensión económica del asunto: liberar al gobierno de sus compromisos redistributivos para dejarlo sin las presiones sociales que socavaban su legitimidad y la estabilidad del sistema en su conjunto. En todo caso, las demandas de atención a problemas sociales de pobreza, salud y educación se podían enfrentar con acciones asistenciales dedicadas a los sectores más desfavorecidos.

Al paso del tiempo llama la atención la estrechez del cambio que se pretendía implantar en el país -y que se implantó-, porque no rindió buenos frutos ni en lo económico ni en lo político. El presidente De la Madrid no sólo terminó su sexenio con una elevada inflación, con devaluación y quiebra de las finanzas públicas, sino también con una grave crisis política. En el contexto de la sucesión presidencial de Miguel de la Madrid, su partido, el Revolucionario Institucional, sufrió una división histórica (de la que luego surgiría el Partido de la Revolución Democrática, PRD). El Frente Democrático Nacional, producto de una alianza de expriistas con varios partidos,8 realizó una exitosa campaña de apoyo a la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, hijo del expresidente Lázaro Cárdenas y hombre de izquierda moderada. La consecuencia fue que De la Madrid entregó el poder a un sucesor acusado de llegar a Los Pinos mediante un fraude electoral. El gobierno, sin embargo, desoyó el clamor ciudadano que exigía anular la elección y revertir los efectos de la famosa caída del sistema, ocurrida la noche del 6 de julio de 1988.

Fiel a la visión de la nueva generación de políticos llegados al poder, el presidente Salinas dio prioridad a la transformación económica del país y dejó en segundo término la modernización política. De acuerdo con esta perspectiva, compartida por los gobiernos subsecuentes, hasta el del presidente Peña Nieto, urgía dejar en el pasado los viejos compromisos del régimen con sus bases tradicionales de apoyo: descargar al Estado de la responsabilidad de distribuir oportunidades económicas y beneficios materiales a las grandes mayorías. Se trataba, en otras palabras, de despolitizar la gestión del bienestar social, el salario y el empleo: considerar estos asuntos como problemas económicos que, en teoría, habrían de resolverse por los mecanismos neutrales del mercado. Para lograrlo había que expandir las libertades económicas y facilitar la operación de las empresas, reducir regulaciones, abrir oportunidades comerciales, flexibilizar los procesos de trabajo, eliminar obstáculos legales derivados de derechos laborales y medidas similares que apelaban a la idea de la racionalidad intrínseca de los mercados y los actores económicos y que, además, estaban en correspondencia con posiciones teóricas identificadas con el liberalismo económico, o más específicamente, con el llamado neoliberalismo y el Consenso de Washington. Se esperaba, en suma, que, dejando libre de interferencias a la actividad de los mercados, la economía volvería a crecer en proporciones importantes y los problemas sociales del país -pobreza, desigualdad, empleo- se resolverían por añadidura.

La nueva élite gobernante se propuso reducir el tamaño del sector público y disciplinar las finanzas públicas. Asimismo, como elemento clave, abrir a México a la inversión extranjera, el comercio internacional y, en general, insertar al país en las dinámicas de la globalización. De ahí la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN), que significó un parteaguas en términos de la renuncia a los compromisos del viejo nacionalismo económico de corte echeverrista. Un problema general de la política económica fue que el tipo de capitalismo que se impulsó no fue democrático, es decir, consistente en un esquema de reglas que brindaran oportunidades más o menos equitativas para el grueso de los empresarios mexicanos. Más bien, se implantó un capitalismo exclusivo de los grupos económicos asociados con la nueva élite política emergente y con el entorno empresarial mundial que se configuró con el desarrollo de la nueva economía global. Esos principios de actuación presidieron la lógica con que se asignaron y vendieron los activos del Estado que se privatizaron, desde los bancos hasta las empresas de televisión y telecomunicaciones. Esa práctica ha continuado hasta ahora, en el marco de las reformas a la industria energética y petrolera aprobadas por el gobierno del presidente Peña Nieto, lo que pone en tela de juicio el carácter democrático y republicano de la modernización impulsada por la élite en el poder.9

Muchas de las reformas aplicadas a partir del sexenio salinista tenían sentido. Observar una mayor disciplina fiscal y ordenar las finanzas públicas, por ejemplo, o descargar al Estado de la propiedad y gestión de empresas no estratégicas eran medidas necesarias. Lo mismo se puede decir de algunos aspectos que fueron positivos de la liberalización económica y la apertura comercial -y del propio TLCAN. Tales decisiones contribuyeron a modernizar la economía nacional; seguramente favorecieron a muchos consumidores y propiciaron que algunos sectores de la planta productiva nacional se volvieran más eficientes. Sin embargo, cabe preguntarse si, a fin de cuentas, la distribución de las pérdidas y las ganancias fue la óptima desde un punto de vista ético y democrático; si no hubiera sido esencial cuidar más la apertura comercial y la inserción en la globalización, sobre todo por la velocidad y los alcances con que se hicieron, de manera que importantes sectores nacionales no quedaran a expensas de las fuerzas económicas mundiales, como realmente sucedió en muchos casos; o si no se dejaron desprotegidos grupos sociales tradicionales, como los campesinos y los indígenas, que se vieron rebasados por reglas que terminaron destruyendo las bases económicas, productivas y materiales sobre las que se sostenían sus condiciones de existencia.

El problema fue de concepción sobre el tipo de modernización que se buscaba: de quiénes eran los protagonistas del cambio impulsado, de dónde se concentraban las oportunidades y qué grupos humanos ponían la parte más costosa. Elevar los salarios, por ejemplo, nunca fue considerada una medida estratégica para mejorar el nivel de vida de la población y fortalecer la cohesión social, prueba de ello es que no se asumió como una condición para la firma del TLCAN o un componente en el diseño de las políticas económicas generales. Al contrario, mantener los salarios bajos era parte de la ruta elegida para lograr la eficiencia productiva y para que la inversión extranjera considerara atractivo a nuestro país. Tampoco se consideró a la educación como un aspecto prioritario de la modernización. Elevar la calidad de la educación básica sigue siendo una asignatura pendiente desde tiempos del presidente Salinas y hasta la actualidad. Y las tasas de cobertura educativa superior siempre han sido extremadamente bajas e inadecuadas para propiciar un desarrollo económico como el que requiere un país del tamaño y la importancia de México. Ni qué decir del apoyo al desarrollo científico y a la transferencia de tecnología a procesos productivos, aspectos fundamentales de la competitividad de las economías contemporáneas que no han sido un eje de las políticas aplicadas de manera sistemática por los gobiernos mexicanos.

El presidente Salinas y los que vinieron después establecieron programas de asistencialismo social para paliar las consecuencias colaterales de la liberalización económica. Pero fueron eso: paliativos pensados para mitigar la pobreza, de manera que los gobiernos salinistas y postsalinistas (es decir, los de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto) nunca se han ocupado por establecer un modelo de desarrollo que por su propio funcionamiento -impulsor en sí mismo de una distribución más equitativa de la riqueza- tienda a hacer accesorias o complementarias las políticas sociales. En un ensayo reciente, Ricardo Becerra explica este problema de una forma que lo clarifica, pues revela la verdadera naturaleza de las políticas económicas imperantes:

En el escenario histórico de la privatización del Estado, la desigualdad social se ha convertido en la premisa del modelo, no su consecuencia. Más que eso: es una premisa compartida y casi consensual en el debate económico mexicano: atacar las consecuencias de la desigualdad pero nunca sus fundamentos, instaurar masivos o focalizados programas sociales, sí, pero no tocar la política económica que deprime intencionadamente los ingresos, salarios y remuneraciones y, al cabo, el crecimiento mismo (Becerra, 2017: 242).

Se configuró, así, desde hace poco más de treinta años, una política económica que generó un severo déficit de bienestar y seguridad social en la sociedad mexicana. No es éste el lugar para profundizar sobre el tema, pero los efectos de estas políticas son evidentes. Es paradójico que las medidas del posnacionalismo revolucionario, es decir, el salinismo y sus continuadores panistas y peñanietistas, al final no lograron revertir la tendencia del régimen mexicano a perder la legitimidad y el apoyo popular. Aunque puede haber vaivenes y matices por los actores implicados y la naturaleza de las reivindicaciones en juego, los datos no permiten lugar a dudas. Entre el 6 de julio de 1988 y el 1 de enero de 1994, con el levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, hay un eslabonamiento claro; lo mismo ocurre del 2 de julio de 2000 a las elecciones presidenciales de 2006 y de 2012, estas últimas muy cuestionadas en su neutralidad por diversas razones; y, por supuesto, la cadena se extiende hasta la pasada elección de 2018: manifiesta un clamor de sectores sociales muy importantes, cada vez más amplios que, por lo que se puede apreciar, han manifestado su inconformidad con el sistema político y socioeconómico. Además, hay otro aspecto de la paradoja mencionada que resulta, quizá, aún más sorprendente: con todo y la rudeza y espectacularidad de las recetas económicas, aplicadas sin restricciones, no se lograron buenos desempeños en la economía mexicana que permitieran al Estado contar con recursos suficientes para repartir bienestar, construir infraestructura y expandir los mercados internos. La economía no ha logrado restaurar, de manera sostenida, los niveles de crecimiento de los años del milagro mexicano. Ricardo Becerra explica así lo que ocurrió:

Después de la época de shocks y crisis fiscales, a principio de los ochenta, se configuró un corpus que cobijó la privatización del Estado y la naturalización de la globalización: el Consenso de Washington y las políticas “centradas en la eficiencia económica” con la aquiescencia del Tesoro norteamericano, el FMI y el resto de las agencias de financiamiento multilateral. El problema central de la economía de los años setenta, decían, tenía que ver con la intervención estatal, la regulación exagerada, el entorpecimiento de la acción de los mercados. La desigualdad derivada de los planes de austeridad sería el costo a pagar para que, por fin, los países con Estados excesivos se incorporaran a la senda global de los mercados libres y al crecimiento a largo plazo. Hipótesis que nunca ocurrió. En un mea culpa posterior, quien fuera el animador y artífice de los principios clave del “Consenso de Washington”, el economista John Williamson, escribió: “Excluí deliberadamente de la lista cualquier cosa que fuera redistributiva porque suponíamos que las consecuencias equitativas serían un subproducto de los objetivos de eficiencia [...] el Washington de los años ochenta era una ciudad esencialmente despectiva en cuestiones de equidad porque entorpecerían la eficacia de las medidas de crecimiento”. Esta enumeración de conjeturas más o menos fallidas viene al caso porque las políticas económicas en México, de una u otra forma, han estado atadas a las visiones y prejuicios de esas corrientes económicas, al menos desde la posguerra. Casi todas las escuelas coinciden en el precepto esencial: primero crecimiento, la igualdad es lejana consecuencia (Becerra, 2017: 242-243).

Esa carencia es la prueba irrefutable del fracaso del modelo impuesto a rajatabla, de manera autoritaria, por la actual élite gobernante política y económica. De ahí que hoy, el déficit de bienestar señalado, dicho sea de paso, le está cobrando la factura al PRI, al Partido Acción Nacional (PAN) e incluso al Partido de la Revolución Democrática (PRD), a lo largo y ancho de la nación.

En medio de todo esto, la sociedad mexicana continuó su lucha por hacer avanzar la democracia. Si el camino elegido por los sectores radicales quedó vedado, luego de la guerra sucia y las transformaciones mundiales que pusieron en primer plano las reivindicaciones democrático-liberales por sobre las de carácter socialista, se abrió la oportunidad para que las clases medias urbanas, sobre todo, comenzaran a tener un papel más protagónico en el cambio político nacional. Fueron éstas las que alimentaron el crecimiento del pan -renovado también por la afiliación de empresarios provenientes de las filas oficiales-, partido que comenzó a caminar en una lógica de acumulación de triunfos y poder electoral.10

A su vez, la irrupción de la guerrilla en Chiapas ocasionó nuevas reformas electorales que, entre otras cosas, profundizaron la autonomía del organismo electoral y prepararon el terreno legal para la celebración de elecciones verdaderamente limpias y competitivas. En 1997, el PRD llegó al poder en la Ciudad de México y por primera vez el partido del Presidente de la República, en tiempos de Ernesto Zedillo Ponce de León, perdió la mayoría de escaños en la Cámara de Diputados. Y el 2 de julio de 2000, tras 71 años de permanecer en el poder, el PRI perdió por primera vez la Presidencia de la República a manos de un partido (Acción Nacional) que en los hechos se limitó a dar continuidad a las políticas económicas y sociales adoptadas desde tiempos de Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari. El resto ha sido una dinámica de pérdida del poder presidencial, pluralización y empoderamiento del sistema de partidos, languidecimiento perjudicial del viejo sector corporativo y crecimiento sin muchos frutos -ni organización suficiente- de la sociedad civil, todo ello en el marco de un país que se vuelve más y más desigual y mantiene su incapacidad para resolver sus problemas fundamentales, los mismos que en 1947 había identificado Daniel Cosío Villegas.

¿Estos episodios, sin duda trascendentes, pueden considerarse parte de un proceso de avance democrático? ¿Expresan una continuidad con lo exigido en 1968 por aquellos jóvenes cándidamente reunidos en asambleas que buscaban libertad y democracia para México? ¿Conducen al escenario de transformaciones -en la cultura política, en el modo de gobernarse, en el modo de funcionamiento de la economía y la producción- que México necesita? En la transición mexicana no hubo un plan ni un acuerdo explícito, entre las élites políticas, económicas y culturales de la nación, para definir el rumbo que necesitábamos y podíamos seguir. Ha sido, más bien, un proceso lleno de dificultades y paradojas, presidido por los intereses de los partidos emergentes y las élites tecnocráticas y empresariales, que, sin embargo, ha hecho avanzar a la nación y le ha abierto posibilidades -aunque impulsado por una base social que se ha expresado sobre todo en las urnas y mediante movilizaciones importantes.

Una de tales posibilidades -la de las políticas neoliberales- se exploró hasta la saciedad y el agotamiento... del sistema. Otra, la del centro-izquierda, tuvo cerrado el camino de manera injusta, pues incluso si se acepta la limpieza -cuestionable- del resultado de las elecciones federales de 2006 y la equidad de la competencia por la presidencia en 2012 -discutible- debe reconocerse que las políticas de centro-izquierda gozan del apoyo de amplísimos sectores sociales que no han visto reflejadas sus preferencias programáticas en las políticas económicas aplicadas por el gobierno federal en varias décadas. Con todo, hay razones para creer que se extiende una línea de continuidad entre el movimiento del 68 y los cambios que atestiguamos en 2018. El significado profundo del cambio político y económico experimentado por la sociedad mexicana en los últimos cincuenta años es la lucha tortuosa y muchas veces desencantada por construir un régimen -un arreglo institucional político, económico y cultural- sustentado en una democracia verdaderamente representativa de los intereses públicos y capaz de procurar la satisfacción, con honestidad y eficacia, de las necesidades materiales de la mayoría de la población. Esa batalla no se ha ganado. Su fragor explica lo sucedido en las elecciones presidenciales de 2018.

7

Por segunda ocasión el sufragio ha despojado al PRI de la Presidencia de la República. Pero, ahora, para entregársela por primera vez a un partido de izquierda cuyos orígenes guardan afinidad con las causas del movimiento del 68 y que se propone modificar -o por lo menos, matizar- la orientación de las políticas públicas aplicadas sin interrupción desde mediados de los años ochenta.

El pasado 1 de julio, los mexicanos ejercieron a plenitud sus prerrogativas democráticas. Como en pocos momentos de la historia, decidieron la trama que quieren vivir. Pueden sentirse satisfechos: una apabullante mayoría dio al ganador (53.19% de los votos) margen de más de dos a uno sobre el segundo lugar (22.27%) y mandó hasta el tercer sitio al candidato del partido en el poder (16.41%). La voluntad colectiva, casi monolítica, arrasó con el sistema de partidos legado por las elecciones presidenciales de 1988. Otorgó a la coalición vencedora -Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), Partido del Trabajo (PT) y Partido Encuentro Social (PES)- las mayorías absolutas de curules en el Senado (68 de 128 escaños) y en la Cámara de Diputados (307 de 500).

El PRI fue reducido a 45 diputaciones y 13 senadurías; el PAN, a 82 diputados y 24 senadores; y el PRD, a 21 diputaciones y 8 senadurías. Estos últimos, PAN y PRD, habían quedado tocados de muerte tras el Pacto por México y terminaron de colapsarse por su antinatural alianza electoral en favor del candidato Ricardo Anaya. De las nueve gubernaturas en disputa, la coalición encabezada por Morena obtuvo cinco; el PAN, tres; Movimiento Ciudadano, una, y el PRI, ninguna. Los tres grandes partidos que integraron el mapa electoral durante treinta años han quedado en el campo conservador: su escasa credibilidad los ha dejado prácticamente sin nada que ofrecer. Morena, en cambio, se presenta como la fuerza de avanzada, independientemente de si esto después resulta falso, porque es el único partido que provoca en los ciudadanos esperanza en su futuro. Ello es su fortaleza, pero también la causa de sus riesgos, porque es el origen de sus tentaciones.

A la acumulación de poder en la figura presidencial, que como pocas veces podrá contar con la autoridad legislativa para impulsar su agenda de gobierno, hay que agregar las simpatías populares que, incluso entre las clases medias, goza Andrés Manuel López Obrador. Eso podría hacer regresar lo que no se veía desde tiempos del presidente Lázaro Cárdenas: la política de masas, la aclamación plebiscitaria del líder que promete grandes reformas en aras del interés nacional. Y, por si fuera poco, hay que considerar un cambio esencial y no menos importante: la conformación de una nueva hegemonía transideológica, como resultado de que políticos de distinta filiación partidaria (incluyendo, por supuesto, a priistas), empresarios, gobernadores, líderes sindicales y de organizaciones sociales, junto a los herederos de la izquierda tradicional, se estén sumando al proyecto ganador.

En la historia contemporánea de México no habíamos tenido un presidente electo con tanto capital político y casi nunca alguien que despertara tantas expectativas para el inmediato porvenir. La nueva mayoría nacional se ha decantado por un programa de gobierno que no explica los cómos de sus objetivos; deja sin aclarar, por ejemplo, la manera como se hará crecer a la economía con el volumen y consistencia requeridos. Pero no hace falta explicitar las estrategias de acción gubernamental y administrativa, mostrar las soluciones específicas de nuestros ingentes problemas. Para creer basta que el líder carismático dicte la recuperación de la paz, el arribo de la justicia social y el impulso al desarrollo, todo aunado a la promesa de combatir sin cuartel la corrupción.

Ha ocurrido, entonces, un acto de magia de consecuencias históricas: se ha instalado la creencia de que, de ahora en adelante, la democracia significará algo más que la rutina de contar bien los sufragios11 y nos traerá situaciones más trascendentes que partidos y políticos divididos por conflictos insolubles y dedicados sólo a representarse a sí mismos: se traducirá en la actuación de un buen gobierno, es decir, un gobierno interesado en cumplirle al pueblo sus anhelos, un gobierno justiciero, respaldado por la inmensa mayoría de la gente -que es buena- y de los políticos, que se han vuelto buenos por pertenecer a la nueva fuerza política hegemónica comandada por un líder que también es bueno y no nos va a fallar (como no se cansa de repetirlo).

No hay duda, entonces, de que el cuadro presente puede interpretarse como el fin de un ciclo histórico. Como toda etapa que termina, anunció con antelación su reemplazo por el impulso de fuerzas que nada ni nadie pudieron refrenar. Un mes antes del 1 de julio, Jesús Silva-Herzog Márquez imaginó así el escenario que ahora prevalece:

Nunca una elección tan aburrida ha anticipado un cambio tan profundo. El cambio que se aproxima es el más hondo que ha vivido la política mexicana en varias generaciones. No se acerca un simple cambio de gobierno, la transmisión del poder de un partido viejo a un partido nuevo. La transformación por venir alterará la brújula de la política, modificará sustancialmente el mecanismo del poder, alterará la imagen misma de lo social.

No es una tercera alternancia sino, tal vez, una segunda transición. El año 2000 terminó siendo un simple relevo de partidos. Hoy reconocemos la trivialidad de la hazaña. Se limpió la escalera de la ambición modificando mínimamente la maquinaria del poder. El cambio que viene se sostiene precisamente en la denuncia del carácter oligárquico de la transición levantando la promesa de una democracia auténtica. Se ofrece, por lo pronto, una idea distinta de las instituciones, del pluralismo, de la naturaleza del conflicto y de los modos de agregación de exigencias. No es una propuesta reformista sino en muchos sentidos refundacional: reinventar la política, constituir otra democracia, la verdadera (Silva-Herzog, 2018).

Estos vaticinios nos advierten de un cielo poblado de nubarrones. Casi siempre es así: cada nueva época que llega nos sitúa en una encrucijada. Implica la posibilidad de algo mejor, pero también de su contrario embozado en la apariencia de lo nuevo. No puede ser de otra manera: aunque se propongan seguir un guion distinto, los actores son los mismos, sus intereses, sus atavismos y sus prejuicios no han cambiado en lo esencial. Sin embargo, no podemos quedarnos atrapados en prejuicios como éstos. Tenemos que asumir que los mexicanos, a pesar de nuestras inocultables diferencias, hemos construido una coyuntura histórica inédita desde hace mucho tiempo en México: la oportunidad de practicar un camino de construcción democrática que combine las virtudes del liberalismo político y el espíritu de las instituciones republicanas, por una parte, con una política de atención a la cuestión social basada en la regulación del capitalismo en beneficio de las mayorías de la población, por la otra. Los nubarrones significan el riesgo de perdernos en el espejismo del populismo y la reedición de una suerte de autoritarismo neopresidencialista -o sea, sin contrapesos- amparado en el carisma personal y la capacidad de manipulación de masas de Andrés Manuel López Obrador.

La inmensa mayoría de votantes acudió a las urnas motivada por un sentimiento de desencanto con la democracia y los partidos que ocuparon el espacio público durante los últimos treinta años. Muchos seguramente no ignoraban los exabruptos discursivos de López Obrador ni las dudas que provocan los rasgos autoritarios de su personalidad. Habrá algunos que le dieron su voto a pesar de que el programa del tabasqueño podría incluir medidas que trajeran desconfianza e inestabilidad económica al país. Todo, pensarían, con tal de superar la ignominia de corrupción, inseguridad, violencia, pobreza y desigualdad en que nos sumieron los gobiernos emanados de la transición democrática.

El horizonte de posibilidades que nos ofreció el periodo que se extiende entre 1988 y 2018 está vacío de contenido, por no hablar del lapso que va de 1968 a 1988. Entre los ciudadanos sólo provoca decepción, impotencia e irritación. Y lo más grave, propicia que recelen de la democracia, sus valores, sus promesas y sus instituciones. Tienen motivos para ello. Hemos vivido treinta años -y más- de ineficacia gubernamental, alimentada por la incapacidad del régimen de la transición para volver productiva a la alternancia de partidos en el poder. En vez de un procesamiento positivo de las diferencias, hemos tenido su neutralización mutua, además de la insuficiencia del sistema político para responder a las demandas de la población y encauzar los intereses ciudadanos mediante decisiones de autoridad adecuadas y correctamente deliberadas. Todo trabajó de consuno para volver, a los ojos de los mexicanos, estéril a la democracia: irrespetadas las leyes, frivolizadas las costumbres públicas, suprimida la generosidad política, anulado el sentido de patriotismo.

Conclusión

El movimiento del 68 pretendió democratizar los usos del poder y ampliar la participación política para grupos sociales emergentes o tradicionalmente excluidos. Su significado histórico no se puede entender si se hace abstracción del agotamiento de los aspectos autoritarios del sistema político heredado de la Revolución de 1910: presidencialismo, partido prácticamente único, corporativismo, fraude electoral, limitación de las libertades de prensa, anulación práctica de las prerrogativas sindicales, corrupción... Tampoco si se ignora el fracaso del régimen para brindar los beneficios del desarrollo a amplios sectores de la población. Pero esas consideraciones, más bien negativas, no extinguen el significado del 68 mexicano. Éste también tiene un contenido positivo, constructivo, de lo que puede y debe ser y no sólo negador de lo que existe: sus tareas son las de la formación de la autoridad popular, la participación ciudadana y la acción cívica, la forja de instituciones y reglas capaces de dar vigencia a prácticas políticas virtuosas, componentes todos indispensables de una democracia representativa y un régimen verdaderamente republicano.

Si se asume una agenda como ésta, el 1 de julio de 2018 se puede interpretar como la posibilidad de que, por fin, comencemos a cerrar las heridas (re)abiertas hace medio siglo. Lograrlo, o por lo menos intentarlo con buenas probabilidades de éxito, supone un requisito: hacer conciencia del significado profundo del 68, lejano cronológicamente, pero cercano moralmente a nosotros como el presente más inmediato. Y también hacer conciencia de otras luchas relacionadas con aquélla: el terremoto de 1985, la elección del 6 de julio de 1988, Chiapas y el neozapatismo, la transición de 2000 (más bien fallida), las jornadas electorales de 2006 y 2012, así como las luchas por reivindicar agravios insatisfechos, como el Jueves de Corpus, Acteal, Aguas Blancas, Ayotzinapa... y las ejecuciones y las desapariciones forzadas de la llamada “guerra contra el narcotráfico”, que se cuentan por miles y decenas de miles, sin dejar de considerar los feminicidios y los asesinatos de periodistas.

Se dirá que López Obrador y su movimiento representan al viejo PRI y que su significación real es la de la retrotopía, como acaso lo diría Zygmunt Bauman (2017): esa nostalgia que nos hace tratar de regresar al pasado como vía de escape a un tiempo que ya no tiene futuro, porque no pone en el horizonte algo que nos entusiasme. O que es la versión mexicana de los nuevos populismos que pueblan el siglo XXI sin que nadie los contenga: un intento de reconstruir lo que no puede volver, de gobernar como si fuese posible reeditar el presidencialismo mexicano, agotado y exhausto para siempre por un mundo globalizado, tecnificado, fragmentario, individualista y capitalista sin remedio, que ya no permite construir una sociedad reconciliada consigo misma o esperanzada por la posibilidad de instaurar la solidaridad y velar por el bien común cuando menos en el grado necesario para forjar un país con un mínimo de decencia.

Ninguna de estas precauciones, por comprensibles que sean, impide el reconocimiento de que la derrota del pri significa el rechazo a una forma de diseñar las políticas públicas nacionales y a una visión política y económica del mundo. Ambas, por lo menos por ahora, han caducado. Es posible que López Obrador y el cúmulo de fuerzas que él y su movimiento representan no sean más que un intento desesperado, palos de ciego, sin programa consistente y creíble, por encontrar una salida al callejón en el que México ha estado durante los últimos cincuenta años. Tampoco es improbable que el nuevo presidente caiga víctima de la enfermedad del autoritarismo, esta vez arropado en el carisma personal, más que en la justificación tecnocrática. No sería sorprendente que dentro de seis años, o tal vez menos, descubramos que el pueblo mexicano se equivocó y de que la vía elegida no fue la correcta. Con todo, la posibilidad de la incorrección de la medicina prescrita no debe llevarnos a pensar que el mal era inexistente o que los fármacos administrados durante este medio siglo han sido los mejores o los únicos a nuestro alcance.

Por eso vale la pena -es urgente, mejor dicho- preguntarnos sobre las asignaturas pendientes, las tareas legadas por el movimiento del 68 y por las que se fueron agregando durante todos estos años. Cabe aplicar el método de Cosío Villegas al periodo posrevolucionario -llamémoslo neoliberalismo salinista y postsalinista- que comenzó hace treinta años y llega hasta el presente. Preguntémonos qué metas se propuso y si los hombres de los gobiernos recientes estuvieron a esa altura. Me temo que el balance sería similar al obtenido por los gobiernos revolucionarios. ¿De dónde podría venir el remedio a tanto mal? Don Daniel diría que de una reafirmación de los principios y una depuración de los hombres. ¿Quién ofrece hoy esa esperanza? No tengo la respuesta, pero sí la certeza de que lo único real que podamos lograr los mexicanos, de aquí en adelante, no será obra de un hombre, por iluminado y bien intencionado que sea, ni de un partido o de una ideología, sino de la inteligencia que pongamos todos los ciudadanos por reconocernos los unos a los otros, escucharnos mesurada y respetuosamente y asumirnos como parte del mismo país, como autores de nuestra cultura política, creadores de nuestras instituciones y forjadores de nuestras costumbres públicas. Atreviéndonos a ser, pues, lo que quisieron ser aquellos jóvenes injusta y atrozmente silenciados en 1968: ciudadanos.

Referencias bibliográficas

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1 La tesis de la evolución política de México como un proceso sui generis que le permitió evitar la anarquía y la dictadura, al tiempo que cambia de manera paulatina para llegar a ser, algún día, una democracia, fue argumentada por el politólogo estadounidense Robert E. Scott, en su libro Mexican Government in Transition (Scott, 1964).

2El doctor Salvador Nava Martínez ha sido uno de los luchadores sociales más importantes de la historia de México en el siglo XX. Fue alcalde independiente de San Luis Potosí en 1959 y después se postuló para gobernador. Sin embargo, no le fue reconocido su triunfo; su movimiento fue reprimido violentamente -incluso con víctimas fatales- y él mismo fue encarcelado y torturado. Muchos años después volvió a la vida política y en 1991 contendió otra vez por la gubernatura de San Luis Potosí; tampoco le fue reconocido su triunfo.

3Aunque también hubo muchos encierros, pues los detenidos y encarcelados -ilegalmente-- en el contexto del movimiento del 68 fueron miles. También habría que considerar los torturados, golpeados y heridos.

4Octavio Paz afirma, en Postdata, que “ni las peticiones de los estudiantes ponían en peligro al régimen ni éste se enfrentaba a una situación revolucionaria”. Esto es cierto sólo en parte, pues plantear así las cosas es ignorar el contexto socio-histórico de México y la efervescencia mundial prevaleciente en esos años, que sí configuraban oportunidades para el surgimiento de opciones revolucionarias y su despliegue, las cuales le daban un sentido estratégico ulterior a las demandas contenidas en el pliego petitorio estudiantil. Una situación como ésta refleja el carácter potencialmente disruptivo que pueden tener las reivindicaciones democrático-liberales, en la medida en que pueden dar pie a otras de carácter material o de reconocimiento de derechos culturales, etc. De ahí también su importancia. Por consiguiente, hay que tratar de entender la decisión de Díaz Ordaz como algo más complejo que una agresión ocasionada por la neurosis, el miedo y la inseguridad, y más sofisticado -aunque no por ello menos condenable- que una regresión a las costumbres del mundo azteca, que es como Paz argumenta su explicación del 2 de octubre (Paz, 2014: 258).

5Es célebre el comentario al respecto que hiciera Daniel Cosío Villegas: “el único remedio: hacer pública de verdad la vida pública”, citado por Octavio Paz (2014: 257).

6Cabe preguntarse si la crisis económica se habría presentado de manera similar en caso de que México hubiese sido, en aquellos años, una democracia consolidada, con libertades de prensa y de crítica, contrapesos entre los poderes públicos y pluralidad de partidos competitivos. Es decir, si la estabilidad y la legitimidad del régimen se hubiesen fincado en usos republicanos del poder, ¿el régimen se habría visto obligado a romper los balances en los intercambios de bienes de autoridad por apoyo popular y lealtad de masas? Es imposible saberlo, aunque los años posteriores al 68, los de la transición a la democracia, nos han enseñado que se requieren muchas condiciones para esperar mayor mesura y sensatez del gobierno, aun cuando éste se legitime por las urnas. Paulatinamente, el sistema agotó su capital de legitimidad política -que le venía de su capacidad para distribuir recursos-, porque recurrió demasiado a reprimir las demandas por insensibilidad política o, simplemente, por tener sus arcas vacías y no poder atenderlas como solía hacerlo.

7El otro candidato, sin registro, fue Valentín Campa, postulado por el Partido Comunista Mexicano, en ese entonces todavía en la clandestinidad.

8El Partido Auténtico de la Revolución Mexicana, el Partido Mexicano Socialista, el Partido Popular Socialista y el Partido del Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional.

9Considérese la falta de calidad en las deliberaciones que condujeron a la aprobación, en las cámaras de Diputados y Senadores, de importantes cambios a la Constitución de 1917 en el periodo salinista, de las reformas estructurales durante el mandato de Enrique Peña Nieto.

10Cabe aclarar que también el pan supo capitalizar parte de las luchas políticas de sectores populares por reivindicaciones materiales, como el derecho a la vivienda y el acceso a suelo urbano para beneficio público, sobre todo en las grandes ciudades. Es el caso de León, Guanajuato. Al respecto, véase la tesis de doctorado de Jorge Hurtado (2014).

11Aunque no siempre, como lo demuestran los agravios percibidos por el electorado de izquierda en 2006, por lo menos.

Recibido: 02 de Agosto de 2018; Aprobado: 18 de Agosto de 2018

Héctor Raúl Solís Gadea es doctor en Sociología por la New School for Social Research, así como Fellow del Special Program for Urban and Regional Studies, del Massachusetts Institute of Technology (2002-2003). En la actualidad es rector y profesor-investigador del Centro Universitario de Ciencias Sociales y Humanidades, de la Universidad de Guadalajara. Sus temas de investigación y docencia son teoría social y política, democracia, modernidad, filosofía política y sistema político mexicano y jalisciense Es, asimismo, columnista de Milenio Jalisco.

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