Un historiador positivista tradicional rechazaría por oficio el tema de la influencia que tuvo Mayo de 1968 en París sobre Marzo de 1968 en Polonia, pues comprende el tiempo de forma lineal y sostiene -como en el teatro antiguo- el principio de la unidad de tiempo, de lugar y de acción. La revuelta de la juventud estudiantil polaca, en forma de mítines, manifestaciones en las calles y huelgas con ocupación de los locales en las universidades y escuelas superiores, tuvo lugar del 8 al 28 de marzo de 1968 y, por tanto, se produjo antes que la de sus homólogos franceses, italianos, alemanes o estadounidenses. Entonces, de acuerdo con esta interpretación de la historia, el ejemplo de las barricadas del Barrio Latino no habría podido haber inspirado a la juventud de Varsovia. Además, los eslóganes y reivindicaciones de los estudiantes polacos (pero también de los checos y eslovacos) no iban más allá de modestas exigencias de ampliación del margen otorgado, por una parte, a la libertad de expresión y, por la otra, a las libertades civiles fundamentales, en el contexto del autoritarismo comunista. La democracia liberal de tipo occidental era, para los jóvenes disidentes de Varsovia y de Praga, cuando mucho un sueño, lo que difícilmente podría decirse para los sesenta-ochenteros occidentales.
En el paisaje de los otros países comunistas, la Polonia de los años de 1956 a 1968 se diferenciaba por un margen considerable de libertad creadora en literatura, las artes plásticas, el cine y el teatro, así como en las ciencias y la enseñanza superior. Las universidades, en virtud del decreto ministerial de 1956 y la ley adoptada por el régimen de 1958, gozaban de una autonomía garantizada: rectores, decanos, senado del establecimiento superior y consejos de los departamentos eran elegidos por los profesores, que gozaban de una libertad significativa (sin que fuera ilimitada) para la investigación científica y la docencia. Era muy difícil que se expulsara a un estudiante de su carrera o de un profesor universitario de su cargo por expresar opiniones; se requería que una sentencia fuera pronunciada, en el curso de un juicio público, por una comisión disciplinaria compuesta por científicos. El estudiante inculpado, que comparecía ante esa comisión, tenía el derecho de elegir un defensor entre los profesores de renombre. La dirección del Partido Comunista consideraba esos márgenes de libertad como una especie de “válvula de seguridad”; era preferible que aquellos intelectuales y sus discípulos se desfogaran en pequeñas salas de seminarios de investigación, en lugar de que tomaran la vía de la impugnación política. Esta receta fue eficaz durante tanto tiempo porque los cambios de régimen y de su política, incluida la política económica que se implementó después de 1956, bastaban para apaciguar la atmósfera. Pero, cuando esas reservas movilizadas en la época finalmente se agotaron, con lo que crecieron las tensiones sociales, las válvulas de seguridad revelaron ser más bien fisuras, por las que se desbordó a la superficie de la vida pública la lava de la impugnación. Con la lógica de una dictadura autoritaria, el Partido decidió entonces taponar esas aberturas, suprimir los márgenes de libertad de creación y, sobre todo, privar de autonomía a las instituciones de enseñanza superior y endurecer la censura. Fue eso lo que desató la revuelta.
La libertad relativa que se otorgara a la vida intelectual hizo de los años de 1956 a 1968 la era de oro de las ciencias humanas polacas. Pero, sobre un terreno cultural fértil germina inevitablemente el pensamiento rebelde. En esa época, tal pensamiento era de color rojo.
Las revelaciones que hiciera Khrouchtchev1 durante el XX Congreso del Partido Comunista Soviético eran ampliamente conocidas en Polonia. Habían sido publicadas por el Partido para uso interno, pero se podía comprar el impreso en el mercado de las pulgas [tianguis] y cualquiera podía conseguirlo. La impresión, sobre todo en la juventud que aún creía en el marxismo, fue profunda y tuvo enormes repercusiones. Si el sistema, en su práctica cotidiana, pisoteaba les ideal que profesaba y él mismo había inculcado, eso significaba que era intrínsecamente malo. Por tanto, como nos lo habían enseñado con relación al capitalismo, había que derribar ese sistema dictatorial por medio de la revolución. También nos habían enseñado (citando copiosamente a Lenin) que la revolución la hace la clase obrera, pero que ésta no actúa sola; la intelligentsia, consciente de la acción que se ha de llevar a cabo, es la que debe aportar a los medios obreros una conciencia revolucionaria. Con esta idea en mente, Jacek Kuroń y yo escribimos un manifiesto, conocido como la Carta abierta al Partido. En 1965, por haber redactado ese manifiesto nos arrestaron y condenaron a tres años y medio de prisión. La Carta abierta fue publicada en francés por François Maspero y, en polaco, por Kultura,2 en París. Esta última versión se difundió desde el extranjero de manera clandestina dentro del país. Los jóvenes contestatarios de la Universidad de Varsovia leían nuestro texto y lo comentaban con fervor, pero no sin espíritu crítico. Cuando salimos de prisión, nos recibieron como si fuéramos sus gurús y, poco después, lanzaron la revuelta estudiantil. Los jóvenes franceses leyeron nuestro manifiesto con más simpatía que nuestros amigos polacos y también lo hicieron circular en los liceos y universidades parisinas. Entre ellos se hallaban futuros periodistas y hombres de la política, como Bernard Guetta, Lionel Jospin o Daniel Cohn-Bendit. Por tanto, sería erróneo considerar nuestro manifiesto, radicalmente de izquierda, como inspiración común del Mayo parisino o del Marzo polaco, o incluso del movimiento juvenil de la “Primavera de Praga” (aun cuando Petr Uhl3 tradujo nuestra Carta abierta y la Unión de Sindicatos Checos la publicó en 1968, en la Universidad Charles, de Praga).
Entre los estudiantes de la Universidad de Varsovia, en la segunda mitad de la década de 1960, los espíritus se agitaban y estaba formándose el embrión de la oposición. No se trataba de un fenómeno de masas (los iniciadores de las discusiones críticas y las acciones sumaban no más de un centenar en la Universidad de Varsovia), pero el poder empezaba a inquietarse.
Se intentó expulsar de la universidad al líder de la juventud opositora, Adam Michnik, pero la comisión disciplinaria no se decidió a tomar una medida tan drástica, además de que mil estudiantes y casi 150 universitarios firmaron una petición en defensa del inculpado.
Pero había llegado el momento de que las autoridades polacas endurecieran su postura. El Parlamento emprendió trabajos tendientes a suprimir la autonomía de los establecimientos de educación superior y la censura decidió prohibir, en el escenario del Teatro Nacional de Varsovia, la representación de Aïeux, de Adam Mickiewicz. Este drama romántico del siglo xix, que exaltaba la resistencia de los estudiantes polacos contra el despotismo zarista y tenía, por tanto, un valor sagrado en cierto sentido, había sido estudiado por todos los niños en la escuela. Ante la noticia de la prohibición, el día de la última representación la juventud opositora -de la que yo formaba parte- organizó una manifestación en la sala del teatro (entonando el lema: “¡Independencia sin censura!”), mientras que los estudiantes de la Academia Teatral, encabezados por Andrzej Seweryn, se pusieron en marcha hacia la estatua de Mickiewicz. Al día siguiente, los contestatarios de la universidad empezaron a colectar firmas para la carta de protesta contra la iniciativa que condenaba la prohibición por la censura de la representación de Aïeux; se reunieron 3 145 firmas en las universidades y escuelas superiores de Varsovia y más de 1 200 en Wroclaw. Hicimos circular folletos dactilografiados en una sencilla máquina de escribir y los pegamos en los muros de los edificios universitarios. El primer folleto se refería a la guerra de Vietnam. Protestar sobre ese tema era acorde con el canon de la izquierda occidental, pero nuestro folleto también hacía la comparación con la intervención soviética en Hungría, en 1956. Los otros folletos trataban asuntos de actualidad propiamente polacos: la prohibición de Aïeux, la solidaridad con la Asociación de Escritores que protestaban con la arbitrariedad de la censura, la propaganda antisemita del Partido y, por último, la violación de los derechos civiles por el Estado. El 3 de marzo de 1968, por decisión administrativa, Adam Michnik y Henryk Szlajfer fueron expulsados de la Universidad por haber hablado con un enviado especial de Le Monde sobre la manifestación en contra de la prohibición de representar la obra Aïeux dentre y frente al teatro. El hecho de que se transmitiera esa información a la prensa extranjera fue calificado como un acto de alta traición. Durante una reunión del Partido en la universidad, el representante de las autoridades, al ser interrogado sobre los fundamentos jurídicos para la expulsión de los dos estudiantes, respondió: “Tratamos eso como una excepción, pero, de ser necesario, lo consideraremos como un precedente y lo convertiremos en regla.”
No teníamos opción: una protesta masiva contra el endurecimiento de la dictadura y la destrucción de los enclaves de libertad de expresión en la cultura polaca, que llamábamos, con cierto énfasis, la defensa de los derechos civiles, era para nosotros un acto de legítima defensa. El 8 de marzo de 1968 hicimos circular unos folletos que convocaban a los estudiantes a una reunión en el patio de la Universidad de Varsovia. Durante la reunión, destacamentos de ZOMO (el equivalente polaco del CRS) penetraron en el recinto universitario y empezaron a dispersar brutalmente a los participantes; los policías se introducían por las ventanas a los departamentos y emprendían ahí la caza de estudiantes. La multitud atacada se abrió un camino hacia la calle y empezó a manifestarse por la ciudad. Casi todos los organizadores de la reunión fueron arrestados, ese mismo día o al día siguiente, pero la revuelta de los jóvenes había estallado ya en todas las universidades y escuelas superiores de Varsovia, así como en todas las ciudades universitarias de Polonia. Los estudiantes creaban espontáneamente comités de delegados departamentales, publicaban declaraciones, convocaban a reuniones y manifestaciones, y en la Escuela Politécnica y en la Universidad de Varsovia organizaron huelgas en forma periódica. Al mismo tiempo, las resoluciones que se tomaban en el curso de las reuniones subrayaban que el movimiento estudiantil no se había vuelto en contra del socialismo, pero que exigía que se respetaran los derechos civiles garantizados por la Constitución, en particular la libertad de expresión, la libertad de reunión y el derecho a manifestarse. La reivindicación en el plano internacional, que estaba presente en la protesta de marzo de los estudiantes polacos, era evidentemente la solidaridad con la “Primavera de Praga” y la referencia al modelo checo. Ya en el folleto del 4 de marzo escribimos: “¡Tenemos los mismos derechos que los estudiantes checos y los mismos medios para defender esos derechos!” Durante una manifestación frente a la Escuela Politécnica de Varsovia, luego de una reunión de los estudiantes de esta escuela, se vio una banderola con la inscripción: “Toda Polonia espera su Dubček.” Eso debió de haber inquietado mucho a los dirigentes en Varsovia y Moscú.
Antes de los acontecimientos de marzo, los contestatarios de la universidad sostuvieron entre ellos y en petit comité, generalmente en apartamentos privados, discusiones ideológicas y políticas. En ellos se hablaba de la Carta abierta y de la visión de un Estado de democracia obrera. Algunos participantes quizá eran más cercanos ideológicamente a los militantes de la izquierda del Mayo parisino, pero las reivindicaciones que planteaban para la defensa de sus derechos y la autonomía universitaria eran más modestos y, por ello, diferentes del ideograma de la izquierda. Ello se aplica aún más a la revuelta masiva de los estudiantes polacos, que tuvo que desarrollarse y encontrar un savoir-faire sin contar con los organizadores -encarcelados- de la primera reunión. En su lucha contra la irrupción del oscurantismo rojo, la juventud denunciaba la propaganda antisemita del régimen y se pronunciaba por un socialismo con un complemento “democrático”. Nada más. O podríamos decir, nada menos.
¿Quiere eso decir que la revuelta de los estudiantes polacos no tenía nada en común con el terreno cultural en el que germinó la primavera estudiantil de 1968 en Europa occidental y en Estados Unidos? No diría eso, en tanto actor de los acontecimientos y como historiador que, en su quehacer, practica la antropología. La coincidencia de las primaveras estudiantiles de 1968 en Varsovia y Praga, y más tarde en París, Berlín y Roma, y luego en Nueva York y Berkeley, no puede explicarse por medio de las manchas solares o algún otro fenómeno natural. Fue el resultado de fenómenos de crisis en la cultura política euroamericana de la época, en la cual, a raíz del cambio en las jerarquías de poder, de prestigio y de valores, se puso en jaque la hegemonía ideológica del comunismo y del marxismo soviético en el seno de la izquierda europea. Es demasiado poco para explicar el fenómeno del 68, pero quizá suficiente para iniciar la reflexión.