“Puedo contarlo todo, pero en el relato son palabras, mientras que allí era vida, sufrimiento.”
- Vasili Grossman, Todo fluye-
Las minas antipersonal y sus víctimas en el conflicto armado colombiano
Las minas antipersonal (MAP) como arma de guerra tienen tres particularidades fundamentales: la primera y más importante es que se trata de armas explosivas que son activadas por la propia víctima; la segunda, la diacronía existente entre su instalación y su activación, pues el tiempo que puede transcurrir entre el momento en que un perpetrador instala estos artefactos y el instante en que una persona la activa (convirtiéndose así en su víctima) puede ser incluso de año; la tercera -consecuencia de la anterior-, es su alto efecto indiscriminado. Por estas características Jody Williams, ganadora del Premio Nobel de la Paz en 1997 por su trabajo en favor de la prohibición internacional del uso de minas antipersonal, ha dicho que estos artefactos son armas de destrucción masiva “a cámara lenta” (CNMH y Fundación Prolongar, 2011: 14).
Ese daño en cámara lenta muchas veces parecería no verse. Hay dos razones fundamentales que explican esto: 1) el hecho de que las víctimas suelen contarse por unidad, de una en una (salvo casos excepcionales); y 2) que estas armas, en principio, no son necesariamente letales, es decir, no están diseñadas para producir la muerte sino para “dañar los cuerpos” (Franco, 2012). Más que matar, las minas antipersonal ocasionan heridas profundas y permanentes, en particular discapacidades físicas por la grave afectación en las extremidades inferiores. A pesar de que esto último es reflejo de la degradación de un conflicto armado, en la frialdad de las estadísticas las minas antipersonal aportan un número relativamente bajo en las cifras de víctimas fatales y por tanto la violencia que proviene de su empleo no suelen ser tan visible.
Estas armas, definidas en términos técnicos como artefactos que explosionan “por la presencia, la proximidad o el contacto de una persona” (Ministerio de Defensa de Colombia, 2015), han sido empleadas en Colombia fundamentalmente por los grupos guerrilleros (en especial por las ahora desmovilizadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, y por parte del Ejército de Liberación Nacional, ELN). El primer reporte de su empleo se remonta al menos a 1974, cuando se tiene reporte del primer empleo de esta arma por parte del ELN (Revista Cambio, 2004: 46), aunque es sólo desde 1990 cuando se lleva un registro de la victimización que han producido estos artefactos y los remanentes explosivos de guerra (reg). Estos últimos, definidos como “municiones abandonadas o usadas sin explosionar” (Ministerio de Defensa de Colombia, 2015) coinciden con las map en tanto son también activadas por la propia víctima. Como lo analiza de forma profunda el informe del CNMH y la Fundación Prolongar (2011: 37), las lógicas de su empleo están relacionadas en particular a su uso como estrategia de defensa en momentos de ofensiva militar y para proteger “activos estratégicos”, tales como campamentos o cultivos de uso ilícito (CNMH y Fundación Prolongar, 2011: 91). Esto explica que el pico de víctimas de map en Colombia empieza a formarse a partir del desarrollo del Plan Colombia a finales de la administración Pastrana y durante la ofensiva militar del primer periodo de la administración Uribe (gráfico 1). El aumento en este periodo es visible: tomando datos de la Dirección para la Acción Integral contra Minas Antipersonal (DAICMA, 2018), puede observarse que mientras en la década del 90 el promedio de víctimas de map fue de 85 por año, en los primeros seis años del nuevo milenio el promedio ascendió a 797 por año. En contraste, el gráfico permite visualizar que la caída en el número de víctimas de estos artefactos coincide con el periodo del proceso de paz entre el gobierno colombiano y las FARC durante el año 2012, cuando se da inicio a la fase pública de los diálogos de paz y hay un descenso pronunciado de número de víctimas, con una caída notable en el año 2016, cuando se acordó el cese bilateral al fuego entre el gobierno colombiano y esa guerrilla.
Al 31 marzo de 2018, estos artefactos explosivos habían producido 11 556 víctimas oficiales en Colombia (gráfico 2). Se trata de una cifra que parece quedar eclipsada detrás de la enorme cantidad de víctimas producida por otras formas de victimización en el país, como por ejemplo el desplazamiento forzado, que a la misma fecha de corte tiene 7 371 504 personas reportadas en el Registro Único de Víctimas (RUV), es decir, cerca de 600% más víctimas que las de map.
Es por lo anterior que la afectación producida por las map y reg constituye una “guerra escondida” (CNMH y Fundación Prolongar, 2011): se esconden las map para producir víctimas y estas últimas parecieran estar también ocultas en las narrativas del conflicto armado colombiano. La labor de hacer visibles a las víctimas, buscar su rehabilitación y el reconocimiento de sus derechos, ha sido llevada a cabo principalmente por organizaciones no gubernamentales como la Campaña Colombiana Contra Minas, la Corporación Paz y Democracia o la Fundación Prolongar. El Estado colombiano, por su parte, empezó a desarrollar una política pública para la atención de las víctimas producidas por map y reg sólo a partir del año 2007. Su intervención anterior había estado centrada en el cumplimiento de la Convención sobre la prohibición del empleo, almacenamiento, producción y transferencia de minas antipersonal y su destrucción, firmada por Colombia en el año 1997 y ratificada en el 2000. En ese marco, el Estado colombiano ha adelantado labores de desminado, a través de las cuales 225 municipios han sido ya declarados libre de sospechas de minas y han sido destruidas 3562 map (con corte al 31 de marzo de 2018, según las cifras oficiales del DAICMA).
Miembros de la Fuerza Pública han sido los principales afectados por estas armas. En efecto, 61% de las víctimas de map registradas en el país corresponden a miembros de la Fuerza Pública. La mayoría de estas víctimas, como ya lo mencionamos, se dieron en los años en que el Estado colombiano retomó la iniciativa militar frente al fortalecimiento territorial de la guerrilla, especialmente entre el 2001 y el 2006, este último año registró el pico más alto de afectación por estas armas a nivel histórico cuando fueron afectados 790 miembros de la Fuerza Pública colombiana (CNMH, 2016). Pero los civiles también han sido objeto de esta victimización, 39% del total de víctimas se traduce en 4 515 personas -no combatientes y campesinos en su inmensa mayoría- han resultado muertas o heridas por minas antipersonal o remanentes explosivos de guerra en Colombia. Junto a estas víctimas están además sus familias, quienes constituyen también víctimas indirectas de esos artefactos, en tanto ven transformadas de manera profunda sus dinámicas internas y la proyección socioeconómica del propio núcleo familiar.2
La proyección socioeconómica de estas familias se ve muy afectada por el hecho de que son en su mayoría hombres los que sufren la afectación entre los civiles (ellos constituyen el 85,4% del total de estas víctimas). Esto se da en un contexto rural en el que los arreglos de género han determinado que son los hombres campesinos los que se ocupan de las actividades productivas de la familia. Pero en este orden de ideas, las mujeres constituyen las principales víctimas indirectas por cuanto esos mismos arreglos de género les entregan a ellas la labor de cuidadoras de los miembros de la familia directamente afectados en su corporalidad por la guerra (Ruiz y Valencia, 2016). Esto adquiere mayor gravedad si tenemos en cuenta que la ruta de atención para las víctimas civiles de map y reg en Colombia (determinada en principio por el Decreto 3990 de 2007 y luego por la Ley 1448 de 2011 y el Decreto 56 de 2015) no reconoce la victimización a la que se ven sometidas estas cuidadoras.
Así, la victimización de civiles es consecuencia de la segunda y tercera característica señaladas de estos artefactos: su alto efecto indiscriminado. Más que con alguna otra arma, el perpetrador que emplea una mina antipersonal no puede saber quién será realmente el afectado por ella. Debido a la diacronía de la que hablamos antes, la víctima a la que espera agazapada una mina antipersonal le resulta desconocida incluso a su propio instalador. Militares caen en ella, pero así mismo lo hacen hombres, mujeres y niños que transitan por donde esas armas han sido colocadas, sin mencionar a los animales que también son víctimas. Lo mismo puede decirse de los remanentes explosivos que quedan abandonados y que son luego manipulados por civiles que accidentalmente los activan.
El departamento de Antioquia encabeza la lista de victimización a nivel nacional. Concentra 22% de todas las víctimas y 25% si hablamos únicamente de civiles (1 145 en total). La afectación allí ha estado condensada particularmente en tres zonas: el norte, el nordeste y el oriente del departamento. Dentro de esta última zona se encuentra la denominada subregión de Bosques, conformada por tres municipios (Cocorná, San Francisco y San Luis), donde se ha dado el mayor número de víctimas. Esta subregión, ubicada a escasos 80 kilómetros de Medellín (la capital departamental), ha tenido presencia guerrillera desde la década del 70, especialmente del ELN. Las víctimas reportadas por minas antipersonal en los tres municipios que conforman esta zona suman 259, de las cuales 120 han sido civiles (tabla 1). Es en esos tres municipios donde realizamos el trabajo de campo que sustenta este artículo.
Nivel | Total víctimas MAP/REG. | Víctimas militares | Victimas civiles |
---|---|---|---|
Nacional | 11 556 | 7041 | 4 515 |
Departamental (Antioquia) | 2 538 | 1 393 | 1 145 |
Regional (Subregión Bosques del Oriente Antioqueño) | 259 | 139 | 120 |
Fuente: Elaboración propia a partir de datos del daicma.
La investigación en la cual se enmarca este trabajo buscaba contribuir a la reconstrucción de las memorias de los integrantes de colectivos de víctimas de map y reg de los municipios señalados. Fue realizada por el Grupo de Investigación en Conflicto y Paz de la Universidad de Medellín y por la Corporación Paz y Democracia, con financiación del Departamento Administrativo de Ciencia, Tecnología e Innovación de Colombia (Colciencias) y de la Universidad de Medellín. El trabajo de campo comprendió la realización de nueve talleres de reconstrucción de memoria histórica (tres en cada municipio). En ellos participaron 78 personas miembros de tres asociaciones de víctimas directas e indirectas (familiares de las primeras) de minas antipersonal y remanentes explosivos de guerra.3 A una cuarta parte de los participantes en los talleres se les hicieron entrevistas semiestructuradas. Los talleres de reconstrucción de memoria histórica que se referenciarán a lo largo del texto fueron realizados en agosto de 2014 y nuevas visitas a campo y entrevistas personales se realizaron en el mes de julio del año 2015.
¿De qué hablamos cuando hablamos de víctimas de minas antipersonal?
La ley 1448 de 2011 define la víctima en Colombia como aquella persona que ha “sufrido un daño [...] como consecuencia de infracciones al Derecho Internacional Humanitario o de violaciones graves y manifiestas a las normas Internacionales de Derechos Humanos, ocurridas con ocasión del conflicto armado interno” (Ley 1448, 2011). La ley extiende la consideración de víctima a los familiares de la persona que ha sufrido el impacto directo del conflicto armado. En el caso concreto de las map y los reg, el Estado colombiano reconoce como víctimas a las personas de la población civil y a los miembros de la Fuerza Pública que “hayan sufrido perjuicios en su vida, su integridad personal, incluidas lesiones físicas o psicológicas, sufrimiento emocional, así como el menoscabo de sus derechos fundamentales, pérdida financiera o deterioro en sus bienes, como consecuencia de actos u omisiones relacionados con el empleo, almacenamiento, producción y transferencia” de estos artefactos (Vicepresidencia de la República, 2012: 21).
Más allá de estas consideraciones legales e institucionales, entendemos aquí como víctimas a aquellas “personas que han sido objeto de algún tipo de catástrofe en su trayectoria vital, lo que implica la necesidad de reconstruirse como sujetos” (Casado, 2014: 361). Una catástrofe es algo que no estaba en los planes del sujeto al que le ha sobrevenido y que por su fuerte carácter perturbador puede transformar de forma tanto inmediata como progresiva todo su sentido vital. En el caso de las acciones bélicas, su carácter de catástrofe está determinado por la particularidad de ser actos perpetrados con la intención manifiesta de hacer daño, o para decirlo en los términos de Veena Das, actos capaces de arrasar el mundo tal y como era conocido (Das, 1995).
La víctima es entonces quien ha visto arrasado su mundo; quien ha tenido pérdidas significativas, no sólo materiales o físicas, determinadas por la muerte de un ser querido o la privación de sus bienes. Las pérdidas también pueden ser emocionales o afectivas, incluso morales: la destrucción del hogar, el desarraigo forzado, el menoscabo de su dignidad humana. Catalina Carrizosa (2010) señala que a la víctima también la define la conciencia de su pérdida y el hecho de que a partir de esa conciencia construye una narración que le permite comprenderse como parte de un proceso social más amplio a su propia experiencia de sufrimiento. Esto último constituye un ejercicio de lo que Tzvetan Todorov (2008) ha llamado una “memoria ejemplarizante” de la victimización. Se trata ésta de una memoria transitiva, una que hace de la experiencia traumática del pasado el material para procesos de agencia presentes y futuros.
Algunas víctimas pueden estar determinadas también por el opuesto de este ejercicio de agencia a partir de la memoria. El mismo Todorov (2008) habla de una “memoria literal” de la victimización que puede hacer que la persona permanezca anclada al hecho violento del pasado. Se trata de una memoria intransitiva incapaz de movilizar procesos presentes de reconstrucción afirmativa de proyectos de vida. Es la prevalencia de este tipo de memoria la que puede convertir a las víctimas en “pasivos sufrientes” (Winter, 2012), incapaces de retomar el control de sus vidas y por ello muy dependientes de redes externas que administran su condición; redes que pueden estar configuradas por el propio Estado, por organizaciones humanitarias o incluso por tramas políticas clientelistas.
La noción de víctima no se puede analizar en términos estáticos, sino como una circunstancia que puede ser transformada, esto es “no como una condición, sino como una situación, un estado transitorio que no se olvida pero que debe ser punto de partida para otras construcciones de los sujetos” (Carrizosa, 2010: 54). Las víctimas pueden resignificar su experiencia dolorosa a través de procesos de recuperación emocional, de procesos organizativos o de acciones de reconstrucción de memoria, entre otras posibilidades. Todas ellas constituyen herramientas de dignificación o incluso de retomar el control de sus vidas, que es lo que antes hemos nombrado como procesos de agencia.
En términos de Spinoza (1999), esta re-significación de la experiencia dolorosa pasada consiste en que la víctima pueda imaginar su vida más allá de lo necesario y contingente determinado por el acto de victimización, es decir, que pueda incluso imaginarse a sí misma más allá de la categoría de víctima. Nombrarse como sobreviviente resulta así un acto performativo que incluye en la victimización todas las dimensiones de la experiencia vital posterior al acto mismo de afectación, de esta forma abre la puerta para su superación. Es en este sentido como pueden interpretarse las palabras de una joven, llamésmola Camila, afectada por una mina antipersonal, con la que hablamos en el desarrollo del trabajo de campo: “quien vive el dolor es quien lo siente. Nosotros mismos somos los que lo sufrimos pero hoy somos sobrevivientes, de nosotros depende seguir adelante” (Camila, 2015).
“Seguir adelante…” esto representa un gran reto para las víctimas de map y reg pues su condición requiere, en muchos casos, toda una vida de cuidados, en especial cuando a raíz de la afectación resulta algún tipo de discapacidad. De esos cuidados debe ocuparse en gran parte la familia, especialmente las mujeres que son quienes terminan a cargo del cuidado de las personas dependientes, debido a los arreglos de género existentes (Nussbaum, 2012: 111). Las cuidadoras viven así también en “situaciones discapacitantes” (CNMH y Fundación Prolongar, 2011: 296), debido a que como miembros de la familia de la persona afectada también asumen la condición de discapacidad, en particular las barreras que la propia organización social impone (físicas, económicas, culturales). Las situaciones incapacitantes no están entonces sólo determinadas por la afectación directa sobre los cuerpos, sino que responden a otras consideraciones sociales que analizaremos a continuación.
Marcas y transformaciones en la relación con el cuerpo a causa de las minas antipersonal
Dice Judith Butler (2010) que nuestra existencia corporal nos impone una precariedad ontológica vital. Somos profundamente vulnerables porque somos cuerpo. Unos más que otros, pues la precariedad está distribuida diferencialmente entre la población (Butler, 2017: 100). De hecho, se explota la vulnerabilidad de unos cuerpos pero no la de otros, donde algunos son representados social y políticamente como vidas que no necesariamente son dignas de ser protegidas. El cuerpo está así definido a partir de su relación con otros cuerpos (Mac Dougall, 2006), lo que indica que la forma en que los cuerpos son percibidos representa y simboliza una experiencia particular del mundo, o como dice la antropóloga Angélica Franco, tal percepción tiene lugar enmarcada en la “experiencia histórico‐cultural del cuerpo de una comunidad particular” (Franco, 2012).
No existen entonces representaciones neutrales del cuerpo. En la forma en que asumimos nuestro cuerpo como representación material y simbólica de nuestra existencia confluyen la imagen que de él tenemos nosotros mismos y aquellas representaciones que sobre nuestro cuerpo tienen los demás. Es en este sentido que Hans Belting (2009) señala que una imagen (en este caso, la imagen del cuerpo) es el resultado de una simbolización individual o colectiva. El concepto de cuerpo no se agota entonces en su materialidad física: el cuerpo da cuenta de una forma particular de existencia del ser humano; representa un ser en todo su contexto histórico. El cuerpo constituye todos los aspectos emocionales, psicológicos, sociales y simbólicos que lo conforman y que él mismo reproduce (Franco, 2012).
En este sentido, el cuerpo humano se erige como campo que define el espacio social y a su vez es definido por él. En las guerras ese campo es instrumentalizado y la representación de los cuerpos deviene en extensión del campo de batalla o incluso se vuelve él mismo el campo de batalla por antonomasia: “en la guerra los cuerpos son mutilados, humillados, dolidos, torturados, desaparecidos, violados; cuerpos vigilantes, sedientos, hambrientos que se animalizan, se cosifican para borrar la identidad” (Sánchez, 2008: 14). Cuando este enseñoramiento violento sobre el cuerpo tiene lugar de forma más o menos sistemática, como ha sucedido en Colombia al menos desde la década del 40 del siglo xx (Uribe, 1990), debemos entonces preguntarnos qué dice sobre nosotros como sociedad el sometimiento y sufrimiento de esos cuerpos: “¿qué pueden decirnos acerca del pacto social y simbólico unos cuerpos cuya deconstrucción y disposición final ha roto todos los presupuestos naturales y culturales de la sociedad? (Uribe, 1990: 134).
Se trata de ver en los cuerpos de las víctimas de un conflicto armado una proyección del espacio social. No es sólo que el cuerpo se haya convertido en botín de guerra o en instrumento de advertencia o castigo para el enemigo, como ha pasado en territorios donde un grupo busca imponer su orden, con especial sevicia con el cuerpo de las mujeres (Cortés, 2014: 64). Es además que la propia concepción de sociedad palidece frente a la normalización de la idea de que en una guerra (en este caso, en una guerra interna entre connacionales) algunos cuerpos deben sufrir o incluso desaparecer. Es por ello que la aprehensión de la precariedad que los cuerpos tienen en un contexto de guerra debe ir necesariamente de la mano de una oposición ética y política a todas las pérdidas que una guerra conlleva (Butler, 2009: 13), incluso la de aquellos considerados enemigos.
Pero volvamos nuestra atención a las víctimas de map. Ellas han sido heridas por un objeto que literalmente buscaba hacerles estallar parte del cuerpo: “esa mina me mochó el pie, lo despedazó” (taller de reconstrucción de memoria, Cocorná, agosto 2 de 2014).
Cuando ese objetivo se logra, o en todo caso cuando las consecuencias del ataque determinan una afectación física profunda (que puede ser incluso invisible, como sucede con las afectaciones sensoriales o las esquirlas que quedan enterradas bajo la piel), la fragilidad del cuerpo se evidencia de forma textualmente descarnada. Se trata de una “experiencia exacerbada de precariedad” (Franco, 2012) que se refuerza en cada ocasión en que la mirada del otro se centra en aquello que pareciera ser percibido como “anormal”.
Camila, afectada por esquirlas en la cara a causa del estallido de una map, contaba durante los talleres de memoria que en los primeros días de su recuperación prefería no salir de casa porque cuando lo hacía sentía sobre sí miradas de “juzgamiento” sobre su apariencia (taller de reconstrucción de memoria, Cocorná, agosto 2 de 2014). Durante una conversación posterior, recordó incluso una ocasión en que fue a una entrevista de trabajo y casi no tuvo fuerzas para soportar la presión que sentía por la mirada mal disimulada de los otros que esperaban con ella en la sala su turno para ser entrevistados (entrevista personal, Cocorná, julio 6 de 2015).
Veintitrés personas de las asociaciones con las que trabajamos tienen algún tipo de discapacidad física o sensorial, producto del ataque por map o el accidente por reg. Otras dieciséis víctimas directas que participaron en los talleres de reconstrucción de memoria histórica tienen algún tipo de afectación, especialmente dolencias físicas ocasionadas por las esquirlas que quedaron en sus cuerpos. Las restantes treinta y nueve se denominan a sí mismas “víctimas indirectas” y son familiares de aquellos directamente perjudicados por estas armas. Puesto que un cuerpo afecta y es afectado por otros cuerpos (Spinoza, 1999) -y es la proximidad y exposición a esos otros directamente aquello que lo hace susceptible al daño (Franco, 2013: 124)- es entendible que los familiares de las víctimas directas de map y reg estén también expuestos a experimentar en sus cuerpos el daño sufrido.
Este daño no debe buscarse sólo a partir de marcas físicas que las armas explosivas hayan dejado, sino también en la forma en que las personas perciben y representan en sus cuerpos el acontecimiento que los marcó. Unicef (2000) ha señalado que las víctimas de map y reg deben cambiar abruptamente la relación con su cuerpo en lo concerniente a su cotidianidad, sexualidad y proyecto de vida. Lo que queremos ahora destacar es que esas adaptaciones del cuerpo no corresponden sólo a las víctimas directas, sino que también sus familiares cercanos (en especial los que cumplen el rol de cuidadores) reacondicionan la percepción y comprensión de sus cuerpos en un entorno social determinado por la situación de mayor exposición cotidiana a la vulnerabilidad que deben afrontar.
En este sentido, las transformaciones corporales que las víctimas, tanto directas como indirectas, han tenido que asimilar van mucho más allá de las eventuales lesiones visibles sufridas. Existen, por supuesto, transformaciones corporales notorias, en este sentido es paradigmático el empleo de prótesis, pero existen también transiciones en otras dimensiones de la corporalidad. El cuerpo, en tanto realidad simbólica, puede también transformarse y devenir en otro. Baruch Spinoza ha enseñado que un cuerpo puede descomponerse en una entidad más débil o puede componerse con otros cuerpos para formar una nueva entidad más fuerte. La relación del sujeto con su afectación hace posible cualquiera de estos dos caminos y no hay una relación directamente proporcional entre el grado de afectación de la corporalidad y la composición o descomposición que se experimente.
Para poder ejemplificar lo dicho presentamos el caso de dos personas con las trabajamos en los talleres de memoria histórica; en este punto nuestro objetivo es mostrar que es posible identificar una asimilación corporal literal de la victimización; y empleando los mismos términos que Todorov de “asimilación ejemplar” para diferenciar distintos tipos de memoria y que ya señalamos arriba. Asimilar la victimización -corporalmente y de forma literal- significa mantener proyectado en el cuerpo, en un presente continuo, el dolor producido por la violencia armada. La asimilación ejemplar, por su parte, representa no un olvido de ese dolor sino su conversión en fuerza corporal para actuar en el presente y reconstruir un proyecto de vida.
Llamaremos María a la primera persona cuyo caso queremos ahora presentar. Ella es una mujer de aproximadamente 60 años del municipio de San Francisco. Su hija fue víctima directa de la activación de una mina antipersonal y quedó con marcas permanentes en el cuerpo a raíz de la explosión. María estuvo cerca de su hija durante todo el proceso de recuperación física y se vinculó junto con ella a la asociación de víctimas de minas antipersonal de San Francisco. Aunque no fue María la persona cuyo cuerpo se vio afectado directamente por el hecho, en el desarrollo de los talleres nos contó que desde el momento del evento que afectó a su hija, ella misma comenzó un proceso de deterioro físico que la llevó a tener que movilizarse en silla de ruedas. En el campo de las interpretaciones de María, el impacto causado sobre el cuerpo de su hija fue absorbido corporalmente por ella misma. La afectación de ese cuerpo cercano significó la afectación del propio cuerpo. Se trata de una experiencia límite de la “condición compartida de precariedad” (Butler, 2017) en la que en lugar de la dependencia de un cuerpo hacia el otro se dio una interdependencia mutua de cuerpos vulnerables.
Durante uno de los ejercicios individuales en el transcurso de los talleres grupales les pedimos a los participantes que se dibujaran a sí mismos, tratando luego de situar determinadas emociones/sentimientos en una parte concreta del cuerpo. Este ejercicio seguía la “Caja de herramientas” para reconstrucción de memoria histórica elaborada por el CNMH, en la cual puede leerse que “nuestro cuerpo es un archivo de nuestra vida. En ese cuerpo que somos está la memoria de toda nuestra vida, tanto las alegrías como los sueños, los logros, los miedos, las carencias, las pérdidas” (CNMH, 2015: 49). Buscamos entonces indagar en ese archivo. El resultado para el caso de María fue el dibujo de un cuerpo totalmente fragmentado, disperso, sin apenas asomo de emociones (ilustración 1).
Al momento de pedirle ubicar ciertas sensaciones y sentimientos en alguna parte de la representación de su cuerpo, concretamente la tristeza, dijo: “siento la tristeza en las manos porque no puedo trabajar” (taller de reconstrucción de memoria, San Francisco, agosto 13 de 2014). Al pedirle que ubicara la alegría, el perdón, el propio amor, manifestó “no siento ninguna de esas emociones”.
La forma privilegiada de reconstrucción de la memoria de la experiencia de violencia pasada ha sido la narración. Los testimonios orales han sido claves a la hora de reconstruir las tramas de significación de esa violencia. Sin embargo, en algunas ocasiones la narración puede ser desplazada por el propio cuerpo, convertido él en un canal imprescindible de comunicación (Casado, 2014). El cuerpo de María habla él mismo de la forma cómo ella ha asumido su experiencia de víctima. Dice Elizabeth Jelin (2002: 13) que el proceso de hacer memoria significa “hacer referencia al espacio de la experiencia en el presente”. En este sentido, la experiencia pasada se ha hecho presente en el cuerpo de María a través de una actualización del sufrimiento; ese pasado se ha incorporado a su cuerpo. De cierta forma, podríamos decir que el pasado doloroso se ha hecho cuerpo.
Fuente: Fotografía tomada por los autores.
Ilustración 1. Mapa del cuerpo. Mujer adulta de San Francisco (Antioquia, Colombia)
¿Por qué pudo haber tenido lugar esta incorporación tan fuerte de victimización de la hija en el cuerpo de la madre? Por no ser nuestro campo disciplinar, excluimos aquí las explicaciones psicológicas, reconociendo que ellas pueden aportar mucho en el entendimiento cabal de la situación. Nos centramos entonces en los factores sociales alrededor del caso.
Los ejercicios realizados durante los talleres para indagar por los arreglos de género existentes en la zona mostraron que, como parte de esos arreglos, se entiende que el espacio principal de la mujer es el hogar; que ella es la encargada de las labores domésticas y del cuidado de los hijos, mientras que a los hombres les corresponde más presencia en el espacio público: “el problema es que nosotras no podemos salir pero ustedes sí” (taller de reconstrucción de memoria, Cocorná, agosto 2 de 2014), fue lo que le dijo una mujer a los hombres que participaban en un ejercicio sobre los arreglos de género existentes.
Estos arreglos determinan entonces que el cuidado del hogar, entre lo que se cuenta la protección de los hijos, es responsabilidad de las mujeres, en especial para el caso de las hijas, pues la tradición campesina de la región señala que los hijos varones a partir de cierto momento salen al campo a trabajar con sus padres mientras las hijas se mantienen en casa.
La corporalidad del sufrimiento de María en un sentido literal puede estar así determinada por su rol de madre-protectora. Aunque no se trate de un rol natural sino de uno asignado culturalmente, esto no le resta fuerzas dentro de las prácticas cotidianas sino que, al contrario, se las suma. El rol de mujer-protectora de lo doméstico se ha naturalizado profundamente a través de los arreglos de género hasta convertirse en un deber ser.
Cuando en el desarrollo del ejercicio para detectar los arreglos de género existentes se les preguntó a las mujeres (en ausencia de los hombres) en cuáles espacios/situaciones se sentían autónomas o con poder dentro de sus familias, alguna respondió: “Yo creo que nosotras tenemos más poder, por ejemplo en la cocina” (taller de reconstrucción de memoria c, 2014). Y cuando hablaban de la forma en que sentían que eran a veces manipuladas por sus parejas, alguna expresó: “como ellos saben que uno no deja los niños, se aprovechan” (taller de reconstrucción de memoria, San Francisco, agosto 13 de 2014). Es pues el cuidado del hogar y de los hijos asumido como un deber femenino lo que aquí subyace.
Es esta situación la que puede ayudar a explicar que una mujer asuma en su cuerpo las heridas de su hija: a ella le ha sido encomendada culturalmente la labor de proteger ese cuerpo que ahora observa afectado; su rol de protectora puede hacer que el dolor del objeto de su protección se traslade a sí misma. La vulnerabilidad expuesta de un cuerpo es asumida como vulnerabilidad del propio cuerpo de quien ha sido delegada como cuidadora del herido en primer lugar.
María murió pocos meses después de haberla conocido en el desarrollo de los talleres. No nos fue posible averiguar con fuentes médicas o familiares sobre las causas de su deceso, pero al indagar entre sus compañeros de asociación sobre las razones de su muerte, la respuesta obtenida fue que había muerto de “pena moral”.
La cuestión aquí no es si esta razón sea o no cierta, ni siquiera si es o no posible, sino el hecho de que la interpretación de quienes la conocían nace de la propia lectura que María hacía sobre la precariedad de su cuerpo. Lo importante es entonces que existe un espacio de sentido para que las propias personas de la Asociación hayan asumido que María murió producto del daño producido en su cuerpo por el estallido de una mina antipersonal sobre el cuerpo de su hija.
El segundo caso que queremos presentar es el de un hombre al que llamaremos Javier. Él activó una mina antipersonal también en San Francisco. Como resultado de esa explosión Javier sufrió una discapacidad física que le impide caminar y por ello en la actualidad se moviliza en una silla de ruedas. Su situación de discapacidad representa, en principio, una dificultad cotidiana para su integración dentro de su comunidad debido a la falta de accesibilidad que existe en su entorno para las personas que están en su condición. Por ejemplo: Javier vive en la zona rural del municipio puesto que para desplazarse a la zona urbana no existe un transporte público adecuado a las necesidades de alguien como él. Javier ha tenido que afrontar difíciles condiciones de adaptación debido al componente social de la discapacidad, es decir, al hecho de que el entorno en el que se desenvuelve agrava las limitaciones de su condición, o incluso las produce.
Pero Javier tiene una representación de su propio cuerpo que no está necesariamente vinculada con la vulnerabilidad en la que pareciera vivir su vida cotidiana. “Nadie sabe, hasta ahora, lo que puede un cuerpo” es la expresión desafiante que lanza Spinoza (1999: 197) poco antes de demostrar que cada cosa se esfuerza, cuanto está a su alcance, por perseverar en su ser (Spinoza, 1999: 203, énfasis añadido), es decir, por hacerse más completa, más fuerte.
Precisamente, la representación que de su cuerpo hace el propio Javier, la misma forma de aparecer ante los otros, demuestra un esfuerzo propio (un empleo de cuanto está a su alcance) por incorporar su nuevo cuerpo -vinculado a la silla en la que se moviliza- a su vida diaria. Javier, en su silla de ruedas, ha buscado mantenerse como parte activa de su entorno relacional.
Javier no sólo es parte de la asociación de víctimas de map y reg de su municipio, sino que también ha participado en otras actividades y proyectos para visibilizar a las víctimas y confrontar los efectos de la violencia armada que ha tenido lugar en el oriente antioqueño. Ese trabajo en organizaciones de víctimas y otros colectivos comunitarios es acción política, si entendemos la política como el instrumento de transformación del espacio social. Dijimos antes que Javier aparece ante los otros. Efectivamente, su participación en esos colectivos es un ejercicio de acción política incluso por ese solo hecho, por el de aparecer en el espacio público:
Así, para la acción política, debo aparecer ante los demás de maneras que no soy capaz de conocer, y de ese modo mi cuerpo se establece por medio de perspectivas que no puedo habitar, pero que seguramente sí habitan en mí. [...] Ningún cuerpo establece el espacio de aparición, pero esta acción, este ejercicio performativo, solamente se da entre cuerpos, en un espacio que constituye la brecha entre mi cuerpo y los otros. Mi cuerpo, por tanto, no actúa en solitario cuando interviene en la política (Butler, 2017: 81)
Javier entonces está reconociendo lo que puede su cuerpo en la medida en que ocupa el espacio público y se ha vuelto parte activa de los movimientos sociales del oriente antioqueño. Su acción tiene aún más efectos políticos cuando la pensamos en términos de la idea del espacio de aparición, originaria de Hannah Arendt (1965; 1972) y revisada por Judith Butler (2017): el que Javier, una persona con discapacidad física a raíz del conflicto armado, no se encierre sino que aparezca ante los otros afirmando en primer lugar (por su sola aparición) su derecho a estar ahí, en el espacio público, es lo que representa un acto de acción política performativa.
Al solicitarle realizar una representación de su cuerpo, Javier dibujó un hombre sonriente, con un sol a sus espaldas, sentado en una silla de ruedas, la cual es protagónica en el dibujo (ilustración 2). No hay una negación de su condición ni de lo difícil que ésta es: en la parte derecha del dibujo puede leerse “triste por estar en silla de ruedas”, y al presentar su dibujo lo señaló también: “siento tristeza por ser hoy una persona con discapacidad, es decir, por tener que usar silla de ruedas” (taller de reconstrucción de memoria, San Francisco, agosto 13 de 2014), pero a continuación dijo sentir en su cuerpo algo que también puede leerse en el dibujo: “alegría por tener este carro”, refiriéndose con esto último a la silla eléctrica en la que se mueve.
Al pedirle que ubicara en el dibujo de su cuerpo el rencor, respondió que “ese es un sentimiento que no poseo”. Reafirmar la vida en condiciones en las cuales la vida misma parece haber llegado a su momento más crítico es un acto de resistencia a la violencia que hizo devenir crítica esa vida individual.
Por supuesto que Javier siente en su cuerpo las secuelas de la mina antipersonal que lo hirió. Debió configurar una nueva relación consigo mismo, y con los otros, debido a su situación. Es también un cuerpo que refleja su propia vulnerabilidad, pero que al mismo tiempo se niega a estar determinado por la precariedad: su cuerpo, aunque afectado, es un cuerpo donde, según sus propias palabras, “todavía hay vida” (taller de reconstrucción de memoria, San Francisco, agosto 13 de 2014). La potencia del cuerpo puede superar así el conocimiento que de él tengamos. Javier, ante la discapacidad encontró fuerzas nuevas que lo impulsaron a aprender a vivir con ese nuevo cuerpo.
Fuente: fotografía tomada por los autores.
Ilustración 2. Mapa del cuerpo. Hombre adulto de San Francisco (Antioquia, Colombia).
Las afectaciones del cuerpo como síntoma social: reflexiones sobre las cicatrices y marcas producidas por las map y reg
Los casos de María y Javier nos permiten reflexionar sobre la idea de que la percepción que se tiene del cuerpo construye el mundo que nos rodea (Peláez, 2007). Esto cobra especial relevancia cuando consideramos que en el escenario del conflicto armado las marcas y cicatrices en el cuerpo (como las que dejan las map y los reg) dan testimonio del síntoma social de la guerra. Esos cuerpos marcados son materialización de la ruptura del acuerdo social. Al aparecer, exhiben aquello que rompe la sociedad. En la interpretación social, la turbulencia de estos cuerpos es homologable a la opacidad del contexto que lo marcó. Esto es particularmente grave en el caso de las heridas y marcas producidas por los artefactos explosivos de los que hablamos, porque en el contexto colombiano suele darse un señalamiento de los civiles que tienen esas marcas como miembros de los grupos guerrilleros que las instalan.
Simultáneamente a la incomodidad que produce la presencia de aquello que rompe con los acuerdos simbólicos (de funcionalidad, sociabilidad, incluso de belleza como veremos más adelante), o tal vez por el mismo hecho de ser síntomas sociales, los que portan las marcas de la guerra deben hacer frente a la sospecha de merecerlas. En el contexto local en el que desarrollamos esta investigación fue posible acceder al sentido socialmente circulante de que quienes fueron víctimas de este hecho violento probablemente “tenían algo que ver” con lo que les pasó. ¿Qué le habrá sucedido? ¿Por qué? ¿Se lo merecía? Estas parecieran ser las preguntas que surgen socialmente frente a una víctima que tiene en su cuerpo las secuelas de la violencia.
En este sentido Camila comentaba: “incluso recién accidentada, decían que yo ayudaba a la guerrilla a hacer artefactos [risas], por eso fui víctima de mi propio invento. La gente no tiene límites para hablar, usted sabe, la lengua no tiene huesos” (Camila, 2015). En pocas palabras, la marca en el cuerpo, para quien observa, es objeto de prejuicios justificantes del proceso de victimización. Buscar no en el perpetrador sino en la víctima la responsabilidad (incluso la culpa) por lo que ha sucedido es parte de lo que el filósofo español Manuel Reyes Mate (2011: 193) ha llamado “la muerte hermenéutica”, es decir, la justificación social de la violencia acaecida y la creación de un contexto social en el que pareciera que incluso la propia víctima debe asumir esas justificaciones.
Otra forma de esto tiene lugar cuando la víctima decide abandonar el espacio de aparición debido a la presión que siente, bien por estos señalamientos que hemos indicado o por la mirada escrutiñadora de los otros. Una mujer joven de Cocorná a quien llamaremos Sandra, quien se disponía a cocinar cuando explotó un artefacto que se encontraba ubicado en el fogón de leña de su casa, tuvo como resultado quemaduras en gran parte del cuerpo y de la cara. Estas afectaciones visibles trajeron consigo un cambio profundo en su experiencia del propio cuerpo a partir de la forma en que ella sentía que los otros percibían su cuerpo afectado. Esto agravado de alguna manera por los estándares de belleza que culturalmente construyen la idea de mujer:
Uno queda marcado para siempre, solo con la muerte se quita [...] Yo estuve como dos años o tres encerrada, yo no quería que nadie me viera, yo solo salía a las citas y revisión al hospital. [...] Como mujer yo pienso en cómo tenía mi cara bien bonita, mi piel bien bonita, el pelo, se afecta la autoestima horrible (Sandra, 2015).
En este sentido, se puede observar cómo las marcas o las cicatrices en el cuerpo disminuyen la confianza en sí mismo. Esto sin mencionar que las personas victimizadas de esta forma sienten estar todo el tiempo bajo el escrutinio público, percibiendo en ocasiones discriminación o exclusión por su apariencia física: “las facciones nos determinan y son elementos indispensables para la identificación. Su alteración supone un trabajo enorme de reconstrucción quirúrgica y composición estética” (Allué, 2012: 278). Pero esa reconstrucción precisa incluso una re-composición simbólica del cuerpo con respecto a los otros, ya que las afectaciones físicas son, en gran medida, un problema de la organización social pues dificultan la completa integración de las personas dentro de la sociedad, no sólo (y a veces no tanto) por las propias dificultades físicas de la afectación, sino también por los procesos clasificatorios de inclusión y exclusión que se despliegan en torno a la relación belleza/fealdad (Douglas, 2003).
Los procesos de subjetivación (en términos amplios, pero fundamentalmente femeninos) se han visto de forma particular determinados por el cumplimiento de estándares mínimos de belleza como forma de inclusión y reconocimiento social. En este sentido, una persona cuya victimización le genera un conflicto con la imagen que se espera socialmente de ella, entra en choque con un sistema de prácticas y rituales dedicado a alimentar valores basados en la belleza estética como forma de aceptación. De allí que las cicatrices y marcas que afecten la dimensión estética del cuerpo se conviertan en motivo para que las víctimas se sientan aisladas de su entorno, tal como fue expresado en el testimonio anterior. En estos casos, apartarse y recluirse en la intimidad del hogar es generalmente la primera reacción, tal como lo relataba otra mujer joven, a quien llamaremos Olga, víctima de map con cicatrices también en la cara:
Usted sabe que hay mucha discriminación, empiezan a especular, “¿quién sabe a ésta que le pasó?”, entonces ya no es lo mismo. Así igual es para un trabajo, uno piensa que no lo van a llamar, uno ve cómo lo miran a uno algunas personas, o siempre preguntan qué pasó (Olga, 2015).
Volviendo a Camila, una de las consecuencias que ella siente que le trajo la afectación por map fue el abandono de su esposo por otra mujer. Aunque fue una situación transitoria, constituyó un golpe devastador porque menoscabó los sentimientos más íntimos de su rol como mujer a causa de una apariencia física lesionada: “uno pensaba, claro, por yo estar así, ya no me quiere, no quiere estar conmigo [...] ya no era la misma, no la misma cara, ni piel. Ya estaba toda quemada” (entrevista personal, Cocorná, julio 6 de 2015). Las cicatrices, afirma Allué (2012), pueden convertirse en un estigma, especialmente si están en la cara, pues lo que el sistema clasificatorio social ha determinado como habitual, y por tanto esperable, es un cuerpo y una cara sanas, de allí que aquello que no se encuentre en esos parámetros deba esconderse a fin de preservar la estabilidad representacional.
Esconder las cicatrices, o al menos la propensión a ocultamiento, es ya parte de la naturalización de los discursos que determinan qué es lo normal y qué no. Es por ello que presentarse con las cicatrices visibles en el espacio público puede ser también un acto performativo de reclamo del derecho de aparición: “quienes lucimos cicatrices ni somos traidores ni esclavos ni tampoco santos, pero como cualquiera de ellos somos distintos a la mayoría” (Allué, 2012: 279). Al igual que con las discapacidades, lo que molesta a la vista social con respecto a las cicatrices es la desnudez de la fragilidad, de la vulnerabilidad del propio cuerpo. Es en este sentido que un cuerpo cicatrizado por la guerra nos interpela como sociedad: nos muestra aquello que no queremos llegar a ser, aquello que tememos ser, pero cuyas condiciones de producción se han fortalecido en medio de nuestra indiferencia.
Conclusiones
El cuerpo vulnerable y el derecho de aparición
Las distintas afectaciones que causan las map y los reg en los individuos no son independientes y por ello no se restringen a un daño físico, sino que generan toda una reacción en cadena de situaciones que afectan múltiples dimensiones de la vida de una persona. Es por esto que estudiar las afectaciones producidas por tales artefactos permite entender que la corporalidad trasciende los límites físicos del cuerpo; permite entender que la corporalidad es también un dispositivo de conocimiento del mundo y que por ello las transformaciones que un cuerpo afronta repercuten necesariamente en la forma en que se relaciona con su entorno.
La victimización directa de estas armas recae sobre el cuerpo propio (esa es su sede subjetiva), pero no solamente es víctima aquel a quien le estalla el artefacto de manera directa: la cercanía familiar de los cuerpos representa también una co-participación en la precariedad en la que queda el cuerpo afectado. Pero la victimización es también una condición que se articula con los arreglos sociales (entre los cuales, los arreglos de género cobran especial importancia) que influyen en la forma en que aquella es asumida. No se trata entonces sólo de un fenómeno condicionado por los procesos subjetivos (de dolor, duelo, resiliencia) sino fundamentalmente social. Las afectaciones particulares que producen las minas antipersonal y los remanentes explosivos de guerra, en especial las discapacidades o las marcas visibles en el cuerpo, se ven así agravadas (a veces, incluso producidas) debido a las barreras y prejuicios sociales que impulsan dinámicas de señalamiento y exclusión.
La victimización por map y reg produce una nueva representación del cuerpo: no un cuerpo antiguo reconfigurado, sino una nueva idea del cuerpo propio. La famosa frase de Rimbaud (2016), “yo es otro” cobra así una significación profundamente corporeizada. Y ese yo que ahora es otro puede, o no, encontrar nuevas formas de ejercer su derecho de aparición. Cuando esto se logra, el movimiento en el espacio social de los cuerpos visiblemente vulnerables de las víctimas constituye una acción política en sí mismo.
Por último, en tanto la belleza es un atributo de reconocimiento social, la victimización afecta el valor social de quien lo sufrió, no ya solo en su funcionalidad laboral, sino además en las dinámicas afectivas de reconocimiento. Es por esto que en tanto síntoma del conflicto que la produjo, la víctima es una presencia que incomoda al testimoniar en su cuerpo la ruptura del acuerdo social primario.