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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.65 no.238 Ciudad de México ene./abr. 2020  Epub 05-Feb-2021

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2020.238.65576 

Artículos

Globalización, transnacionalidad y desprotección de los derechos humanos

Globalization, Transnationality and Unprotectedness of Human Rights

Ana María Jara Gómez 

Universidad de Granada, España. Correo electrónico: <ajara6@ugr.es>.


RESUMEN

Desde los enfoques tradicionales sobre derechos humanos, los agentes transnacionales quedan fuera de la legislación que protege estos derechos. Los procesos de globalización han incrementado el número y la tipología de estos actores que parecen no vinculados directamente por las normas de derechos humanos. El resultado puede traducirse en una crisis del Estado como protector y transgresor único de los derechos, y en una necesidad de nuevos enfoques que otorguen eficacia a los mecanismos de responsabilidad. El objetivo es argumentar a favor de la “eficacia frente a terceros” de los derechos humanos y poner de manifiesto la necesidad de transparencia en los mecanismos que rodean la creación de la lex mercatoria.

Palabras clave: derechos humanos; soberanía; agentes transnacionales; globalización; “drittwirkung”

ABSTRACT

Using traditional approaches to human rights, transnational actors are beyond the scope of legislation protecting these rights. Globalization processes have increased the number and typology of these actors, who seem not to be directly bound by human rights norms. The result can be a crisis of the state as the sole protector and transgressor of rights and a need for new approaches that make accountability mechanisms effective. The aim is to defend the efficiency of human rights vis-à-vis third parties and to highlight the need for transparency in the mechanisms surrounding the creation of the Law Merchant.

Keywords: human rights; sovereignty; transnational actors; globalization; “drittwirkung”

Introducción

Un nuevo marco para los derechos humanos: globalización y transnacionalidad

El protagonismo del Estado en el escenario de las relaciones internacionales es un hecho que dogmáticamente ha permanecido intacto y, en sus aspectos formales y teóricos, no ha cambiado sustancialmente, incluso mientras se ensanchaba el círculo de los sujetos y operadores que intervienen en este escenario. No obstante, sería erróneo pensar que cualquier posible cambio en el funcionamiento del orden internacional ha de tener al Estado como protagonista por el simple hecho de ser el sujeto central histórico. El poder supraestatal de titularidad privada tiene indudables efectos de índole pública y, hoy más que nunca, está en posición de determinar las políticas estatales. El Estado es, por lo tanto, permeable. Se trata, en cambio, de atender a la incidencia del fenómeno transnacional sobre los derechos humanos, y en especial a la existencia a nivel global de mecanismos para su garantía y su protección. En las páginas que siguen nos proponemos prestar atención al tema de la eficacia de los derechos humanos en el marco transnacional, desde la convicción de que los mecanismos autorregulatorios y el instrumental jurídico apto para resolver las disfunciones del mercado y los problemas de la economía pueden no ser los recursos más adecuados para garantizar una eficaz protección de los derechos humanos hoy en día.

Se trata, pues, de avanzar en una reflexión ya generalizada, que busca profundizar en algunos de los numerosos y arduos problemas que, tanto en el plano teórico como en el práctico, plantea el nuevo orden económico globalizado respecto al derecho, en general, y a la eficacia real de los derechos humanos, en particular. Hablamos de asuntos como la desregulación, las dificultades de cooperación transfronteriza, el carácter no vinculante de algunas de las decisiones de los órganos que protegen los derechos humanos o la condicionalidad que practican algunas organizaciones económicas mundiales. Es, ciertamente, una cuestión recurrente, de progresión lenta y resistente al logro de brillantes y novedosos hallazgos sociopolíticos. El profesor Eduardo Faria, analizando la cuestión de la democracia, la igualdad y los derechos, desde la perspectiva de América Latina, dejaba ya en los años noventa una inquietante pregunta en el aire:

¿Hasta qué punto es esto posible, en un contexto mundial caracterizado por los fenómenos de globalización económica, de transnacionalización de las estructuras de poder […] de mercantilización generalizada de los valores sociales, políticos y culturales, factores estos directamente responsables de la gradual erosión de la soberanía de los Estados? (Faria, 1995: 78)

Por ello, de ninguna manera se pretenden aquí conclusiones dogmáticas y definitivas; además de resultar pretencioso, ni el estado de la doctrina ni la situación geopolítica internacional ni las eventuales oscilaciones en el funcionamiento de los mercados lo autorizan. Implica, más modestamente, de seguir pensando sobre algunos de los problemas que perviven -y previsiblemente lo seguirán haciendo con mayor intensidad y apremio cada día- tanto en la teoría política como la teoría del derecho.

Habremos de comenzar aceptando la necesidad de cuestionar, o cuando menos matizar, algunos supuestos básicos de partida. El sujeto originario del derecho internacional es el Estado y su soberanía constituye uno de los principios rectores de la organización mundial (Caballero, 2000; Garrido, 2010; Auby, 2017). Este hecho ha permanecido, de manera dogmática, intacto a lo largo del tiempo, mientras que prácticamente todo el andamiaje jurídico-político en que se habían venido sustentando las relaciones entre las sociedades y los pueblos se transformaba o desaparecía.

El Estado moderno, en cuanto sujeto del derecho internacional, ha sufrido un proceso de cambio que le afecta muy profundamente en otros aspectos sintomáticos y estructurales -que no son los teóricos-. Las consecuencias de los procesos de cambio de los Estados suelen incidir principalmente en la ciudadanía y en las políticas públicas. Con enorme claridad lo resume Juan Ramón Capella (1999: 103) al explicar que “esos fenómenos históricos que son la tercera revolución industrial y su consecuencia, la mundialización, desgarran el tejido conceptual de la ‘teoría política’ moderna”. La consecuencia, prosigue el autor, es que el Estado, o “incluso conglomerados institucionales de estados, como la Unión Europea, han perdido poder frente a mutadas instituciones privadas que les estaban subordinadas - en términos de poder- hasta esta fase de la historia” (Capella, 1999: 104).

Se trata, inicialmente, de cambios económicos con importantes consecuencias generales en todos los ámbitos, algo que puede denominarse, en lo que respecta a los derechos humanos, “un nuevo marco”. Es decir, los cambios económicos que resultan de la globalización llevan consigo cambios en la consistencia de las fronteras, y en la consistencia de la soberanía, pero no se acompañan de cambios en la teoría política ni jurídica, al menos en magnitudes comparables.

Algunos autores relevantes (García, 1996), ya en la década de los noventa, describían las relaciones en el ámbito transnacional como funcionales y horizontales, sin la posibilidad de contemplar la enorme afectación que esta descripción podía tener sobre los derechos humanos. Éste es un tiempo de tensión en que la espera de la culminación del proceso globalizador es al mismo tiempo la espera de la caída de la globalización, que encarna, como señala Ulrich Beck, injusticia y desorden, y quizá también sea la espera del regreso del derecho triunfante (1998: 163).

Habermas (2001) es muy explícito sobre este punto. Entiende que el resultado de la globalización de los mercados es la mutación del sistema económico internacional, cuyos límites los dibujan los Estados en una economía transnacional. De este modo, resulta crucial el papel de los flujos de capital acelerados y el examen que realizan los mercados a las economías nacionales pues, a causa de estos elementos, los Estados dejan de ser los nexos que conectan la red de relaciones comerciales con la estructura de las relaciones interestatales o internacionales. Pero el auténtico talón de Aquiles de los actores estatales se encuentra en las restricciones a su capacidad de intervención, dado que es ésta la que le permite llevar a cabo políticas sociales que legitiman al Estado. Cuando un gobierno impone cargas o límites a la inversión para ejercer con efectividad su deber de protección social o su derecho a administrar la demanda, el capital se marcha. Y los capitales no encuentran cortapisas ni obligaciones en su vuelo hacia los beneficios y la máxima rentabilidad.

En el fondo, esto no deja de ser la simplificación o la trivialización de un fenómeno mucho más grave y profundo, el cual algunos autores han llegado a calificar como la inanidad del contrato social (Fitoussi, 1999: 11).

Este artículo pretende abordar el papel de los nuevos actores transnacionales sobre la eficacia de las normas de derechos humanos. El objetivo del artículo es doble: en primer lugar, pretende abordar la relación del Estado con estos nuevos actores que trascienden sus fronteras y de qué modo el Estado es permeable a las políticas decididas por los agentes transnacionales y en segundo lugar, trata de analizar la situación de los derechos en este marco, haciendo especial incidencia en la posibilidad de que las empresas transnacionales y multinacionales sean jurídicamente responsables de la vulneración de los derechos humanos.

El artículo tiene cinco secciones. La primera ofrece una visión general de los sujetos, el Estado y los nuevos actores. En la segunda se ofrece una visión del marco objetivo, la ley o, en su caso, la falta de ella. En la tercera sección se plantea el panorama de las relaciones entre el derecho y la política en el contexto explicitado previamente, donde surgen nuevos actores a nivel transnacional que pueden vulnerar los derechos humanos, pero a los que no se les puede hacer frente desde el Estado ni con las normas disponibles para la protección de estos derechos. Por último, se hará mención de cuál es la responsabilidad de las empresas transnacionales en el ámbito de los derechos humanos.

El Estado y los nuevos actores. La soberanía difusa

Resulta de gran relevancia analizar la pérdida de soberanía del Estado, en tanto que éste es el garante históricamente reconocido de los derechos humanos de los ciudadanos. Debemos atender a la soberanía de los Estados y a los cambios que se han producido en su concepción y capacidad de legitimación. El profesor Capella realiza un sugerente esquema sobre la transmutación de la soberanía nacional, con estos rasgos generales:

  1. En el proceso de formación de la Unión Europea se han cedido partes complejas de la soberanía estatal a las instituciones de la Unión. En el caso de la política monetaria la soberanía ha ido a parar al Banco Central Europeo (BCE), órgano independiente no sometido a control político formal.

  2. De un modo menos formal, los Estados han cedido su soberanía a otras instituciones internacionales que inciden profundamente en las políticas económicas (Fondo Monetario Internacional, FMI; Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo -BM- y Organización Mundial del Comercio, OMC), que condicionan a su vez muchas otras políticas.

  3. En el plano militar los Estados han dejado de ser soberanos, al menos en parte, porque existe un poder militar -el estadounidense- que, podría decirse, con todas las cautelas que convengan, que tiene una presencia prácticamente global, comprendiendo bases militares armadas en los cinco continentes. Esta afirmación del profesor Capella no es una novedad en el campo doctrinal -ya era objeto de estudio mucho antes de la era Bush-, y ha sido respaldada recientemente por numerosos autores, algunos tan relevantes como Danilo Zolo (2007) y Noam Chomsky (2015).

    La voluntad del Estado es ahora permeable a las políticas decididas por los agrupamientos de empresas multinacionales.

  4. Concluye el autor afirmando que se ha constituido una soberanía nueva, supraestatal, difusa y policéntrica que no permite que la soberanía del Estado sea plena, dado que el demos, el titular último de la soberanía en la concepción democrática del gobierno político, de hecho no ha logrado imponerse frente a la voluntad supraordenada del soberano difuso (Capella, 1996).

A partir de aquí, resulta de capital importancia profundizar en el esquema y explicitarlo en algunos aspectos, porque el centro del debate reside, para nosotros, en saber dónde se encuentra la soberanía que pierden los Estados y en identificar con la mayor precisión posible quién es exactamente el soberano difuso. Si los Estados sufren cambios y pierden la capacidad de proteger los derechos, ¿significa esto que hay otros agentes que han recibido esa capacidad?

En lo tocante a la manera en que los Estados miembros de la Unión Europea ceden parte de su soberanía política y legislativa a la Unión -y por completo su soberanía monetaria al Banco Central- no nos detendremos demasiado, dado que esta cesión no aporta elementos de gran novedad al marco que queremos describir; sí presentan, sin embargo, singular relevancia las características de una parte de la política exterior de la Unión Europea: la política de la condicionalidad, en la medida en que su efecto se resuelve en un plano jurídico-político externo, es decir, el del derecho internacional público.

En el ámbito de sus funciones negociadoras, la Comisión Europea desarrolló, casi desde sus comienzos, la práctica de incluir “fórmulas preambulares” en acuerdos con terceros Estados, respecto a la democracia y los derechos humanos. El IV Convenio de Lomé (1989) fue el primero que incluyó una cláusula conteniendo una exigencia inequívoca de respeto a la democracia y a los derechos y libertades fundamentales. A partir de este momento el uso de la cláusula se generalizó y diversificó, incluso se aplicó la suspensión del acuerdo en el caso de Birmania (Rodríguez de las Heras, 2014: 95; Liñán, 1998).

Los problemas de legitimidad y legalidad que genera esta práctica requieren sin duda un estudio en profundidad que no tiene cabida aquí y ahora. Baste mencionar la escasa eficacia de la política de condicionalidad, salvo a la hora de sustraer algún contenido al término igualdad soberana de los Estados. El caso del Acuerdo marco de cooperación ue-Australia es paradigmático. Australia rechazó la cláusula considerándola inapropiada en un acuerdo de esas características y añadió también que resultaba humillante (Liñán, 1998).

El segundo caso de desplazamiento de soberanía, tras mencionar la cesión que hacen los Estados miembros a la Unión Europea, es más complejo e incluye elementos de condicionalidad, y no queda tan claro que la titularidad de la soberanía permanezca en manos públicas. No resulta difícil observar que el proceso globalizador y sus protagonistas sólo son posibles a través de instituciones que les proporcionan el entorno adecuado y el campo jurídico necesario. El origen de las instituciones está en el Sistema de Bretton Woods.

El sistema está basado en una idea de John Maynard Keynes, que en política económica consistía en tratar de conducir el crecimiento económico desde el plano global. El 27 de julio de 1944, en Bretton Woods, se fundaron dos organizaciones institucionales: el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, por un lado, y el Fondo Monetario Internacional, por el otro. La influencia sobre el comercio mundial se puso en marcha gracias al General Agreement on Tariffs and Trade (GATT) que se aprobó en 1948 en La Habana. A partir del 1 de enero de 1995, con la fundación de la OMC, el GATT se convirtió en un ámbito organizador propio e independiente que fue logrando desde sus comienzos la liberalización del comercio mundial a través de las sucesivas reducciones de las aduanas y la disminución de los obstáculos no tarifarios del comercio.

Hoy apenas se encuentran restos del Bretton Woods original en los acuerdos para el nuevo orden de la economía mundial o en las dos instituciones, así como en la OMC. Joseph Stiglitz (2002) presenta con claridad insólita el cambio dramático de las instituciones referidas, ese giro empírico que realiza la economía para ser camino y fin. Un cambio que comenzó en la era Reagan-Thatcher cuando el FMI y el BM dejaron de concentrarse en cómo los mercados fracasaban en los países en desarrollo y en el papel de los Estados para mejorarlos, así como para aumentar el empleo y reducir la pobreza; por lo que pasaron a contemplar al Estado como el problema.

El FMI, cuya misión era, inicialmente y a grandes trazos, aportar dinero a países en situación de crisis para que se acercaran al pleno empleo (lo que implica que su estatuto contemplaba atenerse exclusivamente a cuestiones macroeconómicas), contribuyó a la inestabilidad global recomendando (e imponiendo en ocasiones) prematuras liberalizaciones de los mercados de capitales, o bien orientando erróneamente la transición de los países comunistas hacia la economía de mercado (Stiglitz, 2002). La idea inicial que hemos expuesto se abandonó en pro de la sacralización del libre mercado y dio paso al llamado Consenso de Washington.

Este consenso se basa en tres pilares: austeridad fiscal, privatización y liberalización de los mercados. Da paso a las políticas de “condicionalidad” que aplicarán las instituciones. Éstas son las que minan la soberanía nacional. La condicionalidad se traduce en este caso en forma de requisitos que los prestamistas internacionales imponen a cambio de su cooperación, se trata de sugerir políticas tales como recortar los déficits, aumentar los impuestos o subir los tipos de interés.

La “condicionalidad” se refiere a condiciones más rigurosas (que la condición de reembolso de un préstamo y calendario de pagos adjunto), que a menudo convierten el préstamo en una herramienta de política. Por ejemplo, si el FMI desea que una nación liberalice sus mercados financieros, puede devolver el préstamo a plazos, y los subsiguientes abonos están subordinados a pasos verificables hacia la liberalización. (Stiglitz, 2002: 33)

Aún más, el anuncio público por parte del FMI de una ruptura de negociaciones, envía una señal sumamente negativa a los mercados. Elimina casi toda posibilidad de inversión privada y en ocasiones el BM (que por su parte aplica también la condicionalidad) e incluso la Unión Europea requieren la aprobación del FMI para facilitar financiación, o condonar una deuda. Es decir, un Estado puede disgutar al FMI pretendiendo ejercer su soberanía puede suponer su quiebra económica, social y política: Los acuerdos entre el FMI y los países en desarrollo han llegado a establecer qué leyes debía aprobar el parlamento del país para cumplir con los requisitos u ‘objetivos’ del FMI, y en qué plazo (Stiglitz, 2002: 33). Parece evidente que las condiciones son susceptibles de traspasar lo puramente económico para invadir lo político o lo social.

El FMI es una institución pública, a la que contribuyen los ciudadanos de los países miembros pero que reporta a los ministros de hacienda y a los bancos centrales de esos países. Se ejerce el control a través de un sistema de votos considerablemente complicado, basado en el poder económico que tenían las naciones en 1945. El BM, y sus instituciones constituyentes, por su parte, se enorgullece de conectar los recursos financieros internacionales con las necesidades de los países en desarrollo. Estas instituciones internacionales han eludido los controles directos, propios de las democracias modernas.

Por su parte, la OMC, organismo creador del contexto jurídico que diseña la política mundial sobre protección de los derechos de propiedad industrial, resume su objetivo como: mejorar el bienestar de la población de los países miembros. Como garantía, sus decisiones suelen ser adoptadas por consenso entre todos los países miembros, para después ser ratificadas por los respectivos parlamentos. Sin embargo, si atendemos, por ejemplo, a algunas de las demandas que han sido interpuestas por particulares ante compañías farmacéuticas, por entender que la legislación sobre patentes vulnera directamente el derecho a la vida, resulta interesante plantearse a cuál de los actores sirve la OMC. La conclusión nunca es al Estado, ni a la sociedad. El poder de la OMC está al servicio de las compañías farmacéuticas.1

Con respecto a la soberanía militar quizá se pueda hablar más bien, siguiendo a algunos autores, de noción imperial de soberanía (Habermas, 2004). Tampoco es necesario a nuestros objetivos analizar pormenorizadamente en este trabajo cómo y cuándo Estados Unidos dejaron de ser aquella nación singular y democrática que imaginaron sus fundadores, la tierra de la libertad, para convertirse, por el contrario, en el Estado que previene las guerras antes de que ocurran. Sea como fuere, la figura del Gobierno de Estados Unidos como la policía del mundo y el represor de las luchas por la liberación no nació en realidad en la década de los 60, ni siquiera con el comienzo de la Guerra Fría o con el surgimiento de Al-Qaeda, sino que se remonta a la Revolución soviética y quizás sea anterior. Es claro, en todo caso, que este Estado supone un centro receptor de una soberanía que no le es propia, es por tanto uno de los acumuladores de soberanía difusa (Hardt y Negri, 2005).

Finalmente, nos resta examinar de qué modo la voluntad del Estado es permeable a las políticas decididas por los agentes transnacionales. Es en este apartado donde entran en juego las empresas de ámbito internacional. Sin ser capaces de determinar con precisión que posean ninguna clase de soberanía, resulta posible analizar y constatar que son grandes beneficiarias de la soberanía difusa.

Juan Ramón Capella habla de la formación del soberano difuso y le define siempre como “privado”. Aparentemente esto resultaría contradictorio con las instituciones que hemos definido, que han de ser consideradas, aunque de un modo especial, “públicas”. Pero se trata de una contradicción fácilmente salvable: “el soberano privado supraestatal de carácter difuso no es un poder enteramente autónomo: se interrelaciona con los Estados Abiertos integrando un campo de poder” (Capella, 1999: 107). El origen puede ser público, pero la naturaleza es privada. Esto queda patente, por ejemplo, en palabras de la OMC acerca de sus propios acuerdos: “(a)unque son negociados y firmados por los gobiernos, los acuerdos tienen por objeto ayudar a los productores de bienes y de servicios, los exportadores y los importadores a llevar adelante sus actividades”.2

Los agentes transnacionales como nuevos actores de la política global

No es fácil llevar a cabo una clasificación pormenorizada de los distintos tipos de agentes transnacionales. Una referencia específica a los mismos resulta, sin embargo, ineludible. Atendamos brevemente a los siguientes supuestos: 1. Organizaciones no gubernamentales que coescriben proyectos de tratados internacionales (caso de Amnistía Internacional y la Convención contra la tortura); 2. Científicos que determinan cómo los políticos deben interpretar un asunto político (como el caso del calentamiento global); 3. Lobbies empresariales que pueden forzar el éxito de sus preferencias en el contexto de negociaciones internacionales (Acuerdo de la OMC sobre derechos de propiedad intelectual relacionados con el comercio); 4. Protestas y movimientos sociales que bloquean la apertura y la continuación de una conferencia intergubernamental, y 5. Redes terroristas que afectan la doctrina política de seguridad de la nación más poderosa del globo. Todos estos casos, y los que a continuación veremos, apuntan a la influencia sustancial de los agentes transnacionales en los asuntos de magnitud internacional (Arts, 2003).

La tipificación y caracterización de los actores transnacionales es objeto de debate permanente y evoluciona conforme evoluciona el sistema internacional y las relaciones que en este marco tienen lugar. Los actores se amplían y actualizan, y cambia el modelo de participación que tienen en los procesos transnacionales y globales. A pesar de que, por razones de enfoque, no podemos profundizar excesivamente en los tipos de agentes transnacionales, merece la pena mencionar varios ejemplos muy concretos que, siguiendo a Muñoz, nos permiten divisar el resultado del poder y la influencia que pueden ejercer. Estos ejemplos son: 1. Los 2 500 lobbies que están presentes en la Unión Europea, tratando de influir, haciendo presión, la toma de decisiones en Bruselas; 2. Monsanto y su influencia en la determinación de la ley de semillas en Argentina; 3. El negocio del arbitraje de inversiones; 4. La injerencia de las empresas transnacionales en las Naciones Unidas; 5. La doctrina de la austeridad y el error de la hoja de cálculo (Muñoz, 2013: 103-108).

Generalmente se distinguen cinco tipos de agentes transnacionales: organizaciones intergubernamentales, organizaciones internacionales no gubernamentales, empresas transnacionales, redes de conocimiento y una quinta categoría considerada residual (Alston, 2005; Clapham, 2006). Hay autores que prefieren dejar fuera la primera categoría porque las Organizaciones Intergubernamentales las establecen los Estados y son instrumentos de estos (Furtak, 1997). Como ha quedado demostrado, son también en gran parte autónomas de ellos en cuanto a su toma de decisiones y el establecimiento de sus políticas.

La cuestión controvertida, de relativo interés para este trabajo, de esta definición, es si los grupos con intereses industriales tienen cabida en ella o no. Organizaciones como la Cámara de Comercio Internacional o el World Business Council for Sustainable Development (Consejo Empresarial Mundial para el Desarrollo Sostenible) no tienen en sí mismas ánimo de lucro, aunque sus miembros sí. También puede decirse, ciertamente, que persiguen fines privados, pero también públicos, no son violentos y pretenden influir en la política internacional.

Es la categoría de las corporaciones transnacionales o multinacionales -utilizaremos los términos indistintamente, aunque existen matices que los diferencian- la que tiene relevancia para nosotros. Pueden definirse como cualquier organización comercial a gran escala cuyo fin es la obtención de beneficios, que tiene oficinas y/o unidades de producción en muchos países del mundo. Se calculan alrededor de 80 000 empresas transnacionales operativas en el panorama internacional.3 El alcance de las dificultades, ni siquiera ya políticas, sino jurídicas, para la consideración de estos sujetos con relación a la protección de los derechos no es perceptible fácilmente salvo que se atienda a la estructura real de alguna de estas multinacionales.

El entramado de una de estas empresas puede ser por sí mismo disuasorio para cualquier legislador responsable. Pensemos, además, que las grandes empresas necesitan subsidiarios. Manuel Castells explica que Toyota, por ejemplo, tiene alrededor de quince mil empresas de subcontratistas, y menciona una práctica que se ha impuesto en las últimas décadas, las llamadas alianzas estratégicas entre grandes empresas, que rompen con la concepción tradicional de los oligopolios (Castells, 1998).

No es la práctica general que estas compañías participen en la política directamente: son las Organizaciones Internacionales que representan sus intereses las que lo hacen. Si tomamos la definición de Giddens de que “poder es la capacidad de lograr resultados” no cabe duda de que tratamos con agentes extremadamente poderosos, también en lo político (Giddens, 1984: 157).

El sistema convierte a las empresas transnacionales en los verdaderos agentes del proceso de globalización de la economía que, con nuevas formas de organización productiva, extienden sus actividades a países o áreas del mundo sobre la base de cálculos del coste del trabajo, de la facilidad de acceso a las fuentes de energía o a las materias primas. No se trata exclusivamente de deslocalización sino de multilocalización. “La visión de la empresa racionalizada e integrada verticalmente, productora y comercializadora de un único producto o de una línea de productos”, afirma Mercado, “ha sido reemplazada por la visión de la empresa como una red de capital y de dirección ejecutiva que busca la maximización del beneficio allí donde éste sea posible” (Mercado, 1995: 106- 107).

En aquellos ámbitos donde los Estados fueron una vez señores de los mercados, son ahora los mercados quienes, en algunos temas importantes resultan señores de los gobiernos de los Estados. La autoridad difusa supone que las empresas, en algunas materias, pueden llegar a ser más influyentes en la determinación de resultados que los Estados en sí mismos. Del mismo modo, como consecuencia de los procesos de privatización, las compañías y empresas privadas se han hecho cargo de funciones de todo tipo, desde la sanidad a los transportes. Estas funciones fueron antes estatales y, en muchos casos, implican bienes comunes, redistribución de la riqueza o gestión laboral.

El Estado viene a ocupar un puesto en el sistema conjunto de la economía que no puede ser representado ya como central. Pero no sólo en el campo de la economía. Una tesis muy extendida es que el arraigo de la autoridad (entendida como gobierno) de los Estados, tanto a nivel nacional como internacional, ha ido progresivamente perdiendo eficiencia, eficacia y legitimidad (De Sousa, 2004; Giddens, 1999; Fraser, 2007; Habermas, 2001).

El papel del Estado permeable queda reducido, según el profesor Capella, a intervenir en la economía a través de políticas de desregulación, orientadas a dar a las empresas transnacionales garantías de no intervención, así como de socialización, en el ámbito de la esfera pública, de los costes del ajuste laboral. El Estado debe crear nuevos espacios económicos privatizando o mercantilizando los servicios públicos, al tiempo que concurre a suministrar financiación a las empresas transnacionales. Y, por último, ha de hacer posible que se privatice cualquier innovación social, sea de la índole que sea, ya se produzca en la esfera privada o pública (Capella, 1997).

El marco objetivo: lex mercatoria e imperio de la ley

Luigi Ferrajoli ha resumido el efecto principal de la crisis de los antiguos Estados-nación, en el plano de las relaciones internacionales, constatando el vacío de derecho público,

por cuanto la democracia es un conjunto de reglas -las reglas del juego democrático, como ya se ha recordado- y consiguientemente de normas jurídicas: no cualquier regla, sino las reglas constitucionales que aseguran el poder de la mayoría y, a la vez, los límites y las ataduras que a éste se le imponen a fin de garantizar la paz, la igualdad y los derechos humanos. (Ferrajoli, 2005: 31)

Es patente la asimetría entre globalización socioeconómica y globalización jurídica, los procesos de cambio que vivimos requieren un derecho global, no-estatal sino transnacional,

(e)l capital financiero puede volar por encima de las fronteras, pero la titularidad jurídica de ese capital permanece al calor del derecho estatal. La polución y la lluvia ácida son transnacionales, pero las normas que permiten producirla o no dejan limitarla son todavía nacionales. (Laporta, 2005: 181)

Los efectos devastadores de tal asimetría son más que evidentes. Cuando Habermas habla sobre los mercados, afirma que “sólo responden a mensajes codificados en el lenguaje de los precios. Son insensibles a sus propios efectos externos, a los que producen en otros ámbitos”. (Habermas, 2001: 3)

Ha transcurrido demasiado tiempo desde que García Pelayo (1996) abordara, en un texto ya clásico las transformaciones del Estado contemporáneo. En el trabajo del ilustre jurista español ocupa un espacio singular el tratamiento de la sociedad transnacional, su conceptualización, su importancia, su complejidad y su incidencia sobre las posibilidades de acción del Estado nacional. A partir del mismo quedaba claro que “el Estado y la sociedad nacional son unidades territoriales constituidas primordialmente por relaciones verticales; la sociedad transnacional está constituida primordialmente por relaciones horizontales de carácter funcional” (García, 1996: 152). Resulta destacable el hecho de que la incidencia del fenómeno transnacional sobre los derechos humanos, su garantía y su protección no mereciera entonces la más mínima atención. La omisión, que no responde, desde luego, a falta de rigor o a carencia de sensibilidad teórica del autor, evidencia la evolución negativa y galopante experimentada por el fenómeno en los últimos decenios.

En el mismo orden de cosas, pero visto desde otra perspectiva, David Held (2000) explica cuáles son las implicaciones para la democracia que tienen los procesos de cambio contemporáneos a los que nos hemos referido. Según Held, tiene más sentido hablar de la transformación del poder del Estado y su incidencia sobre los derechos humanos de los ciudadanos (no es éste el tema central del artículo) que de su pérdida progresiva; es decir, que no hemos de vernos con el problema del déficit estatal (Held, 2000: 6). Sí existiría la necesidad de preguntarnos si la transformación del poder del Estado se produce para unos Estados en una dirección y para otros en la dirección opuesta.

Resulta innegable la creciente demanda de regulación de todo el proceso globalizador. Sin embargo, el problema no radica precisamente en la ausencia de normas de reconocimiento y, en cierta medida, de adjudicación, siguiendo la conocida clasificación de H. L. A Hart (1963: 99 y ss.), sino más bien habría que situarse en el ámbito de la eficacia.

No son pocos los autores que explican de qué modo se está globalizando el derecho, advirtiendo que asistimos a un incremento constante de la creación no política del derecho, a una crisis manifiesta de la ley en la regulación del nuevo orden económico (Mercado, 1995: 112). Es la naturaleza de las normas la que está dirigiendo la controversia, el principio de legalidad, entendido como el imperio de la ley es la clave para la comprensión de la existencia de instrumentos jurídicos globales:

El ordenamiento de la sociedad postindustrial no reclama como reclamó el ordenamiento de la sociedad industrial profundas reformas legislativas. El cuadro del derecho resulta inmodificado.

Pero permanece inmutado porque son otros, no ya las leyes, los instrumentos mediante los cuales se realizan y desarrollan las transformaciones jurídicas. (Galgano, 1990: 153)

Este conjunto de instrumentos, con origen extraestatal y proyección mundial, que conforma el nuevo desarrollo del derecho, se ha denominado lex mercatoria. Consiste fundamentalmente en reglas establecidas para transacciones mercantiles relativas a créditos documentarios, contratos-tipo, contratos normalizados, condiciones de venta, estándares, etcétera. Es un fenómeno que se produce principalmente en las áreas de seguros, banca, ingeniería, buques y navíos, medicinas, arbitraje, estándares privados de calidad, tecnologías de la información y la comunicación y mercados bursátiles.

Hay quienes defienden que la globalización no necesariamente implica la desaparición del Estado como un actor, en términos generales de producción del derecho, sino que la capacidad de gobernanza de ambos actores, público y privado, puede variar según el problema político, el contexto institucional o el marco regulatorio del lugar de que se trate (Knill y Lehmkuhl, 2002: 7 y ss. ). El ejemplo son agencias como Moody’s, ibca o Duff and Phelps, que sientan los criterios para determinar la idoneidad de organizaciones financieras, bancos, empresas o países para recibir un crédito. Éstas son entidades que, según esta línea doctrinal, han tenido la capacidad necesaria y suficiente para incrementar la seguridad de las transacciones en el mercado y sus normas privadas se han internacionalizado.

Frente a esta postura, De Sousa Santos califica lo que acabamos de exponer como “ferocidad del fascismo financiero”, añadiendo que el poder discrecional de estas agencias es aún mucho mayor, dado que tienen la prerrogativa de realizar evaluaciones a su antojo aun no habiendo sido solicitadas por los países o empresas objeto de estas (De Sousa, 2004: 27). Lo cierto es que, una vez más, de lo que realmente se trata es del imperio de la ley, en otras palabras, la cuestión de si la ley y el derecho tienen supremacía sobre los actos arbitrarios de poder.

Como hemos señalado, en términos de derechos humanos, cabe hablar de la existencia de un sistema jurídico con alcance global. Nos referimos con esto a los instrumentos convencionales de protección universal de los derechos humanos y a las múltiples declaraciones y convenios sobre derechos concretos existentes hoy día en el ámbito internacional, aceptadas pacíficamente por la doctrina como sistema normativo de protección universal de los derechos humanos. A pesar de esto, las normas jurídicas de ambos órdenes resultan ineficaces ante las dimensiones y consecuencias de la actuación de las empresas. No queda claro, por tanto, en qué medida y bajo qué circunstancias los derechos humanos pueden alcanzar validez en sectores no políticos de la sociedad (Teubner, 1993: 66-69).

Está pendiente la cuestión de si la lex mercatoria, creada por las mismas empresas, es simplemente impulsora de “estándares”, es decir, reglas organizativas, procedimentales o accesorias, o hablamos de auténticas normas vinculantes de derecho sustantivo. Queda por resolver, igualmente, la clase de autoridad formal o la competencia para dictar normas o estándares privados. No es la misma, desde luego, que la necesaria para producir leyes generales, pero el resultado de obligar a otros a adoptar un comportamiento o una política puede no variar, con independencia de la cuestión de las fuentes formales.

El discurso de la eficacia muestra los movimientos del soberano difuso como los únicos que permiten la racionalidad, puesto que se entiende eficacia únicamente como rentabilidad económica y puede llegarse a considerar esta asimilación como obvia, abandonando otras esferas menos visibles de eficacia y desembocando en una suerte de pensamiento único, un discurso excluyente. Se produce la presentación del mercado como modo natural de organización de la sociedad humana. “Hasta las desigualdades más escandalosas se han banalizado”, afirma Sami Naïr, “convertidas en simples consecuencias de una dinámica de conjunto que finalmente será positiva para todos”, y finalmente los derechos se han banalizado. Las regiones no rentables del mundo caen en la desherencia social; en este sentido, el sistema goza de una eficacia sin precedentes (Naïr, 2002: 15).

Fue el propio Keynes (1931) quien advirtió, con una crudeza y claridad dignas de mejor causa, que una vez alcanzada la abundancia deberemos

volver a valorar los fines por encima de los medios y preferir lo bueno a lo útil […] Ese tiempo aún no ha llegado. Durante, por lo menos, otros cien años tendremos que aparentar, ante nosotros mismos y ante cualquiera que lo limpio es sucio y, lo sucio, limpio; pues lo sucio es útil y lo limpio no. La avaricia, la usura y la precaución tendrán que seguir siendo nuestros dioses por una breve temporada más. Pues sólo ellas pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica y llevarnos a la luz del día. (Keynes, 1931: 358)

Ésta es la ética impuesta por el mercado, y desde luego durante mucho tiempo dominante. La ética que, a fin de cuentas, fundamenta y sirve de soporte a un determinado ordenamiento jurídico.

La lucha por los derechos: el derecho y la política en el nuevo campo de batalla

En páginas anteriores ha quedado reseñado el dato de que los derechos humanos constituyen un área del derecho “globalizada”, que goza de normas universales de reconocimiento, incluyendo una Declaración Universal. No cabe duda de que, desde la adopción de esta declaración, se ha diseñado un complejo régimen de protección de los derechos humanos. Existen alrededor de 100 instrumentos internacionales de variada nomenclatura (convenciones, protocolos, declaraciones, resoluciones, recomendaciones, principios y guías) destinados a tal finalidad protectora. Son instrumentos que, por una parte, se centran en distintos derechos, civiles, políticos, económicos, culturales, etcétera, y por otra se destinan a grupos sociales acotados como trabajadores, mujeres y niños. Es el caso de las Convenciones y Protocolos de Ginebra, destinados fundamentalmente a los derechos de los no combatientes y prisioneros de guerra, o el protocolo relativo al estatus de los refugiados.

También se han creado estructuras estables, unas pertenecientes a Naciones Unidas, como el Consejo de Derechos Humanos y el Alto Comisionado de los Derechos Humanos. Otras con estatuto internacional, como los Tribunales para Ruanda y la exYugoslavia -que ya han cesado en su mandato- o el Tribunal Penal Internacional, que persiguen los supuestos de violación de los derechos humanos y, en caso necesario, el castigo de aquellos que los vulneran.

Ferrajoli define este complejo normativo e institucional como “carente de las adecuadas garantías” y “más allá de su proclamación, aun cuando sea de rango constitucional, el derecho no garantizado no sería un verdadero derecho” (Ferrajoli, 1999: 59). El escepticismo, cuando no el pesimismo, es el clima de opinión en el que, generalmente, acaban recalando quienes, desde una u otra perspectiva, se acercan al complejo mundo de los derechos humanos y su eficacia en el momento presente.

Como hemos esbozado a través de estas páginas, el problema no radica exactamente en la ausencia de normas: es la probada ineficacia de las normas, lo equívoco de su formulación, lo frágil de su origen, y los intereses reales que defienden lo que hace del sistema un régimen de protección, digamos, escasamente eficaz y, por lo mismo, poco útil. Este es uno de los argumentos principales de nuestro trabajo, que solamente podremos concluir tras haber expuesto todas las características del marco normativo de referencia. Los destinatarios de las normas, de su poder coercitivo, han permanecido rígidos e inmóviles mientras surgían actores nuevos dotados de poder a los que no alcanza el espectro de la teoría jurídica. No es tanto un tema de Estados/mundo; se trata más bien de la actualización del derecho. El sistema jurídico permanece como deudor instrumental de un modelo político estatal que ha experimentado profundas transformaciones. Siendo cierto que las viejas concepciones iusnaturalistas de los derechos han sido definitivamente abandonadas, no es menos cierto que las teorías puramente legalistas (aquejadas de un cierto formalismo encubridor) han acabado por poner al descubierto sus manifiestas insuficiencias en un mundo presidido por la globalización económica y la desigualdad social. Como acertadamente apuntara Eduardo Faria, los derechos humanos deben ser encarados desde una perspectiva más política, la única que permite acciones “potencialmente desafiantes y efectivamente transformadoras a medio y largo plazo” (Faria, 1995: 93).

Los “derechos naturales” son derechos siempre entre privados; en el estado de naturaleza no existe poder y el pacto social tiene como objeto salvaguardar los “derechos naturales”. La tesis contraria, de los liberales de segunda generación, consiste en entender los derechos humanos como derechos públicos subjetivos. Ambas posiciones tienen un problema: atienden al origen de los derechos para interpretar la teoría, en ningún caso plantean ni posibilitan una teoría nueva. Zagrebelsky da un giro a la forma de mirar al origen y habla de la declaración de 1789 del siguiente modo:

la proclamación de los derechos [opera] así como legitimación de una potestad legislativa que, en el ámbito de la dirección renovada que [tiene] confiada, [es] soberana, es decir, capaz de vencer todos los obstáculos del pasado que [puedan] impedir o ralentizar su obra innovadora. (Zagrebelsky, 1995: 52)

Los derechos de los ciudadanos no quedan garantizados cuando se les protege exclusivamente frente al poder público; este poder no es el que era en la moderna teoría del derecho. ¿Cuál es la circunscripción apropiada, y el debido ámbito de jurisdicción para elaborar y poner en práctica políticas relativas a cuestiones como la protección de los derechos humanos? ¿Están más allá de las fronteras nacionales? Y más importante que los interrogantes respecto a los espacios para su tratamiento serían las instituciones y mecanismos idóneos. Es claro que el derecho internacional impone límites a los Estados. Se define la naturaleza y la forma del poder político desde valores y criterios, desde leyes internacionales que el Estado no puede traspasar, pero cualquier otro agente, con poder suficiente, sí puede.

En este punto, ya podemos abordar un término crucial para la ampliación o la efectiva protección de los derechos. La situación aquí descrita debe tener sus repercusiones tanto en la teoría general del derecho como en el derecho constitucional.

E. Tugendhat explica claramente que

Se había caído en la ficción de que todos pueden proveer para sí mismos y se han cerrado los ojos al hecho de que la riqueza, que bajo esta ideología era acumulada por unos pocos, crea un poder que restringe la libertad positiva de los demás, y esto se había basado en la suposición falsa de la existencia de derechos naturales […].

Dentro de la evolución actual del derecho constitucional se ha creado en la Alemania de postguerra (sic) un concepto de ‘Drittwirkung’, que significa literalmente el efecto para terceros. Con esto se quiere afirmar que las garantías constitucionales no deben restringir solamente el poder del Estado, sino también el poder que unas partes de la sociedad tienen sobre otras. Este paso, […] reconoce que las garantías constitucionales no deben restringir solamente el poder del Estado, sino todo poder […]. (Tugendhat, 1992: 22-24)

La teoría de la Drittwirkung cuestiona el concepto, el fundamento y la función de los derechos humanos. Si los derechos humanos no pueden regir las relaciones privadas es, ante todo, porque se establecen entre iguales, mientras que el Estado siempre actúa desde la superioridad y dispone de medios coercitivos (Venegas, 2004: 116). Lo expuesto hasta el momento pretende poner en cuestión las relaciones de verticalidad en las que tradicionalmente se ha basado la teoría de los derechos con el objetivo de mostrar que es necesario un enfoque horizontal para protegerlos eficazmente. En tanto no se reconozca que las relaciones que se establecen entre los sujetos privados personas y los sujetos privados empresas no son relaciones entre iguales no se podrán proteger por completo los derechos. Del mismo modo, es necesario un tratamiento jurídico que, en lo que respecta a la vulneración de derechos humanos subjetivos, permita exigir responsabilidad a las empresas, para que esta eficacia no siga resultando incompleta.

Si nos posicionamos frente a las palabras de Tugendhat y entendemos los derechos humanos como ‘derechos públicos subjetivos’ se les podría calificar, en palabras de Peces Barba, “como límites al poder y sólo esgrimibles, por consiguiente, ante los poderes, autoridades y funcionarios, pero no en las relaciones entre particulares” (Peces, 1995: 130).

Dar más alcance a los derechos, abandonando la concepción clásica ¿significaría desvirtuarlos? ¿Se desvirtúa el derecho a la vida dependiendo de frente a quién se defiende o garantiza? En efecto, parece claro que un nuevo modelo de Estado demanda, a su vez, una nueva teoría del derecho. El poder, visible o invisible, concreto o difuso, tiende al desbordamiento, y su control y organización por parte del derecho es el signo distintivo de la democracia. El constitucionalismo contemporáneo vincula precisamente la transparencia del poder con una democracia exigente y de calidad. La invisibilidad del poder traduce uno de los compromisos incumplidos por la democracia contemporánea, en opinión del pensador italiano Norberto Bobbio:

la democracia se puede definir de las más diversas formas, pero no hay una definición de la misma que pueda dejar de lado la inclusión, entre sus características, de la visibilidad o transparencia del poder. (1985: 11)

Porque la visibilidad es, de por sí, control.

El viejo interrogante que recorre toda la historia del pensamiento político: ‘¿quién vigila al vigilante?’, puede repetirse hoy, con esta otra fórmula: ‘¿quién controla a los controladores?’. Si no se consigue encontrar una respuesta adecuada a esta pregunta, está perdida la democracia como advenimiento del Gobierno visible. (Bobbio, 1985: 37)

Con la misma claridad e indisolubilidad ha vinculado Javier de Lucas transparencia política, control del poder y democracia. “No hay control donde no hay transparencia, y sin control eficaz del poder no cabe la democracia” (De Lucas, 1990: 135).

Y este poder, no debe olvidarse, puede alcanzar dimensiones devastadoras frente a los derechos humanos, de incalculables e insoportables consecuencias, desde la perspectiva de la racionalidad. En palabras de Hannah Arendt, “se trata de una revelación gradual de la esencia del totalitarismo hasta el pleno desarrollo de la trituración nihilista de seres humanos” (Arendt, 2017: 531 y ss.), tan sombrías premoniciones, en modo alguno carentes de avales históricos ciertos, además de constituir una incitación permanente al mantenimiento de una guardia moral e intelectual, autorizan a recurrir a la contundente apelación, formulada por Ferrajoli, de que “no podemos reclamar al Derecho lo que no puede dar. Pero tampoco hemos de renunciar a pedirle lo que puede dar” (Ferrajoli, 2001: 136).

La responsabilidad de las empresas transnacionales en el ámbito de los derechos humanos

El derecho mercantil y la legislación internacional han discurrido históricamente entre el aislamiento impuesto y el desconocimiento mutuo. En cierto modo este hecho es asimilable a esa separación que sufrió lo económico de las reglas de la moral tradicional en el siglo XVII. Explica el economista José Manuel Naredo que esa separación “sólo pudo acometerse elevando a una categoría moral el afán de acrecentar las riquezas” (Naredo, 2003: 58). Surge entonces el concepto de sistema económico como bloque coherente de relaciones lógicas, poseedor de normas de organización y funcionamiento exclusivas, que se mueve por sus propios automatismos. La economía aparece como nueva ciencia idónea para la consecución del bien común, eliminando una parte de la antigua moral que resultaba un obstáculo (Naredo, 2003: 60-64).

Al discurrir lo económico por un camino y las leyes internacionales por otro, la empresa transnacional ha permanecido inmune a unas normas que consideran a los poderes públicos su objetivo natural. Normas que se han tornado disfuncionales con los cambios contemporáneos y el escenario de relaciones complejas que hemos descrito. Además de esto, la ortodoxia de la “jurisdicción doméstica exclusiva” trata la protección de los derechos humanos dentro del alcance de la legislación internacional, mientras las conductas empresariales son un tema de derecho doméstico o nacional.

Para comprender lo que queremos expresar en este apartado es necesario partir de un principio básico y esencial: la imposición de normas sobre derechos humanos a las corporaciones transnacionales no es incompatible con su estatus jurídico.

Ralph Steinhardt (2005: 180-187) nos habla de cuatro regímenes de responsabilidad de las corporaciones transnacionales en lo que respecta a los derechos; el primero es el régimen autonormativo, que tiene como base de sustento el propio mercado. En tiempos recientes existe la práctica de hacer un esfuerzo por competir en ventas, mercados y capital a través de una especie de compromiso público a favor de los derechos humanos. Un ejemplo son los denominados Sullivan Principles (1977) que suponían un código de conducta voluntario para empresas que hacían negocios en Sudáfrica bajo el apartheid. Steinhardt habla también de las líneas de productos sensibles con los derechos o con el desarrollo sostenible, que se ponen en marcha basándose en que el consumidor estaría dispuesto a pagar un precio más alto con la garantía de que lo que paga no ha sido manufacturado vulnerando los derechos de los trabajadores, por ejemplo. El autor considera positivos estos fenómenos principalmente debido a la posibilidad de que una praxis reiterada suponga la generalización y la transformación en Derecho positivo (vía consuetudinaria) del respeto a los derechos humanos por parte de las empresas (Steinhardt, 2005: 180-187).

Sin embargo, el tema de la competencia por una buena imagen corporativa lograda a través de guías de buenas prácticas y declaraciones de principios para el respeto a los derechos humanos resulta, en el fondo, una práctica tal vez no del todo honesta. Ya hemos tenido la oportunidad de apuntar, a lo largo de estas páginas, que existe absoluta independencia entre economía y moral. Esta independencia y este desentendimiento han sido proclamados con insistencia por los economistas desde Walras hasta Friedman (Naredo, 2003). No pretendemos valorar este hecho; de momento basta con constatarlo.

Lo que parece claro con respecto a las campañas de productos respetuosos con los derechos humanos, códigos de conducta empresarial y, en general, este soft law, siempre de adhesión voluntaria, es que está basado en la moral pública; de hecho, su rentabilidad está sostenida por principios generalizados de moral o ética social. De este modo, la responsabilidad que pudiera generar es puramente moral, y “no se puede castigar moralmente a una persona que está separada del discurso moral normal, que no tiene reatos de conciencia o que ya ha olvidado sus crímenes. No se puede castigar moralmente a una persona que desdeña la moral” (Heller, 1998: 154). Es más prometedor centrarse en lo legal. Como ya explicó Rorty (1998: 132), “apoyarse en las propuestas del sentimiento en lugar de los mandatos de la razón es pensar en que los poderosos dejen de oprimir a los demás o de tolerar que sean oprimidos por pura consideración y no por obediencia a la ley”.

Junto a estos mecanismos de autorregulación aparece el régimen de responsabilidad que imponen las normas nacionales, se trata de una modalidad de políticas puestas en marcha en la última década por algunos países industrializados y basadas en la condicionalidad (ya hemos contemplado, en apartados anteriores, la práctica de la condicionalidad en la política exterior de la Unión Europea). Consiste, en términos generales, en evitar cualquier presencia de empresas de base nacional en países donde no se respetan los derechos humanos, y, además, se condicionan los contratos gubernamentales, el acceso al mercado y otros beneficios al cumplimiento por parte de la empresa de las normas que protegen estos derechos.

Este tipo de legislación nacional es típicamente episódica y generalmente limitada a determinados derechos concretos. El punto de referencia es la Foreign Corrupt Practices Act norteamericana, que data de 1977,4 y que prohíbe, entre otras cosas, que una compañía estadounidense pague sobornos a un oficial extranjero. Las compañías alegaron que esta clase de responsabilidad les colocaba en una posición de desventaja competitiva. En el año 2002, Francia promovió la responsabilidad corporativa a través de la llamada social disclosure, y requirió informes de todas las empresas sobre la sostenibilidad de sus prácticas, incluyendo cumplimiento de los derechos humanos e impacto medioambiental (Steinhardt, 2005: 187-194).

Existen más casos de Estados que han puesto en marcha este tipo de políticas, pero esta legislación está exenta de medidas de refuerzo, de nuevo aparece la moral de los inversores o los consumidores como factor clave de su eficacia.

No existe este factor moral en las políticas de condicionalidad que suelen imponer sanciones comerciales a los Estados donde se producen violaciones sistemáticas de los derechos; sin embargo, estas políticas tienen problemas de legitimidad, además de resultar, en la mayoría de los casos, selectivas. Del mismo modo quedan fuera del espectro de lo moral las políticas que conectan la concesión de ayudas públicas a criterios de actuación sociales, asegurándose que no se gaste dinero del Estado en actividades que permiten la vulneración de los derechos. Ninguna de estas medidas de los Estados nacionales supone verdadera imposición de responsabilidad, ni permite que las empresas respondan ante la ley por quebrantar los derechos humanos. Dicho de otra manera, no cumplen la tarea de asegurar el imperio de la ley.

El tercer método de imposición de responsabilidad que menciona Steinhardt es el de responsabilidad civil. Algunos tribunales nacionales e internacionales han decidido que determinadas empresas o individuos debían en principio estar obligadas a pagar por los daños producidos en su colaboración con determinados gobiernos que abusaban los derechos. Tras la Segunda Guerra Mundial, algunos supervivientes han demandado a empresas que se beneficiaron del trabajo forzado o se aprovecharon de las propiedades sustraídas a los judíos durante el holocausto, y algunas de estas reclamaciones se han resuelto a través de la compensación a los demandantes con el pago de diversas cantidades.5 Del mismo modo, algunas compañías que han utilizado la protección de los derechos humanos como parte de sus campañas de mercadotecnia han tenido que hacer frente a una demanda por responsabilidad tras romper el compromiso del que habían hecho publicidad.6

En los Estados Unidos la Alien Tort Statute prevé que un tribunal de distrito tendrá jurisdicción original sobre acciones civiles por agravios llevados a cabo en violación de la ley de las naciones o de un Tratado firmado por los EE.UU.7 Como consecuencia de esta obligación han tenido lugar acciones contra compañías internacionales por su complicidad en violaciones de los derechos humanos alrededor del globo. Algunas de ellas han sido rechazadas, con base en el principio forum non conveniens, pero ninguna con base en que las compañías sean inmunes a la responsabilidad bajo la legislación internacional.8

Casos como el de Unocal, en los que un grupo de ciudadanos de Birmania demandó por una serie de abusos cometidos en el transcurso del proyecto petrolífero llevado a cabo por dos compañías y el gobierno del país, ilustran que la responsabilidad se mantiene en este último factor, el estatal. Ésta es la llamada doctrina de la State action. Unocal sabía mientras componía el joint venture que el gobierno de Birmania (Myanmar) tenía un historial de abusos de los derechos humanos que continuaría previsiblemente en función de hacer operativo el proyecto, de modo que la compañía se beneficiase de esos abusos.9 El razonamiento del tribunal consistió en que el hecho de que un actor privado pudiera considerarse internacionalmente responsable podía articularse en torno a dos circunstancias: o bien cometiendo uno de esa corta lista de “injustos” -identificados en los tratados o la costumbre internacional, que no requieren la acción del Estado para ser considerados tales-; o bien esas otras circunstancias, más generales, en que la conducta ofensiva de la empresa está entremezclada con la acción del Estado de modo que alcanza los “estándares internacionales” (Steinhardt, 2005: 195).

En el caso de las conductas que per se son consideradas “injustas”, exista o no un Estado implicado, nos encontramos ante una lista taxativa y bastante reducida, compuesta por los comportamientos que en determinados tratados quedan calificados de este modo y explícitamente permiten que la demanda se interponga contra un agente privado. El artículo IV de la Convención contra el Genocidio requiere que las personas que cometan este crimen sean castigadas, ya se trate de gobernantes, funcionarios o particulares. La Convención de Ginebra en su artículo 3 vincula a todas las partes de un conflicto armado incluso si no son Estados.10 El cuarto y último de los regímenes de responsabilidad de las empresas lo constituye finalmente la normativa internacional, sobre cuyo alcance y naturaleza ya nos hemos pronunciado ocasionalmente, es decir, que resulta sectorial, adolece de falta de garantías y es ineficaz en términos generales. Mencionaremos sólo algunos casos para ilustrar la situación.

La Organización Internacional del Trabajo (OIT) posee una agenda para la responsabilidad internacional de las empresas presidida por la Declaración Tripartita de Principios sobre Empresas Multinacionales y Política Social, que incluyó, en una revisión relativamente reciente, la Declaración de Principios y Derechos Fundamentales en el Trabajo (y su programa de seguimiento) pero que se mantiene como lex lata, con carácter no vinculante (ILO, 1978; ILO, 1998).

En comparación con esta declaración, en sus aspectos jurídicos, la Subcomisión de Derechos Humanos de Naciones Unidas adoptó, tras largas negociaciones, una serie de principios que deben regir los comportamientos de las empresas respecto a los derechos humanos titulada “Norms on the Responsibilities for Transnational Corporations and Other Business Enterprises with Regard to Human Rights” (United Nations Economic and Social Council, 2003). Este documento ofrece el espectro más amplio de protección respecto a las empresas transnacionales en el ámbito del derecho internacional y pudieran ser consideradas de lege ferenda. Las normas referidas aportan un enfoque progresivo en varios sentidos. En primer lugar, conciben la empresa transnacional de modo amplio, no refiriéndose a su estructura legal definida o a sus subsidiarios sino a una “entidad económica” o incluso un “cluster de entidades económicas” que operan en dos o más países. Además, se obliga a las empresas a respetar y promover los derechos económicos, sociales y culturales. Es prematuro hacer valoraciones sobre su eficacia y cumplimiento en estos momentos.

Por último, mencionaremos las recomendaciones de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OECD, 2011), por ser uno de los pocos ejemplos en que son los representantes de los gobiernos, no equipos de expertos o juristas, quienes, se dirigen a las compañías para promover el respeto a los derechos. Las recomendaciones se incluyen en el documento “Guidelines for Multinational Enterprises”, que posee un cierto soporte institucional consistente en procedimientos de seguimiento como consultas, buenas prácticas, mediación, conciliación y clarificación. Los Estados se obligan a implementar las recomendaciones y promover su cumplimiento por parte de las empresas que operan en su territorio.

La territorialidad o extraterritorialidad en la protección de los derechos debe ser considerada hoy desde un punto de vista realista y bajo una luz muy definida: la de asumir que existen obligaciones especiales para con los seres humanos. La mundialización ha hecho irrelevantes las fronteras nacionales. Los mapas convencionales del mundo político revelan una concepción muy particular de la geografía del poder. En este contexto hay que profundizar un poco en las razones que llevan a un gran número de países a incluir la temática de las normas de libre competencia en el campo de la integración. Una de ellas es la neutralización de barreras privadas al comercio, y la otra se refiere al control de prácticas monopolísticas desarrolladas dentro de mercados ampliados. Los procesos de integración económica exigen la eliminación de barreras al comercio entre los países. Es por ello que se reducen aranceles y se eliminan restricciones, lo que facilita el comercio. Sin embargo, si no existieran normas de libre competencia eficaces, el sector privado podría tener la habilidad de crear nuevas fronteras por medio de prácticas monopólicas. Parece como si habláramos de fronteras flexibles. Ante esto, una protección de los derechos humanos de base territorial resulta, a todas luces, insuficiente.

A modo de conclusión

El riesgo de la democracia inmovilizada

En el descarnado y sugerente análisis ofrecido hace unos años por Joseph Stiglitz sobre el precio de la desigualdad figura un llamativo capítulo sobre los peligros que acechan a nuestras democracias. Para el autor que mejor ha diseccionado el malestar de la globalización caben pocas dudas de que la forma en la que se ha gestionado la globalización, además de no promover ni eficiencia económica, ni igualdad ni cohesión social, ha socavado gravemente la democracia, dentro y fuera de Estados Unidos. Y no sólo porque las grandes compañías multinacionales han logrado en el escenario internacional lo que muchas veces les era negado en el estrecho marco de la soberanía nacional, sino porque, finalmente, el propio marco nacional ha sucumbido a las embestidas incontroladas de los mercados.

Los gobiernos de nuestras democracias, concluye a este respecto Stiglitz, han elegido un marco económico para la globalización que, de hecho, les ha atado las manos a esas democracias […] Pero atar las manos de nuestras democracias es exactamente lo que querían los de arriba: podemos tener una democracia de “una persona, un voto” y aun así conseguir unos resultados más acordes con lo que cabría esperar en un sistema de “un dólar, un voto”. (Stiglitz, 2012: 198).

Sin embargo, no se puede prescindir de la extracción final de algunas conclusiones, aunque éstas sean generales y provisionales, como es el caso. Por tanto, incurriendo en una aparente contradicción, podríamos decir que, más que de conclusiones, aquí se trata del establecimiento final de hipótesis o puntos de partida teóricos, destinados a ser objeto de un mayor y mejor estudio y, en la medida de lo posible, de una verificación teórica posterior.

Es ya casi un lugar común el reconocimiento de que el viejo modelo de Estado nacional, además de resultar en no poca medida ficticio, es un instrumento de utilidad limitada en orden a la protección y garantía de los derechos humanos. Cambios profundos en los sujetos del orden internacional, en el espacio de residencia del viejo dogma de la soberanía, en la delimitación y la consistencia de las fronteras, obligan a un replanteamiento de la cuestión de los derechos. No nos encontramos ante una cuestión organizativa o puramente instrumental; estamos ante una mutación de sujetos que encierra en última instancia una cuestión de legitimidad.

No es este un asunto insignificante. Los derechos de las Declaraciones clásicas no eran sólo límites al poder legítimo, sino fundamento de ese poder. Si las economías no se encuentran ya insertas en el marco de los Estados nacionales, como se concluye en este trabajo, y son estos los que operan en el escenario más amplio de los mercados, ¿dónde situar las fuentes de legitimidad política? Resulta falaz, en cierta medida, la invocación de un Estado que no puede ya garantizar los derechos, eludiendo la responsabilidad de otros sujetos que le han desplazado sin sustituirle como garante de aquéllos.

El desgarro del tejido conceptual de la teoría política moderna incluye, además de la referida pérdida de soberanía, la irrupción de poderes nuevos, por cuya legitimidad y responsabilidad habrá que preguntar. En el escenario internacional operan y actúan nuevos y poderosos actores. La soberanía se ha desplazado y difuminado, alterando los viejos esquemas mentales y políticos de la legitimidad y la responsabilidad. Los derechos de los ciudadanos no quedan garantizados cuando se les protege exclusivamente frente al poder público y de este hecho resulta un efecto devastador en el ámbito de la protección eficaz de los derechos humanos. Es cierto que el reclamo ha de orientarse a nuevas formas de organización y acción política y social. La inadecuación del modelo jurídico implica la no previsión en sede internacional de garantías idóneas para tutelar los derechos y darles satisfacción, como diría Ferrajoli (1999: 31), “incluso contra o sin sus Estados”; con toda modestia, pero con convicción fundada; añadiremos: incluso contra o ignorando los intereses de los nuevos poderes. Se comprende que el ordenamiento jurídico no debe limitar la razón jurídica. Restaurar o construir una teoría de la Drittwirkung de los derechos, entre otras tareas, permitiría reforzar notablemente sus garantías frente a los nuevos actores internacionales.

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6Véase, a título de ejemplo, el caso Kasky v. Nike (Supreme Court of California, 2002).

10En el caso Kadic et al. v. Karadzic, el tribunal observó que el líder de la facción serbo-bosnia podía ser responsable de genocidio, crímenes de guerra, violación, torturas y otros abusos, incluso si no estaba actuando concertadamente o bajo la autoridad oficial de ningún Estado. U.S. Court of Appeals (1995).

Recibido: 15 de Julio de 2018; Aprobado: 22 de Julio de 2019

Ana María Jara Gómez es doctora en Derecho por la Universidad de Granada (España) y llmeur por la Universidad de Bremen (Alemania); se desempeña como profesora de Filosofía del Derecho en la Universidad de Granada; sus líneas de investigación son: la garantía de los derechos humanos, la identidad nacional, la soberanía del Estado y la responsabilidad política; entre sus publicaciones más recientes se encuentran: Kosovo en el laberinto. Estado, derecho y derechos (2019) Granada: Comares; “La libertad de expresión y el odio al enemigo” (2019) Saber y Justicia, 1(15); “The Building of Exclusionary Identities and its Effects on Human Rights” (2019) International Journal of Interdisciplinary Civic and Political Studies, 1(14); “Terrorismo sexual y garantía de los derechos humanos en áreas de conflicto y post-conflicto” (2018) Revista de Ciencias Sociales de la Universidad de Costa Rica, 159.

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