Introducción
Durante los primeros meses del año 2020, parte del mundo que conocíamos se ha desvanecido. Las interacciones sociales presenciales de la ciudadanía se han visto drásticamente reducidas en casi todo el mundo, debido a la pandemia de la Covid-19. Se estima que a principios de abril de 2020 “casi un tercio de la humanidad” vivía “en situación de confinamiento obligatorio” (Svampa, 2020: 18). Ello ha implicado la declaración del estado de excepción por numerosos Estados, la clausura de fronteras externas, la interrupción de la actividad presencial en los centros educativos, el cierre de fábricas y de lugares de ocio, el acceso restringido a todo tipo de espacios públicos, la reducción de la movilidad física, la exigencia del confinamiento domiciliario, el aislamiento y el distanciamiento social para prevenir los contagios. Así, se ha vivido un acontecimiento inédito: una “cuarentena global”, impuesta por “un Leviatán sanitario, por la vía de los Estados nacionales” (Svampa, 2020: 18). Como consecuencia de esto, se ha extendido el paradigma de la seguridad y de la vigilancia resurgiendo la “frontera como artefacto de seguridad a través del control de ciertas movilidades” (Lois, 2020: 300). Es decir, la incertidumbre global ha trastocado los cimientos de lo establecido y nos enfrenta, a toda la humanidad, a nuevas formas de entender lo personal, social, económico, político y cultural. Estos fenómenos implican una crisis sistémica que abre nuevos horizontes sociopolíticos que bien pueden reforzar las dinámicas heredadas del pasado (Calvo-Albero, 2020; García-Casas, 2020), o bien pueden contribuir a la mudanza del sistema-mundo (Lois, 2020; Pastor-Verdú, 2020; Zibechi, 2020). Sin duda, en el presente se han acelerado muchos cambios sociales que ya estaban en marcha, pero también se reproducen prácticas y estructuras pasadas.
Efectivamente, en este nuevo contexto, se han intensificado ciertas dinámicas previas que estaban incidiendo en los sistemas políticos. Desde hace varias décadas, la política democrática se caracteriza por una visión cortoplacista y la competencia descarnada por el poder entre candidaturas a liderar el espacio público y las instituciones políticas nacionales (Guldi y Armitage, 2016). Esa competencia continúa librándose mediante la defensa, muchas veces fanática, de significados sociales -valores e ideales- que guíen las acciones de los sujetos en un mundo cada vez más incierto y volátil.
Precisamente, dicho mundo lleva a que distintos agentes sociopolíticos opten por defender ciertas identidades culturales concibiéndolas como ideales absolutos e innegociables (del Águila, 2008) en sociedades cada vez más diversas culturalmente e interdependientes. Probablemente, esa forma extremista de defender las identidades, percibidas como propias y excluyentes, sea un modo de reclamar seguridad en un mundo en el que los esquemas anteriores se desmoronan. En cualquier caso, tales identidades son construidas y reconstruidas por los diversos agentes sociales -ciudadanía y líderes- en una disputa simbólica por imponer determinadas maneras de ser, de conocer, de actuar y de pensar en ciertos campos en los que se pugna por el poder (Bourdieu, 1997, 2014). Sin duda, la defensa a ultranza de cualquier identidad, que tenga la capacidad de movilizar a un grupo social más o menos amplio, puede llevar a la fragmentación, la polarización y al deterioro de la convivencia política. Y, por ello, los posibles acuerdos para afrontar problemas comunes, que afectan al conjunto de las sociedades y que rebasan las fronteras estatales, son más complicados de alcanzar.
Por su parte, el fenómeno de la globalización implica convivir y compartir un mundo único crecientemente interdependiente, en el que, por ejemplo, el cambio climático, las crisis sanitarias, las pandemias y los problemas derivados de éstas se vinculan a las condiciones sociales en las que ocurren, que actualmente son globales y afectan, por ello, al “mundo entero” (García-Casas, 2020). Además, la tensión nacional/global se robustece. En muchas ocasiones los gobiernos y la ciudadanía en los ámbitos estatales-nacionales son refractarios a ceder poder de decisión, sobre todo si ello implica el cuestionamiento de su influencia, intereses y dominio territorial. De esta forma, se ha tornado en una gran
[…] fragilidad humana […] una concentración exagerada en lo inmediato, con una atención demasiado escasa a las consecuencias futuras: la insistencia en la gratificación inmediata […] Los gobiernos [y los liderazgos], que funcionan bajo la tiranía de las próximas elecciones, se centran en los temas presentes y soslayan cuestiones más distantes, pero frecuentemente, más fundamentales. (King y Schneider, 1992: 29-30)
A ello se une que esta focalización en lo inmediato, en ocasiones, es resultado de problemas sobrevenidos de gravedad, que son resueltos como vienen, “saliendo del paso” (the science of muddling trough) (Lindblom, 1959). Por lo tanto, el Estado-nación queda desarmado a la hora de implementar políticas públicas que sean mínimamente coherentes y efectivas contra, por ejemplo, la contaminación por plásticos de los océanos o la expansión de un virus. Actuaciones aisladas, sin acuerdos mínimos a escala mundial o regional, pueden tener efectos globales, perjudicando a las generaciones presentes y, de forma más drástica, a las futuras cohortes de población.
Desde luego, ahora habitamos un mundo en el que las dependencias de unos sujetos respecto a los otros -independientemente de si viven o no en la misma comunidad estatal-nacional- son cada vez más relevantes y evidentes. Es decir, las decisiones adoptadas en sociedades muy alejadas de una comunidad local pueden tener consecuencias muy significativas para esta última, hasta el punto de que se vea peligrar su existencia. En este sentido, el cambio climático puede repercutir sobre la desertificación o inundación de amplias zonas del planeta muy densamente habitadas, así como la expansión sin contención de una epidemia hacia lugares muy poblados puede tener efectos letales para muchas personas. Acontecimientos como la mencionada cuarentena global muestran cómo vivimos en un mundo que nos hace ser más conscientes de nuestras múltiples vulnerabilidades e interdependencias. El hecho de vivir en sociedad implica que “dependemos de las acciones ajenas y los demás dependen de las nuestras […] que generan procesos regulares, procesos que no dependen de ninguna persona en concreto y que nos arrastran a todos -pero que a la vez están originados por las acciones de todos nosotros-.” (Martín-Criado, 2019: s/p). Así, los actores políticos nacionales han de plantearse una pregunta en el presente escenario mundial: ¿en qué medida la demanda y consecución de mayor cuota de soberanía nacional-estatal, por parte de los Estados-nación, los hace, a su vez, más débiles ante los problemas globales?
Además de lo anteriormente dicho, las esferas públicas nacionales están afectadas por una creciente desconfianza en las instituciones y liderazgos públicos, amplia apatía, recurrente malestar sociopolítico y profunda crisis de los partidos políticos (Jiménez-Díaz, 2013; Llera-Ramo, 2016; Mair, 2015; Pasquino, 2019). Ante este panorama negativo puede ser útil indagar en fuentes de significado, de credibilidad y de confianza, que contribuyan a la orientación de los líderes y de la ciudadanía en sociedades caracterizadas por los riesgos, las transformaciones aceleradas, una mayor secularización y gran pluralidad sociocultural. Tales fuentes de significado pueden contribuir a establecer criterios de priorización de los valores a seguir en la acción política y en el proceso de elaboración de las políticas públicas. Sin embargo, como se dijo al inicio, el problema surge cuando dichas fuentes se tornan excluyentes y no admiten la diversidad política y cultural que es inherente a la comunidad. Recuérdese que en democracia gobierna la mayoría, más o menos amplia, pero que, en todo caso, la segunda debe respetar los derechos de las minorías: éstas han de acatar las decisiones mayoritarias, y, a su vez, las mayorías deben respetar la existencia social y política de tales minorías (Dahl, 1992; Sartori, 2009). Es decir, en el juego político de las democracias, mayorías y minorías sociales deben reconocerse mutuamente para evitar las relaciones despóticas entre ambas y, sobre todo, para posibilitar la convivencia sociopolítica. No es sólo un asunto de inclusión de las diferencias (Young, 2000), sino también de respeto y compromiso con los derechos humanos entre iguales en una comunidad política en la que las fronteras del Estado-nación son cada vez más borrosas, difusas y contingentes (Calhoun, 2002; Habermas, 1998, 2016; Lois, 2020; Nussbaum, 2013).
Retomando las anteriores reflexiones, cabe plantearse dos preguntas relevantes en el incierto y complejo mundo presente: ¿qué rasgos definen el contexto sociopolítico en el que han de desempeñarse los liderazgos políticos?, ¿qué cualidades y estilos requieren incorporar dichos liderazgos ante los desafíos de la pandemia de la Covid-19? Este trabajo es una primera tentativa para responder a estas cuestiones centradas en el fenómeno del liderazgo político. Éste, en las democracias liberales, afronta el dilema de la rendición de cuentas ante ciudadanías locales en un proceso de toma de decisiones que desborda los límites de la política nacional, puesto que diversas organizaciones internacionales (Unión Europea, Naciones Unidas, Banco Mundial, Organización Mundial de la Salud, etcétera) influyen y condicionan la definición de las políticas públicas nacionales (Beltrán-Adell, 2016). El artículo contiene cuatro apartados, además de esta introducción. En el siguiente epígrafe se expone cómo el ámbito estatal se ha adaptado al mundo globalizado en las últimas décadas. Seguidamente, se introduce el concepto de globalización y cómo éste contribuye a entender las políticas de gestión de desastres en el actual contexto. El cuarto apartado elabora una revisión teórica del liderazgo político y trata de conceptualizar el mismo bajo el prisma de la pandemia para comprender las dinámicas políticas presentes. Finalmente, se reflexiona sobre el contexto y las cualidades del liderazgo en un mundo nuevo.
Lo estatal: adaptación de lo local-nacional al mundo nuevo
Desde la década de 1970 se han producido dos fenómenos políticos relevantes en el mundo: por una parte, el proceso de democratización de numerosos países en lo que se ha denominado “tercera ola” de democratización” (Huntington, 2002); por otra, el Estado-nación se ha visto sometido a enérgicas influencias de la comunidad internacional que afectan a sus funciones centrales. En lo que respecta a esto último, el monopolio del uso de la fuerza ha sido influido y transformado por “tratados internacionales que afectan a su soberanía” (Beltrán-Adell, 2016: 530). Asimismo, la rendición de cuentas de los gobiernos nacionales cada vez más se orienta no sólo a los votantes sino también “a las instituciones supranacionales de las que el Estado forma parte y los mercados financieros” (Beltrán-Adell, 2016: 530). Dicho en otras palabras:
La comunidad internacional toma la forma institucional de una organización mundial que tiene la capacidad de actuar en campos bien definidos sin tener por qué adoptar el carácter de un Estado. Se desarrolla en una entidad que no es simplemente un foro, pero que tampoco llega a tener las características de un Estado. (Habermas, 2016: 308. Cursivas del autor)
Sin embargo, el desarrollo de dicha organización mundial lleva al problema de la legitimación democrática de las políticas públicas que se realizan en el ámbito estatal, en el que amplias capas de la ciudadanía se ven expulsadas y no reconocidas en el proceso de toma de decisiones políticas y de la propia vida comunitaria, debido no sólo a la persistente desigualdad sino a la complejidad social, institucional y técnica de los procesos socioeconómicos (Sassen, 2015). Así, a lo largo de la segunda década del siglo XXI, se han visto proclamas ciudadanas por todo el mundo occidental que, a su vez, han tenido gran repercusión en el comportamiento político (Anduiza, Martín y Mateos, 2014; Fukuyama, 2019: 19-27; Oñate, 2013): “¡Indignaos!”, “No nos representan”, “Democracia real ¡YA!”, “No somos mercancía en manos de políticos y banqueros”,1 etcétera.
Además, por si esto fuera poco, la capacidad de proveer servicios y de transferir rentas que contribuyen al bienestar de la ciudadanía y la redistribución de ingresos se ha visto limitada a raíz de la necesidad de competir en los mercados internacionales que reclaman “bajos impuestos, moderación salarial y escasa regulación de los mercados, en particular el laboral” (Beltrán-Adell, 2016: 530). Ante este complejo escenario se plantea el dilema de si optar por un “Estado competitivo” o por un “Estado del bienestar” (Bogdandy, 2001; Habermas, 2016: 314). Asimismo, las intervenciones y/o decisiones de los organismos multilaterales económicos, como, por ejemplo, la Organización Mundial del Comercio (OMC),
se encargan de las regulaciones que afectan a cuestiones tan importantes como la distribución y la redistribución desde […] la escena nacional. Es aquí, dentro del Estado-nación, donde tales políticas exigen la forma republicana de legitimación que, si bien es deficiente, se obtiene únicamente por medio de canales democráticos. (Habermas, 2016: 312)
Todo ello ha llevado a que los actores políticos estatales se hayan visto con menor capacidad de maniobra para controlar la dimensión socioeconómica de sus propios Estados, y más a sabiendas de la influencia de los poderosos grupos de presión en los Estados-nacionales y en las organizaciones internacionales (Molins, Muñoz y Medina, 2016).
Asimismo, en el tablero internacional, la caída del Muro de Berlín (1989) y el final de la Guerra Fría (1991) marcaron un punto de inflexión definido por profundas transformaciones político-institucionales, socioeconómicas y simbólico-culturales en el ámbito internacional (Entrena-Durán, 2001; Held, McGrew, Goldblatt y Perraton, 2000; McGrew y Held, 2002). En la práctica, tales transformaciones han reconfigurado las sociedades locales, los Estados-nación y las administraciones públicas en todo el planeta (King y Schneider, 1992; Cerrillo i Martínez, 2005; Peters y Pierre, 2005). En este cambiante escenario, si bien los Estados son los agentes fundamentales del campo político nacional e internacional, sus funciones y roles están cambiando profunda y aceleradamente (Entrena-Durán, 2019). De tal modo, los citados:
Estados dejan de ser los proveedores universales para convertirse en catalizadores, habilitadores, protectores, orientadores, negociadores, mediadores y constructores de consensos […] Crecientemente el Estado es llamado a actuar como el vínculo entre los diversos actores implicados en los procesos de planificación, regulación, consulta y toma de decisiones. (Naciones Unidas, 2001: 27)
Por ende, durante las pasadas décadas ha cambiado la forma de gobernar y de liderar dichos Estados y administraciones.2 Además, recientemente durante el mandato de Donald Trump, Estados Unidos ha renunciado a su capacidad de liderazgo mundial y, en paralelo, el eje del poder global se ha trasladado a Asia, especialmente a China y, en mucha menor medida, a India o Rusia (Calvo-Albero, 2020). A la vez, se asiste al declive de Europa Occidental, sobre todo de los países del sur donde la Gran Recesión y la posterior crisis de deuda soberana3 han tenido consecuencias más negativas. Por su parte, la pandemia de la Covid-19 supone importantes mudanzas en el sistema-mundo (Loyer y Giblin, 2020; Pastor-Verdú, 2020: 171) y quizá estemos “a las puertas de un nuevo orden mundial” (Zibechi, 2020: 113).
Sin duda, las recurrentes crisis socioeconómicas, la crisis fiscal del Estado, los fallos del mercado, la desregulación económica, la política estatal burocrática, la orientación de las administraciones públicas hacia el mercado y las citadas transformaciones internacionales, las amenazas transnacionales, así como la creciente complejidad, diversidad, fragmentación e interdependencia de las sociedades locales -lo que comúnmente se concibe como globalización- están reclamando nuevas maneras de liderar y de gobernar en la política (Cerrillo i Martínez, 2005; Entrena-Durán, 2019; Kooiman, 2005; Nye, 2011; Milani, 2020; Peters y Pierre, 2005; Prats-Catalá, 2005). Y estas nuevas formas de gobernar y de liderar han de integrar en sus agendas la relevancia que en el presente mundo adquieren los problemas públicos globales (cambio climático, envejecimiento demográfico, desarrollo sostenible, cambio del paradigma energético, innovaciones tecnológicas, digitalización del trabajo, migraciones globales, etcétera), cuyas dimensiones desbordan al Estado-nacional (Jiménez-Díaz, 2020).
Por todo ello, los sistemas de gobierno estado-céntricos basados en la jerarquía burocrática y en la racionalidad jurídica, por sí solos -y funcionando desde sus visiones exclusivamente nacionales-, no son suficientes ni disponen de los recursos necesarios para abordar “los problemas, desafíos y retos que surgen; [pero tampoco] lo son las aproximaciones al mercado, por ejemplo, a través de la privatización y la desregulación” (Cerrillo i Martínez, 2005: 11). De esta forma, cada vez es más evidente que un nuevo y complejo mundo exige nuevas formas de gobernar y liderar las instituciones públicas. A ello se une el “déficit político […] de Estados modernos, competentes, impersonales, bien organizados y autónomos” (Fukuyama, 2016: 56. Cursivas del autor) y las crisis de legitimidad que desde hace tiempo padecen los estados liberales-democráticos, como consecuencia de las promesas incumplidas de las democracias (Bobbio, 2007). Además, existen otros graves problemas que aquejan a las poliarquías: corrupción política, falta de respuestas ante las crisis, problemas de seguridad internacional, riesgos globales medioambientales, auge de las opciones populistas, el predominio de la política-espectáculo representada por líderes mediáticos, el poder desmedido de los grupos de presión, etcétera (Dahl, 1992; Beck, 2006; Calise, 2016; Campus, 2016; Gentile, 2018; Jiménez-Díaz, 2013, 2020; Llera-Ramo, 2016; Villacañas, 2015). Asimismo, las políticas públicas desarrolladas en el marco del Estado social de bienestar, lideradas por los partidos socialdemócratas, han suscitado grandes dudas y acerbas críticas en las últimas décadas, lo que ha llevado a la crisis de la socialdemocracia europea (Hillebrand, 2016). Esas políticas públicas denostadas, las dinámicas de reducción de lo público y las medidas de austeridad en sectores como el sanitario han tenido una incidencia tremenda al limitar gravemente la capacidad de los recursos sanitarios públicos disponibles, que la gestión de la crisis de la Covid-19 ha revelado. Así, en lo referido “al ámbito de los Estados, ha quedado claro que los sistemas públicos de salud son las principales defensas ante nuevas mortalidades catastróficas” (García-Casas, 2020: s/p) de dicha crisis.
Como receta para enfrentar todas estas dificultades se produce la irrupción y difusión del término “gobernanza” en las últimas décadas -pese a su consabida variedad de significados y diversidad de enfoques con que puede abordarse su estudio (Rhodes, 2005)- invitando a reflexionar sobre “el papel del Estado y de la sociedad en las decisiones públicas y su interacción en situaciones en las que los recursos están dispersos [y los actores políticos son cada vez más interdependientes]” (Cerrillo i Martínez, 2005: 13). Así la gobernanza es entendida como “un enfoque de tipo funcional-estratégico más conectado con el sentido finalista y autónomo de la acción de gobierno y con el desenvolvimiento de distintas estrategias de acción intervencionista” (Porras-Nadales, 2014: 37). Concretamente, gobernanza se utiliza para designar “una nueva manera de gobernar que es diferente del modelo de control jerárquico, un modo más cooperativo en el que los actores estatales y los no estatales participan en redes mixtas público-privadas” (Mayntz, 2001: 29). Por lo tanto, desde la perspectiva de la gobernanza se realzan “los mecanismos de gobierno que no se basan en el recurso exclusivo a las autoridades gubernamentales ni en las disposiciones decididas por éstas” (Natera-Peral, 2005: 759). Así entre las notas características de la gobernanza destacan: la interdependencia entre organizaciones públicas, privadas y voluntarias; las relaciones e intercambio de recursos entre estos agentes; las interacciones basadas en la confianza en redes con capacidad de auto-organización y no responsables ante el Estado (Rhodes, 2005: 108-109).
Esta nueva forma de entender la acción pública posiblemente alberga una manera más adecuada de servir a la gobernabilidad de las complejas sociedades actuales. La piedra angular del problema es la inseguridad y, sobre todo, la incertidumbre por las decisiones políticas adoptadas. Minimizar las externalidades negativas en una red decisional dilatada tanto en su eje horizontal, especialmente en las relaciones entre lo público y lo privado, y el eje vertical en el que se ponen en juego distintas áreas geográficas y niveles de gobierno -multilevel governance- (Dente y Subirats, 2014: 46) en “todo lo que los gobiernos deciden hacer o no hacer” (Dye, 1987: 1) en este mundo interconectado, es el hándicap al que enfrentarse.
De la globalización a las políticas de gestión del desastre
La globalización es entendida como el conjunto de procesos que conducen a un “mundo único” (Robertson, 1992). Como consecuencia de tales procesos, de los entornos cotidianos donde se desarrollaban las prácticas sociales (económicas, institucionales o culturales), circunscritos a los ámbitos locales de los Estados nacionales, se ha pasado de forma gradual a otros entornos de alcance planetario (Entrena-Durán, 2001). Debido a ello, los conceptos de Estado y sociedad nacional carecen de “sistemicidad”, esto es, no pueden considerarse como auténticos sistemas sociales y, por tanto, no constituyen legítimas unidades de análisis en las Ciencias Sociales (Beck, 2006). De hecho, la fuerza impulsora del sistema social moderno es la posibilidad ilimitada de acumulación de capital más allá de las fronteras nacionales, de modo que el “desarrollo económico” no lo es tanto de un Estado o país sino de un poder hegemónico mundial (Wallerstein, 2007). Así, las sociedades se tornan cada vez más interdependientes y conectadas, pues “[l]a humanidad no es ya un simple agregado estadístico, o una categoría filosófica, se ha convertido en una entidad social real, en una totalidad que integra a toda la población mundial” (Sztompka, 1995: 111). Por ello, la humanidad y el presente contexto de globalización constituyen las unidades sociales determinantes y las bases de referencia de los estudios científicos.
En lo que nos ocupa, el proceso de globalización ha de considerarse como contexto de los cambios en los que se desarrolla el liderazgo político y la acción de gobierno debido a las relevantes consecuencias que tiene dicho proceso “en la habilidad tradicional del Estado para dirigir la sociedad, y a la transferencia de competencias a instituciones internacionales o las que se derivan de la desregulación de los mercados internacionales” (Natera-Peral, 2005: 761). Por esta razón, en la sociedad globalizada los procesos de liderazgo político y de gobierno no sólo son dirigidos desde la estructura política estatal, sino que aparecen con fuerza otras estructuras (organizaciones internacionales) y agentes (multinacionales, grupos de interés, organizaciones no gubernamentales) que pueden ser decisivos en la gobernanza global. Así, la gobernanza, entendida como una visión parcial de la acción de gobierno (Porras-Nadales, 2014), alude a la transformación en las interacciones entre el Estado y la sociedad civil, haciendo más énfasis en el protagonismo de esta última y enlazando con debates sobre el papel de la ciudadanía en la acción política (Natera-Peral, 2005).
Por su parte, el término globalización ya no hace referencia exclusiva al proceso de occidentalización, imperialismo, hegemonía cultural y homogeneización del mundo, sino que alude también a múltiples modernizaciones, hibridación, síntesis, mezcolanza sociocultural y diversificación global (Macionis y Plummer, 2011: 781). Así, la sociedad occidental ha dejado de ser el único paradigma de quienes aspiran a desarrollarse y a cambiar socialmente, como se muestra, por ejemplo, en los casos chino e indio. En tal situación, se sucede una gradual intensificación e internacionalización de la cantidad y ritmo de circulación de personas, ideas, capital y mercancías, cuya influencia y desarrollo crece diariamente en todas las direcciones del planeta y a escala global. A ello se denomina torbellino de la globalidad, en virtud del cual la vida cotidiana tiende a perder su tradicional carácter localista, estable y autárquico, y se inserta en las cambiantes relaciones entre lo local y lo global (Entrena-Durán, 2019). Por ende, las sociedades contemporáneas se tornan “más complejas, diversas, dinámicas e interdependientes que en ningún otro momento histórico” (Prats-Catalá, 2005: 145), y las ciudades globales, las mega-urbes, representan los lugares más intensamente sometidos a los procesos de globalización (Sassen, 2007, 2010; Hoole, Hincks y Rae, 2019) y en las que se reproducen, aún más si cabe, fuertes tensiones y contradicciones.
Se instalan, por tanto, con fuerza más inusitadas dinámicas que contrarrestan lógicas tradicionales y nos trasladan perentoriamente a escenarios distintos. Las reacciones a la globalización, los fallos del mercado, las desigualdades en el reparto de la riqueza, las desindustrializaciones, la deslocalización que lleva al desempleo masivo,4 el expolio de recursos, la maquilización de las industrias en países en desarrollo, los problemas medioambientales, los movimientos migratorios, los mercados financieros, el vaciamiento del papel del Estado y su soberanía difusa, etcétera, han llevado a un cuestionamiento del proceso de globalización y de los pilares del sistema de mercado como el más eficiente para individuos y sociedades. En el ámbito académico prosperan los estudios sobre la desconfianza en la globalización y las potencialidades de la regulación y estrategias compensatorias que a nivel nacional y transnacional se podrían barajar para contrarrestar el escepticismo social fruto del crecimiento de la desigualdad, la percepción de pérdida de identidad o de influencia en lo global y de seguridad en lo nacional (Cuervo‐Cazurra, Doz y Gaur, 2020). Además, durante la última década, la política ha experimentado una gran transformación que se refleja en que, si bien, la lógica de la democracia formal (los procesos electorales y las apelaciones a la ciudadanía) se expande más que nunca en los discursos políticos e instituciones de todo el mundo, la recesión democrática y el declive de la esfera política se tornan en realidades persistentes (Diamond, 2015: 141-155; Fukuyama, 2019: 19-20; Gentile, 2018: 59; Prats-Catalá, 2005: 145; Runciman, 2019).
En los últimos tiempos, los populismos están suponiendo un desafío para la democracia liberal (Vallespín y Martínez-Bascuñán, 2017). Plantan sus raíces en la crisis de representación, especialmente en la mencionada crisis de los partidos que, unida a las limitaciones de la globalización del mercado antes tratada y la fragmentación social producida, se convierten en caldo de cultivo y “crean oportunidades para que los contendientes populistas politicen inseguridades económicas y resentimientos culturales, en oposición a la política tradicional establecida” (Roberts, 2019: 1), dando respuestas sencillas a problemas complejos, usando para ello la emoción y la confrontación entre un “nosotros” y “ellos”. El populismo moderno pretende instaurar un orden democrático, pero no liberal reforzado en
una dependencia del liderazgo carismático extraordinario, 2) la incesante búsqueda estratégica de la polarización política; 3) un impulso para tomar el control del Estado, emascular instituciones liberales e imponer una constitución iliberal; y, 4) el uso sistemático del mecenazgo para recompensar a los partidarios y desplazar a la oposición. (Pappas, 2019: 71)
El resurgimiento del populismo y de los liderazgos populistas constituyen dinámicas globales, y precisamente éste ha sido el contexto del reciente ascenso de hiperliderazgos populistas: Nigel Farage, Marine Le Pen, Viktor Orbán, Matteo Salvini, Jair Bolsonaro, etcétera.
A ello se une otra tendencia: la vuelta a discursos nacionalistas y desglobalizadores, acrecentándose en todo el mundo, fundamentalmente entre las grandes potencias, Estados Unidos, China y Rusia y también en Europa. Así lo muestra la pandemia ocasionada por la Covid-19 y las políticas de acaparación de recursos sanitarios o el “America First” de Donald Trump, la retirada del Reino Unido de la Unión Europea o las disputas en clave nacional y no regional sobre fondos de rescate para subvertir la crisis sanitaria entre países del norte y del sur de Europa. La protección y priorización de los nacionales frente a las crisis económicas, desigualdades y pandemias son estocadas a la globalización, que revelan las debilidades que la circundan. Se olvida, quizás, que después de la pandemia, cualquier tipo de regulación futura global, regional y estatal deberá considerar las amenazas transnacionales tanto para garantizar la seguridad de las personas como la biodiversidad del planeta (Milani, 2020: 141), aunque ello está en tensión con la lógica de la economía-mundo capitalista (Wallerstein, 2007). Los populismos y nacionalismos sólo tendrán respuestas parciales ante las crisis presentes, sobre todo porque la mayoría de ellas serán de carácter transfronterizo (Boin, 2019). Las crisis transfronterizas5 no tienen un comienzo claro, se intensifican de repente y en direcciones imprevistas, poseen raíces profundas y pueden sentirse durante años (Boin, 2009: 368). Una crisis transfronteriza causa daño de una manera insidiosa: además del daño personal directo, paraliza o socava las infraestructuras críticas en una combinación de “propagación” geográfica y funcional y puede crear fácilmente un vacío de poder, donde no está claro quién “posee” la crisis y quién debe lidiar con ella diluyendo los tempos y las respuestas o haciendo que éstas se dilaten y/o tengan efectos agravados. Estas crisis tienden a socavar la base de legitimidad de las estructuras de gobierno, y los procesos y herramientas ordinarias de gestión se vislumbran como inadecuados, como se ha comprobado en la crisis de SARS o del huracán Katrina, por ejemplo. “El área de crisis transfronterizas es terra incognita: es una tarea para los científicos sociales crear los mapas y herramientas que permitirán a nuestros líderes navegar por estas aguas desconocidas” (Boin, 2009: 368-375).
Sin duda, la gestión de crisis se ha convertido en una característica definitoria de la gobernanza contemporánea (Boin, ‘t Hart y McConnell, 2008). La propagación global del nuevo coronavirus ha mostrado la fragilidad de la vida en las sociedades de hoy:
Puede parecer ridículo esperar que un patógeno, incluso uno que se propaga al ritmo de una pandemia, pueda revertir una trayectoria económica que está más de un siglo en proceso. Pero el brote de coronavirus coincide con ataques a la globalización económica de muchos sectores diferentes. (Feffer, 2020: s/p)
El coronavirus ha infectado las cadenas globales de suministro que conectan a fabricantes y consumidores, enrarecido el orden internacional y enfatizado respuestas nacionalistas. Lo cierto es que los cimientos del orden anterior se tambalean, la incertidumbre y el miedo se propagan, y el papel de los líderes está más al descubierto que nunca.
Hacia la conceptualización del liderazgo político
Los conceptos sociopolíticos condensan experiencias históricas y articulan redes o tramas de significado, lo que le confiere un carácter inevitablemente plurívoco. Es decir: en un concepto se hallan “sedimentados sentidos correspondientes a épocas y circunstancias de enunciación diversas, los que se ponen en juego en cada uno de sus usos efectivos” (Palti, 2005: 72). De aquí deriva la característica fundamental de un concepto que puede ser definido y utilizado, precisamente, por su capacidad de trascender su contexto originario y proyectarse en el tiempo (Koselleck, 1992; Palti, 2005). A continuación, además de repasar las principales perspectivas y/o usos históricos atribuidos al concepto de liderazgo, se profundiza en una definición que trascienda los anteriores contextos en los que se ha utilizado, de modo que pueda tener utilidad para comprender los procesos de liderazgo político en un mundo nuevo. Así, se resumen los debates y teorías más importantes sobre el concepto para poder reflexionar sobre el liderazgo político durante y después de la pandemia de la Covid-19.
El liderazgo político es un campo de estudio multidisciplinar debido al carácter omnipresente y universal del mismo, habiendo dado lugar a cuantiosas publicaciones (Bass, 1985, 1990; Brown, 2018; Blondel y Thiébault, 2010; Burns, 1978; Elgie, 2015; Kellerman, 2012; Maquiavelo, 2015; Natera-Peral, 2001; Nye, 2011; Tucker, 1981; Weber, 2007; etcétera). Sin embargo, no se dispone de una definición de liderazgo aceptada universalmente, ni de una definición acordada en las Ciencias Sociales. Así, el liderazgo es uno de los fenómenos de la historia humana “más observados y menos entendidos” (Rejai y Phillips, 1997: 1). De hecho, el liderazgo es un “universal cultural”, pues en “todos los tiempos, en todas las fases del desarrollo, en todas las ramas de la actividad humana ha habido líderes” (Michels, 2008: 82). Es decir, el liderazgo es un fenómeno que penetra prácticamente todas las relaciones sociales humanas siendo objeto de innumerables estudios empíricos y teóricos, de los cuales se desprenden las siguientes notas características: gran pluralidad, fragmentación, ambigüedad, equivocidad y confusión (Collado-Campaña, Jiménez-Díaz y Entrena-Durán, 2016; Villoria-Mendieta, 2005). Por tanto, las definiciones sobre liderazgo político se han incrementado a medida que lo han hecho los estudios sobre la materia (Natera-Peral, 2001; Rivas-Otero, 2018).
Esta situación se corresponde con tres problemas básicos en los estudios de liderazgo: por un lado, la multiplicidad de disciplinas que han abordado el estudio de dicho fenómeno en su concepción más amplia, entre las que se encuentran la Antropología, la Ciencia Política, la Filosofía, la Psicología, la Sociología y la Teoría de las Organizaciones. Por otro lado, la diversidad de enfoques concebidos para su análisis, entre los que se cuentan la teoría de los rasgos personales, el conductismo, la perspectiva posicional, el situacionalismo-contingente, el constructivismo y el “Nuevo Liderazgo” (Blondel y Thiébault, 2010; Delgado-Fernández, 2004; Collado-Campaña, Jiménez-Díaz y Entrena-Durán, 2016; Natera-Peral, 2001; ‘t Hart, 2014). Por último, un problema común en los estudios sobre liderazgo es que “se usan palabras [claves] que tienen múltiples sentidos sin clarificar a qué sentido se refiere el autor cuando la usa” (Villoria-Mendieta, 2005: 195), lo que causa diversas confusiones.
Pese a las aristas múltiples del concepto hay cierto consenso al identificar que las principales ideas sobre liderazgo político proceden de tres perspectivas. La primera de ellas se corresponde con los escritos de los pensadores clásicos que se aproximan al estudio del líder en términos del “Gran hombre” y de sus cualidades definitorias. En este grupo hallamos las siguientes tipificaciones del líder: el rey filósofo (Platón), el príncipe (Maquiavelo), el héroe (Carlyle) y el superhombre (Nietzsche). Estos estudios realzan las dimensiones subjetivas-personales del dirigente. La segunda perspectiva está representada por pensadores que acentúan el papel de las situaciones y contextos en la producción social de los liderazgos. Esta perspectiva está representada por la mano invisible (Smith), el evolucionismo social (Spencer), la lucha de clases (Marx) y la rebelión de las masas (Ortega y Gasset).6 Estos autores destacan las condiciones objetivas-impersonales en las que se forman los líderes. Por último, desde la década de 1940, se trata de conciliar las dos perspectivas anteriores (Jiménez-Díaz, 2008). A este respecto, el estudio clásico que fusiona las dos perspectivas tradicionales fue desarrollado por Stogdill (1974) y Bass (1990), en el denominado paradigma relacional-interaccionista del liderazgo (Elgie, 2015). Desde que se publicó el trabajo de Stogdill (1974), muchos investigadores han reconocido la interacción que en la práctica se produce entre los rasgos personales y las situaciones sociales en la conformación de los líderes. En este sentido, Hollander (1978) elaboró una teoría transaccional que combina la aproximación situacional con un componente de intercambio social centrado en las influencias recíprocas entre líder y seguidores. Asimismo, Burns (1978) destacó varios aspectos de este fenómeno multidimensional y complejo que es el liderazgo, caracterizado por estar basado en el conflicto, ser colectivo (interacción entre líder, seguidores y sociedad), ser resuelto y determinado, adoptar dos estilos básicos: transformacional y transaccional.
Por su parte, Tucker concibió el liderazgo político como un proceso ligado a la actividad política en todas aquellas comunidades-estado en las que el poder pretende legitimarse. Así, Tucker identifica el liderazgo con la esfera política y con la participación en la vida pública (Tucker, 1981), por lo cual reclama una aproximación normativa al liderazgo. Dicha aproximación y sus desarrollos recientes otorgan gran relevancia a la combinación de las características personales del líder, los valores que defiende y los escenarios sociales de sus acciones. Más recientemente, Blondel y Thiébault (2010: 32-33) han subrayado tres lazos psicológicos que mantienen la relación líder-seguidores: el discurso político que persuade a la ciudadanía y el apoyo del partido; la relación directa líder-ciudadano mediante el clientelismo, el patronazgo o el control de los medios de comunicación; y la reacción del pueblo ante los líderes en función de la notoriedad, popularidad y carisma (Rivas-Otero, 2018: 41). Todo ello produce un intenso proceso de personalización del liderazgo, acompañado por la creciente importancia de los líderes políticos, su papel protagonista en los medios, en una suerte de “presidencialización de la política” (Poguntke y Webb, 2005) en unos sistemas rendidos y atravesados por las herramientas de comunicación digital.
Liderazgos políticos en un mundo nuevo
Este artículo concibe el liderazgo político desde el referido enfoque relacional-interaccionista, así como desde la visión integradora de la agencia y la estructura desarrollada por el estructuralismo constructivista (Bourdieu, 1997; Collado-Campaña, Jiménez-Díaz y Entrena-Durán, 2016; Gutiérrez, 2002; Jiménez-Díaz, 2008). Así, una adecuada comprensión del liderazgo político supone observar a los líderes públicos como sujetos condicionados tanto por las circunstancias de sus orígenes personales-biográficos y sociales como por las dinámicas socio-históricas y políticas experimentadas por ellos. Esto es, desempeñar el liderazgo político es mucho más que la mera ocupación de un cargo o una posición formal: liderar implica incorporar un conjunto de interdependencias biográficas y sociales en el campo político configurado históricamente; pretender unos resultados que trascienden lo establecido y, por ende, ir más allá de la mera administración de los asuntos corrientes o de la gestión de los problemas rutinarios (Álvarez, 2014: 12-13). Es así como el liderazgo comporta abordar dificultades de un contexto contingente, luchar contra las resistencias a los proyectos del líder, transformar la realidad existente, vencer inercias político-institucionales e inspirar a la ciudadanía (Brown, 2018; Collado-Campaña, Jiménez-Díaz y Entrena-Durán, 2016; Delgado-Fernández, 2004; Elgie, 2015; Natera-Peral, 2001; Weber, 2007).
Concretamente, el liderazgo político consiste en un proceso de interacción-comunicación entre personas (líderes políticos y seguidores) que construyen vínculos significativos y relaciones de dominación a través de diversos símbolos (lemas, discursos, ideologías, programas, acuerdos, etcétera) en el contexto sociopolítico y situación social en que se hallan. En ese panorama, el liderazgo político puede concebirse como un proceso desarrollado por agentes con diversas predisposiciones, motivaciones y objetivos que “movilizan, en competición o conflicto con otras, recursos institucionales, políticos, psicológicos y demás, para estimular, captar la atención y satisfacer los deseos de los seguidores” (Burns, 1978: 18), así como para tratar de imponer una determinada definición de la realidad en un escenario sociocultural y político, en lo que, a su vez, juega una función clave la visión defendida por el líder (Collado-Campaña, Jiménez-Díaz y Entrena-Durán, 2016). En suma, el liderazgo político es:
la acción ejercida en torno a una serie de retos estratégicos recurrentes que deben afrontar los líderes políticos y partidarios, concentrándose el trabajo del líder político en dos tareas principales: por un lado, la construcción de identidades políticas con objeto de movilizar a ciertos grupos de seguidores; por otro, promover y seleccionar determinadas políticas públicas vinculadas a dichas identidades. (‘t Hart, 2014: 22-26)
Así, el liderazgo es tanto producto como productor de las interdependencias heredadas y construidas entre líder, seguidores y contexto -este contexto potencialmente en crisis en el que vivimos-, y a través de las cuales no siempre el primero es el protagonista u ocupa la posición predominante, en la medida que el líder puede ser desbordado por las demandas de los seguidores, éstos han podido rebelarse y el contexto volverse muy incierto y cambiante -incluso, convertirse en el definidor de las decisiones de los políticos en momentos de desastre o crisis como la presente-. De tal forma, contextos, seguidores y líderes son al mismo tiempo importantes y, por ende, han de concebirse como tres factores igualmente relevantes y de equivalente peso en el proceso de liderazgo (Kellerman, 2012: XX-XXI), evitando la mitificación de los líderes. De hecho, el líder fuerte puede ser un mito construido socialmente, como consecuencia de la necesidad humana de aplacar la ansiedad, la incertidumbre y el miedo ante los cambios imprevisibles e inesperados, pues en tales contextos el “líder necesita colegas con experiencia política que sepan lo que hacen y no duden en expresar su desacuerdo con la persona a la que informan” (Brown, 2018: 43). Sin embargo, ante escenarios como la presente crisis sistémica producida por la pandemia de la Covid-19 (Svampa, 2020) o también por la Gran Recesión (2008), los liderazgos autoritarios suelen solicitarse y percibirse como alternativas viables por diversos grupos sociales en tiempos convulsos. Así, Boin (2019) advierte sobre la tendencia a centralizar la toma de decisiones de los líderes autoritarios en los desastres o crisis sistémicas. En cualquier caso, existan o no tales líderes, la opinión pública suele interesarse por ellos y ver aceptable un giro autoritario y tecnocrático encarnado en un liderazgo que ponga orden como respuesta al caos y/o al desastre (Amat, Arenas, Falcó-Gimeno y Muñoz, 2020).
En consecuencia, las interacciones entre líderes, seguidores y contextos han de analizarse como factores de un proceso de comunicación en el que han de considerarse los elementos subjetivos y los objetivos; la personalidad reflejada en la biografía y en el proceso de socialización del líder, así como el contexto y/o campo político en el que el liderazgo trata de institucionalizarse y legitimarse ante los seguidores (Collado-Campaña, Jiménez-Díaz y Entrena-Durán, 2016; Collado-Campaña, 2019; Elgie, 2015; Jiménez-Díaz, 2008; Stogdill, 1974). De esta forma, todo proceso de liderazgo político se construye en unas circunstancias específicas, cambiantes y/o efímeras: así, se ha dicho que el liderazgo no es estático, sino que es dinámico (Kellerman, 2012). En tales circunstancias, el líder experimenta su proceso de socialización en el que aprehende su particular forma de ver el mundo, sus maneras de pensar, decir y hacer las cosas, sus posibles habilidades políticas y, así, compone su impronta personal en el campo político con la creación y consolidación de los “medios externos” (instituciones) en que se apoya la relación entre líderes y seguidores y en el proceso mismo de justificación y/o legitimación de dicha relación. Así en el liderazgo juega una función clave el carisma: las cualidades extraordinarias que le son atribuidas al “líder”, así como la confianza personal, entrega apasionada y creencia firme que el líder inspira en sus seguidores (Weber, 2007: 57-60). Por ello, entre líderes y seguidores se forjan vínculos sentimentales y emocionales que pueden ser positivos o negativos, dependiendo de si los primeros concitan más o menos confianza y entrega hacia las acciones e ideas que despliegan. Tales vínculos emocionales, sentimientos de adhesión o aversión, pueden hacerse más fuertes en momentos de crisis y llevar a la polarización política.
Respecto a los estilos de liderazgo político, como antes se indicó, se ha diferenciado el liderazgo transformacional del liderazgo transaccional. Por un lado, el liderazgo de transacción o negociación consiste en el intercambio entre líder y seguidores para aproximar necesidades recíprocas y deseos (por ejemplo: intercambio de trabajos por votos); este liderazgo persigue valores como la sinceridad, honestidad y la responsabilidad. Por otro lado, el liderazgo transformacional, además de intercambiar necesidades mutuas, elimina seguidores si es preciso, pues persigue la consecución de ideales políticos absolutos, incluso a costa de eliminar la pluralidad de la esfera pública (del Águila, 2008; Arendt, 2006). Esta diferenciación, creada originariamente por Burns (1978), reformulada por Bass (1985) y por Nye (2011), ha sido muy fecunda en los estudios sobre liderazgo político. Atendiendo a esta clasificación, el liderazgo transformacional está orientado hacia procesos de cambio sustantivos en momentos críticos de la comunidad política como, por ejemplo, el cambio de régimen político en un Estado, o bien transformaciones importantes dentro de un mismo régimen, como puede ser la refundación de los partidos políticos por sus dirigentes. Por su parte, el liderazgo transaccional está orientado hacia cambios corrientes y operativos en situaciones no críticas siendo tales cambios necesarios para el funcionamiento de la comunidad política como, por ejemplo, la reforma en la estructura administrativa de un Estado para adaptarla a los cambios sociopolíticos acontecidos. Además, la diferencia entre los mencionados estilos de liderazgo viene dada por la relación producida entre los actores que dirigen y los que son dirigidos, y de qué forma, a su vez, tales actores se relacionan con los contextos sociopolíticos.
De tal modo, en el liderazgo transformacional la relación entre líderes, seguidores y contexto se produce en momentos de grandes cambios, estableciéndose un compromiso moral recíproco entre los primeros y los segundos con vistas al logro de uno o varios objetivos que impliquen un cambio sustancial respecto a la situación anterior. Este estilo de liderazgo, por tanto, “apela a los grandes valores (morales, simbólicos) que remiten a la emoción y a la memoria colectiva” (Aníbal-Coronel, 2015: 63), conformando la visión defendida por el líder y vínculos intensos. Por su parte, mediante el liderazgo transaccional se construye una relación entre líderes y seguidores “basada en el intercambio beneficioso mutuo de un bien (simbólico o material) por otro” (Aníbal-Coronel, 2015: 63). Aquí, el vínculo entre quienes señalan el camino y quienes están dispuestos a seguirlo es mucho menos intenso que en el caso anterior y, de cualquier forma, es un vínculo discontinuo, instrumental.
Convencionalmente, el estilo de liderazgo transaccional se relaciona con épocas de estabilidad sociopolítica y el estilo de liderazgo transformacional suele estar vinculado a tiempos de grandes mudanzas y rupturas sociopolíticas. En otras palabras: previsiblemente en contextos de grandes cambios los seguidores tenderán a demandar líderes transformacionales y visionarios, mientras que, en momentos de estabilidad sociopolítica, los seguidores se decantarán por líderes transaccionales y prácticos. No obstante, en cualquier época, los seres humanos tienden a comportarse reproduciendo las ideas y prácticas heredadas, adoptando acciones reactivas, y no tanto proactivas, ante las transformaciones (Maquiavelo, 2015). Concretamente, en las sociedades modernas se producen cambios constantes en función de los cuales se reclaman diversos líderes carismáticos, aunque muchos de los líderes percibidos como tales son desbordados por las cambiantes circunstancias. Es decir: un problema fundamental de los líderes es su adaptación o inadaptación a las mudanzas contextuales. Y, por ello, el dilema de “cambiar o morir” se presenta de forma trágica para el liderazgo.
Este liderazgo más adaptativo, más transaccional y reformista, suele identificarse con el liderazgo de las mujeres líderes. Este “nuevo liderazgo” es más congruente con los roles que se les asignan a ellas (Bryman, 1992; Carbajosa y De Miguel, 2020; Eagly y Karau, 2002). El estudio del impacto del factor género y el concepto de liderazgo es un terrero cada vez más explorado, pero contra intuitivo en el origen. La imagen del líder es inconscientemente identificada, casi de inmediato, con un líder varón. No obstante, pese a la subrepresentación femenina en los espacios de liderazgo, tanto en la opinión pública como en la academia sigue vigente la pregunta recurrente de qué aportan las mujeres líderes, si tienen un estilo de liderazgo diferente, complementario o si el género es irrelevante en su desempeño. Por ahora, no hay consenso sobre la similitud o diferencias por género en el ejercicio del poder: ha habido aportaciones en uno y otro sentido (Norris, 1997; Ruiloba-Núñez, 2017). Será necesario un análisis sosegado una vez pasada la crisis de la Covid-19 (Johnson y Williams, 2020).
Sin detenerse en la importancia del capital social para la gobernanza, lo cual rebasa el objeto de este epígrafe, debe indicarse que el liderazgo político puede ser un factor importante para impulsar una mayor eficacia, eficiencia y estabilidad en la acción de gobierno en un mundo globalizado postcovid-19. De hecho, las cualidades personales que los dirigentes públicos aportan al proceso de toma de decisiones son decisivas para determinar los resultados políticos (Rivas-Otero, 2018: 14). Y ello se relaciona con las funciones claves que los liderazgos políticos pueden realizar, tal y como ha señalado el profesor Natera-Peral (2005: 764-766).
En este sentido, en primer lugar, los líderes cumplen la función clave “de proporcionar rumbo, impulso o dirección a las estructuras [y redes] de gobernanza” (Natera-Peral, 2005: 764). Desde el punto de vista analítico puede dividirse esta función de “impulso político” en dos objetivos principales del liderazgo: por un lado, diagnosticar y prescribir cursos de acción; y, por otro, movilizar y buscar apoyos. En cuanto al primer objetivo ha de destacarse la capacidad de los liderazgos para identificar problemas o demandas sociales relevantes del contexto para poder ofrecer posibles respuestas. De hecho, en gran medida la acción de los líderes consiste en buscar información adecuada del contexto que facilite algunas claves para definir correctamente los problemas o demandas sociales. Así, el “liderazgo es el arte de reducir el caos para imponer una definición simplificada de una determinada situación” (Bailey, 1988: 2, citado en Natera-Peral, 2005: 764-765). Respecto al segundo objetivo, Tucker (1981) destacó que valdría de poco definir adecuadamente una situación o prescribir adecuados cursos de acción, si el líder no pudiera movilizar de forma influyente recursos y apoyos, imprescindibles para llevar a cabo las decisiones o proyectos. Es decir, construir y mantener una sólida “red de apoyo” (Natera-Peral, 2001) es fundamental en la materialización de este objetivo del liderazgo.
La función de impulso político tiene su máxima expresión cuando el líder afronta situaciones atípicas, caracterizadas por la creciente incertidumbre y grandes mudanzas sociopolíticas (como, por ejemplo, la pérdida de relevancia de las ideologías políticas tradicionales; el final de la Guerra Fría; la crisis de la socialdemocracia; etcétera). De este modo, muchos estudiosos consideran más apropiado utilizar la idea de liderazgo político (y no tanto liderazgo de gestión) para aquellos contextos de intenso cambio e inestabilidad en los que tengan que tomarse decisiones de gran alcance (Harrison, 2018; Kellerman, 2012; Keohane, 2010; Nye, 2011; Tucker, 1981).
En la ecuación del liderazgo político moderno debe añadirse la capacidad de los políticos para dar respuesta efectiva a los problemas cambiantes, “los líderes políticos modernos se enfrentan regularmente a eventos traumáticos y desestabilizadores, y se espera que los manejen hábilmente” (De Clercy y Ferguson, 2016: 212), apoyándose en los expertos, de forma coordinada y siendo capaces de comunicarse con los ciudadanos correctamente, aunque quizás sea mucho suponer.7 Lo cierto es que “las situaciones de crisis también necesitan grandes líderes para ser resueltas” (Tucker, 1968: 75). Liderazgos como agentes activos o innovadores capaces de dar respuesta a las presentes problemáticas, líderes como gestores eficientes en tiempos de crisis.8
La gestión de las emergencias existe desde hace décadas en los estudios administrativos, pero no fue sino hasta los atentados del World Trade Center en Nueva York del 11 de septiembre de 2001 cuando se conecta con la literatura sobre el liderazgo político. La gestión de crisis se había convertido en una característica definitoria de la gobernanza contemporánea (Boin, ‘t Hart, Stern y Sundelius, 2005; Boin, ‘t Hart y McConnell, 2008) y hay toda una literatura que trata sobre “los desafíos que plantean las crisis y los desastres al liderazgo público” (Boin, 2009: 370; Boin, 2019). Precisamente, parte de la literatura sobre gestión de crisis y liderazgo se centra en estas amenazas extra-institucionales y cómo las mismas (movimientos revolucionarios, terrorismo o desastres naturales) afectan al escrutinio sobre la gestión del liderazgo y si ello puede tener efectos sobre la supervivencia o reelección en el puesto de los gobernantes (Bueno de Mesquita, Smith, Siverson y Morrow, 2003; Bueno de Mesquita y Smith, 2008, 2010). Los preparativos y la respuesta que ofrece un gobierno pueden determinar la extensión de un desastre (Kahn, 2005: 183) y, también, pueden revelar información sobre la capacidad y eficacia de un líder para gobernar (DiLorenzo, 2018: 4; Olson y Gawronski, 2010; Quiroz y Smith, 2013), haciendo visible el liderazgo efectivo en tiempos de crisis. En todo caso,
los analistas no están de acuerdo sobre si las crisis modernas podrían ser diferentes a las anteriores, y si el entorno político moderno ha cambiado fundamentalmente en los últimos quince años.9 Al mismo tiempo, la mayor parte afirma que los líderes políticos modernos conservan mucha capacidad para responder a las crisis, gestionar sus efectos, demostrar acciones y adaptarse a los nuevos entornos de toma de decisiones. (De Clercy y Ferguson, 2016: 112)
Aunque confiamos demasiado en los liderazgos y quizá es lo poco que nos queda, se abren paso también otras visiones menos alentadoras. El 16 de mayo de 2020, en un discurso virtual de graduación en varias universidades, el expresidente estadounidense Barack Obama disertó sobre la idoneidad y la capacidad real de los líderes, en lo que pudiera parecer una velada crítica al entonces presidente Trump y que puede servir para desvelar una idea ignorada: “Esta pandemia finalmente ha levantado el velo de la idea de que quienes están al mando saben lo que hacen. Muchos de ellos ni siquiera están haciendo como que están al mando”.10
En segundo lugar, los líderes cumplen un papel destacado en los procesos de comunicación política (Castells, 2009). Obviamente, mantener un sistema fluido de comunicaciones por los líderes se torna esencial para el efectivo funcionamiento de las redes de gobernanza. En efecto, buena parte del trabajo de los liderazgos consiste en comunicar y persuadir, no sólo a su equipo, sino también a sus competidores y al resto de quienes participan en los procesos de gobernanza.
En tercer lugar, los líderes canalizan, agregan o representan directamente tanto demandas como intereses sociales. Esta función se deriva del referido carácter colectivo del liderazgo. Los líderes contribuyen a seleccionar, articular y configurar las demandas colectivas para intentar cohesionar a toda la comunidad o, al menos, a parte de ella. Así, los liderazgos se convierten en agentes simplificadores de la realidad política, encarnando y simplificando la representación de demandas e intereses (Natera-Peral, 2005: 766). Sin embargo, los líderes en tanto agentes que simplifican la realidad política no sólo contribuyen a cohesionar, sino que también polarizan la comunidad hasta el extremo de provocar rupturas y conflictos civiles. Por ello, se dice que en las poliarquías los líderes son necesarios, pero si la ciudadanía “se interesa más por las personalidades que por la política, la democracia puede llegar a peligrar” (Bealey, 2003: 260).
Por último, los líderes cumplen la función legitimadora de los nuevos procesos de gobernanza y, por ende, de las nuevas relaciones entre el Estado y la ciudadanía. Se trata de una legitimación “personalista”, no necesariamente carismática, que representa otra de las fuentes de “apoyo difuso” al sistema político (Natera-Peral, 2005: 766).
Por consiguiente, los liderazgos políticos se erigen en referentes simbólicos para la ciudadanía inmersa en los procesos de gobernanza y de globalización, en función “de su capacidad para personalizar [y manipular] identidades colectivas” (Natera-Peral, 2005: 766). No en vano, el liderazgo político a lo largo de la historia ha ejercido el rol de detentador y manipulador de dichas identidades colectivas. Por ello, el citado liderazgo puede constituirse como “un poderoso antídoto frente a una de las principales tensiones de que adolece la gobernanza y que no pocas veces acarrea su fracaso: la difuminación de responsabilidades” (Natera-Peral, 2005: 766).
En definitiva, el liderazgo político democrático que ejerciera las cuatro funciones antes descritas podría ser el agente -no necesariamente individual, pues todo liderazgo cuenta con un equipo y, además, en las presentes circunstancias sería conveniente implementar liderazgos compartidos dado la creciente complejidad sociopolítica- que luche contra una gobernanza sin gobierno. Es decir, un liderazgo político democrático y compartido que reúna tales funciones lleva hacia una gobernanza responsable y con dirección clara.
A modo de reflexiones: contexto y carácter del liderazgo en tiempos inciertos
Desde las primeras noticias en China a finales de 2019 sobre el nuevo coronavirus SARS CoV-2 que causaba extrañas neumonías (neumonías atípicas de origen desconocido) hasta que la Organización Mundial de la Salud (OMS) declarara la emergencia de salud pública de importancia internacional (ESPII), el 30 de enero de 2020, poco margen hubo para una reacción firme y preventiva. Más bien, la rapidez de los acontecimientos y los errores de cálculo -infravalorando la amenaza, por desconocimiento, por complacencia o por la dificultad de frenar la maquinaria global y las lógicas económicas, políticas, sociales instauradas- han llevado a la mayor crisis sanitaria global de los últimos 100 años y al cuestionamiento de las formas de vida previas, incompatibles con la pandemia.
La propagación mundial de la Covid-19 -con crecientes contagios, enfermos y fallecidos- llevó a la OMS a declarar la pandemia el día 11 de marzo de 2020. No fue hasta ese momento que los gobiernos comenzaron a implementar políticas, de manera un tanto errática, para paliar la transmisión comunitaria y la tasa de incidencia acumulada. La crisis sanitaria se convirtió en crisis total y, con ello, el lenguaje público y las agendas políticas se transformaron (Collado-Campaña y Burgos-Narváez, 2021).
De esta forma, la Covid-19 implica el replanteamiento global de la esfera política. Asimismo, se han puesto sobre la mesa las debilidades de los sistemas políticos, económicos y sociales, así como la necesidad de líderes y gestores a la altura de las circunstancias. El liderazgo pandémico y postpandémico es, sobre todo, un liderazgo adaptativo. Los ciudadanos esperan líderes decididos en sus políticas, resilientes, humanos y transparentes que actúen con visión y que rinden cuentas, hábiles para adaptarse a las vicisitudes y los vaivenes propios de los momentos difíciles, adoptando las políticas públicas requeridas. En definitiva, líderes que asuman errores y que actúen esencialmente poniendo a la ciudadanía en el centro y con visión estratégica. Así, en el corto y medio plazo, pese a las fragmentaciones y polarizaciones rampantes, se esperan políticas enfocadas en la protección de la salud y la maltrecha economía poniendo sobre todo el foco en las personas en situación de mayor vulnerabilidad. Fortalecer las políticas de bienestar y proveer servicios públicos esenciales significa, al fin y al cabo, garantizar derechos humanos y fortalecer las maltrechas democracias. La desafección y el desencanto hacia lo político, las valoraciones negativas de las instituciones, golpeadas tras la crisis económica del 2008, junto con el cuestionamiento de los dirigentes públicos se entrecruzan con las evaluaciones sobre las respuestas políticas a la pandemia estrictamente relacionadas con la salud pública -especialmente la gestión de los confinamientos, la compra de material sanitario o la carrera internacional por la vacunación- en un clima enrarecido y de gran desconcierto.
Aunque ahora las prioridades políticas se orienten hacia la gestión pública de la pandemia, la vuelta a la vieja normalidad es posiblemente una ilusión. Desde luego, en este momento de cambio histórico es esencial fijarnos en los líderes políticos, reivindicar su papel, pues son quienes pueden encaminarnos hacia situaciones diversas.
En este sentido, el contexto del liderazgo presente se caracteriza, por un lado, por ciertos elementos heredados, tales como: la visión cortoplacista de la política como resultado de la pugna electoral entre agentes antagónicos, las resistencias y puesta en valor de las políticas e instituciones nacionales, pervivencia e intensificación de las desigualdades socioeconómicas en las sociedades nacionales, la resiliencia institucional del Estado-nación para hacer frente a las crisis sistémicas, lo local como paraguas frente a las interdependencias y el recurrente cuestionamiento de lo político. Por otro lado, se hallan elementos contextuales novedosos como la reciente reconfiguración del orden mundial, los efectos de la pandemia Covid-19 sobre el proceso de globalización capitalista, los problemas emergentes que acarrea y las externalidades de dicho proceso durante las crisis sistémicas; todo ello cristalizado en el posible descrédito popular de instituciones y líderes. Sin embargo, en tiempos duros en los que han de gestionarse crisis sistémicas como la actual, la vista se vuelve a posar en los líderes y en las expectativas sobre “el liderazgo que viene”, por lo que es necesario reflexionar al respecto.
El liderazgo político en la sociedad global, como sede de los diversos lugares del mundo sometidos a las condiciones sociales impuestas por la globalización, puede jugar un papel fundamental en la acción de gobierno. Ésta, desde luego, se ha convertido en una tarea cada vez más compleja, sometida a fuertes tensiones y contradicciones, debido a que dicha acción no puede ser ideada, diseñada e implementada exclusivamente desde la lógica legal-racional, territorial y de intereses nacionales del Estado. Aunque éste no ha perdido su autonomía política y aún ejerce una influencia central en la legitimación de las políticas públicas que se desarrollan en el ámbito de su competencia, el mismo ha de negociar la acción de gobierno y la toma de decisiones políticas con muy diversos agentes (grupos de interés, multinacionales, organizaciones no gubernamentales, organizaciones internacionales, etcétera) debido a la complejidad, diversidad, fragmentación e interdependencia que se imponen.
Pese a que se reclaman líderes transformacionales y visionarios -tanto en el proceso como en los resultados políticos-, son muy necesarios, igualmente, los líderes transaccionales o negociadores, por su reconocida capacidad para llegar a acuerdos con los diversos agentes implicados en la acción de gobierno. Aunque el protagonismo mediático recaiga en ellos, existen otros actores para tener en cuenta, como son los equipos de los líderes, los agentes privados y las cada vez más relevantes organizaciones no gubernamentales.
En consecuencia, en la llamada sociedad global se requieren ciertas cualidades y atributos para liderar en un escenario tan cambiante, incierto y volátil. Tales cualidades intentan responder a desafíos relevantes en la acción de gobierno en el presente mundo: capacidad de adaptación a los cambios, integrar las incertidumbres como elementos centrales en los proyectos de liderazgo y en los programas de gobierno, habilidad para gobernar con vistas a la regulación de problemas a medio y largo plazo, eludir el cortoplacismo en las políticas definidas como estratégicas, imaginación para poder pensar en otras posibilidades de acción distintas a las convencionales, capacidad para comprender las situaciones y perspectivas de los adversarios políticos, pensamiento ampliado que habilite la comprensión de las perspectivas de agentes con culturas políticas distintas a las mayoritarias, capacidad para incorporar en la acción de gobierno las demandas vinculadas a problemas globales, y habilidad para conformar equipos de liderazgos con las anteriores capacidades.
Por lo tanto, atendiendo a los argumentos desarrollados, parece necesario que la acción de gobierno esté orientada por líderes democráticos y transaccionales con capacidad de llegar a acuerdos sobre los objetivos a desarrollar en las nuevas redes de gobernanza, y que tales líderes no pierdan de vista los retos, cambios y grandes incertidumbres que se vislumbran en el presente. Sin duda, en el actual escenario quienes pretendan influir efectivamente sobre la acción de gobierno (líderes políticos y líderes sociales) no pueden crear más incertidumbres con sus propias acciones, ni ofrecer aspiraciones de cambio meramente retóricas para movilizar a los seguidores partidistas, sino que tienen que plasmarse en proyectos concretos, viables y legitimados en los ámbitos territoriales objeto de su actuación. Así, es necesaria una llamada a la prudencia en la acción política, a los liderazgos políticos cautelosos y compartidos, así como a la asunción de las correspondientes responsabilidades por cada uno de los referidos agentes en su intervención gubernamental. Posiblemente todo ello requiera la clarificación de los criterios morales democráticos (Villoria-Mendieta, 2005: 206-209) y aprender nuevas formas de liderar en la sociedad globalizada, en la que los liderazgos públicos deben dedicarse más a plantear las preguntas adecuadas que en brindar las respuestas supuestamente correctas (Heifetz, 1997). En suma, un mundo nuevo y mucho más complejo implica replantearse las formas conocidas de gobernar y de liderar.