Introducción
México vive desde el año 2007 una importante crisis de inseguridad y violencia. Algunos de los delitos considerados como más graves se han incrementado significativamente a lo largo de este periodo. En particular, las tasas de homicidio doloso a nivel nacional crecieron de manera acusada entre 2007 y 2011, revirtiendo rápidamente el decremento paulatino de las dos décadas previas. Así, durante tales años, se pasó de 8.2 a 23.6 homicidios dolosos por cada 100 000 habitantes. Posteriormente, y tras un cierto descenso hasta 2014 (16.7), los datos volvieron a incrementar su valor y alcanzaron en 2018 los 28.7 homicidios por cada 100 000 habitantes (INEGI, 2018; CONAPO, 2018).
Una coyuntura crítica como la señalada suele acompañarse de distintos impulsos para la realización de reformas y cambios en las políticas gubernamentales, en particular en los ámbitos estatales que se visualizan como sus principales responsables: las instituciones policiales y del sistema de justicia penal. Sin embargo, la propia crisis de inseguridad, debido principalmente a las presiones sociales para su resolución, se convierte en un obstáculo para modificaciones profundas que requieran plazos prolongados. También puede inhibir cambios con orientaciones u objetivos que algunos actores políticos, y parte de la población, consideran inadecuados para la situación de emergencia que se vive.
Así, una de las líneas de actuación que puede perder respaldo en el ámbito de la seguridad sería aquella que coloca como prioridad el respeto a los derechos humanos en la construcción de instituciones, políticas y prácticas de las fuerzas de seguridad. Varios factores pueden alinearse para favorecer posiciones opuestas al desarrollo de controles orientados al respeto de los derechos humanos, ya que desde cierta perspectiva se considera que podrían erosionar la eficacia del “combate a la delincuencia”. Entre dichos factores se encuentra una población que legitime comportamientos de las instituciones de seguridad o procuración de justicia contrarios a la salvaguarda de tales derechos, es decir, la población puede validar medidas de tipo autoritario por creer que es la manera “normal” o “justa” en la que debe actuarse contra los “delincuentes”, o en términos de la actual coyuntura, pensar que es la respuesta más adecuada para solucionar la crisis en el corto plazo colocando en segundo plano sus costos en materia de derechos humanos (López, 2001; Ungar, 2011). Según tal enfoque, las políticas de seguridad deben ser, por tanto, privilegiadamente punitivas. Este tipo de orientación ha sido frecuentemente subsumida bajo la etiqueta de mano dura, más allá de los significados y contenidos diversos que pueda tener según países y regiones.
A nivel global, la perspectiva ya había sido señalada con relación a los cambios en el campo de las instituciones penales y de seguridad para Estados Unidos y el Reino Unido, y luego para Europa continental (Garland, 2005; Wacquant, 2001). Su implementación en América Latina sería aún más fuerte, o con más graves consecuencias, al partir de una realidad social fragmentada, con agudas desigualdades y con un pasado reciente de gobiernos autoritarios que aún estructuraba el funcionamiento de las instituciones de seguridad, así como parte de las percepciones y actitudes de la población (Iturralde, 2010; Muggah, Garzón y Suárez 2018).1
De forma práctica, el núcleo de estas políticas punitivas de mano dura es posible describirlo por la existencia de tres grupos de actuaciones: medidas represivas contra delincuentes de bajo nivel, reducción de garantías procesales y medidas penitenciarias severas, y el despliegue de fuerzas militares en tareas de seguridad pública (Muggah, Garzón y Suárez, 2018). Cada conjunto tiene su correlato en medidas y reformas implementadas en México con mayor o menor estabilidad durante los últimos sexenios de gobierno, y entre sus consecuencias se encuentran problemas de uso excesivo de la fuerza y violaciones a los derechos humanos (Silva, Pérez y Gutiérrez, 2017), aumento de las tasas de población en reclusión (Bergman, Fondevila, Vilalta y Azaola, 2014) y la consolidación de la militarización de la seguridad pública (Moloeznik y Suárez de Garay, 2012).
Al interior de los planteamientos expuestos, el posicionamiento de la opinión pública puede ser un factor de importancia en la definición de políticas públicas vinculadas a la seguridad debido a su gran resonancia social. Desde la perspectiva analítica que aquí se sostiene, la existencia de un apoyo significativo de la población a la tortura y demás vulneraciones de los derechos humanos debilita los procesos, de por sí complejos, de democratización de las instituciones de seguridad pública y justicia. Por este motivo, su estudio adquiere una relevancia crucial. En este contexto, la presente investigación aspira a conocer el nivel de apoyo de la sociedad mexicana a prácticas violatorias de los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad, fundamentalmente en el “combate al narcotráfico”. Asimismo, pretende avanzar en la descripción del grupo de población avalista de tales prácticas en términos sociales, culturales y demográficos.
Marco analítico
Este de investigación trata de determinar las causas, perfil y características del soporte ciudadano a la mano dura extralegal en México. De este modo, sitúa el foco de sus indagaciones sobre la valoración que la opinión pública mexicana realiza del empleo de la tortura por parte de las fuerzas de seguridad en el desempeño de su tarea de lucha contra la delincuencia. Se pretende, así, no sólo dimensionar el grado de respaldo que la ciudadanía otorga a prácticas y medidas de excepción irrespetuosas con los derechos humanos, sino también identificar cuáles son los factores vinculados a la aceptación social de tales vulneraciones. Para ello, se tomarán en consideración algunas de las principales variables identificadas por la literatura, tratando de contrastar su capacidad explicativa de las actitudes ciudadanas “favorables” (o tolerantes) a la tortura en un contexto, como el mexicano, marcado por una alta incidencia y preocupación por los delitos violentos.
Los estudios sobre la percepción y apoyo de la población a prácticas gubernamentales violatorias de los derechos humanos, y en particular a la tortura, han cobrado una notable importancia durante los últimos años. En Estados Unidos el tema alcanzó mayor relevancia tras los atentados del 11 de septiembre de 2001 y las distintas acciones legales, políticas y militares emprendidas por las sucesivas administraciones en la “guerra contra el terrorismo” (Gronke et al., 2010; Huddy, Feldman, Taber y Lahav, 2005; Miller, Gronke y Rejali, 2014; Drake, 2014; Goldman y Craighill, 2014; Wemlinger, 2014). Con un alcance más global, la percepción sobre la tortura también adquirió especial interés al intentar responder por qué en países democráticos, que se han comprometido con su erradicación, la tortura persiste y en algunos casos permanece como práctica sistemática de las instituciones de seguridad y justicia (Amnesty International, 2014; Keith, Tate y Poe, 2009; Rejali, 2007; Lightcap y Pfiffner, 2014). A diferencia de los países con sistemas políticos autoritarios, se esperaría que, en regímenes democráticos más o menos avanzados o estables, las elecciones y otros mecanismos de acción y comunicación en la esfera pública dieran buenos motivos a los gobiernos para hacer el máximo esfuerzo en dejar de lado prácticas violatorias de los derechos humanos (Cingranelli y Filippov, 2010). Sin embargo, si el apoyo de la población a la tortura es mayoritario, o si lo es bajo ciertas circunstancias, es posible que se vuelva muy frágil como forma de barrera u obstáculo para su implementación (Conrad y Moore, 2010).
Una de las principales condiciones que pueden favorecer el respaldo -o la pasiva condonación- a la tortura por parte de la población es que ésta se ejerza sobre un otro social, sobre un sujeto etiquetado exitosamente como persona no perteneciente a nuestra “sociedad” y, por tanto, “no merecedora” de los mismos derechos que el conjunto de la ciudadanía (Elias, 1998; Foucault, 1976; Becker, 2009; Cohen, 2017; Kessler, 2009; entre otros). Ese estigma que la sociedad norteamericana ha situado desde hace casi dos décadas en el terrorista, en México lo portan distintas categorías, entre ellas el delincuente, y desde hace algunos años el narco o “miembro del crimen organizado”. La difusión de un discurso de guerra, de ellos contra nosotros, tal como se instaló en México a partir del sexenio de Felipe Calderón, posiblemente ha colaborado en levantar una barrera más alta en medio del camino que debe transitar desde su compromiso internacional y local con la prohibición de la tortura a su verdadero cumplimiento (Kearns, 2015).
En todo caso, y más allá de la incidencia de dichos procesos de definición de un otro social (Elias, 1998; Foucault, 1976; Becker, 2009; Cohen, 2017; Kessler, 2009; entre otros), susceptible de ser torturado, el abordaje del objetivo de investigación propuesto requiere la exploración del vínculo existente entre el apoyo a medidas violatorias de los derechos humanos y el perfil y características de quienes brindan tal soporte. Con este propósito, se han definido cinco bloques diferenciados de variables independientes consideradas clave en la conformación de las actitudes de aquiescencia social hacia el empleo de la mano dura. Un primer grupo hace referencia a valores generales acerca de la seguridad; un segundo grupo se refiere a actitudes y medidas acordes con una visión autoritaria agresiva hacia el desvío social delictivo; el tercer conjunto de variables está referido a la confianza interpersonal y en las instituciones; en cuarto lugar se abordan los posibles efectos de la experiencia de victimización en contextos de alta incidencia delictiva; y, por último, el quinto grupo se halla integrado por factores de carácter sociodemográfico.
El impacto de los valores de la población en torno a la seguridad ha sido tradicionalmente analizado a partir de lo que podríamos calificar como eje de conservadurismo-liberalismo. En este sentido, Quirós (2015: 81-82) señala cómo la orientación política es, de hecho, uno de los indicadores que más incide en la conformación de la opinión pública sobre la tortura. Las divergencias entre ambos posicionamientos se condensan, de acuerdo con la autora, en torno a dos grandes ítems: las actitudes hacia el cambio y las actitudes hacia la igualdad. El conservadurismo se halla asociado con la aversión al cambio y la tolerancia a la inequidad, al contrario de lo que sucede con las posturas de corte más liberal. Estos patrones actitudinales suelen atribuirse al miedo y a la necesidad de certezas (Jost, Glaser, Kruglanski y Sulloway, 2003), por lo que el papel de la seguridad se torna clave para este tipo de orientaciones axiológicas.
Frente a los elementos descritos, el autoritarismo se define en buena medida por su rechazo hacia la diferencia (Stenner, 2005). Se trata de una variable ideológica caracterizada por actitudes de sumisión a las autoridades, adherencia a las normas sociales convencionales y agresividad contra el desvío social y los grupos marginales (Altemeyer, 2007). Las personas autoritarias se orientan hacia enfoques sancionadores contra quienes actúan desviándose de la norma, mostrando una mayor voluntad de violar las libertades civiles y apoyar medidas de fuerza para la resolución de conflictos (Quirós, 2015: 95). Como han mostrado ya otros estudios (Hetherington y Weiler, 2009), las preferencias alrededor de la tortura pueden encontrarse parcialmente determinadas por la influencia del autoritarismo.
El impacto del capital social y las relaciones de confianza sobre el grado de apoyo a medidas violatorias de los derechos humanos es, asimismo, otra de las líneas de análisis de este estudio. La literatura distingue los posibles efectos de dos dimensiones o tipos de confianza, interpersonal e institucional, cuyos mecanismos explicativos de la tolerancia hacia la tortura operan de distinto modo. La confianza interpersonal, bien particularizada (basada en nuestras experiencias vivenciales con otros individuos), bien social o generalizada (depositada en extraños o desconocidos de quienes se carece de información) (Herreros, 2004) da cuenta de la calidad de los lazos trabados entre los sujetos que conforman una comunidad. En este sentido, podría esperarse que una menor confianza en las otras personas favorezca mayores niveles de apoyo a medidas ilegales para enfrentar los problemas delictivos y el temor asociado (Buchanan, DiAngelo, Ma y Taylor, 2012). El argumento que subyace a tal expectativa tiene que ver con la valoración que los individuos hacen de sus conciudadanos, la confianza que depositan en ellos y su deseo de que participen en la sociedad democrática, denostando así la aplicación de políticas de mano dura (Buchanan, DiAngelo, Ma y Taylor, 2012: 4).
Por otro lado, y con respecto a la vertiente institucional de este concepto, se ha señalado cómo la desconfianza en las instituciones (en este caso de seguridad y justicia) puede venir acompañada del apoyo a medidas autoritarias violatorias de derechos en el control de la criminalidad. Tal y como señala Krause (2014), en su discusión sobre los hallazgos de Zimring y Johnson (2006), el hecho de que la desconfianza en las instituciones incline a la ciudadanía hacia prácticas más punitivas no deja de tener, en cierto sentido, un carácter paradójico: “apoyando medidas estatales autoritarias de control del crimen, los ciudadanos que no confían en las instituciones gubernamentales o de justicia criminal, irónicamente, sitúan incluso más poder en las manos de las mismas instituciones gubernamentales en las que encuentran fallas” (Krause, 2014: 112-113). No obstante, la autora matiza esta aseveración en su estudio de caso sobre Guatemala, al encontrar que tal desconfianza refuerza, en realidad, el ejercicio de prácticas vigilantistas. En todo caso, desde esta perspectiva, la percepción de ineficacia, corrupción o incapacidad por parte de las instituciones en su lucha contra la delincuencia puede afectar a su legitimidad, erosionar la confianza de la ciudadanía e inclinarla hacia una mayor tolerancia de los métodos extralegales en la consecución de sus objetivos (Malone, 2010; Krause, 2014).2
Junto a las dimensiones planteadas, atenderemos también a los posibles efectos derivados de la experiencia de victimización. Ésta es, precisamente, una de las líneas de reflexión y análisis más sugerentes apuntadas por la literatura desarrollada en los últimos años en torno a los patrones de conformidad con el empleo de prácticas policiales extralegales. De acuerdo con Malone (2010), en países con elevadas tasas de criminalidad y bajas cuotas de imperio de la ley, como es el caso de Guatemala, El Salvador u Honduras, las víctimas de algún delito se muestran significativamente más favorables a que el Estado actúe en los márgenes de la legalidad. En esta misma línea, Buchanan, DiAngelo, Ma y Taylor (2012) sostienen que la experiencia de victimización directa, así como la percepción de inseguridad ciudadana, suelen encontrarse asociadas a mayores niveles de apoyo a las políticas de mano dura. Esto es así debido en buena medida a la búsqueda de soluciones rápidas y contundentes contra el crimen por parte de quienes han sufrido su azote. Asimismo, Krause (2014: 110) señala cómo las víctimas de la delincuencia pueden experimentar sentimientos de ira, indignación o resentimiento hacia los criminales y victimarios, lo que podría favorecer actitudes de acuerdo o justificación de procedimientos extralegales de detención y trato a los delincuentes. Y es que, más allá de los criterios ideológicos y axiológicos previamente analizados, la vivencia de victimización puede alterar las preferencias sobre las políticas públicas adecuadas (o aceptables) para la provisión de seguridad y el abordaje del crimen. Visconti (2020) sugiere como posible mecanismo causal explicativo de tal circunstancia el decremento del apoyo a la democracia y la erosión de la legitimidad del sistema asociados a la exposición directa al crimen, advirtiendo de los riesgos que esto supone para la garantía de derechos, el imperio de la ley y la salvaguarda democrática.
Dentro de este bloque analítico cabe prestar atención, asimismo, al potencial impacto de los contextos de violencia y alta prevalencia del crimen en la configuración de las opiniones y actitudes de la ciudadanía en torno a la utilización de prácticas extralegales como la tortura. Se trata de observar, en este sentido, el vínculo existente entre la variación regional en los niveles de violencia registrada y la conformidad ciudadana hacia las mencionadas medidas. A partir de los estudios que señalan la relación entre altas tasas de delitos violentos y un mayor respaldo a la pena de muerte (Stinchcombe et al., 1980; Gross, 1998; Jacobs y Carmichael, 2002; Baumer, Messner y Rosenfeld, 2003), es posible preguntarse por su impacto en la legitimación de otros mecanismos extremos de control social como pueden ser la tortura o las ejecuciones extrajudiciales. Por tanto, si el apoyo a medidas autoritarias se incrementa con el aumento de los delitos de más alto impacto, y estos se presentan de manera diferencial en las distintas regiones del país, podría esperarse una variación equivalente en el respaldo de los entrevistados a tales prácticas.
Trasladando dichos planteamientos a la realidad mexicana, y tomando como indicador de la violencia la tasa de homicidios dolosos por cada 100 000 habitantes en los tres años previos a cada una de las encuestas objeto de análisis, se constatan importantes diferencias interregionales. Si observamos el periodo 2008-2010, se destaca de forma clara la Región Norte del país con 34.9 homicidios cada 100 000 habitantes. Por su parte, las regiones Sur y Centro-Occidente alcanzaron en el promedio de los tres años tasas de 14.5 y 10.1 respectivamente, mientras que el valor más bajo correspondió a la Región Centro con una tasa de 6.7.3 Para el sondeo de 2015, la tasa promedio de los tres años anteriores (2012-2014) mantiene el mismo orden de incidencia por regiones, siendo más elevada para la región Norte (33.8), seguida por la región Sur (18.4), la región Centro-Occidente (16.5) y la región Centro (15.6). Los planteamientos teóricos expuestos harían, por tanto, esperable que estas divergencias regionales en la prevalencia del crimen en México fueran acompañadas de un soporte desigual hacia el empleo de medidas extralegales por parte de las fuerzas de seguridad.
Para terminar, diversos trabajos previos han señalado la relación existente entre el apoyo a medidas represivas de control de la delincuencia y la caracterización sociodemográfica de quienes brindan dicho respaldo. En primer lugar, la educación ha sido considerada en otros estudios como un importante factor determinante del acuerdo o desacuerdo con las políticas de mano dura en América Latina (Buchanan, DiAngelo, Ma y Taylor, 2012). Así, la expectativa es que un mayor nivel educativo redunde en un apoyo menor a medidas ilegales para enfrentar a la delincuencia. Desde este enfoque, la formación académica favorecería el compromiso con valores cívicos y democráticos contrarios al uso de la tortura o las ejecuciones extrajudiciales. En esta misma línea, y de acuerdo con los hallazgos de Buchanan, DiAngelo, Ma y Taylor (2012), la juventud -y su socialización democrática- podría constituir también un cierto antídoto contra el respaldo a prácticas policiales violatorias de derechos fundamentales. Algunos autores encuentran, no obstante, evidencias contradictorias a este respecto. Por ejemplo, Malone (2010: 73) señala que en países tales como El Salvador la edad es efectivamente un importante predictor del respaldo a las políticas de mano dura. Sin embargo, son las personas de mayor edad quienes se muestran más reacias a la quiebra de la legalidad por parte de las autoridades. De acuerdo con la citada autora, el recuerdo de la dictadura y la guerra civil puede, probablemente, contribuir a dar cuenta de estos posicionamientos contrarios a actuaciones que supongan una vulneración de derechos y libertades.
Otro indicador sociodemográfico considerado relevante en las investigaciones sobre opinión pública y abusos a los derechos humanos es el sexo de los entrevistados. En este sentido, diversos trabajos han constatado la existencia de opiniones divergentes entre hombres y mujeres en lo que respecta al empleo de la violencia y el uso de la fuerza gubernamental (Huddy y Cassese, 2013). La idea de la existencia de una brecha de género referida al respaldo a la tortura en general, o a técnicas violentas específicas de interrogación a sospechosos, ha sido también respaldada en estudios recientes (Haider-Markel y Vieux, 2008; Wemlinger, 2014). En sus análisis sobre el apoyo a la tortura en Estados Unidos, Wemlinger señala que dicha brecha de género existe, si bien únicamente opera en el caso de las mujeres que no son madres. Su menor apoyo a la tortura se debe a que las mujeres se socializan con actitudes contrarias a la violencia, pero tras la maternidad, y debido al rol protector de sus hijos, su oposición a la tortura no difiere significativamente de la registrada entre los hombres.
Por último, la caracterización del hábitat de residencia puede, asimismo, contribuir a la articulación de las actitudes de la ciudadanía hacia el uso estatal de las políticas de mano dura. En concreto, se contemplarán los posibles efectos diferenciales de la residencia en áreas rurales y urbanas sobre las opiniones en materia de derechos humanos y prácticas punitivas en el combate a la delincuencia.
Análisis descriptivo: opinión pública y respaldo popular a la mano dura en México
Algunas encuestas levantadas para la región latinoamericana durante los últimos años señalan un fuerte apoyo social a la mayor presencia de policías y a la dureza de los castigos (Ungar, 2011); sin embargo, es necesario evaluar de manera diferencial las opiniones y actitudes de la población, distinguiendo entre la preocupación por la situación de inseguridad, el apoyo a medidas que podrían considerarse de corte punitivo, y el acuerdo con comportamientos que son claramente ilegales y contrarios a los derechos humanos como los que aquí se analizan. Para ello, y centrándonos en el caso mexicano, emplearemos dos fuentes de información.
En primer lugar, la Encuesta Nacional de Cultura Constitucional (IIJ e INE, 2011), la cual recoge información para 2 208 casos de 15 años y más, que residen en zonas rurales y urbanas del país. Se utilizó una tasa de no respuesta inferior al 5 %, con un efecto de diseño de 1.75, y con un nivel de confianza del 95 %; adicionalmente se consideró un error máximo de ±2.85 puntos porcentuales. En segundo lugar, se trabajó con los datos de la Encuesta Nacional acerca de la Percepción sobre la Práctica de la Tortura (IIJ y CEAV, 2015). En este estudio se levantaron 1 200 casos, correspondientes a personas de 15 años o más y residentes en zonas urbanas y rurales de México. Se manejó un margen de error máximo de 4.1 puntos porcentuales y un nivel de confianza de 97 %, considerando un efecto de diseño de 2.2 y una tasa de no respuesta de 5 %. La información obtenida de tales proyectos será finalmente complementada por otras fuentes adicionales de datos consideradas relevantes para el presente estudio.
De acuerdo con datos existentes, el fenómeno de la inseguridad constituye una de las principales preocupaciones para la población mexicana. Si observamos los resultados del Latinobarómetro (s.f.) del 2007 a la fecha, la opción “Delincuencia/Seguridad Pública” aparece como el principal problema del país. Este dato muestra subidas y bajadas durante los primeros años de la “guerra al narcotráfico”, en 2007 representaba 13 %, alcanza su mayor valor en 2011 (38 % opina que es el principal problema del país), descendiendo para los siguientes años y manteniéndose entorno a 28 % hasta el 2018.
Los porcentajes de respuesta parecen indicar que la preocupación por la “delincuencia/seguridad pública” aumentó al crecer la tasa de homicidios en el país durante el periodo 2007-2011. Luego, en el nuevo repunte de la tasa de homicidios desde 2015 a 2018, la preocupación siguió siendo la más alta de los encuestados mexicanos, pero se mantuvo estable (a la par que aumentaba la preocupación por otros problemas, como la corrupción).4
No obstante, tal circunstancia no implica el apoyo a políticas de seguridad contrarias a la ley o proclives a la vulneración de derechos. Por ello, es preciso indagar de manera específica en las prácticas estatales violatorias de los derechos humanos. En este sentido, el empleo de métodos violentos como única vía efectiva para el combate de la violencia y el crimen organizado parece generar un rechazo decreciente entre la población mexicana.
De acuerdo con la Gráfica 1, si bien la aprobación de medidas violentas se ha mantenido estable, su impugnación ha descendido de 57.9 % en 2011 hasta 43.1 % en 2015, aumentando no obstante quienes manifestaban posiciones intermedias (ni de acuerdo ni en desacuerdo). Por tanto, menos de la mitad de los entrevistados condenan en la actualidad el uso exclusivo de la violencia en la lucha contra el crimen.
Fuente: elaboración propia con base en la Encuesta Nacional de Cultura Constitucional. Legalidad, legitimidad de las instituciones y rediseño del Estado (IIJ e INE, 2011) y Encuesta de Percepción de la Práctica de la Tortura (IIJ y CEAV, 2015).
La pena de muerte constituye el más claro ejemplo de medida punitiva extrema por parte del Estado. En este sentido y de acuerdo con una hipótesis recurrente en la literatura,5 la presión y aquiescencia de la ciudadanía con medidas de corte autoritario aumenta en contextos de elevada presencia e impacto social de la violencia y el delito. Desde esta óptica, cabría esperar por tanto un claro incremento del apoyo a la pena de muerte en México entre los años 2004 y 2015. Sin embargo, y como muestra la Gráfica 1, el porcentaje de encuestados que se manifiesta de acuerdo con la pena capital no solamente no creció, sino que se produjo un ligero descenso a lo largo del periodo, a pesar de la coyuntura de violencia severa que atraviesa el país. Sin embargo, se observan dos tendencias adicionales: disminuye el rechazo y aumenta la aprobación condicionada de esta medida extrema. En este sentido, el desacuerdo total ha ido descendiendo para el conjunto de la población, pasando de 47 % en 2004 a 32 % en 2015. Por su parte, el acuerdo parcial asciende desde 12.9 % hasta el 24.7 % al final del periodo observado. De hecho, si sumamos las categorías de acuerdo y de acuerdo en parte, en 2015 el porcentaje conjunto de ambas supera incluso a la mitad de los encuestados (52.8 %).
En cuanto al uso de la tortura por parte de las autoridades estatales como instrumento “para conseguir información de una persona detenida por pertenecer a una banda de narcotraficantes”, los datos tanto para el 2011 como para el 2015, muestran que aproximadamente una tercera parte de los encuestados manifiesta su acuerdo con dicha práctica (véase Gráfica 1). Es interesante resaltar que la proporción de personas que censuran estos procedimientos violatorios de los derechos humanos desciende en más de diez puntos a lo largo del periodo observado (46.1 % en 2011 y 32.4 % en 2015), aunque también es sugerente la ocurrencia de un incremento de las posiciones intermedias (ni de acuerdo ni en desacuerdo), que alcanzan 30.1 % en 2015. De este modo, los resultados del 2015 muestran una población prácticamente dividida en tercios, donde uno de esos tercios representa a los mexicanos que no rechazan esta práctica de manera enfática.
En adición a lo dicho, cuando se indaga por el acuerdo con la tortura como medida de castigo refiriendo a casos particulares (donde al nombrar el crimen perpetrado se está etiquetando al victimario, a ese otro social al que se considera merecedor de sanción), la aceptación de la tortura como represalia contra quien ha cometido una violación, por ejemplo, alcanza a seis de cada diez de los encuestados (véase Gráfica 2). Este resultado muestra que, desde la percepción de la población, la etiqueta “violación” (por el lugar que ocupa en la moral pública y por la desvalorización de quien vulnera dicho centro moral), coloca a su responsable en un espacio por fuera de la vigencia de los derechos. Lo sitúa en un lugar donde el castigo, y el daño que inflige la tortura, es legítimo no sólo como posible inhibición de la comisión de nuevos delitos (argumento racional moderno), sino también como venganza, como escarmiento.6
Fuente: elaboración propia con base en la Encuesta de Percepción de la Práctica de la Tortura (IIJ y CEAV, 2015).
Un resultado similar se obtiene con relación al “secuestro”, donde la mitad de los encuestados considera la tortura aceptable como castigo para el responsable de dicho delito. Si bien el secuestro tiene una incidencia significativa en México desde hace largo tiempo, en la última década y media representa una de las peores modalidades de violencia que ejercen los grupos de la delincuencia organizada, por lo cual ha aumentado el temor de la ciudadanía a ser víctima de tan grave falta. Entonces, cuando la persona se convierte en un “secuestrador”, un porcentaje significativo de los encuestados deja de considerarlo sujeto de derechos, incluso de los más básicos, como lo es el derecho a la integridad física.
Otros delitos como la extorsión, el robo, el fraude, incluso la traición a la patria, obtienen porcentajes menores de aceptación, pero igualmente significativos. Es decir, casi cualquier delincuente es visto, por al menos uno de cada cinco personas, como alguien que puede ser sometido a tortura.7 Estas tendencias coinciden con los hallazgos presentados por estudios realizados en Estados Unidos, donde el respaldo a esta práctica violatoria de los derechos humanos se incrementa significativamente cuando se trata de “terrorismo” (Conrad y Moore, 2010).
De lo visto es posible advertir por lo menos dos líneas interpretativas diferenciadas: por un lado, se observa cierta adhesión al uso instrumental de la tortura para la prevención de nuevos crímenes y, por el otro lado, cierto acuerdo con el uso expresivo de la misma como forma de castigo al delincuente. Los datos para el 2015, obtenidos de las respuestas espontáneas de los encuestados para justificar la tortura, muestran que 39.5 % de los mismos rechazó el empleo de esta práctica bajo cualquier circunstancia, pero 35.9 % justificó la tortura cuando es aplicada contra un delincuente (en casos de violación, secuestro, homicidio, etc.) y 6.3 % expresó su aceptación cuando es necesario obtener información del detenido o si con ella se pretende salvar a una persona.
De acuerdo con los datos, la proporción de aquellos que encuentran una causa justificativa para este tipo de violación de los derechos humanos superó a la de quienes impugnaron su uso. Además, entre quienes sí dieron una justificación, fue minoritario el grupo de encuestados que la vinculó a una necesidad instrumental. Finalmente, 85 % de los que respaldaron la práctica, vinculan o refieren a la tortura principalmente como un mecanismo de castigo que como instrumento disuasivo o para la obtención de información.
Análisis multivariado: ¿quién y por qué apoya el uso estatal de medidas violatorias de los derechos humanos?
Formalización de hipótesis y operacionalización de variables independientes
Tras una primera aproximación descriptiva a nuestro objeto de estudio, a continuación, trataremos de analizar las causas, perfil y principales rasgos distintivos del respaldo ciudadano a las políticas de mano dura extralegal en México. Para lograr el objetivo propuesto, y de acuerdo con el marco analítico planteado, se ha explorado la asociación existente entre el apoyo a medidas violatorias de los derechos humanos y cinco grupos diferenciados de variables independientes, cuyo procedimiento de operacionalización será detallado a lo largo de las siguientes líneas y sintetizado en la Tabla 1.
Bloque I. Valores acerca de la seguridad. El análisis de esta dimensión se efectuará a través de las preguntas del cuestionario vinculadas a la seguridad que permiten la comparación entre distintos tipos de valores, contribuyendo a ubicar a los entrevistados en el eje conservadurismo-liberalismo. Así, de acuerdo con los planteamientos teóricos expuestos, la operacionalización de este concepto aspira a determinar la inclinación y peso comparativo que los ciudadanos conceden a la seguridad frente a principios tales como la libertad o la igualdad (véase Tabla 1).
Bloque II. Actitudes y medidas acordes con una visión autoritaria agresiva hacia el desvío social delictivo. Para la aproximación empírica a dicho aspecto, y de acuerdo con los objetivos del estudio, seleccionamos una serie de preguntas referidas al sistema judicial y a la implementación de medidas en contra de la delincuencia (véase Tabla 1). Se trata de cuestiones dedicadas al grado de autoritarismo de las actitudes y políticas adoptadas en el combate frente al crimen, así como a la visión y funcionamiento de la Justicia. Sin embargo, no se trata del apoyo a medidas de justicia extrajudicial, tal como recoge nuestra variable dependiente. Es decir, se indaga qué tanto el respaldo a una visión punitiva de la Justicia impacta en el apoyo al desborde extralegal. Como recuerda Quirós (2015), la operacionalización del autoritarismo incluye desde la escala-F de Adorno et al., hasta la escala-RWA de Altermeyer, pasando por las preguntas de Hetherington y Weiler (2009) sobre la educación de los hijos. Aquí hemos tomado como proxies indicadores sobre el sistema judicial y el castigo a delincuentes, adaptando el concepto a nuestro ámbito de estudio.
Bloque III. Confianza interpersonal y en las instituciones. La operacionalización de este eje de análisis responde a las formulaciones tradicionalmente empleadas en el abordaje empírico del capital social o, más específicamente, en el estudio de una de sus principales dimensiones: la existencia de redes de confianza social generalizada (Herreros, 2004) y el marco de confianza institucional (véase Tabla 1). Para la aproximación a dicho concepto, se recurrirá a tres indicadores fundamentales: el grado de confianza social de los entrevistados y sus niveles de confianza en dos instituciones clave para nuestro objeto de estudio, a saber, la Policía y el Ministerio Público.
Bloque IV. Experiencia de victimización y contexto de violencia . Para abordar el potencial impacto de la victimización en la conformación de las actitudes de tolerancia hacia el uso de la tortura por parte de las fuerzas de seguridad, se acudirá a la pregunta del cuestionario que interroga a los entrevistados sobre su experiencia personal o familiar como víctimas de algún delito.8 Por su parte, la etiqueta de cada región del país representa un contexto de violencia variable que ya hemos descrito a partir del promedio de la tasa de homicidio cada cien mil habitantes de los últimos tres años.
Bloque V. Factores sociodemográficos. Por último, y atendiendo a las líneas de argumentación y análisis previamente expuestas en el marco teórico de este estudio, los modelos empíricos incluirán las siguientes variables sociodemográficas: nivel de estudios, edad, sexo y ámbito residencial (rural/urbano).
Diseño metodológico
El presente estudio emplea como variable dependiente el grado de apoyo de la población a las prácticas estatales violatorias de los derechos humanos en el combate a la delincuencia. Para ello se ha desarrollado un índice a partir de diversos indicadores. En el caso de la Encuesta de Cultura Constitucional de 2011, se tomaron como base las preguntas referidas al grado de conformidad con la tortura,9 las ejecuciones extrajudiciales10 y el empleo general de métodos violentos.11 Para la construcción del índice, las dos primeras preguntas fueron ponderadas con el doble de peso respecto a la tercera.12 En cuanto a la Encuesta Nacional de Percepción sobre la Práctica de la Tortura de 2015, se tomaron las mencionadas variables aplicando las ponderaciones descritas, sin incluir la pregunta alusiva a las ejecuciones extrajudiciales, debido a que no había sido contemplada en el diseño del cuestionario. Finalmente, el índice fue codificado en dos categorías de respuesta: acuerdo con medidas autoritarias (valor 1) y desacuerdo con tales medidas (valor 0).13
El análisis de las relaciones existentes entre la variable dependiente y las variables explicativas previamente expuestas se ha llevado a cabo a través del cálculo de dos Regresiones Logísticas Binarias. El diseño de las encuestas empleadas como referencia impide una réplica exacta de los modelos multivariados. Los cuestionarios de 2011 y 2015 no coinciden en todas las preguntas seleccionadas. No obstante, sí es posible establecer una comparativa que aporte información relevante sobre la robustez y carácter de los vínculos que se establecen entre el respaldo a prácticas violatorias de los derechos humanos, como la tortura de los detenidos, y las características personales y contextuales de quienes las secundan.
Discusión y resultados
Los resultados de las regresiones logísticas muestran, en primer término, el impacto de los valores vinculados a la seguridad sobre la probabilidad de acuerdo con medidas de corte autoritario. La priorización de la seguridad sobre la libertad mantiene una relación positiva y estadísticamente significativa con el apoyo a prácticas violatorias de los derechos humanos en el primer modelo (razón de momios de 1.762), pero no en el segundo, donde el coeficiente tiene el signo esperado, pero no alcanza significatividad. Asimismo, al comparar la categoría referida a la disminución de las diferencias entre ricos y pobres, el Modelo 1 arroja coeficientes positivos y significativos para las categorías vinculadas a la aplicación de la ley y a la seguridad. Aumenta, por tanto, sensiblemente la probabilidad de que el encuestado apoye medidas autoritarias cuando prima la aplicación y respeto a las leyes o una sociedad libre de delincuencia sobre el resto de los objetivos sociales propuestos. No obstante, la significatividad de tales hallazgos no ha encontrado respaldo empírico en el Modelo 2.
Variables incluidas en la ecuación | Modelo 1 (2011) | Modelo 2 (2015) | ||
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Β | Exp β | β | Exp β | |
La libertad y la seguridad son valores que a veces pueden chocar, si tuviera que escoger uno, ¿con cuál se quedaría? | ||||
Libertad | N. S. | |||
Seguridad | 0.566 *** | 1.762 | ||
Ambos | 0.078 | 1.082 | ||
¿Qué es más importante para usted? | ||||
Una sociedad donde se apliquen y respeten las leyes | 0.568 *** | 1.765 | N. S. | |
Una sociedad sin delincuencia | 0.558 *** | 1.747 | ||
Una sociedad más democrática | 0.261 | 1.299 | ||
Una sociedad donde haya menos diferencias entre ricos y pobres | ||||
Si la policía detiene a una persona que sospecha cometió un delito, en principio como debería considerarla: inocente o culpable | ||||
Culpable | 0.528 *** | 1.696 | N. A. | |
Depende | 0.645 *** | 1.906 | ||
Inocente | ||||
¿Está usted de acuerdo o en desacuerdo con la pena de muerte? | ||||
De acuerdo | 0.933 *** | 2.543 | 1.713 *** | 5.543 |
De acuerdo, en parte | 1.334 *** | 3.795 | 1.153 *** | 3.167 |
En desacuerdo, en parte | 1.360 *** | 3.896 | .854 *** | 2.349 |
En desacuerdo | ||||
En una escala de 0 a 10, donde 0 es no confío nada y 10 es confío mucho, ¿qué tanta confianza tiene usted en el Ministerio Público? | ||||
Métrica | 0.112 *** | 1.119 | 0.114*** | 1.120 |
En una escala de 0 a 10, donde 0 es no confío nada y 10 es confío mucho, ¿qué tanta confianza tiene usted en la Policía? Métrica | 0.054 ** | 1.055 | N. S. | |
Nivel de escolaridad | ||||
Sin escolaridad y primaria | 0.522 *** | 1.686 | 0.628 *** | 1.874 |
Secundaria | 0.752 *** | 2.122 | 0.405 *** | 1.499 |
Preparatoria | 0.542 *** | 1.719 | 0.137 | 1.147 |
Licenciatura o más | ||||
Ámbito de residencia | ||||
Rural | 0.498 *** | 1.645 | N. A. | |
Urbano | ||||
Región del país | ||||
Norte | ||||
Centro-Occidente | 0.330 ** | 1.390 | 0.870 *** | 2.386 |
Centro | 0.350 ** | 1.419 | 0.409 * | 1.505 |
Sur | 0.391 *** | 1.478 | 1.177 *** | 3.244 |
Sexo Hombre Mujer |
N.S. | -0.272 * | 0.762 | |
Víctima delito No Sí |
N.S. | .595 * | 1.812 | |
Víctima delito por región del país | N.A. | |||
Víctima del delito X Norte | ||||
Víctima del delito X Centro-Occidente | -1.102 ** | 0.332 | ||
Víctima del delito X Centro | -.864 ** | 0.422 | ||
Víctima del delito X Sur | -.849 * | 0.428 | ||
Constante | -3.855 *** | -1.543 *** | ||
-2 LogLikelihood | 2193,148 | 1241,120 | ||
Número de casos | 1, 880 | 1,047 |
Nota: Las categorías de referencia se indican en negritas. Coeficientes estimados y cambios de momio (OR).
Nivel de significancia: *** p < 0.01; ** p < 0.05; * p < 0.1. N. A: Not Available. N.S: Not Significant
Fuente: elaboración propia a partir de los datos de IIJ e INE (2015).
El segundo bloque de variables alude al autoritarismo y el sistema de justicia. Los datos disponibles para 2011 constatan cómo el respeto a la presunción de inocencia de los sospechosos de un delito aleja a los entrevistados del apoyo a las vulneraciones de sus derechos fundamentales. Así, tomando la categoría inocente como referencia, se observa que tanto la categoría culpable como depende presentan coeficientes positivos y significativos. Esta pregunta no estaba disponible en la encuesta de base para el Modelo 2.
La conformidad con la pena de muerte ofrece también información relevante en torno al sistema de justicia y la aquiescencia social con prácticas autoritarias. En ambos modelos puede observarse cómo el acuerdo con la pena capital presenta, frente al rechazo, valores positivos. Su significatividad es, además, muy elevada, alcanzando un nivel de confianza de 99 % para los dos estudios manejados. Destaca, en definitiva, la diferenciación que se establece entre quienes, de manera tajante, están en desacuerdo con la pena de muerte y el resto de los posicionamientos. Es decir, el rechazo a este tipo de sanción se asocia con la deslegitimación, también de manera firme, de las violaciones a los derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad del Estado.
Un conjunto adicional de variables lo conforman las mediciones vinculadas a la confianza institucional.15 En particular, se introdujo en los modelos, de forma simultánea, el grado de confianza que inspiraba a los encuestados tanto la policía como el ministerio público. Al hacerlo, la primera de dichas variables (la confianza en la policía), no fue significativa en el segundo, la encuesta de 2015. Pero sí lo fue en el primero, con un nivel de confianza de 95 %. Por su parte, la confianza en el Ministerio Público muestra un coeficiente positivo y significativo en ambos modelos. Se observa, así, que al aumentar el valor de la confianza en esta instancia aumenta también el cociente entre la probabilidad de que el entrevistado apoye medidas violatorias de los derechos humanos y la probabilidad de que no lo haga. El resultado es contrario a lo esperado, la expectativa teórica común es que confiar en las instituciones implica un respaldo a los caminos legales para enfrentar los problemas del delito, y, en consecuencia, un menor apoyo a medidas extralegales. Sin embargo, la contradicción de la hipótesis es un hallazgo interesante. Abre la puerta a ampliar los impactos de la confianza institucional en función de la historia de las instituciones de seguridad y justicia y el contexto social en el que operan. Indica que la confianza puede tener diversos significados, reflejados en distintas expectativas de actuación institucional, para diferentes colectivos de población. En este sentido, los resultados sobre la “confianza en las instituciones” no siempre han de ser interpretados como si la población compartiera una misma y homogénea matriz de cultura política y jurídica. Es decir, el hecho de que las instituciones violenten la ley o transgredan los derechos humanos puede constituir motivo de desconfianza para muchos, pero puede ser también lo que ciertos grupos esperan de ellas, en particular cuando es un otro social (los delincuentes) el que se vería afectado por tales comportamientos.
El cuarto bloque de análisis corresponde a las experiencias de victimización y el contexto de violencia. Este último se incluyó por intermedio de las regiones del país en los dos modelos; la experiencia de victimización sólo fue posible para el 2015. En las regresiones logísticas llevadas a cabo se ha tomado como categoría de referencia la zona Norte del país, donde se acumularon buena parte de los incidentes violentos. En ambos, se observa que, con distintos niveles de significatividad, el resto de las regiones presentan frente a ella una propensión mayor al respaldo social de prácticas estatales que vulneran los derechos humanos. En el caso del Modelo 1, los coeficientes resultan positivos y significativos (con niveles de significatividad moderados en las regiones Centro-Occidente y centro, y elevado para la región sur). El segundo confirma dichas tendencias, destacando el sur mexicano con una razón de momios superior al resto de las regiones (3.244). Estos resultados persisten a pesar de los controles propios de la técnica de regresión, lo cual no solamente refuerza un hallazgo que en un primer momento parecería contraintuitivo, sino que también demanda reflexionar acerca de los factores que fundamentan las tendencias descritas.
De acuerdo con la hipótesis teórica previamente formulada, cabría esperar que la región Norte brindara un mayor apoyo al uso de medidas autoritarias en el combate a la delincuencia debido a la situación de inseguridad que ha atravesado en los últimos años. Sin embargo, los resultados desmienten esta presunción y muestran que es justamente dicha región la que menor respaldo otorga, en términos comparados, a este tipo de prácticas violatorias de los derechos humanos. En una primera mirada, este resultado parece indicar que tras la variable regional se encuentran otros factores, que es necesario develar, que impactan en el apoyo a medidas de corte autoritario; y que dicho respaldo no se manifiesta de forma automática a partir de las crisis coyunturales de seguridad. Podemos dar un primer paso en las consecuencias mediadas del contexto de incidencia delictiva a partir del análisis de las experiencias de victimización.
Al considerar en el segundo modelo solamente la experiencia de victimización, no alcanzó significatividad. A nivel de todo el país las personas o familias víctimas del delito no se mostraban más proclives a la aplicación de medidas punitivas contrarias a los derechos humanos. Nuestra hipótesis teórica de partida se tomó de investigaciones previas sobre el análisis de las políticas de mano dura en América Central; sin embargo, dichos estudios toman como variable dependiente medidas extralegales para combatir la delincuencia en general, mientras que el índice de nuestros modelos se constituye principalmente por medidas referidas a la “guerra contra el narcotráfico”. La victimización puede tener un efecto diferencial sobre ambos tipos de medidas. Además, en los estudios de América Central la victimización mantiene una asociación positiva con las medidas de mano dura solamente en algunos países (principalmente los de mayor incidencia delictiva), y no en otros (Malone, 2010; 2012). Por lo tanto, tomando en cuenta esta última observación sobre la importancia de los contextos de incidencia delictiva, incluimos en el modelo la interacción de la victimización y las distintas regiones del país. El resultado muestra que el impacto de la victimización sobre el apoyo a medidas autoritarias es negativo en las regiones Centro-Occidente, Centro y Sur, al compararse con la región Norte. Dicho de otra manera, es en la región Norte, con un contexto de alta incidencia de delitos violentos, donde la victimización incide de forma positiva en el apoyo a las medidas punitivas de corte autoritario. Es decir, la victimización tiene un impacto que varía de acuerdo con el contexto regional (Malone, 2010: 74). En la región Norte, la tasa de homicidios más elevada durante los años bajo estudio es, a la luz de los resultados expuestos, un contexto que favorece el impacto de las experiencias de victimización sobre nuestra variable dependiente. Sin embargo, sigue siendo necesario indagar los factores detrás de las etiquetas regionales que hacen de la región Norte, en comparación con las restantes del país, aquella que brinda un menor apoyo a las medidas extralegales de combate a la delincuencia.
No es posible realizar aquí un análisis en profundidad a este respecto, pero sí señalar algunas posibles hipótesis sobre las que construir futuros estudios. Una primera explicación se orienta a las divisiones étnicas y al nivel de desigualdad económica como condiciones que amenazan a los grupos dominantes y producen formas más represivas de control social (Chambliss y Seidman, 1980; Quillian, 1995). Tal argumento puede ampliarse hacia las opiniones y actitudes de la población hacia el delito, los delincuentes y el castigo que merecen (Baumer, Messner y Rosenfeld, 2003). Las elites buscarían movilizar la opinión pública hacia actitudes fuertemente punitivas, en particular en condiciones sociales que consideraran como amenazantes para el statu quo. Por lo tanto, en las regiones con mayores divisiones raciales y económicas podría existir un más amplio apoyo a medidas contra la delincuencia violatorias de los derechos humanos. Las diferencias en términos de divisiones raciales y de desigualdad económica, entre la región Norte y la región Sur, podrían estar detrás de los valores significativos que tiene la última con relación a la primera en los dos modelos que hemos presentado.
Una segunda línea de debate a la hora de analizar los resultados regionales del apoyo a las políticas de mano dura es la que tiene que ver con perspectivas de carácter sociocultural. En este sentido, el impacto de aspectos como la religión sobre el asentimiento ciudadano con la práctica de la tortura ha recibido una creciente atención a lo largo de los últimos años, especialmente desde los Estados Unidos. La religiosidad se halla asociada a una serie de valores, discursos y creencias que, desde este enfoque, influirían en la conformación de determinadas actitudes políticas. No obstante, sus efectos pueden resultar ambiguos a la hora de dar cuenta del apoyo a conductas estatales violatorias de los derechos humanos. Así, diversos autores han subrayado cómo en este tipo de posicionamientos es preciso tomar en consideración la mediación de otras dimensiones como el conservadurismo, la raza, el grado de religiosidad o el interés por la política (Malka y Soto, 2011; Quirós, 2015). El caso de México resulta particularmente interesante debido a su enorme diversidad cultural. Y es que, según esta suerte de enfoques, dicha heterogeneidad y sus rasgos diferenciales podrían encontrarse también tras las divergencias regionales detectadas en la aquiescencia social con prácticas como la tortura o las ejecuciones extrajudiciales.
Finalmente, es preciso no perder de vista las dinámicas de violencia estructural (Galtung, 1969) reinante en el Sur de México. Si bien es cierto que los estados norteños sufren, en términos generales, el azote del narcotráfico con especial virulencia, no lo es menos que la población de los estados del sur que vive también expuesta a otro tipo de manifestaciones violentas. Una violencia estructural que se expresa en la pobreza, la desigualdad y la exclusión que asola algunas de estas regiones: las más desfavorecidas del país. Una violencia que atraviesa además las relaciones sociales y golpea a indígenas, mujeres o migrantes de la frontera sur. Una violencia subrepticia, quizá arraigada a golpe de constancia, que podría influir también en el modo en que su población valora las violaciones estatales de los derechos humanos.
Los modelos aplicados incluyen un set de variables de carácter sociodemográfico. El nivel de estudios confirma cómo un mayor capital cultural disminuye las probabilidades de apoyo a medidas violatorias de los derechos humanos. En el caso del primero, todas las categorías del nivel de escolaridad presentan coeficientes significativos y positivos al compararse con los entrevistados que señalaron haber alcanzado estudios de licenciatura o superiores. Es decir, la propensión a respaldar prácticas autoritarias en la lucha contra el crimen es significativamente mayor entre quienes no llegaron a cursar formación universitaria. Para los datos de 2015 se confirma este hallazgo, aunque las diferencias significativas solo son entre quienes cuentan con estudios terciarios y los grupos sin estudios, primaria o secundaria, no así con el nivel de preparatoria.
A su vez, los ámbitos de residencia rurales poseen un coeficiente positivo y significativo a 99 %, tomando como categoría de referencia a la población que habita en las ciudades (para el primer modelo, puesto que la variable no estaba disponible en el segundo). Es posible que en las zonas urbanas tengan mayor intensidad y tiempo de circulación los discursos críticos acerca de prácticas como la tortura, que se refleja en un rechazo superior a intervenciones estatales que vulneran el cumplimiento de los derechos humanos. Por otro lado, la variable edad no resultó significativa en ninguno de los dos modelos calculados, por lo que la hipótesis nula no puede ser rechazada. Tampoco se ha encontrado una evidencia sólida en lo que respecta a nuestra hipótesis sobre la variable sexo. En el caso del Modelo 1, el sexo de los encuestados no manifestó asociación significativa con su posicionamiento respecto al ejercicio de actividades contrarias a derecho por parte de las fuerzas del Estado. Los resultados del segundo modelo sí apuntan, no obstante, en la dirección esperada, si bien con un limitado nivel de confianza de 90 %. Las mujeres se presentan en él como menos proclives que los hombres a aprobar la aplicación de medidas inobservantes de los derechos humanos.
Conclusiones
México ha experimentado, fundamentalmente desde el año 2007, un notable incremento de la inseguridad y la violencia asociadas al crimen organizado. La incidencia de delitos de alto impacto tales como el secuestro, la extorsión o los homicidios dolosos, han puesto a las instituciones públicas de seguridad en el centro del debate político y académico. En particular, este trabajo de investigación ha situado el foco sobre el empleo de medidas de excepción violatorias de los derechos humanos, con especial énfasis en el uso de la tortura, como instrumentos del Estado en la lucha contra la delincuencia. De acuerdo con la perspectiva analítica propuesta, el posicionamiento adoptado por la opinión pública puede ser un factor relevante en la definición de determinadas políticas, especialmente en cuestiones vinculadas a la seguridad, la justicia y los procesos de democratización que afectan a su ejercicio. Por ello, se ha analizado el respaldo social a las políticas de mano dura, con el propósito de determinar los niveles de apoyo y legitimación de las prácticas de seguridad contrarias a la salvaguarda de los derechos humanos, así como los perfiles culturales y sociodemográficos de aquellos que las respaldan.
Desde un punto de vista descriptivo, y de acuerdo con los análisis llevados a efecto, las encuestas muestran la presencia de importantes capas de la población mexicana dispuestas a justificar el uso de la violencia como el principal instrumento en la lucha contra el crimen, la aplicación de la pena capital o el empleo de métodos de tortura contra los detenidos. Si atendemos a los datos de manera diacrónica, la tendencia dibujada por los estudios examinados pone de manifiesto la disminución del rechazo directo a estas prácticas violatorias de los derechos humanos y un incremento de la indefinición y el acuerdo condicionado. Dicho respaldo se halla asociado en buena medida al tipo de delito considerado. Así, el uso de la tortura contra quienes perpetraron crímenes como la violación o el secuestro encuentra grados de aceptación muy superiores a los registrados por otros delitos como el fraude o el robo. Estos resultados sugieren la existencia de un proceso exitoso de creación de un otro social, el victimario, portador de etiquetas tales como violador, narcotraficante o miembro del crimen organizado, al que no se considera sujeto de los mismos derechos que el resto de la ciudadanía. Por tanto, para la opinión pública la tortura no tiene únicamente -ni siquiera fundamentalmente según los datos- un carácter instrumental disuasorio de la comisión de futuros delitos u orientado a la obtención de información útil para el mantenimiento de la seguridad, sino también un contenido asociado a la venganza, el escarmiento y el castigo contra el considerado indeseable.
La aplicación de modelos logísticos multivariados ha permitido poner a prueba para el caso mexicano hipótesis teóricas que cuentan con antecedentes en diversas investigaciones acerca de la conformación de las opiniones sobre la tortura y las políticas de mano dura en materia de seguridad; y, a la vez, ha otorgado pistas relevantes sobre el perfil de quienes manifiestan su aquiescencia con estas medidas de excepción. En primer lugar, y en línea con la hipótesis teórica planteada en torno al eje conservadurismo-liberalismo, los resultados muestran el impacto de los valores vinculados a la seguridad sobre la probabilidad de acuerdo con las políticas de mano dura. La priorización de ésta sobre otros objetivos sociales como la libertad mantiene una relación positiva y estadísticamente significativa con el apoyo a prácticas violatorias de los derechos humanos. Asimismo, las actitudes autoritarias en relación con el sistema de justicia y las visiones de corte inquisitorial sobre la misma refuerzan la tolerancia hacia procedimientos como la tortura. De este modo, la adhesión a principios como la presunción de inocencia o el rechazo a la pena de muerte aleja a los encuestados del asentimiento con tales vulneraciones de los derechos fundamentales.
Por otro lado, se ha indagado en el papel que la confianza institucional juega en la justificación del empleo de medidas de excepción por parte del aparato del Estado donde los modelos arrojaron interesantes -y preocupantes- resultados. En concreto, la confianza en el Ministerio Público mantiene un coeficiente positivo y estadísticamente significativo con el apoyo a las políticas de mano dura. Dicho hallazgo sugiere que la confianza institucional puede encontrarse asociada, para determinados grupos, a expectativas de actuación no alineadas con el marco normativo-legal, sino con visiones patibularias de la justicia y la seguridad, ajenas a la cultura de respeto a la ley y al cumplimiento de los derechos humanos.
Las experiencias de victimización impactan en la preferencia por métodos autoritarios de sanción al delincuente, pero no de manera homogénea, sino con variaciones significativas según los contextos de incidencia delictiva violenta en los que acontecen. Es en la región Norte, con las mayores tasas de homicidios por cada cien mil habitantes en los años previos a las encuestas analizadas, donde esta asociación es positiva. Sin embargo, las regiones mantienen un efecto propio del que es necesario dar cuenta en futuras investigaciones.
El mayor apoyo en la región Sur del país podría encontrarse asociado a factores diversos tales como las divisiones étnicas y económicas y su impacto en la opinión pública, inclinada hacia formas más represivas de control social; los efectos psicológicos sobre la población de la vivencia cotidiana del crimen; el posible impacto del sincretismo religioso y la pluralidad sociocultural; o las dinámicas de violencia estructural que asolan, con especial virulencia, determinadas latitudes del país.
Finalmente, y en lo que se refiere al perfil sociodemográfico de quienes manifiestan su apoyo a las medidas punitivas aplicadas por los cuerpos de seguridad fuera de los márgenes establecidos por los derechos humanos, pueden extraerse las siguientes conclusiones:
a.El nivel de estudios emerge como una variable clave en la conformación de las actitudes de asentimiento o rechazo hacia prácticas como la tortura.
b.Un mayor capital cultural se halla asociado con menores tasas de conformidad hacia las medidas violatorias de los derechos de los detenidos.
c.A su vez, los ámbitos de residencia de carácter rural presentan, frente a las ciudades, una relación positiva con el asentimiento hacia dicho tipo de actuaciones estatales.
d.No se encontró evidencia sólida sobre el impacto del sexo de los encuestados, si bien los análisis sugieren, en consonancia con otros estudios previos, que las mujeres resultan menos proclives que los hombres a la aplicación de políticas que contravengan o lesionen los derechos humanos.
En definitiva, el posicionamiento de la opinión pública en torno a la aplicación de políticas de mano dura y el ejercicio de prácticas violatorias de los derechos humanos parece encontrarse ligado no sólo a una mayor o menor incidencia del delito -y a la consiguiente preocupación y ansiedad derivadas de la misma-, sino también a otras dinámicas de carácter estructural que trascienden las coyunturas concretas de delincuencia e inseguridad.