Introducción
La Guerra Fría, entendida como aquel orden internacional surgido del conflicto entre capitalismo y socialismo durante la segunda mitad del siglo XX “envejeció rápido y mal”, al menos ante los ojos con que se ve al pasado desde el presente, ya que las acciones políticas, estratégicas e ideológicas que sostuvieron la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) y los Estados Unidos (EE. UU.) hoy parecen impenetrables para alguien no especialista en el tema. Esta incomprensión hace ver dichas disputas mucho más alejadas en el tiempo que otros eventos aún más distantes, a pesar de que buena parte de la población mundial actual vivió durante los años de aquella pugna sostenida por dos visiones del mundo -y de sí mismos- absolutamente excluyentes entre ellas; una síntesis rápida de esta separación fue la construcción de dos bloques cohesionados por el miedo al otro, que fungía a su vez como modelador de las agendas de los actores en pugna.
El desenlace de la Guerra Fría terminó con el resquebrajamiento de uno de los dos polos en contienda y, junto a su caída, vino la disolución del universo que habían formado. Sin embargo, la desaparición de la alteridad del bloque socialista encabezado por la URSS también puso fin a las contradicciones que habían ayudado a definir a Occidente. Lo anterior llevó a que pensadores como Francis Fukuyama se lanzaran a señalar que la forma de interpretación hegeliana de la “Historia”, fruto de las negaciones y contradicciones entre opuestos, había terminado. Este apresurado fin de la historia tenía un epílogo, donde estaba escrita la victoria de EE. UU. y de los valores que representaban (Fukuyama, 1992).
Al concluir este orden bipolar se produjo en el bando ganador lo que Byung-Chul Han ha descrito como una especie de debilitamiento inmunitario frente a lo extraño, a lo distinto, ya que se le contempla como un reducto de negatividad en una época globalizada en la que se promueven únicamente los valores positivos (Han, 2012: 12-14). Este presupuesto recrudece una sensación de ligereza cimentada en la ausencia de los significados “sólidos” de la Guerra Fría. El miedo al otro para la construcción de lo uno fue reemplazado por un proceso de asimilación, característico de la posmodernidad tecnológica (Han, 2017: 9). Sin embargo, como advierte Brands (2014, 2018), esta asimilación de lo distinto no significó que, por ejemplo, EE. UU. cambiara radicalmente su gran estrategia -es decir, la guía de las grandes potencias para ejecutar su política internacional- que, en última instancia había probado ser exitosa al llevarles a ganar la Guerra Fría. Por el contrario, tras la disolución de la URSS, Washington continuó persiguiendo la construcción de un sistema internacional unipolar, representado por la hegemonía del liberalismo económico apoyado en instituciones multilaterales construido con países amigos y del que los norteamericanos eran la cabeza indiscutida, mecanismo que combinaba con una actitud intervencionista en materia de seguridad nacional (Dombrowski y Reich, 2019: 28 ).
Por ello resultó llamativo que treinta años después de la caída del muro de Berlín, el gobierno de Donald Trump cuestionara públicamente los beneficios de la relación multilateral de apertura y amistad con aliados históricos de EE. UU.-como Alemania o México- y, especialmente, la relación económica con la República Popular China (RPC), hasta el punto de iniciar escenarios de confrontación comercial y política con el gobierno de Pekín. Esto generó que académicos y medios de comunicación denominaran este reciente conflicto como “el inicio de una nueva Guerra Fría”. Esta comparación trae de nuevo a la discusión política el recuerdo de tiempos marcados por el orden bipolar, con valores y vías de desarrollo opuestas, donde el miedo al otro marcaba la agenda de los actores que, a través de políticas de contención y de la disuasión, buscaron minimizar el contacto entre los bloques en disputa bajo la amenaza de un holocausto nuclear. Ante este posible panorama bien vale preguntarse si es posible que en las próximas décadas se dé un regreso a un sistema internacional que guarde características semejantes al de la Guerra Fría.
La gran estrategia, más allá del miedo al otro
El discurso de rechazo a lo externo, como sinónimo de peligro, marcó la campaña electoral estadounidense de 2016, donde Donald Trump responsabilizó de la pérdida de los empleos de millones de estadounidenses a los “malos tratos comerciales firmados”, entre otros, con la Unión Europea, México y la RPC, acusando a las administraciones antecesoras de no haber hecho lo suficiente por proteger sus intereses nacionales. No obstante, una vez en la presidencia, México y Europa fueron perdiendo importancia dentro del discurso del ejecutivo en la Casa Blanca, y los ataques se dirigieron cada vez con mayor frecuencia hacia China, contra la que se inició una ofensiva diplomática y comercial apoyada en el miedo como modelador de las decisiones políticas internas, como se hizo durante la Guerra Fría (Corey, 2004: 133 ). Este discurso se transformó rápidamente en una serie de medidas que buscaron torpedear el crecimiento económico de la RPC y, de paso, disminuir su creciente influencia no solamente entre los países del tercer mundo, sino también entre sus aliados históricos del bloque occidental, a los que se había acercado a través de las iniciativas como la de la Franja y la Ruta, cuyas infraestructuras llegan hasta las puertas de Europa.
Ante ello, el gobierno norteamericano reaccionó con una estrategia conjunta de cuestionamiento de la táctica política del gobierno de Pekín: 1) hacia la política exterior de la RPC, específicamente en su expansionismo en el tercer mundo; 2) por su desarrollo tecnológico, que EE. UU. acusan de haber sido respaldado en actos de piratería y robo de propiedad intelectual; y 3) en materia de política interna de la RPC, a cuyo gobierno acusa de violar sistemáticamente los derechos humanos y el estatuto de autonomía de Hong Kong (The Policy Planning Staff, 2020: 46). Este trato autoritario que, a juicio del Departamento de Estado, ejerce el Partido Comunista chino, ha sido descrito por el gobierno norteamericano como un cuerpo ideológico producto de la combinación de una política nacionalista y marxismo-leninismo (The Policy Planning Staff, 2020: 5).
Para Washington, la RPC pasó de ser un aliado estratégico del comercio internacional indispensable para la economía mundial -hecho que le llevó a ser miembro de la Organización Mundial de Comercio (OMC) en 2001, bajo la figura de nación más favorecida- para convertirse en un enemigo acérrimo de los valores liberales en pocos años. Y, aunque la actitud de EE. UU. frente a China ya había tomado las formas de una política de contención en la estrategia seguida por la administración de Barack Obama entre 2009 y 2017 (Dueck, 2015: 36-37 ), fue Trump quien pasó a tomar acciones económicas concretas que perseguían algo semejante a un desacoplamiento de ambas economías, con lo que pretendía una reorganización completa del sistema productivo mundial (Weber, 2020).
La pandemia de Covid-19 en lugar de allanar el camino para el diálogo entre las dos potencias, favoreció un mayor distanciamiento entre Washington y Pekín. La retórica inmunológica fortaleció la estrategia que buscaba la separación entre ambos países, en la cual el presidente Trump acusó a la RPC de haber atacado directamente a EE. UU. a través del cronavirus, al que llamó reiteradamente como “el virus chino”. Si Byung-Chul Han veía en la ausencia de contradicciones la principal característica del mundo que nació tras la caída del muro de Berlín, podemos señalar que el objetivo de la administración Trump al culpar a China de los males de la sociedad norteamericana -desde el desempleo a la pandemia- era generar entre la ciudadanía el miedo a lo otro, que debería llevarle a recuperar la resistencia inmunitaria perdida frente a las amenazas externas.
La estrategia del miedo ha surtido efectos. Según Pew Research (2020), en 2006, 52 % de los norteamericanos tenían una opinión favorable de la RPC, cifra que descendió hasta 26 % en 2020. La desconfianza en el régimen chino, dio un sostén al discurso que promovía las sanciones económicas tomadas contra este país. Si entendemos al miedo político como aquel temor que siente la sociedad frente a un colectivo y la posibilidad de construir una política pública que exprese ese miedo (Corey, 2004: 2-3 ), podríamos señalar que nos encontramos en un escenario semejante al del mundo bipolar, en tanto que la retórica en contra de la RPC ha calado hondo en amplios sectores de la ciudadanía estadounidense. Lo anterior nos lleva a preguntarnos si la instrumentalización política del miedo es suficiente para imaginar que el sistema internacional durante los próximos años adquirirá características semejantes al del conflicto entre soviéticos y estadounidenses; por nuestra parte pensamos que el miedo político no es suficiente para afirmar que nos encontramos ante una nueva Guerra Fría, pero que no por ello se pueden obviar las continuidades con el conflicto anterior donde el miedo al comunismo dominó la política pública de EE. UU. durante varios lustros.
Partiendo del hecho de que ya hay un proceso de construcción del miedo político, nos proponemos demostrar que las políticas públicas que acompañan la formación del otro -particularmente aquellas que modelan el comportamiento internacional de los actores estudiados-, responden a intereses de larga duración de los Estados. Para lograr este fin proponemos retomar a la gran estrategia como enfoque para el análisis político.
Haciendo eco del planteamiento de Clausewitz -quien pedía claridad en los conceptos a usarse a nivel de políticas de Estado-, Hal Brands orienta la discusión sobre la gran estrategia al ubicarla en términos ideológicos, los cuales gozan de larga duración, para este autor la gran estrategia es “el andamiaje intelectual que estructura la política exterior; es la lógica que ayuda a los estados a navegar en un mundo complejo y peligroso” (Brands, 2014: 1).
La disciplina de la gran estrategia no carece de detractores, quienes le achacan su determinismo, inaplicabilidad para analizar las pequeñas acciones políticas, su exclusión de todos aquellos países que no sean ni superpotencias globales o regionales, y la predilección por los temas militares (Balzacq, et al., 2019: 1-6). No obstante, pensamos que una definición ampliada de este concepto puede servir como guía para una investigación cuyo método exige sostenerse en una extensa explicación contextual que nos puede ayudar a mediar entre las posiciones de aquellos que ven en la disputa entre la RPC-EE. UU. una calca de la Guerra Fría y de quienes rompen con cualquier continuidad entre ambos conflictos. Para ver los cambios y continuidades de las estrategias analizadas nos hemos apoyado en un análisis comparativo de larga duración.
De este modo hemos podido notar que tanto Washington como Pekín, si bien no dejan de promover el miedo al otro, en su gran estrategia han logrado materializar su ideología en una serie de políticas públicas, que trascienden a la esfera militar y ha pasado a expresarse a través de otras vías, como la ideológica y la económica sin dejar de lado el enfoque geopolítico tradicional, tal y como lo han sugerido Brooks y Wohlforth (2016) . Podemos ver reflejado el desarrollo de la gran estrategia a largo plazo a través de tres paradigmas de análisis propuestos por Westad (2000) para pensar la Guerra Fría, y que a nosotros nos ayudan a evaluar continuidades entre el conflicto anterior y el actual, primero en el campo ideológico; segundo, en torno al desarrollo tecnológico y económico; y, tercero, en la influencia sobre el tercer mundo. Los cambios y permanencias en torno a estos tres ejes -1) ideológico, 2) tecnológico y 3) influencia sobre el tercer mundo- nos permiten observar la estrategia que la RPC utilizó desde su fundación en 1949, para convertirse en un actor global y, así, comprender cómo su modelo de desarrollo le llevó a crecer más que otros países (Kaldor, 1958: 240) hasta llegar a ser una potencia económica capaz de disputar la hegemonía global.
El abordaje de las relaciones entre Washington y Pekín nos permite sostener la hipótesis de que la filosofía detrás de la gran estrategia, tanto de EE. UU. como de la RPC en el siglo XXI, en esencia, sigue siendo la misma de la Guerra Fría. Es la demostración de esta hipótesis la que nos ha llamado a escribir, como sugiere Brands, una historia aplicada al análisis de la gran estrategia de ambos países. Aquí nos enfocaremos en torno a las disputas entre las grandes potencias en el presente y cómo éstas responden a largos procesos cimentados en el pasado.
Proyectos antagónicos: hegemonía y modernización
Si bien, el consenso historiográfico ubica el nacimiento de la Guerra Fría en la disputa geoestratégica de los primeros años de la posguerra en torno al año de 1947, lo cierto es que sus raíces ideológicas se ubican varias décadas atrás, ya que, aunque el proyecto liberal norteamericano y el socialismo soviético, se construyeron como modelos teleológicos derivados de la ilustración, sus fines no podían ser más distintos, ya que, para el liberalismo estadounidense, el triunfo económico del mercado era el único garante de la libertad de los individuos, mientras que para la URSS era a través de la superación del mercado -y del sistema que lo sostenía- como se podía llevar a la humanidad a un nuevo estadio de desarrollo: el comunismo científico.
Tras la Segunda Guerra Mundial, Washington y Moscú construyeron sus bloques de influencia sobre la base de un modelo de desarrollo que reflejaba la ideología que sostenía sus estrategias; además persiguieron sus objetivos aislados del bando que representaba a su alteridad. Las teorías de la contención, de la disuasión o de la distensión -conocida como la détente-, así como los grandes acuerdos militares de ambos bloques, como la OTAN o el Pacto de Varsovia, buscaban garantizar que la división entre ambos espacios se mantuviera para evitar un catastrófico contacto con el otro.
Si el conflicto en el que estaban enfrascados ambos sistemas no se materializó, fue en cierta medida por el miedo a una destrucción mutua asegurada (MAD por sus siglas en inglés) que dominaba el imaginario colectivo e imposibilitó una guerra directa entre la URSS y EE. UU. Esto no quiere decir que se ahorraran esfuerzos por lograr una hegemonía militar e ideológica en su disputa por el tercer mundo, Giovanni Arrighi señala que “la contención del poder soviético se convirtió en el principio organizador primordial de la hegemonía estadounidense, [con] un proyecto de «Estado bélico-asistencial» a escala mundial, contrapuesto al sistema soviético de Estados comunistas” (Arrighi, 2007: 162).
Washington exportó este modelo al tercer mundo a través de una teoría de la modernización que perseguía la transformación institucional junto al aumento del consumo en la periferia y que se convirtió en el eje central de su propaganda antisoviética (Latham, 2000). No obstante, el modelo modernizador profundizó la brecha económica entre el bloque occidental y los países del tercer mundo, a quienes se esperaba alejar de la influencia soviética. Arrighi (2007) concuerda con Eric Hobsbawm (1998) al notar que en los primeros años de la década de los años setenta, este sistema se agotó combinándose con una recesión económica entre 1973-1975 y se sumó a la derrota en Vietnam, lo que llevó a que los EE. UU. se vieran obligados a aceptar públicamente la política de la détente que pasó a modelar el sistema internacional reconociendo la paridad militar con la URSS. Esta conjunción de factores animó varios levantamientos contra el orden estadounidense a lo largo del tercer mundo y a que la URSS pasara a la ofensiva en Angola, Etiopia y Afganistán.
Por su parte, desde el gobierno de Nikita Jrushchov (1953-1964), la URSS enfocó su aparato de propaganda a promover en el tercer mundo programas de industrialización similares a los planes quinquenales soviéticos y que, según Robert Allen (2001) , funcionaron relativamente bien entre 1928 y 1970. Bajo esta lógica, durante la década de 1950 se impulsaron agendas de industrialización pesada en países periféricos como China y Egipto. De dicho éxito dependió la influencia que la URSS pudo ejercer dentro del mundo en vías de descolonización como una alternativa modernizadora viable ante su contraparte norteamericana.
Sin embargo, el estancamiento económico de finales del gobierno de Jrushchov se pronunció tras la llegada de Leonid Brézhnev (1964-1982) e hizo que la URSS abandonara la idea de industrialización como apuesta para ganar adeptos en el tercer mundo. Consecuentemente, al tiempo que se promovía la détente se siguió otra estrategia de seguridad mucho más agresiva e intervencionista, que reduciría aún más la autonomía de los países miembros de su bloque bajo una nueva doctrina, llamada de la “Soberanía limitada”, efectiva después de la Primavera de Praga. En ella se estipulaba que sería el buró del Partido Comunista de la Unión Soviética quien se encargaría de la conducción ideológica y la propaganda (Mickiewicz, 1971: 261) y al que además se someterían todos los demás intereses del campo socialista, según palabras del propio secretario general soviético (Brézhnev, 1968).
La correlación de fuerzas bélicas era fundamental para el sostenimiento del sistema internacional de la Guerra Fría y fue éste el que forzó la implementación de la détente. Por su parte, Westad (2000) sugiere que el gran crecimiento del campo militar durante este periodo estuvo sostenido en la capacidad de la innovación tecnológica, además de que servía al aparato propagandístico de las potencias, por ejemplo, el sobresaliente desarrollo de la carrera aeroespacial. Estos programas armamentístico- propagandísticos mantendrían tanto la cohesión de sus bloques y la capacidad de acción militar en el tercer mundo, tanto como el mantenimiento del equilibrio geoestratégico ante el riesgo de la MAD. Para sostener este orden, tanto la URSS como los EE. UU. monopolizaron los avances científicos y restringieron el acceso al uso bélico de la energía nuclear (Judt, 2016: 376); la tecnología de uso civil se daba bajo la estricta condición de ser incondicionales en la política internacional con el bando que financiaba (Central Committee, 1963).
Probablemente el punto que condensó de mejor manera la táctica soviética de la era Brézhnev fue la invasión a Afganistán en 1979, la cual, irónicamente, ayudó a EE. UU. a reordenar su geoestrategia en Asia, cerca de una década después de la crisis de hegemonía que se desató tras el final de la guerra de Vietnam. Washington por su parte se aprovechó de esta coyuntura para recuperar el liderazgo internacional perdido, lo articuló junto a la aplicación del modelo neoliberal y lo combinó con la aceleración de una carrera armamentista que la URSS sería incapaz de pagar. Finalmente, es importante señalar que de forma paralela se estaba dando en los EE. UU. una transformación tecnológica de su modelo productivo, que terminó por ser un elemento clave para comprender el final de la Guerra Fría y del mundo bipolar.
La quinta revolución tecnológica y el mundo unipolar
Mientras la Unión Soviética de Brézhnev vinculaba el éxito de su gran estrategia a la supremacía militar, en EE. UU. Intel anunciaba en 1971 su primer microprocesador con el que daba inicio la quinta revolución tecnológica, lo que transformó el equilibrio económico entre las dos superpotencias y que terminó siendo decisivo para el final de la Guerra Fría. Pues, tal y como señala Carlota Pérez, una revolución de la envergadura de la creada por los microprocesadores generó “una gran transformación del potencial de creación de riqueza de la economía, […] proporcionando un nuevo conjunto de tecnologías interrelacionadas, infraestructuras y principios organizativos, con los cuales se pueden incrementar sustancialmente la eficiencia y la efectividad de todas las industrias y actividades” (Pérez, 2010). Esto trajo consigo nuevos elementos de consumo que transformaron rápidamente todo el sistema de producción estadounidense, salto que la URSS fue incapaz de dar.
Dentro de esta carrera por la tecnología de punta podemos ver que el elemento que inclinó la balanza en favor de EE. UU. para ganar la guerra no fue su mayor capacidad militar, sino la posibilidad de adaptar las innovaciones científicas y vincularlas a su aparato productivo, es decir, hacer de esta tecnología bienes de consumo. Esta situación hizo que la industria soviética fuera haciéndose poco productiva comparada con la dinámica y cada vez más grande economía estadounidense, pues “¿de qué le servía a la URSS que a mediados de los años ochenta produjera un 80 por 100 más de acero, el doble de hierro en lingotes y cinco veces más tractores que EE. UU., si no había logrado adaptarse a una economía basada en la silicona y en el software?” (Hobsbawm, 1998: 250-251).
A los problemas derivados del excesivo coste de la carrera armamentística, que demandaba 15 % del PIB soviético, y de la incapacidad de dinamizar su economía, se le sumó la descapitalización y la poca reinversión dentro de su aparato productivo. Esto llevó a que su agricultura y su industria se fueran tornando obsoletas, al punto de convertirse en una carga para la propia URSS (Allen, 2001). Y aunque hay autores que desestiman al menor poder adquisitivo soviético frente al norteamericano como una variable útil a la hora de explicar el colapso de la URSS, para nuestro análisis sí es un factor considerable, ya que desde que Gorbachov promovió la flexibilización del consumo -hacia finales de la década de 1980- la economía soviética mostró incapacidad para garantizar algunos servicios y derechos básicos a su población. La política de la transparencia, glásnost, facilitó un acceso más directo a la información (y a la propaganda) occidental, lo que les mostró que los estadounidenses vivían “mucho mejor que ellos”, para Hobsbawm:
No fue el enfrentamiento hostil con el capitalismo y su superpotencia lo que precipitó la caída del socialismo, sino más bien la combinación de sus defectos económicos cada vez más visibles y gravosos, y la invasión acelerada de la economía socialista por parte de la economía del mundo capitalista, mucho más dinámica, avanzada y dominante. (Hobsbawm, 1998: 254)
Los países que en la lógica del mundo bipolar habían abrazado alguno de los dos proyectos con la promesa de modernizar rápidamente la economía de sus países, vieron cómo el colapso del socialismo realmente existente llevó también a que su modelo dejara de ser emulado de forma casi automática por la mayoría de países socialistas del mundo con contadas excepciones.
A principios de la década de 1970, Zbigniew Brzezinski, futuro consejero de Seguridad Nacional de Jimmy Carter, afirmó que la ventaja que EE. UU. llevaba en la carrera tecnológica debería ser aprovechada estratégicamente para dar paso a una nueva era, que denominó “tecnotrónica”, en la que el multilateralismo con sus aliados europeos les permitiría construir una nueva sociedad de naciones desarrolladas que impusieran su visión del mundo de forma hegemónica (Brzezinski, 1973). La desaparición del mundo bipolar llevó a que EE. UU. expandiera su hegemonía sobre las cenizas del antiguo bloque socialista a través de una serie de valores, reflejados en un proyecto cultural y económico incontestable sobre el que estableció un nuevo modelo legal, donde las instituciones multilaterales en torno a Washington reemplazarían al de la política bilateral que caracterizó al sistema internacional de la Guerra Fría (Charlesworth, 2018: 145).
Si desde la definición de gran estrategia que retomamos de Brands se ofrece la importancia de la ideología como una ordenadora del ejercicio del poder para los gobiernos, es necesario complementarla con el planteamiento de Colin Flint, quien desde una perspectiva gramsciana volcada a la geopolítica, señala que se esperaría que las naciones más poderosas “ejercieran (o al menos intentaran ejercer) un poder ideológico sobre los demás países” (Flint, 2006: 35); el poder de un país se determinaría por la capacidad de influenciar ideológicamente sobre el comportamiento de otros Estados. La orientación de Brzezinski de usar el dominio tecnológico para formar un mundo a la medida de EE. UU. es la muestra del uso geopolítico de la ideología expresado a través de la técnica.
La preeminencia tecnológica de EE. UU. durante el nuevo orden mundial iniciado en la década de 1990, le permitió ejercer un poder sin precedentes para formar un mundo unipolar, logrando condensar su gran estrategia en el marco de una política globalizadora que transformó al mundo en un “gran mercado” donde los acuerdos de libre comercio y la consolidación de la tecnotrónica permitieron la edificación de un imperio comunicacional que, al no tener ningún rival militar o económico considerable, se adjudicó el derecho de mantener su orden por la fuerza a través de la táctica de las guerras preventivas. Son estos antecedentes los que orientarán, por ejemplo, el Proyecto para un Nuevo Siglo Americano (PNSA), think thank del neoconservatismo estadounidense que pretendía orientar la gran estrategia de este país para garantizar la hegemonía norteamericana en el siglo XXI, y que ejerció una gran influencia en las decisiones de la administración de George W. Bush. Para Maria Ryan (2010) , el objetivo principal del PNSA es evitar el surgimiento de un mundo multipolar o, incluso, de uno bipolar. El único obstáculo para el mantenimiento de un siglo XXI unipolar -advertían los ideólogos del PNSA en la década de los noventa- era la RPC.
Revolución y modernización: la RPC y la Guerra Fría
China, pese a ser gobernada por un partido comunista, no se cuenta entre los países derrotados dentro del socialismo que se hundió con la URSS, debido a que los líderes de Pekín habían prescindido de Moscú varias décadas atrás, pero sin vincularse del todo a Occcidente. La RPC supo valerse de la estrategia globalizadora para actuar como un socio táctico de la políticas de deslocalización, trasladando hacia su propio territorio las redes de producción que estaban siendo gradualmente desmontadas en Europa y EE. UU., que entraban en una fase de desindustrialización irreversible. A partir de la década de 1970, China se convirtió en un tercer actor con agenda propia dentro del escenario de la Guerra Fría; logró sobrevivir a la caída del muro de Berlín, y su preeminencia internacional comenzó a consolidarse precisamente allí donde fracasó la Unión Soviética: en el campo económico y tecnológico, articulando sobre ellos un exitoso modelo de desarrollo.
El ascenso de la RPC como líder mundial no fue inmediato. El 30 de septiembre de 1949, en la Primera Declaración Plenaria de la Conferencia Consultiva Política del Pueblo Chino, Mao Zedong señaló que como objetivos principales del gobierno de la RPC se encontraba el fortalecimiento del ejército, la unidad nacional, la transformación económica y cultural del país, y la búsqueda de la paz mundial de la mano de la URSS, más no supeditados a ella (Tsetung, 2013: 17). En esta lógica, la RPC firmó con la URSS en 1950 el Tratado de Amistad, Alianza y Asistencia Mutua Sino-Soviético, un acuerdo de cooperación conjunto que proveería a China de financiación y asesoramiento técnico que le permitiría modernizar sus aparatos productivos; y, así, crecer a un ritmo acelerado durante una década, en un proceso que enfatizaría la industrialización, el desarrollo científico y el intercambio de académicos con la URSS (Zhang, et al., 2006; Wang, 2014). A cambio, la Unión Soviética -como era su costumbre en este tipo de tratados- demandó de China: 1) que le permitiera definir las que serían sus áreas de desarrollo prioritario, 2) la forma en que la economía china se articularía dentro del sistema del bloque socialista y 3) control sobre las relaciones internacionales chinas.
Bajo la óptica de Carl Schmitt (2005) , si únicamente el soberano es el que delimita la excepcionalidad de la política de un Estado, a la luz del tratado de 1950, el poder soberano residía en Moscú y no en Pekín, lo cual era un precio demasiado alto para la dirigencia china y cuyo coste no estarían dispuestos a soportar durante mucho tiempo. Al interior del Partido Comunista, y entre ellos el propio Mao Zedong, consideraban que la Revolución China de 1949 era una reivindicación histórica de una nación que había sido más humillada por Occidente que los demás países del tercer mundo. La solidez política era fundamental para conducir a la RPC para lograr la rápida transformación económica que fortaleciera a China y le permitiera relacionarse en condiciones de igualdad con el resto de la humanidad; para ello era necesario, entonces, establecer un diálogo desde una situación de poder (Jian, 2001: 12). Mao consideraba que la transformación de la RPC se daría sobre la base de una estrategia de nueva democracia dentro de una nación soberana (Tsetung, 2016: 172, 304 ).
Por lo tanto, las posibilidades para un ejercicio pleno de la soberanía pasaban por limitar el tratado con Moscú, ya que éste le impedía al país trazarse su propio camino, por lo que la desestalinización iniciada por Jrushchov en 1956 sirvió de excusa para iniciar un enfriamiento gradual en las relaciones entre los dos gigantes socialistas; y aunque el distanciamiento fue presentado a consecuencia de una disputa ideológica sobre el devenir del movimiento comunista internacional, no se puede pasar por alto la necesidad de desligarse del tratado de 1950, es decir, sí fue un distanciamiento sobre la base de la ideología, pero entendida esta como un proyecto modernizador soberano.
Otro de los puntos que precipitó la ruptura entre la RPC y la URSS fue el monopolio científico que los soviéticos mantenían en tecnologías clave, específicamente sobre la nuclear, en cuyo dominio se apoyaba la URSS para mantener una negociación bilateral igualitaria con EE. UU. La RPC consideraba que la URSS le delegaba al resto del mundo socialista labores menores, que no conllevaban a un verdadero desarrollo económico, tecnológico ni científico (Central Committee, 1963: 14-15). En este contexto, la RPC comenzó a acusar a la URSS de ser una potencia imperialista que había conciliado con EE. UU. un reparto del mundo y dado que Moscú no tenía ningún interés en impulsar la lucha de clases a escala planetaria, promulgó la doctrina de la coexistencia pacífica entre socialismo y capitalismo -antecesora de la détente-, además de que no apostaba por un desarrollo equitativo de los países del campo socialista. Con esta mirada proponemos leer la iniciativa del Gran Salto Adelante, política voluntarista que buscaba reorientar grandes cantidades de mano de obra campesina para extraer minerales ferrosos e impulsar un gran proceso de industrialización (Chan, 2001: 269), lo cual le permitiría a China establecerse como un actor político relevante fuera del tutelaje de la URSS. El Gran Salto Adelante pretendía ser el inicio para alcanzar la modernización necesaria y, así, llegar al comunismo (Westad, 2007: 161).
Sin embargo, este proyecto se vio truncado desde el principio, pues no se contaba con capital económico ni humano para una política de esta envergadura. En primer lugar, las consecuencias del movimiento antiderechista marginó a intelectuales e ingenieros calificados que podrían haber ayudado a lograr las altísimas exigencias del Gran Salto Adelante (Jian, 2001: 69; Chan, 2001: 24-25). En segundo lugar, las secuelas del fallido movimiento de colectivización de la tierra disminuyó la productividad del campo. En tercer lugar, el retiro de los técnicos soviéticos enviados por Moscú en el marco del tratado de 1950 tuvo un impacto negativo en la industrialización. Mao, desestimando los factores en contra, alentó el proyecto, pero entre sus consecuencias más notorias dejó una hambruna cuyas cifras no se han esclarecido hasta el momento, que terminó en una pérdida de los logros conseguidos en materia económica durante la década del cincuenta (Jian, 2001: 78).
La dirección del Partido Comunista, sacudido por las consecuencias del Gran Salto Adelante, relegó a Mao a un papel protocolario y organizó un recambio en su dirigencia, otorgando el poder al ala moderada del Partido encabezada por Liu Shiaoqui y Deng Xiaoping, quienes detuvieron puntos importantes del programa económico maoísta, señalando que era necesaria una mayor gradualidad para conseguir un desarrollo sostenible en el tiempo y menos tropiezos a la hora de lograr la modernización. No obstante, la llegada de los moderados no significó una mejora en sus relaciones con la URSS, pues fue tras una visita de Deng Xiaoping a Moscú en 1963 cuando se terminó de dar la ruptura entre las dos potencias socialistas (Westad, 2007: 162-163). Esto nos puede llevar a pensar que este distanciamiento estaba pensado como parte sustancial de la gran estrategia china. La ruptura sino-soviética motivó a la RPC a impulsar su propia agenda ideológica y tecnológica en su esfuerzo por ganar influencia dentro del tercer mundo; China lograba por su propia cuenta el desarrollo de la bomba atómica en 1964, lo cual le brindó al país el paraguas nuclear para adelantar su propia agenda frente a la URSS. Este logro se convirtió en el pilar sobre el cual construyeron su sistema de defensa y, con ello, trataron de buscar convertirse en una tercera fuerza junto a EE. UU. y la URSS (Swaine y Tellis, 2000: 77).
Sin embargo, pese a que el gobierno de Shiaoqui y Xiaoping dio continuidad a algunas de las políticas exitosas de la década pasada, como la alfabetización masiva, el desmonte de las políticas duras de colectivización impulsadas a fines de la década del cincuenta, hizo pensar a Mao que se estaba fraguando un viraje hacia el capitalismo que conllevaba a un retroceso en el camino hacia la etapa más acabada de la modernización, es decir, el comunismo científico (Tsetung, 2016: 300). Fue esto lo que le llevó a promover la retoma del poder a través de la Gran Revolución Cultural Proletaria (1956-1969), que si bien logró marginar a los moderados del gobierno, fracasó estrepitosamente a la hora de lograr la transformación que buscaba y por el contrario sumó regiones enteras del país en el caos.
En síntesis, los dos grandes proyectos voluntaristas del maoísmo fallaron en su búsqueda de una rápida transformación ideológica y económica del país, además de que terminaron generando un malestar creciente dentro de la población china, no solo contra el gobierno, sino también con la filosofía marxista (Jian, 2001: 10), lo cual le generaba un doble problema al Partido Comunista, para quien la credibilidad en el marxismo -y su promesa de una sociedad más justa- desarrollada y próspera, era su principal fuente de legitimidad.
A estos problemas internos por los que atravesaba China a finales de la década de 1960 se le sumaba el aislamiento internacional. Por un lado, de parte de EE. UU. y sus aliados, quienes seguían viendo a la RPC como una de las principales responsables de sus fracasos en Corea y Vietnam, en cuya represalia le negaron el reconocimiento diplomático. A esto se le sumaba el hostigamiento por parte del bloque socialista -liderado por la URSS- que veía a su antiguo aliado con franca animadversión por torpedear su estrategia de política exterior, dividiendo al movimiento comunista internacional (Urrego, 2017: 116; Díaz, 2022: 81). Las relaciones llegaron a tal nivel de tensión que ante un choque entre las patrullas fronterizas de ambos países, en la isla de Zhenbao en 1969, Moscú amagó con un ataque nuclear estratégico contra China del que fue disuadido por Washington (Gerson, 2010).
Como reacción ante estos tropiezos económicos y políticos, que llegaron a amenazar el futuro de la propia RPC, Pekín redireccionó su táctica: canceló la campaña de agitación ideológica impulsada por la Revolución cultural y usó el miedo a un ataque nuclear soviético como elemento cohesionador de la política interna; y, en un giro inesperado, cambió su política internacional acercándose a Washington, primero iniciando conversaciones entre Zhou Enlai y Henry Kissinger, y después entre jefes de Estado, Mao Zedong y Richard Nixon, a principios de 1972.
En todo caso, EE. UU. también necesitaba de China, pues, como señala Arrighi “la derrota en Vietnam indujo a Estados Unidos a reintegrar a China en la política mundial para contener los daños y perjuicios políticos de la derrota militar” (2007: 17), así que el plan de contingencia de daños urdido por Washington para paliar los efectos de las pérdidas en Indochina pasó por acercar a la nación más poblada del mundo hacia las instituciones occidentales y vincularla al orden económico mundial.
Mientras tanto, internamente en la RPC se canceló la Revolución cultural y fueron condenados sus excesos, Deng Xiaoping fue rehabilitado y comenzó a perfilarse como el nuevo hombre fuerte de la China comunista hacia los últimos años de Mao. Después de la muerte de éste en 1976, y tras un breve gobierno de transición, Deng asumió el poder con un apoyo muy amplio dentro del Partido que respaldó el proceso de apertura económica presente en una serie de reformas estructurales que buscaron de nueva cuenta encaminar el modelo de desarrollo del país. Este modelo apostaba fuertemente por una modernización que priorizó la economía frente a la ideología o, visto de otro modo, la importancia de la ideología fue rebajada frente a otros problemas, como el de lograr una mayor eficiencia en la organización del trabajo (Xiaoping, 1983: 359) y el de obviar algunas contradicciones con el capitalismo, que eran justificadas si eso le permitía a China adquirir la tecnología y el capital que el país necesitaba para adelantar las reformas (Xiaoping, 1983: 378).
A juicio de historiadores como Chen Jian (2010) -o de protagonistas de los hechos como el propio Kissinger (2011) - fue a partir de este acuerdo bilateral que inició el reingreso de la RPC en el sistema internacional, su vinculación económica al mismo y con ello, su ascenso que contrasta con el declive de la URSS, que colapsaría dos décadas más tarde. A todo lo anterior se le sumó la firma de acuerdos comerciales y de transferencia tecnológica claramente beneficiosos para la RPC (Swaine y Tellis, 2000: 110).
No obstante, pese a la apertura hacia capitales extranjeros el gobierno de Pekín nunca renunció a ser el eje rector de la economía china para dejarle su lugar al mercado, ni mucho menos haber accedido a convertirse en un laboratorio de las políticas neoliberales impulsadas por Washington en este periodo. De este modo, la posición de la RPC durante la Guerra Fría aparece dividida en tres momentos: 1) los primeros años de recién fundada la república bajo el tutelaje de la URSS, 2) después de la ruptura sino -soviética y sus intentos por guiar el desarrollo material por actos de voluntarismo y 3) el relajamiento en la cuestión ideológica y el gradual acercamiento a EE. UU., que le permitió a China ganar maniobrabilidad para intentar nuevamente un proyecto modernizador que dejara de lado la cuestión ideológica, es decir, que la transformara en un sinónimo de crecimiento económico desde 1978.
Cambios y continuidades en el papel de la ideología, la tecnología y el tercer mundo en la gran estrategia de la RPC
Si nos propusiéramos evaluar el peso de cada uno de los tres paradigmas propuestos por Westad para comprender el papel de la RPC hasta 1976, sin dudas el plano ideológico sería el más importante, ya que desde la dirigencia china nunca se negó que el objetivo político principal era la construcción de un “hombre nuevo” para lograr “la gran armonía” -forma en que Mao llamaba ocasionalmente al socialismo (Tsetung, 2016: 382-383)- y para lograr esta misión era válido movilizar todos los recursos del país, entre ellos los tecnológicos.
Para comprender la estrategia de transformación tecnológica detrás de la búsqueda del socialismo y de la meta de lograr una tercera posición en el sistema internacional de la Guerra Fría, se necesita partir de dos premisas: 1) el aislacionismo en que se encontraba China y 2) la exploración de otras categorías distintas a las usadas para analizar el caso del desarrollo científico de EE. UU. y la URSS, cuyos casos se encontraban marcados por la dicotomía entre ciencias “aplicadas y básicas”. En China, por su situación de aislamiento en la década de 1960 y por su tradición científica, esta línea divisoria entre tecnología y ciencia era muy delgada, casi inexistente (Schmalzer, 2014: 76).
El desarrollo tecnológico chino respondió a diferentes enfoques, en algunos casos se aplicó el principio de que el socialismo no está en conflicto con la “ciencia burguesa”, principalmente en la tarea de lograr la industrialización o el desarrollo del programa nuclear; mientras que en otras se aplicó la consigna maoísta del aprendizaje a través de la práctica y la autosuficiencia (Schmalzer, 2014: 80). Esta práctica vino impulsada por la imposibilidad de adquirir tecnología soviética u occidental debido al aislacionismo. De modo tal que la búsqueda de la ciencia autosuficiente llevó al rescate de muchas prácticas locales tradicionales en materia de agricultura y medicina, principalmente con la figura de los “Médicos Descalzos”. También se estableció una relación distinta con el conocimiento, haciendo del campesinado el centro de los programas educativos a través de las campañas de alfabetización masivas. Todos estos programas buscaron articular el conocimiento tradicional y el científico, para lograr incrementar la calidad de vida de las zonas rurales a donde llegaban las misiones; esta idea no se limitó a China, sino que también fue emulada por los maoístas en otros lugares del tercer mundo como Colombia o Perú (Díaz, 2022: 265-289).
No obstante, para autores como Susan Greenghalg (2008) , la ausencia de discriminación entre conocimientos, sería la prueba del irracionalismo que movía a las iniciativas políticas y científicas del gobierno de Mao. El contraste con Deng Xiaoping sería muy marcado, ya que la política de la ciencia autosuficiente vendría a ser reemplazada con un racionalismo cientificista que dio paso a una interpretación de “la ciencia como una nueva teología que solucionaría toda clase de problemas, incluidos los políticos” (Greenghalg, 2008: 317). En síntesis, para esta autora se apeló a la ciencia para justificar la toma de decisiones sociales, como la política del hijo único, presentada en su momento como un escalón necesario para lograr la modernización de China.
El análisis de las políticas internas de China después de la subida al poder de Deng en 1978 podrían verse resumidas en la reducción del peso de la ideología dentro de la toma de decisiones al interior de la RPC, y el lugar del “pueblo como maestro” fue tomado por los científicos quienes se encargaron del diseño de las políticas públicas, fungiendo en el nuevo régimen como policymakers. En un trabajo clásico sobre el tema, Chang (1996) resumió el cambio de modelo entre Mao y Deng en que el primero priorizaba la lucha de clases, mientras el segundo enfatizaba la economía, dentro de la política de las “Cuatro modernizaciones” -agricultura, industria, ciencia y defensa- anunciadas en 1977 como preámbulo a las reformas aperturistas de 1978. Los procesos para fomentar la productividad de la tierra iniciaron poco tiempo después y la formalización definitiva de las relaciones con EE. UU. en 1979, cristalizarían en la formación de las zonas económicas especiales (ZEE) principalmente en las ciudades costeras del país, las más desarrolladas, y en general, en lo que ha venido a llamarse como socialismo de mercado.
La articulación con el capital norteamericano es clave para comprender este desarrollo, ya que China -emulando el ejemplo de sus países vecinos Corea del Sur, Japón, Singapur y, la que considera una provincia rebelde, Taiwán- decidió vincular sus zee al mercado internacional.
En sintonía con Chang, Andrew Erickson (2019: 73, 81) , señala que fue hasta la década de 1980 cuando en la RPC se trazó una gran estrategia que aspiraba, fundamentalmente, a reconstruir el poderío de China en una autopercepción dominada por lo que él llama el “excepcionalismo chino” que lleva a que sus líderes y muchos de sus habitantes crean que su país por su tamaño y peso tenga que ser tratado con respeto y deferencia a nivel global. No obstante, nosotros diferimos de la lectura de Chang (1996) que sugiere una ruptura total entre el modelo de Deng y Mao, y dudamos de la ausencia de un plan estratégico durante las primeras décadas de la RPC como deja entrever Erickson (2019). Por el contrario, pese a los importantes cambios entre ambas políticas, detectamos líneas de continuidad en algunos aspectos clave del maoísmo que fueron aprovechados para adelantar la apertura económica china, comenzando por las “Cuatro modernizaciones” que ya habían sido ideadas y anunciadas por Zhou Enlai en 1963. En todo caso, las continuidades son muchas más.
Por ejemplo, pese a sus problemas internos, Deng Xiaoping recibió un Estado centralizado, capaz de ejercer su autoridad y de controlar a toda la población además de estar ya reconocido internacionalmente; coincidimos con Bernstein (2017: 215) cuando afirma que habría sido imposible la implementación de las modernizaciones de Deng sin el precedente del gobierno de Mao. Lo anterior lo explicamos por la existencia de una hoja de ruta que podríamos enmarcar en los lineamientos de una gran estrategia presente desde la fundación de la RPC.
Este último punto lo encontramos en la agenda internacional china, específicamente en su plan de acción frente al tercer mundo, donde la RPC buscó adelantar su propia política independiente de EE. UU. y la URSS articulada a través de planes de desarrollo económico. La política de desarrollo promovida por China en el tercer mundo desde los tiempos de Mao buscaba fines prácticos de los acuerdos y facilitar préstamos enfocados a la económica, privilegiando de esta forma los intereses económicos sobre los ideológicos, aspecto en el que se diferenciaba de las otras dos superpotencias.
La estrategia de China frente al sur global fue presentada públicamente por Deng Xiaoping en las Naciones Unidas en el otoño de 1974, y en ella hacía referencia a “los tres mundos” en que se dividía el planeta, con lo que buscaba dotar de un nuevo marco epistémico la propuesta de Sauvy de 1952 que enfrentaba al capitalismo y al socialismo en un lugar neutral, el tercer mundo. Con ello, la RPC pasó a ubicar dentro del primer mundo a EE. UU. y a la URSS. Dentro del segundo mundo situó a las antiguas potencias imperialistas que conservaban parte de su riqueza, pero que habían perdido protagonismo en el escenario internacional, donde se vieron forzadas a obedecer las reglas de juego dictadas por el primer mundo; en este grupo estaba Japón, además de los países de Europa occidental.
El tercer mundo, pasó a ser el resto del planeta que fue colonizado por Europa y que mantenía todavía estructuras económicas de corte feudal, sostenidas por un pobre nivel tecnológico, por lo que su deber era organizarse bajo un modelo de desarrollo que les permitiera romper sus ataduras para el desarrollo y modernizarse económicamente, lo que eventualmente les permitiría relacionarse en condiciones de igualdad con los países del primer y segundo mundo. Dentro de esta narrativa, la RPC se ubicaría a la cabeza de este tercer mundo desde donde se proponía liderar un bloque alternativo dentro de la Guerra Fría; es decir, la estrategia China desde este momento apostaba por un sistema internacional multipolar.
En el marco de la teoría de los tres mundos, China articuló, por un lado, los cinco principios de coexistencia pacífica que deberían guiar sus relaciones internacionales y, por otro, un modelo de desarrollo cooperativista que buscaba acuerdos del tipo ganar-ganar que fomentarían relaciones de “paz y desarrollo”, al articular -dentro de una ciencia autosuficiente- las dos grandes discusiones que el mundo occidental y el bloque socialista tenían respecto al ámbito científico es decir, por un lado, una ciencia dura teórica y abstracta y, por otro, la ciencia como divulgación o tecnológica (An, 2013: 55). La síntesis de esta discusión ya había aparecido en los años setenta a través de proyectos como Tan-Zam Railway (tazara). Este proyecto ferroviario apoyó las exportaciones de cobre desde Zambia hasta el puerto de Dar es Salaam en Tanzania, y representó lo que era el modelo de desarrollo chino durante la Guerra Fría, que ofrecía una alternativa en el África subsahariana al panafricanismo apoyado por la URSS o al régimen racista del apartheid sudafricano -punta de lanza anticomunista en la región-, apoyado por EE.UU. El proyecto del tren, que respaldaba la política internacional china de tercera vía entre Moscú y Washington, incluía además de los préstamos para su financiación, un punto importante: la transferencia de tecnología. Este tren entre Zambia y Tanzania tenía por objetivo ampliar la capacidad de acción estratégica de China en esta región, sobre la base de ofertar planes de modernización viables para los países africanos, a quienes se les ofrecía la asistencia técnica para su construcción y además de créditos accesibles. Por tanto, pese a que China era un país con un ingreso per cápita no muy superior a los de los países que estaba apoyando, su visión estratégica a largo plazo perfilaba sus relaciones internacionales además de permitirle ganarse un espacio como una opción de desarrollo y modernización válida entre el tercer mundo. Las premisas de no interferencia en asuntos internos de los países con que se firmaban tratados de cooperación y desarrollo, han seguido orientando la táctica de la RPC en el tercer mundo desde Mao hasta hoy, y esa premisa se ve reflejada en proyectos globales impulsados por Pekín como en la iniciativa de la Ruta y la Franja, que articulan al tercer mundo con China, pero sin imponerle condicionamientos ideológicos a su relación.
¿Es el ascenso de China el preámbulo para una nueva Guerra Fría?
Es indudable que la política modernizadora de Deng -que se enfocó en lo económico- fue mucho más exitosa que la de sus homólogos soviéticos. Una diferencia significativa entre la debacle rusa y el auge chino en los años noventa se halla en que el gobierno chino, pese a la apertura económica de Deng, mantuvo en sus manos la dirección de la economía, mientras que los gobiernos sucesores de la URSS se la entregaron al mercado.
Las reformas en China se tradujeron en un crecimiento económico sin precedentes que pasó a conocerse como el “milagro económico chino”, que ha resultado en la mejor vitrina para promocionar ante el tercer mundo el modelo de desarrollo que Pekín ofrece, ya que ha traído una reducción de la pobreza sin precedentes, modelando el desarrollo de su industria ligera, lo que convirtió a China en el “taller del mundo” desde la década de 1990. Sin embargo, fue en el incremento del valor agregado en toda la cadena productiva china -gracias a una rápida vinculación a la industria de los microprocesadores y la automatización-, donde se explica el ascenso de este país como una potencia económica, pues la quinta revolución tecnológica en China logró traducirse en una transformación de toda la cadena productiva y de innovación científico-técnica que ha logrado sostener el rápido crecimiento del país.
Si en 1989 la economía de la URSS era cuatro veces más grande que la de la RPC, tres décadas después, la economía china es ocho veces mayor que la de la Federación Rusa, la principal heredera del antiguo poder soviético. De igual forma, fue en 1975 cuando la economía soviética alcanzó su mayor tamaño, empero, nunca llegó a ser mayor a 44 % del total de la economía de EE. UU. (Cooper, 2008: 6). En 1989, en medio de la crisis que llevó a la disolución de la URSS, su tamaño era apenas de 34 % respecto a la estadounidense. Por el contrario, con datos previos a la pandemia de Covid-19, la economía de la RPC en términos absolutos por tamaño de su pib fue de 14,28 billones de dólares, es decir, 67.1 % del total de la norteamericana, mientras que, en el índice de paridad de poder adquisitivo (PPA), la economía China (23,5 billones de dólares) ya es mayor que la de EE. UU. (21.4 billones de dólares). Esto quiere decir que China es un rival para Estados Unidos en un campo en el que la Unión Soviética nunca disputó realmente la hegemonía norteamericana.
Por otra parte, al revisar la presencia militar China y su gasto bélico podemos ver que éste responde a 1.7 % de su PIB. Este relativamente pequeño porcentaje del PIB destinado a defensa por China dejará a EE. UU. como la gran superpotencia militar global durante varias décadas más, pero le permite a la RPC ser una potencia militar regional en la estratégica zona de Asia-Pacífico. Si queremos pensar en el escenario de confrontación de una segunda Guerra Fría tenemos que partir del hecho de que China parece no disponer de los medios -ni del interés- que sí tuvo la URSS y que tienen EE. UU. por imponer su modelo de sociedad y los valores que ambos actores interpretaron como universales a través de la supremacía militar.
La poca motivación de China por aplicar un modelo de sociedad universal al estilo soviético o norteamericano se corrobora en su escaso interés histórico por aventurarse fuera de los límites de su territorio o por dejar que su ideología sea un obstáculo a la hora de establecer acuerdos económicos, lo cual ha hecho que el tercer mundo se haya acercado hacia la RPC a la hora de buscar acoplarse dentro de sus proyectos, lo cual ayuda a explicar que el grueso de las inversiones chinas en el sur global, desde su ingreso en la OMC en 2001, hayan sido en favor del desarrollo de infraestructuras marítimas y terrestres para el comercio y el transporte de commodities, reduciendo significativamente la pobreza de los países que reciben las inversiones (Bluhm et al., 2020: 25-26).
Esta política de desarrollo ha permitido a Pekín establecer de forma conjunta redes de suministro de materias primas y de intercambio de mercancías, convirtiéndose así no solo en la primera potencia exportadora de bienes manufacturados sino también en un importante socio de inversión de capital en estas regiones, logrando complementar su economía en los países en vías de desarrollo entretejiendo una serie de alianzas económicas en África, el sudeste asiático y, en menor medida, con Latinoamérica, atraída principalmente por sus materias primas (Paz, 2006).
Otra diferencia con la Guerra Fría es que estas alianzas económicas no configuran un bloque homogéneo como los que se formaron durante la postguerra, permitiendo una integración económica donde China funciona como el eje vertebrador. Un factor adicional que no puede desligarse de este análisis es el hecho de que la tecnología china, consecuencia de varias décadas de fuerte inversión en investigación y desarrollo, es de vanguardia en varios rubros estratégicos para el tercer mundo, lo que ha hecho que las alianzas económicas que la RPC ha establecido dependan menos de Occidente para su éxito. Esto, ante la mirada inoperante de Washington cuyo modelo de desarrollo, por decir lo menos, ha dejado de ser atractivo ante los ojos de buena parte de los países subdesarrollados.
Paralelamente a la irrupción de China como socio del tercer mundo, y a la pérdida de atracción del modelo de desarrollo norteamericano, Giovanni Arrighi (2007) le suma una nueva crisis de hegemonía en los Estados Unidos derivada de la invasión a Iraq de 2003 donde establece un paralelismo con la debacle que siguió a Vietnam. Es en esta competencia donde China ha demostrado voluntad de ponerse a la vanguardia en muchos campos, como el de la Inteligencia Artificial (IA) o en el manejo de los datos (big data), o del internet de alta velocidad. Es en la confluencia de estas tecnologías donde se puede dar una sexta revolución tecnológica, con resultados decisivos en la construcción no de un proyecto global hegemónico, como el que se trazaron las superpotencias en la Guerra Fría, sino del surgimiento de un mundo multipolar, fin al que pareciera estar volcada la gran estrategia del gobierno chino.
Lo anterior presenta una diferencia crucial con la Guerra Fría, ya que el escenario de disputa entre Washington y Pekín no está determinado por el reparto de zonas de seguridad que garanticen el aislamiento y la separación entre bloques, sino en la búsqueda de China por asegurarse de una vanguardia tecnológica que le permita ser lo suficientemente fuerte económicamente para garantizar ser un socio estratégico para el tercer mundo y así ser un actor determinante a nivel global. Por su parte, la estrategia del gobierno de Donald Trump mostró estar enfocada en una dicotomía insondable: mantener a EE. UU. como la potencia hegemónica al tiempo que invoca al espíritu de la Guerra Fría, que por sus propias lógicas, implica reconocer que la unipolaridad ha terminado en el sistema internacional.
Consideraciones finales
Al reflexionar sobre los desesperados intentos del mundo occidental por alejarse del tumultuoso siglo XX, Tony Judt escribía en 2008 que en lugar de olvidarlo lo que “tenemos que hacer es volver a él y analizarlo con un poco más de detenimiento” (Judt, 2015: 284). En este intento de volver sobre las experiencias de la Guerra Fría el método comparativo, empleado en un análisis de larga duración nos permitió hallar continuidades entre el anterior conflicto de EE. UU. con la URSS y los aprendizajes para comprender las convulsas relaciones que los norteamericanos tienen hoy con la RPC y que seguramente marcaran las próximas décadas.
Así, el conflicto bipolar se modeló en la búsqueda de hegemonía por parte de dos proyectos antagónicos, el soviético y norteamericano que moldearon el sistema internacional a través del equilibrio militar entre las dos partes; la búsqueda por la supremacía militar fue la que terminó por llevar a la URSS, más débil económicamente, a una ruinosa carrera armamentística que arrastró consigo una economía obsoleta incapaz de vincular la economía de los microprocesadores a su aparato productivo, paso que los EE. UU. pudieron dar exitosamente. No obstante, fue la llegada al Kremlin de Gorbachov, lo que llevó a una mayor convivencia entre los dos sistemas y terminó por destruir el elemento cohesionador del bloque soviético al perder el miedo a lo otro, su caída dio paso a que la gran estrategia norteamericana por la búsqueda de la unipolaridad se realizara, su objetivo entonces de cara al futuro era mantener el statu quo en el sistema internacional.
De modo tal que si bien encontramos una continuidad importante entre la Guerra Fría y el conflicto sino-estadounidense en la tercera década del siglo XXI es que, ante el ascenso de China, los EE. UU. han apostado por el regreso a la construcción del miedo político y la búsqueda por aislar el contacto con el otro, presente en la narrativa de la administración Trump sobre el coronavirus proveniente de China.
No obstante, un elemento diferenciador con la disputa hegemónica del siglo pasado radica en la economía, pues el tamaño del PIB de los norteamericanos no es abrumadoramente superior al de los asiáticos -en términos de PIB por PPA, ni de PIB neto (aunque sí de PIB per cápita)-; así que, sin obviar lo que la politología ha denominado como “la trampa de Tucídides”, es necesario señalar que una diferencia notable con la URSS es que los dirigentes actuales de la RPC no parecen estar interesados en el mantenimiento de una carrera armamentística contra EE. UU. por lograr algún tipo de hegemonía global.
De modo tal que si pensamos plantear la discusión en torno a una transición hegemónica, sin menospreciar los gastos que la RPC hace en defensa, señalamos que el campo de disputa ha de ser el económico y el tecnológico. Es por esta razón que el conflicto de este siglo no presenta indicios de convertirse en una transición hegemónica en los términos en que
Moscú quiso disputar la hegemonía norteamericana, sino que la gran estrategia de China pareciera apostar por la formación de espacios multipolares a través de un multilateralismo económico, comercial y tecnológico. Es en este punto donde sugerimos encontrar vértices clave en la historia de la Guerra Fría para comprender el conflicto comercialRPC-EE. UU.
Así como EE. UU. ha mantenido una gran estrategia desde la posguerra, la RPC sigue también una línea de continuidad en sus objetivos internacionales, pues si hay un proyecto presente desde la fundación de la RPC es el de construir un modelo de desarrollo propio para fortalecerse a nivel global; es este proyecto no solo el motivo, detrás de la Revolución de 1949 sino también detrás de la ruptura sino-soviética. Los turbulentos caminos de las primeras décadas de la RPC en su camino de desarrollo los llevó a transitar en la búsqueda de la autarquía y pese a los resultados adversos de sus grandes esfuerzos modernizadores -del Gran Salto Adelante y la Revolución cultural- lograrían, sin embargo, una población alfabetizada y con una expectativa de vida más elevada que en 1949, además de una industria pesada que, si bien era poco eficiente, serviría de base para sostener la apertura económica posterior a 1978. Con esto enfatizamos la existencia de un plan por lograr el desarrollo de China que buscaba convertir a este país en un tercer eje dentro de la Guerra Fría, más allá de las contradicciones que existían entre los modelos de Mao y Deng.
Tras la apertura que experimentó China se dio la vinculación de su economía con el tejido productivo mundial a través de sus ZEE, dejando un crecimiento de su PIB sin precedentes que no solamente transformó su economía, sino que la hizo un modelo atractivo para otros países del sur global, frente a un modelo modernizador estadounidense que cada día más luce agotado y poco atractivo; el entusiasmo que despierta la RPC por su modelo es uno que la URSS nunca logró generar en el largo plazo.
La vinculación de los proyectos de desarrollo de la RPC se ha construido sobre la base de pautas comunes reglamentadas por la OMC, donde existen dos diferencias sustanciales que han contribuido al éxito internacional del modelo chino: 1) la existencia de créditos laxos que rompen con las políticas de austeridad impulsadas por Washington y 2) la inclusión de cláusulas de asistencia tecnológica en las que la RPC se compromete a brindar cooperación de transferencia de tecnología y de asistencia a los países con los que negocia sus acuerdos comerciales. A lo anterior se suma que el repliegue de espacios multilaterales y la apuesta por tratados comerciales bilaterales que ha asumido Washington durante la administración Trump, ha llevado a que, como afirma Mariana Aparicio, estos lugares estén siendo ocupados por China (Aparicio, 2019: 138) . Un ejemplo reciente de estas diferencias está presente en el Regional Comprehensive Economic Partnership (rcep), firmado en 2020, en el cual se establece un bloque asiático comercial que incluye a Japón, Corea del Sur o Australia -todos ellos aliados occidentales-, mientras que los EE. UU. se automarginaron de dicho tratado.
El otro elemento diferenciador con la URSS, es que el desarrollo de China desde mediados de la década de 1990 se caracterizó por un incremento de su inversión en innovación y desarrollo, hasta llegar a cifras semejantes a las de la OCDE en 2019. Esta política le permitió a China incorporar los beneficios de la quinta revolución tecnológica dentro de su aparato productivo, transformarlo y, finalmente, convertirse en vanguardia tecnológica en rubros clave como el internet de alta velocidad, el desarrollo de la IA o el big data.
Lo anterior nos lleva a preguntarnos: si la Guerra Fría se definió en el marco de la quinta revolución tecnológica ¿una sexta -construida sobre la IA y el big data- podría definir la vanguardia económica global las décadas que vienen y de antemano, al ganador de un posible conflicto? El conflicto derivado de esta situación es la que domina, a nuestro parecer, la etapa actual de las relaciones de la RPC con el mundo y será la dinámica bajo la cual marcará sus relaciones con Washington durante los próximos años. La desventaja que los Estados Unidos mostraron frente a estas áreas estratégicas hizo que este país abandonara la política de la contención aplicada por Obama, que recordaba nuevamente la estrategia de la Guerra Fría contra la URSS y que fracasó contra la RPC, pues hoy no existe un sistema de bloques aislados sino que la economía china se encuentra vertebrada dentro un mundo globalizado e interconectado comercialmente.
La solución que propuso la administración Trump pasó por promover guerra comercial y de sanciones contra las empresas chinas, además de las advertencias contra sus aliados por los riesgos e incluso las posibles sanciones por negociar con las tecnológicas de ese país asiático. El miedo a un posible espionaje masivo de China, las restricciones a sus grandes tecnológicas o a los viajeros provenientes de este país dio paso a la propaganda, que advertía de un posible contagio del modelo político chino de corte marxista y contrario a los valores occidentales, son parte de una situación que recuerda el esfuerzo por construir un refuerzo inmunitario frente a la otredad política. Son estos discursos y acciones las que han llevado a China a desarrollar una hoja de ruta en su XIV Plan Quinquenal -a desarrollarse entre 2021-2025- en el que han diseñado una ruta de acción para lograr la autarquía tecnológica y un crecimiento del consumo interno para sortear el miedo a un posible bloqueo económico estadounidense. No sobra señalar que esta autarquía cuenta con un importante precedente en las décadas del sesenta y setenta que recuerda vagamente a los tiempos de las políticas de la ciencia autosuficiente del maoísmo.
Una eventual segunda Guerra Fría no podría ser entendida en los mismos términos que la primera, porque en la posmodernidad la inclusión de lo otro y su alteridad ha vaciado de sentido el aislamiento; esto se refleja en que ambas potencias tienen vinculados sus aparatos productivos a tal nivel que la destrucción total del uno significaría la destrucción propia, ya no por el MAD, sino por el alto nivel de interconexión de las economías.
Por otra parte, Rosales (2020) señala que el modelo occidental demoliberal presentaba problemas de hegemonía, no solamente en Asia, sino también en amplios lugares de Medio Oriente y Europa oriental. Sin embargo, si bien China ha llenado vacíos en los espacios económicos abandonados por EE. UU., no hay certeza de que esté exportando su modelo político. Un problema adicional para la exportación del modelo chino es que éste, si bien ha logrado reducir la pobreza en su país, se ha mostrado igual de ineficiente que el estadounidense a la hora de combatir el creciente problema de la desigualdad que amenaza, como han advertido economistas como Thomas Piketty y Emmanuel Saez (2014) , con ser el gran problema social de las décadas venideras.
El escenario político mundial, tras tres décadas de la caída del muro de Berlín, nos muestra que el mundo unipolar de fin de siglo es insostenible hoy. No obstante, el gran derrotado de la (primera) Guerra Fría puede ser un actor de relevancia actualmente, lo que ha llevado a especular con que Rusia sea el nuevo tercero en discordia que incline la balanza hacia alguno de los bandos, tal cual lo hizo la RPC en los setenta. La anterior afirmación no suena descabellada si se revisan los intereses en la gran estrategia de Pekín y Moscú, pues ambos parecen coincidir en su búsqueda de una multipolaridad, llegando a estrechar profundamente ambas economías que se muestran complementarias en varios puntos, a tal punto que según el Worldwide Threat Assessment de 2019:
China y Rusia están más alineadas que en cualquier otro momento desde mediados de la década de 1950, y es probable que la relación se fortalezca […] a medida que converjan algunos de sus intereses y percepciones de amenazas, particularmente en lo que respecta al unilateralismo e intervencionismo estadounidense y la promoción occidental de los valores democráticos. y derechos humanos. (Coats, 2019)
Pese al buen momento de las relaciones entre ambos países, hay muchos intereses en disputa que enfrentarían tanto a Moscú con los intereses de los aliados occidentales de EE. UU. en Europa del este como con China, en una eventual expansión de ésta en Asia central, área de influencia histórica rusa. Una pregunta abierta sobre este punto la retomamos de Kissinger (2011) quien señalaba que el gran logro de China en los setentas fue ubicarse del lado del ganador de la Guerra Fría. Siendo así ¿de qué lado se pondrá Rusia en las próximas décadas? Aunque las sanciones a Moscú por su política en el este de Europa y su virtual desconexión económica de occidente desde la Guerra en Ucrania de 2022 pareciera dar una respuesta, vale preguntarse si seguirán convergiendo las grandes estrategias de Moscú y Pekín en un escenario donde la economía del primero es cada vez más dependiente de China.
Por tanto, al preguntarnos si estamos ante una nueva Guerra Fría y hasta qué punto nos sirven las herramientas de análisis de la primera para poder discutir conceptualmente una segunda, valdría la pena mencionar que los elementos señalados sugeridos por Westad (2000, 2007) permanecen vigentes y se expresan en los modelos de desarrollo, donde los Estados Unidos parecieran apostar de lleno por aislar a sus adversarios políticos del sistema internacional.
Esta opción no solamente pareciera responder a sus necesidades internacionales, sino también de cara a su política interna, pues mantener la idea de un enemigo externo fuerte -de ahí la necesidad de revivir el sistema de la Guerra Fría- ha servido desde tiempos inmemoriales para la unidad nacional, argumento que suena bastante tentador para un gobierno estadounidense que se enfrentará los próximos años a conciliar a una sociedad profundamente polarizada y en medio de una grave crisis social que se hizo evidente tras las elecciones de 2020. Lo problemático de elegir esta opción para los intereses de Washington podemos cifrarlo en dos puntos, uno es que conlleva reconocer a la RPC como un actor de alcance global y la existencia de facto de un sistema bipolar, lo cual podría dar paso a una multipolaridad. El segundo punto es la posibilidad de que los países que los EE. UU. han aislado del sistema internacional, como Irán o la propia Rusia, encuentren a través de China la posibilidad de articularse políticamente.
Es comprensible que los informes del Departamento de Estado de EE. UU. que hemos referido hayan perfilado el conflicto con China y su política a largo plazo, en los mismos ejes utilizados para pensar la Guerra Fría: en la disputa por el tercer mundo, por la carrera tecnológica de cara a la sexta revolución industrial, bajo la acusación estadounidense sobre la dirigencia china de adherirse ideológicamente al marxismo-leninismo, que pareciera haber resucitado desde el fallido fin de la historia de Fukuyama. Por ello, es difícil no recurrir a Marx cuando, iniciando el 18 Brumario de Luis Bonaparte, explica que la historia se repite dos veces, primero como tragedia y luego como farsa.