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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.68 no.248 Ciudad de México may./ago. 2023  Epub 20-Ago-2024

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2023.248.82661 

Dossier

Diplomacia: del mundo antiguo a la Paz de Westfalia

Diplomacy: from the Ancient World to the Peace of Westphalia

Erik Damián Reyes Morales* 

*Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, Universidad Nacional Autónoma de México, México. Correo electrónico: <erikdamian@politicas.unam.mx>.


Resumen:

El objetivo de este artículo es aportar elementos que enriquezcan el debate sobre la utilidad del corte temporal de las Relaciones Internacionales establecido en la Paz de Westfalia. Con este fin, se realiza un recorrido histórico de la diplomacia, desde el mundo antiguo hasta 1648, en el que se muestra que herramientas diplomáticas como las que se emplearon para alcanzar los tratados de paz de Osnabrück y Münster, se desarrollaron desde la Antigüedad en los cuatro focos civilizatorios de Eurasia, se sintetizaron en Constantinopla y volvieron a Europa a través de Venecia. La relevancia de este trabajo está vinculada con su inclusión en el debate sobre la periodicidad del objeto de estudio de las relaciones internacionales y la historia de esta disciplina.

Keywords: diplomacy; ancient world; Constantinople; Peace of Westphalia; international affairs

Abstract:

This paper aims to provide elements that enrich the debate on the usefulness of the temporary cut in International Relations established in the Peace of Westphalia. To this end, a historical overview of diplomacy from the ancient world to 1648 is made, which shows that diplomatic tools such as those used to reach the peace treaties of Osnabrück and Münster were developed from antiquity in the four civilizational foci of Eurasia. Then, this knowledge was synthesized in Constantinople and returned to Europe through Venice. The relevance of this work is linked to its inclusion in the debate on the periodicity of the object of study in International Relations and the history of this discipline.

Palabras clave: diplomacia; mundo antiguo; Constantinopla; Paz de Westfalia; relaciones internacionales

Introducción

El consenso generalizado entre los especialistas sostiene que las Relaciones Internacionales nacieron como disciplina en 1919, cuando Alfred Eckhard Zimmern dictó la primera cátedra de la materia en la Universidad de Aberystwyth del país de Gales (Sarquís, 2018: 67). Tres años antes, en 1916, apareció por primera vez un concepto que delimitó otra área del conocimiento estrechamente vinculada con los estudios internacionales, se trata de la geopolítica, término que vio la luz en la obra del geógrafo sueco Rudolf Kjellen, El Estado como forma de vida (Hernández-Vela, 2013: 2350).

A pesar de su contemporaneidad como campos formales de conocimiento, la geopolítica y las Relaciones Internacionales tomaron caminos distintos en lo que a la profundidad de su campo de estudios se refiere. Por un lado, los especialistas que siguieron a Kjellen se remontaron a la Antigüedad para afianzar las bases de su campo de estudios, como fue el caso de Yves Lacoste, quien hizo notar que el uso de la geografía en los aparatos del Estado aparece ya en la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides (2003) (Lacoste, 1977: 10). Además, Hans Weigert se ocupó de destacar las nociones geopolíticas que aparecen en pensadores desde el mundo antiguo hasta la etapa moderna, desde Hipócrates, Platón, Aristóteles y Estrabón, hasta Bodin, Hobbes, Spinoza, Leibniz y Montesquieu (Weigert, 1956: 65-66). Por su parte, el estudio de los antecedentes de las Relaciones Internacionales se ha limitado mayoritariamente a la modernidad, ya que existe un consenso generalizado en el sentido de que el punto de partida del objeto material de estudio de la disciplina, es decir, del fenómeno práctico a estudiar, inició en la Paz de Westfalia de 1648 (Sarquís, 2018: 65-66).

La razón de esta diferencia se encuentra en la forma en la que surgieron estas dos disciplinas. Por un lado, la geopolítica nació como consecuencia del desarrollo y especialización de la geografía, rama del conocimiento que experimentó una expansión en su área de estudios gracias a las aportaciones de autores como Alexander von Humboldt, Karl Ritter y, especialmente, Friedrich Ratzel (Weigert, 1956: 70); éste último -a quien Émile Durkheim señaló como el fundador de la geografía humana y quien es considerado como el principal precursor de los estudios geopolíticos- se ocupó de examinar los movimientos de los grupos humanos de la Antigüedad para explicar la influencia de los accidentes geográficos en la distribución de los pueblos en la Tierra, análisis que se materializó en su obra más destacada, Antropogeografía, publicada en dos tomos en 1882 y 1891 (Durkheim, 2003: 3; Weigert, 1956: 70-71). Pocos años más tarde, en 1904, Sir Halford John Mackinder dictó ante la Royal Geographical Society una conferencia que, a la postre, se convertiría en un texto clásico de la geopolítica: “The geographical pivot of history”. La tesis central de Mackinder sostiene que el territorio conocido como Heartland [corazón continental] -las estepas asiáticas que hoy se encuentran en el territorio ruso y que se extienden desde el Océano Pacifico hasta la Europa Continental-, ha determinado la historia de las regiones que lo rodean y, por ende, juega un papel primordial en el devenir histórico del mundo. Para demostrar sus postulados, Mackinder hizo un repaso histórico de las invasiones asiáticas a Europa, desde los hunos y los ávaros hasta los mongoles, para mostrar la influencia que éstas tuvieron en la conformación de las identidades nacionales europeas (Mackinder, 1904: 426-428). Fue tras estos trabajos, que apareció la obra de Rudolf Kjellen, quien llevó a cabo una primera delimitación del campo de estudios de la geopolítica y, repetimos, los autores que le siguieron completaron el estudio histórico al ocuparse de las ideas de los pensadores desde el mundo antiguo hasta el siglo XIX.

Por su parte -y en un sentido similar al de la geopolítica- las Relaciones Internacionales tienen sus antecedentes en dos disciplinas: el derecho y la ciencia política; la primera fue la fuente original de su desarrollo. De la misma forma que en el caso de la geografía, los estudios legales se especializaron progresivamente durante el transcurso del siglo XIX y en el ámbito internacional centraron su atención en temas como las causas que justificaban una declaración de guerra, o bien, la forma en la que tenían que ser tratados los embajadores. Por su parte, el desarrollo de la ciencia política durante ese periodo se basó en el método inductivo, por lo cual centró su atención en el análisis de las formaciones políticas existentes, lo que trajo como consecuencia que los politólogos no le pusieran la atención debida a problemas como la organización internacional (Pitman, 1923: 382-383, 389). Todo esto cambió tras la Primera Guerra Mundial, ya que la catástrofe que azotó Europa de 1914 a 1918 hizo evidente la carencia en los estudios referentes a las relaciones, por un lado, entre Estados y, por otro, al gobierno internacional. Como lo expresa el historiador británico Edward Carr, las Relaciones Internacionales nacieron formalmente un año después del fin de la Primera Guerra Mundial como una necesidad: la de prevenir que otra tragedia como la que trajo la Gran Guerra sucediera nuevamente en Europa (Carr, 2001: 8).

La premura por el análisis de lo internacional parece ser la razón por la cual se estableció una primera delimitación del campo de estudios de la disciplina en la Paz de Westfalia de 1648. Esto se debe a que los tratados de Osnabrück y Münster, a través de los cuales se puso fin a las guerras de los Ochenta y Treinta Años, se dieron en el marco de lo que ha sido considerado como el primer congreso diplomático de la etapa moderna y, principalmente, porque se fundaron en el reconocimiento de la soberanía nacional y del Estado nación, con lo que se sentaron las bases del sistema internacional contemporáneo (Sarquís, 2018: 67-68). Con el paso del tiempo, este primer corte temporal se transformó en un debate disciplinario que involucró a algunos sectores de los especialistas, la mayoría de los cuales se inclinaron por mantener la delimitación del campo de estudios en 1648. Sin embargo, a pesar de la significativa influencia que ha tenido la postura westfaliana en las relaciones internacionales, ésta no ha impedido que tanto historiadores como internacionalistas se hayan ocupado del análisis de los fenómenos que podemos calificar como “internacionales” en épocas previas a la Paz de Westfalia. Esto es particularmente claro en lo que se refiere a la diplomacia, es decir, a la forma en la que las entidades políticas independientes conducen sus relaciones entre sí (Hernández-Vela, 2013: 1892).

El trabajo de estos pensadores partió del examen de los focos civilizatorios de la humanidad, específicamente aquellos que se dieron en Eurasia, para después seguir hasta los albores de la modernidad. Gracias a ello, en la actualidad contamos con textos como el de Frank Adcock y Derek Mosley (1975)Diplomacy in Ancient Greece, el de Gandhi Jee Roy (1981) Diplomacy in Ancient India, el de Garrett Mattingly (1988) Renaissance Diplomacy, el editado por Jonathan Shepard y Simon Franklin (1992) Byzantine Diplomacy: Papers from the Twenty-Fourth Spring Symposium of Byzantine Studies, el de Victoria Tinbor Hui (2005) War and State Formation in Ancient China and Early Europe, el de Marian Feldman (2006) Diplomacy by Design: Luxury Arts and an “International Style” in the Ancient Near East, 1400-1200 bce, así como el coordinado por Raymond Cohen y Raymond Westbrook (2000) , Amarna Diplomacy: The Beginnings of International Relations. Este último libro fue resultado de un congreso-taller que se llevó a cabo en el Centro Bellagio de la Fundación Rockefeller en septiembre de 1996 y en el que participaron ocho historiadores especialistas en el Cercano Oriente, ocho internacionalistas y dos diplomáticos de carrera. De este taller se desprendieron los dieciséis artículos que conforman el volumen de Cohen y Westbrook.

A partir de estos estudios, y con el propósito de aportar elementos que enriquezcan el debate sobre la utilidad del corte temporal de las relaciones internacionales establecido en la Paz de Westfalia, este artículo presenta una reconstrucción del camino que habría seguido la diplomacia desde su surgimiento en la Antigüedad hasta 1648. Con esta finalidad, este texto está dividido en tres secciones. En la primera se establecen las condiciones necesarias para el desarrollo de la diplomacia en el mundo antiguo, y para ello se recurre a ejemplos del México prehispánico. En la segunda se hace un recorrido de esta práctica en los cuatro focos civilizatorios de Eurasia: el Cercano Oriente, India, China y Grecia-Roma. Finalmente, en la tercera, se ilustra el camino que siguió la diplomacia de Bizancio a Europa a través de Venecia.

Las condiciones para el surgimiento y ejercicio de la diplomacia

Gracias al trabajo de quienes se han ocupado de analizar la diplomacia en el mundo antiguo, es posible establecer que, para su surgimiento y ejercicio, fue necesaria la existencia de una serie de condiciones muy particulares. Estos elementos se pueden englobar en lo que hoy en día se conoce como sistema internacional, es decir, una red de relaciones interestatales basadas en el reconocimiento de la soberanía de cada uno de sus integrantes (Hernández-Vela, 2013: 4403). A primera vista, un planteamiento de esta naturaleza parecería anacrónico, ya que las categorías de Estado y soberanía, así como la de sistema internacional, son modernas, por lo que podría pensarse que no pueden ser utilizadas en el análisis del mundo antiguo. Sin embargo, es posible demostrar que lo que estas nociones describen para la modernidad, son en realidad fenómenos políticos cuyo origen se remonta a la Antigüedad, por lo que no hay impedimento para utilizarlas como herramientas de análisis en el estudio de realidades históricas previas a la Edad Moderna.

En primer término, es posible sostener que las características básicas del Estado nación moderno son la extensión histórica de aquellas que tuvieron las organizaciones de corte estatal en el mundo antiguo, lo cual queda patente al contrastar las definiciones de ciudad-estado y Estado, ya que ambas, en términos generales, guardan las mismas particularidades. De acuerdo con Roberto Bonini, la polis griega era una “ciudad autónoma y soberana, cuyo cuadro institucional está caracterizado por una magistratura (o por una serie de magistraturas), por un consejo y por una asamblea de ciudadanos (politia)” (Bobbio, Matteucci y Pasquino, 1998: 1209).

Estas características estaban contenidas en las organizaciones de corte estatal en el México antiguo, los tlahtocayotl. Como es ampliamente conocido, en lengua náhuatl la palabra tlahtoani hace referencia al gobernante. Este vocablo se forma a partir del verbo itoa, que significa hablar o decir, el cual, al convertirse en sustantivo, agrega el prefijo indefinido tla-y el sufijo agentivo -ni, de tal forma que tlahtoani se puede traducir como “El que habla”. Por su parte, tlahtocayotl está conformado por tlatoa, la referencia al habla y por lo tanto al gobernante, por la ligadura -ca- y por el sufijo abstracto -yotl, el cual lleva el significado del sustantivo a un plano más general. De esta forma, si la palabra mexicayotl se puede traducir como “mexicanidad”, tlahtocayotl puede ser entendida como “tlatoanidad”, es decir, como lo perteneciente y referido al tlahtoani y sus características (de Molina, 2008). Como lo hizo notar Alfredo López Austin, esta forma de organización política era “un estado independiente en el que existían dos formas de organización: el gobierno de tipo gentilicio, dentro de cada uno de los calpulli, […]; y el gobierno de tipo estatal, fundado en un grupo gobernante” (López Austin, 2016: 264-265).

Tanto la polis griega como el tlahtocayotl mesoamericano -dos formas de organización de corte estatal en el mundo antiguo- guardan las mismas características generales: eran poblaciones independientes asentadas en un territorio con formas de organización social y gobierno bien definidas. Por su parte, respecto al Estado, Edmundo Hernández-Vela lo define como una “colectividad humana, integrada por uno o varios pueblos y naciones […] que habita un territorio en común, donde en ejercicio de su soberanía, convive bajo una organización, un sistema político y un régimen de derecho…” (Hernández-Vela, 2013: 2173). Las características básicas de los Estados modernos son exactamente las mismas de las organizaciones de corte estatal en la Antigüedad, ya que ambas formaciones políticas se integran por población, territorio y gobierno, además de ser independientes, es decir, que ejercen su soberanía. En relación con el concepto de soberanía, John Agnew hizo notar que si bien es cierto que habitualmente se señala a la Paz de Westfalia de 1648 como el punto de partida del sistema de Estados modernos y, por ende, del reconocimiento del derecho de cada uno de los dirigentes a gobernar su propio territorio, lo cierto es que esta práctica sucedía desde la Antigüedad y progresivamente se convirtió en la doctrina jurídica que conocemos hoy en día (Agnew, 2005: 89).

Por otro lado, respecto a la categoría de sistema internacional, es necesario hacer notar que durante mucho tiempo los grupos humanos vivieron en áreas culturales separadas que tenían escasa integración o comunicación entre ellas. Si bien es cierto que los pueblos que habitaban en cada una de estas áreas tenían la sensación de que lo que había tras sus fronteras era totalmente distinto a ellos, no tenían ideas concretas sobre los otros. Es por ello por lo que el mismo John Agnew, al desarrollar sus cuatro modelos de espacialidad del poder, calificó al que se refiere a la Antigüedad como “conjunto de mundos”, ya que por mucho tiempo cada uno de los focos civilizatorios fue un universo en sí mismo (Agnew, 2005: 154-155). Esto lo ejemplifica muy bien el caso del México antiguo, foco civilizatorio aislado del resto de la humanidad durante milenios, tiempo en el que se desarrollaron distintas manifestaciones culturales a su interior, como la olmeca, la tolteca, la maya o la mixteca y en el que durante distintas épocas emergieron y se derrumbaron grandes ciudades-estado e imperios, como el de Teotihuacán, Palenque, Chichen Itzá o México-Tenochtitlan (López y López, 2012). Fue gracias a este aislamiento y a la emergencia de organizaciones de corte estatal que es posible calificar a los focos civilizatorios como sistemas internacionales, ya que, al igual que en el caso de Mesoamérica, en estos “mundos” existieron organizaciones de corte estatal soberanas que establecieron relaciones entre sí a partir del reconocimiento de su derecho a gobernar su propio territorio.

Finalmente, las condiciones para el surgimiento y ejercicio de la diplomacia no permanecieron constantes a lo largo de la historia, ya que la aparición de grandes imperios propició la existencia de periodos en los que esta actividad no fue ejercitada en toda su potencialidad. De igual forma, no todos los sistemas internacionales del mundo antiguo guardaron las mismas características, ya que, como en la actualidad, los vínculos y las relaciones entre las distintas entidades políticas se modificaron durante el transcurso del tiempo, por lo que también lo hizo la diplomacia, cuyas características se ajustaron de acuerdo con las necesidades de cada época, así como en los tiempos de paz y en los de guerra.

La diplomacia en cuatro focos civilizatorios de Eurasia

La teoría más aceptada de la emigración humana sostiene que el homo sapiens salió del continente africano rumbo el norte y a partir de ahí inició el proceso de poblamiento de la tierra, el cual se extendió hasta América a través del estrecho de Bering. A partir de esta propuesta, es natural que el primero y más antiguo foco civilizatorio de la humanidad se desarrollara en el Cercano Oriente, en el territorio que hoy en día va de la costa mediterránea a Irán y que al norte se extendía hasta el sureste de Rusia. En este espacio y en diferentes épocas, florecieron un gran número de reinos de distintos tamaños y poderíos, entre los más conocidos se encuentran Mesopotamia, Babilonia, Asiria y Egipto. La extensión de este territorio, así como la emergencia de escenarios multipolares, propiciaron las condiciones necesarias para el surgimiento y desarrollo de la diplomacia. Además, gracias al soporte material en el que estos grupos humanos resguardaron su historia -tabletas de arcilla que soportaron muy bien el paso del tiempo-, es posible establecer que los más antiguos intercambios diplomáticos de los que se tienen registro se remontan al tercer milenio antes de Cristo. Entre estos documentos se encuentran las Cartas de la Mesopotamia Temprana y las famosas Cartas de Amarna, las cuales resguardaron la comunicación diplomática que mantuvo la Dinastía XVIII de Egipto con las principales entidades políticas de la época (Cohen y Westbrook, 2000: 1-2; Hamilton y Langhorne, 2011: 8).

Quienes han analizado este foco civilizatorio, han encontrado que el progreso de las formas, convenciones y reglas de las Relaciones Internacionales se desarrollaron en Mesopotamia durante cientos o tal vez miles de años. Sin embargo, gracias a las Cartas de Amarna es posible establecer que fue en el periodo que va de los siglos XVI a XII a. C. cuando tomó forma el primer sistema internacional del que se tiene registro. En esta etapa florecieron Babilonia, Mitanni, Hatti, Asiria y Egipto, grupo de reinos que es conocido entre los especialistas como el “Club de las Grandes Potencias”. La particularidad del sistema Amarna estriba en que, por lo menos durante 200 años, mantuvo la paz entre los distintos Estados que lo conformaron, ya que se basó en un régimen de intercambios de mutuo beneficio, tácticas de negociación y mecanismos diplomáticos compartidos, así como en una lengua franca, el acadio, a través de la cual se establecieron las comunicaciones entre los distintos Estados (Cohen y Westbrook, 2000: 2, 5-6, 9-11).

El ejercicio de la diplomacia en el sistema Amarna, como en la actualidad, se basó en el empleo de embajadores encargados de tratar los asuntos de interés para su reino. Estos mensajeros, conocidos como Mār Šiprim, eran los encargados de entregar las tabletas de arcilla a través de las que su soberano establecía comunicación con otros monarcas y su función básica era la de lector, intérprete y defensor del mensaje (Holmes, 1975: 376-378). Además, en ocasiones fueron investidos de plenos poderes, por lo que tenían la autoridad para entablar alianzas, negociar tratados, establecer cooperación militar, ratificar o negociar el control sobre las rutas comerciales, así como proponer y concertar alianzas matrimoniales (Liverani, 2000: 22; Churchill, 1919: 167-169).

El grado de complejidad alcanzado en aquella época quedó patente en los conceptos, protocolos, rituales y códigos de conducta diplomáticos desarrollados. En primera instancia, y como en toda sociedad antigua, la vida de aquellos hombres estaba profundamente influenciada por las deidades y regida por el derecho divino, por lo que los acuerdos alcanzados entre los reinos se consumaban a través de rituales religiosos que implicaban juramentos que tenían a los dioses como testigos. Estas ceremonias formaban parte de un sistema de derecho público que incluía tribunales terrenos y en el que los monarcas respondían en primera instancia ante los dioses (Munn-Rankin, 1956: 88; Westbrook, 2000: 30-31) Además, se crearon códigos de conducta y protocolos relacionados con el trato que recibían los embajadores, los cuales, al ser enviados personales de un monarca, era invitados a comer y beber junto al soberano al que visitaban y, al finalizar su estancia, se les procuraba seguridad al ser escoltados en su camino de regreso a casa (Holmes, 1975: 377; Munn-Rankin, 1956: 104-106). Por otro lado, establecieron una sofisticada comunicación a través de los regalos. La entrega de las tablas que contenían los mensajes era acompañada con presentes para comunicar la intención amistosa del mismo, o bien, su hostilidad si no había obsequio alguno. Además, el monarca que recibía un regalo tenía la obligación de devolver la cortesía y el valor de los presentes intercambiados dependía de las intenciones y de la posición de cada uno de los reyes involucrados (Feldman, 2006: 15-17; Holmes, 1975: 379).

Finalmente, aquellos que han investigado este foco civilizatorio destacaron que las relaciones entre los distintos monarcas que conformaron este sistema se basaron en la metáfora de la “aldea ampliada”. Esto quiere decir que costumbres como la hospitalidad, los matrimonios mixtos y el intercambio de bienes y servicios que caracterizaron las relaciones comunitarias, se proyectaron a un nivel internacional, por lo que cada uno de estos reinos se veía a sí mismo y a los demás como una gran familia perteneciente a una misma comunidad (Liverani, 2000: 18). Esto también sucedió con el derecho internacional, ya que en este caso lo que se proyectó fue el derecho interno, el del jefe de familia. De esa manera, el monarca era visto con un gran pater familias, por lo que la población y el territorio de su reino eran como su casa y estaban bajo su jurisdicción. Por ello, él era el sujeto del derecho internacional frente a los demás monarcas y el conjunto de los gobernantes respondían frente a los dioses (Westbrook, 2000: 29-31).

A la par de este desarrollo en Cercano Oriente, el proceso migratorio de la humanidad continuó y propició el surgimiento de nuevos focos civilizatorios y, por ende, de nuevos sistemas internacionales. Hacia el este, aparecieron la antigua India y la antigua China, la primera de las cuales se desarrolló en el valle del Indo, en lo que hoy comprende el territorio de Pakistán y el noreste de la India. Hacia los años 1700 y 1100 a. C. se establecieron las primeras relaciones diplomáticas entre las tribus védicas, de las cuales tenemos noticias gracias al Rigveda, el texto más antiguo de esta tradición (Roy, 1981: 43-45). Sin embargo, este sistema de relaciones se formalizó hasta el siglo IV a. C., cuado Kautilya, consejero del rey Chandragupta Maurya, sistematizó las estrategias y políticas de Estado de su reino con el fin de consolidar su expansión territorial, trabajo que quedó registrado en su obra Arthasastra (Boesche, 2003: 10, 17).

A diferencia del sistema Amarna, el Kautilya se sitúa en un contexto de guerra permanente y da cuenta de la situación multipolar en la que se desarrolló el reino de Chandragupta Maurya, ya que parte de la premisa de que el mundo está habitado por Estados que persiguen sus propios intereses, por lo que la guerra era el único camino para hacerse y conservar un señorío (Boesche, 2003: 16). En esta lógica, Kautilya, partidario de lo que hoy se conoce como realismo político, desarrolló la principal aportación de la India antigua a las ciencias sociales, se trata de la teoría Mandala de la política exterior (Singh, 1993: 127). La propuesta de Kautilya sostiene que los vecinos inmediatos deben ser vistos como enemigos, pero, si se parte de la idea de que “los enemigos de mis enemigos son mis amigos”, es posible considerar como aliado al pueblo vecino del nuestro. De esta forma, si se les asigna un número subsecuente a los pueblos situados en una misma dirección, los números 1, 3 y 5 serían vistos como enemigos, mientras que los 2, 4 y 6 como potenciales aliados (Kautilya, 1992: 555-558).

En esta lógica, Kautilya veía a la diplomacia como un arma más y su empleo como un “sutil acto de guerra”, ya que su propósito era el de debilitar progresivamente al enemigo con miras a una eventual conquista. La forma de hacerlo era a través de los embajadores, a los cuales consideraba como espías cuya misión era la de explotar tanto las rencillas externas como las divisiones internas de los reinos vecinos. Así, el trabajo de estos emisarios consistía en provocar guerras entre otros Estados, o bien, incitar a los inconformes al interior de estos con el propósito de que actuaran en contra de su rey. Además de estas tácticas, Kautilya -al igual que Sun Tzu y Maquiavelo- estableció toda una serie de normas y consejos que monarcas y generales deberían seguir en tiempos de conflicto, algunos de los cuales iban en contra de los principios de guerra justa de la época, ya que aconsejaba, por ejemplo, el uso de mujeres hermosas como armas, ya sea para provocar pleitos entre generales o bien, para envenenar reyes (Kautilya, 1992: 522-524; Boesche, 2003: 20-21, 32).

Por su parte, la civilización china se desarrolló en el extremo oriental del territorio que hoy conforma ese país, entre y alrededor de los ríos Huang He (Amarillo) y Yangtsé (Azul). En los tiempos más remotos, la diplomacia se ejerció de forma bilateral, pero fue en los periodos conocidos como Primavera y Otoño y Estados en Guerra, entre los años de 625 y 221 a. C., cuando desarrolló toda su potencialidad (Hamilton y Langhorne, 2011: 13). En ese periodo, muy similar al de Kautilya y en el que Sun Tzu escribió El Arte de la Guerra, emergieron un significativo número de Estados soberanos que en su conjunto crearon un mundo multipolar en el que se estableció una dinámica de alianzas y contraalianzas sin amigos o enemigos permanentes (Tinbor, 2005: 54-67, 74, 101; Yuen, 2014: XI). Por esta razón, el ejercicio de la diplomacia adquirió tintes similares al de la India antigua, ya que los embajadores fueron el medio para poner a los enemigos en desventaja o minimizar los costos de la guerra, esto a través de inducir la deslealtad entre las filas contrarias, o bien, entregar sobornos a los dirigentes enemigos. Esta etapa concluyó con la unificación de la antigua China bajo el dominio imperial de la dinastía Qin, lo cual provocó que la diplomacia cayera en desuso, esto debido a que no era necesaria al interior y a que, en aquel tiempo, las relaciones con el exterior eran poco sustanciales (Hamilton y Langhorne, 2011: 13). Sin embargo, y a diferencia del sistema en India, en China se estableció un mecanismo elitista de dominio, ya que los mandatarios sometidos fueron integrados al sistema de gobierno de los vencedores (Mann, 1986: 294-295).

Como parte del mismo proceso migratorio, al oeste de la civilización del Cercano Oriente surgió la antigua Grecia, foco civilizatorio que permeó a toda la cultura occidental. Este sistema internacional se caracterizó por la emergencia de un gran número de ciudades-estado que compartían una lengua y cultura común. Además, gracias a las características geográficas del territorio en el que se establecieron las polis griegas, el cual incluyó penínsulas, islas y montañas, durante un significativo periodo de tiempo ninguna de ellas pudo acumular el poder suficiente para dominar al resto, lo que propició un escenario multipolar que favoreció el desarrollo de la diplomacia. Ya en las obras de Homero existen noticias que permiten afirmar que esta práctica existía aún antes del 700 a. C., pero es en la Historia de la guerra del Peloponeso de Tucídides donde la información al respecto es mucho más nutrida, lo cual permite sostener que el ejercicio de esta práctica alcanzó su esplendor en el periodo clásico, entre el 500 y el 323 a. C. (Adcock y Mosley, 1975: 9-10).

Al igual que en el caso del sistema Amarna, los mensajeros constituyeron la base de la diplomacia griega. Entre los helenos, los más antiguos representantes de este oficio fueron los heraldos, emisarios tutelados por Hermes e investidos con una autoridad semirreligiosa que les permitía llevar a cabo tratos a nombre de su patria. Después, cuando los vínculos entre las ciudades-estado se hicieron más sofisticadas, las polis griegas recurrieron a oradores, negociadores elocuentes que representaban los intereses de su nación en las asambleas de confederaciones o ciudades foráneas (Nicholson, 2018: 23-25). Finalmente, los griegos desarrollaron el que es considerado el primer sistema de misiones diplomáticas permanentes, la proxenia. Los proxenos fueron una especie de cónsules que representaron los intereses de una ciudad extranjera en su propia polis. Además, se encargaban de hospedar a los embajadores de la ciudad que representaban y de ponerlos al tanto del panorama político al interior de su Estado (Hamilton y Langhorne, 2011: 16-17; Adcock y Mosley, 1975: 160-163).

Debido al escenario multipolar en el que se desarrollaron las polis griegas y a que la población, y por lo tanto los ejércitos, se mantuvieron constantes durante prácticamente toda la historia antigua, estas ciudades-estado recurrieron a sus vecinos para garantizar su seguridad (Adcock y Mosley, 1975: 17, 227). Esto llevó al establecimiento de alianzas defensivas y ofensivas, así como a tratados de amistad, no agresión, neutralidad o arbitraje. De la misma forma que los decretos públicos, los tratados internacionales se formalizaban al inscribirse en estelas de piedra o placas de bronce, las cuales se mantenían en pie durante la vigencia del acuerdo, o bien, eran destruidas en caso de que alguno de los firmantes faltara en su cumplimiento (Hamilton y Langhorne, 2011: 13; Adcock y Mosley, 1975: 122-123, 177-178, 186, 189, 223). A partir de estos acuerdos bilaterales, ciudades como Esparta llegaron a establecer grandes confederaciones, como fue el caso de la Liga del Peloponeso que enfrentó a Atenas. Otros ejemplos son la Liga de Delos encabezada por los atenienses para hacer frente a la embestida persa del 481 a. C., o bien, la Liga de Corinto, la cual fue auspiciada por Macedonia en su proceso de conquista y a la postre se convirtió en la Liga Helénica. En el contexto de estas grandes confederaciones, los griegos recurrieron a la propaganda, ya que emplearon esta herramienta con el propósito de difundir, entre los pueblos enemigos y con todos aquellos con los que entraron en contacto, la idea de la superioridad moral, intelectual, cultural y física de los pueblos helenos (Adcock y Mosley, 1975: 27-28, 145, 231-239, 243-247).

Finalmente, las fuentes históricas también dan noticia de que en la antigua Grecia se organizaron conferencias multilaterales. El caso más destacado aparece en los primeros capítulos de la Historia de la guerra del Peloponeso, en donde Tucídides narra a detalle la cumbre multilateral que tuvo lugar en Esparta en el siglo V, cuyo propósito fue el de dirimir si las ciudades-estado del Peloponeso le declararían la guerra a Atenas. El historiador heleno describe a detalle los discursos de los embajadores atenienses y corintios ante el senado lacedemonio, así como el envío de emisarios a Atenas para notificar la resolución de la conferencia y el inicio de la Guerra del Peloponeso (Tucídides, 2003: 31-50, 65-75). Por otro lado, una particularidad más del sistema diplomático griego fue la tregua generalizada que daba pie a los Juegos Olímpicos, los cuales son, en sí mismos, muestra de una de las primeras formas de organización internacional (Hamilton y Langhorne, 2011: 16-17).

Tras el periodo clásico, los intercambios diplomáticos decayeron paulatinamente debido a que, al igual que sucedió en la antigua China tras el periodo de Estados en Guerra, la supremacía de una sola potencia hizo que esta práctica fuera cada vez menos necesaria. Esto sucedió así, primero, por el predominio de Macedonia durante el periodo helenístico y, después, cuando Grecia fue conquistada por el Imperio Romano. La razón de ello se debe a que el dominio de una entidad política sobre otras provocó que las relaciones entre ellas dejaran de ser diplomáticas para convertirse en coloniales-administrativas (Nicholson, 2018: 28). Además, la extensión del Imperio era tal que resultaba difícil establecer sus fronteras con claridad y, en los casos en los que estaban bien delimitadas, los reinos y tribus que se encontraban más allá de ellas no eran lo suficientemente poderosos como para representar una amenaza, por lo que en mayor o menor medida reconocían la supremacía romana y le mostraban su lealtad (Hamilton y Langhorne, 2011: 18).

A pesar de ello, los romanos hicieron significativas contribuciones al campo de la diplomacia, de hecho y como es bien sabido, el término proviene del griego δίπλο [diplóo, plegar] el cual fue sustantivizado para referirse a los pasaportes y salvoconductos que otorgaba el Imperio para circular en sus carreteras. Con el paso del tiempo, este término se utilizó para referirse a toda la gama de documentos producto de la interacción de los romanos con los pueblos extranjeros, los cuales, al acumularse, dieron origen a las profesiones de archivero y paleógrafo, a los que se les conoció como res diplomatica, es decir, los oficios encargados de ocuparse de los archivos y diplomas (Nicholson, 2018: 29-30). La otra gran aportación de los romanos se dio en el derecho, el cual no sólo se limitó a reconocer y normar las relaciones entre los extranjeros y sus ciudadanos, también se ocupó de la legalidad de la guerra y de los procedimientos para entablarla como para establecer la paz (Hamilton y Langhorne, 2011: 19).

La síntesis: de Constantinopla a la Paz de Westfalia

El ocaso del Imperio Romano de Occidente provocó un fenómeno muy singular: por un lado, la diplomacia continuó sin ejercerse en Europa debido a que la autoridad romana fue sustituida por el papado y la unidad político-religiosa que caracterizó la Edad Media, por ello, la gran mayoría de las comunicaciones se restringieron a aquellas que se daban al interior de la Iglesia católica (Hamilton y Langhorne, 2011: 31); por el otro, las circunstancias políticas y geopolíticas de Constantinopla hicieron que las potenciales amenazas hacia la nueva capital se incrementaran significativamente, lo que propició que la diplomacia experimentara su resurgimiento y sublimación en el Imperio Romano de Oriente.

Fundada en el siglo VII a. C. junto con Calcedonia por colonos griegos de Mégara y re-nombrada como Constantinopla por Constantino I, Bizancio se situó en el lugar en el que hoy en día se encuentra Estambul, a ambos lados del estrecho de Bósforo (Heródoto, 2007: 249; Adcock y Mosley, 1975: 19, 130). Este lugar, que separa al mar Negro de los mares Mármara y Egeo, es la frontera natural entre Europa y Asia. Así, a diferencia de Roma, cuyas fronteras imperiales se encontraban a cientos de kilómetros de distancia, Constantinopla no gozaba de esa seguridad espacial y tuvo que lidiar con amenazas en casi todos sus frentes. Además de la rivalidad con la Iglesia católica y con las naciones que progresivamente recobraron su independencia tras la caída del Imperio Romano de Occidente, los bizantinos tuvieron que enfrentar a nuevos vecinos. Al este se encontraban los persas, turcos y eventualmente los otomanos, además de las innumerables oleadas asiáticas de hunos y ávaros que provenían de las estepas, las cuales representaron la principal amenaza para el Imperio. Al sur se encontraban los árabes que, impulsados por el islam, iniciaron un proceso de expansión más allá de la península arábiga. Hacia el norte se encontraban los pueblos germanos, búlgaros, húngaros y eslavos. Para concluir, al occidente estaban los visigodos, lombardos y francos (Hamilton y Langhorne, 2011: 20; Neumann, 2006: 868).

En este contexto, el principal reto de los bizantinos fue conservar el oikoumenē romano y mantener su estatus imperial frente a sus múltiples vecinos, por lo que optaron por una postura que ha sido calificada como “imperialismo defensivo” y recurrieron a la diplomacia como su principal instrumento (Obolensky, 1964: 52; Chrysos, 1992: 25-26). Las autoridades de Constantinopla no partieron de cero en este ámbito, ya que heredaron el sistema legal romano y echaron mano de la tradición cultural y diplomática griega de Bizancio (Chrysos, 1992: 33; Liudprand, 2007: 270). Además, la situación geopolítica de Constantinopla permitió a sus gobernantes poner en práctica estos saberes y contrastarlos con aquellos desarrollados en las civilizaciones asiáticas, ya que para ese entonces el Cercano Oriente tenía contacto con India y China a través de las rutas comerciales, las cuales se consolidaron a partir del siglo II a. C. (Christian, 2000: 15). De esta forma y en un sentido similar al de la Biblioteca de Alejandría (Vallejo, 2021), los bizantinos concentraron y sistematizaron el cúmulo de saberes diplomáticos que heredaron de Roma y Grecia junto con los de los pueblos con los que entraron en contacto. Este trabajo dio como resultado el que puede ser calificado como el “primer ministerio de relaciones exteriores de la historia”, el Drome, la oficina de correos, que incluía el Scrinium Barbarorum, la oficina de los bárbaros. Para finales del siglo IX, este despacho concentraba a un gran número de intérpretes y traductores, los cuales fueron utilizados como embajadores para implementar la principal estrategia a la que recurrieron los bizantinos para mantener su poderío: la propaganda (Miller, 1966: 438-439; Chrysos 1992: 36; Hamilton y Langhorne, 2011: 19).

En un primer momento, los bizantinos echaron mano del andamiaje legal romano para establecer tratados con los pueblos que recobraron su independencia tras la caída de Roma. A través de estos pactos, los signatarios recibían de las autoridades bizantinas los saberes jurídicos necesarios para establecerse como un Estado independiente y, en contraparte, reconocían la autoridad de Constantinopla, por lo que eran integrados a su red de relaciones jerárquicas. Además, la firma de estos acuerdos fue el primer escenario que los bizantinos utilizaron para propagar la idea de su superioridad, la cual demostraban tanto con sus saberes como con sus rituales (Chrysos, 1992: 33-37) . Progresivamente, el escenario de la propaganda bizantina se trasladó a Constantinopla, dándose así la transición a la que ha sido catalogada como la “Diplomacia de Palacio”, de la cual hay noticias a partir del siglo VI y cuya mayor y más sofisticada actividad se registró hacia mediados del siglo XI (Shepard, 1992: 54-56, 66). La forma en la que los bizantinos implementaron su Diplomacia de Palacio fue a través de invitaciones a los pueblos vecinos para que enviaran a algún dignatario visitar al emperador a Constantinopla. La razón de esta solicitud no sólo se tenía que ver con el hecho de que estos visitantes eran en realidad potenciales rehenes, los cuales podrían servir como un instrumento de negociación en caso de que las circunstancias políticas en su señorío de origen se modificaran; además, estos huéspedes eran el medio a través del cual los bizantinos ejercitaban su propaganda (Neumann, 2006: 869). La forma de hacerlo era a través de exhibir la suntuosidad y sofisticación que había alcanzado la capital del Imperio, lo cual tenía el propósito de impresionar a los forasteros con el fin de que estos le transmitieran la grandeza y superioridad de Constantinopla a sus dirigentes y así persuadirlos para que se sometieran o permanecieran bajo el comando bizantino (Hamilton y Langhorne, 2011: 20-21). Por esta razón, los dignatarios extranjeros eran invitados a presenciar los cantos ceremoniales en los Oficios de la Catedral de Santa Sofía, que en sí misma era una maravilla arquitectónica. A la Sala del Trono, que estaba custodiada por dos leones gigantes de oro y equipada con un órgano y un árbol del mismo metal con pájaros mecánicos cuyos cantos eran operados por el mismo mecanismo de aire. Además, eran convidados a espectáculos y banquetes en los que se tenía especial cuidado en estimular los sentidos a través de comida exquisita, luces intensas, sonidos aterradores, aromas flotantes, muebles recubiertos con seda y otros materiales suaves al tacto, así como espectáculos acrobáticos (Liudprand, 2007: 197-200; Herrin, 1992: 105; Neumann, 2006: 870).

La Diplomacia de Palacio y la propaganda bizantina iniciaron un paulatino declive a partir de la segunda mitad del siglo XI y se interrumpieron en 1206 con el sitio y saqueo de los cruzados a Constantinopla. Posteriormente, cuando los bizantinos recuperaron su capital en 1261, la diplomacia conservó su lugar preponderante dentro del arsenal de herramientas que le permitieron al decadente Imperio Romano de Oriente sobrevivir hasta 1453, cuando la gran ciudad de Bizancio cayó en manos de los otomanos. Sin embargo, fue gracias a los saberes diplomáticos que heredaron y perfeccionaron que los bizantinos lograron mantener su estatus imperial por más de mil años: de 395 a 1453 (Shepard, 1992: 43-44; Oikonomides, 1992: 76, 88; Whitby, 1992: 301).

La tradición diplomática del Imperio Romano de Oriente no desapareció con la caída de Constantinopla, ya que los tratados de paz que establecieron con las naciones vecinas, así como el proceso de transmisión de instituciones y valores que los acompañaron, tuvieron un carácter formativo para los Estados contrapartes (Kazhdan, 1992: 20). Una de estas ciudades-estado fue Venecia, la poderosa república mercante que se convirtió en el vínculo a través del cual se transmitieron a Europa occidental los saberes diplomáticos sintetizados en Bizancio (Nicholson, 2018: 25) . Esta transferencia cultural fue favorecida por el contexto, ya que a la par de la última etapa del Imperio Bizantino apareció un escenario multipolar en la península itálica, lo que impulsó el ejercicio de la diplomacia en esta región. Esto se debió a que las ciudades-estado italianas se distanciaron progresivamente del sistema feudal y, para los siglos XIII y XIV, además del papado, florecieron el ducado de Milán, el reino de Nápoles, y las repúblicas de Florencia, Génova y Venecia (Mattingly, 1988: 67). El surgimiento de estas potencias propició una situación similar a aquella que vivieron las polis de la Grecia antigua, ya que además de compartir una lengua y cultura común, existía un equilibrio de poder entre ellas, lo que trajo como consecuencia el surgimiento de un pequeño sistema internacional (Nicholson, 2018: 32). En este contexto, se sucedieron una serie de enfrentamientos que se prolongaron hasta la primera mitad del siglo XV, cuando se dieron las Guerras de Lombardía (1425-1454), las cuales tuvieron en Milán y Venecia a sus principales Estados beligerantes. En este periodo, la diplomacia fue utilizada como un arma, un ejemplo de ello son las alianzas que, al estilo mandala, establecieron los venecianos con el ducado de Saboya y el marquesado Montferrato, ubicados al este de Milán, en el actual territorio francés (Mattingly, 1988: 69).

La situación cambió en la primera mitad de la década de 1450, no sólo por el desgaste que provocaron los constantes conflictos, sobre todo porque la caída de Constantinopla y el avance de los turcos por la costa oriental del Adriático provocaron que las ciudades-estado italianas se enfrentaron por primera vez a una amenaza externa. En este contexto y un año después de la caída de Bizancio, Venecia y Milán alcanzaron la paz con el Tratado de Lodi en abril de 1454 y, meses después, el 30 de agosto del mismo año, se conformó la Liga Itálica, la cual estuvo integrada por los Estados pontificios, el ducado de Milán, el reino de Nápoles y las repúblicas de Venecia y Florencia. La Liga fue una confederación defensiva en la que los firmantes se comprometieron a defenderse los unos a los otros en caso de una agresión externa. Además, unieron su poderío militar, el cual también sería utilizado en caso de que alguno de los miembros atacara a otro (Mattingly, 1988: 75-76). Este acuerdo trajo como consecuencia el afianzamiento de una práctica que ya existía en los Estados italianos y que fue el perfeccionamiento de la proxenia griega y los visitantes indefinidos de Bizancio, se trata de los embajadores permanentes (Black, 2010: 45).

La Liga Itálica, que en un principio se pactó por 25 años, se extendió hasta 1499 en el contexto de las invasiones francesas a la Península itálica, cuando los Estados pontificios y la República de Venecia se aliaron con Luis XII de Francia, quien cruzó los Alpes y derrocó a Ludovico Sforza, duque de Milán (López, 1970: 36). Este episodio dio continuidad a las llamadas Guerras Italianas, que iniciaron en 1494 con la ofensiva de Carlos VIII de Francia sobre el reino de Nápoles y que se prolongaron hasta 1559. Fue en este contexto en el que Maquiavelo escribió El Príncipe, obra que tuvo una gran influencia de su trabajo como diplomático al servicio de la República de Florencia (García, 2016: 18). En las Guerras de la Península Itálica se involucraron progresivamente los reinos de Castilla y el de Aragón, así como el Sacro Imperio Romano Germánico e Inglaterra, lo que propició que estas potencias tuvieran contacto con la práctica italiana de los embajadores permanentes, lo cual, a su vez, hizo que ésta se extendiera por toda Europa (Black, 2010: 53).

En el contexto del conflicto italiano aconteció un episodio que en un primer momento pasó desapercibido por las grandes potencias europeas, pero que a la postre dio inicio a un conflicto religioso que se extendió por todo el viejo continente y fue uno de los acontecimientos que dieron paso a la Edad Moderna (Arendt, 2015: 277-278), se trata de las Noventa y cinco tesis de Martín Lutero, las que el fraile agustino clavó en la puerta de la Iglesia de Wittenberg el 31 de octubre de 1517 y que dieron inicio a la Reforma Protestante (Marshall, 2017: 5). La protesta de Lutero señaló la corrupción de la Iglesia católica, en especial la venta de indulgencias, que tenían el fin de financiar la edificación de la Basílica de San Pedro. Sin embargo, la postura de fondo tenía que ver con el hecho de que la influencia de la Iglesia en la vida de las personas se había desvanecido paulatinamente hasta el punto de ser apenas perceptible, por lo que la protesta buscaba una mayor intervención de la religión en los individuos, una vuelta al cristianismo primitivo. Además, Lutero sostuvo que, de acuerdo con las Sagradas Escrituras, los cristianos podían leer la Biblia sin la necesidad de ordenarse o de algún intermediario, por lo que rechazó la jurisdicción de la Santa Sede sobre la cristiandad (Weber, 2001: 23-33, 109-110).

Este último punto fue nodal en el desarrollo del conflicto religioso, ya que, en un primer momento, sectores de la nobleza alemana tornaron hacia el luteranismo y desconocieron la jurisdicción papal en sus principados. La rebeldía de estos nobles provocó un enfrentamiento con el emperador de la dinastía Habsburgo Carlos i de España y v del Sacro Imperio Romano Germánico, quien se convirtió en el principal defensor del catolicismo. Tras varios enfrentamientos, el conflicto se detuvo con la Paz de Augsburgo de 1555, a través de la cual se reconoció el derecho que tenía cada príncipe alemán para profesar la religión que quisiese, así como el de los súbditos de mudarse de principado si su señor profesaba una fe distinta a la suya (Hoyer, 1955: 820-830). La libertad religiosa que trajo la Paz de Augsburgo tuvo serias implicaciones políticas, ya que de la misma forma que sucedió con el rechazo de Enrique VIII de Inglaterra a la jurisdicción papal, provocó que la idea de soberanía se fortaleciera, dándose así los primeros pasos hacia la conformación de Estados independientes en Europa (Black, 2010: 56).

A pesar de que la Iglesia católica inició el proceso de contrarreforma en el Concilio de Trento en 1545, las ideas del protestantismo se propagaron en Europa y se afianzaron al interior del Sacro Imperio Romano Germánico. Así, para principios del siglo XVII, el reino de Bohemia rechazó la autoridad del emperador Fernando II y su sola intención de elegir al príncipe protestante alemán Federico v como su rey -quien fue su soberano sólo durante el invierno de 1619 a 1620-, fue uno de los principales detonantes de la Guerra de los Treinta Años. Al igual que en el caso de India, China, Grecia y de las ciudades-estado de la península itálica, el escenario de guerra en Europa propició el resurgimiento de la diplomacia, cuyo empleo se hizo cada vez más necesario conforme las distintas potencias europeas se involucraron en el conflicto, particularmente después de 1635, año que marcó la entrada de Francia a la guerra en contra de los Habsburgo. Finalmente, y como es bien sabido, el conflicto religioso en Europa terminó en 1648 con los tratados de Münster y Osnabrück, la Paz de Westfalia, que dio fin a las guerras de Ochenta y Treinta Años y que reconfiguró el mapa político europeo. Estos tratados, al igual que el de Lodi de 1454, propiciaron la expansión de la red diplomática europea, la cual, de la misma forma que la de la Península Itálica, se basó en el empleo de embajadores permanentes. Fue gracias a ello y a la emergencia de nuevos Estados soberanos que se sentaron las bases para el desarrollo del sistema internacional contemporáneo (Black, 2010: 45, 57, 63).

Conclusiones

Como se ha querido mostrar en este artículo, es posible establecer la ruta que habría seguido el ejercicio de la diplomacia desde el mundo antiguo hasta Europa occidental en los albores de la Edad Moderna. Como lo han demostrado quienes han realizado el análisis de las civilizaciones euroasiáticas, el ejercicio de la diplomacia se remonta al mundo antiguo, a la etapa en la que los grupos humanos se encontraban separados en áreas culturales bien definidas. Fue en este periodo de la humanidad en el que aparecieron las primeras organizaciones de corte estatal y, por ende, los primeros sistemas internacionales de los que se tiene noticia. En ellos, y debido a la necesidad de establecer comunicación entre los distintos pueblos que emergieron en cada uno de estos “mundos”, se desarrollaron las prácticas diplomáticas, las cuales se diversificaron y sofisticaron de acuerdo al contexto de cada sistema internacional. De esta forma, los componentes básicos que integran lo que hoy en día entendemos por diplomacia, como el empleo de embajadores tanto en tiempos de guerra como de paz, las alianzas y los tratados, así como las grandes conferencias multilaterales, se desarrollaron progresivamente en los distintos focos culturales de la humanidad, lo que quedó patente en las civilizaciones euroasiáticas. Además, como lo sugieren los estudios que se han hecho al respecto, es posible plantear que las prácticas y saberes diplomáticos de la Antigüedad se sintetizaron gracias a la ubicación y situación política y geopolítica de Constantinopla, por lo que alcanzaron su punto más refinado con la “Diplomacia de Palacio” bizantina. Finalmente, fue gracias a los vínculos entre Constantinopla y Venecia que este cúmulo de conocimientos regresó a Europa, transmisión cultural que fue favorecida por la emergencia de escenarios multipolares en esa región del mundo, primero por el distanciamiento de las ciudades-estado italianas del sistema feudal y después por el cisma que trajo la Reforma protestante en los grandes imperios europeos.

A la luz de esta reconstrucción histórica, cabe preguntarse sobre la utilidad de la postura westfaliana en las Relaciones Internacionales, entendida como la propuesta que sostiene que el objeto material de estudio de la disciplina inició en la Paz de Westfalia de 1648. Como se ha podido observar en este trabajo, este corte temporal no ha impedido el estudio de los fenómenos internacionales en el mundo antiguo, lo cual demuestra que la delimitación westfaliana no es del todo precisa. Por ello, tal vez sería mejor para la disciplina mirar los tratados de Osnabrück y Münster como un acontecimiento que propició cambios y continuidades en las Relaciones Internacionales. Así, se podría distinguir con claridad, por ejemplo, cuáles fueron las prácticas diplomáticas que continuaron en uso tras la Paz de Westfalia, cuáles se modificaron y cuáles otras representaron efectivamente una novedad, como es el caso del desarrollo y codificación del derecho internacional público. Además, este cambio de postura permitiría reconocer que, al igual que la ciencia política y el derecho, los antecedentes de esta disciplina se remontan a la Antigüedad, lo cual le daría una perspectiva más amplia y unos cimientos institucionales más profundos.

Finalmente, este ajuste en la postura westfaliana favorecería el análisis de los fenómenos internacionales en el México antiguo y en el mundo andino, áreas de conocimiento en las que no se ha llevado a cabo este examen a cabalidad. Para ser posible, este trabajo requiere el vínculo entre internacionalistas e historiadores, ya que los estudios sobre diplomacia en el mundo antiguo precisan de un abordaje interdisciplinario que involucre los saberes y las herramientas de varias áreas del conocimiento. El caso del México prehispánico ilustra muy bien esta problemática, ya que el análisis de Mesoamérica antigua requiere todo un conjunto de herramientas que son del dominio de historiadores, principalmente, pero también de historiadores del arte, antropólogos y lingüistas. Entre los instrumentos utilizados por estos investigadores, se encuentran la paleografía, el análisis historiográfico, el estudio y comprensión de la iconografía, la cosmovisión y, naturalmente, la traducción de lenguas clásicas, como el náhuatl o el maya. Sin embargo, para que los estudios dedicados al México antiguo puedan identificar y ocuparse de los fenómenos internacionales en su campo de estudios, es necesario que conozcan toda la serie de categorías de análisis que son del dominio de los internacionalistas.

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Recibido: 17 de Mayo de 2022; Aprobado: 11 de Abril de 2023

Erik Damián Reyes Morales es maestro y doctor en Historia por la Facultad de Filosofía y Letras y el Instituto de Investigaciones Históricas, UNAM. Se desempeña como profesor en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, en donde actualmente realiza su estancia posdoctoral. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores como Candidato a Investigador Nacional. Su principal línea de investigación se centra en el empleo de las herramientas de análisis de las relaciones internacionales en el mundo antiguo, en particular en el México prehispánico. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran: “Ce Acatl Topiltzin Quetzalcoatl y su lugar en la sucesión de gobernantes toltecas. Una interpretación a través de la historia colhua” (2020) Estudios de Cultura Náhuatl (59); (con José Rubén Romero Galván) “Aztlan, Teocolhuacan, el inicio de una migración y el fin de una triple alianza. Tiempos y lugares” (2019) Estudios de Cultura Náhuatl (57).

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