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Revista mexicana de ciencias políticas y sociales

versión impresa ISSN 0185-1918

Rev. mex. cienc. polít. soc vol.68 no.249 Ciudad de México sep./dic. 2023  Epub 16-Ago-2024

https://doi.org/10.22201/fcpys.2448492xe.2023.249.79128 

Dossier

Categorías, narrativas y órdenes jerárquicos: apuntes para el estudio de los procesos de jerarquización

Categories, Narratives and Hierarchical Orders: Notes for the Study of Hierarchical Processes

Victoria Gessaghi* 

Matías Landau** 

Florencia Luci*** 

*Universidad de Buenos Aires/CONICET, Argentina. Correo electrónico: <victoriagessaghi@gmail.com>.

**Universidad de Buenos Aires/CONICET, Argentina. Correo electrónico: <matiaslandau@hotmail.com>.

***Universidad de Buenos Aires/CONICET, Argentina. Correo electrónico: <florencialuci@conicet.gov.ar>.


Resumen:

Este artículo realiza un aporte conceptual de reflexión sobre procesos de jerarquización en las sociedades contemporáneas. A partir de ciertos estudios sociológicos y antropológicos que permiten pensar la noción de jerarquía, el artículo desarrolla tres conceptos clave para el estudio de los procesos de jerarquización: 1) categorías jerarquizadas: analiza la relación entre los procesos cognitivos y epistemológicos que, en términos sociales, subyacen a toda forma de clasificación y categorización que ubica a individuos y grupos en posiciones de superioridad y subalternidad; 2) narrativa jerárquica: en tanto trama discursiva da sentido, organiza y justifica un determinado estado de las relaciones en las que seres y objetos se vinculan desigualmente en un espacio social estratificado; y 3) orden jerárquico: enfatiza la dimensión práctica, basada en disputas presentes y en diversas formas de sedimentación e institucionalización de relaciones pasadas, de configuración de posiciones relativamente estables.

Palabras clave: procesos de jerarquización; categorías jerarquizadas; narrativas jerárquicas; orden jerárquico

Abstract:

This paper makes a conceptual contribution to think hierarchical processes in contemporary societies. Based on multiple studies-both from the sociological and anthropological tradition-that allow us to think about the notion of hierarchy, the paper develops three key concepts for the study of hierarchical processes: 1) hierarchical categories: it analyzes the relationship between cognitive and epistemological processes that, in social terms, underlie all forms of classification and categorization that place individuals and groups in positions of superiority and subalternity; 2) hierarchical narratives: as a discursive plot that gives meaning, organizes and justifies a certain state of relationships in which beings and objects are unequally linked in a stratified social space; and 3) hierarchical order: it emphasizes the practical dimension, based on current disputes and on various forms of sedimentation and institutionalization of historical relationships.

Keywords: hierarchical processes; hierarchical categories; hierarchical narratives; hierarchical order

Introducción

Durante los últimos años, dentro de las agendas de las ciencias sociales en América Latina, se consolidaron dos problemáticas de investigación que habían sido relativamente desplazadas por otras preocupaciones o perspectivas analíticas. Por un lado, ganaron fuerza los trabajos sobre desigualdad, luego de varias décadas en que habían quedado relegados por los estudios sobre la pobreza. Los aportes más recientes incorporaron, además de las clásicas preocupaciones por las asimetrías económicas, nuevas formas de analizar efectos múltiples e interseccionales, los cuales incluyen aspectos de género, étnicos, etarios, etc. Por otro lado, se desplegó un intenso programa de investigación sobre las élites económicas, políticas y sociales, renovando las discusiones y las herramientas de análisis sobre las características de los individuos y los grupos dirigentes en las sociedades latinoamericanas. Además de los clásicos estudios sociográficos sobre los grupos de élite, proliferaron nuevas investigaciones sobre sus formas de sociabilidad, imaginarios, patrones de carrera, trayectorias nacionales e internacionales.

Estos dos grandes campos de preocupaciones expresan las transformaciones de agendas e intereses de investigación que procuran pensar las dinámicas de la desigualdad y el privilegio de modos más complejos, retomando viejas discusiones y perspectivas estructurales que fueron fructíferas al momento de reflexionar sobre ciertos fundamentos, pero que no desarrollaron una mirada más atenta a la pluralidad de agencias que construyen la dinámica de la desigualdad contemporánea. Si bien ambas agendas parecen recorrer caminos separados, es posible plantear interrogantes comunes: ¿cuáles son los procesos que permiten comprender el acceso de determinados individuos y grupos a las más altas posiciones económicas, sociales o políticas? ¿Son los mismos que permiten analizar, por ejemplo, formas de construcción de posiciones de superioridad en universos sociales que están lejos de ser considerados de élite?, es decir, ¿pueden pensarse criterios comunes para analizar la construcción de posiciones de superioridad/subalternidad? ¿Cómo se vinculan estos procesos con las construcciones de desigualdades legítimas? ¿Bajo qué criterios se legitiman, justifican y promueven el acceso y permanencia en posiciones asimétricas para diversos individuos o grupos? ¿Cuáles son los mecanismos sociales que lo hacen posible?

A partir de una selección de autores que, desde la tradición socioantropológica, nos permiten pensar la noción de jerarquía, este artículo desarrolla un aporte conceptual acerca de los procesos de jerarquización en las sociedades contemporáneas y su dinámica de producción y legitimación de la desigualdad y el privilegio. Esta noción procesual nos permite, por un lado, entablar un diálogo con los estudios sobre élites y las investigaciones sobre desigualdad y, por otro, definir un campo conceptual que abre registros de indagación que vehiculizan una mirada singular sobre los modos en que se ejerce, disputa y justifica el poder de establecer relaciones de superioridad y subalternidad entre agentes diversos. Lejos de estar confinadas a las cúspides de la sociedad, las relaciones de jerarquía se configuran en múltiples espacios sociales. Es posible observar estos ordenamientos en el interior de un grupo social o entre grupos sociales heterogéneos pero que no se reducen, exclusivamente, a los actores dominantes de la sociedad. De esta manera, podemos describir procesos de jerarquización al interior de las élites económicas (Gras y Hernández, 2016) o políticas (Landau, 2018), y también entre trabajadores de un ministerio (Perelmiter, 2016), amantes de la ópera (Benzecry, 2012) o miembros de una barra brava (Garriga, 2007).

El análisis de los procesos de jerarquización que proponemos es especialmente significativo en el contexto histórico de transformaciones socioeconómicas orientadas por la puja hacia una distribución más equitativa de la riqueza y el reconocimiento de derechos que atravesó nuestra región en la primera década del siglo xxi. Muchas de las manifestaciones de poder y la desigualdad no se expresaron bajo formas clásicas -trabajo-capital, izquierda-derecha, Estado-mercado- sino que se configuraron de manera transversal sobre las categorías sociales y las clases, poniendo énfasis en las aristas múltiples de procesos interseccionales. Tal como indican Benza y Kessler (2020), en esta década, las sociedades latinoamericanas en general -y la argentina en particular- experimentaron más una disminución de la exclusión que un avance concreto en términos de igualdad, ya que las bases estructurales de las inequidades persistentes se mantuvieron en gran medida inalteradas. Las demandas de reducción de la desigualdad lograron concretar la expansión de políticas de “integración-inclusión” y desencadenaron disputas en torno de la configuración de distancias y asimetrías sociales, es decir, en los procesos de jerarquización. En otras palabras, cuando se expanden los horizontes de inclusión, la noción de jerarquía puede colaborar a la comprensión de la resistencia a esos procesos, o a la reconfiguración de las relaciones de desigualdad en las sociedades capitalistas. Los procesos de jerarquización pueden ser fructíferos para analizar el modo en que se (re)ordenan las distancias entre categorías, las relaciones entre ellas, el “lugar natural” de cada cosa cuando los intentos de democratización social no alteran las bases estructurales de las inequidades persistentes.

El artículo está estructurado en tres secciones, que corresponden a tres conceptos clave para el estudio de los procesos de jerarquización. Comenzamos, con la noción de categorías jerarquizadas, donde analizamos la relación entre los procesos cognitivos y epistemológicos que, en términos sociales, subyacen a toda forma de clasificación y categorización que ubica a individuos y grupos en posiciones de superioridad y subalternidad. Después, con la presentación del concepto de narrativas jerárquicas, que nos instala la reflexión sobre la trama discursiva que da sentido, organiza y justifica un determinado estado de las relaciones en las que seres y objetos se vinculan desigualmente en un espacio social estratificado. Finalmente, cerramos con el concepto de orden jerárquico, con el cual enfatizamos la dimensión práctica, basada en disputas presentes y en diversas formas de sedimentación e institucionalización de relaciones pasadas, de configuración de posiciones relativamente estables.

Categorías jerarquizadas

Los humanos, en tanto seres sociales, somos seres clasificadores. En el proceso de nombrar el mundo lo construimos, lo leemos, lo codificamos, lo comprendemos, lo habitamos. De este modo, creamos y utilizamos categorías para ordenar a las personas y a las cosas según un criterio determinado; debido a la centralidad que adquieren las categorías y los procesos de categorización en la vida social, estas configuraciones conceptuales han sido materia de reflexión para la filosofía, la lingüística y los estudios del conocimiento desde hace varios siglos (Quéré, 1994). Los procesos de categorización se han revelado como un aspecto fundamental del conocimiento social y del análisis de las relaciones sociopolíticas, ya que su emergencia, uso y circulación está en la base de los procesos de clasificación social y construcción de un orden moral (Jayyusi, 1984) . Las categorías permiten, por un lado, producir formas de alteridad que instituyen una discontinuidad y, por el otro, construir redes de afiliación entre lo símil o lo que aspira a ser igual. En síntesis, generan los principios de lo que debe estar unido, y aquello que debe ser separado; implican, para ello, distinciones valorativas.

Como advertían Durkheim y Mauss (1996) en su estudio pionero sobre las formas de clasificación, toda categoría tiene un origen social, ya que ni nuestra conciencia ni el mundo sensible nos provee modelo alguno. Es la propia acción social la que crea las categorías, ya que, como ha señalado Zimmermann (2003) , no es posible inferir una dimensión ontológica de las mismas, sino una “dinámica de categorización jamás totalmente acabada” (Zimmermann, 2003: 241). Por esta razón, el análisis de las categorías ha sido un campo de cruce entre los estudios históricos y los de la acción situada, el cual ha permitido, según la autora, “razonar en términos de procesos, no de manera abstracta y general, sino a partir de los actores, sus actividades, polémicas y controversias referidas a situaciones y marcos de acción particulares” (Zimmermann,2003: 241). No es extraño, por lo tanto, que diversas disciplinas -como la historia, la ciencia política o la sociología- hayan incorporado a los procesos de categorización como un aspecto clave para la comprensión de los fenómenos sociales.

En las últimas décadas, diversos autores han avanzado en la articulación entre clasificación, categorización y problemas sociales. Por un lado, a partir de una particular atención a los procesos de configuración de los problemas públicos, siguiendo las arenas en las cuales diversos individuos, grupos e instituciones disputan el sentido a partir de la utilización de ciertas categorías por sobre otras (Guerrero, Márquez, Nardacchione y Pereyra, 2019); por el otro, a partir de enfocar en los procesos sociohistóricos de categorización de la acción pública, estudiando la emergencia de las categorías estadísticas, expertas, el desarrollo de ciertas instituciones estatales o programas públicos específicos (Zimmermann, 2003).

Las categorías configuran un sistema simbólico organizado, como plantea Bourdieu, según la lógica de la distancia diferencial (Bourdieu, 2000: 136), que es a la vez el resultado de un largo proceso histórico de sedimentación, naturalización e institucionalización de modos de percibir y construir el mundo social, y herramientas propias del “sentido práctico” incorporado y actualizado recursivamente por los agentes sociales. Es la fuerza del poder simbólico de las categorías lo que hace que “esta construcción arbitraria parezca situarse del costado de la naturaleza, de lo natural y de lo universal” (Bourdieu, 1993:34).

Como resultado de estos procesos, las categorías aluden a posiciones relativas que se encuentran distribuidas con cierta estabilidad en la vida social en signos de diferencia estructurada; en este sentido, las principales categorías sociales son relativamente conocidas y compartidas por los miembros de una sociedad, cuanto más arraigada en las formas objetivadas -es decir, cuanta más profundidad histórica y mayor institucionalización tenga su construcción- tanto más se expresará en las disposiciones y prácticas cotidianas, y más naturalizada se presentará para los agentes sociales involucrados. En este universo de categorías naturalizadas se encuentra nuestra experiencia sobre el género, los grupos etarios, la familia yla nacionalidad, por nombrar solo algunas de las más ampliamente difundidas, que reactualizan procesos de larga data, a través de los cuales se han ido objetivando las estructuras sociales que naturalizan formas específicas de vínculos sociales.

El caso de la “familia” es ilustrativo. El mismo fue analizado por Bourdieu, quien la presenta como una “categoría realizada”, y en tanto tal un “principio colectivo de construcción de la realidad colectiva” (Bourdieu,1993:33). Para este sociólogo francés, las categorías son “conceptos clasificatorios” a la vez descriptivos y prescriptivos, aunque esa segunda función no sea siempre percibida como tal, en función de su naturalización. En el caso de la familia, una constelación de palabras (casa, hogar, etc.) define al conjunto de individuos unidos por algunos tipos de relación (matrimonio, filiación, adopción, cohabitación). Se impone, de este modo, un “discurso de la familia” (Bourdieu, 1993: 33) que, bajo criterios normativos, permite diferenciar a las “verdaderas” familias de otras; este discurso se naturaliza en forma de doxa, tanto a nivel objetivo como subjetivo. El trabajo de institución se realiza a través de clasificaciones oficiales, en las que el Estado juega un rol destacado bajo formas de conocimiento social, estadístico, demográfico. Esta objetivación es apropiada, en forma subjetiva, por los propios agentes sociales que las naturalizan, y deviene de este modo en “categoría mental” (Bourdieu, 1993: 34), que es la base de las representaciones y las acciones.

Las categorías permiten, además, clasificar a los individuos según criterios que, como planteaba Simmel (1986), parten de un a priori no puramente empírico. Así sucede, decía este sociólogo alemán, con los oficiales, los intelectuales, los creyentes o los funcionarios. En estos casos, la categorización permite que los individuos reconozcan y clasifiquen tanto a quienes forman parte de su mismo núcleo como a quien no participa de él.1 Como planteaba:

El paisano que traba conocimiento con un oficial no puede prescindir de que este individuo es oficial. Y aunque el ser oficial sea nota efectiva de su individualidad, no lo es, sin embargo, del modo esquemático como el otro se lo representa. Y lo propio ocurre al protestante respecto del católico, al comerciante respecto del funcionario, al laico respecto del clérigo, etcétera. (Simmel,1986: 45)

Por otro lado, en su célebre estudio sobre el estigma, Goffman (2006) avanzó también en el estudio sobre estos procesos en los que la sociedad categoriza a las personas y les asigna ciertos atributos que son percibidos como naturales y corrientes para los miembros de esas categorías. Estos procesos de categorización están en la base de las relaciones rutinarias, que nos permiten tratar con otros sin necesidad de “dedicarles una atención o reflexión especial” (Goffman, 2006: 12). Al tratar con un extraño, dice Goffman, “las primeras apariencias nos permiten prever en qué categoría se halla y cuáles son sus atributos, su “identidad social” (2006: 13), conformada por características personales (como la “honestidad”) y estructurales (como la “ocupación”). En los casos en que estos rasgos asociados a una categoría se asocian a un descrédito o un menosprecio, aparece el estigma. En esos casos, los individuos son reducidos a la categoría sobre la que se erige la descalificación, como han sido los casos de los “drogadictos”, “homosexuales” o “prostitutas”.

En el extremo opuesto, las categorías delimitan un conjunto privilegiado, a partir de la elección de un atributo valorado socialmente. Un ejemplo de este tipo de categoría es la de vecino. Como analizó Landau (2018), ésta ha servido en diversos momentos históricos para jerarquizar a los habitantes de una ciudad y legitimar diversas formas de pertenencia a la misma. En la América Latina colonial, como analizó Guerra (1999), la categoría “vecino” se asociaba a un estatus particular y jerarquizado, porque delimitaba a quienes eran reconocidos como miembros de pleno derecho de la comunidad, excluyendo al resto de la población de la ciudad y porque aún entre los mismos vecinos existían jerarquías asociadas a privilegios suplementarios, derivados, por ejemplo, de la nobleza o la hidalguía. Las revoluciones democráticas eliminaron estas formas premodernas de jerarquización, como el vecinazgo de la era colonial. Sin embargo, “vecino” se desplazó del plano jurídico al técnico-gubernamental y moral. Por un lado, permitió la delimitación de un conjunto de individuos y asociaciones a los que se les reconoce su legítima pertenencia a la ciudad o al barrio. Por el otro, se refuerza su reconocimiento por contraposición a categorías estigmatizadas que aparecen como su contracara, como han sido, según el momento histórico, los vagos, cirujas, cartoneros, piqueteros u okupas.

Entre las categorías, la jerarquía ordena un tipo de lazo, una relación social.2 Un vínculo en donde hay valor, pero no en el sentido utilizado por los economistas como “valor de cambio” (Gregory, 1982) ya que no hay “intercambio” posible entre uno y otro término de los pares,3 justamente porque el trabajo de producción de categorías se concentra en construir una diferencia “discontinua” entre los pares de un binomio. En la diferenciación femenino-masculino, por ejemplo, los seres biológicos adquieren su apariencia discontinua informada ya por la estructura jerárquica que organiza la realidad social y natural en términos de género, que constituirían transposiciones del orden cognitivo al orden empírico (Segato, 2003). En este sentido, las categorías dan cuenta no solo de relaciones de oposición, sino de formas de “alteridad” ordenadas en términos de una relación de superioridad y subalternidad.4

En la vida social, las categorías raramente actúan en forma independiente, por el contrario, con frecuencia se asocian con otras, constituyendo lo que denominamos categorías jerarquizadas. Si seguimos con los ejemplos de la “familia” y los “vecinos”, podemos observar cómo las mismas se han articulado para potenciarse mutuamente. Siguiendo con el análisis de Guerra, la categoría vecino se articuló a partir de su jerarquización asociada a la pertenencia a la nobleza o la hidalguía con ciertas “familias” ubicadas como las “principales” o “más distinguidas”. De allí deriva, como plantea el autor, “la distinción -tan común en América- entre los patricios y el común del pueblo” (Guerra,1999: 10). Ello explica, por un lado, la razón por la quelos vecinos que formaron parte de las élites capitulares de Buenos Aires hayan sido miembros de las familias patricias, tal como analizó Del Valle (2014) y, por otro lado, por qué incluso ya en el periodo poscolonial, y hasta las primeras décadas del siglo XX, los vecinos seguían siendo asociados con la pertenencia a ciertas “familias” o “apellidos”, y nombrados, aún en comunicaciones oficiales, como “vecinos honorables” o “distinguidos vecinos” (De Privitellio, 2003; Landau, 2018).

Las categorías jerarquizadas permiten, en este sentido, ampliar el análisis sobre el modo de clasificar y ordenar lo social, prestando atención a los modos en que se crean estructuras complejas, que potencian el efecto de categorización. Ejemplo de ello es la relación entre diversas categorías asociadas con el concepto de “raza”. En estos casos, blanco ocupa una jerarquía superior a negro. Algo similar puede plantearse en la relación entre rico y pobre, o entre ciudadano y extranjero. Sin embargo, las categorías jerarquizadas se refieren, además, a otras formas de potenciarse o superponerse. Por ejemplo, la categoría de ciudadano rico y blanco surge de la jerarquización de estas tres categorías respecto a sus opuestos, extranjero, pobre y negro. Las categorías son vitales en todo proceso de jerarquización. En primer lugar, porque demarcan fronteras, discontinuidades, configurando relaciones entre el interior y el exterior, lo que pertenece y no pertenece. En segundo, porque ubican esas categorías en relaciones que implican criterios de superioridad y subalternidad, de esta manera, construyen una red categorialmente circunscrita5 (Tilly, 2000). De esta forma, los miembros de una categoría jerarquizada se reconocen recíprocamente y reconocen a los otros como fuera de ella. Esta distinción no tendría sentido si no fuera porque, como planteaban ya Durkheim y Mauss:

clasificar no significa solamente constituir grupos: significa disponer estos grupos en relaciones muy especiales. Nosotros los presentamos como coordinados o subordinados los unos a los otros

[…]Hay unos que dominan, otros que son dominados, unos terceros que son independientes los unos de los otros. (Durkheim y Mauss,1996: 30)

Narrativas y jerarquías

La modernidad introdujo un modo de interpretación del mundo caracterizado por la creencia en la posibilidad de la formación activa de la sociedad a través de la praxis humana consciente. A diferencia de las sociedades estudiadas por Dumont (1970), donde la jerarquía y el lugar social se representaba como una construcción estable por gracia divina, las sociedades modernas construyen su autopercepción sobre la base de la existencia de una pluralidad de visiones que pueden ser desafiadas. Esta “revolución de los valores”, como la llama este autor francés, cambia el sentido de las jerarquías: las formas diversas de la subordinación deben ser explicadas, argumentadas, legitimadas como el resultado de la interacción de individuos que se conciben iguales. En consecuencia, las sociedades modernas están obligadas a erigir sistemas de justificación y legitimación de las posiciones desiguales.

En el proceso de nominar, vincular y ubicar desigualmente en una trama simbólica, entran en juego formas de apreciación que expresan los diversos modos por los cuales argumentamos y justificamos el desigual valor de las cosas. Llamamos narrativa jerárquica6 a la trama discursiva que da sentido, organiza y justifica un determinado estado de las relaciones en las que seres y objetos se vinculan de manera desigual en un espacio social estratificado.

Las narrativas que configuran la vida social son diversas y remiten a distintas profundidades históricas y capacidad de alcance. Desde las narrativas de la modernización (Grondona, 2016) que cobijan ampliamente el imaginario de los modernos, al igual que el mérito (Dubet, 2006), a la narrativa propia del “aguante” (Garriga, 2007) que organiza los usos de la violencia y el rango entre hinchas de fútbol, podemos constatar la pluralidad de temas, escalas, alcances y poder de influencia de las narrativas que nos rodean. La narrativa del mérito, por ejemplo, ha adquirido en un gran número de sociedades la capacidad de organizar un sentido de justicia que asocia el lugar social y la ocupación de ciertas posiciones -tanto las más como las menos valoradas en los diversos espacios sociales- con un procedimiento que extrae su base justificativa del hecho que los individuos sean evaluados solo por su capacidad y no por otros elementos como el origen social, étnico, el sexo, el aspecto físico, las creencias religiosas, etc. De este modo, asociamos el mérito a la prosecución de una sociedad más igualitaria y lo consideramos el estandarte de la defensa de la igualdad de oportunidades (Puyol, 2007).

La producción de esas narrativas es constitutiva del trabajo social de construcción de las categorías jerarquizadas y la disputa por la imposición de principios de visión y división,7es decir, son la expresión de un estado determinado del orden de las cosas, a la vez que escenarios de disputa por el sentido. Esto supone incorporar el análisis de las relaciones de poder y dominación. Como señala Grimson:

allí donde las partes no se ignoran completamente entre sí, allí donde integran alguna articulación, hay un proceso de constitución de hegemonía. Si en toda relación social hay circulación de poder, en toda configuración social el poder adquiere las peculiaridades de la hegemonía; esto es, de la producción de sentidos comunes y subalternizaciones naturalizadas. (Grimson, 2011: 45)

Buscando analizar los modos en que se produce la imposición de visiones de mundo legítimas, Pierre Bourdieu (1979) asoció las relaciones de dominación cultural con la disposición de capitales desiguales. De esta forma, vinculó la capacidad de definición de lo “alto” y lo “bajo” en una escala de valuaciones con la posición desigual en el espacio social. Sin embargo, esta tendencia a analizar los procesos de distinción a través de las categorías de percepción y de evaluación de los grupos culturalmente dominantes fue objeto de críticas. Lahire (2004) alertó acerca del carácter monolegitimista de una visión de “cultura legítima” en singular, ya que presupone que ciertos grupos sociales detentan un cuasimonopolio del acceso a la cultura y del poder de imponer una ley general. También cuestionó la capacidad unificadora de la cultura jerárquica de élite por presuponer un espacio homogéneo donde todos los grupos sociales confieren valor a las mismas cosas, y movilizan las mismas categorías de percepción y pautas de evaluación. Por el contrario, el mismo Lahire señaló que el mundo social no está nunca unificado bajo una sola escala de legitimidad cultural con monopolio exclusivo de la definición de cultura legítima, donde además opera con un reconocimiento unánime y sin fisuras sobre los dominados.

En efecto, el espacio social en las sociedades altamente diferenciadas está compuesto por una variedad de jerarquías específicas, con autonomías relativas y en articulaciones diversas con las relaciones de poder y de dominación que es necesario analizar y no dar por hechas. Al compartir un espacio, los agentes se encuentran medidos (evaluados) de acuerdo con las normas que establecen las narrativas de ese espacio, lo cual quiere decir que participan de una trama de sentidos compartidos que conocen y reconocen. Esto no niega la confrontación que se pueda desplegar ni presupone la dominación total, en todo momento, sobre todos los agentes con la misma intensidad. Por el contrario, esto es lo que un análisis de jerarquías debe mostrar y no dar por evidente: los límites de la narrativa jerárquica, sus zonas y formas de influencia, las disputas, la contestación, y las formas de adaptación y aceptación del orden.

La narrativa jerárquica proporciona los sistemas de valor y los repertorios de evaluación que las personas utilizan en su cotidianidad. Establecer el valor de seres o cosas requiere la producción intersubjetiva de acuerdos o desacuerdos que movilizan referencias que permiten la comparación a través de diálogos latentes o explícitos, más o menos violentos, con otros (Lamont, 2012).8 Tanto la moralidad corriente que dota de contenido los intercambios sociales en diferentes ámbitos, como el “discurso de la familia” en general -o en la vertiente de las “familias distinguidas” u “honorables” que describimos más arriba en articulación con la categoría de vecino- hasta las proposiciones más formalizadas que organizan procedimientos de manera regulada, como, por ejemplo, en el ejército, la iglesia o la empresa, se apoyan en narrativas que ofrecen algún tipo de explicación sobre la legitimidad de la superioridad y proporcionan elementos para intervenir en ese espacio de evaluaciones.

Las narrativas ofrecen argumentos sobre la posición de las cosas y elementos para evaluar, esto es, dotan a los espacios sociales de justificaciones que explican la desigualdad al tiempo que brindan los apoyos técnicos y los dispositivos (Callon, Lascoumes y Barthe, 2001) para valuar dichas posiciones, cuestionarlas o no, y situar nuevos elementos que pugnan por entrar en esa trama relacional de significados. La narrativa jerárquica del mundo de la gran empresa, por ejemplo, exige que la preeminencia coincida con el principio de la excelencia. La trama argumental y práctica que ordena el conjunto de las interacciones de ese espacio se legitima sobre la base de procedimientos que evocan la objetividad de una selección producida a partir de fórmulas meritocráticas, tal como mencionamos más arriba. Esa narrativa, que apela al discurso liberal que hace del mérito la fuente de legitimidad (Dubet, 2006), se traduce en dispositivos técnicos concretos que participan de la disputa por dirimir las formas de la superioridad. Los manuales con los que las oficinas de Recursos Humanos categorizan y definen tipos de personas, comportamientos y atributos ofrecen, además de un sostén justificativo, procedimientos de gestión específicos. Mediante estos dispositivos se realizan las operaciones prácticas que evalúan diversas dimensiones de la producción del espacio jerarquizado de la empresa, desde la evaluación del cumplimiento de objetivos hasta la consideración del valor de las personas y su aporte a la organización. La narrativa jerárquica que así se establece organiza los sistemas de clasificación, las formas de atribución de valor y los repertorios de evaluación que funcionan como elementos prácticos para leer y actuar en el mundo corporativo, a la vez que produce una interpretación moral de las relaciones y posiciones resultantes, que aporta un sostén justificativo. Este es quizás uno de los casos donde la producción de jerarquías legitimadas se realiza de manera más organizada y estipulada. Y, sin embargo, como señalamos más abajo, estos procedimientos formalizados están atravesados por lógicas y criterios que traen otras formas de ordenar la diversidad que cuestionan o polemizan con los criterios formalizados oficiales de asignación del valor.

El análisis de jerarquías en sociedades altamente diferenciadas debe asumir que cada individuo puede participar simultáneamente en diversas formas de agrupación -muchas veces con lógicas contrapuestas- lo que complejiza la interpretación de los comportamientos individuales y las lógicas que los enmarcan. Apuntando a desentrañar esa complejidad, Boltanski y Thévenot (1991) pensaron una sociología de regímenes de justificación que fuera capaz de expresar la pluralidad de formas de participación. Estos autores analizaron la multiplicidad de criterios de evaluación que expresan posibilidades diversas de interacción social en regímenes que pueden movilizar formas incluso contradictorias de justificación.9 Retomando el ejemplo de la empresa es posible ver cómo espacios fuertemente estructurados por la lógica racional de la competencia basada en la eficiencia y el mérito están a su vez atravesados por principios de orden afectivo que, en teoría, contradicen las formas de construcción de la superioridad que se legitiman en este espacio (Luci, 2016). Los procesos de selección y promoción jerárquica en la gran empresa permiten ver cómo muchas veces las formas de construcción de la superioridad apelan y movilizan justificaciones de otros órdenes que a priori cuestionan la narrativa jerárquica prototípica del mundo corporativo, y de ese modo exponen la multidimensionalidad y pluralidad controversial de la acción social. Un mánager de una gran empresa puede esgrimir justificaciones y principios de superioridad propios del mundo corporativo -como la eficiencia y el mérito- a la hora de evaluar la performance de un subordinado a la vez que apelar, al momento de definir una promoción, a las consideraciones propias del mundo doméstico, donde predomina la lógica de la estima y la confianza.

Esto supone pensar las relaciones de poder y dominación a las que referíamos, no solo al considerar las disputas por el sentido al interior de una determinada narrativa jerárquica, sino entre diferentes narrativas. Asumiendo, además, la diversidad de relaciones posibles entre ellas, su dinamismo y su historicidad: desde la independencia o mayor autonomía relativa posible, hasta la relación de dominación o subordinación de unas a otras, se despliega un abanico amplio de formas en que las narrativas que nos rodean se vinculan (o no) entre sí. Al análisis de jerarquías le interesa, justamente, analizar la fuerza social relativa entre estos diversos órdenes legítimos, es decir, las formas y la capacidad de ciertas narrativas jerárquicas de imponerse a un número mayor de individuos, asumiendo que los órdenes culturales disponen de medios de difusión y de imposición extremadamente desiguales.

Hasta aquí señalamos el carácter dinámico, contingente y controversial de las formas prácticas, concretas, en que se despliegan los procesos de jerarquización. Dijimos que su análisis debe contemplar los procesos de categorización asociados a la producción de valor, los modos en que esos criterios se asignan desigualmente para estratificar el espacio, las narrativas que legitiman la desigualdad resultante y los límites de su influencia, sin presuponer que intervienen en la sociedad toda, sino indagando las esferas concretas de intervención. En el próximo apartado analizamos los modos en que la jerarquía establece una práctica del orden que prescribe la acción.

Los órdenes jerárquicos

Las categorías jerarquizadas no son meras abstracciones, ni se asocian únicamente a las narrativas jerárquicas que les dan sentido, sino que suponen una experiencia que organiza el mundo. El lazo jerárquico que las une y ordena, intenta estabilizar direcciones y flujos de la acción. El género, por ejemplo y siguiendo los análisis de Segato(2003), es una experiencia humana acumulada en un tiempo muy largo que configura un modo de ser y estar en el mundo. Esta noción de experiencia nos sitúa en el dominio de las prácticas y permite pensar los problemas de la acción y del cambio que permanecen invisibilizados si, como hicieron inicialmente los planteos estructuralistas,10 el valor de un objeto o de una persona sólo es definido como el significado que toma cuando se le asigna un lugar en un sistema de categorías.11 Los procesos de jerarquización suponen una práctica del orden en tanto potencian en ciertas direcciones ciertos modos de actuar y, al mismo tiempo, limitan otros; producen y buscan estabilizar un determinado orden de sentidos y de prácticas que, a partir de la narrativa jerárquica, se constituye como “natural”. A esto denominamos orden jerárquico.

Así, el trabajo categorial -y la narrativa jerárquica que lo produce y sostiene- se objetiva en una serie de prácticas y experiencias. En este sentido, la construcción de un orden jerárquico implica la definición de los sujetos sociales, sus modos de ser y actuar en el mundo, provee un sistema estratificado de interreconocimiento subjetivo -inestable y siempre susceptible de ser disputado- que funciona de manera prescriptiva: brinda elementos prácticos para orientar los modos de actuar, propios y ajenos. Este sistema de prácticas incorporadas a través de largos periodos de socialización, en particular en espacios como la familia, la escuela, los grupos de pares, entre otros, expresa de formas sutiles (o no tanto) los resortes de la diferenciación entre las distintas categorías. La naturalización y el reconocimiento de la relación jerárquica se juega en el respeto de esas formas de ser y estar en el mundo: conocer el propio lugar, el de los otros, no subvertir ese ordenamiento y “llamar al orden” (Bourdieu, 1993) a quienes lo intenten. La clase alta argentina, en tanto categoría social sintetizada en la figura de “las familias tradicionales” (Gessaghi, 2016), disputa una posición de élite al definirse como “los que hicieron la patria”, los que ocupan el suelo argentino antes de las inmigraciones masivas y que trabajan la tierra, el campo. La trama de relaciones entre apellidos “antiguos” y “patricios”, construye un nosotros: blanco, porteño y civilizado. El otro, inferiorizado, es negro, plebeyo, popular, provinciano.

A lo largo de nuestra historia esta operación de clasificación atribuyó modos de comportamiento opuestos: a los hombres meritorios del campo que hicieron la patria se le oponen los “corruptos” o los “vagos”. A cada categoría se le atribuye un lugar de superioridad e inferioridad y se esperará de ellas que sus prácticas se adecuen a esa definición del orden jerárquico, haciendo previsible, esperable, esa actuación. Dado que el apellido en “las familias tradicionales” es una marca relacional y está encarnada en el conocimiento, en el reconocimiento y en las creencias de los otros -los otros del mismo grupo y “los demás”- debe ir acompañado de un comportamiento que produce “diferencia” a través de la realización de una serie de actos y modos de hacer; no se hace lo que se quiere: nobleza obliga (Gessaghi, 2016). Para refrendar el valor del apellido, entonces, la clase alta se ve obligada a “hacer algo por los demás, devolver algo de lo que se tiene”. Ciertas donaciones de dinero, por ejemplo, o actos de reciprocidad están comprendidas en las prácticas que definen al “buen noble”. Son las obligaciones del “señor”, pero también su derecho a reclamar la parte de los privilegios que, entonces, le corresponde. El dueño de una gran cantidad de tierras productivas en el interior de la provincia de Buenos Aires debe recibir los pedidos de la autoridad local o atender a las necesidades del hospital o la escuela del pueblo y, al mismo tiempo, ese acto de dar o las donaciones hechas instalan la obligación recíproca de los receptores de responder a la voluntad del “señor”. La donación produce, simultáneamente, un acercamiento y una distancia, instaura una asimetría, una jerarquía entre el que da y el que recibe. La producción de diferencias, a través de estas prácticas, revalida el apellido a la vez que configura relaciones de poder.

Sin embargo, que el orden de las prácticas sea prescriptivo no significa que sea necesario. Gastón Gordillo (2016) analiza las transformaciones en la “Argentina blanca” a largo de nuestra historia y documenta las tensiones en las narrativas que sostienen imágenes hegemónicas de esa Argentina blanca. No fue hasta el surgimiento de las teorías multiculturales que “los negros” comenzaron a instalarse como marcador de orgullo plebeyo. A partir de la década de 1990, figuras deportivas o de la música popular comenzaron a reivindicarse como “100 % negros”. Gordillo describe cómo la identificación con una negrura plebeya se hizo aún más destacada y se amplificó con la popularidad de la cumbia villera. Estos actos constituyeron disputas explícitas en torno de la idea de la nación blanca y su asociación a jerarquías de clase, culturales y espaciales (Gordillo, 2016).

La relación de jerarquía entre categorías, entonces, pugna por instaurar una visión del mundo social que ordena direcciones y flujos, pero no lo estabiliza definitivamente. La jerarquía (y las prácticas y sentidos que condiciona) puede ser disputada, impugnada, evitada o burlada. Nos referimos a que las categorías jerarquizadas, los órdenes que las regulan y sus narrativas jerárquicas se construyen en una trama sociohistórica que configura (y es configurada por) relaciones de hegemonía siempre en disputa y negociación más o menos conflictiva.

La persistencia y la legitimidad de las jerarquías depende de la recreación continuada de las estructuras objetivas y subjetivas de la dominación a través de la cual un determinado orden se ve reproducido de época en época. Los cambios en los ordenamientos de las relaciones entre las categorías se visibilizan a partir de analizar la estructura de las separaciones entre ellas (Bourdieu, 2000). En La dominación masculina, por ejemplo, Bourdieu reconstruye la historia del trabajo histórico de deshistorización de dicha dominación a partir de establecer, en cada periodo, el estado de los sistemas de agentes e instituciones que, con pesos y medios diferentes en los distintos momentos, han contribuido a aislar, más o menos completamente, la historia de las relaciones de dominación masculina. La familia, por ejemplo, ha garantizado la reproducción de la diferencia de género a partir de la división sexual del trabajo y de la representación legítima de esa división, asegurada por el derecho e inscripta en el lenguaje. La Iglesia actúa también -especialmente a través del simbolismo- imponiendo una visión del mundo y del lugar que le corresponde a la mujer. El discurso oficial (teólogos, legisladores, médicos, y moralistas) colabora en la reproducción de las jerarquías. Al mismo tiempo, este es uno de los principios más decisivos del cambio de las relaciones entre los sexos gracias a las contradicciones que la atraviesan y a las que introduce. Gracias al inmenso trabajo crítico del movimiento feminista, la dominación no se ha impuesto con la fuerza de la obviedad y ha permitido cambios. A su vez, el cuestionamiento de las evidencias va acompañado de las profundas transformaciones que ha conocido la condición femenina, sobre todo en las categorías sociales más favorecidas. De esta forma, el orden jerárquico en cada periodo histórico puede ser disputado. Las condiciones de posibilidad y los límites de las fisuras en los procesos que legitiman las jerarquías entre categorías y su capacidad de modular la vida social dependen del peso de los agentes encargados de perpetuar el orden, de los cambios en las relaciones entre las categorías superiores y subalternas o de la posibilidad de aislar la historicidad de las relaciones entre las categorías.

El trabajo de construcción y estabilización de las jerarquías es constante, ciertamente virulento, con mayor o menor visibilización según el momento histórico. Sin poder determinar a priori el éxito o el fracaso de esta empresa, la tarea del análisis social es documentar los cambios en los ordenamientos de relaciones y las transformaciones en los agentes encargados de perpetuar el orden. Las luchas por transformar las direcciones y los flujos que prescribe el orden jerárquico, las prácticas que ordena, las narraciones que las legitiman conllevan impugnaciones o negociaciones diversas. Como hemos mencionado, estos procesos dependerán del peso de los agentes encargados de perpetuar el orden o de la posibilidad de aislar la historicidad de las relaciones entre las categorías.

Conclusiones

El mundo que habitamos puede ser leído como una trama que hilvana de modos diversos las categorías que dan sentido y organizan la vida social. El lazo jerárquico es uno de esos modos. Proponemos la noción de categorías jerarquizadas para describir y analizar un tipo de vínculo que reúne a las categorías en relaciones que construyen formas de superioridad y subalternidad; nos referimos a una forma de alteridad que instituye la discontinuidad entre categorías mediante operaciones que instalan una distancia ordenada en signos de diferencia estructurada en términos de rango. Lo que definimos como proceso de jerarquización refiere, por lo tanto, a un modo de categorizar lo social estableciendo vínculos entre seres y cosas sobre la base de criterios que suponen y disputan formas de superioridad y subalternidad. La producción social de formas de alteridad jerarquizada en las sociedades modernas debe lidiar con la exigencia moral de la igualdad. En una “sociedad de iguales” (Rosanvallon, 2012), la subordinación implicada en todo proceso de jerarquización debe ser explicada, argumentada, legitimada. Acuñamos el concepto de narrativa jerárquica para referir a la trama discursiva que justifica un determinado estado de las relaciones en las que seres y cosas se vinculan desigualmente en el espacio social estratificado.

La narrativa jerárquica da sentido, organiza y proporciona los sistemas de valor y repertorios de evaluación que las personas utilizan cotidianamente en los espacios que transitan y brinda argumentos, recursos y dispositivos prácticos que permiten valuar la legitimidad de las posiciones desiguales (o, eventualmente, disputarla). De este modo esgrime una justificación de la estratificación resultante de los procesos de construcción de las categorías jerarquizadas. La noción de narrativa busca recuperar los repertorios que movilizan los agentes para legitimar formas de superioridad, las contestaciones que provocan y el espacio controversial que se despliega. Esto supone pensar la producción de esas narrativas en una trama histórica dinámica que reactualiza sentidos largamente sedimentados y naturalizados, siempre susceptibles de ser confrontados, discutidos. La producción de esas narrativas es constitutiva del trabajo social de construcción y disputa de principios de visión y división legítimos que implican, necesariamente, un proceso de constitución de hegemonía. La persistencia y la legitimidad de las jerarquías depende de la recreación continuada de las estructuras objetivas y subjetivas de la dominación a través de la cual un determinado orden jerárquico se ve reproducido de época en época.

Los procesos que describimos suponen una experiencia que organiza el mundo. La jerarquía funciona de manera prescriptiva: establece una práctica del orden que procura conducir la acción social, lo cual no implica que las prácticas y sentidos que condiciona funcionen taxativamente, la jerarquía puede ser resistida, impugnada o burlada, pero produce un efecto. El proceso de constitución de órdenes jerárquicos configura categorías y narrativas siempre en disputa, la estabilización de jerarquías hegemónicas expone un momento de un proceso sociohistórico necesariamente dinámico. En síntesis, el análisis de jerarquías busca comprender la multiplicidad de formas de producción y legitimación de la desigualdad -simbólica, moral, práctica, institucionalizada, legal, etc.- que organiza la vida social. Analizar la construcción de la superioridad supone reconstruir el trabajo social de producción de las categorías jerarquizadas que valoran y ubican desigualmente a las cosas y seres del mundo en un espacio estratificado que consolida órdenes y narrativas que buscan modular la acción social.

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Sobre los autores

1 Elias (2012) analizó estos procesos de reconocimiento en la sociedad cortesana y en la configuración establecidos y forasteros. Este sociólogo señaló que el reconocimiento de la pertenencia a través de la opinión misma de los demás miembros del grupo es constitutivo de la membresía. Las creencias que los miembros de una categoría tienen acerca de los otros y su exteriorización en la conducta recíproca es constitutivo de la categoría; en La sociedad cortesana, por ejemplo, de la “buena sociedad” (Elias, 2012). De esta manera, todos los miembros de la red categóricamente circunscrita se benefician del carisma grupal. Elias describe, además, cómo someterse a las reglas del grupo tiene como recompensa formar parte de él.

2Como advirtió Dumont (1970), los modelos clasificatorios se organizan en estructuras binarias, es decir, un término siempre es acompañado por otro. Siguiendo a este autor, sin embargo, no es solo que “rojo” es distinto de “azul”, “marrón” o “negro”, sino que todo par de términos conlleva un ordenamiento jerárquico: uno es superior al otro. Este autor afirma también que el término superior en un binomio “abarca” a su contrario, el inferior. Dumont señala que este principio de jerarquía se aplica a todas las oposiciones binarias significativas y rechaza la existencia de otro principio de ordenamiento (Graeber, 2018). Los análisis de Dumont fueron ampliamente discutidos, sin embargo, entre las contribuciones más interesantes de su teoría podemos señalar: dar sentido, significado a un par de términos implica hacer una distinción conceptual y esas distinciones siempre contienen un elemento de valor, están jerarquizadas. Aún más importante, los contextos sociales en que estas distinciones se ponen en práctica también están jerarquizados y las relaciones entre diferentes términos en un dominio pueden invertirse en otros. Es posible reconocer jerarquías que pertenecen a un domino, por ejemplo, la esfera profesional, u otro, el territorio. No solo las esferas pueden estar jerarquizadas entre sí —la doméstica y la pública, por ejemplo— reforzando las relaciones de superioridad e inferioridad entre ellas, sino que las transformaciones en una se articulan con los cambios en las relaciones en otra.

3Como nota Gregory (1982), el concepto económico de valor implica una comparación de entidades, ya sea como proporción o equivalencia de rango. Para hablar de “valor económico” debe ser posible establecer cuánto necesito de algo para intercambiarlo para alcanzar el valor de otra cosa, debe ser posible la comparación.

4Distintos autores han indagado acerca del modo en que se configura la relación de superioridad e inferioridad. En su estudio sobre las relaciones jerárquicas en la India, Dumont (1970) señaló que dentro de un binomio categorial el par superior “abarca” al inferior. Godelier (1986), en cambio, sostiene que las primeras obtienen su poder de las segundas. En La producción de grandes hombres, este antropólogo documenta el modo en que los hombres construyen su poder robándoles los símbolos a las mujeres. Siguiendo esa línea de análisis, Segato (2003) postula en Las estructuras elementales de la violencia que el hombre no viola a la mujer porque tiene poder, sino porque debe conseguirlo. De esta manera, señala la autora, la naturaleza de la relación jerárquica entre las partes es una relación de sustracción en dónde las categorías superiores concentran los recursos de poder apelando al “valor inferior” de las categorías subalternas. Briones y del Cairo (2015) analizan las tácticas de grupos y sujetos para pluralizar estas fronteras categoriales que exceden los procesos de jerarquización.

5Esta red, según el autor de La desigualdad persistente, genera creencias y prácticas para controlar el acceso a la misma y a los recursos que dicha red provee. Así, los miembros dentro de una categoría se reconocen recíprocamente y reconocen a los otros como fuera de ella.

6El término “narrativa” y el llamado “giro narrativo” ha suscitado críticas entre quienes estudian las formaciones discursivas, sobre todo desde el punto de vista foucaultiano (ver Grondona, 2016). Estas parten de la heterogeneidad constitutiva de todo discurso y critican la incapacidad conceptual de la noción de narrativa —en especial la desarrollada por Somers— para comprender los procesos de producción de la materialidad textual y su complejidad. En el presente artículo no tomamos la noción de narrativa como puerta de acceso al análisis del discurso, ya que no es nuestro objeto. La noción de narrativa busca, más bien, recuperar los repertorios que usan los agentes sociales para legitimar formas de superioridad. Su estudio, en todo caso, supone documentar los modos prácticos en que se movilizan esas narrativas, las contestaciones que provocan y el espacio relacional controversial que se despliega.

7Siguiendo a Bourdieu (2000), las luchas simbólicas que buscan disputar la percepción del mundo social toman dos formas. Una destinada a hacer ver y valer ciertas realidades, por ejemplo, la existencia de un grupo (el colectivo LGTBI movilizado) y otra que apunta a cambiar las categorías de percepción y apreciación del mundo social: “los sistemas de clasificación, es decir, en lo esencial, las palabras” (Bourdieu, 2000: 137). Los nombres que construyen la realidad social tanto como la expresan son la apuesta por excelencia de la lucha política, la lucha por imponer el principio de visión y división legítimo.

8 Lamont (2012) destaca la importancia de entender el impacto de las formas dominantes de definición del valor en las construcciones sociales subalternizadas (racismo, xenofobia, discriminaciones de género, pobreza, etc.). Según la autora, estudiar los procesos de evaluación supone analizar las dinámicas de categorización (clasificación, medición, equivalencia, estandarización) y de legitimación (contestación, negociación del valor, difusión, estabilización, ritualización, consagración e institucionalización) en sus formas prácticas de realización.

9También los aportes de Bruno Latour (2007) buscan analizar y dar crédito a las controversias que despliegan los actores y el modo en que lidian con la complejidad que asume la pluralidad de lo social. Más que el interés por establecer cómo se resuelve o estabiliza una cuestión polémica, la teoría del actor-red propone seguir los procesos contradictorios de formación y deconstrucción de los grupos, los modos en que se dan agrupamientos y relaciones, y registrar cómo los propios actores trazan esas fronteras.

10Los estructuralistas señalaron que el valor de un objeto o de una persona es el significado que toma cuando se le asigna un lugar en un sistema de categorías. Cómo señaló Saussure en su Curso General sobre Lingüística el valor es diferencia, es cuestión de ubicar algo en un conjunto de categorías. En este sentido, las categorías no serían observables; son, por el contrario, posiciones relativas que se encuentran más o menos representadas establemente en la vida social en signos de diferencia estructurada. En el caso del género, por ejemplo, a partir de los símbolos anatómicos. Sin embargo, las categorías de los modelos binarios, como señala Segato (2003) no son meras abstracciones.

11Al mismo tiempo, conceptualizar los procesos de jerarquización como dimensiones de la práctica permite analizar cómo una cosa es vista como mejor o más valiosa que otra, es decir cómo es “evaluada”. El problema del valor fue obviado tanto por los estructuralistas como por los sustantivistas que los precedieron (Graeber, 2018).

Recibido: 31 de Marzo de 2021; Aprobado: 21 de Septiembre de 2022

Victoria Gessaghi es doctora en Antropología social por la Universidad de Buenos Aires. Sus líneas de investigación son: antropología de las elites, los procesos de jerarquización social en las sociedades capitalistas contemporáneas y la escritura etnográfica. Sus artículos más recientes son: “Elites, educación y desigualdad: una agenda de investigación emergente en la Argentina del siglo XXI” (2023) Santiago de Chile: Editorial Alberto Hurtado; “Los tránsfugas de la clase alta argentina: experiencias formativas de quienes resisten un destino de privilegio” (2022) Revista Española de Sociología, 31(3).

Matías Landau es doctor en Sociología por la EHESS y la UBA. Sus líneas de investigación son: los procesos de jerarquización política y la sociohistoria de las instituciones políticas con énfasis en la Ciudad de Buenos Aires. Sus artículos más recientes son: (con Sabina Di-marco) “Voisins et cartoneros à Buenos Aires : récupération informelle et conflits d’usage dans l’espace public” (2022) Espaces et sociétés, 3-4(186-187); “Ser Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires: la jerarquización de un cargo político y su impacto en la Argentina reciente” (2021) Pléyade (28).

Florencia Luci es doctora en Sociología por la EHESS y la UBA. Sus líneas de investigación son: sociología de las élites corporativas, el management y los procesos de jerarquización en grandes empresas. Su publicación más reciente es: “Bien común, redistribución y jerarquías: el empresariado argentino frente a la pandemia de covid-19” (2023) Estudios Sociales Contemporáneos (28).

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