Introducción
Lejos de ser una novedad, la polarización del escenario político y social es más la norma que la excepción en los países latinoamericanos (Alcántara, 2019; Barreda y Ruíz, 2020; Costa, 2018; De Marco, 2020; Iyengar et al., 2019), fenómeno que hoy además parece haberse trasladado a numerosas regiones del planeta; así como es posible dar con etapas sociales de relativa calma también hay sucesos que irrumpen con una potencia que pueden decantar en un reordenamiento del tablero político, un cambio en las preferencias políticas, la reaparición de viejos antagonismos y la puesta en discusión de sentidos e imaginarios que parecían incuestionables. La primera década y media del siglo XXI fue propicia para que se sucedieran en la región hechos de esta magnitud con bastante frecuencia; se trató de una época intensa en términos de acontecimientos políticos.
Este artículo busca dar cuenta del proceso de polarización política y social argentina ocurrido durante los dos gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner -de 2007 a 2011 y de 2011 a 2015-, para ello nos centramos en el análisis de cuatro acontecimientos: 1) el conflicto con el campo, 2) la sanción de Ley de Servicios de Servicios de Comunicación Audiovisual, 3) los festejos del bicentenario de la Independencia y 4) las elecciones de 2015. Nuestro objetivo es explicar cuáles fueron los actores que tuvieron un papel destacado en el desarrollo de cada acontecimiento, qué posiciones sostuvo el gobierno, el tono y el sesgo que adquirió la cobertura de la prensa opositora, cuáles fueron las consecuencias que dejó en cada involucrado, y de qué manera cada uno de estos hechos fue agregando demandas, tópicos y significantes que contribuyeron a aglutinar una masa social adversa a las políticas oficialistas. Para abordar estos hechos sociales partimos de la categoría de acontecimiento político (Ema, 2007), esto es, una acción política en la que quedan evidenciadas las disputas por la fijación de sentidos.
Hemos seleccionado estos cuatro acontecimientos en particular entendiendo que signaron acciones que definieron la identidad del kirchnerismo y la construcción de su liderazgo al tiempo que fueron dotando a la oposición política y a los actores civiles enfrentados al kirchnerismo de una narrativa a través de la cual constituirse como colectivo con una identidad definida. Conflictos como el desatado en 2008 fueron una manifestación cabal de la disputa por dislocar un orden de sentidos sociales arraigados, instituir otros nuevos y efectuar operaciones sobre la memoria discursiva tendientes a revitalizar antagonismos que parecían olvidados. Los festejos del bicentenario de la Independencia argentina fueron una instancia en la que -por iniciativa del gobierno- se disputaron y discutieron representaciones acerca de la nación, la identidad y la historia que parecían inmutables. Del mismo modo, las elecciones del 2015 constituyeron un acontecimiento en la medida en que supusieron un acto de ruptura, pero también de producción y cristalización de aquello que venía gestándose. En medio de estos puntos de partida y llegada, se sitúa el conflicto por la sanción de la nueva Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, donde lo que se puso de manifiesto fue la crisis de la relación prensa-gobierno en Argentina, un nuevo ordenamiento de las relaciones entre prensa y gobierno en el marco de una disputa por la mediación.
El artículo está organizado en cinco apartados: uno inicial dedicado a revisar la bibliografía acerca del fenómeno de la polarización política y luego cuatro apartados de análisis, uno por cada acontecimiento, los cuales se van sucediendo cronológicamente entendiendo que las elecciones de 2015 fueron el momento en que terminó de condensar el proceso polarizante iniciado en marzo del 2008 con el conflicto del agro. Al final se presentan una serie de conclusiones y se sugieren pistas para la agenda de investigación.
Algunas precisiones sobre el concepto de polarización
El problema de la “polarización” se encuentra actualmente en el candelero de la investigación en ciencias sociales. En primer lugar, cabe aclarar que cuando hablamos de polarización nos referimos a un fenómeno cuyo rasgo distintivo consiste en la identificación de una posición alejada del centro político en el continuo del espectro ideológico del sistema de partidos (Vargas, 2021). En otros términos, la polarización constituye el alineamiento extremo de posiciones contrapuestas en función de una identificación de tipo ideológica o partidaria (Schuliaquer y Vommaro, 2020). No obstante, restringir este fenómeno al conflicto ideológico y el sistema político sería un error. De acuerdo con Barreda Diez y Ruíz Rodríguez (2020), el término polarización alude también al enfrentamiento entre sectores diversos de la sociedad a partir de la diferenciación en lo relativo a cuestiones raciales, culturales, étnicas y económicas. Por un lado hay que advertir que, si bien existe acuerdo acerca del incremento de la polarización en América Latina en las últimas dos décadas (Alcántara, 2019; Barreda Diez y Ruíz Rodriguez, 2020; Costa, 2018; De Marco, 2020; Iyengar et al., 2019), es necesario también señalar la ausencia de consensos respecto de las consecuencias que implica que la opinión pública y el escenario político estén polarizados. De acuerdo con los estudios clásicos de Powell (1982) y Sartori (2005), la polarización es un fenómeno lesivo para las democracias, para el primero, esto se debe a que incrementaría la conflictividad política, mientras que, para Sartori, el componente negativo radica en la tendencia de las sociedades polarizadas a hacer emerger partidos y liderazgos antisistema que debilitan el sistema político y atentan contra su legitimidad. Dentro de esta línea crítica se ubica el trabajo de Binder (2000), quien destaca las dificultades que acarrea la polarización al momento de ejercer la gobernabilidad y el cuidado de las instituciones. De manera semejante, Rovira (2012) señala que las estrategias polarizadoras tienden a debilitar el sistema institucional de pesos y contrapesos, con el resultado de limitar y hasta suprimir el pluralismo político.
En contrapartida, algunos estudios novedosos sugieren la existencia de efectos positivos de la polarización. Allí se afirma que dicho fenómeno puede contribuir a que los ciudadanos comprendan de manera clara las posiciones ideológicas de cada una de las opciones electorales que ofrece el sistema político (Dalton, 2008; Epstein y Graham, 2007; Levendusky, 2010; Singer, 2016). En esa línea, trabajos empíricos como el de Wang (2014) y Bornschier (2016) muestran cómo el alto grado de polarización ideológica y conflictividad política puede derivar en una mayor calidad de representación política. Por su parte, otros estudios han demostrado cómo esta dicotomización político-ideológica puede contribuir a consolidar mayores niveles de participación y compromiso ciudadano ante la política (Abramowitz, 2006; Lupu, 2015).
En el contexto particular de América Latina, el problema de la polarización suele ir acompañado del fenómeno de los liderazgos populistas. Paramio (2011) analiza el fenómeno en el marco de la pugna entre una lógica destituyente y una lógica populista, a la cual incorpora la cuestión de la representación política en los sectores medios. El autor indica que la pugna entre esas dos fuerzas está atravesada por una dinámica en la cual “lo esperable es que (el funcionamiento de) las dos lógicas, separadas o combinadas, se traduzca en polarización política”, esto es, “la existencia simultánea en la opinión de dos grupos numerosos, a favor y en contra del presidente, a expensas de las posiciones menos extremas” (Paramio, 2011: 8). A la vez, Paramio brinda una hipótesis que será necesaria explorar en futuras investigaciones, a saber, que “la existencia de consenso sobre el modelo de sociedad entre las clases medias emergentes y las tradicionales puede ser la clave para evitar la polarización política” (Paramio, 2011: 9).
Costa (2018), por su parte, opta por pensar la polarización a partir de la teoría de la “democracia delegativa” desarrollada por el politólogo Guillermo O’Donnell. Este investigador postula que una sociedad donde prima un liderazgo carismático y una lógica populista, en la que “el grupo afín al gobierno representa los verdaderos y más genuinos intereses de la nación, y el presidente encarna la figura de ‘salvador de la patria’ […] conlleva a un clima político dicotómico patria/antipatria o nación/antinación que invita al conjunto de la sociedad a polarizarse” (Costa, 2018: 79). Esta lectura es reveladora acerca de la situación argentina y latinoamericana en las últimas décadas. En ese sentido, la apuesta del gobierno kirchnerista por llevar adelante una “batalla cultural” habría sido exitosa dado el nivel inédito de polarización en la opinión pública de la Argentina contemporánea. Desde un enfoque crítico, Rosanvallon (2020) encuentra que la polarización es un patrón que se repite en las experiencias populistas toda vez que estas ostentan una visión polarizada de la legitimidad y del conjunto de las instituciones democráticas, lo cual tiene su origen en la tensión clásica entre derecho y democracia y es llevada a la radicalización en los populismos. Para Rosanvallon los populismos implican la edificación de una “democracia polarizada” y distingue dos vías para su desenvolvimiento: o bien la democracia se polariza a través una “brutalización directa de las instituciones”, o bien sigue un camino menos radicalizado a partir del despliegue de estrategias de “desvitalización progresiva” (Rosanvallon, 2020: 245). En el caso de América Latina habría predominado en las últimas décadas una polarización por vía de la brutalización directa de las instituciones, siendo la Venezuela de Hugo Chávez el caso paradigmático.
Como podemos observar en esta recapitulación, el problema de la polarización se encuentra en auge y es objeto de debate en las ciencias sociales contemporáneas. Las dificultades para alcanzar acuerdos respecto de las consecuencias que este fenómeno conlleva dan cuenta de lo permeable que se encuentra esta problemática al desarrollo de investigaciones que permitan comprender mejor su funcionamiento. Ahora bien, también es cierto que la mayoría de los autores mencionados en este apartado coinciden en señalar que se trata de un fenómeno plenamente vigente a nivel global y especialmente intenso en la realidad latinoamericana en particular. Según Alcántara y Rivas (2007), el escenario político latinoamericano cuenta con cinco clivajes de polarización programática: intervención estatal, valores, imagen de Estados Unidos, fuerzas armadas y democracia.
El conflicto con el campo
El conflicto con el campo fue el punto de partida que hizo renacer el antagonismo exacerbado y la polarización que atravesó a la política y la sociedad argentinas desde hace ya más de una década. En marzo de 2008, a pocos meses de iniciado el primer mandato de Cristina Fernández de Kirchner, el ministro de economía Martín Lousteau dispuso un nuevo esquema impositivo de retenciones móviles a las exportaciones agropecuarias, sancionado en la Resolución n°125/2008. El precio de las commodities se había disparado y el sector agropecuario, principal generador de divisas del país, obtendría márgenes de ganancias extraordinarios en la cosecha venidera. Muy por encima de la rentabilidad que había obtenido años anteriores, la cual ya era alta y se explicaba en gran medida por el “boom de la soja” impulsado por la demanda de la economía China. Con el nuevo esquema impositivo, el porcentaje con el que los exportadores tributaban al Estado quedaba atado al valor de su producción en el mercado internacional.
Los sectores exportadores reaccionaron y allí comenzó la disputa por la legitimidad de la representación y la disputa simbólica por la nominación de los hechos. Mientras que para el gobierno se trataba de una medida solidaria, el sector agropecuario y gran parte de los medios de comunicación definieron la medida como una práctica confiscatoria e inconstitucional. Las corporaciones agropecuarias (Sociedad Rural Argentina, coninagro, cra y Federación Agraria Argentina) dispusieron un lock out como método de presión para restablecer el anterior esquema de retenciones. En esos dos días que transcurrieron entre el decreto y la protesta de las asociaciones rurales se gestó un conflicto que acabó con la estabilidad política que había logrado construir el kirchnerismo desde su consolidación en el poder tras la victoria en las elecciones legislativas de 2005 y su ratificación en octubre de 2007 con el triunfo en las elecciones presidenciales. El conflicto con el campo abarcó un periodo de casi seis meses en el que se dislocaron un conjunto de relaciones sociales, se destruyeron alianzas tácitas, se produjo un retorno de viejos imaginarios en torno a la nación, el rol y los límites del Estado, el papel del “campo” en la historia y el destino del país, desplegándose una espiral de confrontación.
El paro agropecuario se extendió en el tiempo indefinidamente, se produjeron cortes de ruta, asambleas de ruralistas autoconvocados, protestas y movilizaciones en varios centros urbanos del país. Las asociaciones agropecuarias formaron una mesa de enlace para negociar con el gobierno y así se logró una primera reforma del sistema de retenciones que mejoraba las condiciones impositivas de los pequeños productores. Sin embargo, no fue suficiente y se inició una dinámica de paro agropecuario-levantamiento del paro-reanudación del paro que se extendió durante casi todo el conflicto. En el transcurso de la disputa el ministro Lousteau renunció a su cargo.
La división social que acarreó este conflicto encontró disposición en las manifestaciones callejeras -oficialistas y opositoras-, atizando una crisis institucional que puso en peligro la estabilidad misma de la presidenta en su cargo. Pese a la decisión del Poder Ejecutivo de enviar el proyecto de ley al Congreso se produjo un hecho inédito: se dieron en simultáneo dos movilizaciones multitudinarias, una a favor de los intereses de los ruralistas y otra defendiendo al gobierno nacional. Por otra parte, si el Grupo Clarín mantuvo durante el gobierno de Néstor Kirchner una alianza tácita a cambio de prebendas como la fusión de las operadoras de televisión por cable Multicanal y Cablevisión, con el estallido de este conflicto y la intransigencia de los sectores en disputa ese pacto no escrito caducó. Clarín se lanzó a acometer contra el gobierno, al punto de incursionar en contraestrategias mediáticas tales como el uso de la pantalla partida para transmitir simultáneamente un discurso de la presidenta y a los asambleístas autoconvocados, de manera tal que se pudieran captar en vivo las reacciones de los ruralistas ante las palabras de la primera mandataria (Cingolani, 2019). Por su parte, La Nación -periódico tradicional de las clases altas, que desde el principio del kirchnerismo se mostró como un medio abiertamente opositor- intensificó su ofensiva, poniéndose a la cabeza de los reclamos del sector terrateniente que históricamente representó. Fue un conflicto desatado en el campo político, pero también abrió un frente en el campo mediático. Esto es importante, pues como señalan Schulaquier y Vommaro “aunque la polarización responde a múltiples causas, el tipo de interacción que se establece entre actores mediáticos y actores políticos es una de sus dimensiones fundamentales, ya que son [...] dos de los actores con mayor peso sobre la agenda pública” (2020: 237). De esta manera, la disputa entre gobierno y oposición mediática constituye un insumo para una sociedad polarizada.
En este marco, se dio el surgimiento del dispositivo cultural oficialista (Sarlo, 2011) con la puesta en el aire del programa televisivo 6, 7, 8 en la televisión pública, el cual no pretendía atribuirse un ethos de objetividad sino que se jactaba de hablar revelando sus preferencias abiertamente, prometiendo un contrato más genuino con sus audiencias. A esto se sumó el surgimiento del colectivo de intelectuales Carta Abierta, que en plena disputa reunió académicos y reconocidas figuras de la cultura vinculadas al peronismo y la izquierda del campo nacional y popular. En su carta inaugural el grupo denunció el clima destituyente instalado por los sectores vinculados a los terratenientes a los que calificó de “golpistas” alegando que intentaban deliberadamente interrumpir el orden institucional.
Este enfrentamiento funcionó como un tamiz que separó aquello que parecía homogéneo al tiempo que operó también en sentido inverso, mostrando como homogéneo a un sector que no lo era. De esta manera se fue configurando un nuevo escenario con dos bandos refractarios que con los años parecieron volverse cada vez más irreconciliables (Cantamutto, 2017; Schuttenberg, 2014; Svampa, 2011). A partir de este momento -y más aun con la decisión del vicepresidente Julio Cobos de resolver el conflicto votando en contra del proyecto del gobierno del que formaba parte- el kirchnerismo empezó a abandonar sus ideas de concertación para abrazar el populismo como lógica política rectora y el peronismo como imaginario.
Fue a través del ejercicio de la polémica que Cristina Fernández de Kirchner construyó un discurso de distancias irreconciliables con los otros (Gindin, 2019). Se produjo una mutación del dispositivo de enunciación oficialista a partir del cual el contradestinario1 se construyó en términos de exterioridad absoluta. Consideramos que en este acontecimiento empezó a forjarse su colectivo de identificación antagónico, el cual terminaría de cristalizar años después.
Entre otras cosas, había una disputa simbólica por la legitimidad de la representación. En esta dimensión Cristina Kirchner apeló al argumento institucionalista que le otorgaba su reciente triunfo en las elecciones. El polo del campo, para dotarse de legitimidad, recurrió a símbolos caros al imaginario social, emblemas universales que darían cuenta del carácter genuino de sus reclamos. Un ejemplo es el uso recurrente de la bandera nacional -común a todos los argentinos y, por tanto, más legítima para representar a la totalidad que las insignias partidarias que solo representan a un sector-. Hay allí una cuestión relativa a la pureza que se encadena con otros significantes como libertad, autonomía y honestidad, en contraposición a los atributos con que se señalaba al gobierno y sus adherentes: corrupción, clientelismo, politiquería, vagancia (Yabkowski, 2010). A esto habría que sumar el contraste que se estableció entre el significante “gobierno” y el significante “país”; aludiendo el primero a un mero agente “recaudador” y “centralista”, y significando el segundo al auténtico “generador de recursos” poseedor de un espíritu “federal” (Palma, 2017). Así se fue modelando la representación según la cual el primero dilapida con corrupción y dadivas clientelares aquello que el segundo produce con el sacrificado trabajo en el campo.
Acordamos con Svampa (2011) en que este conflicto fue la piedra de toque para la actualización del legado nacional-popular. Durante esta crisis se incorporaron muchas de las querellas surgidas en el primer peronismo, y viejos esquemas binarios como pueblo-anti-pueblo, o patria-colonia; al protagonismo que tenía la condena del terrorismo de Estado y las políticas neoliberales en los discursos de Néstor Kirchner se agregó un nuevo repertorio que reenviaba hacia el primer peronismo recuperando términos de aquel entonces, ahora encarnados en los terratenientes que realizan “piquetes de la abundancia”2 y sus aliados ideológicos, es decir, las clases medias y altas de los grandes centros urbanos.
Se produjo una “peronización” del kirchnerismo ya que se hizo una equivalencia del adversario de esta coyuntura con el enemigo de siempre: “la oligarquía terrateniente”. Desde el inicio de este fenómeno se trató de un conflicto que se estructuró de manera polarizada, lógica azuzada por los propios partícipes de la contienda: mientras la presidenta hablaba de piquetes de la abundancia, la Mesa de Enlace y los demás actores del polo opositor concebían a la 125 en clave moral, desde una perspectiva según la cual el Estado simplemente buscaba “hacer caja” avasallando a los productores rurales (Stoessel, 2013; Vommaro, 2010).
Con una sociedad dividida de esta forma, se dieron las condiciones para el pasaje desde la transversalidad -iniciada en 2003, tonificada en 2007 con la incorporación del dirigente radical Julio Cobos a la fórmula presidencial y sepultada en 2008- hacia una configuración política y discursiva populista regida por esquemas de inteligibilidad binarios (Svampa, 2011). En este sentido, para Gindin (2019) fue durante el transcurso de estos meses que el kirchnerismo surgió como identidad política. Un momento bisagra para la definición del ser kirchnerista (Yabkowski, 2016).
Durante estos meses el polo del campo tuvo éxito en la operación simbólica de mostrarse como “encarnación de la República”. De esa manera, hizo emerger un abanico de actores que fue más allá de lo sectorial para abarcar a otros grupos sociales con los que establecer alianzas (Castro, Comelli y Palmisano, 2011). De acuerdo con Stoessel (2013), el conjunto enfrentado al gobierno estuvo nutrido por una multiplicidad de actores sociopolíticos que excedían por mucho al sector agropecuario. De hecho, la propia figura de “el campo” no existió como bloque o categoría social homogénea, ya que bajo esa denominación conviven tanto pequeños chacareros, familias aristocráticas propietarias de miles de hectáreas y dueños de pools de siembra que poco tienen en común. Por otra parte, más allá de los afectados directos por el nuevo régimen tributario, en esta coyuntura estuvieron involucrados partidos políticos, corporaciones empresariales, movimientos sociales y medios de comunicación. En este respecto, para Semán (2021), el conflicto con las entidades agropecuarias generó las condiciones para la emergencia del antipopulismo en la medida en que “muchos encontraron en la polarización del conflicto por la 125 un espacio desde el que vociferar sus reclamos” (Semán, 2021: 231).
Ante las dificultades de la dirigencia política para canalizar demandas, los medios de comunicación opositores se ocuparon de formular un contradiscurso que contribuyó a cerrar filas y unir a la diversidad de actores que enfrentaron al kirchnerismo durante este conflicto. Tanto “el campo” como los medios compartían un atributo común, debido a que lo que los unía era “la ausencia de representación partidaria, cuestión que utilizará la expresidenta para legitimar su posición de enunciación, con un argumento que pondrá al funcionamiento de las instituciones democráticas en el centro de la escena” (Gindin, 2019: 58).
Este recorrido coyuntural se puede sintetizar en la ampliación y transformación de una demanda que nació como reclamo corporativo y se convirtió en el origen de una voz capaz de asumirse como matriz de un modelo de país alternativo. Por aquel entonces no hubo “partido del campo” y, en efecto, los ruralistas solo contaron con vías indirectas para influir sobre el poder político (Giarracca, 2011a). Durante los años siguientes -y no sin dificultades- los sectores refractarios al kirchnerismo consolidaron ese núcleo surgido al calor de las demandas de 2008.
La Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual
Un año después del conflicto con el campo se produjo la sanción de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA), hecho que marcó el inicio de la lucha entre oficialismo y medios concentrados por la mediación (Becerra, 2014; Kitzberger, 2011a, 2011b; Waisbord, 2013a, 2013b). De igual manera, fue el momento en que se empezó a hablar de “guerra mediática” para aludir al comportamiento de los medios concentrados, los estereotipos que hicieron circular y las operaciones que desplegaron (Gándara, 2016).
Dos meses después de la derrota oficialista en las elecciones legislativas de 2009, el kirchnerismo ensayaría un patrón que se convertiría en moneda corriente durante su estadía en la Casa Rosada: tomar la iniciativa política en momentos de debilidad. El énfasis en la relación de continuidad entre la derrota en aquellas elecciones y la inmediata instalación del proyecto de ley en la agenda legislativa no es algo azaroso. Komissarov (2016) recuerda el ambiente caldeado que se vivía a mediados de 2009, cuando los medios del polo opositor empezaron a hablar de un fin de ciclo político. La reacción por parte del gobierno fue lanzar una serie de políticas de fuerte arraigo popular capaces de revitalizar la gestión y darle margen para los años venideros. Una de esas medidas fue la Asignación Universal por Hijo (AUH), que entró en vigor a partir de un decreto; la otra fue la nueva LSCA, que obtuvo aprobación en el Senado el 10 de octubre de 2009.
Tras la sanción de la ley comenzaría un largo periplo judicial que inició con el Grupo Clarín, quienes denunciaban la inconstitucionalidad de dos artículos de la nueva ley, y terminaría cuatro años más tarde, en octubre de 2013, con la Corte Suprema fallando a favor de la constitucionalidad de la ley. En medio de estos eventos hubo una sucesión de medidas cautelares a favor de los reclamos de Clarín que pusieron en suspenso la aplicación de la ley: la fijación del 7 de diciembre de 2012 como fecha límite para la medida cautelar, el otorgamiento por parte de la Cámara Civil y Comercial Federal de una prórroga a la cautelar un día antes del cumplimiento de la fecha límite, el giro de la causa a Procuraduría, y la convocatoria de la Corte a audiencias públicas para agosto de 2013, antesala del fallo final que llegaría en octubre de ese año.
La nueva ley contemplaba una serie de innovaciones que suponían una ruptura estructural respecto a la ley que regía desde 1980; buscaba, fundamentalmente, frenar la regulación que establecía que las licencias para actividades de radio y televisión solo podían otorgarse a empresas privadas con fines comerciales, un enfoque que se había profundizado durante los años noventa. Entre los objetivos que se plasmaron en la LSCA, aprobada en 2009, estaban la desmonopolización del sistema de medios, el incremento de la producción audiovisual de origen nacional y la creación de un nuevo órgano regulador. La nueva legislación puso en la palestra una serie de debates como consecuencia del rotundo cambio en la manera de concebir tanto a las audiencias como el rol de los medios de comunicación en una sociedad democrática. La búsqueda por desmonopolizar y descentralizar este mercado trajo varias consecuencias a la ya dañada relación entre el oficialismo y los grandes medios opositores. En el concierto político latinoamericano la decisión de avanzar hacia nuevas regulaciones de medios fue algo común por aquellos años. La región ostenta uno de los mayores niveles de concentración de propiedad de medios en todo el mundo, esto adquiere aún más relevancia si atendemos el trasfondo de la lógica de concentración que hace que los medios más poderosos se hayan convertido en auténticos conglomerados capaces de ostentar posiciones dominantes en varios mercados de manera simultánea (Becerra y Mastrini, 2015).
En Argentina, el caso del Grupo Clarín es paradigmático: aunque el diario homónimo es la empresa fundacional del holding, 75 % de sus ingresos proviene de las empresas Cablevisión-Fibertel, que ofrecen el servicio conjunto de internet y televisión por cable. Pese a las restricciones establecidas en la LSCA, el Grupo Clarín aún se mantiene como el holding de medios dominante en Argentina facturando alrededor de 2 500 millones de dólares anuales, ubicándose tercero en importancia en todo el continente detrás de Globo (Brasil) y Televisa (México); ya sea por intereses económicos como por cuestiones que atañen al orden de lo simbólico, en Argentina la LSCA puso en el centro la problemática de la libertad de expresión, una discusión que se extrapoló hasta poner en disputa los sentidos asociados al propio significante “libertad” y su contracara, el “autoritarismo”.
El eje a partir del cual se constituyó la LSCA como polémica pública, giró en torno a la disputa por asociar sentidos al significante flotante “democracia”, lo cual se pondría de manifiesto en el debate acerca de la libertad de expresión. Siguiendo a Fair (2010), habría que decir que aquellos sectores promotores de la nueva ley tuvieron al significante flotante “democracia” como punto nodal al cual se fueron articulando otros significantes como “desmonopolización”, “pluralidad de voces”, “libertad”. Esa cadena logró forjar una frontera de exclusión al contraponerse a “dictadura” en tanto equivalente de significantes como concentración mediática y autoritarismo. Del otro lado, los sectores opositores disputaron el sentido de “democracia” enlazando al proyecto oficial otros significantes como “autoritarismo”, “arbitrariedad” y “discurso único” (Fair, 2010). Es destacable que ambos sectores se hayan apoyado en los mismos significantes -aunque con la carga invertida- al momento de desplegar sus argumentos. Al respecto, Cristina Fernández de Kirchner hizo una diferenciación entre “libertad de expresión” y “libertad de extorsión”, y agregó que:
Esta ley va a poner a prueba a la democracia argentina, va a ponerla a prueba porque vamos a ver si en nuestro Parlamento..., y hablo de nuestro porque yo me siento allí como ciudadana, yo tengo representantes […] creo que como nunca se va a poner a prueba la capacidad de ese Parlamento, que en otras oportunidades y en otras etapas históricas se vio agobiado por las secuelas de lo que fue la tragedia de 30 años de historia que arrancaron a ese Parlamento leyes no queridas. (Casa Rosada Presidencia, 2009, cursivas originales)
La libertad de expresión se convirtió en asunto nacional. Para Ludueña (2010) el debate en torno a la LSCA aumentó la polarización al situar de un lado al gobierno y del otro a los medios, quienes pusieron en marcha todos los recursos a su alcance para manifestar sus posiciones dicotómicas y, a partir de ese momento, se consolidaron como el principal “partido” de oposición, manipulando información en función de los intereses económicos que buscaban salvaguardar. En este sentido, Becerra y Mastrini (2011) consideran que, en cada país de la región donde los gobiernos mostraron voluntad de regular el sistema de medios, la réplica de los grandes propietarios de medios consistió en denunciar que la regulación de los gobiernos no buscaba democratizar y ampliar la participación de la ciudadanía sino acallar las voces críticas. Para organizaciones no gubernamentales como Reporteros sin Fronteras y la Relatoría para la Libertad de Expresión, las leyes sancionadas en América Latina durante la primera década y media de este siglo y la impronta comunicacional que han buscado instaurar no representan un avasallamiento de la libertad de expresión (Becerra, 2014).
Tal como sucedió con el conflicto con el campo, todo el proceso que atravesó la LSCA estuvo caracterizado por el abroquelamiento corporativo en torno al principal damnificado por la nueva regulación. En 2008 fueron los ruralistas y en 2009 el Grupo Clarín. Si bien el holding conducido entonces por Ernestina Herrera de Noble y Héctor Magnetto se puso a la cabeza del repudio, también es cierto que desde un primer momento recibió el apoyo del diario La Nación (su socio en las empresas Papel Prensa y Exponenciar S.A.). A esto hay que sumar la posición en contra del gobierno por parte de la Asociación de Entidades Periodísticas Argentinas (ADEPA) y el Foro del Periodismo Argentino (FOPEA). Además, hubo una cruzada extracorporativa en defensa de la libertad de expresión que tuvo como principales involucrados a sectores de capas medias y altas de centros urbanos que veían en los medios del polo opositor un auténtico -y quizás el único- representante de sus preferencias políticas e ideológicas.
Desde el año anterior se insistía acerca del rasgo autoritario del kirchnerismo, pero fue recién a partir de la LSCA que este atributo negativo comenzó a reiterarse con mayor frecuencia, simultáneamente a que se lo articulaba a otros significantes y lo reenviaba a ciertos dominios de memoria que remitían a hechos sucedidos durante el primer peronismo. Asentimos con Vincent (2015) en que habría que pensar la LSCA como parte de un “modelo de comunicación controlada” el cual: a) tiene varios puntos de contacto con el modelo llevado adelante por el peronismo de los años cincuenta y otros gobiernos populistas de principios de este siglo; b) implicó un quiebre con las políticas de comunicación instauradas a partir del retorno a la democracia argentina en 1983; c) se trata de un cambio sustantivo al que los medios reaccionaron desplegando un periodismo binario que los condujo a ubicarse sin ambages en el polo oficialista o en el polo de la oposición; y d) conlleva una retroalimentación en la cual, a medida que los gobiernos agudizaban su modelo de comunicación controlada, los medios opositores intensificaban sus ataques.
En esta batalla por el sentido común, la presidenta sostuvo que los medios de comunicación operaban como un “suprapoder” con fuerza suficiente para “imponer decisiones en cualquiera de los tres poderes a partir de la presión”.3 Esta es una de las dos maneras usuales de concebir a los medios de comunicación: o bien los medios son “perros guardianes” de la democracia, o son “pistolas apuntadas” en contra de ella. En el primer caso lo que predomina es el ideal republicano de mutuos controles entre poderes, siendo la prensa un imprescindible dispositivo de la democracia participativa en tanto fiscaliza al poder político y hace circular una pluralidad de voces en la esfera pública; en la segunda perspectiva, los medios son ese suprapoder que debe ser regulado y debilitado para que no atente contra dicho régimen o contra la sociedad misma (Vincent, 2009).
Podemos ver cómo de un año a otro, en el pasaje de un acontecimiento al siguiente, la polarización y la dicotomización del espacio social se fue intensificando. Con el paso del tiempo y los conflictos se fueron adosando nuevas capas de sentidos, viejos tópicos dotaron de connotaciones novedosas a palabras que parecían obsoletas pero que recuperaron vigencia al calor del conflicto y la reaparición de un tipo de dicotomización del espacio social y del campo político que recuerda a los tiempos lejanos del primer peronismo. Así el kirchnerismo se fue constituyendo también como objeto discursivo y como actor protagónico de una modalidad argumentativa que profundizó las escisiones y estimuló una forma de construcción política anclada en el fortalecimiento de un núcleo duro y la exterioridad respecto de sus adversarios.
Los festejos del bicentenario
Desde el viernes 21 y hasta el martes 25 de mayo de 2010, el centro de la Ciudad de Buenos Aires se vio convulsionado por la multitud que asistió a los festejos conmemorativos por los 200 años de la Revolución de Mayo, cuando la Primera Junta se erigió como primer gobierno patrio. El festejo organizado por el ejecutivo apuntó a un público heterogéneo y entregó una variada oferta cultural que fue desde presentaciones en vivo de músicos de tango, folclore y rock, la transmisión en vivo en pantalla gigante de un partido de la selección de fútbol, desfiles militares, la aparición de Madres de Plaza de Mayo, ex combatientes de la guerra de Malvinas, instalaciones, paseos gastronómicos y un desfile artístico, precedido por un mapping 3D proyectado sobre el Cabildo donde se iban sucediendo imágenes de figuras destacadas de la historia. Hacia el cierre se logró una imagen que sintetizó el espíritu que buscaba expresar el bicentenario: la foto donde la presidenta Cristina Kirchner aparecía acompañada de sus pares latinoamericanos Rafael Correa, Hugo Chávez, Evo Morales, Lula da Silva, Sebastián Piñera y José Mujica, además de Néstor Kirchner en calidad de presidente de la UNASUR.
El festejo se convirtió en un acontecimiento social, ya que logró conjugar elementos como: a) producirse en una coyuntura política tan particular como la que vivía Argentina en 2010; b) convocar a millones de personas en la plaza pública; y c) proponerse discutir narrativas y relatos asentados fuertemente en el imaginario de la sociedad. Esas particularidades se acoplaron dando lugar al acto patrio y la fiesta popular de mayor masividad en la historia argentina (Citro, 2017).
Más allá de la multitudinaria convocatoria y lo disruptivo de la propuesta del gobierno, el festejo tenía especificidad per se. Las conmemoraciones pueden erigirse como arenas de combate simbólico, ya que, en términos de Nora (2008), son espacios idóneos para funcionar como lugares de memoria en donde la voz oficial se enfrenta a otras concepciones respecto de la historia y la identidad nacional. Ese enfrentamiento que se da en el plano simbólico resulta operativo para la conquista del reconocimiento en torno a los proyectos políticos del presente y el establecimiento de filiaciones ideológicas de largo arrastre. Tampoco se puede soslayar la importancia de la cultura como un recurso del cual los Estados pueden echar mano para intervenir en el espacio público, ya sea para consolidar, discutir o transformar ciertos imaginarios identitarios (Yúdice, 2002). Los aniversarios de la independencia fueron ocasiones propicias para que los gobiernos “organizaran y desplegaran importantes eventos festivos y conmemorativos dirigidos a disputar y reactualizar las representaciones sobre la identidad nacional, así como desplegar sus concepciones de Estado, nación y sociedad” (Amorebieta, 2019: 14). En ese sentido, el componente innovador que atravesó los festejos del bicentenario en la región tuvo que ver con la reactivación del relato bolivariano de la “patria grande”, que puso especial énfasis en el carácter multicultural de la identidad, el antiimperialismo y el latinoamericanismo a partir de rescatar personajes y acontecimientos históricos usualmente olvidados por los discursos oficiales precedentes (Amorebieta, 2019). Esta conmemoración constituyó un acontecimiento de marcada relevancia a la hora de reflexionar sobre la lógica y dinámica del discurso kirchnerista, el (contra)discurso opositor y las disputas de sentido que allí se pusieron en juego. El bicentenario se trató de un hecho altamente significativo en el que el gobierno buscó rescatar del olvido los “otros relatos” de la historia del país, trazar una línea de continuidad con tradiciones políticas-ideológicas del pasado y buscar consenso en torno al presente y los planes futuros.
El gobierno kirchnerista buscaba dar una respuesta al relato que cien años antes cristalizó como versión oficial de la identidad nacional. Este evento funcionó como una arena de disputa simbólica, donde al imaginario liberal, blanco y europeo asociado a una idea de Argentina como un país muy diferente al resto de los países latinoamericanos, se le opuso una visión a tono con el giro a la izquierda inaugurado a principios de siglo XXI: Argentina, sin renunciar a sus particularidades, se presenta como un integrante más de la patria grande de Bolívar y San Martín. El espejo en el cual mirarse, así como la herencia a reivindicar ya no pivotea en torno a Europa, sino que ahora ancla en Latinoamérica.
Durante el bicentenario se puso a discusión el cliché que concibe la identidad nacional como un producto de las migraciones europeas al tiempo que niega (o reniega de) la identidad latinoamericana. Tal negación no operó únicamente en la esfera de lo simbólico, pues desde fines de siglo XIX los habitantes del territorio nacional de origen amerindio fueron declarados extintos o, peor, se los consideró un residuo sin peso de un pasado remoto que nada tenía que ver con los planes de quienes gobernaban el país por entonces, es decir que los sectores privilegiados del país construyeron una narrativa en la cual Argentina era una nación que derivaba y se encarnaba en un pueblo blanco europeo (Adamovsky, 2013).
En síntesis, en la narrativa del primer centenario estaban solapados los etnocidios y la apropiación de la tierra a sangre y fuego de la campaña del desierto, representada como un hito en la construcción de Argentina que permitió ampliar las fronteras del territorio nacional, lo cual además se vio reforzado por el hecho de que el centenario de Argentina se produjo durante los años de gloria del modelo agroexportador -de 1880 a 1930-, que funcionaron como marco para darle mayor entidad al proyecto de país llevado adelante por las elites locales y su imaginario europeizante (Giarracca, 2011b).
La celebración organizada por la administración kirchnerista apuntó a discutir esa narrativa. Fue disruptiva en tanto el plantel de próceres, así como los hitos históricos y tópicos habituales de cada celebración patria fueron renovados en su mayor parte. La cuestión de la pertenencia a la patria grande tuvo una importancia central, fue la respuesta bicentenaria y populista al imaginario liberal-conservador que tuvo su expresión en los festejos del primer centenario en 1910. Como afirman Schuttenberg y Fontana, “la semana de mayo es un momento de ‘reflexión’ del medio acerca del rumbo político y es allí donde podremos captar los elementos constitutivos de la identidad, los proyectos políticos que esbozan y el futuro deseado” (Schuttenberg y Fontana, 2013: 3). Además, el gobierno buscó establecer una sólida filiación con la tradición nacional-popular local más allá del peronismo, reivindicando a figuras de otros partidos populares como el líder radical Hipólito Yrigoyen, en detrimento de próceres afines al liberalismo. Sin embargo, historiadores liberales como José Luis Romero (2008) niegan la continuidad entre Yrigoyen y Perón, entre el radicalismo personalista y el populismo peronista. Romero atribuye al radicalismo y al peronismo la pertenencia a dos tradiciones bien diferentes: el primero es concebido como el partido que inaugura la “línea de la democracia popular”, mientras que el segundo es concebido como la cristalización de la “línea del fascismo”, la cual ya se había instalado en las décadas de 1920 y 1930.
No obstante, no se trató de un mero recambio de próceres ya que, más que figuras individuales, la puesta en escena buscó darles protagonismo a colectivos sociales hasta entonces invisibilizados. En los desfiles se buscó mostrar al pueblo en tanto significante sustancial del discurso peronista y artífice principal de la historia del país. Desde la voz oficial se apostó entonces a realizar el siguiente ejercicio: en 1910 la celebración del centenario fue elitista, bajo estado de sitio, con persecución a dirigentes opositores y dentro de un modelo agroexportador dependiente del Imperio británico; en contraste, la celebración del bicentenario buscó mostrarse plural, popular, enmarcada en el proyecto de una Latinoamérica unida y con un gobierno capaz de dar batalla contra las elites tradicionales en pos de redistribuir la riqueza para beneficiar a los más desfavorecidos (Lesgart, 2010).
El sentido de la comparación con 1910 fue mostrar la reparación histórica que, con sus marchas y contramarchas, la tradición nacional-popular efectuó respecto de los colectivos históricamente ignorados. Frente a un centenario en el que se abandonó el proyecto fundacional y se excluyó a los sectores populares y a los pueblos originarios, se plantea un bicentenario en el que se repara y se retorna al camino correcto, en el que se incluyen todos los sectores sociales marginados por los proyectos liberal-conservadores. No hay que olvidar el hecho fundamental que se dio entre una centuria y otra: la irrupción del peronismo y de su antecedente, el radicalismo yrigoyenista.
Una última cuestión para destacar es la contradicción entre la propuesta oficial de convocar a un público muy amplio, diverso y heterogéneo pero, a la vez, hacerlo desde una lógica dicotómica y polarizante. Es cierto que la favorable y multitudinaria respuesta de la población a la propuesta de festejo impulsada desde el gobierno adquirió una dimensión que, hasta cierto punto, puso en suspenso la polarización instalada entre kirchnerismo y oposición. Sin embargo, el modo en que se escenificó y construyó el nuevo relato latinoamericanista y popular de Argentina se situó dentro de un mapa de antagonismos: la lógica de la polémica es intrínseca a la discursividad kirchnerista, al menos en los años de Cristina Kirchner, pues como venimos diciendo, 2010 se construyó por oposición (enfrentándose) a 1910. Del mismo modo, el contradiscurso que le respondió se mantuvo dentro de los márgenes de esa misma lógica pese a su barniz de proclamas consensualistas.
Parafraseando a Giarracca (2011b), podemos pensar el bicentenario como una instancia en la que la voz oficial se propuso discutir la tensión entre civilización y barbarie, despojando -y en consecuencia legitimando- aquello a lo que estaba asociada esta última, postulando una nueva narrativa que resignificaba tanto a la barbarie como a la civilización. Por ello, a la vez que articula hacía adentro -sectores populares, migrantes internos, colectivos invisibilizados, trabajadores en un sentido amplio, ciudadanos latinoamericanos- traza una frontera que excluye al otro -la oligarquía terrateniente, el sector financiero, los monopolios mediáticos, etc.-. Esto ocurre porque en los populismos hay un doble proceso de inclusión y exclusión respecto a la alteridad constitutiva dado que “sólo ese proceso permite gestionar la heterogeneidad interna y externa de un movimiento que mantiene la aspiración a una representación global de la comunidad cuando el camino no es ni la guerra civil ni el exterminio del adversario” (Aboy, 2007: 8).
La conmemoración del bicentenario no puede comprenderse si se pasan por alto las secuelas dejadas por el conflicto con el agro dos años atrás (Perochena, 2013). Dicho enfrentamiento alcanzó a los festejos de 2010 y, aunque al principio hablamos de una suspensión momentánea de la polarización, la mancomunión popular en las calles no tuvo correlato en los dirigentes políticos. De hecho, es interesante traer a colación el intercambio epistolar que en las semanas previas a los actos mantuvieron la presidenta Kirchner y el entonces jefe de Gobierno de la Ciudad, Mauricio Macri. La jefa de Estado envió una primera carta a Macri anunciando que no participaría de la gala de reapertura del Teatro Colón organizada por el gobierno de la ciudad, alegando que el líder porteño le había lanzado una “catarata de agravios en los días previos” que suponían un límite que ella no estaba dispuesta a cruzar. En su réplica, Macri respondió que lamentaba su ausencia y lanzó un llamado por la unidad en nombre de los argentinos. El resultado del intercambio epistolar terminó azuzando las hostilidades entre el gobierno nacional y el gobierno porteño. Ya se vislumbraba a la fuerza política liderada por el ingeniero Macri como potencial representante político del colectivo que comenzó a activarse en 2008.
Elecciones 2015: el kirchnerismo es derrotado
Luego de un dilatado calendario electoral iniciado en agosto con las paso (Primarias Abiertas Simultaneas y Obligatorias), el 22 de noviembre de 2015 la coalición Cambiemos, con la fórmula Macri-Michetti a la cabeza, se impuso con 51.34 % de los votos a la opción oficialista que llevaba en sus boletas a Daniel Scioli y Carlos Zannini, la cual alcanzó 48.66 % de los votos. El primer balotaje de la democracia argentina puso en números el alto grado de polarización gestado durante los años kirchneristas. La diferencia de menos de 3 puntos porcentuales le daba la mayoría a Cambiemos, al mismo tiempo que dejaba con vida al proyecto kirchnerista que tras doce años de gestión mostró que todavía era capaz de traccionar prácticamente la mitad de los votos en juego.
Las PASO fueron alentadoras para el oficialismo, debido a que Scioli había aventajado por 8 puntos a la sumatoria de votos de candidatos presentados por Cambiemos y por 18 puntos al conjunto de votos obtenidos por una, tercera fuerza que llevaba a Sergio Massa como principal candidato. Las expectativas luego de las elecciones primarias eran similares a las previas a los comicios, cuando todo indicaba que se abriría una nueva etapa del kirchnerismo, más moderado, con Scioli como presidente, mientras que la oposición tendría finalmente en Cambiemos un espacio a la altura de las circunstancias en términos de representatividad.
Sin embargo, entre agosto y octubre se maceró un cambio en el humor social que terminó en el resultado sorpresivo en las elecciones generales. Esto no solo llevó las elecciones al balotaje, sino que además invirtió el orden de favoritismo: ahora la fuerza liderada por Macri aparecía en todos los pronósticos como la virtual ganadora. La capacidad de atraer votos desde las porciones del electorado que antes se habían decantado por otras opciones parecía ser mayor en Cambiemos, algo que se terminaría comprobando. El kirchnerismo, luego de los primeros días de desconcierto, se volcó a militar las elecciones con una vehemencia inusitada. Los reparos que muchos de sus sectores más duros tenían respecto de la figura de su candidato fueron archivados para tratar de salvar la elección. Pese a haber redoblado los esfuerzos a lo largo de esas semanas previas a la elección decisiva, el candidato oficialista defeccionó. De esta manera, culminaba el ciclo político kirchnerista, cuatro años después de mostrarse imbatible en una histórica elección en la que Cristina Fernández de Kirchner se impuso con 54 % de los votos, aventajando por 37 puntos al socialista Hermes Binner. Desde 2011 hasta 2015 la fuerza liderada por Kirchner vivió momentos de zozobra en materia económica, cambiaria, judicial y social. Como hechos sobresalientes se pueden destacar la corrida cambiaria -y el posterior “cepo” al dólar- días después del triunfo en 2011, los cacerolazos de noviembre de 2012, la derrota en las elecciones legislativas de 2013, el escándalo judicial y mediático por las causas de corrupción conocido como “la ruta del dinero K”, la crisis cambiaria y devaluación de 2014, el conflicto con los tenedores de bonos basura -los fondos buitre-, y el escándalo que implicó la muerte del fiscal Alberto Nisman en enero del 2015, quien investigaba a Cristina Fernández de Kirchner junto con varios funcionarios del gobierno.
Durante su segundo gobierno, la presidenta decidió depositar el futuro de su proyecto en su núcleo más duro de seguidores, frecuentemente identificado con la militancia juvenil de la agrupación La Cámpora. En contrapartida, se rompieron relaciones con el sector sindical representado por Hugo Moyano, dando lugar a la coexistencia de tres CGT en el periodo 2012-2016. Esta política aislacionista se agudizó en 2013 cuando se produjo la salida de Sergio Massa del oficialismo para lanzar el Frente Renovador, fuerza con la que se impuso en las elecciones legislativas de aquel año, arrebatándole una cantidad importante de votos y de dirigentes al oficialismo, y echando por tierra una posible reforma de la Constitución que hubiera podido generar las condiciones para un tercer mandato de Cristina Fernández de Kirchner.
De modo que, si en 2011 el kirchnerismo tuvo su momento cumbre mientras que la oposición tocó fondo mostrando escaso grado de representatividad y una marcada atomización, los cuatro años siguientes estuvieron marcados por el proceso inverso. El oficialismo se aisló y perdió aliados estratégicos, al tiempo que la dirigencia opositora acercó posiciones, siendo la convención de la UCR en Gualeguaychú el punto cúlmine de ese cambio de tendencia.4 En noviembre del 2015, y atravesado por internas entre sus dirigentes, por críticas hacia el propio candidato presidencial, por antiguos aliados ahora encolumnados en la oposición y por un bombardeo mediático inédito, el kirchnerismo fue derrotado. La otra novedad fue que por primera vez en la política argentina un espacio de centro derecha -que históricamente accedía al poder de manera autoritaria- logró llegar al Ejecutivo por la vía electoral.
El marco en el que se desarrollaron estas elecciones estuvo atravesado por las tensiones entre medios opositores y gobierno nacional, por el claro posicionamiento de los primeros en relación con el modelo de país deseado y el apoyo deliberado hacia Macri. La prensa opositora fue construyendo una larga cadena de significantes que sintetizarían la identidad del populismo kirchnerista, los cuales abrevan en atributos negativos: corrupción-demagogia-clientelismo-autoritarismo-odio-impostura-enfermedad. En primer lugar, fue evidente el intento de señalar como una “patología” al peronismo -siendo el kirchnerismo una de sus formas más perniciosas-, un desvío trágico asociado a la decadencia, señalado como una catastrófica separación de los valores y del desarrollo deseable para el país. De acuerdo con la óptica liberal, populismo y democracia son incompatibles y mutuamente excluyentes. De esta manera, el kirchnerismo fue caracterizado como ajeno a la democracia, ya que su naturaleza estaría hermanada con el fascismo y el “gigantismo estatal”. Esta narrativa mostraba que la única democracia legítima era la democracia liberal.
El uso de unidades léxicas como “patología”, “enfermedad” o “tóxico” constituye el comienzo de una secuencia lógica que conduce a la “sanación” como destino necesario. Esto remite a mecanismos retóricos utilizados por la última dictadura militar argentina, en la cual se utilizaban metáforas similares para describir al país como un “cuerpo social enfermo”, un organismo vivo atacado por un “virus”, un “flagelo” que disemina una infección que provocará una infección generalizada e irreversible, etc. Es un recurso que transmite una preocupación en torno al orden social, asumiendo que todos entienden en qué consiste el estado de salud (Iazzetta, 2013).
La exhortación a “recuperar” la República para “curar” al país es asociada indefectiblemente a la aceptación del imaginario liberal (en lo económico) y conservador (en lo social) como si se tratara del único horizonte posible. Un elemento para subrayar es la contradicción entre la celebración del consenso, el diálogo y la pluralidad y la férrea voluntad por expulsar al populismo kirchnerista del sistema político argentino. Es redundante la descalificación hacia el peronismo en general -aunque con matices- y hacia el kirchnerismo en particular -ya sin matices, como una demolición sin tregua- en tanto identidad política. Para Aboy Carlés (2001), la tradición política argentina tiene como rasgo distintivo el patrón de las promesas refundacionales. Cada fuerza política que llega a la Casa Rosada por lo general se muestra y percibe a sí misma como un proyecto cuya finalidad es dar lugar a un país nuevo. Esto se corrobora al observar cómo se presentaron los proyectos de Alfonsín en 1983 luego de siete años de dictadura y de Néstor Kirchner en 2003 tras el estallido del neoliberalismo. En 2015 se reprodujo la misma lógica: Cambiemos llegó con la promesa de fundar la Argentina del siglo XXI. La oferta de la coalición antikirchnerista consistió en una ilusoria nueva política entendida como “honestismo”, proclamas consensualistas y una concepción de la política como algo a ser administrado por técnicos arribados desde el sector privado y el mundo empresarial, es decir, no contaminados por los vicios y prácticas de la vieja política que encarnaba el kirchnerismo.
No se puede pensar esa identidad opositora como un bloque de contornos regulares, pero sí es posible referir que, como afirman Retamozo y Schuttenberg (2016) retomando a Ostiguy (1997, 2013), uno de los clivajes de la política argentina se define por su desprecio hacia lo popular, independientemente de la pertenencia de clase: el “gorilismo”. La categoría de gorilismo, emparentada a la idea de “lo alto” en Ostiguy, alude a las valoraciones acerca de las formas sociales y culturales en que los sectores populares ingresan y se desenvuelven en el espacio político. Hablar de “gorilismo” es diferente a pensar en función del binomio izquierda-derecha en tanto alude a actitudes, sensibilidades y estéticas de los sectores populares que son juzgadas y percibidas con desdén. La cuestión de clase se engarza aquí a una dimensión relativa a lo cultural.
Pese a esta raíz antiperonista que está en el origen de Cambiemos, también hubo un componente novedoso. Cambiemos se mostró como la posibilidad de una (otra más) refundación de Argentina. A las trilladas banderas de republicanismo e institucionalismo, Cambiemos sumó un ingrediente nuevo que tuvo que ver con la propuesta de una modificación cultural, es decir, que al telón de fondo liberal-republicano antiperonista se le agregó un culto al emprendedurismo y un ethos del voluntariado que abrevó en el mundo del sector privado, las ONG (Vommaro, Morresi y Bellotti, 2015; Vommaro y Gené, 2017) y hasta una espiritualidad new age. La construcción discusiva del macrismo se ha basado en “la línea que separa lo viejo, lo antiguo, lo perimido, de lo nuevo, lo moderno, lo por venir; […] una separación secular, que cuenta a su favor con la condición irreversible del tiempo: el siglo XXI enfrentado al siglo XX” (Dagatti, 2017: 62).
En síntesis, en el mercado electoral Cambiemos fue el oferente de una promesa refundadora basada en la ilusión postideológica en la cual la gestión -moderna, líquida, transparente, eficaz, a cargo de técnicos ajenos al mundo de la política- reemplaza a la política -antigua, elefantiásica, demagógica, corrupta, ineficiente-. Por su parte, el colectivo antikirchnerista que se forjó durante los años previos con la colaboración invaluable del discurso de la prensa opositora fue seducido por la oferta del macrismo. Este es el punto cúlmine en el que el oferente electoral Cambiemos logró satisfacer la demanda de representación efectuada por un colectivo social tras varios años de espera, demanda que hasta entonces había sido respondida limitadamente a través de canales ajenos a la competencia electoral y la representación político-partidaria.
Conclusiones
En este artículo mostramos cómo a lo largo de los dos gobiernos de Cristina Fernández de Kirchner se produjeron acontecimientos significativos que supusieron una ruptura de lo instituido a la vez que expresaron una voluntad creadora; hechos que movieron el tablero político y contribuyeron a gestar un escenario social y político polarizado.
El conflicto con el campo fue el acontecimiento que marcó el origen de este proceso, el momento en el que resurgieron antagonismos y se puso de relieve la cada vez más irreconciliable posición de dos sectores que se pensaron mutuamente excluyentes. En 2008 se inaugura el periodo de la contradestinación exacerbada, que en el caso del gobierno fue acompañado de un progresivo cierre sobre sí mismo, sobre su núcleo más duro. En el caso del polo opositor la contradestinación tendió a hacerse incluyente, es decir que intentó sumar al paradestinatario a la causa anti-kirchnerista. Además, 2008 fue el inicio de otro proceso que ocupó un papel destacado durante los años posteriores: la emergencia de la prensa opositora como un actor político que, a través de la polémica pública y en el marco de la disputa por la mediación, comenzó a desplegar una narrativa del kirchnerismo desde la cual contribuyó a dar forma a un amplio colectivo de identificación anti-kirchnerista.
En segundo lugar, la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual (LSCA) en 2009 marcó la ruptura total entre los grandes medios de comunicación y el gobierno. Fue la continuidad de un conflicto desatado el año anterior y no puede pensarse sin tener en cuenta el antecedente de la disputa por las retenciones agropecuarias. En este caso, la prensa empezó a ser erosionada desde el discurso oficial, el cual presenta una concepción de los medios de comunicación como grandes grupos económicos con intereses en juego, rompiendo con las ideas naive de los medios como simples comunicadores al servicio de la sociedad. Otra cuestión por destacar fue el recrudecimiento de una problemática que el peronismo históricamente debió enfrentar: la cuestión de la libertad de expresión y la discusión acerca de su carácter autoritario.
En el tercer cuarto nos dedicamos a la conmemoración bicentenario, acontecimiento destacado en tanto hizo del Estado un actor que transgredió la historiografía del liberalismo y trocó el panteón de próceres, lo cual trajo consigo una discusión acerca de la identidad nacional y ofreció una visión del pasado del país como un integrante de la patria grande latinoamericana en detrimento del imaginario liberal de la nación de criollos e inmigrantes que tiene más en común con Europa que con sus vecinos regionales.
Finalmente, analizamos lo sucedido en el largo proceso electoral de 2015. Podemos explicitar este evento como la instancia en la que condensó y cristalizó el emergente colectivo antikirchnerista que se fue forjando en el transcurso de los acontecimientos previos.
A casi una década de la derrota del kirchnerismo, y pese a la promesa del presidente Macri de “unir a los argentinos”, la polarización no solo no cedió, sino que se amplió a un grado que hoy hace vuelve difícil concebir la política nacional por fuera de esa lógica binaria. Por otra parte, el panorama mundial muestra que la polarización no es una condición que afecta solo a Argentina, sino que ha ido marcando la dinámica de cada vez más países. Es necesario seguir pensando cuales son las formas que asume la polarización y, específicamente, resulta necesario investigar acerca de la polarización que se da “por derecha”. Así como a comienzos del siglo XXI la izquierda tomó la iniciativa, hoy es notable el avance que las derechas nutridas de discursos polarizantes están logrando en la región y en el mundo. Es importante seguir de cerca de qué manera las derechas constituyen sus discursos polarizantes, algo que marca una diferencia notable del discurso de las derechas neoliberales de los años noventa.