Lector, demos un paseo filosófico a la manera barroca. En una excursión de esta especie no se avanza en línea recta y la lección no se deja expresar en un silogismo. Deambularemos por los pasillos de un museo imaginario (Malraux 2017). Nuestra primera visita será la sala de lo que conocemos como “naturalezas muertas”. En aquellas pinturas se retratan vituallas y flores acomodadas en espacios domésticos. Cuando exhiben comestibles, los cuadros suelen incluir platos, vasos, cubiertos y utensilios afines, y cuando muestran arreglos florales, incorporan jarrones, libros, relojes e instrumentos varios. A los lienzos del primer tipo se les llamó en España “bodegones” y a los del segundo “floreros” (Cherry 1999). A pesar de su popularidad en los siglos XVI y XVII, se lo tomaba como un género menor: pintura de adorno, por excelente que fuera la técnica del artista (Palomino 1724). Fue hasta la segunda mitad del siglo XVIII que al género se le empezó a conocer como “naturaleza muerta”. La denominación castellana, compartida con la francesa nature morte y la italiana natura morta, contrasta con la que se preservó en Europa del norte, con el holandés stilleven, el alemán Still-leben y el inglés still-life. La diferencia terminológica no es inocua, ya que da pie a dos hermenéuticas que no siempre coinciden (Calabrese 1993). No es lo mismo describir a los objetos como fijos en un sitio o en un instante que declararlos difuntos, aunque todavía se los represente como apetecibles y fragantes. Sin embargo, más allá de esta discrepancia, llama la atención que ambas denominaciones sean metáforas palpitantes y ésa es la primera señal que nos orientará en nuestro recorrido filosófico.
La frase “naturaleza muerta” es una locución nominal de la forma sustantivo + adjetivo como “animal racional” o “sentido común”. La palabra “naturaleza” se origina de la palabra latina natura, que procede de natus, participio del verbo nasci, cuyo equivalente en español es “nacer”. Como lo contrario de nacer es morir, la frase “naturaleza muerta”, sin llegar a ser un oxímoron, desprende un aire de paradoja, incluso de crueldad. Llamar “naturaleza muerta” al cuadro de un inocente frutero nos deja con una inquietud que mueve a la reflexión sobre la vida y la muerte.
Miguel Sánchez, eminente teólogo novohispano, desarrolló un método hermenéutico que consiste en la comparación semiótica entre una imagen y un texto con el fin de esclarecer los significados de ambos. Sus objetos particulares de estudio fueron la imagen de la virgen de Guadalupe y el libro del Apocalipsis (Sánchez 1982). Usaré este método barroco para abordar el concepto de naturaleza muerta. Esta metáfora se adoptó en el discurso estético porque nos revela algo sobre un conjunto de obras de arte. No obstante, la relación hermenéutica entre la metáfora y los lienzos no es unidireccional. Esas mismas pinturas pueden ayudarnos a develar las claves existenciales de la metáfora, es decir, lo que ella nos dice sobre el sentido de nuestras vidas. Ése es el supuesto que adoptaré aquí. Para examinar la metáfora no sólo me ocuparé de textos literarios o filosóficos, sino también de una hilera de pinturas del periodo barroco y, hacia el final, de un par de piezas de arte contemporáneo.
Advierto que nuestro paseo por el museo imaginario no se hará bajo los criterios de la teoría o la historia del arte, sino de una historia filosófica de las metáforas o, mejor dicho, de los conceptos que las conforman y de la manera en que se han entrelazado.1 Aunque la frase “naturaleza muerta” no tenía el uso actual cuando se realizó la mayoría de las obras que veremos, nuestro examen de ellas adoptará la forma de una secuencia hermenéutica de despliegues y repliegues de la metáfora. El propósito historiográfico de este paseo es avanzar en la comprensión de la concepción barroca de la existencia para compararla con la que tenemos hoy en día. El propósito estrictamente filosófico es abordar la pareja de conceptos de naturaleza y muerte para efectuar con ella -como decía Emilio Uranga, en otro contexto- una “circulación de sentido, un vaivén, un recibir y devolver [...] de las significaciones de un cabo al otro” (Uranga 2013, p. 62).
1. Floreros y monjas
Retratar un florero no es tarea inocente. Las flores nunca son sólo flores. Los simbolismos asociados a ellas a lo largo de la historia son incontables (Impelluso 2005). No me perderé en ese laberinto. Mi primera observación será la constatación de un hecho biológico. Un artista que retrata un florero no puede demorarse en su tarea. Aunque las flores permanezcan quietas, se pudrirán en pocos días. Es por ello que, aunque sus cuadros sean conocidos como “naturalezas fijas”, los maestros flamencos también pintaron naturalezas moribundas, es decir, representaciones de la caducidad de la vida.
Se dice que una característica definitoria de las naturalezas muertas es la exclusión de cualquier ser vivo y, sobre todo, de seres humanos (Bryson 2005). Sin embargo, en algunas obras de ese género se transmite un mensaje sutil sobre el sentido de nuestra existencia. Observemos el óleo de Jan Brueghel el Viejo, Pequeño ramo de flores en vaso de cerámica (Figura 1). Un soberbio florero está colocado sobre una mesa. A un lado del recipiente, como si se tratase de un descuido del pintor, encontramos pétalos marchitos, monedas, anillos, es decir, símbolos que le dan a la obra un mensaje poético, además de su mero valor ornamental. El cuadro de Brueghel es, pues, más que un florero: en sus márgenes nos dice algo sobre la fugacidad de la vida humana. No hay nada en el mundo que permanezca sin cambio. No son excepción los objetos retratados en las pinturas del género de las stilleven. Quien pretenda que su belleza o su riqueza estén fijas para siempre vive en el engaño. La lección ha quedado inscrita en la frase lapidaria Vanitas vanitatum omnia vanitas. Es así que del género de la naturaleza muerta -y, en particular, de los floreros- se desprendió el subgénero de las vanitas. En este tipo de pinturas se retratan cráneos u otros objetos semejantes que significan no sólo la brevedad de la vida, sino la vanidad de las cosas humanas.
Por ejemplo, en un elegante cuadro de Adriaen van Utrecht, las tímidas sugerencias de Brueghel se colocan en el centro de la obra: un cráneo, relojes, libros, pétalos marchitos (véase Figura 2). En las vanitas, las flores se transmutan en alegorías. La naturaleza muerta adquiere un sesgo de meditación filosófica, más aún, de lección moral. Así lo resumía, en inolvidable verso, Sor Juana al referirse a la rosa proverbial: “con docta muerte y necia vida, / viviendo engañas y muriendo enseñas” (De la Cruz 1995, p. 279). Es en España, con la obra de Juan de Valdés Leal, que las vanitas adquieren su condición más tenebrosa, eliminando cualquier elemento natural con la excepción de los esqueletos humanos.2 No son estas pinturas -muestras del más oscuro barroco hispano- las que aquí me interesan, sino otras de ese mismo periodo con un mensaje asaz diferente. Para examinarlas tenemos que entrar a una sala diferente del museo.
En la pintura barroca iberoamericana algunos elementos del género de la naturaleza muerta se incorporaron a un subgénero del retrato: las monjas coronadas. En estas obras, ejecutadas en los virreinatos del Perú, la Nueva Granada y la Nueva España, se representaba a las novicias adornadas con magníficas coronas y palmas de flores antes de su entrada al convento. Los arreglos florales de las futuras monjas son tan ricos y elaborados como los de un florero flamenco. Estos cuadros fueron hechos para colgarse en espacios domésticos: las casas familiares de las novicias o el claustro conventual que las recibía. No son alegorías, sino retratos de mujeres de carne y hueso, con nombre y apellido. Observemos el Retrato de profesión de sor Ana María de la Preciosa Sangre de Cristo (Figura 3). En esta obra aparecen varios elementos con valor simbólico que se repiten en los retratos de este tipo: la corona del triunfo de las virtudes, la palma florida de la virginidad y el cirio encendido de la fe (Montero 2008).
Las novicias dejaban el mundo de la vanidad -algunas pertenecían a familias ricas y poderosas- para adoptar la austera disciplina del claustro (Lavrin 2016). A su muerte física, dejaban el mundo terrenal y partían a la tumba con los adornos de una esposa que, por fin, se encuentra con su marido místico. Este último tránsito espiritual quedaba plasmado en los retratos de monjas coronadas muertas. Contemplemos ahora el Retrato post mortem de sor Magdalena de Cristo (Figura 4). Esta obra nos recuerda una naturaleza muerta no sólo por la abundancia de flores. El cadáver de la anciana abadesa parece ocupar el sitio simbólico de los cuerpos de los animales comestibles que aparecen en los bodegones. Para mayor precisión -lo que, en este caso, nos exige estirar los conceptos más allá de sus usos coloquiales- diríamos que nos encontramos ante una naturaleza humana muerta.
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El tema del engaño es uno de los tópicos centrales de la cultura barroca: nada es lo que parece. Las naturalezas muertas del periodo no son una excepción. Se ha estudiado, por ejemplo, el vínculo estrecho entre los géneros de la naturaleza muerta y del trampantojo (Mauriès 1996). En los retratos de monjas coronadas muertas el ardid es más sofisticado. Las flores son aquí símbolos de la vida y de la muerte en busca de una reconciliación. En un mismo giro, las monjas mueren a la vida terrenal y nacen a la vida eterna. Las pinturas de monjas coronadas muertas son así una cándida expresión de la suprema paradoja del cristianismo: la naturaleza humana muerta es la naturaleza creada más viva, porque al morir en la fe vence a la muerte. Paradoja formulada de manera célebre por otra monja, Santa Teresa, con la frase siempre inquietante de “muero porque no muero” (De Ávila 1958, p. 933).
La comparación de las pinturas de monjas coronadas muertas con las de vanitas nos permite advertir un recurso retórico característico del barroco. Las flores, que allá representan vanidades, acá encarnan virtudes. Los ramilletes, que allá denotan la finitud de la existencia, acá simbolizan la promesa de resurrección.3
2. Bodegones y crucifixiones
Volvamos a la sala de naturalezas muertas. Desde la Antigüedad se trazó una distinción entre la megalografía y la ropografía (Sterling 1952, p. 11). La primera es pintura de objetos o asuntos importantes, la segunda de cosas o acontecimientos triviales. Los bodegones serían un típico ejemplo de pintura ropográfica, es decir, escenas que se encuentran en cualquier cocina, por abundantes o exquisitos que sean los manjares. Sin embargo, en la pintura española barroca, el género de la naturaleza muerta se desplaza de la más humilde ropografía a la más sublime megalografía.
Se ha dicho que una diferencia entre las naturalezas muertas de los católicos y las de los protestantes es que las primeras se entienden como un don o una ofrenda mientras que las segundas se toman como un mero agregado de bienes perecederos (Darriulat 2003). Por ejemplo, veamos el ostentoso bodegón de Jan D. de Heem en el que se muestra una mesa con jamones, mariscos y frutos (Figura 5). Estamos ante lo que Simon Schama llamó la “vergüenza de las riquezas” de la vida holandesa del siglo XVII (Schama 1987). La abundancia es una prueba del éxito, pero para una faceta de la sensibilidad protestante puede resultar excesiva, vergonzante, incluso pecaminosa; por eso es tan fácil dar el salto de ahí hacia el subgénero de las vanitas. Nada de eso se deja sentir en las naturalezas muertas pintadas por un monje cartujo español. Los bodegones de Juan Sánchez Cotán se distinguen por su austeridad y humildad. No hay en ellos comida de palacios, sino de convento de monjes pobres. Los alimentos no se muestran en el refectorio o en la cocina, sino almacenados en una bodega, literalmente en un oscuro bodegón (Figura 6). Enmarcados en una ventanilla, encontramos aves pequeñas, unas pocas hortalizas y un cardo que resalta por su blancura elíptica. El más célebre bodegón de Sánchez Cotán reduce al mínimo el número de alimentos para dar un testimonio de la pobreza monacal, pero también de su concentración espiritual (Figura 7). El humilde cardo, acomodado en el mismo sitio, adquiere una individualidad desconcertante. Diríase que la obra ya no es un bodegón, sino el retrato de ese cardo; más aún, que ni siquiera es un retrato, sino una escena religiosa: el cardo, en su sencillez, es un don, vínculo entre Dios y el hombre.
El sentido de ofrenda de la naturaleza muerta adquiere su máxima expresión con Francisco de Zurbarán. El artista sevillano pintó varios bodegones en los que retrató con sensibilidad tazas y platos de cerámica en un fondo negro. Pero no son estos cuadros los que me interesan aquí, sino otros en los que cruza con atrevimiento las fronteras del género. Algunos autores se han percatado del tránsito que hace Zurbarán de la naturaleza muerta a la pintura religiosa, por ejemplo, en sus diversas representaciones del lienzo de la Verónica (Stoichita 2000). Sin embargo, me parece que el deslizamiento más extraordinario lo encontramos en otra de sus pinturas famosas.
Admiremos el Agnus Dei que representa a un cordero con las patas amarradas (Figura 8). La puesta en escena recuerda a los bodegones de Sánchez Cotán: la cocina o la bodega de un mesón o un convento. La dulce blancura del animal resalta con la dramática negrura del fondo. La bestezuela que espera su ejecución con resignación es una metáfora del sacrificio de Jesucristo. Con esta obra de Zurbarán, el género de la naturaleza muerta, acusada de ropografía, alcanza el género de la pintura religiosa, cima insuperable de la megalografía.4
El Agnus Dei respeta la regla del género de la naturaleza muerta de no retratar seres humanos. Si salimos otra vez de la sala de naturalezas muertas, nos encontramos con una obra de Zurbarán que nos sorprende por sus alusiones intertextuales. Comparemos su Agnus Dei con su San Serapio (Figura 9). Nótese cómo algunas características formales del bodegón han sido trasladadas a esta pintura. El cuerpo del mártir mercedario, torturado por los sarracenos, cuelga del techo como una fruta de Sánchez Cotán. El santo también lleva las muñecas atadas, como las patas del cordero del Agnus Dei, y su túnica es tan blanca como el pelaje del animalito.
El deslizamiento transgenérico más extraordinario que podemos adivinar en la obra de Zurbarán va de la naturaleza muerta a la crucifixión.
Hay dos tipos de pinturas de la crucifixión: en unas, Jesucristo aún vive y, en otras, ya ha fallecido. Zurbarán pintó algunas crucifixiones del segundo tipo que merecen nuestra atención. El Cristo muerto crucificado está hecho con la misma técnica con la que el artista ejecutó sus mejores bodegones: el mismo contraste entre la luminiscencia de los cuerpos y el silencioso fondo oscuro, la misma soledad de los objetos en la cápsula de la representación, la misma densidad escultórica de los volúmenes simplificados, la misma desaparición del horizonte exterior (Figura 10). En esta crucifixión extrema se ha borrado todo lo demás: no hay otros personajes, no hay paisaje, no hay narrativa. Se ha llevado a Jesucristo a un misterioso espacio interior que podría ser la capilla de una iglesia, la celda de un monje o la alucinación de un iluminado.
Zurbarán pintó un Jesucristo tan difunto que el mensaje de su resurrección cobra un significado más intenso. Para desplegarlo, utilicemos un recurso retórico característicamente barroco. En un retruécano dos conceptos giran alrededor uno del otro para desprender nuevos acentos. Así, de la frase naturaleza muerta pasamos a la de muerte natural. De acuerdo con la medicina forense, una muerte natural es aquella que acaece por enfermedad o vejez, no por un accidente o un crimen. La crucifixión no es una muerte natural porque es salvajemente violenta. Sin embargo, la muerte de Jesucristo en la cruz tampoco tuvo nada de natural -en el sentido más lato del adjetivo- porque fue la muerte de un Dios. Frente al cuadro de Zurbarán, presenciamos el misterio de un Dios que muere como un ser humano y el de un ser humano que vence la muerte como un Dios. La crucifixión es un quiasmo metafísico.
Zurbarán ofrece una imagen naturalista -entiéndase: realista, objetiva, fidedigna- del cadáver de Jesucristo. Su estilo es muy lejano de las estridencias de El Greco o de Rubens, pero también del naturalismo prosaico -así lo califica Ortega y Gasset 1950- de Velázquez. No hay en el lienzo horror ni compasión ante el crucificado. El pintor se atreve incluso a mostrar las primeras manifestaciones de su lividez cadavérica. Sin embargo, el naturalismo de Zurbarán es un ardid barroco. Mientras más muerta aparezca la naturaleza de Cristo, más poderoso será el anuncio de la vida eterna. Compárese este naturalismo con el de Rembrandt en La lección de anatomía del Dr. Nicolaes Tulp (Figura 11). El cuerpo violáceo retratado por el holandés destaca por su desapasionada exactitud anatómica. Pero no es el cadáver, ni siquiera la lección, lo que más importa en esta obra, sino los retratos de los cirujanos que pagaron al joven pintor para quedar incluidos en el grupo (Reigl 1999). He aquí otro ardid barroco, aunque de otra índole. Volvamos a la comparación entre el naturalismo de Zurbarán y el de Rembrandt. El del primero no decreta el triunfo definitivo de la muerte porque en el ser humano lo natural -lo propiamente orgánico- está supeditado a la libertad humana y a la acción de la Gracia. El del segundo acepta nuestra mortalidad como un hecho palmario o -puesto en lenguaje de Spinoza- como un dato de la natura naturata (Spinoza 1977, proposición 29). Esto no significa que el pintor holandés redujera al ser humano a sus características biológicas o físicas. Como apuntó Georg Simmel (Simmel 1950), Rembrandt siempre retrató personas individuales. Sin embargo, no parece haber en su universo pictórico un recurso para ir más allá de la finitud de lo inmanente. La luz interior que desprenden los sujetos de los retratos de Rembrandt dejó de brillar con su último suspiro.
3. Rebaños y cráneos
Hemos terminado nuestro recorrido por la sala de pintura barroca de un museo imaginario. Aunque el género de la naturaleza muerta tuvo otro momento de esplendor a finales del siglo XIX y principios del XX, ha vuelto a caer en un letargo.5 El problema no es sólo artístico, sino de otra índole: cultural, es más, ecológico. En el siglo XXI, la frase “naturaleza muerta” ha adquirido un sentido tenebroso. Nuestro pavor es que la frase deje de ser una metáfora para convertirse en un certificado de defunción. Imaginamos un futuro próximo en el que, en el peor de los casos, la naturaleza ya no existe porque se ha extinguido o, en un escenario un poco menos catastrófico, se conserva en condiciones artificiales. Cuando la frase “naturaleza muerta” deje de ser una metáfora, será porque ya no habrá más metáforas, porque todo será un erial.
¿Qué tipo de naturaleza muerta puede crear un artista cuando se anuncia con altavoces la muerte de la naturaleza? No puede ser una naturaleza muerta stricto sensu -a menos que se formule como ironía-, sino una obra que salga de las fronteras tradicionales del género.
Entremos a la última sala del museo. Comparemos el Agnus Dei de Zurbarán con el perturbador Lejos del rebaño de Damien Hirst (Figura 12). Un inocente corderito se aleja de su manada y queda atrapado en una pecera de formol. ¿Por qué? ¿Se trata de la evocación de un antiguo sacrificio? (Bataille 2008). No hay respuesta que valga. Lo que en cambio resulta evidente es que nos hallamos frente a lo que podría describirse como una naturaleza muerta perfecta: el animal no podría ser más natural, puesto que es real y, por eso mismo, no podría estar más muerto. La brutalidad de la pieza de Hirst nos obliga a mirar de frente uno de los mayores pecados de la sociedad contemporánea: la desnaturalización de la muerte.6 Por lo mismo, el concepto de “naturaleza muerta” ya no tiene, no puede tener, el mismo significado que hace cuatrocientos años. La provocación de Hirst también nos obliga a reflexionar acerca de la condición humana en un mundo de formol. Como sucede con este tipo de obras, el título es un elemento indisociable de su mensaje. El rebaño al que alude el rótulo podría denotar a la religión cristiana o a la civilización occidental. No pocos se sienten suspendidos, como el cordero de Hirst, por haberse separado de su rebaño ancestral. Fuera de una tradición es muy difícil encontrar respuestas.7
El barroco de la Contrarreforma consideraba que los seres humanos podemos vencer a la muerte porque, además de personas con creencias y deseos particulares, somos una clase privilegiada de criaturas. Ése es el mensaje metafísico de las pinturas que examinamos antes. La filosofía predominante en las sociedades secularizadas nos enseña algo distinto: no somos criaturas ni sustancias individuales, sino sujetos evanescentes en un proceso indefinido de autoconstrucción. El concepto de “naturaleza humana muerta” que pergeñamos en nuestro paso por la sala barroca del museo no tiene sentido en el presente.
¿Hay manera de recobrar algo de la concepción barroca de lo humano? Si lo barroco es una constante histórica, es decir, una modalidad recurrente de la cultura, siempre habrá un arte barroco cuyas manifestaciones aguardan las lecciones que extraigamos de ellas (D’Ors 2002). Para encontrar el barroco del siglo XXI, tendremos que buscarlo en los sitios más inesperados. Por ejemplo, en las galerías de arte más mercantilistas. Hirst es autor de una pieza que ha sido interpretada como un ejemplo contemporáneo del género de las vanitas. Por el amor de Dios es un cráneo de platino totalmente recubierto de diamantes (Figura 13). Ninguna obra de arte ha alcanzado mayor valor monetario y, sin embargo, sabemos que llegará el día -¿dentro de miles de años?- en el que acabará arrumbada, como cualquier cachivache, en algún oscuro rincón. No es ésta, sin embargo, la única interpretación que se ha hecho de esta impactante pieza (Fuchs 2008). Hirst ha declarado que Por el amor de Dios está inspirada en los cráneos adornados con piedras preciosas de los entierros mesoamericanos.8 Esta pista apunta hacia México y hacia la peculiar cultura barroca gestada ahí a partir del siglo XVI (López Ruiz 2009). Vista así, Por el amor de Dios no es una vanitas, sino, por el contrario, una celebración de la vida humana y, en particular, del esfuerzo por escapar de mil maneras -una de ellas, por el arte- no sólo de la condena física de la muerte sino de algo incluso peor, de la muerte en vida, de aquello que Baltasar Gracián (Gracián 2009) llamó la “cueva de la nada”.
Están por cerrar el museo -que no por imaginario deja de tener un horario estricto- y no dispongo de más tiempo para desarrollar la cosmovisión neobarroca aquí esbozada. Si me apuran, resumiría su mensaje con estas palabras: gracias a Dios, sí, pero también gracias a nuestro ingenio, la muerte no vence del todo. ¿Se han percatado de que algunas calaveras sonríen?9