Introducción
En los gobiernos democráticos la igualdad representa un principio fundamental presupuesto en todo ordenamiento normativo. Así, en el Estado de derecho la idea de “igual consideración y respeto” de los ciudadanos en el ámbito político, económico o social se acepta con naturalidad: de hecho, son muchos los trabajos que desde hace tiempo analizan este tema tanto desde la filosofía política como desde la filosofía del derecho.1 Aun así, hoy la igualdad parece haber despertado un interés teórico renovado que se expresa en algunas investigaciones recientes que se especializan en temas de la filosofía práctica. En este sentido, se ha subrayado la importancia de dicho principio en el Estado democrático de derecho mediante la consideración de un ordenamiento político necesariamente sustentado en la voluntad popular (Rosanvallon 2015; Bello Hutt 2018), pero también de un diseño institucional cuyo ordenamiento jurídico promueva la igualdad desde un punto de vista al mismo tiempo individual y social (Saba 2016; Bejan 2018) que tenga en cuenta principios constitucionales (Ferrajoli 2016), y ello, en ocasiones, con el empleo de cierta noción de la naturaleza humana compatible con la declaración universal de los derechos humanos (Waldron 2017). Ahora bien, y no obstante estos planteamientos -en general correctos- que pretenden justificar la importancia del reconocimiento de la igualdad, en lo que sigue exploraré una propuesta de fundamentación del principio de igualdad que se basa en los presupuestos filosóficos de la teoría ética del discurso de Karl-Otto Apel. Se trata de una propuesta que analiza este tema desde un punto de vista moral, sin entrar en discusión con los planteamientos mencionados que sólo se abocan a la justificación de la aplicación de la igualdad y que, aunque respaldan con argumentos sólidos la necesidad de ese reconocimiento, debido al posicionamiento teórico que adoptan no parecen considerar importante una fundamentación del principio en cuestión. Así, debe quedar claro que no se analiza aquí la igualdad en el plano socioeconómico, político o cultural (aunque es imposible no hacer algunos muy breves comentarios al respecto), sino la fundamentación filosófica de un principio de igualdad moral básica, ya siempre presupuesto en las reflexiones teóricas expresadas mediante discursos prácticos sobre el tema.
Así, la tesis de este trabajo es que una justificación filosófica consistente del principio de igualdad se alcanza si se tiene en cuenta el procedimiento reconstructivo que la teoría ética de Apel hace explícita como base de su propuesta para la fundamentación racional de las normas morales: la idea es que si mediante tal procedimiento puede justificarse definitivamente el concepto de discurso práctico (en el sentido que lo plantea esta teoría ética), entonces lo mismo cabe sostener respecto del principio en cuestión presupuesto en tales discursos.
Procederé a justificar mi tesis de la siguiente manera: luego de una breve reflexión acerca de la pertinencia conceptual de buscar una justificación filosófica del principio de igualdad sin dejar de tener en cuenta algunos posibles cuestionamientos (1), se presenta el planteamiento de la ética del discurso de Apel (2). A continuación, se explicitan sus presupuestos teóricos (3) relacionados con el concepto de fundamentación última del discurso práctico: el objetivo de ello es mostrar de qué modo se puede reforzar conceptualmente la propuesta de fundamentación del principio de igualdad en el marco de esta teoría ética (4). Las reflexiones finales sólo pretenden mostrar cómo se conectan los argumentos presentados con las conclusiones, las cuales podrían tenerse en cuenta para desarrollar otras investigaciones sobre este tema de la igualdad, pero ya desde perspectivas políticas o jurídicas, entre otras (5).
Por último, es necesario tener presente desde el comienzo una aclaración de tipo conceptual (aunque, por supuesto, después la explico): sin duda puede parecer paradójico “fundamentar un principio”, en este caso de la igualdad, puesto que, como tal, todo principio es condición de posibilidad y validez de toda fundamentación ulterior. Sin embargo, aquí no intentaré semejante justificación mediante una estrategia deductiva, que ciertamente daría lugar a tal paradoja porque en realidad no puede justificar nada porque conduce o bien a un regreso al infinito de razones que se basan en razones que a su vez se basan en... etc., o bien a una interrupción dogmática de las mismas o, por último, a un círculo lógico en el que aquellas se apoyan de forma recíproca.2 Por el contrario, y como ya se señaló, la estrategia de justificación aquí propuesta se basa en un procedimiento reconstructivo que indaga en las condiciones trascendentales de posibilidad y validez del principio de igualdad para contribuir de manera decisiva a su fundamentación racional y a la justificación de sus respectivas pretensiones normativas de validez.
1. Algunas notas introductorias sobre la importancia de la fundamentación filosófica del principio de igualdad
El principio de igualdad es un ideal fundamental de todo Estado democrático de derecho. Se trata de un principio rector (entre otros) del sistema jurídico y de las democracias constitucionales contemporáneas que entraña un desafío teórico, no sólo en lo que respecta a la fundamentación filosófica de sus pretensiones normativas de validez, sino también en cuanto al modo en que el Estado debería aplicarlo. Ahora bien, puesto que aquí se analiza el problema de la justificación de dicho principio, primero es necesario reflexionar, no respecto a cómo, sino a por qué resulta pertinente una respuesta a dicho problema, para lo cual es necesario responder ciertos cuestionamientos acerca de la relevancia del tema de este trabajo.
Una primera objeción en este sentido podría plantear que, por ejemplo, no hay razón para afirmar que las reivindicaciones de la necesidad de poner en marcha estrategias políticas y jurídicas para intentar solucionar los problemas derivados de la desigualdad carecen de respaldo si no hay una justificación filosófica del principio en cuestión. Frente a este tipo de señalamiento cabe destacar que, aunque quizá no resulte ni moral ni filosóficamente necesaria semejante fundamentación para que los requisitos normativos (y las correspondientes reflexiones) orientados al reconocimiento efectivo de la igualdad tengan validez (requisitos que, por supuesto, deben fundamentarse en todo Estado democrático de derecho), esto no significa que quepa desvirtuar todo intento de justificar filosóficamente el principio de igualdad. En la teoría del discurso (y en la teoría ética que en ella se basa) todo ordenamiento normativo -como los ordenamientos sociopolíticos- se concibe como una práctica determinada a la que la justificación siempre le resulta inherente. Esto significa que, por ejemplo, esta práctica de justificación se entiende como una actividad en la que las personas sometidas a determinadas normas o instituciones tienen derecho a verificar los fundamentos de la validez de ese orden, y también, quizá, a rechazarlo para determinarlo de otra forma. Así, toda pretensión de dominio sobre ese ordenamiento sólo puede ser legítimo si está justificado, lo cual implica que la correspondiente práctica de justificación debe poder institucionalizarse. Reiner Forst ha señalado en este sentido que “la demanda fundamental que puede hacer una persona, por ejemplo, en el mundo político -pero, en los contextos adecuados, también en la moral como tal- es la de ser ella misma una autoridad justificatoria y en igualdad de condiciones respecto de los demás, en lo que se refiere a aquello que ha de valer para ella” (Forst 2015, p. 18; cfr. pp. 16-17). En lo que atañe a la igualdad, esta afirmación respecto de la justificación puede interpretarse como si se refiriera no sólo a las reflexiones sobre los requisitos normativos que, mediante determinadas razones, pretenden exigir su reconocimiento, sino también al principio en cuestión, presupuesto en las pretensiones de validez inherentes a tales reflexiones. Por esto es que, para ilustrar en qué sentido el requisito de justificación inherente a las decisiones orientadas al reconocimiento efectivo de la igualdad se extiende también a la fundamentación del principio (de igualdad) que tales decisiones presuponen, cabe destacar aquí que ciertas medidas ya específicamente políticas, como la progresividad de los impuestos, la transferencia de recursos desde sectores con mayores ingresos hacia quienes menos tienen o el establecimiento de niveles mínimos de acceso a bienes culturales, sociales o económicos, son medidas que tienden a disminuir la desigualdad y a anular el mismo tipo de discriminación que condena de manera explícita el ideal del principio de igualdad moral, que aquí se fundamenta a partir de la identificación de los fundamentos del concepto de discurso práctico.3
Un segundo cuestionamiento crítico relacionado con el anterior podría resumirse de la siguiente manera: ¿es relevante la justificación del principio de igualdad en la esfera público-política? Es decir, admitir la corrección conceptual de la fundamentación de este principio a partir del marco teórico de la ética del discurso ¿implica aceptar que tal fundamentación también es importante en dicho ámbito? Si bien, como señalé en la introducción, el principio de igualdad se analiza aquí desde el punto de vista moral y no filosófico-político, resultan pertinentes algunas reflexiones breves sin perder de vista la perspectiva moral de la argumentación porque dicho principio también es relevante en el ámbito de las democracias constitucionales que imperan en el Estado democrático de derecho. En efecto, cabe destacar que la constitución nacional que los tribunales deben aplicar a casos concretos expresa una serie de principios que determinan -porque subyacen como su fundamento- todos los derechos y las normas que rigen a la comunidad política sometida a su jurisdicción. Por supuesto, uno de estos principios es el de igualdad que, en consecuencia, es inherente a las ideas que determinan aquel ordenamiento institucional del Estado de derecho y el consecuente sistema de autogobierno democrático adoptado para tomar decisiones públicas, todo lo cual contribuye a comprender la relevancia de la pretensión de su respectiva justificación. Así, el principio de igualdad (junto con otros principios como el de libertad, autonomía, etc.) es el que regula, por ejemplo, las interacciones en los espacios formales, constitucionalmente diseñados para tomar decisiones colectivamente vinculantes y sus relaciones con los espacios informales, representados por la opinión pública y las diversas organizaciones de la sociedad civil que en ella se incluyen: se trata de un tipo de interacción cuyo diseño tiende a garantizar un mínimo nivel de horizontalidad democrática, aun en un sistema delegativo de gobierno.4
Al margen de cómo se interprete, el principio de igualdad en el Estado de derecho implica un conjunto de exigencias normativas que garantizan el reconocimiento (por parte del Estado) de derechos básicos, fundamentales para la convivencia democrática. Ahora bien, aun cuando se plantee correctamente la exigencia de la importancia del reconocimiento y la consecuente instauración de la igualdad en el Estado democrático de derecho (cuestión que, como se mencionó, aquí no se analiza ni se juzga), es posible profundizar desde el punto de vista conceptual en la tematización del principio de igualdad. Y es precisamente esta “posibilidad” la que motiva aquí la exigencia filosófica de explicitar la correspondiente fundamentación de este principio, siempre presupuesto en toda reflexión sobre la importancia de la instauración y el reconocimiento fáctico de la igualdad en el Estado democrático de derecho. A fin de (ahora sí) comenzar a desarrollar las reflexiones pertinentes para intentar alcanzar este objetivo, en lo que sigue importa tener en cuenta el marco teórico de la ética del discurso, cuyo planteamiento conceptual es necesario presentar.
2. La ética del discurso de Karl-Otto Apel: una introducción
La ética del discurso es una teoría alemana que surgió a comienzos de los años setenta del siglo pasado y cuyos principales exponentes son Apel y Habermas. Esta teoría ética manifiesta un carácter procedimental e intersubjetivo que estriba en la confrontación crítica de argumentos para obtener consensos motivados racionalmente como condición de validez de la pretensión de justificación racional de las normas morales. En el caso de Apel, la ética del discurso sostiene la exigencia trascendental de investigar las “condiciones de posibilidad y validez”, pero ya no considera necesario buscarlas en las estructuras de la conciencia (Kant), sino en el lenguaje y la argumentación.5
El punto de partida de la ética del discurso de Apel se encuentra en el tomo II de su Transformación de la filosofía (1973), donde analiza los presupuestos éticos de la ciencia tal como la concebía el positivismo lógico, que negaba la posibilidad de una fundamentación racional de la moral. En efecto, desde su mismo origen la ética del discurso ha sido objeto de fuertes cuestionamientos, entre los cuales se señalaba un desafío interno y uno externo por parte de la ciencia a toda pretensión de fundamentación racional de las normas morales: mientras que el desafío externo suponía la necesidad tanto de una evaluación racional de las consecuencias de las acciones como del establecimiento de metas razonables en consonancia con la necesidad de establecer una macroética de la responsabilidad solidaria,6 el desafío interno planteaba un rechazo a tal posibilidad ya que implicaría la adopción de una perspectiva inconsistente con la pretensión de neutralidad de la racionalidad científica, supuestamente despojada de toda clase de valoraciones subjetivas.7 A partir de estos planteamientos parecía que toda ética normativa estaba superada lógicamente y que sus fundamentos habían sido desenmascarados por la filosofía “científica”, según la cual éstos eran meramente dogmáticos e ideológicos. Sin embargo, frente a estos desafíos el planteamiento de Apel consistió en señalar que:
[e]n la argumentación racional que se presupone no sólo en cada ciencia, sino también en cada discusión de problemas, se presupone la validez universal de normas éticas. [En efecto,] no podemos comprobar la validez lógica de los argumentos sin presuponer en principio una comunidad de pensadores capaz de alcanzar un entendimiento intersubjetivo y un consenso. De esto resulta que la validez de un pensamiento solitario depende de la justificación de enunciados lingüísticos de una comunidad de argumentación.8
Si se entiende de manera correcta, esta tesis tiene importantes consecuencias para una teoría que quiera alcanzar una fundamentación racional como la ética del discurso: la idea es que la justificación de todo posible pensamiento depende de una comunidad de argumentación, y en tal sentido también del seguimiento de una “norma moral fundamental” sin la cual no sería posible la interacción comunicativa. En la opinión de Apel, esta norma, cuya vinculación con la igualdad comienza ya a entreverse a partir de aquí, se expresa en el reconocimiento recíproco de todos los miembros de dicha comunidad como interlocutores con los mismos derechos. Se trata de una norma básica (Grundnorm) que es válida a priori y universal porque exige resolver conflictos mediante procedimientos en los que tengan vigencia discursos prácticos. En la teoría ética de Apel esta clase de discursos, cuya tematización expondré en la próxima sección, se conciben como argumentos para intentar obtener consensos racionales para la legitimación de normas situacionales,9 y en las que los participantes involucrados aceptan valerse exclusivamente por la “fuerza de coacción” que sólo las mejores razones pueden ejercer,10 y en las que éstas, además, siempre son falibles y revisables.
El enfoque apeliano de la ética del discurso entraña una propuesta procedimental e intersubjetiva para la justificación racional de las normas morales que se divide en dos partes: A) de fundamentación estricta, y B) de fundamentación de la aplicación de las normas (así justificadas) en contextos históricos, caracterizados por el no reconocimiento de la validez de tales discursos prácticos.11 Empero, a fin de abordar el problema de la fundamentación filosófica del principio moral de la igualdad, tema éste que sólo ha sido implícitamente mencionado, pero no explícitamente tematizado ni por Apel ni por sus discípulos y colegas (Böhler, Kuhlmann, Kettner, etc.), a continuación es necesario comenzar a hacer explícitos los presupuestos filosóficos de la concepción de Apel de la teoría en lo que respecta a su parte A) de fundamentación.
3. Pragmática trascendental del lenguaje como presupuesto teórico de la ética del discurso: una propuesta de fundamentación filosófica del principio de igualdad
¿Qué contribución puede brindarse desde la ética del discurso al problema de la justificación filosófica del principio de igualdad? ¿Qué función puede desempeñar en este sentido la tematización respecto de los fundamentos conceptuales de esta teoría, específicamente en lo que concierne a la explicitación de los presupuestos normativos inherentes a la dimensión pragmática del discurso argumentativo? Responder estas cuestiones implica hacer explícito el concepto de “discurso práctico” inherente al procedimiento de fundamentación racional de las normas morales de aquella teoría ética.
La pragmática trascendental entiende el vocablo “discurso” como un término técnico específico de la filosofía contemporánea sobre todo a partir de los trabajos de Habermas, quien lo concibe como un examen crítico-argumentativo de las pretensiones de validez presupuestas en una afirmación específica. Este examen es necesariamente dialógico y exige, ante todo, la simetría y la correspondiente igualdad de derechos entre quienes participan en él ya sea para formular argumentos nuevos, criticar los previamente planteados o exigir que se reconozcan y respeten sus intereses particulares.12 En esta acepción del discurso, entendido en términos de “discurso práctico”, se acentúa su carácter comunicativo y por el cual se deben cumplir estrictas condiciones de simetría entre los participantes, haciendo explícito el reconocimiento de la igualdad. Esto significa que se establecen requisitos muy estrictos para los hablantes por los cuales ningún participante ocupa un lugar de privilegio: por lo tanto, esta característica no se da en el caso de diálogos argumentativos en, por ejemplo, los ámbitos pedagógicos (maestro y alumno), terapéuticos (médico y paciente), retóricos (hablante y oyentes) o en situaciones de dominación explícita que contextualizan una discusión entre dos partes esencialmente desiguales, pero que aun así pretenden encontrar en conjunto una solución para un problema específico. En estos ejemplos no es posible hallar la igualdad estricta entre los participantes. Por el contrario, en el discurso práctico todos los hablantes desempeñan el mismo papel, el de interlocutor discursivo, sin asumir papeles dependientes de las funciones específicas que deben cumplir y del objetivo general de cada diálogo argumentativo. Esta condición de simetría en la que se expresa la igualdad es una de las condiciones del discurso reconstruidas por la pragmática trascendental del lenguaje de Apel.13 Así, la aptitud pragmática (no sintáctica ni semántica) del hablante que formula discursos prácticos permite situar el problema de la justificación de la validez de un enunciado ya no sólo en el contexto de la verdad, sino también y fundamentalmente en el ámbito de la comunicación y del discurso, que es justo donde se ubican en términos conceptuales las pretensiones de validez del principio de igualdad y también de la teoría ética del discurso del filósofo alemán.
La ética del discurso establece de esta forma un procedimiento intersubjetivo de deliberación racional que se basa en las presuposiciones pragmáticas del discurso práctico, en el que se fijan las condiciones de la deliberación por las cuales a todos se los reconoce por igual (y todos pueden hacer uso por igual de) los derechos de participación que éste entraña para plantear argumentos respecto de un determinado tema y, en consecuencia, tomar una decisión: en términos negativos, no es posible justificar una pretensión de validez mediante tales discursos sin al mismo tiempo reconocer los mismos derechos inherentes a todos los que forman parte de una comunidad, que Apel caracterizaba como “ilimitada” de comunicación, y que, como afectados, tienen que poder participar en dicho procedimiento en igualdad de condiciones. Es justo en este contexto que Habermas establece (y Apel, aunque con reservas, también reconoce) el ya mencionado principio del discurso como criterio ineludible de fundamentación racional: “válidas son precisamente aquellas normas de acción a las que todos los posibles involucrados puedan dar su asentimiento como participantes en discursos racionales” (Habermas 1994, p. 138).14 Se trata de una definición cuya parte fundamental para el tema que analizo aquí está en las últimas cinco palabras, cuando se menciona el asentimiento que los interlocutores tienen que dar “como participantes en discursos racionales”, pues revela que dicho principio implica una forma de diálogo en el que, de nuevo, se confrontan las pretensiones de validez de opiniones y normas desde un punto de vista necesariamente dialógico, en el que se exige la igualdad de derechos y la correspondiente simetría entre quienes participan en tal procedimiento. Éste es el principio moral básico de la ética del discurso que puede aplicarse a la reflexión filosófica respecto del principio de igualdad: resolver los conflictos de intereses a través de argumentos que se expresan en discursos prácticos en condiciones simétricas de participación; y esto es importante tenerlo en cuenta aquí pues el énfasis no está, como se suele interpretar, en el posible acuerdo, sino en la participación libre e igual de todas las partes implicadas.15
Son justo estas consideraciones sobre las implicancias de plantear un discurso práctico lo que posibilita comprender en qué sentido corresponde identificar la igualdad como un elemento básico de la deliberación práctica intersubjetiva.16
De esta forma, en el marco de la pragmática trascendental del lenguaje presupuesta por la teoría ética de Apel el carácter conceptualmente distintivo del diálogo argumentativo llamado “discurso” es (una vez más) la igualdad, por cuyo concepto de “discurso práctico” ninguno de los participantes ocupa un lugar de privilegio, puesto que todos están sometidos a las mismas reglas y cada uno debe reconocer a los demás los mismos derechos: esto significa que, en los procedimientos decisorios de esta teoría, todos los posibles participantes tienen que tener el mismo (y por lo tanto igual) derecho de criticar y el mismo (y por lo tanto igual) deber de justificar sus opiniones exclusivamente a través de la ya señalada “fuerza de coacción” de los mejores argumentos.17
La explicitación reconstructiva de los presupuestos inherentes a la formulación de todo discurso práctico permite entonces identificar la igualdad como ya siempre y necesariamente activa en el uso de tal clase de discursos.
Ahora bien, la pregunta que aún podría plantearse es: “¿en qué sentido esta reflexión sobre las implicancias inherentes a la dimensión pragmática de los discursos prácticos (como instancia ineludible para justificar las normas morales en el procedimiento decisorio de la teoría ética del discurso, pero también para justificar toda pretensión universal de validez), fundamenta también el principio de igualdad en vez de simplemente presuponerlo de antemano?”18
4. Sobre la fundamentación última
Frente a autores que parecen haber dejado de lado el esfuerzo filosófico de fundamentar el principio de igualdad ya sea porque se apoyaron en la presuposición de este último para luego desarrollar sus implicancias,19 negaron de manera explícita la necesidad de semejante justificación debido a que simplemente constituiría un compromiso personal no negociable,20 o consideraron que la igualdad implica un principio aceptado “por defecto” que debería prevalecer a menos que se suministre un ejemplo en contrario,21 el planteamiento teórico de la ética del discurso de Apel permite responder la pregunta final del apartado precedente a partir de su concepto de fundamentación última (Letztbegründung), que el filósofo de Fráncfort concibió en el sentido de una reflexión reconstructiva de las condiciones de posibilidad del conocimiento formulado lingüísticamente en discursos prácticos.
En relación con este tipo de fundamentación, Apel ha señalado que, cuando se demuestra que algo no puede fundamentarse sin al mismo tiempo presuponerlo porque está presupuesto en toda argumentación, se llega entonces precisamente a un tipo de justificación que se identifica como “fundamentación última”, pues implica un punto más allá del cual no se puede ya retroceder mediante el discurso. El desarrollo de este tipo de demostración permite evidenciar que la argumentación siempre es un presupuesto necesario en toda fundamentación racional y, en consecuencia, que supone también un sentido irrebasable (Nichthintergebahr) por el cual no es posible criticarla sin recurrir a ella para expresar una objeción.22 En un trabajo de mediados de la década de 1970 que se publicó en Diánoia, Apel sostuvo que:
el problema de la fundamentación última se muestra como inteligencia reflexiva, pragmático-trascendental, de los fundamentos [...] de la argumentación misma [pues] si yo no puedo impugnar algo sin autocontradicción real y al mismo tiempo [tampoco puedo] fundarlo deductivamente sin petitio principii lógico formal, entonces éste pertenece precisamente a aquellos supuestos pragmático-trascendentales de la argumentación que uno tiene que haber reconocido siempre, si el juego lingüístico de la argumentación ha de conservar su sentido.23
Sin duda, el filósofo se refiere al discurso mismo, pues es esto lo que se encuentra fundamentado en un nivel primordial debido a que no es posible cuestionarlo sin caer en una autocontradicción pragmática o performativa (pragmatischer Selbstwiederspruch), ya que para ello se requiere justificar tal cuestionamiento con un discurso argumentativo.24
Para Apel la “fundamentación última” expresa entonces el carácter irrebasable del discurso porque está presupuesto de manera necesaria como condición trascendental de posibilidad de toda argumentación filosófica, aun de la que pretende objetarla. De este modo, es posible comprender en forma reflexiva la señalada irrebasabilidad del logos y el carácter esencialmente comunicativo de la razón que se articula en el lenguaje. En este sentido, Apel sostuvo también que:
cuando comprobamos, en el contexto de una discusión filosófica sobre la fundamentación de argumentos [i.e., en el contexto de una discusión basada en discursos prácticos], que algo no puede ser fundamentado por principio, porque es condición de posibilidad de toda fundamentación, [...] hemos alcanzado un conocimiento tal como lo entiende la reflexión trascendental última (Apel 1973, p. 406)
y por ello es que, cuando alguien se pregunta por la posibilidad del discurso racional, ha pisado ya siempre el terreno firme en el que precisamente se apoya el discurso argumentativo o, de nuevo, el “discurso práctico” tal como lo entiende la teoría ética apeliana.
Así, la fundamentación última que propone Apel no puede pensarse en un sentido lógico-deductivo, y menos aún como resultado de una reflexión circular, sino que debe comprenderse como consecuencia de una reflexión pragmático-trascendental que simplemente alude al hallazgo de presupuestos inherentes a la acción de argumentar que funcionan como condiciones de validez de ésta y que, por lo tanto, no pueden justificarse sin presuponerlos ni se pueden negar sin incurrir en la mencionada autocontradicción. Precisamente por esto el filósofo también ha señalado que “lo más notable de la fundamentación última filosófica, se halla en el argumento reflexivo -pragmático-trascendental, y no deductivo-, de que no se puede razonar o decidir prácticamente ni en favor ni en contra de las reglas del juego trascendental de lenguaje sin presuponer ya esas reglas” (Apel 1975, p. 173).
Ahora bien, si se tienen en cuenta los presupuestos filosóficos de esta teoría ética del discurso, corresponde destacar ahora para el caso de la justificación filosófica del principio de igualdad que una reflexión estricta sobre las acciones que realizan los interlocutores cuando argumentan a partir de discursos prácticos (por ejemplo, sobre las acciones de afirmar, objetar, interrogar, justificar, etc., y que siempre se basan en la “fuerza de coacción de las mejores razones”), permite identificar a dicho principio no sólo como revestido moralmente, sino también, y esto es lo importante aquí, ya siempre activo en, o constitutivo de, tal clase de interacciones discursivas, pues se trata de argumentaciones que presuponen siempre una comunidad de comunicación en cuyas relaciones intersubjetivas los interlocutores discursivos involucrados se reconocen recíprocamente en igualdad de condiciones. El hecho de que estos interlocutores siempre presupongan (aunque sea de manera implícita) esta igualdad indica, como en el caso del discurso práctico, que el principio que la igualdad expresa resulta justificable conceptualmente también en un sentido último. Esto resulta obvio cuando se aplica el mismo tipo de reflexión para tal clase de discursos, i.e., cuando se aplica la misma estrategia de la irrebasabilidad y la autocontradicción: puesto que la igualdad se encuentra ya siempre y de manera necesaria aceptada en el discurso práctico, resulta irrebasable porque en las interacciones entre los interlocutores que reflexionan sobre tal principio no es posible prescindir de ella; por ejemplo, para analizarla tomándola como objeto de estudio mediante discursos argumentativos. Esto demuestra que no es posible retroceder más allá del discurso práctico para justificar con argumentos el principio de igualdad; un discurso que, por definición, lo presupone.25 Además, esta fundamentación última del principio de igualdad que se identifica con el discurso práctico también expone una contradicción pragmática cuando no se lo reconoce en tales interacciones: en efecto, resulta autocontradictorio explicitar y por ello reconocer las implicancias normativo-morales de las acciones inherentes a la formulación de discursos prácticos en el marco de una comunidad intersubjetiva de comunicación y al mismo tiempo negar que tales implicancias presupongan ya siempre relaciones simétricas en las que se expresa la igualdad entre los interlocutores discursivos involucrados que interactúan con tales discursos.26 Si se tiene en cuenta aquí la anterior cita de Apel pero ahora en relación con el tema de este trabajo, puede señalarse que, cuando en el contexto de una discusión filosófica (que se desarrolla mediante discursos prácticos) sobre la fundamentación del principio de igualdad se comprueba que este principio no puede fundamentarse independientemente de tales discursos porque está presupuesto en (y es condición de posibilidad de) toda fundamentación, se alcanza un conocimiento que permite justificarlo tal como se plantea en el marco de la reflexión trascendental última.27
La exposición de una parte de los presupuestos filosóficos de la ética del discurso que analizo aquí (discurso práctico, fundamentación última, irrebasabilidad, autocontradicción pragmática/performativa), no sólo permite fundamentar en un sentido reconstructivo (y no deductivo) las pretensiones de validez de tal planteamiento teórico, sino también el principio de igualdad para cuya justificación no es necesario entonces apelar a entidades metafísicas o de cualquier otro tipo (como, por ejemplo, cierta idea de “naturaleza humana” señalada por Waldron).28 Lo que se necesita es reflexionar sobre las implicancias que entrañan las acciones de argumentar mediante discursos prácticos, en los que ya siempre resulta inherente la igualdad: hacer explícitos los presupuestos normativos e inherentes al acto de plantear pretensiones universales de validez mediante esa clase de discursos argumentativos permite identificarlos como una expresión del reconocimiento recíproco de quienes se saben mutuamente interlocutores válidos, facultados para aceptar o rechazar de forma autónoma y en conjunto la pretensión de justicia presupuesta en los requerimientos normativos vigentes. Este momento de reconocimiento recíproco como expresión de la intersubjetividad dialógica es ya un momento ético que, en consecuencia, presupone la igualdad y el principio en el que la misma se expresa.
5. Consideraciones finales
La fundamentación del principio de igualdad moral básica que puede descubrirse con base en el marco teórico de la ética del discurso no debe interpretarse como una propuesta para subsanar un problema conceptual en los trabajos sobre el análisis de los requisitos normativos para la instauración de la igualdad que mencioné en estas páginas. Frente a los planteamientos que niegan la pertinencia de tal fundamentación (y que también mencioné) o que se embarcan en ese proyecto con una estrategia teórica adecuada pero sin profundizar demasiado en los presupuestos inherentes a las afirmaciones que hacen,29 la aportación de la teoría ética de Apel para este problema consiste en mostrar de qué modo resulta viable conceptualmente justificar de manera primordial y filosófica el principio en cuestión, siempre presupuesto -por ser irrebasable- en las interacciones comunicativas sobre el tema mediadas por discursos prácticos: se trata, en consecuencia, de un tipo de presuposición que además no puede cuestionarse sin incurrir en una autocontradicción pragmática.
A partir de aquí surgen distintos temas de análisis relacionados con la viabilidad de adaptar esta propuesta (no excluyente) de fundamentación del principio de igualdad a discusiones ya no estrictamente morales, sino también epistémicas, políticas, o jurídicas que analizan la igualdad desde estos puntos de vista y ello, por ejemplo, en parte complementándose con los enfoques citados en la introducción. En efecto, podría comenzarse con el problema de la definición explícita de la igualdad con el fin de alcanzar especificaciones conceptuales distintas a las ya señaladas; por ejemplo, en el sentido de analizar si corresponde o no identificar el principio de igualdad también como un principio analítico o formal, para luego avanzar hacia el ámbito práctico-político y así, mediante diferentes estrategias teóricas, identificar situaciones en las que el Estado no reconoce públicamente a los ciudadanos como agentes morales iguales (González-Ricoy y Queralt 2018); a su vez, y ya desde una perspectiva iusfilosófica, se podría también reflexionar sobre la viabilidad de una interpretación constitucional del principio de igualdad ante la ley que imponga al Estado obligaciones y deberes hacia los conciudadanos más desaventajados frente a dicho principio,30como una manera de abogar por una explicitación constitucional de esos derechos que posibilite el cumplimiento y reconocimiento de niveles mínimos de igualdad.31 Ahora bien, para el análisis de todos estos temas desde todos estos ámbitos de la razón práctica, incluida la parte B) de la teoría ética del discurso que mencioné páginas atrás -que se enfoca en los problemas prácticos de la aplicación del procedimiento decisorio de fundamentación en el ámbito político-democrático-, se requiere un trabajo de investigación independiente. Un trabajo que, sin embargo, no podrá prescindir del discurso práctico-argumentativo para justificar sus pretensiones universales de validez.*