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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.46 Ciudad de México ene./jun. 2012

 

In memoriam Richard E. Greenleaf (1930-2011). Académico completo, gran Maestro y hombre excepcional

 

Jorge E. Traslosheros

 

Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México.

 

Es asunto por demás conocido que el título de doctor lo otorgan las universidades. Sin embargo, ninguno de los títulos que otorgan las universidades se compara con el más grande reconocimiento que pueda recibir en su vida un académico. Me refiero al que solamente los alumnos, a través de los años, otorgan a sus docentes y es el de Maestro. No el de maestría tan propio de las universidades, sino el de Maestro con mayúscula. Esto quiere decir que una persona se ha desempeñado con sabiduría a lo largo de su vida y lo ha dejado plasmado así en sus grandes conocimientos, como en su sentido profundo de humanidad. Las palabras que ahora escribo quieren ser un homenaje a quien considero mi querido Maestro: el doctor Richard E. Greenleaf. Un reconocimiento por necesidad limitado e incompleto, más no por ello menos verdadero.

Conocí al doctor Greenleaf mucho antes de verle en persona. Le conocí leyendo su historia de la Inquisición en la Nueva España durante el siglo XVI y, posteriormente, sus estudios sobre Zumárraga. Quedé prendado de la sencillez de su historiografía. Acostumbrado a los laberintos historiográficos de los años setentas y ochentas, leer tanta frescura me resultó sorprendente y apasionante. De repente tenía en mis manos un estudio que dejaba claro lo que el autor quería decir y las ideas quedaban en su lugar. La lectura de estos libros consolidó lo que ya entonces, bisoño historiador, se asomaba como una vocación para mí: la historia judicial en materia religiosa, de manera más concreta, el estudio del provisorato, audiencia eclesiástica o simplemente tribunal eclesiástico ordinario.

Años después, no muchos debo decirlo, me nació el deseo profundo de estudiar un doctorado en Estados Unidos. ¿Por qué el país del norte? Es una pregunta que, hasta la fecha, no he podido responder. Supongo que era premonición o destino. Acaso desatino. Como sea, fue una intuición de la cual me dejé llevar. Empecé a buscar un lugar donde acogieran el tipo de investigación que yo quería realizar, sin mayor suerte. El tema del provisorato era, por decirlo de alguna manera, tan extravagante como desconocido. Mis esfuerzos encontraron el apoyo de dos hombres cuya generosidad ha sido notable en diversos momentos y por la cual les vivo agradecido. Pregunté primero al doctor Brian Connaughton quien, sin más, me puso en contacto con el doctor William Taylor y éste, a su vez, me dirigió hacia el doctor Greenleaf. Sin pensarlo mucho le escribí como pude, con ayuda de mi hermano Gerardo dicho sea en justicia. Le expliqué mis inquietudes y deseos. Mi carta la consideré una botella en el mar que, al poco tiempo, llegó a una playa donde una mano generosa la levantó. Esa mano fue la del doctor Greenleaf.

No habían pasado muchas semanas cuando recibí un fax. Se me otorgaba una beca por parte del Stone Center for Latin American Studies para cursar el doctorado. La investigación sobre el provisorato estaba en la mira del doctor Greenleaf y yo era el primer loco que se atravesaba en su camino con ganas de llevarla a cabo. Ni en mis más ilusionados sueños hubiera imaginado algo así. Fue la primera muestra, entre muchas más que vendrían, de la generosidad que le caracterizó y de la cual doy testimonio fiel en estas breves líneas.

Mi primer encuentro con el doctor Greenleaf ha sido inolvidable. Detrás de su gran escritorio, en una oficina por demás sencilla, estaba sentado este hombre mayestático portador de gran sentido del humor y habilidad excepcional para contar pequeñas historias. Sabía escuchar en forma tal que, con especial intuición, comprendía a la primera las necesidades de sus estudiantes, en este caso, mis necesidades. Desde entonces fui con regularidad en busca de sus consejos y orientaciones que culminaron con mi tesis doctoral sobre la Audiencia del Arzobispado de México. Sus enseñanzas las administraba en dosis pequeñas y constantes hasta configurar un largo proceso de aprendizaje. Sus ideas y observaciones me siguen acompañando y, como docente universitario, me toca transmitirlos a mis alumnos.

En el aula era todo un profesor de estilo medieval, mejor aún, al modo en que seguramente se desenvolvían los doctores de la Nueva España que, dicho sea de paso, era el hábitat natural de mi Maestro. Su presencia mayestática se convertía, así, en virreinal. Orden, claridad y dominio del tema a tratar eran su característica. Jamás improvisaba. Nunca le vi presentar una clase que no hubiera preparado al detalle. Para cuando recibí sus lecciones ya no podía mantenerse en pie durante mucho tiempo por problemas con una de sus rodillas, así que daba la clase sentado en su escritorio. A los estudiantes de posgrado nos obligaba a desarrollar dos trabajos de investigación al semestre, de los cuales teníamos que entregar reporte escrito y oral frente a los demás compañeros. Su sola presencia imponía, pero más su capacidad de cuestionar con fineza y certeza nuestros planteamientos. Guillermo de Ockham no lo hubiera hecho mejor. Con sus estudiantes mantenía una distancia académica sembrada de generosidad. Por principio no escatimaba apoyo a sus alumnos; pero era severo con quien desafiaba su confianza. Al final, un trato muy justo. A lo largo de su vida dejó inobjetable testimonio de que sus alumnos eran su más grande prioridad.

Su pasión por la vida universitaria llevó al doctor Greenleaf a convertirse en auténtico promotor de instituciones en México y Estados Unidos. De ello dejó prueba en la Universidad de Nuevo México, en la Universidad de las Américas —de la cual llegó a ser decano— y, por supuesto, en la Universidad de Tulane donde llevó al Stone Center for Latin American Studies a ocupar un lugar muy destacado entre los programas de su tipo en Estados Unidos.

Richard E. Greenleaf es reconocido entre los historiadores por la serie de investigaciones que realizó en torno a la figura de fray Juan de Zumárraga y sobre la Inquisición de la Nueva España durante el siglo XVI, con serias incursiones en el XVII. Sin embargo, hay que decirlo, realizó notables trabajos en otras temáticas como, por ejemplo, las cofradías y los gremios. Con sus investigaciones puso a la historia judicial en sintonía con la social y, dentro de ésta, la religiosa. Así, el Derecho y la Religión en su amplio y profundo sentido, retomaron el lugar que les corresponde como componentes centrales de la cultura no solamente del México virreinal, pero también de la cultura occidental, como han demostrado muy diversas investigadores de la talla de Harold Berman, Keneth Pennington, Paolo Grossi y Paulo Prodi. Logró plantar su propuesta historiográfica en México en un momento complicado. En aquellos años un marxismo de botica y sus derivados, así como sus actuales herederos, querían mandar el Derecho y la Religión al basurero de las superestructuras ideológicas dedicadas a justificar la dominación de clase. El doctor Greenleaf, sin entrar jamás en estériles debates y sin proponérselo de manera explícita pues no formaba parte de su plan de trabajo, dejó bien sentado que estas dos realidades son parte integral del entramado social, no un reflejo sino parte sustantiva de la realidad sociocultural como lo son la economía, el pensamiento, la filosofía y las tradiciones entre otros más. Comprendía, sin estridencias, que la realidad histórica es sencillamente compleja, como lo es la humanidad que la genera.

Tenía un secreto cuya aplicación dio a sus investigaciones un nivel de calidad excepcional, el cual ha estado a la vista de todos aunque no siempre se ha comprendido. Se propuso realizar una historiografía apegada a un método que él mismo reconocía haber aprendido de su gran maestro France Vinton Scholes. Siempre será necesario partir de las fuentes, tratarlas con amabilidad y sabiduría pues éstas, ubicadas en sus contextos precisos, nos permiten acercarnos de manera comprensiva al pasado y reconstruirlo críticamente. El conocimiento histórico no es casualidad, ni asunto que se puede dejar abandonado al capricho de la libre interpretación. Rigor metodológico e imaginación son dos componentes que se necesitan como el calor y el fuego. Esta aseveración y método siguen siendo esenciales al trabajo de cualquier historiador, con independencia de sus filias y fobias. Ante la petulancia teórica y metodológica propuso una historiografía eficaz, certera, sin pretensiones, trabajada con la humildad de un viñador cuyos resultados, por lo general, resultan respetables si no es que sorprendentes. Su legado historiográfico dejará huella por mucho tiempo. Con sus investigaciones abrió, por lo menos, dos puertas al futuro que él siempre apreció como complementarias. Por un lado, a la historiografía judicial en materia religiosa en su íntima relación con la sociedad, sin prejuicios ni ideologías. Por otro, a la etnohistoria. En ambos campos seguirá siendo a un tiempo pionero y referencia obligada.

Un aspecto reconocido en su trayectoria fue su gran amor por México, país donde vivió gran parte de su juventud y al cual dedicó lo mejor de sus investigaciones. Quiero mencionar tan sólo dos ejemplos. Cuando llegó a la Universidad de Tulane no regateó apoyos hasta lograr formar una de las mejores bibliotecas en Estados Unidos sobre México y América Latina, con sus sorprendentes colecciones documentales del México virreinal en las cuales pasé horas invaluables de mi estancia en Tulane. El segundo ejemplo viene de una gestión personal con la Secretaría de Educación Pública de México a finales de los años ochentas. Logró, en conjunto con Tulane, que cada año se otorgaran un número generoso de becas para profesores mexicanos de universidades principalmente públicas, con el fin de estudiar maestría y doctorado en cualquiera de sus diversas facultades. Hoy existe una singular comunidad de egresados de la Universidad de Tulane en México.

Richard E. Greenleaf fue un sobresaliente profesor, un eficaz promotor de instituciones y un investigador notable. A lo largo de su vida dejó claro testimonio de haber sido un hombre bueno, sabio y generoso. Quienes nos consideramos sus discípulos estamos obligados por honor, gratitud y cariño a transmitir a las siguientes generaciones sus grandes enseñanzas. Estoy cierto que es la mejor forma de rendir tributo a quien fuera un académico completo, gran Maestro y excepcional ser humano.

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