I
El 28 de noviembre de 1794, el obispo de Oaxaca don Gregorio José de Omaña y Sotomayor escribió una carta al virrey marqués de Branciforte, donde le informó sobre sus intenciones de comenzar la visita pastoral de su diócesis por la Mar del Sur. Como cualquier otro obispo, estaba obligado a conocer la situación de su grey y «darle el pasto del Evangelio a sus ovejas». Su principal meta sería consagrar la obra máxima de los últimos cuatro prelados en la sede oaxaqueña: la apertura del santuario de la Pura y Limpia Concepción que con el título de «Consuelo de los Afligidos» se veneraba desde varios años en la cabecera parroquial de Santa Catarina Juquila1.
Habían pasado 13 años desde que su antecesor don José Gregorio Alonso de Ortigosa hiciera una visita al curato chatino, donde dejó escritas algunas instrucciones en torno al culto de la pequeña imagen y disposiciones para mejorar la vida del pueblo de Juquila; 13 años en los cuales el obispo más querido por los oaxaqueños del siglo XVIII había terminado de asentar la veneración por la imagen mariana que los excelentísimos Ángel Maldonado, Buenaventura Blanco y Elguero y Miguel Anselmo Álvarez de Abreu habían promovido con un interés particular en sus proyectos pastorales. El milagro se había obrado, la pequeña imagen de madera de la Purísima Concepción se convirtió en uno de los puntos más importantes de la geografía espiritual del sur de Nueva España, y el resultado de las muchas reformas que los obispos ilustrados de Antequera habían emprendido siguiendo las nuevas disposiciones de la corona hispánica.
El presente texto es parte de una investigación sobre el culto que recibió en el siglo XVIII la Virgen de Juquila y la importancia del mecenazgo que le fue otorgado por parte del episcopado oaxaqueño, principalmente del que provino del obispo Ortigosa. Han sido de gran utilidad la consulta de la única crónica que se escribió a finales de dicho siglo, obra de José Manuel Ruiz y Cervantes, así como la recuperación de documentos inéditos que resguarda el Archivo General de la Nación y lo que queda del antiguo Archivo de la Parroquia de Santa Catarina Juquila.
La historiografía de la imagen es mínima. La veneración a la advocación mariana y la tradición de su origen fueron abordadas por el padre José Antonio Gay en las postrimerías del siglo XIX, en su conocida obra Historia de Oaxaca (1881). Las reimpresiones de la crónica de Ruiz y Cervantes a inicios del siglo XX fomentaron la publicación de algunas monografías religiosas sobre el santuario y su imagen portentosa, obras de cronistas locales o sacerdotes piadosos que se dedicaron a repetir lo dicho por Ruiz y Cervantes y por Gay, además de añadir algunas leyendas atribuidas al vulgo del origen milagroso de la imagen. En el ámbito académico, el culto a la Inmaculada de Juquila ha sido investigado desde la perspectiva antropológica, entre la que destacan dos trabajos que plantean el sincretismo del culto en la mentalidad de los chatinos y otras comunidades indígenas oaxaqueñas2.
El interés por parte de los historiadores ha sido casi nulo, a excepción de dos artículos que abordan la crónica y los grabados que la acompañaban. Uno lo realizó Concepción Amerlinck de Corsi para el Boletín de Monumentos Históricos. Un segundo ensayo lo elaboró, paralelamente a esta investigación, Berenice Ibarra, para el Archivo Histórico del Arzobispado de Oaxaca, con motivo de la coronación pontificia de la imagen en octubre de 2014 y que aún permanece inédito.
II
Un origen incierto
Esbozada por la pluma de su cronista a finales del siglo XVIII como una pequeña escultura «de una tercia con más el grueso de un dedo: [que] viste una túnica, y sobre ella cae el manto, que desprendiéndose desde los hombros airosamente se tercia bajo el brazo siniestro: se extiende el pelo sobre el ropaje, junta ante el pecho las manos, e inclina modestamente los ojos»3, la imagen de la Virgen de Juquila pronto se vio ornamentada con prendas de oro y plata, hilos de perlas y alhajas que enaltecían su calidad taumaturga. Sobre la materialidad de la efigie sabemos, por los dictámenes realizados por el Centro Regional de Oaxaca del Instituto Nacional de Antropología e Historia, durante una intervención a la imagen en 1989, que se trata de una escultura realizada a fines del siglo XVI, de madera y sin base de preparación; la efigie está decorada en su manto y túnica por estrellas de color azul cerúleo y posa sus pies sobre una media luna, lo que nos indica sin duda que se trata de una representación típica de la Inmaculada Concepción4.
De acuerdo con las Memorias de la portentosa imagen de Nuestra Señora de Xuquila, la que José Ruiz y Cervantes redactó en 1786 bajo el patrocinio del obispo Ortigosa, la pequeña escultura había sido la compañera de misiones del dominico fray Jordán de Santa Catarina y fue el pago con que recompensó a su catequista indio, un personaje sin identidad que es descrito por Ruiz como el brazo derecho del evangelizador Jordán; el mozo era originario del pueblo de Amialtepec, un pequeño poblado que respondía a la doctrina de santa Catarina Juquila. Después de la partida del religioso, el indio conservó la imagen y la entronizó en su choza. Sin embargo, los orígenes y procedencia del preciado tesoro eran, tanto para el autor de la crónica como para nosotros, un misterio únicamente avalado por una venerable tradición que recogió de los manuscritos de un dominico de nombre Agustín Arrazola, hoy desconocidos5, por lo que solo le restaba aseverar que muy probablemente a fray Jordán «le acompañó muchos años, en su espiritual conquista de Villa Alta»6.
El cronista y el padre Gay concluían que la pequeña escultura había misionado antes de asentarse en las montañas de Oaxaca, pero para nuestros intereses epistemológicos su supuesto dueño y portador nunca llegó a la zona chatina y es probable que tampoco haya promocionado un culto que la teología escolástica de su Orden negaba, como lo era la creencia de la Inmaculada Concepción. No podemos negar que el religioso era devoto de la Virgen, como lo atestigua la hagiografía que apareció en la monumental crónica de Francisco de Burgoa sobre la historia de la Provincia de san Hipólito de Oaxaca, en cuyos capítulos X al XIV el dominico narró la vida del fraile desde su niñez hasta su muerte, «alabándolo por su insigne trabajo como maestro de novicios, luchador en contra de la idolatría y predicador excepcional que atraía a españoles e indios», mismos que lo reverenciaban como santo7. Sin embargo Burgoa jamás hizo referencia a la imagen que se decía le había pertenecido. Retomaremos el misterioso origen de la escultura párrafos más adelante.
El primer prodigio de la imagen no se debió a una «milagrosa llegada» al jacal del indio —a diferencia de otras esculturas portentosas, como la famosa Virgen de los Remedios, que fue «hallada» milagrosamente por Juan de Tovar debajo de un maguey—, sino a razones de otra naturaleza. ¿Cuál fue entonces el detonante devocional de este simulacro mariano? Un documento que resguarda el Archivo General de la Nación, fechado el 6 de marzo de 1798, retoma la tradición que sitúa la imagen en la capilla de Amialtepec, noticia que ya había anotado Ruiz y Cervantes. El catecúmeno indígena habría cedido su preciado tesoro a la capilla del pueblo, después de que el párroco de Juquila dispusiera que la imagen fuera reverenciada con mayor decoro en el templo, en lugar de recibir veneración en el altar de un neófito. Según Ruiz y Cervantes este suceso habría tenido lugar en 1633, y una vez entronizada la pequeña escultura en la iglesia, recibió el fervor de los naturales no solo de la población, sino también de otras comunidades aledañas.
El evento portentoso que detonó la devoción a la Virgen de Juquila ocurriría a finales de aquel año, cuando los indígenas prendieron fuego a los montes con la intención de renovar los parajes de siembra para la primavera, pero el viento descontroló el incendio y pronto la población se consumió en llamas:
Acabose el incendio, y recobrados de susto, volvían sobre el negro suelo, por si dejó en las cenizas metales, barros, azadas y demás que lo resisten. A llorar iban, como el profeta sobre las ruinas del Templo, cuando encontraron, ¡qué asombro! Que aquella zarza sagrada, aún reducido a cenizas cuanto sirvió para el culto, otra vez se conservó sin lesión entre las llamas. Quedó sobre el montón de ceniza con los vestidos intactos, negra como se pinta ella misma; pero hermosa como todos la ponderan8.
La pequeña escultura adquirió una coloración «morena» debido al fuego, salvándose de las llamas del incendio9. El milagro de su preservación fue una gran noticia que se expandió por la comarca y la capilla restaurada se convirtió en un lugar de peregrinación local. Cabe destacar que mientras Ruiz y Cervantes plantea que dicho milagro ocurrió siendo párroco Jacinto Escudero, el documento anónimo de 1781 menciona que lo era un Manuel Ayuso; sin embargo, ambas fuentes declaran algo que se repetirá durante toda la información sobre el origen de la portentosa imagen; a falta de documentos, lo único que avala su texto es la tradición y el testimonio de los más antiguos habitantes que supieron del incendio de Amialtepec y posteriormente vivenciaron la traída de la imagen a la cabecera parroquial. Este recurso no solo retórico, sino propio de la época, buscaba homogeneizar una única versión de los acontecimientos milagrosos de las imágenes sagradas y sus santuarios, como por ejemplo basta recordar el interrogatorio de 1666 sobre el acontecimiento Guadalupano en Cuautitlán.
La creciente devoción que iba despertando la imagen alentó el interés del párroco, quien decidió trasladar el preciado bulto a la cabecera de Juquila, no sin antes recibir las represalias de los indígenas descontentos de ser desposeídos de su tesoro. Finalmente, la pequeña escultura fue llevada a su nueva sede, donde otro prodigio misterioso se llevaría a cabo: la imagen de la Madre de Dios, después de ser colocada en el altar de san Nicolás de Tolentino, desapareció por tres ocasiones, encontrándose de nueva cuenta en su primitivo santuario de Amialtepec.
Este interesante hecho sin duda se corresponde con el caso de otras imágenes portentosas contemporáneas a la Virgen de Juquila, que eran evocadas en publicaciones editadas por sus respectivos santuarios. Un paralelismo lo encontramos en el caso de la imagen de la Virgen de Ocotlán, cuyo santuario se encontraba extramuros de la ciudad de Tlaxcala. Sus cronistas, entre ellos el afamado padre Florencia, mencionaban un pasaje semejante: la imagen, puesta en el altar de san Lorenzo, desaparecía para encontrarse en el lugar indicado para construir la iglesia que albergaría su portentosa efigie. A diferencia del caso de Ocotlán, la Inmaculada de Juquila «respetó» la decisión de los clérigos que decidieron llevarla a la cabecera parroquial, pues por decreto episcopal del 30 de junio de 171910 fray Ángel Maldonado mandó colocar la talla de la Pura Concepción en la Parroquia de Santa Catarina, mártir. A partir de dicha instrucción, la milagrosa imagen no volvió a desaparecer del trono que el mitrado le ofrecía. Lamentablemente, sobre este valioso documento del obispo Maldonado no se han podido ubicar referencias o certeza de su conservación.
III
El gran artífice de un culto, el obispo Gregorio Alonso de Ortigosa
Juquila es una población que se encuentra escondida por la Sierra Madre pero alcanzada por los vientos y las lluvias torrenciales de la Costa de la Mar del Sur. Fue una de las doctrinas seculares que desde el siglo XVII se empezaron a erigir en la provincia de Xicayan. De acuerdo con Peter Gerhard, antes de 1742 se había separado de la parroquia de Tututepec11, por lo cual era un curato independiente, responsable de una población en su mayoría indígena. La parroquia y el pueblo de Santa Catarina juraron por su especial protectora a la Inmaculada Concepción, y además es probable que los habitantes de Juquila hicieran el voto de defender el misterio concepcionista, como muchas ciudades, villas y pueblos que a lo largo de los siglos XVII y XVIII se comprometieron a observar. A este lugar llegó por primera vez monseñor Gregorio Alonso de Ortigosa en 1781.
Don Gregorio «nació en el año de 1720 en la Villa de Viguera, provincia de Logroño, hijo de padres nobles y virtuosos, naturales de dicha villa; hizo su carrera de las ciencias en el Seminario de Logroño, donde se distinguió por su aplicación, claro talento y virtudes, por lo que mereció el premio de enseñar latinidad, filosofía y derecho canónico»12. Nombrado por la corona promotor de la Bula de Santa Cruzada, Ortigosa fue designado después obispo de la Antequera de Oaxaca por Carlos III, a consecuencia del fallecimiento de Miguel Anselmo Álvarez de Abreu. Consagrado por el mitrado de México, tomó posesión de su diócesis el 17 de noviembre de 1775. A su llegada a la ciudad visitó el santuario y monasterio agustino de Nuestra Señora de la Soledad, que para esta época ya gozaba de una popularidad dentro y fuera de la región antequerense, y cuyo culto fue beneficiado en gran parte por el Cabildo de la Iglesia Catedral y por los obispos Isidoro Sariñana y el cisterciense Ángel Maldonado.
A mediados del siglo XVIII, la Iglesia novohispana como corporación fue objeto de una serie de reformas por parte de la dinastía borbónica que buscaba refrendar su fuerza política apoyándose en el Regio Patronato Indiano; para tal motivo la corona se valió de los obispos que presentaban al Papa y tenían la obligación de implementar el regalismo en sus respectivas diócesis. Las reformas no solo buscaban la transformación administrativa de la Iglesia, sino que también buscaban su reforma espiritual a través de la acción de sus ministros13. Famosos por ser «fieles servidores» de estas políticas son el arzobispo de México, Francisco Antonio de Lorenzana, y el obispo de Puebla, Francisco Fabián y Fuero. Sin embargo, la mayoría de los prelados de la segunda mitad del siglo XVIII se caracterizaron por instaurar la «corrección» de sus rebaños. Dichas reformas y proyectos ilustrados se caracterizaron por finalizar el periodo de secularización de las parroquias en manos de las órdenes religiosas, la castellanización de las comunidades indígenas y su adoctrinamiento por parte de los curas párrocos como verdaderos «padres y maestros», así como la regulación de las cofradías y la censura de fiestas religiosas y actos devotos considerados muchas veces como pretexto para actividades profanas o ignorantes supersticiones.
El obispo Ortigosa llegó a Oaxaca con la clara idea de continuar las reformas del clero que sus antecesores habían introducido, proyectando la creación de un programa que consolidara las parroquias seculares y mantuviera las relaciones cordiales con los clérigos regulares, en especial con la orden dominicana; asimismo buscaba beneficiar las obras pías y controlar los gastos de los curas párrocos, amén de revisar correctamente el destino de las temporalidades de los expulsos jesuitas; pero ante todo sentía un especial interés por la educación y el culto divino. Por ello, desde que ocupó la silla episcopal oaxaqueña se dispuso a delinear las visitas pastorales a las provincias eclesiásticas de su obispado, lo cual «generó un vasto expediente de más de mil fojas manuscritas de documentación relativa a la situación de su diócesis. La exposición de los resultados de esta visita episcopal dieron lugar a la censura del sistema de repartimientos por Gálvez en 1783 y posteriormente a la supresión en las Ordenanzas de Intendentes»14.
El obispo se enfrentaba a una diócesis de una población mayoritariamente indígena que, a pesar de estar convertida al catolicismo, seguía realizando prácticas idolátricas, problema que todos sus antecesores habían tenido, particularmente Ángel Maldonado, que en repetidas ocasiones otorgó el perdón a los pueblos que las practicaban. «Muchos indígenas obligados a asistir a misa hurtaban las velas para después quemarlas en los altares de sus ídolos, como una especie de acto de desagravio. Algunos se retiraban a los montes para sacrificar huevos, pollos, guajolotes y otros animales»15.
¿Cómo llevar a cabo un gobierno episcopal ilustrado en una diócesis tan sincrética como la de Antequera? ¿Por qué considerar a Ortigosa dentro del elenco de obispos ilustrados?
De acuerdo con Francisco Canterla, las reformas religiosas del mitrado partieron de la conciencia de estar ante una población distinta a las de otras diócesis, como la de México o Puebla, donde se contaba con un mayor número de clérigos egresados de sus respectivos seminarios, además de que la diversidad de lenguas indígenas era mucho menor a las que se hablaban en el territorio que comprendía la jurisdicción diocesana16. De acuerdo con el historiador, Ortigosa se vio obligado a «estudiar todos los problemas fundamentales», sobre todo los que encontraba a su paso durante las visitas canónicas; su visión de la diócesis que quería construir estaba pensada a largo plazo, pues había que extirpar lenta pero constantemente los vicios y abusos de su grey. Calificado como «obispo lleno de dinamismo y de afanes renovadores. Su comportamiento estuvo siempre presidido por dos lealtades: el espíritu de servicio a la Iglesia y la lealtad a la Corona»17.
No es de extrañar que apoyara la consolidación de dos santuarios, el de Nuestra Señora de Juquila y el del Cristo de Otatitlán18, pues eran puntos donde convergía la religiosidad popular, a la cual era importante ir instruyendo hasta depurar las prácticas supersticiosas. Este tipo de acciones, no solo de parte de Ortigosa sino de otros muchos obispos novohispanos, nos pueden ayudar a entender por qué a fines del siglo XVIII muchos santuarios de Nueva España siguieron conservando sus prácticas de devoción «barroca»; sin embargo, se buscó la reforma de su estructura arquitectónica y jurisdiccional, ya que algunos pasaron al clero secular, mientras que otros se consolidaron en manos de las órdenes religiosas19.
El proyecto paternalista con los naturales de Oaxaca y con el clero antequerano se vería coronando con un estandarte propio: el promover la devoción a la famosa Inmaculada de Juquila, cuyos apostólicos precedentes, los obispos Blanco y Helguero y el canario Álvarez de Abreu, habían empezado a beneficiar.
Bajo el gobierno de ambos obispos había nacido la cofradía que con el título y patrocinio de Nuestra Señora de Amialtepec20 se instauró en la cabecera parroquial. Esta cofradía fue autorizada por la corona, reconocida y beneficiada con indulgencias por Clemente XIII, como lo atestiguan las circulares que en el obispado se recibieron para acatar las disposiciones por parte de sus miembros.
En 1769 la asociación recibió el título de Archicofradía, confirmada por el más antiguo canónigo del cabildo catedralicio, el doctor Andrés Mariano de Quintana. Hay que destacar que «a partir de 1768 la Corona llevó a cabo la reforma de las cofradías religiosas en ambos lados del Atlántico, siendo redefinidas como corporaciones seglares bajo la autoridad del rey y no del clero, procurando estandarizar la operación de las mismas mediante el uso de reglas fijas para su organización, actos de culto y demás prácticas religiosas»21. Aparentemente la corporación era manejada desde la ciudad de Oaxaca por el bachiller Juan Vicente Guerrero. La «nueva» Archicofradía estuvo constituida por miembros de todos los estatus sociales de la época, destacando los cofrades ilustres del Cabildo Catedral y de algunos seglares nobles del Valle Oaxaqueño, como el general don Gaspar Morales, uno de sus primeros mayordomos. Morales, caballero de la Orden de Santiago, poseía un rancho de ganado vacuno en Amialtepec y era estimado por la población, pues mientras fungió como teniente en la región de Tututepec había apoyado la distribución de maíz, fundó una escuela bajo el patrocinio del arcángel Rafael y su esposa ofreció como donación una lámpara de plata para el Santísimo Sacramento22. Hay que destacar que las listas de hermanos y hermanas que se «ofrecían» por esclavos de Nuestra Señora de Juquila «Consuelo de los Afligidos» parecen demostrar que se trataba de una cofradía mixta, no exclusiva de españoles ni de indios. Sin embargo, de acuerdo a su posición social fueron anotados primero los diputados y mayordomos, después los señores principales y señoras principales con el título de «doñas», finalizando con el vulgo, del cual solo aparecen nombres sin apellidos ni origen racial23. Como todas las cofradías del Virreinato, la de la parroquia de Juquila «contribuía a la manutención del clero y de la fábrica material mediante cuotas destinadas a cubrir los costos de las misas»24.
El obispo vio la oportunidad de beneficiar la construcción de un santuario cercano a la Mar del Sur que atrajera a peregrinos de los Valles y la Costa de Oaxaca. La creación de este recinto respondía a las directrices marcadas que la corona había promulgado en torno al culto divino, pues se buscaba refrendar el poder diocesano.
Ortigosa no realizaba algo inusitado; un año después de haber tomado posesión de la diócesis antequerana en la Ciudad de México, el arzobispo Alonso Núñez de Haro dedicaba el renovado santuario de Nuestra Señora de los Ángeles en el barrio indígena de Tlatelolco, devoción que acogía como una de las perlas de su obispado25. Ambos príncipes de la Iglesia reconocían la necesidad de un proyecto enmarcado por el culto mariano, pero no desde una religiosidad popular de carácter sincrético —algo de lo que tanto se dolía Ortigosa en sus Providencias de Visita—, sino desde la devoción de una tradición teológica mariana que el mismo rey de España promovía como el sol de su monarquía: la Inmaculada Concepción.
Antes de su paso por Juquila, Ortigosa debió enterarse de los debates que a finales de la obispalía de don Anselmo, su inmediato predecesor, se habían suscitado entre el clero, la cofradía de Nuestra Señora de Amialtepec y el propio pueblo que custodiaba la imagen purísima. Desde 1770 al párroco de Santa Catarina Juquila, José Sánchez Pareja, le rondaba una idea en su cabeza: cambiar la sede de su curato a una comarca más cercana al Valle de Antequera, y pensó que el lugar idóneo era el pueblo de Juchatengo, dentro de las cordilleras parroquiales. Por su parte, la concesión de indulgencias a la parroquia de Juquila y a su Cofradía de la Concepción había levantado el interés por parte de varios de sus miembros de mejorar el templo parroquial, y aunque muchos cofrades apoyaban al cura en sus ideas determinantes de mudar de casa al portentoso simulacro, la mayoría prefería que no fuese movida de su sitio.
Sánchez Pareja justificaba sus ideas por el deseo de colectar mayores limosnas para ennoblecer el culto al simulacro de la Madre de Dios, mientras que el entonces mayordomo de la Cofradía, el presbítero Joaquín Santos de la Vega, defendió la idea de perfeccionar el templo ya fundado. Las diferencias tomaron mayor peso en 1772, cuando «se excitó la religiosa contienda sobre el sitio, nacida precisamente del afecto y devoción a nuestra sagrada imagen. Quisieran los de Juquila mantenerse en la posesión de aquel celebrado Simulacro; los costeños vivir inmediatos a su sombra, y los vecinos de Oaxaca acercarla a la Ciudad»26. El conflicto llegó hasta los tribunales eclesiásticos de Antequera, quienes alegaron la situación de la parroquia de Juquila. La mitra cada vez se demoraba más en tomar una posición respecto al dilema sobre dónde tendría que estar la imagen, hasta 1774, año en que el pleito quedó sin solución pues el obispo Miguel Anselmo había muerto, dejando inconcluso su dictamen sobre el caso.
Aunque Ortigosa conocía los informes que le llegaban de una y otra parte, no tuvo más remedio que ir personalmente a visitar y conocer la parroquia de Juquila y verificar la fama que había escuchado sobre la representación de la Inmaculada madre de Cristo que resguardaba el templo. El viaje no fue inmediato, pues don Gregorio se encontraba en constantes visitas pastorales por la zona zapoteca y llevando a cabo distintos proyectos que buscaban el mejoramiento del Seminario de la Santa Cruz y de los conventos de monjas de la Ciudad de Oaxaca. Fue en el mes de enero de 1781 que el obispo arribó al curato chatino después de uno de los más cansados traslados de su carrera eclesiástica. Su llegada debió estar marcada por un profundo júbilo entre los habitantes del pueblo, quienes de inmediato buscaron el favor del pastor para que confirmase la estancia de su amada virgen en la parroquia que la había jurado como su principal protectora.
Al final de su visita, don Gregorio se inclinó por dejar depositada la prenda mariana en Juquila, pero no en el templo rústico en el que se veneraba, pues había notado que «la fábrica material de la Iglesia está bien maltratada y con poca decencia a la veneración y fervorosa devoción»27, y que en altar mayor donde tendría que estar enaltecido el sagrado bulto «la urna principal de la Señora se halla muy maltratada, y sin el adorno y decencia que corresponde a las copiosísimas limosnas que ofrecen los fieles el día de su fiesta principal con ánimo e intención de que María Santísima tenga templo, casa y adorno correspondiente»28. Además, siguiendo las directrices del IV Concilio Provincial Mexicano en materia del decoro de las sagradas imágenes29, buscó eliminar las excentricidades del ajuar de la efigie «y por ahora mandaba y mandó: Que a nuestra Señora se le quiten unos zarcillos o pendientes que tiene, y se entreguen al mayordomo para que los guarde por no corresponder este adorno a las santas imágenes de la Virgen»30.
El obispo advirtió la posibilidad de llevar a cabo el proyecto ilustrado de adoctrinamiento y corrección para el cual estaba destinado a Oaxaca, disponiendo la construcción de un santuario mariano inmerso en una comunidad indígena a la cual buscaba instruir moral y religiosamente. Gracias a la conservación de las Providencias de Visita, firmadas el 10 de enero de 1781, sabemos que el mitrado, además de proveer las necesidades del culto divino que van desde el resguardo del Santísimo Sacramento, el cuidado de las llaves del sagrario, las acciones pastorales como las partidas de los nacimientos, matrimonios y defunciones en el curato y también el tipo de vida que debería observar el clero parroquial, presentaba como eje principal el culto a la Purísima Concepción, punto central de la comunidad.
Los juquileños deberían actuar cristianamente de acuerdo al plan de Ortigosa; aseveraba el obispo la importancia del papel del cura párroco y sus vicarios para con los indios chatinos y los habitantes del pueblo, pues recordaba que el patrono de la Iglesia «su majestad encargaba y encargó a los padres curas y vicarios […] que traten con amor y dulzura a los feligreses, dándoles el pasto saludable de doctrina, y administración de sacramentos y buen ejemplo en un su porte y conducta»31.
La visión asequible del prelado se manifestaba en el deseo de crear escuelas para los niños y las niñas que vivieran cerca del futuro santuario, donde todas las tardes, después de las clases, asistirían a rezar el rosario. Por otra parte, los pobladores deberían estar siempre adoctrinados por los curas, sus jornadas cotidianas deberían estar marcadas por el toque del ángelus y de otras devociones con las que se reunirían en el recinto sagrado. En sus instrucciones, el ministro consignaba un especial cuidado en los indígenas, pues pedía que no se les cobrara las misas de sus fiestas y los sermones que en ellas se predicasen. Todas estas acciones formaban parte de un plan que tenía por corazón ennoblecer el culto a la imagen de María Inmaculada, de quien Juquila recibiría los bienes espirituales y materiales para su sustento.
Para poner en práctica los lineamientos sobre el culto mariano, Ortigosa decidió recurrir al apoyo de la Cofradía de la Pura Concepción, corporación que ya hemos señalado por su importancia en el culto de la imagen y en la vida de su santuario. El encargado sería el presbítero Joaquín Santos de la Vega, nuevo mayordomo de la cofradía, quien recibiría un «caudal» de veintidós mil pesos de las arcas de la cofradía para iniciar la fábrica del santuario y «la construcción de una urna magnífica en que se venerase y sacase en procesión con la pompa que requiere la santa imagen»32. Por su parte, el sacerdote bachiller don Cristóbal Muñoz Cano, designado nuevo párroco del curato, fue comisionado para verificar el inicio de la construcción del nuevo santuario.
Muñoz Cano llevaría a cabo el proyecto tan deseado de su prelado, pues el 27 de abril de 1784 su antecesor en el curato, José Sánchez Pareja, escribió una carta a Su Ilustrísima comentándole que en su nombre se había colocado la primera piedra del nuevo santuario, además de refrendar su «disposición de servirle»33 en todos los proyectos que emprendiera el pastor. No solo se trataba de una noticia que alegraría a don Gregorio, sino que Sánchez Pareja, después de haber entablado un pleito de varios años de duración sobre el santuario, finalmente había mudado su idea de cambiar la sede del curato apoyando al nuevo párroco de Juquila.
Las limosnas que recibió la cabecera parroquial aumentaron entre 1746 y 1785 al disponerse la nueva construcción. De acuerdo con Ruiz y Cervantes, los devotos «pagaron en el Santuario nueve mil misas con limosna de un peso, ciento cuatro mil quinientas quince con la ordinaria de cuatro reales, y dejaron a la Señora de limosna para su culto cincuenta y un mil ciento cuatro pesos y dos reales; todo ello hace la considerable suma de ciento doce mil tres cientos y setenta y un pesos con seis reales, en el espacio de 39 años»34.
Para acrecentar la fama prodigiosa de la Inmaculada de Amialtepec y de su nuevo santuario de Juquila, el prelado oaxaqueño decidió implementar algunas medidas que ayudaran a llevar a buen término su apoteósico propósito. A diferencia de las famosas imágenes peregrinas que hacían sus visitas por las ciudades y pueblos del reino, Ortigosa solo permitió la veneración a dos veras efigies de la milagrosa señora, una de ellas para los devotos que no pudieren llegar al sacrosanto templo de Juquila. Esta imagen se encontraba en el poblado de Zaachila, paso obligado de los peregrinos del Valle que se encaminaban al santuario. La otra, muy probablemente estuvo entronizada en el Templo del Oratorio de San Felipe Neri en la Ciudad de Oaxaca, pues en dicho lugar comenzaron a celebrarse misas de uno, dos y tres pesos en honor de la Virgen de Juquila, con eucaristías oficiadas por miembros del oratorio, aunque también se permitían a regulares y seculares poder celebrarlas.
El obispo recurrió al cura don Bernardo Novas, a quien solicitó el diseñó de la Domus Mariana, un majestuoso edificio de dimensiones extraordinarias que habría de convertirse en el corazón espiritual y material del nuevo santuario. Para acrecentar los ánimos de los albañiles y de los bienhechores que se inmiscuyeran en el devoto proyecto, Ortigosa les otorgó indulgencias, también aplicables a quienes por su mano de obra o pagando el trabajo de un mozo se unieran a la construcción, que se planeó con:
Setenta varas de longitud, con su latitud y elevación correspondiente: es de treinta varas el crucero, y le sostienen y adornan juntamente ocho preciosas columnas: Catorce de estas reciben las bóvedas de la Iglesia, y se pintan aristadas. Serviráles de corona la hermosa media naranja, que sobresale entre todas con treinta y siete varas de altura, sin contar con la veleta. Con veinte y siete ventanas, sobre tres hermosas puertas, se bañará de luz todo el gigante edificio: en él que se embuten por el cuerpo de la Iglesia seis bien trazados arcos, que simulando otras tantas Capillas, fortalecen las paredes. Vestiráse por defuera, y se afianzará toda la vasta mole con dos torres, un camarín, dos capaces sacristías, cuatro estribos puntas de diamante, ocho ochavados, y cuatro agraciados albortantes que se arriman a la media naranja. Adórnase todo por parte de fuera, como por la dentro, con sus bases, cornisas, molduras, relieves y demás, de aquel orden, que por mendigar de los otros lo más exquisito de ellos, se dice por los arquitectos compósito35.
La mitra antequerana consiguió que la Sede apostólica aumentara algunas gracias al santuario y a sus habitantes, siempre bajo la aceptación de la corona, para lo cual dispuso algunos actos devotos como el jubileo eucarístico de las 40 horas que deberían realizarse días previos a las fiestas de la Inmaculada Concepción, cada 8 de diciembre, y en las de la Asunción, el 15 de agosto. La economía salvífica beneficiada por las limosnas y las indulgencias se adquiría mediante la elevación de súplicas por el Papa y sus intenciones, pero ante todo por el católico monarca, el gran defensor de la Virgen purísima. Los tesoros espirituales eran aplicables en vida terrena como en el más allá.
Un año después de haberse colocado la primera piedra, el ilustre prelado dio un paso más en su proyecto para elevar la fama de su obra, pues recurrió a una práctica extendida por todos los sitios de peregrinación del reino desde el siglo XVII: mediante la escritura asentaría la historia venerable de su milagrosa efigie y de su célebre santuario. Para tal motivo se valió de la pluma del doctor José Manuel Ruiz Cervantes, a quien le pidió redactar las Memorias de la Portentosa Imagen de Nuestra Señora de Juquila. El texto debía estar enriquecido con algunas comunicaciones sobre la romería que cada año juntaba a cientos de peregrinos de la ciudad de Oaxaca, sus alrededores y la Costa, y algunas noticias sobre la construcción de su nuevo trono, además de una novena formada con textos de los padres de la Iglesia como san Bernardo, donde por medio de la recitación de sus oraciones se elogiaban las virtudes de la Madre de Dios.
La obra sin duda estaba dirigida a un público fuera de Antequera, pues se imprimió por primera vez en 1791 en la afamada imprenta de Felipe de Zúñiga y Ontiveros en la ciudad de México. Como ha destacado la historiadora Concepción Amerlinck en su breve estudio sobre el impreso, el folletín, además de contener la semblanza histórica de la milagrosa imagen, iba ilustrado con «cinco grabados calcográficos, tres de ellos firmados por Francisco de Agüera, que seguramente también grabó los otros dos»36. Las ilustraciones correspondían al vero retrato de la Virgen Purísima de Juquila, ataviada de rica vestimenta, rostrillo y corona, con las armas episcopales de su mecenas, un mapa sobre la provincia de Miahuatlán, otro con la ruta de peregrinación al santuario y una excelente vista del nuevo santuario en periodo de formación.
La disposición del texto inicia con las típicas censuras37 y dedicatorias y continúa con la llegada de la imagencita a Amialtepec, su primer milagro, su traslado a su nueva sede eclesiástica, las extraordinarias fugas solo detenidas por el decreto de fray Ángel Maldonado y los portentos obrados en la presencia de la taumaturga representación mariana. Continuaba el relato con la descripción de la ruta para los peregrinos y finalizaba con una invitación a los devotos de María Santísima a colaborar con la construcción de su casa, principal motivo de dar a conocer a la portentosa señora de Juquila.
A mediados del siglo XVIII, otros santuarios que estaban bajo la jurisdicción de los obispos novohispanos empezaron a renovar sus templos y a dejar escritas sus maravillosas historias. Baste recordar el ya citado caso de Ocotlán en Tlaxcala, del obispado poblano, y el mecenazgo del «capellán del santuario el bachiller Manuel Loayzaga Mazihcatzin, quien pertenecía al linaje de los caciques de Ocotelulco. Él participó en la ampliación del templo y escribió la Historia de la milagrosísima imagen de Nuestra Señora de Ocotlán que se venera extramuros de la Ciudad de Tlaxcala, obra impresa en Puebla en 1745»38.
A diferencia de las otras imágenes marianas de Nueva España retratadas en los textos hagiográficos, el caso de la Virgen de Juquila no correspondía a una Mariofonía, tampoco su imagen había sido «hallada» milagrosamente y mucho menos se había restaurado a sí misma: la escultura era el testimonio milagroso y fehaciente de lo que estaba representado en ella: María, «la Tota pulchra». Hay que recordar que la devoción hacia el misterio de la Inmaculada Concepción se había convertido en un asunto de Estado, por lo que la corona buscaba que Roma confirmara la creencia que tanto defendía la monarquía hispánica, Carlos III obtuvo la declaración oficial de la Virgen Inmaculada como santa patrona de España y de todas sus posesiones, otorgada por Clemente XIII en 176039.
Para Ruiz y Cervantes, y para otros testigos que verificaron el milagro mariano, la escultura no había sido consumida por el fuego, respetando la creencia inmaculista que ella representaba «que como no pudo en el original sacrosanto cebarse desde su feliz principio le guardó los respetos a esta portentosa copia»40. La información de 1781 sobre el prodigio también retoma la idea del incendio como una huella del misterio que la imagen ostenta.
La imagen se asumía como espejo o eje simbólico que la convertía en vehículo entre lo material y la misma Virgen María, pues aunque no aparece explícitamente en el texto, es probable que tanto el obispo como el autor de la crónica, conocieran las justificaciones teológicas y místicas que en la época se citaban en las obras sobre imágenes marianas, como la del padre Florencia, en donde se alegaba la presencia real de la Madre de Jesús en sus imágenes, o la visión del beato Amadeo de Portugal, un franciscano del siglo XV a quien la Virgen María le había revelado en su «octavo arrobamiento» la verdad de su Inmaculada Concepción y la promesa que habría hecho a los apóstoles de hacerse presente en sus imágenes por medio de gracias y milagros hasta el fin del mundo, algo casi equivalente a la presencia Eucarística de Jesucristo41.
El color moreno o ahumado de la talla, vestigio tangible del milagro de su preservación, hacía eco bíblico a la belleza de la esposa descrita en el Cantar de los Cantares: «Soy morena, pero hermosa, oh mujeres de Jerusalén, morena como las carpas de Cedar, morena como las cortinas de Salomón. No me miren así por ser morena, el Sol ha bronceado mi piel»42. La huella inmaculista se complementaba con el decoro que se ensalzaba a la imagen vestida con túnicas ricas en hilos de oro y plata y recubiertas de perlas y piedras preciosas; Pedro Alcántara de Quintana había obsequiado a la imagen una rica y peculiar peana de plata dorada, misma que hasta nuestros días se conserva y de la que actualmente no se hace uso.
Se trataba de un elemento simbólico que representa a la virga, una ramificación floral en forma de azucena que sostiene los pies de la imagen, «la mejor exposición simbólica de la Virgen como proyecto inmaculista, en virtud de que visualmente demuestra que la Virgen quedó exenta de la desobediencia de nuestros primeros padres, pero sobre todo que ella es concepto creado en las alturas y preservado de toda contaminación»43. En las puntas de la azucena caen pequeños dijes en forma de flores, que representan las virtudes de la Madre divina. Debajo se asoman las hojas del tallo de la flor de las cuales cuelgan tres dijes de plata dorada que representan a los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael, portando sus tradicionales atributos; aparecen en la peana como los custodios del hortus conclusus que es ella misma en su imagen no vulnerada por el fuego, ni por el pecado original. En el soporte a manera de cáliz se observan algunas decoraciones conocidas como bichas, seres fantásticos con cuerpo femenino de la cintura hacia arriba y extremidades en forma amorfa, alusión al demonio, al pecado y a los vicios que la virginidad inmaculada de María ha sometido bajos sus pies. El programa iconográfico coronaba el ideario político y espiritual de la corona española y de su obispo promotor.
Aparentemente, el devoto librillo ayudó a la recolección de bienes para las obras del santuario. Sin embargo, no conforme con la promoción de la crónica, las indulgencias y las cartas pastorales, el epíscopo Ortigosa, en una época en que las cofradías estaban siendo reformadas y eliminadas por la corona, decidió renovar las concesiones de sus privilegios y el reconocimiento del rey44. En 1789, la curia episcopal de Oaxaca recibía un breve de indulgencias concedidas por Pío VI a los miembros de la Archicofradía, mismo que había pasado por los despachos reales en la Península y por las manos del virrey de Nueva España. Para su ejecución se imprimieron los sumarios de gracias y algunas instrucciones sobre uso que fueron pegadas a la entrada del templo, con el fin de atraer a los peregrinos a unirse a la piadosa confraternidad45.
El proyecto episcopal marchaba conforme a las directrices previstas. Sin embargo, la sorpresiva renuncia de José Gregorio Alonso de Ortigosa a la mitra de Oaxaca, aceptada por la corona dos años después, no mermó los ánimos de la gran obra de su obispado. En 1793 ingresaba a la ciudad de Antequera el excelentísimo Gregorio José de Omaña y Sotomayor46, criollo originario de Tianguistengo y antiguo arcediano de la catedral de México; el contacto con Ortigosa, que murió en Oaxaca, le impulsaría a continuar con la etapa final del que se pretendía ser uno de los «santuarios más célebres de toda la monarquía».
IV
Consideraciones finales
El siglo XVIII, inmerso en las nuevas doctrinas teológicas y las ideas ilustradas, presentaba un interés cada vez mayor por depurar las prácticas religiosas y el culto a las imágenes milagrosas. Como hemos visto, la veneración a la Virgen de Juquila fue tomada por las manos de los obispos y el clero diocesano y, a diferencia de otras imágenes milagrosas, la Concepción de Amialtepec logró unificarse con las ideas de reforma que los obispos ilustrados llevaban a cabo, pese a la particularidad del caso que siguió retomando elementos de la llamada «espiritualidad barroca» que poco a poco se iría dilucidando en cuanto funcionaran junto al santuario las escuelas para niños y el readoctrinamiento de la población. Así, el proyecto de su santuario, llevado bajo la sombra del prelado de Oaxaca, llegó a buen fin. Al respecto, Antonio Rubial menciona que la gran promoción de los santuarios por parte de los obispos «se debió en buen medida a la gran autoridad que tenían en su territorios episcopales, pues en esas zonas los funcionarios civiles de mayor cargo eran los alcaldes mayores. Sus redes de influencia, sus alianzas con los ayuntamientos locales y los apoyos que tenían de sus cabildos catedralicios, así como la administración de una cuarta parte de los diezmos, les daban los abundantes recursos que les permitieron impulsar a los santuarios»47.
La impresión de la crónica y novena a la celestial señora, las indulgencias a su Archicofradía y el plan de pastoral para mejorar las condiciones de la comunidad indígena nos hablan de elementos de reforma que muchos mitrados se comprometieron a llevar a cabo, pero también de persistencia de la tradición que se negaba a cambiar ante una espiritualidad cada vez menos colectiva; David Carbajal menciona que el obispo Ortigosa en muchas ocasiones «no parecía consiente de que sus propias indicaciones podían servir para continuar con la promoción del mismo modelo de religiosidad, en lugar de limitarlo»48. Eso nos explica que el pueblo de Juquila sobrevivía económicamente gracias al santuario; los peregrinos adquirían, además de posada y alimentos, toda clase de elementos de devoción exterior: flores, velas, reliquias, estampas e imágenes de la señora, panes amasados con la tierra del santuario y listones para medir su pequeño tamaño que se colgarían al pecho o traerían prendido entre sus ropajes, sacramentales que con el hecho de haber sido «tocado al original», es decir, tomado a la imagen taumatúrgica, sin importar si esta tenía o no origen divino, sin duda les confiere una cualidad excepcional49.
Los obispos del siglo XVIII buscaron ligar el culto a una temporalidad lejana, la época dorada de la evangelización; no crearon una nueva advocación, se trataba de una imagen de la Inmaculada Concepción en cuya materialidad se habría realizado un milagro que comprobaba la creencia más importante de la corona española: María y la monarquía, «inmaculadas» en su nacimiento y puras en su doctrina. Ambos símbolos quedaron insertados en medio de una república indiana que reconocía en el rey y en la iglesia una unidad espiritual y política. El título de «Consuelo de los Afligidos» que le otorgó Ortigosa a la imagen alude a la misión que él y sus antecesores soñaban llevar a cabo bajo las políticas de la corona en el siglo de las luces, la de un consuelo para aquellas almas de sus ovejas que tanto se habían afligido ante la falta de buenos pastores.
V
Once días después de haber dado noticia sobre su visita a la provincia de Xicayán al marqués de Branciforte, el 8 de diciembre de 1794, llegó por primera y única vez a la cabecera de Juquila el excelentísimo Gregorio José de Omaña y Sotomayor. El cura párroco y sus vicarios, junto con el mayordomo de la Archicofradía de Nuestra Señora de Juquila, y sus diversos miembros, así como la población, aguardaban a la entrada del templo, y las campanas de las torres echaron a vuelo. Después de venerar a la pequeña efigie de la Inmaculada Concepción, inició el rito de dedicación del nuevo santuario. Al finalizar la paraliturgia salía triunfal la milagrosa efigie en su nuevo trono de plata para recorrer las calles de su población; en ese momento los planes de los ilustrados obispos dieciochescos de Oaxaca, en especial de Ortigosa, habían llegado a su fin.
El santuario estaba construido y la tradición del origen portentoso de la celestial imagen asentado. Hoy en día el Santuario de Juquila es el tercero más visitado a nivel nacional, solo antecedido por las basílicas de Guadalupe y de San Juan de los Lagos50.
Agradecimientos
Agradezco la ayuda del Archivo Histórico de la Arquidiócesis de Antequera, Oaxaca, a su coordinadora Berenice Ibarra, al pbro. Lorenzo Fanelli, canciller de dicha institución cuya intercesión me abrió las puertas del Archivo del Santuario de Juquila, a Juan Cordova por su apoyo en mi estancia en Oaxaca. Finalmente, los comentarios de mi maestro Antonio Rubial García y los consejos de Iván Escamilla sin duda me ayudaron en la configuración final de este texto.
Fuentes
Archivo General de la Nación, México
Indiferente Virreinal. Caja 1889, exp. 024, Clero Regular y Secular.
Indiferente Virreinal. Caja 4020, exp. 002, Alcaldes Mayores.
Indiferente Virreinal. Caja 4688, exp. 022, Correspondencia de Virreyes.
Indiferente Virreinal. Caja 6565, exp. 016, Clero Regular y Secular.
Archivo Histórico de la Parroquia de Santa Catarina Juquila, Oaxaca
Cofradías. Caja 50, Vol. 2 (1765-1898).
Cofradías. Caja 50, Vol. 2 (1776-1814).
Cordilleras. Caja 51, Vol. 3 (1816-1922).
Diligencias. Caja 53, Vol. 1 (1760-1789).