El océano Atlántico como referente para explicar procesos sucedidos en sus aguas o en las tierras que conectó ha ofrecido a la historiografía un marco analítico que se ha explorado con distintos ritmos a lo largo del siglo xx. Como lo ha señalado Bernard Bailyn, el estudio del Atlántico se ha nutrido de las preocupaciones de los historiadores de su tiempo, pero también de nuevas fuentes y perspectivas teóricas y metodológicas.1 El Atlántico como concepto, como espacio de convergencia, como territorio privilegiado de múltiples conexiones -voluntarias o involuntarias- resulta un objeto de estudio abordado desde tantas perspectivas como historias pueden encontrarse en sus aguas. La publicación de Entangled Empires contribuye a nuestra comprensión de la historia atlántica y la riqueza del análisis permite movernos por las extensas y complejas redes que este océano conectó más allá de los ibéricos y los ingleses. Los autores se hacen eco de la perspectiva atlántica no para ubicar los procesos, sino como una forma de explicar a dos imperios entrelazados desde una época temprana.
Entonces, cómo comprender el Atlántico: como un territorio fragmentado según las jurisdicciones políticas que reclamaron derechos sobre éste, desde su concepción como espacio de continuidad europea; como empresa política, económica y cultural, o como espacio de convergencia. David Armitage reconoce que existe una renovación historiográfica en la historia atlántica, una fascinación resultado de que el océano se ofrece como un escenario natural que conecta a otros territorios. Para este autor, el Atlántico fue una invención europea producto del éxito de la navegación, la exploración, la administración y la imaginación de éstos.2 La obra, coordinada por Jorge Cañizares, toma distancia de la idea del Atlántico como un cruce proyectado, imaginado o conseguido desde un poder político y apuesta por pensarlo como un espacio donde los agentes trazaron sus propios intereses que pudieron o no encontrarse con los de las monarquías.
Del conjunto de autores participantes en Entangled Empires destaca la importancia que conceden a los procesos de aprendizaje que son visibles en distintas escalas. Un aprendizaje a nivel de las monarquías que de manera explícita o velada siguieron las estrategias de los otros en el gobierno político, económico o religioso en la ocupación y poblamiento de América. Una segunda escala de este aprendizaje es seguir las estrategias de los actores sociales que sin dejar de reconocer su jurisdicción inglesa o hispánica estuvieron atentos a las prácticas del otro que podían incorporar, ajustar o reconocer en otros espacios. En ese sentido, Cañizares explica que el reto fue superar una narrativa dominante de un relato de modelos monárquicos contrarios, distantes y en permanente conflicto, donde se enfatizan las diferencias y se ocultan las similitudes. Para desmontar las estrategias y narrativas encaminadas a las diferencias, los autores se propusieron seguir a los agentes, al comercio y al conocimiento como tres ejes centrales para explicar las conexiones y el papel de los actores sociales que cruzaron fronteras políticas o lingüísticas. Los tres ejes se discuten en doce capítulos y un muy sugerente epílogo a cargo de Eliga H. Gould, que reitera la necesidad de reconocer las similitudes de los proyectos imperiales ingleses e hispánicos, borrar las fronteras historiográficas sustentadas en los estados nación decimonónicos y por tanto aceptar que los lazos entre los imperios estuvieron sustentados por católicos, protestantes, judíos, irlandeses, esclavos, medicinas, plata, telas, alcohol, crónicas, soldados, funcionarios y otros tantos actores de los que hace falta descubrir y reconstruir sus historias en el Atlántico.
La primera parte explora las estrategias y los recursos de los actores de su tiempo para ocultar las interconexiones mediante la construcción de narrativas que privilegiaron el conflicto entre ambos proyectos. Desde esta perspectiva, el capítulo de Mark Sheaves muestra las estrategias de los comerciantes de origen inglés que fincaron su residencia y sus negocios en ciudades hispanas, principalmente en Sevilla, desde el temprano siglo XVI, que vivieron y operaron fuera de las fronteras jurisdiccionales de una monarquía. Sheaves analiza a dos comerciantes que realizaron informes acerca del Atlántico ibérico y que posteriormente fueron utilizados y leídos como ejemplos de patriotismo inglés. Sin embargo, el problema que ambos comerciantes enfrentaron fue definir lo que parecía una doble identidad cultural acorde con sus intereses mercantiles. El capítulo muestra la importancia de los nombres y de su seguimiento en más de un archivo pues fue este recurso el que permitió a Sheaves reconocer la duplicidad de los actores usando nombres españoles e ingleses según la jurisdicción en la que se registraron como piadosos católicos o patriotas ingleses, lo que refleja la habilidad de los individuos para integrarse en ambas sociedades.
El capítulo de Michael Guasco mantiene la atención en los agentes y sus acciones según sus intereses económicos. El autor ofrece una lectura de las relaciones entre africanos e ingleses, donde los primeros asumieron el papel de mediadores facilitando a los ingleses participar del comercio de esclavos. El análisis explica el papel de los africanos como intermediarios culturales y económicos en el comercio de esclavos que enseñaron a los ingleses prácticas de una economía moral que reconocía la protección a los esclavos, el derecho de manumisión, el matrimonio o el autoempleo. Desde el doble papel que pudieron desempeñar los africanos son evidentes las tensiones a lo largo del siglo XVII de una visión de agentes mediadores de los que había que valorar su conocimiento y pericia para realizar negocios como agentes del imperio, frente a su creciente valor como fuerza de trabajo esclava. La prevalencia de la posición de los africanos como bienes con alto valor en el mercado debe leerse en el contexto de las transformaciones de la economía atlántica y los nuevos proyectos de poblamiento en América.
La contribución de Ben Breen explica las raíces del imperio británico desde las redes de los comerciantes portugueses. El matrimonio de Catalina de Braganza y Carlos II ofreció a los ingleses una puerta a las riquezas de Tánger y Bombay. En este contexto, el autor presta atención a los productos como el té y otras yerbas medicinales que se incorporaron al consumo y el comercio en manos de los ingleses. Una lectura atenta al tráfico mercantil permite explicar los esfuerzos de funcionarios y comerciantes por apropiarse del conocimiento portugués en el tráfico y uso de drogas y legitimar su consumo atribuyendo su origen a los galenos romanos. El autor muestra que más allá del curso de las relaciones diplomáticas, del éxito o fracaso de los acuerdos matrimoniales, los comerciantes fortalecieron sus redes de intercambio con los portugueses con particular interés en el uso de su conocimiento del consumo y el tráfico de productos provenientes de la Amazonia o la India.
El segundo eje del libro está representado por los textos de Christopher Heaney, Holly Snyder, Christopher Schmidt-Nowara y Cameron B. Strang. De nueva cuenta, se sigue el papel de los agentes del imperio como intermediarios con capacidad de evidenciar o negar los intercambios entre los imperios. El texto de Heaney explora la apropiación por parte de ingleses de las crónicas hispánicas como una especie de manual para la futura experiencia inglesa. Esta lectura la realiza en el contexto de la alianza matrimonial entre María Tudor y Felipe II que ofreció la oportunidad de los ingleses para participar de una monarquía católica global y de las riquezas del Perú. No obstante que en los hechos el matrimonio no significó para la dinastía Tudor acceso a las riquezas del Perú, Heaney muestra que la publicación de Richard Eden incorporó las narrativas de Pedro Mártir, López de Gómara, Fernández de Oviedo y Agustín de Zárate. En su primera edición, el texto de Richard Eden ofrecía elementos para la construcción de un Perú inglés, pacífico y civilizado sustentado en las relaciones matrimoniales entre ambos imperios. Sin embargo, las posteriores ediciones del texto de Eden contribuyeron a la colonización inglesa pero no desde la colaboración anglo-española, sino como un proyecto de rivalidad. Los ingleses decidieron buscar en otras tierras las riquezas del inca.
Holly Snyder muestra la importancia de los conversos en la expansión británica con sus redes económicas y las múltiples geografías e identidades que los judíos sostuvieron: católicos, protestantes o judíos. Asumirlas exigió estrategias para una identidad protestante pero sin renunciar a los apellidos españoles, esto bajo el régimen de la reina Elizabeth. Pero bajo la dinastía Tudor los mismos conversos asumieron la identidad católica para más tarde en el contexto de la guerra y el fortalecimiento calvinista se asumieron como judíos sefarditas; identidades cambiantes que también ejercieron en la competencia que sus actividades mercantiles representaban para los ingleses, que si bien pudieron asumir sus prácticas los identificaron como parte de un debate político por ejemplo entre los Whigs y los Tories. En este contexto, los judíos construyeron una red de aprendizaje, estrategias de movilidad de herencia hispana, que les dio libertad durante la guerra y les permitió actuar en una zona gris de la que podían obtener importantes ganancias.
El capítulo de Christopher Schmidt-Nowara analiza a los irlandeses como agentes entre católicos ibéricos del sur y anglicanos calvinistas británicos del norte. El texto ubica la discusión de tres irlandeses en el periodo de 1760 a 1820 acerca de la esclavitud africana. Alejandro O’Reilly, Joseph Blanco White y George Flinter. Los tres tuvieron campos de acción destacados en las transformaciones del espacio atlántico en el tardío siglo XVIII como agentes de cambio en las reformas borbónicas, como traductor cultural para las audiencias católicas residentes en Inglaterra o como crítico a la revolución de Bolívar. Sin dejar de destacar la participación de O’Reilly y de White, Schmidt-Nowara presta especial interés en las aventuras de Flinter como oficial británico en Curazao durante la guerra de independencia en Venezuela. Es significativa la lectura que Flinter hace de los revolucionarios, pues en el contexto de la apertura comercial hispánica, el conflicto era una amenaza a tales condiciones. Schmidt-Nowara demuestra la importancia de los irlandeses como agentes culturales en el Atlántico anglo-ibérico en la época de la revolución como testigos de la emancipación negra y la expansión de la esclavitud. Por último, el capítulo recuerda la importancia de leer las publicaciones de estos agentes siguiendo su trayectoria y experiencias que al tiempo que podían defender a una monarquía también protegían sus propios intereses.
El capítulo de Cameron B. Strange se mantiene en la época revolucionaria analizando el papel de agentes locales en las historias atlánticas entrelazadas en las fronteras. El seguimiento a la trayectoria de George J. F. Clarke dueño de plantaciones en el este de Florida y al frente de una extensa red de comercio de ganado, maderas, algodón e índigo con un uso intensivo de mano de obra esclava, explica a Clark como un testigo involuntario de fronteras porosas con intereses españoles, franceses, corsarios, esclavistas, revolucionarios y del ejército de Estados Unidos. Sin negar la posición geopolítica de la Florida, el análisis de Strang presenta a Clarke, autodefinido como español floridano, y a otros ricos propietarios de plantaciones como agentes mediadores entre España e Inglaterra y que lucharon por la continuidad de la jurisdicción hispánica para asegurar el régimen racial esclavista, pero también de las posibilidades que el sistema hispánico ofrecía para la manumisión e incluso la movilidad social que permitiría a Clarke legitimar las relaciones familiares que había construido con dos de sus esclavas. El análisis de Strang reconoce que la capacidad de resistencia y mediación que Clarke y otros pudieron ejercer en la Florida fue posible en el contexto del conflicto entre las monarquías. De esta forma, el texto demuestra que los entrelazamientos anglo-ibéricos variaron ampliamente de acuerdo con las condiciones locales y que su lectura contribuiría a eliminar las generalizaciones e incluso lecturas reducidas al patriotismo o al nacionalismo.
La parte III explora la naturaleza aparentemente contraria de los discursos anglo-ibéricos de soberanía, legitimidad y posesión para mostrar un mundo de suposiciones comunes. El capítulo de Jorge Cañizares-Esguerra hace evidente que los discursos de dominio y soberanía de los españoles católicos y calvinistas ingleses en las Américas fueron marcadamente similares, no obstante que se ha insistido en hacer evidentes las diferencias. El autor realiza una lectura cuidadosa de los textos fundacionales de los peregrinos y puritanos justificando su migración a Virginia y Nueva Inglaterra en 1620 y 1630, y encuentra argumentos religiosos medievales de posesión similares a los usados por los españoles un siglo antes. De esta forma, se muestra que una estrategia de los calvinistas fue asumir que el dominio descansaba en la conversión de los nativos y que éstos estaban dispuestos a transferir el dominio temporal al rey inglés. Sin embargo, los calvinistas debieron enfrentarse a Roger Williams que al igual que Bartolomé de las Casas puso en duda la legalidad del rey para transferir el dominio y la soberanía de los nuevos territorios a los futuros colonos y con ello deslegitimar los derechos de la colonización sostenida en patentes reales. Esto supuso la construcción de nuevas narrativas donde la soberanía de los colonos estaría sostenida en la capacidad de los actores locales y las posiciones políticas de los emigrantes y sus promotores, por ejemplo el uso de patentes de comercio que les ofrecieron mejores condiciones para su establecimiento y para ejercer la soberanía y el dominio en los territorios asignados, el reclamo de tierras vacías o bien el discurso de conversión religiosa y tierra prometida donde la Iglesia pudiese ser reconstruida.
El capítulo de Brad Dixon explica cómo los británicos siguieron la estrategia de los españoles para incorporar a los pueblos nativos de las Américas como vasallos cristianos. El ejemplo a seguir fue resultado de la comprensión británica de que la estabilidad política y el control que ejercían los funcionarios españoles en América dependió de su habilidad para reconocer y fomentar la formación de la república de indios. Desde este planteamiento, Dixon ofrece un análisis novedoso de las relaciones entre británicos y nativos en el sur de Carolina desde mediados del siglo XVII hasta la guerra de los yamasi en 1715. En territorios de frontera entre la jurisdicción hispana y la inglesa las constantes incursiones de los ingleses asentados en Carolina dieron información de las estrategias de los franciscanos en el control del territorio y el tipo de relaciones y acuerdos con los nativos, por ejemplo el papel de los caciques. En este contexto se explica que en 1701 se concibiese un proyecto para hacer de la religión un pilar en los territorios transocéanicos con la Sociedad de Propagación del Evangelio, que buscó la conversión de indios católicos al protestantismo. Este avance del programa religioso protestante significó para las autoridades hispanas, pero también para los nativos convertidos o no, un nuevo foco de conflicto por el control del territorio. El análisis realizado por Dixon contribuye a nuestra comprensión de las estrategias para ganar la simpatía de apalaches y yamasis, que en el contexto de la guerra de sucesión debe considerar los importantes recursos del situado hispano enviado desde la Nueva España y que después de 1700 incluye una partida de situado religioso.3
La sección final del libro tiene como ejes el comercio, la diplomacia y la guerra. El capítulo de April Lee Hatfield analiza la transición de un Caribe de exclusividad hispánica a un Caribe inglés con carácter militar y comercial en el periodo de 1670 a 1713. Sin dejar de reconocer estas condiciones, la autora explica la existencia de relaciones asimétricas entre autoridades inglesas y españolas. Los primeros apostaron por una relación diplomática con el reconocimiento de su soberanía en Jamaica y con especial interés en cumplir los acuerdos firmados en 1683, que prohibían el corso; por el contrario, los españoles parecían más interesados en mantener relaciones desiguales porque la continuidad de la piratería o incluso del corso era más rentable a los oficiales. El análisis nos permite comprender la distinción entre un entrelazamiento formal del protocolo diplomático y los informales de un comercio sostenido en la piratería y en el corso, ambos como reflejo de las transformaciones de la economía política del Caribe. Para la autora, el interés en la diplomacia por parte de los gobernadores ingleses puede explicarse como una estrategia para consolidar las relaciones mercantiles con Cartagena, La Habana o Yucatán como un esquema capaz de anticipar un futuro cambio en la política mercantil hispana. Un elemento que destaca de la intensa correspondencia generada por autoridades inglesas e hispanas es que las condiciones caribeñas se impusieron a la trayectoria de la política internacional. Esta comunicación es también otro recurso para explicar los intercambios mercantiles más allá de la clásica división entre legal o ilegal o bien corsarios o piratas como categorías únicas, inflexibles y opuestas a las que necesariamente debían adscribirse comerciantes y funcionarios.
El capítulo de Ernesto Bassi presenta las complejas relaciones entre el puerto de Kingston y siete puertos en el Caribe colombiano con especial intensidad en la época de las revoluciones. Bassi muestra que los pequeños puertos (Sabanilla, Chagres, Riohacha y San Andrés) se beneficiaron de su ubicación y de una tradición marítima y habilidad para el uso de pequeñas embarcaciones que ofreció condiciones para una mejor conexión con Jamaica. Esta red de intercambios explica que estos puertos se beneficiaron de voluntad de los imperios atlánticos para legalizar (regular) los intercambios intraimperiales como respuesta a una transformación del paisaje económico y de sus prácticas, por ejemplo donde el contrabando dejó de ser un acto ilegal sancionado por la jurisdicción política del comerciante y el consumidor, para asumir una definición compleja en la que se combinaban bienes, puertos de origen y destino y circunstancias geopolíticas en cambio constante que determinaban la legalidad de una o más transacciones mercantiles. Pero la historia de las conexiones caribeñas fue más allá del comercio y Bassi muestra la amplia circulación de sobornos, rumores, legitimidades sostenidas en el discurso de la escasez, textiles, armas, licores y panfletos revolucionarios que afectaron a todos, desde los altos oficiales hasta la soberanía de tribus americanas del Darién, Guajira y Orinoco.
El último capítulo de Kristie Flannery, si bien parece alejarnos del Atlántico como espacio geográfico, mantiene la perspectiva de explicar los entrelazamientos que reconocen la expansión hispánica y británica como un proyecto transocéanico. La autora pone atención en el desarrollo de la guerra de los Siete Años y sus efectos en la vida cotidiana de funcionarios, comerciantes, soldados y nativos. La autora muestra cómo los británicos movilizaron soldados y recursos desde India (incluidas tropas francesas e indios cipayos) mientras los españoles recurrieron a sus antiguos aliados, los indígenas de Pampanga. El conflicto ofreció condiciones para que soldados franceses, indios e ingleses se movieran entre imperios y para que antiguos aliados indígenas en el norte de la provincia de Ilocos y Pangasinan iniciaran una revuelta contra los españoles. Por su parte, la población de origen chino asentada en Manila mostró un apoyo ambivalente a las fuerzas en conflicto. El análisis muestra la complejidad de relaciones sociales asiáticas y un proceso de aprendizaje de las formas de gobierno religioso, político, cultural y económico. La guerra creó una amplia movilidad, desvaneció las fronteras entre británicos y españoles que convergieron en Manila y que al tiempo que se luchaba por uno u otro imperio, también se luchó por la reconfiguración de los poderes locales que incluía a un conjunto multiétnico de actores. Por último, la guerra y las fuerzas que intervinieron obligaron a una nueva conceptualización de lo asiático para ambos imperios pero también para los locales que comprendieron su posición en la geopolítica de España e Inglaterra, que tendrá efectos más allá de la ocupación de Manila y que se entenderá en el siglo XIX.
Sólo resta decir que la lectura de este libro y su incorporación a la historiografía debe pensarse como un esfuerzo por realizar estudios que toman como punto de partida las coincidencias más allá de las coyunturas políticas, de los acuerdos matrimoniales o de los escasos periodos de paz entre los imperios, en los que comerciantes, agentes políticos, funcionarios y soldados (americanos y asiáticos) buscaron sus propios caminos para moverse en y con el Atlántico. En consecuencia, queda pendiente su inclusión en la otra historiografía, la que ha privilegiado una lectura de estos procesos desde el mundo hispánico, los encuentros son necesarios y prioritarios para nuestra comprensión del Atlántico y sus muchas historias.