Introducción
Desde la conquista misma, los soberanos españoles estuvieron muy interesados en preservar a la población indígena en calidad de nuevos súbditos. En una sociedad eminentemente agrícola, la tierra era un bien fundamental para la sobrevivencia tanto para españoles como para los nativos americanos. La debacle demográfica del siglo XVI y parte del siglo XVII hizo que las autoridades hispanas se preocuparan por garantizar el sustento de los grupos indígenas sobrevivientes, amén de que, gracias a su mano de obra, se sostenía la economía novohispana.
Durante el periodo colonial, la mayor parte de la población nativa vivía en los llamados pueblos de indios. En los pueblos de indios nacían, crecían y morían las personas a veces sin conocer otros lugares cercanos. La vida, por tanto, estaba organizada en torno a los recursos que ofrecía su medio local, específicamente los provenientes de las tierras con que los indígenas podían contar y hacer uso. De sus tierras, los habitantes de los pueblos obtenían su comida, el sustento para la vida religiosa y sus fiestas, sus tributos y en general lo necesario para la subsistencia. Sin embargo, a pesar de la amplia bibliografía sobre el tema, subsisten interrogantes en torno a las formas de posesión y uso de la tierra indígena durante el virreinato, así como de sus particularidades en cada jurisdicción.
El presente trabajo trata sobre “ejido” y “fundo legal” como dos formas de asignación de tierra a los pueblos de indios ubicados en las jurisdicciones de la Audiencia de México y de la Audiencia de Guadalajara durante el periodo colonial. Lo que se intenta demostrar es que, si en su significación moderna “ejido” y “fundo legal” son figuras jurídicas distintas y bien definidas, el uso y el significado de ambos conceptos durante el virreinato distaban de serlo, lo que ha ocasionado diversas confusiones en la historia agraria de México. De Solano ya había advertido que el fundo legal solía confundirse con el ejido. El mismo autor se pregunta si el fundo formaba parte del ejido; según sus propias pesquisas, para Mendieta y Núñez ese sería el caso; mientras que, para Wistano Luis Orozco no, ya que ambas figuras tenían medidas y funciones distintas.1
Por otro lado, el fundo legal -originalmente llamado “tierras por razón de pueblo”, “tierras para vivir y sembrar”- y el ejido fueron utilizados tanto en el territorio adscrito a la Real Audiencia de México como en el administrado por la Real Audiencia de Guadalajara. Sin embargo, la extensión de tierras que de forma automática se asignó a los pueblos de indios de una y otra jurisdicción luego de la creación de la Superintendencia del Beneficio de Composiciones de Tierras y del establecimiento de los juzgados privativos de Tierras y Aguas fue muy desigual; comprendía en el primer caso una extensión de 1 200 varas cuadradas (poco más de cien hectáreas), mientras que en el segundo legalmente se debía dotar a cada congregación indígena de 5 000 varas cuadradas (1 755 ha aproximadamente). La razón de esta enorme disparidad no está del todo clara.
Las normas legales para regir y organizar la propiedad agraria colonial en el continente americano se comenzaron a generar a medida que tendió a consolidarse la conquista del territorio, y, aunque la normatividad plasmada en provisiones, cédulas, instrucciones y ordenanzas reales estuvo lejos de ser idéntica a su aplicación, dicha normatividad generó la pauta para la actuación de las autoridades, pueblos de indios y nuevos colonos en asuntos de tierras. La compleja relación entre la legislación colonial y la realidad americana ha sido abordada por diversos historiadores. Según García Gallo, es un error creer que las leyes españolas eran mera letra muerta y no se cumplían en las Indias.
La denuncia de abusos en los primeros tiempos de la colonización, no sólo por Las Casas, sino por multitud de obispos y religiosos, magistrados y simples particulares, es la mejor prueba de que no era general el incumplimiento de las normas, puesto que no fueron figuras aisladas, sino infinidad de gentes de todas las clases sociales las que manifestaron su protesta contra los vicios de la colonización. Hubo en Indias, como en todos los países donde se forja una nueva vida, una parte de la población que pretendió organizarla para la satisfacción de sus intereses, haciendo tabla rasa de todo lo que a ellos podía oponerse; y otra, de miras más elevadas, que se esforzó por instaurar el espíritu cristiano y los principios de la justicia. El gran número de escritos denunciando abusos, salidos de la pluma de todo género de personas y clases sociales, demuestra que esta parte sana no era reducida, ni mucho menos.2
Diego-Fernández y Mantilla Trolle también señalan que en la actualidad desgraciadamente prevalece la mala imagen de las leyes del antiguo régimen, tanto por el desprecio con que la historia del derecho y de las instituciones fue vista a partir de los postulados de la escuela francesa de los Annales como por la caricatura que impera en la actualidad para muchas personas en el sentido de que no vale la pena perder el tiempo ocupándose del estudio de las leyes vigentes de ese entonces, dado que para nada reflejaban la realidad de la época y nadie le hacía el menor caso a las disposiciones venidas allende el mar.3 En todo caso, la legislación española plasmada en los cedularios que paulatinamente se fue recopilando durante los trecientos años del virreinato, y que quedó resumida en la Recopilación de leyes de Indias de 1680, fue más que una mera colección de normas jurídicas. Normalmente la legislación iba precedida de la exposición de los hechos concretos que les dieron origen. Y así, la propia legislación de Indias puede ofrecer un perfil del estado moral, político, social o económico de cada región; los problemas que se plantean, las dificultades con que se tropieza y el cúmulo de intereses y pasiones -nobles y mezquinas- que se agitaba en aquella sociedad en formación,4 en otros términos, denotan una asociación indisoluble de jure y de facto en torno al sistema colonial y sus actores. Aunque, como afirma De Solano, han sido pocos los estudios que ofrezcan correlaciones entre las disposiciones oficiales y el reflejo en la realidad novohispana, entre la directriz y su realización,5 el mismo autor plantea, por ejemplo, que las cédulas de composiciones de tierras de 1591 son una respuesta a la nueva realidad agraria que, para entonces, a escala continental se estaba imponiendo.6
Si la aplicación del derecho indiano y la normatividad legal agraria hubiese seguido pautas particulares según la propia correlación de fuerzas de las comunidades indígenas y los gobiernos en turno de las provincias, algo así como “la ley de la selva”, ¿por qué existen diferencias tan notables en las formas de apropiación legal de la tierra entre los pueblos adscritos a la Audiencia de México en contraste con los sujetos a la Audiencia de Guadalajara, así como grandes semejanzas en las formas de posesión al interior de éstas? Una respuesta a lo anterior es que la tenencia de la tierra indígena en ambas audiencias se rigió bajo una distinta legislación.7 Tanto los virreyes como los presidentes de audiencias y, finalmente, los jueces agrimensores responsables de la medición y el reconocimiento de las tierras de los pueblos estaban sujetos a dichas leyes. El que existan casos aislados de mercedes y reconocimientos de tierras de los pueblos de indios en una audiencia bajo el modelo de la otra expresa, más bien, la violación a normas establecidas, es decir, que sólo ocasionalmente no se cumplían, tal como lo demuestran los extensos argumentos legales en los litigios de la época.
El presente trabajo se centró en dos tipos de ordenamientos legales emitidos durante el periodo colonial respecto de las tierras que automáticamente debían pertenecer a los pueblos de indios, aquellas cédulas y órdenes virreinales que tratan sobre las tierras de los pueblos que, desde antes de la conquista, ya estaban establecidos y las disposiciones decretadas respecto de las nuevas congregaciones indígenas que fueron instaurándose durante el periodo colonial. La dicotomía entre los ordenamientos que rigieron a los antiguos pueblos de indios en contraposición con las leyes que se emitieron para las nuevas reducciones indígenas que con el tiempo fueron surgiendo será el eje reflexivo de este ensayo. Mediante esta estrategia de análisis, se pretende aportar más elementos para entender el porqué de la diferencia de dotación de tierras de fundo legal para los pueblos de indios que quedaron en la jurisdicción de la Audiencia de México, en contraposición con los ubicados en la Nueva Galicia y el septentrión novohispano.
El fundo legal y el ejido, disposiciones legales
Con la llegada de los españoles las sociedades indígenas americanas sufrieron profundas transformaciones de toda índole. Para el tema que nos ocupa hay que señalar que muchos pueblos de indios sobrevivieron a la conquista y reconfiguraron su área de influencia jurisdiccional incluyendo al territorio.8 En otros casos, sobre todo en áreas fuera de la influencia civilizatoria mesoamericana, se tuvieron que constituir nuevos pueblos con grupos indígenas que muchas veces fueron reacios a organizar su vida de modo sedentario y en policía. En materia de tierras, los pueblos de indios establecidos desde antes de la llegada de los conquistadores trataron de hacer respetar sus antiguos límites apelando a sus títulos prehispánicos o a la memoria de sus antepasados. En cambio, en las nuevas congregaciones indígenas, el proceso de fundación incluyó naturalmente la entrega de nuevos espacios territoriales para el sustento de las familias congregadas. Cada uno de estos dos escenarios obligó a tomar medidas distintas por parte de las autoridades hispanas.
El fundo legal o tierras “para vivir y sembrar” a fines del siglo XVIII hacía alusión a la extensión mínima de tierras que un pueblo de indios debía legalmente poseer, es decir, la extensión territorial necesaria para el establecimiento de casas, solares, calles, plazas, edificaciones públicas y religiosas, más tierras de cultivo y para pastos,9 pero, ¿cómo se llegó a tal definición? Según diversos autores que han abordado el asunto de las tierras de los pueblos durante el periodo colonial, el origen del fundo legal se remonta a la ordenanza emitida el 26 de mayo de 1567 por el virrey Gastón de Peralta, marqués de Falces, en la cual se determinó que el terreno concedido para asiento de las congregaciones indígenas abarcara un radio de 500 varas medidas a partir de su iglesia.10 En un trabajo exhaustivo sobre dicha ordenanza, Bernardo García Martínez demostró que esta ley no hacía alusión precisamente a una entrega mínima de tierras a los pueblos de indios, sino a un espacio de protección para mantener alejadas las heredades españolas de los núcleos indígenas,11 la distancia entre los pueblos y las estancias ganaderas; no era un problema reciente, se había comenzado a tratar de normar por lo menos desde 1550.12
En todo caso, la orden implicó una separación mínima de mil varas entre los pueblos y las tierras dedicadas a la cría de ganado, indistintamente si fuese mayor (reses y caballos, principalmente) o menor (cabras, borregos, cerdos, etcétera); pero, una separación de sólo quinientas varas entre los pueblos y las mercedes de los españoles si fuesen concesiones de caballerías de tierra, es decir, tierras para cultivo de maíz o trigo. En este último caso, se entiende que tal vez habría un menor perjuicio dada la orientación productiva de la explotación.13 Evidentemente, y coincidiendo con García Martínez, se trata más de una ordenanza restrictiva para proteger los poblados, que de asignación mínima de tierras a los mismos.
Por otro lado, en dicho ordenamiento no se señaló el giro que debía tener el terreno intermedio, entre la ubicación de las estancias de ganado y los pueblos. Según Felipe Castro, la profunda implicación que de lo anterior se desprende, es que, no impedía que en el radio de exclusión, pudiesen existir, por ejemplo, tierras usufructuadas por nobles indígenas, tierras de cofradía, tierras realengas u otros espacios cuyo control directo les correspondía necesariamente a los pueblos.14 Tampoco prohibía que las repúblicas de indios pudiesen poseer otras tierras alejadas de sus núcleos de población, por ejemplo, las áreas abandonadas por efecto de las congregaciones de 1550-1560 y de 1598-1608 y a las cuales seguían teniendo derecho.15 Estas normas debían regir en las localidades indígenas ya establecidas, pero ¿qué pasaba con los núcleos nuevos de población que se comenzaron a fundar mediante las políticas de congregación de la segunda mitad del siglo XVI?
Tal vez por la rápida ocupación que estaba experimentando el suelo americano y la necesidad de normar de algún modo la cantidad de tierras que debía otorgarse a las nuevas congregaciones indígenas que estaban formándose por políticas reales, seis años después de la orden del marqués de Falces, el 1 de diciembre de 1573, el rey Felipe II, dispuso que “Los Sitios en que se han de formar Pueblos, y Reducciones, tengan comodidad de aguas, tierras y montes, entradas, y salidas, y labranças, y vn exido de vna legua de largo, donde los Indios puedan tener sus ganados, sin que se rebuelvan con otros de españoles”.16
A pesar de que esta real cédula ha sido sin duda uno de los textos más conocidos y analizados para entender el devenir agrario de México, hace falta hacer algunas reflexiones sobre la misma. En primer lugar, la figura del ejido ya existía desde antes de la conquista de México como un tipo de extensión territorial reconocida en la península ibérica;17 sin embargo, al implantarse en la Nueva España -en su sentido extenso, es decir, incluyendo en ella a la Nueva Galicia-, su uso adquirió al menos dos connotaciones distintas que han dado lugar a algunas confusiones: por un lado el ejido destinado a las villas y ciudades novohispanas que fueron surgiendo a medida que avanzó la conquista y el control del territorio americano, en este caso, se usó sobre todo para apacentar ganado, recoger leña, piedra y para recreación; estaba prohibido construir casas-habitación y no se podía labrar ni debía adjudicarse en propiedad particular.18 Por otro lado, los ejidos en los núcleos de origen hispano fueron desiguales en extensión según cada centro poblacional; la asignación se hizo en función de la importancia de las nuevas villas y ciudades y de las tierras disponibles en los alrededores, así como de su calidad. Por ejemplo, en las áreas septentrionales, donde no había pueblos de indios establecidos, la tierra se concibió como baldía, es decir, susceptible de ser enajenada por las autoridades novohispanas, y, por tanto hubo concesiones ejidales más extensas.19
Por el contrario, en el caso del ejido indígena de que habla la real cédula del 1 de diciembre de 1573, se determinó claramente una extensión de una legua cuadrada de tierra,20 y, aunque el texto hace alusión a que su uso será para mantener el ganado de los nativos, en los hechos, el ejido indígena sirvió para fines diversos, incluyendo el cultivo de parcelas familiares y el uso habitacional, aunque no generaba plena propiedad.21
En segundo lugar, cómo se puede observar en el texto, la real cédula del 1 de diciembre de 1573 se refiere a las características que debían tener las nuevas reducciones indígenas que a partir de 1540 se organizaron de forma sistemática,22 más no hace alusión a los pueblos que sobrevivieron a la conquista, es decir, estrictamente hablando, no los incluye en el beneficio de contar con tierras de ejido, lo cual tendría enormes repercusiones históricas. Por último, excepto la mención de dotar a cada nueva congregación indígena de una legua de tierra para ejidos orientada a la cría de ganado, destaca la ausencia de una extensión o medida exacta de tierra que por razón de pueblos deberían poseer o en la cual vivir y sembrar; es decir, la real cédula de 1573 deja abierta la posibilidad de tener, a más del ejido, mucha o poca tierra según las propias necesidades y posibilidades de cada nuevo asentamiento indígena.
El 10 de octubre de 1618 el rey Felipe III emitió una nueva cédula en la cual se determinó que las estancias de ganado mayor no deberían situarse dentro de legua y media de las reducciones antiguas, y las de ganado menor a media legua; “…y en las Reducciones, que de nuevo se hizieren, haya de ser el termino dos vezes tanto…”, bajo amenaza de perder la estancia y la mitad del ganado que en ella hubiese. Se ordenó además, a los dueños del ganado que lo tuvieran en buena guarda, con pena de pagar el daño que reses o borregos hiciesen a los indígenas; además, se dio permiso para que los indios mataran el ganado de cualquier tipo que invadiera sus siembras.23 Este decreto, poco mencionado por los historiadores agrarios, es parecido al de 1567 del virrey marqués de Falces; se trata pues, nuevamente, de una orden de exclusión no de asignación de tierras. Vale, sin embargo, observar algunas interesantes diferencias entre ambos mandatos: en primer lugar, la disposición del marqués de Falces señala una distancia mínima de 1 000 varas, entre las estancias de ganado (sin hacer distinción si éstas eran de ganado menor o mayor) y los pueblos de indios; la cédula de 1618, en cambio, claramente establece diferentes distancias entre los pueblos de indios y las estancias de ganado menor o mayor, según sea el caso: una legua y media equivalente a 7 500 varas salomónicas cuando se tratara de estancias de reses, y de media legua (2 500 varas) cuando se tratara de estancias de borregos, lo que tal vez implica una valoración distinta de los daños ocasionados a los cultivos de los indios, según el tipo de semovientes. Nótese también, la gran diferencia entre las distancias establecidas por el virrey marqués de Falces y las decretadas por el soberano español en 1618. Más extraña aún en el decreto del rey Felipe III resulta la orden de que hubiera el doble de distancia entre las nuevas reducciones indígenas y las estancias de ganado ¿Se buscaba evitar futuros problemas de interacción entre las unidades de producción hispanas y los nuevos pueblos de indios considerando los problemas que ya se daban por invasiones de vacas, caballos y cerdos a los cultivos de las repúblicas indígenas en los valles centrales de México? Tal vez por lo inaplicable, sobre todo en comarcas con alta densidad de reducciones indígenas y heredades españolas es que esta nueva cédula pasó desapercibida. En todo caso, estas órdenes, más que disposiciones para dotar de tierras a los pueblos de indios, serían parte de una serie de estatutos de índole separatista, para mantener a los nativos americanos lejos de la amenaza que representaba la población hispana, e incluso la de otras etnias.
El 18 de noviembre de 1603, el virrey conde de Monterrey, escribió una carta al rey Felipe III, dando cuenta de algunos asuntos respecto de las nuevas reducciones indígenas con los que había instruido a su sucesor, el virrey marqués de Montesclaros
Platiqué tan bien al marqués [de Montesclaros] la parte que quedava por acavar después de assentadas ya las congregaciones que no es pequeña aviendo de enviar comissarios que examinen y vean si los jueces ordinarios y los de comisión que fue necessario enviar a algunos partidos por las razones que tengo escritas a V. M. cumplieron con sus Instrucciones en el modo de esta Reducción para que los Yndios queden con la comodidad de casas, tierras, aguas y montes que se les ha procurado para su bivienda y grangerías y después en lo que son obras públicas de los mismos pueblos como Yglesias, casas de comunidad, hospitales, cárceles, señalamiento de términos (punto ymportantísimo) y otras particularidades que se offrecen después de congregados para la mejor cobranza de sus tributos sin vexación y para que cada cabecera tenga sello conocido para los negocios que huviere de tratar la comunidad y se escusen muchos fraudes y engaños que cada día suceden, de todo dejaré al marqués los apuntamientos y motibos que la experiencia me hubiese enseñado...24
El fragmento de la carta da a entender que, para el caso de las nuevas reducciones indígenas eran los jueces comisionados para congregarlos los que se encargaban de dotarlos de tierras para cultivos, aguas y montes además de establecer los límites a que debían sujetarse; sin embargo, como ya se dijo de otros ordenamientos y cédulas emitidos hasta esa fecha, nuevamente no se señaló una determinada medida de concesión. El que los nuevos pueblos congregados quedaran con comodidad de tierras y otros recursos se presta a interpretaciones de todo tipo. Se puede decir que, desde mediados del siglo XVI, se generó el principio o norma que debía regir la actividad de los agrimensores a la hora de señalarles los lugares de asentamientos y el espacio que debían aprovechar los nuevos núcleos indígenas; éste era que contaran con suficientes tierras para los usos tan diversos que demandaba una nueva población de indios, mas -salvo la medida de una legua cuadrada de tierra para ejidos- no se impuso una cantidad determinada de tierra para cada nuevo asentamiento.
En una economía y una demografía novohispanas dinámicas, que poco a poco tendían a recuperarse luego de la desaparición de millones de indígenas durante el siglo XVI, el problema de las tierras de los pueblos también cobró creciente importancia. Como lo señala Stephanie Wood, el interés de los pueblos de indios por contar con títulos legales de sus tierras fue aumentando a medida que se recuperó la población indígena y se intensificó la competencia por los recursos a fines del siglo XVII.25
El 4 de junio de 1687 se emitió en Madrid una nueva real cédula mediante la cual se dispuso que a los pueblos de indios se les dotara de 600 varas de tierra hacia los cuatro vientos o puntos cardinales, midiéndolas alrededor del lugar de la población; es decir, desde las últimas viviendas indígenas. Por otro lado, en la misma cédula se señaló una distancia de 1 100 varas como mínimo para las estancias de ganado más próximas.26 Lo sorprendente de esta cédula es que, sin un análisis exhaustivo, hace alusión a que en el ordenamiento emitido por el marqués de Falces del 26 de mayo de 1567 se había señalado una extensión de 500 varas o más para que los pueblos de indios pudiesen vivir y sembrar, ampliando solamente en 100 varas más la concesión de tierras a los núcleos indígenas como patrimonio corporativo. Es interesante, pues, el que desde entonces erróneamente se haya interpretado la ordenanza de 1567 y la cédula de 1687 como un proceso gradual de reconocimiento de tierras a los pueblos de indios, a pesar de 120 años de separación cronológica y de que ambas tuvieron un distinto carácter legal.27
El cambio de sentido de la cédula del 4 de junio de 1687 pudo tener que ver con una nueva problemática que poco a poco fue acrecentándose. Si en el siglo XVI el interés de las más altas autoridades novohispanas había radicado en generar zonas de protección alrededor de los pueblos, con el tiempo se hizo más importante generar derechos de propiedad y, en especial, de títulos escritos sobre la tierra poseída o sobre nuevas tierras. En otros términos, hasta entonces, la propiedad de la tierra no había sido tan significativa para los pueblos como los derechos jurisdiccionales sobre su entorno. Poco a poco las cosas cambiaron. A fines del siglo XVII la población indígena creció, la colonización española se extendió, aumentó la presión sobre la tierra a raíz de las composiciones que comenzaron a aplicarse de forma efectiva a partir de 1643, se debilitaron los antiguos derechos de los pueblos y la propiedad entonces adquirió un nuevo significado, de ahí la originalidad e importancia de la cédula de 1687.28 En ese tenor, como lo planteó Stephanie Wood, las autoridades responsables de formular las políticas sobre la posesión legal del suelo trataron de mediar en el precario equilibrio que implicaba, por un lado, la creciente presión sobre la tierra por parte de la agricultura y la ganadería comercial, y por otro, las corporaciones indígenas, tan importantes para la Corona española como fuentes de mano de obra y de tributos.29 El nuevo paradigma sobre la propiedad de la tierra, mediante el cual poco a poco se pasó a la posesión total del territorio, tocó finalmente a los pueblos de indios.
La ambigüedad de la cédula de 1687 obligó a su modificación el 12 de julio de 1695, decretándose que tanto las 600 varas como las 1 100 se contaran a partir del centro de los pueblos; es decir, tomando a las iglesias como el punto de donde debían iniciar las mediciones. Esta nueva normatividad debía aplicar tanto en los pueblos de indios que fuesen cabeceras como en los que fungieran como sujetos.30 Por otro lado, esta cédula estableció las 1200 varas en cuadro como la base territorial mínima, sin que en dicho ordenamiento se esclareciera cuánta más tierra legalmente podía poseer un pueblo cuando fuese posible;31 debido a ello, en teoría, los pueblos debían contar con cuanta tierra hubiese menester según las necesidades particulares de cada comunidad.32
Para el caso de la figura del ejido, el 15 de octubre de 1713 una real cédula reafirmó nuevamente la medida de una legua cuadrada de tierra como sus límites apropiados.33 Este decreto fue una actualización de las cédulas del 1 de diciembre de 1573 y del 10 de octubre de 1618, ya que nuevamente sólo hizo mención de su cumplimiento a las nuevas reducciones de indígenas recién convertidos; más explícitamente, en esta ocasión se refirió a las reducciones indígenas en minas y misiones del septentrión novohispano como quedó plasmado en el mismo texto de la cédula,34 no sugiere dicho beneficio de la legua cuadrada de tierra para los pueblos de indios ya establecidos.
Respecto del enorme territorio administrado por la Real Audiencia de Guadalajara, De Solano plantea que el fundo legal (término con el que a fines del siglo XVIII se comenzó a designar a las “tierras para vivir y sembrar” o “por razón de pueblo”) era de una legua en cuadro lo mismo que el ejido.35 Nótese que, inherentemente, el autor da por hecho que son distintas figuras de dotación de tierras, lo cual es tema de debate en el presente análisis. Desde principios del siglo XX, autores como George McBride señalaron la diferencia entre fundo legal y ejido, concibiendo al primero como el lugar reservado para el caserío del pueblo y al segundo como el área de pastoreo comunal,36 aunque, según Lemus García, éste luego se orientó también al cultivo.37 Charles Gibson, Enrique Florescano y más recientemente Francisco Calderón mencionan que jurídicamente el fundo legal hacía alusión a las tierras necesarias para el establecimiento del casco del pueblo y no comprendía los terrenos de labor asignados a la subsistencia de la comunidad y de sus habitantes, ni a los que los indígenas poseían antes de ser reducidos, era pues el mínimo de tierra necesaria para el establecimiento de una población.38 En el mismo sentido, Margarita Carbó señala que el fundo legal correspondía únicamente al suelo urbano y que era el ejido la superficie complementaria destinada para la subsistencia comunal.39
Si formalmente la Recopilación de leyes de Indias habla en efecto de dos figuras distintas de concesión de tierras, en los hechos, la situación fue diferente. Ya en 1984 Stephanie Wood en su tesis doctoral había destacado el uso intensivo de las tierras por razón de pueblo o fundo legal tanto para habitación como para cultivos en los pueblos de indios del valle de Toluca;40 en 1986, Margarita Menegus, también señaló que el fundo legal, además del casco urbano, podía incluir los solares para las huertas, las tierras de sembradura, montes, pastos y demás tierras necesarias para el sostenimiento de un pueblo de indios.41 En un trabajo posterior, Wood destaca cómo el uso agrícola de las tierras por razón de pueblo estaba muy difundido en lugares tan diversos como Teotihuacán, Querétaro, Cholula, Cuernavaca y Celaya.42 Más recientemente, Dorothy Tanck ha demostrado que, para fines del siglo XVIII, en la jurisdicción de la Audiencia de México, el fundo legal se utilizó para casco del pueblo, la milpa comunitaria y las parcelas de común repartimiento.43 En el mismo sentido, Felipe Castro da por hecho que el fundo legal comprendía mucho más que las tierras dedicadas al uso exclusivamente habitacional, comprendiendo tierras de sembradura.44 Esta área se refería tanto a la zona de urbanización como de cultivos, es decir, los solares para casas y pequeños huertos, edificios como iglesia, hospital, casas de cabildo, etcétera, panteón, plazas y calles que se requirieran para la subsistencia de una congregación indígena, pero también a las tierras de labor designadas para la subsistencia comunitaria.
Por no ser tema de este análisis, en este trabajo no se ha abordado otro tipo de tierras que frecuentemente podían poseer los pueblos durante la época colonial, aquellos predios comprados a dueños particulares y a la Corona española o que podían aprovechar ilegalmente sin títulos de ningún tipo, conocidas estas últimas tierras como “demasías”. En las grandes áreas despobladas del norte, estas extensiones constituían la mayor parte de los terrenos detentados por los pueblos. A veces eran grandes espacios deshabitados (bosques, cerros, lagunas, pastizales, etcétera) que fungían como reservas territoriales de los núcleos indígenas y sobre las cuales tenían jurisdicción.45 El uso de estas tierras podía ser diverso, ya que se podían utilizar para sostener la cofradía del pueblo, para ser rentadas y recabar recursos para bienes “de propios”, o como áreas comunes para pastoreo de ganado, obtención de leña y otros recursos, aunque no todos los pueblos de indios contaron con este tipo de tierras. A diferencia del fundo legal o el ejido, estas tierras no pertenecían a los pueblos de manera inherente o automática ya que tenían que ser adquiridas por donación, compra o composición.
En contraste con lo que las leyes españolas determinaban, la propiedad indígena siguió lógicas particulares, es decir, acordes con la situación específica de cada provincia, influida por la capacidad de resistencia o gestión de cada pueblo en particular y mediada incluso por los estilos particulares de gobierno de los distintos agentes que detentaron el poder durante el virreinato. En los dos apartados siguientes se expone lo que de facto ocurrió con las tierras “por razón de pueblo” en la jurisdicción de la Audiencia de México y en la de la Nueva Galicia.
El fundo legal y el ejido en la jurisdicción de la Audiencia de México
Luego de la emisión de las reales cédulas del 4 de junio de 1687 y del 12 de julio de 1695 y del establecimiento de la Superintendencia del Beneficio de Composiciones de Tierras que regularía la posesión y la propiedad del suelo durante la primera mitad del siglo XVIII, en los pueblos de indios que quedaron bajo la jurisdicción de la Real Audiencia de México, las 600 varas de tierra “por razón de pueblo” se interpretaron como la extensión que de forma inseparable debía corresponderle a un pueblo por el hecho de serlo. Vale destacar también que esta cantidad de tierra se otorgó independientemente de si se trataba de pueblos de origen prehispánico o reducidos luego de los importantes procesos de congregación de fines del siglo XVI.46
Algunos autores han propuesto que la diferencia en la adjudicación de una legua cuadrada de tierra para los pueblos de indios ubicados en la Nueva Galicia y las 1 200 varas cuadradas de los pueblos de indios ubicados dentro de la jurisdicción de la Real Audiencia de México tuvo su origen en la alta densidad de los pueblos de indios ubicados en esta última prefectura, en contraste con el territorio controlado por la Audiencia de Guadalajara (Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y las Provincias Internas), de poca población hispana e indígena y donde comúnmente había grandes distancias entre pueblo y pueblo. Wood, por ejemplo, señala que tal vez la legua de tierra de ejidos, por su extensión, era una dotación inviable para los pueblos de las áreas centrales de la Nueva España, de ahí la masificación de las 600 varas de tierra como dotación.47 Retomando a Wistano Luis Orozco, Lucio Mendieta y Núñez consideraba que la razón de tal divergencia estuvo fundada en que tanto el ordenamiento del marqués de Falces como las reales cédulas del 4 de junio de 1687 y del 12 de julio de 1695, que señalan un radio mínimo de 500 varas de protección a los pueblos (el cual finalmente se incrementó a 600 varas pero como asignación mínima de tierras), fueron expedidas exclusivamente para el territorio sujeto a la Real Audiencia de México, mas no para el de la Nueva Galicia y sus provincias subalternas.48 Por su parte, Felipe Castro plantea que para la Nueva Galicia se aplicó la real cédula del 1 de diciembre de 1573, que estableció la concesión de una legua de ejidos para las nuevas congregaciones,49 aunque habría que agregar a este planteamiento que las tierras de ejido a que alude esta real cédula eran una asignación adicional a las tierras “suficientes” o “necesarias” que debían pertenecer a las congregaciones de indios.
Si bien en la jurisdicción de la Audiencia de México las 600 varas de tierra -es decir, poco menos de 101 hectáreas cuadradas- fue la asignación formal reconocida a cada pueblo de indios a partir de la real cédula del 12 de julio de 1695, a continuación se exponen algunos casos especiales en que se manejó la figura del ejido, o bien, la asignación de la legua cuadrada de extensión (aproximadamente 1 755 hectáreas de tierra) como “tierras en o por razón de pueblo”, lo que denota la complejidad de la política agraria virreinal.
El caso más antiguo hasta ahora encontrado fue para el pueblo de Tlalnepantla en la década de 1560. Al parecer, Fernando de Portugal, alcalde de Tenayuca, les había medido y entregado por “ejido” a los indios de Tlalnepantla parte del cerro de Teocalpuyacan, tierras que no fueron para el asentamiento del pueblo; su orientación tal vez era para leña o agostadero de ganado y jamás se dijo cuánto medían pero no se trataba de una legua cuadrada de extensión, tal vez, porque aún no se había legislado al respecto; en todo caso, esta concesión fue confirmada el 26 de junio de 1567.50 También se encontró otra concesión de una legua cuadrada de tierra “para ejido” medio siglo después en una solicitud expuesta a principios del siglo XVII por los naturales del pueblo de Hueyotlipa y de San Blas, su sujeto, en la provincia de Tlaxcala luego de los procesos de congregación, por lograr la asignación y amojonamiento de media legua a la redonda de cada pueblo como tierras “para ejido”. Para apoyar su petición, los indígenas argumentaron el papel tan importante que desempeñaron en la conquista de México, solicitud que al parecer les fue concedida por el virrey marqués de Salinas.51 En su estudio sobre las tierras de los pueblos de indios del valle de Toluca, Wood destaca la existencia de un ejido compartido entre españoles e indios en las afueras de Toluca; sin embargo, y retomando el extenso trabajo de Charles Gibson para el valle de México, esta autora reconoce que fue una figura de dotación bastante rara en las áreas centrales de la Nueva España.52
A fines del siglo XVII, en las alcaldías mayores de Yahualica y Huayacocotla-Chicontepec, en la Huasteca, en el reconocimiento y composición de tierras (de 1692 a 1720) la norma fue un cuadrado de 1 200 varas por “razón de pueblo”, como formalmente estaba estipulado,53 pero más al norte, a raíz de las graves amenazas de alzamiento de los indígenas recién convertidos, el 12 de abril de 1669, el virrey marqués de Mancera había promulgado un decreto donde concedía a las nuevas congregaciones de indios pacificados 3 000 pasos de salomón o 5 000 varas por cada viento, tomando como base la última casa de las poblaciones, lo que incluso rebasaba la legua de tierra. Esta gran extensión debía ser ocupada por milpas, huertas, labranzas y pastos para ganado. La orden debía aplicar para los núcleos indígenas de las provincias de Río Verde, Pánuco, Tampico, e inclusive el Nuevo Reino de León, aunque para entonces dependía de la Audiencia de Guadalajara. El 16 de febrero de 1688 el virrey conde de Monclova volvió a confirmar este decreto y, por último, atendiendo a las súplicas de los padres franciscanos encargados de la conversión de los indios chichimecas que servían de “muro” tanto para los indios “bárbaros” de la Sierra Gorda como para los que hacían incursiones desde el norte, el rey Carlos II emitió una cédula el 25 de mayo de 1689 confirmando dichas prerrogativas. A principios del siglo XVIII, debido a la presión de los hacendados, se convino en que sólo se les reconociera a cada pueblo una legua cuadrada de tierra medida desde su iglesia y no desde la última vivienda, aunque ya para mediados del siglo XVIII, al menos once pueblos tenían dificultades por invasiones de las haciendas vecinas.54 Un caso más complejo ocurrió en las alcaldías mayores de Amula, Etzatlán, Autlán, Zapotlán y Sayula, al sur de Jalisco, donde de pueblo a pueblo se intercalaban las 1 200 varas y la legua cuadrada como “tierras por razón de pueblo”, tal vez porque el 20 de junio de 1695 por orden del Real Consejo de Indias en materia de tierras pasaron a depender de la Audiencia de Guadalajara;55 de hecho, en las cuatro primeras jurisdicciones, la asignación de la legua cuadrada de tierra fue la norma. Sin embargo, para el caso de Sayula, a mediados del siglo XVIII, la legua cuadrada y las 1 200 varas de tierra se alternaban en las extensiones que “por razón de pueblo” les fueron reconocidas a las 35 congregaciones indígenas existentes ocasionando severos conflictos. De hecho, las autoridades de Guadalajara jamás lograron establecer una nueva ley que resolviera sobre si debía integrarles a estos pueblos la legua cuadrada de tierra como a sus iguales de la Nueva Galicia, o sólo 1 200 varas por ser pueblos tributarios adscritos a la Audiencia de México.56 También hubo casos, como el de San Antonio Tenejapa, jurisdicción de la Antigua Veracruz, donde en 1697 lograron ser reconocidos como pueblo de indios con una legua cuadrada de tierra. Sin embargo, estas tierras no habían sido concesión de la Corona española, sino de un particular para que se edificase la nueva población. De hecho, la mayoría de los vecinos favorecidos no eran indígenas, pero les fue aprobada la figura de pueblo de indios en febrero de 1697 por el virrey conde de Moctezuma.57
En 1700, indios terrazgueros de la villa de Cuilapan, Oaxaca, pretendieron fundar un nuevo pueblo con el nombre de San Lucas Tlanichico. Al parecer, originalmente buscaron ser favorecidos con tierras para las casas del vecindario más una legua cuadrada de tierras “para ejido”; sin embargo, Juana de Lara, india cacica de Cuilapa, se inconformó porque las tierras solicitadas las reconocía como suyas. El virrey José Sarmiento de Valladares solicitó más información, por lo que la decisión quedó pendiente.58 En síntesis, salvo casos particulares como los ya descritos, los pueblos de indios en la jurisdicción de la Real Audiencia de México contaron con sus 1 200 varas en cuadro “por razón de pueblo”, pero raramente con la entrega automática de tierras de ejido que estipulaba la real cédula del 1 de diciembre de 1573 para las nuevas reducciones o congregaciones de indios.
El fundo legal y el ejido en la jurisdicción de la Audiencia de Guadalajara
A pesar de ser una audiencia subordinada a la autoridad del virrey en asuntos de hacienda y guerra, la Real Audiencia de Guadalajara en materia de tierras tuvo autonomía y controló administrativamente un territorio muy extenso; esto es, Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y los territorios de más al norte, como Coahuila, Nuevo León, Texas, Nuevo México, Sonora y las Californias.59 Por otro lado, mientras que en la ciudad de México el Juzgado General de Indios se encargaba de la defensa de los litigios indígenas, en la Nueva Galicia cada pueblo podía contratar abogado defensor si sus recursos se lo permitían, aunque lo más común era que eso no ocurriera, por lo que era más difícil interpelar los veredictos de las autoridades de la Real Audiencia.60
En esta enorme área la extensión de tierra que legalmente todo pueblo indígena debía poseer era de una legua cuadrada tomando como centro la cruz del cementerio o la iglesia de cada pueblo. Dicha legua cuadrada de tierra abarcaba tanto las tierras de asentamiento, como los espacios necesarios para recolección de leña, cultivos y ganadería.61 La tesis que se sostiene en el presente ensayo es que, para estas provincias, se aplicó la real cédula del 1 de diciembre de 1573, en que se hace mención de la entrega de una legua de largo de tierra a las nuevas congregaciones de indios, pero tal extensión se aplicó independientemente de sí se trataba de una población indígena cuyo origen fuese anterior a la llegada de los españoles (algunos centros importantes ya existían antes del arribo de Nuño de Guzmán y su ejército, como Juchipila, Tonalá, Tlajomulco, Poncitlán, Ahuacatlán, etcétera, es decir, el área más mesoamericana de la Nueva Galicia) o asentamientos indígenas congregados posteriormente. Por otro lado, la aplicación de dicha norma pudo ser un proceso gradual. Todo apunta a que la regulación de la legua cuadrada de tierra no se generó en el siglo XVI, sino a medida que transcurrió el siglo XVII y sobre todo al finalizar dicha centuria. Por otro lado, un ordenamiento emitido el 27 de octubre de 1622 dispensó a los pueblos de indios bajo jurisdicción de la Real Audiencia de Guadalajara de la obligación de contar con títulos o documentos legales que avalaran la posesión de tierras que les pertenecían en calidad de pueblos -es decir, de las que luego se conocerían como de fundo legal-, lo que pudo generar mayor opacidad en cuanto a los territorios ocupados.62
En la Nueva Galicia, la mención “ejido” o “ejidos”, “tierras en razón de pueblo” o “tierras que su magestad nos concede a cada pueblo” y finalmente “fundo legal” pasó por una serie de etapas cronológicas. El concepto de “ejido” utilizado para nombrar las tierras que automáticamente le pertenecían a un pueblo realmente no es frecuente, pero sí es antiguo; está documentado al menos desde mediados del siglo XVII. Por ejemplo, desde 1644, en las medidas de un potrero para cofradía en el pueblo indígena de Tepic, se usa el término “exidos” para nombrar las tierras que “por razón de pueblo” pertenecían a Tepic;63 en 1693, en la composición de tierras de Jerónimo Sánchez de Porras, un importante ganadero que enviaba periódicamente miles de reses a las ciudades de México y Puebla, se menciona que las tierras de una de sus cinco haciendas colindaban con “los ejidos” de los pueblos de Cuquío y de Cuacuala;64 también al sur de Sonora, en 1704, en un litigio entre los pueblos de Conicari, Macoyahui y Tepahui, contra un minero y su familia en 1708, se habla de la legua de ejido de dichas congregaciones y no de las tierras “por razón de pueblo”;65 en el caso del pueblo de Santa Catarina en 1768, en la jurisdicción de la Nueva Vizcaya, se usa el término “exidos” para las tierras que les pertenecían en calidad de congregación indígena.66
La referencia más antigua hasta ahora encontrada relacionando al ejido con la legua cuadrada de tierra que, de forma inherente, debía pertenecer a un pueblo de indios en la jurisdicción de la Audiencia de Guadalajara es una solicitud del pueblo de Tololotlán, jurisdicción de Tonalá, a unos 20 km al oriente de Guadalajara, fechada en marzo de 1658. En ella, las autoridades indígenas de esta congregación se quejaban ante Antonio de Ulloa, presidente de la Real Audiencia de la Nueva Galicia, de no tener “…las tierras que su magestad nos manda dar a cada pueblo, que son una legua en contorno y cuadra”, agregando que no tenían tierras ni siquiera donde pastaran sus bueyes y caballos. El documento hace alusión a los “ejidos” y al territorio del pueblo de Tololotlán,67 es decir, aunque explícitamente no se señale, la petición pudo estar basada en la cédula del 1 de diciembre de 1573 y refrendada por el rey Felipe III el 10 de octubre de 1618, a más de que para entonces aún no se emitía la real cédula de 4 de junio de 1687.
Debido a que probablemente no fue solucionada su petición, nuevamente en 1687 el alcalde y cabildo indio de Tololotlán solicitaron la entrega de una legua cuadrada de tierra:
Diego Felipe, alcalde del pueblo de Tololotlán [partido de Tonalá], por mi y en nombre de los más principales y demás naturales de dho pueblo como mexor haya lugar y nos convenga parecemos ante vs como ntro amparo y protector y decimos que siendo así constante y público notorio que dho ntro pueblo no tiene la tierra necesaria y que su mag. manda se nos de para labores, exidos y crianzas [de ganado]…68
Otro caso temprano que alude a la legua cuadrada de tierra, mas no como ejido sino “por razón de pueblo”, fue la de los indios del pueblo de San Juan de la Laguna, en las cercanías de la villa española de Santa María de los Lagos. En 1670, los indios de esta congregación hicieron solicitud de “…nuestros títulos de nuestras tierras de pueblo”, por lo que Diego Flores de la Torre, alcalde mayor de Santa María de los Lagos, les midió y entregó media legua de tierra por cada viento, o punto cardinal “…que por razón de pueblo deve tener”,69 cabe referir que, en 1607, San Juan de la Laguna había sido reconocido como pueblo de indios y había recibido sus tierras del visitador de la Nueva Galicia, Juan de Paz de Vallecillo, pero en ese entonces jamás se especificó la cantidad concedida.70
Durante los reconocimientos masivos de tierras de los pueblos a raíz de la real cédula de composiciones, emitida el 30 de octubre de 1692, y la creación del Juzgado General de Ventas y Composiciones de Tierras se popularizó la alusión a la concesión de la legua cuadrada de tierra en “razón de pueblo”, fórmula que prevalecería durante casi todo el siglo XVIII. Así, en abril de 1694, para las medidas del pueblo de Tequepexpan, en el actual estado de Nayarit, la entrega de su legua cuadrada de tierra se justificó por ser “…las tierras que por razón de pueblo le pertenecen a los naturales de Tequepexpa…”, y también por ser “…las tierras que por tal pueblo tienen asignadas…”;71 de igual modo, en noviembre de 1697, en una solicitud de reconocimiento de las tierras pertenecientes al pueblo de Amilpa, en la alcaldía mayor de Autlán, se dijo que se les ampararía en la legua cuadrada de tierra, “…que por razón de pueblo pertenecen al de Amilpa”.72 En la jurisdicción de Mascota y minas de Guachinango, en 1698, el pueblo de Tepospisaloya solicitó “…las tierras que su magestad nos concede por razón de dho nuestro pueblo”;73 el 30 de octubre de 1697, ante una solicitud de los indios de Mexcaltitán, en la jurisdicción de Sentispac, Francisco Feijoo Centellas, juez supernumerario de tierras de la Nueva Galicia, comisionó a Francisco Fernández a “…enterar a los indios de las tierras que les pertenecen”,74 es decir, un sitio de ganado mayor equivalente a una legua cuadrada de tierra. Por las mismas fechas, Francisco Feijoo nombró a Antonio de Medina Orozco para que midiera y enterara a los indios del pueblo de Tomatlán (en la alcaldía mayor de Purificación) las tierras que “por razón de pueblo les pertenecen”.75
Durante el siglo XVIII, la mención “tierras por razón de pueblo” se siguió aplicando en casi todos los reconocimientos y deslindes de los espacios de una legua cuadrada que de forma automática estaban reservados a las congregaciones neogalaicas. Sin embargo, a mediados del siglo XVIII, dicha fórmula poco a poco adquiere nuevas connotaciones. El concepto “fundo”, para nombrar las tierras que inherentemente debían pertenecer a los pueblos dependientes de la Real Audiencia de Guadalajara, comenzó a utilizarse por lo menos desde mediados del siglo XVIII. Por ejemplo, en un reconocimiento de tierras en 1754 al pueblo de Teocaltiche se menciona el término “fundo” para referirse a la legua cuadrada de tierra que automáticamente le estaba asignada por ser pueblo;76 es también el caso de un proceso de medidas de tierras al pueblo de Acasico, en la jurisdicción de Cuquío. El 1 julio de 1757, el juez de tierras, Nicolás López Padilla, señalaba que había llegado “…para el efecto de iniciar la medida del sitio del fundo de este pueblo…”.77
A pesar de esta temprana mención del término “fundo”, en la mayoría de las composiciones y reconocimientos de tierras derivadas luego de la real instrucción del 15 de octubre de 1754, lo usual fue utilizar las fórmulas antiguas: por ejemplo, en 1758 para el caso del pueblo de Mexticacán, en la alcaldía mayor de Cuquío, se les midieron las tierras que “por razón de pueblo gozan”;78 en junio de 1775, en un conflicto por límites entre los pueblos de Tonalá y Zalatitán, ante el Juzgado General de Ventas y Composiciones de Tierras, se ordenó que se investigaran las tierras adicionales “...a las que corresponden por razón de pueblo a los de Tonalán”.79 En síntesis, sólo hasta la última década del siglo XVIII el término “fundo legal” se masificó para hacer referencia a las tierras que automáticamente eran concedidas a los pueblos de indios.80
El proceso de medición y deslinde de tierras que “en razón de pueblo” poseía cada congregación indígena abarcaba una serie de pasos. Podía iniciar cuando por disposiciones reales se ordenaba hacer revisión de títulos de todos los dueños de predios, como ocurrió con las composiciones masivas de tierras decretadas en diversos momentos, también cuando algún pueblo o estanciero vecino solicitaba merced de tierras que considerara realengas o baldías y fuesen colindantes, otra forma común era por litigios entre congregaciones indígenas o con españoles debido a invasiones de espacios territoriales.
Para atender estos asuntos, la Real Audiencia de la Nueva Galicia delegaba el poder en el alcalde mayor o en el corregidor local, quien debía medir las tierras solicitadas, estos personajes actuaban entonces como jueces de tierras o comisarios de medidas. En otros casos, sobre todo en la segunda mitad del siglo XVIII, se nombró a agrimensores especializados, aunque las autoridades locales debían estar al tanto de los deslindes de tierras. El juez de tierras debía notificar a las autoridades indígenas la labor a desempeñar; mediante “billetes” (breves notificaciones) también citaba a los colindantes con sus documentos respectivos para justificar la posesión de sus predios. Posteriormente, en compañía de testigos, alcaldes y regidores indígenas se hacía un primer recorrido o “vista de ojos”, para conocer el terreno a medir y sus mojoneras. Originalmente también era necesario contar con un intérprete de lengua náhuatl o mexicana.81 Todo lo que fuese ocurriendo en el proceso de medición se anotaba y testigos lo firmaban.
Las mediciones debían hacerse tomando como centro la iglesia del pueblo, aunque en algunos casos se tomó como referencia la cruz del cementerio, la cual comúnmente se encontraba en el atrio de la iglesia. De aquí se tendían 2 500 varas de a tres tercias hacia los cuatro puntos cardinales,82 y en los límites se levantaban mojoneras que servían como puntos para formar la cruz del fundo legal.83 Desde estos cuatro puntos se tendían perpenLdicularmente medidas de 50 cuerdas hacia los cuatro puntos cardinales hasta hacer intersección y formar con ello las cabeceras del cuadrado final de la legua cuadrada de tierra o sitio de ganado mayor (véase la figura 1).
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Fuente: Elaboración propia.
Figura 1 Modelo de propiedad de tierra de un pueblo de indios en la Nueva Galicia en el siglo XVIII
En ocasiones, factores naturales como lagos, montañas o ríos impidieron que se formara el cuadrado perfecto de fundo legal. En esos casos se buscaba entregar a las poblaciones indígenas tierras por el punto cardinal que fuera posible. Por ejemplo, en aras de completarles su legua cuadrada de tierra, los fundos legales de la mayoría de los pueblos de indios cercanos al lago de Chapala tenían figuras rectangulares debido a las montañas y a la propia cercanía del lago. Finalmente, al concluir, los indígenas estaban obligados a pagar los costos que establecía el juez agrimensor.
Muchas congregaciones indígenas tuvieron extensiones considerables de tierra. A más de espacio de “tierras por razón de pueblo” o fundo legal, las corporaciones indígenas en la Nueva Galicia frecuentemente eran dueñas de predios adicionales. Tal situación dependía de diversos factores, aunque uno de los más importantes era la existencia de parajes disponibles que aún no hubieran sido demandados por colonos españoles. Por ejemplo, el pueblo de indios flecheros de Colotlán, en las inmediaciones de la Sierra del Nayar contaba con tres leguas de tierra por cada viento, es decir, 36 leguas cuadradas de tierras montañosas. Esta enorme extensión les fue concedida el 8 de octubre de 1713 por el oidor de Guadalajara, Francisco Feijoo Centellas.84 En sus cercanías, el pueblo indio de San Juan Bautista de Mezquitic, considerado también pueblo flechero y guardián de la Sierra del Nayar, controlaba una extensión considerable de territorio, al punto de que en 1699 sus alcaldes buscaron el amparo del virrey contra varias haciendas que, según testimonios, estaban invadiéndoles sus espacios. Sin embargo, los hacendados señalaban que Mezquitic, por el viento que menos tierra tenía, ocupaba más de 2 leguas “eriazas y desocupadas”, suficiente para muchos más indígenas de los que vivían en dicha congregación; cabe señalar que las mercedes que amparaban a los colonos habían sido concedidas en la década de 1690 por la Real Audiencia de Guadalajara; es decir, eran recientes. En 1699 el virrey conde de Moctezuma se pronunció para que se respetaran los derechos de los nuevos colonos,85 pero los indios no desistieron y en 1725 lograron que el virrey marqués de Casa Fuerte les concediera las tierras que “por razón de pueblo” debían gozar, más otros 4.5 sitios de ganado mayor y cuarenta cuerdas más,86 por las cuales pagaron cien pesos.87
En la jurisdicción de Juchipila, a mediados del siglo XVIII, el pueblo de Tenayuca contaba con dos sitios de ganado mayor, más tres cuartas partes de otro, 2 sitios de ganado menor y 27 caballerías de tierra, aparte de su legua cuadrada de tierra que “en razón de pueblo” automáticamente le estaba concedida.88 En 1809, el pueblo de Amatitán, en el partido de Tequila, era dueño de 5 sitios de ganado mayor, 2 de menor y 2½ caballerías de tierra, es decir, alrededor de 10 000 hectáreas, y contaba aparte con otros potreros menores que no fueron cuantificados;89 en las cercanías del Real de Bolaños, el pueblo de Huilacatitán era dueño de su legua cuadrada de tierra de fundo legal, más otras 4 leguas cuadradas de tierra.90 Se pueden citar más ejemplos para mostrar que las congregaciones indígenas ubicadas hacia el norte de México comúnmente poseían mucha más tierra que la que les estaba asignada por razón de pueblo.
Por otro lado, a pesar de que en materia de tierras, jurídicamente las congregaciones indígenas tenían prioridad para ser beneficiadas y enteradas sus propiedades tal y como estaba estipulado en las leyes, a medida que transcurrió el siglo XVIII las autoridades de la Nueva Galicia fueron incapaces de hacer cumplir dichas normas, sobre todo en áreas donde se densificaba la ubicación de localidades. En esos casos, los pueblos de indios tuvieron que sujetarse a la tierra disponible.
La Audiencia de México pero sobre todo el virrey periódicamente trataron de ejercer autoridad sobre litigios de tierras en pueblos que estaban a cargo de la Real Audiencia de la Nueva Galicia.91 Es probable que su influencia no haya sido grande en razón de que las dotaciones que promovía no eran de la legua cuadrada de tierra, sino de sólo 1 200 varas, propias de su jurisdicción. Por ejemplo, en 1691 dio facultad al alcalde mayor de la villa de Nombre de Dios, en Durango, para medir y entregar este tipo de concesión de tierras en su área, aunque se desconoce si el funcionario realmente hizo uso de sus prerrogativas.92
Consideraciones finales
La importancia de analizar las tierras que automáticamente les estaban reconocidas a los pueblos de indios por el solo hecho de ser tales radica en que de ellas dependía en última instancia su existencia como comunidad. Sin embargo, el análisis se vuelve más complejo cuando se observa que, al interior de las corporaciones indígenas, las 1 200 varas o la legua cuadrada de tierra, según sea el caso, podían ser utilizadas para usos comunes, parcelas de repartimiento, habitación e incluso para “propios”, temas que rebasan el presente ensayo. Es cierto que infinidad de pueblos de indios tuvieron tierras adicionales, pero sobre estas últimas extensiones los pueblos de indios siempre se vieron obligados a demostrar con títulos su posesión legal.
Lo que se concluye del anterior estudio es que, si en la jurisprudencia colonial ejido y “tierras por razón de pueblo” -luego llamadas fundo legal- originalmente eran figuras distintas de concesión de tierra, en los hechos se dio una interrelación compleja, siendo prácticamente excluyentes una dotación de la otra; más aún, al analizar los deslindes de tierras de los pueblos de indios a veces se observa una metonimia entre ambos términos para referirse al mismo tipo de tierras. En la Nueva Galicia no se han encontrado poblaciones indígenas coloniales que hayan sido dueñas de “tierras por razón de pueblo” o fundo legal además de tierras para ejido; por el contrario, desde fines del siglo XVII, el “ejido” y “las tierras por razón de pueblo” eran sinónimos y en el preludio de la Independencia de México también se nombran como “fundo legal”. Los tres conceptos hacían referencia a la legua cuadrada de tierra que automáticamente debía estar reservada a los pueblos.93 Por otro lado, mientras que las autoridades de la Nueva Galicia hicieron tabla rasa de los diversos ordenamientos legales en torno a la asignación de tierras y la legua cuadrada fue la concesión común para los distintos pueblos, independientemente de si eran de origen prehispánico o congregaciones fundadas después de la conquista, en la jurisdicción de la Real Audiencia de México pasó lo contrario; es decir, la entrega de 1 200 varas cuadradas fue la norma aplicada de forma usual en casi todas sus jurisdicciones. Sin embargo, en algunas provincias, sobre todo entre los pueblos de frontera se negociaron con éxito dotaciones extensas de tierra, aunque a veces consistieron en áreas montañosas frecuentadas por indios enemigos.