Conocí al padre Alberto Carrillo Cázares en 1987. Fuimos compañeros en El Colegio de Michoacán. Él cursaba la maestría en Estudios Étnicos, yo en Historia. Él tenía 58 años, una enorme claridad sobre el camino recorrido y por dónde quería seguir. Yo era un chamaco en busca de su lugar en la vida, atento a una vocación que se había convertido en una auténtica pasión. En más de un sentido, Alberto se convirtió en un ejemplo a seguir por su invaluable testimonio como hombre íntegro, católico y académico. Mi querido amigo era un ser humano lleno de alegría, fe, esperanza y caridad.
Alberto Carrillo fue un humanista completo, en el significado más profundo que el cristianismo confiere a esta palabra. Lo fue en el sentido renacentista del término, como hombre de saberes universales, conocedor de las culturas clásicas, de la tradición cristiana apostólica y de las Sagradas Escrituras, enamorado de la siempre fértil vuelta a la riqueza de las fuentes originales. Y fue humanista según lo comprendieron en el siglo XX G. K. Chesterton, Emmanuel Mounier, Jacques Maritain y tantos otros para quienes la dignidad y la vida de cada persona debe estar en el centro de cualquier consideración, para actuar en consecuencia.
Alberto bebió de la sabiduría de tres fuentes. La primera, en su infancia y adolescencia, por su cercanía a las tradiciones populares, a esa religiosidad siempre viva, tan llena de imaginación, al tiempo que sufría en carne propia los intentos por eliminarla. Nació, creció y se formó durante los años de la irracional persecución religiosa contra los católicos en México. Se formó para el sacerdocio, primero, a salto de mata en la sierra de Tlalpujahua y, después, como migrante en Estados Unidos para completar su formación en el célebre seminario de Montezuma, fundado en Nuevo México con el apoyo de los católicos de Estados Unidos.
En Montezuma se encontró con la segunda fuente de sabiduría. Estudió a los poetas, historiadores y filósofos de la antigüedad clásica hasta dominar con maestría excepcional la lengua latina; aprehendió lo mejor de la filosofía y la teología católica a lo largo de la historia, empezando por las Sagradas Escrituras y la patrística, y entró en contacto con las fértiles inquietudes del pensamiento católico de aquellos años, leyendo con sobrado interés a Miguel de Unamuno, G. K. Chesterton, Giovanni Papini y Romano Guardini, entre muchos otros.
La tercera fuente provino de la misma experiencia pastoral iniciada en el seminario de Montezuma. Bajo la guía del jesuita Felipe Pardiñas, formó al “Secretariado interno de Acción Católica y Social Pío XI” en 1941. Estudió la doctrina social de la Iglesia, así como estrategias para su aplicación.
Terminó su formación en la Universidad de Comillas y se ordenó sacerdote católico en Valladolid (España) el 15 de agosto de 1949. Regresó a México en 1950 y de inmediato ocupó la cátedra de Filosofía en el seminario de la otra Valladolid, hoy Morelia.
Desde su regreso a México, el joven sacerdote puso en práctica cuanto había asimilado en sus años de formación, aquello que manaba de sus tres fuentes de sabiduría. Fue un pastor valiente y amoroso como profesor del Seminario Tridentino de Morelia, párroco de Santa Ana y después de La Piedad. Apoyó movimientos juveniles y no tuvo empacho en celebrar solemne misa el 2 de octubre de 1969, en memoria de los estudiantes asesinados en Tlatelolco un año antes. La liturgia fue acompañada por la coreografía de las tanquetas del ejército. Fundó colegios, organizó campesinos, apoyó obreros y facilitó el diálogo con los empresarios; se ocupó de las familias y jóvenes de las barriadas, siempre atento a las necesidades materiales y espirituales de la feligresía. Se sumó con entusiasmo a la reforma litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II, así como a la renovación pastoral impulsada por las reuniones de Medellín (1968) y Puebla (1979) de la Conferencia del Episcopado Latinoamericano (Celam), dando vida a la doctrina social de la Iglesia.
En 1987, Alberto abrió un nuevo capítulo en su vida e ingresó a El Colegio de Michoacán para estudiar, como dijimos, la maestría en Estudios Étnicos. Después, cursó el doctorado en Historia, con especialidad en la Nueva España, en la Universidad de Zacatecas. Al terminar, se incorporó como investigador de tiempo completo al Centro de Estudios de las Tradiciones de El Colegio de Michoacán. Sin abandonar del todo sus tareas pastorales y ya exento de la responsabilidad parroquial, volcó su experiencia y saberes en la vida académica.
Dondequiera que Alberto Carrillo puso interés generó importantes aportes a la historiografía. Testimonio de ello son sus libros sobre La primera historia de La Piedad: “El Fénix del amor” (1990); Michoacán en el otoño del siglo XVII (1993); El debate de la guerra chichimeca, 1531-1585. Derecho y política en la Nueva España (2000), y Vasco de Quiroga: la pasión por el derecho y el pleito con la orden de San Agustín (2003). O bien como organizador del coloquio publicado en forma de libro bajo el título Guerra y paz. Tradiciones y contradicciones (2002), cuyas reflexiones hoy parecen más necesarias que nunca.
También destacó como líder de grupos de investigación y dejó fuerte marca en la historia de la Hispanoamérica virreinal. Por un lado, coordinó a un grupo de investigadores para la traducción al español de la célebre obra del jesuita Pedro Murillo Velarde, publicada con los sellos de El Colegio de Michoacán y la Facultad de Derecho de la UNAM en cuatro volúmenes (2004 y 2005), con el título de Curso de derecho canónico hispano e indiano, cuya primera edición en latín data del año 1743. Puedo afirmar sin temor a equivocarme que, antes de su publicación, los historiadores y estudiantes del derecho y las instituciones de justicia, en general, así como de las canónicas, en particular, caminábamos algunos a tientas, otros a oscuras y muchos más en la indiferencia. Su publicación causó una revolución historiográfica, pues en estos días no hay tesis o investigación en la materia que no se vea obligada a consultar tan imprescindible fuente.
Asimismo fue líder de un vasto grupo de académicos, de distintas latitudes, con quienes emprendió el estudio sistemático de la tradición conciliar de la Provincia Eclesiástica de México, con especial énfasis en el Tercer Concilio Provincial Mexicano (1585). El proyecto logró la traducción y edición crítica de la documentación original sita en la Bancroft Library de la Universidad de California en Berkeley. Se publicaron siete tomos en varios volúmenes con los sellos de El Colegio de Michoacán, la Universidad Pontificia de México y la Universidad Pontificia de Comillas, bajo el título general de Manuscritos del Tercer Concilio Provincial Mexicano. También se publicó por primera vez el Directorio de confesores del mismo concilio; favoreció la primera edición histórico-crítica de los Decretos del Concilio Tercero Provincial Mexicano (1585), publicada por el doctor Luis Martínez Ferrer en dos volúmenes, y convocó a una serie de seminarios que durante muchos años se dedicaron a estudiar la tradición conciliar y su impacto en la Nueva España, de la cual se publicaron varios libros bajo la coordinación de Alberto Carrillo, Andrés Lira y nuestra bien querida y recordada Claudia Ferreira Ascencio.
En virtud de las iniciativas de Alberto trabamos contacto y acercamos amistades varios investigadores de ambas riberas del Atlántico y de todas las Américas. Sus inquietudes entraron en sintonía con las de Nelson Dellaferrera, quien entonces impulsaba los estudios históricos del derecho canónico en Argentina. Fue precisamente en Zamora, Michoacán, donde tuve el gusto de conocerlo, junto a Thomas Duve, su más destacado discípulo. Hoy en día, bajo el liderazgo de Thomas Duve, quien es director del Instituto Max Planck para el Estudio del Derecho Europeo (Frankfurt, Alemania), se realiza el Diccionario histórico de derecho canónico en Hispanoamérica y Filipinas. No pocos de cuantos recibimos las enseñanzas de Alberto Carrillo, de manera directa o indirecta, participamos con mejor conocimiento de causa en esta magna obra colectiva. Me queda claro que el legado de mi querido amigo, guía y maestro se dejará sentir en las generaciones por venir.
Es difícil contener en tan pocas líneas la historia y la herencia de un ser humano tan entrañable como lo fue Alberto Carrillo Cázares. Un hombre generoso, un auténtico hombre de fe quien, como católico, académico, intelectual, pastor y apasionado de las causas justas, pertenece por derecho propio a la estirpe de don Vasco de Quiroga. ¡Laus Deo!
25 de marzo de 2021