Un resultado y un prólogo
A mediados de 1769, con motivo de la expedición de la real cédula promulgada por Carlos III de Borbón, los virreyes y las autoridades eclesiásticas de los virreinatos americanos pertenecientes a la monarquía española organizaron una serie de concilios, cuyo principal propósito era
extirpar las doctrinas relajadas y nuevas restituyendo las antiguas y sanas, conforme a las fuentes puras de la religión y estableciendo también la exactitud de la disciplina eclesiástica, el favor de la predicación a los que aún gimen bajo de la gentilidad para atraerles al gremio de la Iglesia y confortar e instruir a los que ya están en él.1
Fue a instancias del arzobispo de la Nueva España, don Francisco Antonio de Lorenzana y Butrón que, entre enero y noviembre de 1771, se verificó el iv Concilio Provincial con sede en la ciudad de México,2 al que asistieron “los prelados de Puebla, Yucatán, Oaxaca, y Durango, el apoderado del obispado de Michoacán y el representante de la sede vacante de Guadalajara”.3 Concurrieron, además, diputados de las catedrales, canónigos y miembros ilustres de las órdenes religiosas.4 Enmarcado en una época convulsa, el concilio -estipulado con base en los estatutos de Toledo5 y en los concilios establecidos en México y Lima entre 1582 y 15856- respondió al deseo del monarca de reorganizar el orden en sus distantes territorios.
Frente a la desorganización burocrática y los trances financieros que imperaban en la metrópoli, la aplicación de proyectos reformistas representó una opción eficaz para obtener íntegramente subsidios y recursos mercantiles de las colonias, con la centralización del poder político de las comarcas a través de la aplicación de un ambicioso programa administrativo dirigido por el sistema de intendencias, que conservaba el orden social con la intervención de un ejército adiestrado.7 También se concibieron importantes medidas para conservar la obediencia dentro de la Iglesia católica, que atraían cambios en su estructura interna y en la proyección de su labor entre la grey americana.8 La expulsión de la Compañía de Jesús en 1767,9 y la aplicación de medidas disciplinarias a eclesiásticos y miembros de las relajadas órdenes regulares10 definieron la política despótica de los Borbones frente a aquella poderosa corporación.
Ferviente partidario de la política regalista, Lorenzana, junto con su allegado Francisco Fabián y Fuero, alentó la organización del concilio en el que se dictaron las medidas que debían practicarse dentro de la Iglesia indiana, siempre con atención a la fidelidad del clero hacia la investidura real, sin desestimar la vigilancia de la conducta “piadosa” de la sociedad novohispana, manifestada en actos devocionales con notorios dejos de superstición y heterodoxia, mediante las visitas episcopales.11 El IV Concilio Provincial pugnó también por la correcta gestión de las penas eclesiásticas. A este respecto, se retomó una cuestión que, al parecer, causaba complicaciones en detrimento del fervor de los novohispanos: el despacho de las cartas de censura y excomunión. Los asistentes al concilio convinieron que:
La pena de excomunión es la pena más fuerte que tiene la Iglesia y una espada de que no se puede usar si no es el caso de faltar todo otro remedio ordinario, y por el abuso se ha llegado a despreciar, de modo que no es ya temida y así se encarga a los obispos y jueces eclesiásticos que procedan en las causas valiéndose de los que el derecho tiene establecidos según el orden de las causas, y no den cartas de censura por cosas perdidas o para manifestar cosas ocultas, si no es cuando no haya otro arbitrio en lo judicial, ni por menos cantidad que la de cincuenta pesos.12
Al parecer, la regulación de la pena de excomunión y el despacho de estos papeles ocuparon especial atención en los concilios anteriores, emanados de las dispensas de Trento:13
Concilio de Trento:
Cap. III: Úsese con precaución de las armas de excomunión. No se eche mano de las censuras, cuando pueda practicarse ejecución real o personal.
Aunque la espada de la excomunión sea el nervio de la disciplina eclesiástica, y sea en extremo saludable para contener los pueblos en su deber; se ha de manejar no obstante con sobriedad, y con gran circunspección; pues enseña la experiencia, que si se fulmina temerariamente, o por leves causas, más se desprecia que se teme, y más bien causa daño que provecho. Por esta causa nadie, a excepción del obispo, pueda mandar publicar aquellas excomuniones que, precediendo amonestaciones o avisos, se suelen fulminar con el fin de manifestar alguna cosa oculta, como dicen, o por cosas perdidas, o hurtadas; y en este caso se han de conceder sólo por cosas no vulgares, y después de examinada la causa con mucha diligencia y madurez del obispo; […].14
1ero y 2do Concilios Provinciales Mexicanos:
Cap. XIV: Que no se den cartas de excomunión por cosas livianas y de poca cantidad.
Como la sentencia de excomunión causa tanto mal en el ánima de aquel, contra quien se fulmina, […] y porque unas veces acaece que las censuras eclesiásticas son menospreciadas y tenidas en poco a causa de imponer y dar sobre cosas livianas y de poca cantidad, lo cual redunda en deservicio de Dios y peligro de las ánimas. Por tanto, queriendo proveer a la seguridad de las conciencias de nuestros súbditos, sancto aprobante concilio, estatuimos y mandamos que ningunos jueces eclesiásticos den cartas de excomunión generales, de rebus furtivis, por cosas livianas, y de poca cantidad, y sobre la cantidad, que se han de dar, encargamos las conciencias de los jueces.15
3er Concilio Provincial Mexicano:
Libro Quinto, Tit. XI: De la sentencia de excomunión.
No se excomulgue por robos de corto valor.
Siendo la sentencia de excomunión la pena muy grave y arma saludable de que se sirve la Iglesia para contener en su deber a los fieles, y apartarlos de los vicios, no se ha de imponer con causas ligeras, para que no parezca más despreciable que temible. Por tanto, según el decreto del Concilio tridentino, manda el presente sínodo que no se libren excomuniones por cosas hurtadas, cuyo valor no llegue a cincuenta pesos, lo cual deberá constar por información o juramento de las partes; y después de haber practicado otras diligencias suficientes en concepto del obispo, sin que se haya podido recobrar lo robado, y no de otra manera. Tampoco se concedan excomuniones para que se descubra alguna cosa oculta, a no ser alguna cosa grave y de mucha entidad, y que no pueda saberse o hallarse por otro medio, puestas todas las diligencias. […].16
Aunque las normas asentadas en los preliminares conciliares durante el siglo XVI partieron de una sincera iniciativa de corregir la conducta de los sacerdotes para garantizar entre la feligresía el intelecto, la práctica y el uso de la excomunión conforme a Derecho, el llevar a cabo dicha labor fue difícil por diversos factores vinculados a los avatares de la misma Iglesia católica, en correspondencia con el desarrollo y las necesidades religiosas de la sociedad americana. Por ende, es probable que desde mediados del siglo XVI17 y a lo largo del siglo XVII se gestara un proceso de asimilación social que derivó en la solicitud y el despacho de las cartas de censura y excomunión en el Arzobispado de México. Así pues, es factible suponer que las apreciaciones expuestas durante el concilio presidido por Lorenzana involucrasen un nuevo intento para regular “el despacho inmoderado” de esas cartas, así como la revalorización de la excomunión entre la grey como una pena enérgica, aunque restringida y misericordiosa.
El propósito de esta intervención es exponer un incipiente panorama en torno a la historia y a la historicidad de las cartas de censura y excomunión a través del estudio de su uso e impacto social en un marco geográfico delimitado durante un periodo de mediana duración. En reciprocidad con los contados estudios18 que han tratado este fenómeno, propongo que la excomunión -entendida como una pena legal instituida por Dios19 y administrada por la jurisdicción eclesiástica-20 fue requerida en variadas ocasiones a través de la expedición de las cartas de censura por los perjudicados de hurtos y fraudes como un último recurso para acceder a esa “justicia ejemplar, severa y concluyente” que no había sido bien expedida en los tribunales civiles.21 Sostengo, además, que la solicitud y el despacho de las cartas de censura y excomunión durante el siglo XVII sugiere que, pese a las advertencias de los concilios provinciales, la Iglesia católica en la Nueva España patrocinó aquel recurso como una opción de justicia para intentar consolidar su legitimidad y asistencia con el pueblo, y asentar su posicionamiento dentro del orden jurídico de la monarquía española como una institución dominante con particularidades judiciales propias.22 Esta propuesta no es fortuita, ya que la época en que se desplegó este fenómeno corresponde al momento en que la Iglesia diocesana -que se encontraba en reorganización y fortalecimiento de la potestad episcopal frente a las órdenes regulares- intentaba sentar su presencia en poblados distantes a los que la justicia secular no podía o evitaba acceder.23
La documentación base de este trabajo fue recopilada de varios ramos del fondo Instituciones Coloniales del Archivo General de la Nación (en adelante, AGN), particularmente de Indiferente Virreinal,24 de los que registré varios expedientes -algunos incompletos y otros ya digitalizados-, con correspondencia temporal de 1600 a 1689, todos elaborados por las autoridades eclesiásticas de la ciudad de México, sede del Arzobispado de México, y algunos pueblos aledaños. La selección documental estuvo basada en la integridad física de cada expediente, es decir estudios de caso “completos” que me permitieran reconstruir el procedimiento para despachar las cartas de censura. En su mayoría contamos únicamente con las denuncias y las solicitudes presentadas y aprobadas; ocasionalmente, algunas cartas monitorias, pero no más, lo que me ha impedido determinar si el proceso continuó hasta sus últimas consecuencias o si acaso prescribió.
Pienso que el examen de estos interesantes documentos es imprescindible para los estudios de la historia de la Iglesia en la Nueva España pues, en apego a la pauta establecida por Jorge E. Traslosheros, su uso nos permitirá conocer los propósitos, las estructuras, las funciones y los procedimientos de los variados foros de impartición de justicia española que, venidos de una larga tradición medieval, fueron adaptados por la Iglesia católica a las necesidades que la realidad social de estos territorios le demandaba.25 En este sentido, el uso de las cartas de censura y excomunión podría formar parte de lo que Traslosheros expone como “la configuración de una cultura jurídica eclesiástica” en el contexto novohispano,26 lo que en perspectiva podría ayudarnos a comprender otros fenómenos y actividades de esos foros de justicia acaecidos en otros virreinatos, para hacer ostensible la dimensión jurídica de la Iglesia católica en la monarquía hispánica.27
Las cartas de censura y excomunión: razón y procedimiento
Las cartas de censura28 y excomunión29 fueron un recurso legal emitido por la Iglesia católica, a través de un juez provisor,30 mediante el que cualquier persona podía demandar “una satisfacción” a causa de algún agravio cometido contra su probidad o bienes, en el entendido que el atentado podía arbitrarse en los tribunales eclesiásticos por tratarse de una transgresión -delito/pecado-31 contra el cuerpo social.32 La punición implicaría el restablecimiento de la concordia entre Dios, el transgresor, el afectado y la comunidad mediante un proceso público de contrición, indulgencia y enmienda. Sostengo que la solicitud de las cartas respondía a la necesidad de los agraviados de exigir una vindicación que apelara a la justicia divina. La excomunión, en este caso, pudo ser entendida como un recurso jurídico que podía redimir el honor del afectado por medio de la condenación del malhechor en la tierra y la eternidad. Pero en el ámbito legal eclesiástico esa retribución liaba una finalidad distinta a la “ley del talión”: era una estrategia mediática que debía revindicar al pecador/delincuente por medio de un castigo ejemplar; y estimular entre la grey los principios de justicia y misericordia.33
El procedimiento comenzaba cuando el afectado demostraba ante la autoridad eclesiástica haber recurrido sin éxito a la justicia secular, efectuar la denuncia y reclamar el despacho de las cartas (véase figura 1). Como la mayor parte de las denuncias trataba sobre hurtos era preciso realizar un inventario de los bienes para determinar su valor total.34 En lo que concierne a las quejas expuestas por indios y negros esclavos contra los abusos de sus amos es posible que los querellantes acudieran ante la autoridad por intermediación de algún conocido, o cuando se suscitaba alguna visita pastoral debido a la lejanía de los obrajes y las haciendas de la sede episcopal.35 Una vez obtenido, el informe era entregado al obispo o juez eclesiástico, y se procedía a publicar una carta monitoria (véase figura 2)36 que debía ser leída durante la misa mayor, para exponer el agravio cometido y advertir que en determinado plazo los causantes del ultraje debían arrepentirse y devolver íntegramente lo robado so pena de excomunión mayor, lo que significaba que serían relegados, dependiendo de su contumacia, por tiempo indefinido de la comunidad católica y privados de los sacramentos. De modo similar a los edictos inquisitoriales, la lectura de la carta pretendía “mover” a la comunidad para que, en caso de saber algo, hiciese una pronta denuncia.37 Concluido el plazo se hacía un nuevo llamado mediante una carta de agravación que confirmaba como rebeldes a los acusados.38 Pasado el tiempo para desagraviar las acusaciones, y en caso de persistir en la insubordinación, “se procedería a su reagravación mediante una tercera carta (de Anathema) cuya sanción extrema se diferenciaba de los demás procedimientos disciplinarios […]”.39
FUENTE: AGN, Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal, Criminal, 1606, caja 2283, exp. 95, f. 5. Imagen reproducida con autorización del AGN.
FUENTE: AGN, Instituciones Coloniales, Indiferente Virreinal, Clero Regular y Secular, 1616, caja 6512, exp. 058, 1 f. Imagen reproducida con autorización del AGN.
He podido confirmar el uso de esta pena eclesiástica en el caso de la villa española de Yeste, estudiado por Jaén Sánchez, y en la población peruana de Huamanga, estudiada por Miriam Salas Olivari40 (ambos durante los siglos XVI y XVII), y todo parece indicar que el procedimiento novohispano fue básicamente el mismo. El notario registraba el nombre del afectado, su posición social o jurídica, y la acusación:
Antonio de Castro, fiscal de este arzobispado, digo que no sé qué persona o personas con poco temor de Dios y en gran cargo de sus ánimas y conciencia me han hurtado y llevado de mi casa piezas de plata y oro y cantidad de ropa blanca que la estimo en más de cien pesos; últimamente, el domingo pasado primero del mes de abril de este presente año, [me hurtaron] una muchacha que crie llamada Madalena, de edad de 9 años; para saber quién lo tiene, encubre [u] oculta pido y suplico me den y libren cartas de excomunión, hasta la de anatema y pido justicia igualmente. Antonio de Castro.41
Observemos ahora una denuncia sobre el plagio42 de una esclava:
Don Antonio Ruíz de Castro en representación y con poder de Don Sebastián Ruíz de Castro, mi hermano, digo que el martes veinte y uno de enero de este presente año a las siete de la noche no sé qué persona o personas con poco temor de Dios, Nuestro Señor, y en gran daño de sus conciencias sonsacaron [a] una esclava llamada Antonia Blanca […] y huyó en compañía de su hija, de edad de cuatro años. Las cuales personas las tienen hurtadas y ocultas, de suerte que, aunque se han hecho muchas diligencias para hallarlas no se ha sabido de ellas, y para qué lo susodicho se verifique y pueda tener noticia de dónde está, a Vuestra Merced pido y suplico mande dar y discernir sus cartas de descomunión, hasta las de anatema. Las tres insertas en una para que todas y cualesquiera personas que la sonsacaron y supiesen en dónde están la dicha esclava y su hija, lo vengan declarando y manifestando clara y audazmente sin encubierta alguna.43
Si se conjetura que, una vez agotados los medios para exhortar al malhechor a resarcir el daño -al ofrecérsele una sanción mínima- éste, en cambio, se mostraba pertinaz, se procedía a ejecutar la ceremonia de excomunión. En la documentación cotejada no se encontró ningún dictamen de excomunión procedente de alguna de las denuncias realizadas ante el vicario o el provisor. Esta circunstancia me obliga a suponer: a) que probablemente no hubo necesidad de formalizar aquella sentencia debido a la posible solución de las acusaciones, o b) la pérdida o merma de aquellos documentos.
Sin embargo, gracias al trabajo de Pedro José Jaén Sánchez es posible saber cómo se llevaron a cabo algunas sentencias de excomunión a aquellos “pertinaces” que desoyeron las advertencias para devolver los bienes robados y enderezar su conducta:
[...] en vuestras iglesias, a las misas mayores y teniendo una cruz cubierta con un velo negro, y candelas encendidas, y un acetre de agua, anathematicéis y maldigáis a los dichos excomulgados con las maldiciones siguientes: Malditos sean los dichos excomulgados de Dios y de su Bendita Madre, Amén. Huérfanos se vean sus hijos y sus mujeres viudas. Amén. El sol se les oscurezca de día, y la luna de noche. Amén. Mendigando anden de puerta en puerta y no hallen quien bien les haga. Amén. Las plagas que envió Dios sobre el Reino de Egipto vengan sobre ellos. Amén. La maldición de Sodoma y Gomorra, Datán y Abirón, que por sus pecados los tragó vivos la tierra, vengan sobre ellos. Amén. Con las demás maldiciones del Psalmo: Deus laudem mean neta cueris. Y dichas las dichas maldiciones, lanzando las candelas en el agua, digan: Así como estas candelas mueren en el agua, mueran las ánimas de los dichos excomulgados y desciendan al Infierno con la de Judas Apóstata. Amén. Y no dejéis de lo así hacer, y lo cumplid, so pena de excomunión mayor Apostólica […]”.44
Como puede observarse, el mecanismo coercitivo de la excomunión era totalizante, pues el peso del anatema recaía no sólo en el proscrito sino en toda su familia, restringía sus actividades y se le negaba temporalmente la participación y el goce de los beneficios espirituales ofrecidos por la Iglesia. Como bien lo ha resumido Salas Olivari
al leerse durante los sermones, al colgarse en las paredes de las iglesias y al exigirse a todo cristiano evitar todo tipo de contacto con los reos, se obligaba a estos a retrotraerse de sus actividades diarias, entre las cuales la visita a la iglesia era una de las más importantes. Al ser característica inherente a la naturaleza de nuestra sociedad “hacer leña del árbol caído”, el aislamiento de los condenados sería inminente. Por lo demás, la amenaza de la excomunión, sustentada en una serie de maleficios que involucraban tanto la vida en la tierra como en el más allá y la advertencia de no darles cristiana sepultura, debía calar hondo sobre quienes la recibían.45
Sobre las denuncias
El cotejo de algunos ejemplares inscritos en España, Perú46 y Guatemala47 muestra que las cartas de censura en la Nueva España fueron requeridas para satisfacer casos de hurto de dinero, joyas,48 vestidos,49 documentos importantes,50 semillas y animales,51 cobro de deudas, 52 secuestro53 o evasión de esclavos,54 fraude e invasión de tierras o solares,55 etc. Aunque también fueron solicitadas para denunciar raptos de niños,56 negación de vida marital e impedimentos de matrimonio,57 y por bullicios58 y escándalos públicos.59 Por otro lado, el examen de estos testimonios prueba que cualquier persona podía exigir la carta de censura, tal como la india Cecilia, vecina del barrio de Santa Catarina mártir, Coyoacán, quien solicitó el despacho de cartas para que le fuera devuelta su hija de seis años.60 O como Jusepe, un esclavo negro que denunció al terrateniente Bartolomé Benito por impedirle mantener vida maridable con su esposa Esperanza, una esclava de Bartolomé;61 o como Joan de Ibáñez, a quien le fueron robados sus bienes mientras se encontraba de viaje en las Californias.62
Si bien muchas de las solicitudes de cartas fueron despachadas, no he encontrado evidencia que me permita revelar cómo culminaron los procesos. Lo cierto es que hubo situaciones -cobro de deudas- en que los imputados se presentaron ante los vicarios para solicitar que se levantase el anatema que pesaba sobre ellos, tal como ocurrió con Diego de Acheta, quien suplicó al obispo de Oaxaca la absolución de “las cartas de excomunión” impuestas a solicitud del capitán Antonio Fernández de Machuca.63 Pero esa misma cantidad documental me ha permitido entrever las razones por las que en los diferentes concilios provinciales se planteó el control al despacho de las cartas. No debe perderse de vista el que las cartas debían expedirse dependiendo de la suma de los bienes perdidos, y algunos de los anteriores ejemplos han demostrado la regla.64 Pero entonces ¿por qué se daban las advertencias conciliares?
“El problema” del despacho de las cartas de censura y el mal entendimiento de la excomunión
El Tercer Concilio Provincial Mexicano fue convocado en febrero de 1584 y llevado a cabo entre los meses de enero a septiembre de 1585 en la ciudad de México, con la venia del arzobispo Pedro Moya de Contreras. La razón de esta asamblea fue la de convenir las disposiciones de la Iglesia mexicana a las pautas que el Concilio de Trento determinó para el recto seguimiento del culto católico entre los recién conquistados territorios y, con ello, consolidarse como una institución ordenada frente a la amenaza protestante. La conformación del Tercer Concilio, en efecto, mostraba el denuedo de sus organizadores de implantar reformas serias para el beneficio de la sociedad católica novohispana, entre las que se encontraban el reemplazo del clero regular por el secular; la buena predicación y la buena instrucción de la doctrina cristiana; la erradicación de los cultos idolátricos entre los indios; la correcta devoción a los santos y sus reliquias; la magnificencia y el esplendor del culto en los templos; la preparación de instrumentos para la instrucción del clero y su labor pastoral como las instrucciones, los directorios de confesores y catecismos, el pago de diezmos, la impartición de los sacramentos y las penas jurídicas eclesiásticas.65 Dentro de esta sección, las cuestiones sobre la calidad y la jurisdicción de la excomunión quedaron asentadas como fundamento importante para salvaguardar el orden dentro de la Iglesia católica y en el ámbito del cuidado de la moral pública. Se previó sobre quiénes tenían la autoridad para excomulgar, así como las causas que requerían la aplicación de la pena, pues éstas se dividían entre el orden del ámbito clerical y el laico. En este rubro se encontraban el fraude, el engaño y los atentados contra el matrimonio.66
En las actas del III Concilio Provincial Mexicano, en el título XI del libro 5 se precisó que la excomunión, al tratarse de una “pena muy grave y arma saludable de que se sirve la Iglesia para contener en su deber a los fieles […] no se ha de imponer con causas ligeras, para que no parezca más despreciable que temible”.67 En principio, lo que se demandaba era que los jueces eclesiásticos no expidieran cartas de excomunión por “casos leves” y que atendieran a su buen juicio para cuidarse de cometer agravios. Pero además podía ocurrir que se solicitasen apelaciones68 o recursos de fuerza69 para intentar anular el auto de excomunión que, si bien legalmente podían ser interpuestos, también podían suscitar un escándalo entre jurisdicciones.70 La Iglesia quería evitar enfrentamientos con los juzgados seculares al rebasar sus propias jurisdicciones, así como impedir la mala administración de la pena máxima, pues al ser empleada a capricho para dirimir cualquier “delito”, o asuntos de tierras y bienes, podría ser entendida por la feligresía como algo que no tenía el menor valor, lo que en efecto ocurrió.71 De hecho, entre la sociedad hispanoamericana fue patente el balance entre quienes temían a la pena de excomunión y a los que poco les importaba.72
¿Cómo entendía, pues, la gente la pena de excomunión? La respuesta la encontraremos en el proceder de algunos eclesiásticos desde su llegada a la Nueva España. Existían razones concretas y legales por las que el cuerpo eclesiástico podía aplicar la excomunión, en particular contra quien atentara contra la Iglesia, sus bienes, ministros y sacramentos; quien cometiera simonía, venta de reliquias falsas, etc.73 Pero el Derecho canónico era claro al instar a los clérigos a ser prudentes al emplear dicha pena.74 A decir de Rosa María Martínez de Codes, “durante todo el periodo indiano la pena de excomunión se utilizó indiscriminadamente. El derecho de la Iglesia de castigar a quienes infringían las leyes eclesiásticas no fue cuestionado por las autoridades, pero sí tendió a moderar el uso excesivo que, por lo general, hacían los prelados de las censuras”.75 Pero pese a las advertencias de las leyes reales76 existen ejemplos de la aplicación inmoderada de anatemas, que fomentaban entre los indígenas ideas erróneas sobre esa arma espiritual.77
Uno de los casos documentados del abuso de la excomunión durante los primeros años de la Colonia es el de fray Juan de Zumárraga quien, en 1530, armó un altercado contra Nuño de Guzmán, presidente de la Real Audiencia, al amenazarlo a causa de los abusos que los encomenderos cometían contra los indios.78 Caso similar ocurrió en 1546, cuando fray Bartolomé de las Casas amenazó a los encomenderos de la ciudad de México con la excomunión si no acataban las leyes nuevas.79 Estos enfrentamientos instaron a las autoridades políticas y eclesiásticas metropolitanas a tratar el tema de la excomunión como un asunto que debía dirimirse urgentemente, y plantearon la cuestión sobre si las autoridades seculares podían ser excomulgadas o si poseían inmunidad dimanada por el poder directo del rey.80 El afamado jurista madrileño Juan de Solórzano y Pereyra recordaba, a propósito, la querella entre autoridades que produjo un lamentable evento ocurrido en la ciudad de México durante la segunda década del siglo XVII: “Lo que más duda recibe, y en México se ventiló y altercó el año de 1525 [sic.], siendo allí el virrey el Marqués de Gelves, es si los virreyes pueden ser descomulgados por los obispos o sus vicarios o por otros jueces eclesiásticos.”81
El abuso de los clérigos al fulminar a sus enemigos con la excomunión por mero capricho obligó a la autoridad real a actuar:
Hubo, en efecto, Real cédula general firmada en Toledo, a 27 de agosto de 1560, para los arzobispos, obispos, provisores, vicarios generales y demás oficiales eclesiásticos, sobre que algunos de ellos excomulgaban “por cosas y casos livianos” y echaban “penas pecuniarias a hombres legos, no se pudiendo ni debiendo hacer”. Por lo que rogaba y encargaba su Majestad “a todos y cada uno” quitar el exceso “por los inconvenientes que de ello resultan”. También hubo Real cédula de Felipe ii, dada en Madrid a 13 de enero de 1594, incluida después en la Recopilación, contra el exceso de poner “en muchas ocasiones la justicia eclesiástica… entredicho y cesación a divinis. Pero sin gran resultado, como que aun fue menester que el Papa Clemente XII, en el concordato de 26 de septiembre de 1737 con Felipe v, encargase a los ordinarios que no sólo “usasen con la conveniente moderación de las censuras, pero que evitasen fulminarlas siempre que fuese posible proveer mediante remedios ordinarios de la ejecución Real o personal”.82
Los casos anteriores podrían evidenciar las razones del porqué las cartas de censura no daban los resultados esperados, pues si para algunos la excomunión podía mover temores, para otros no generaba más que risa. Por ejemplo, el 16 de marzo de 1607 el cobrador de diezmos, Miguel Martín, denunció ante el comisario del Santo Oficio, el canónigo don Alonso Fernández de Santiago, que Juan Carrillo de Guzmán y Hernán Báez se habían negado a pagarle el diezmo, a lo que amenazó con llevarles una carta de excomunión para que le pagaran y ambos le respondieron “no se me da tres cagajones por cuántas cartas de excomunión [h]ay”. En ambos casos, Martín explicó que esas palabras las escucharon otras personas, entre los que destacan mayordomos, negros, indios y “otra gente suya”.83 Luego en 1619, fray Bernardino Rojas, comisario del Santo Oficio, denunció ante los inquisidores que un tal Diego González le había negado el pago del diezmo, bajo amenaza de excomunión, “además de responderle con una ‘castañeta’84 por vía de menosprecio que no se le daba nada por la descomunión y diciéndole el dicho denunciante que mirase lo que decía se tornó a ratificar en ello”.85 Finalmente, un caso más se verificó en 1636, en Salamanca, durante la festividad de San Martín, en el momento en que “el obispo se disponía a predicar, entró el corregidor quien estaba excomulgado. El obispo le instó a que abandonase la iglesia, cosa que no hizo, de modo que el obispo se marchó”.86
Como podemos apreciar, la preocupación de las autoridades fue siempre la misma: el que la aplicación de la pena fuese usada como medio para “resolver” cualquier cuestión que en realidad no lo ameritase. O que incluso su jurisdicción no correspondiese a la petición, tal como se ha visto en ejemplos anteriores.87 De hecho, el IV Concilio Provincial Mexicano prohibió explícitamente el que
[…] los provisores […] puedan conceder cartas de censuras generales y esto se reserva a los obispos, encargándoseles la prudencia y madurez en este punto; y para evitar tan ruidosas competencias como se ha experimentado entre jueces eclesiásticos y reales, manda este concilio que ningún juez eclesiástico foráneo pueda publicar censuras, si o es por mandado in scriptis de su obispo, […] porque en lugar de remediar los excesos se da lugar a muchos recursos de fuerza por estos procedimientos.88
Si los lineamientos de ambos concilios fueron claros ¿cómo se explica que durante el siglo XVII la tendencia a solicitar cartas de excomunión fuese común? Los lineamientos indicaban que la carta de censura podía ser solicitada y expedida cuando se tratase de hurtos mayores a 50 pesos, pero en las actas del IV Concilio Provincial Mexicano se estipuló la prohibición al vicario de conceder dichas cartas cuando se tratase de “límites o términos de haciendas, posesiones, pastos u otras cosas semejantes, pues todo esto consiste en hecho que deben probar los interesados por los medios de apeos judiciales y recurrir a los jueces a quienes toca”.89 ¡Vaya dilema! En algunos de los casos expuestos podría asumirse que el trámite iba conforme a la regla; pero ¿acaso en esas solicitudes no se pudo “aumentar” la cantidad de los bienes robados? Más importante: ¿realmente ocurrieron dichos hurtos?
Un caso que puede dar luz a estas preguntas está en la denuncia realizada en 1606 por Diego de Torreblanca, quien acudió a la instancia eclesiástica ya que en su hacienda de Tacubaya le fueron hurtados “bienes y partidas de trigo, maíz y cebada y bueyes y otras cosas.” La denuncia fue recibida por el vicario del Arzobispado de México,90 que días más tarde expidió la carta monitoria para ser leída durante la misa mayor ante la congregación del pueblo de Tacubaya:
El Doctor Francisco de Loya, juez provisor y vicario general de esta Santa Iglesia y arzobispado de México por fray García de (Santa María) de Mendoza y Zúñiga, arzobispo de México, del Consejo del Rey y Señor nuestro, a todas las personas, vecinos y moradores estantes o habitantes de esta ciudad y villa de Tacubaya y en las demás partes y lugares de todo el dicho arzobispado, de cualquier calidad, estado y condición que sean, a quien lo de y uso contenido, toca y atañe, y tocar puede en cualquier manera salud y gracia de Nuestro Señor Jesucristo, hago saber cómo ante mí pareció Diego de Torreblanca [incomprensible] vecino de esta ciudad y por petición que presentó, dijo que él tiene una hacienda de pan llevar en términos de la dicha villa de Tacubaya con unas casas de vivienda que tenía la dicha hacienda, de la cual no sabe qué persona o personas con poco temor de Dios, Nuestro Señor, y en daño de sus conciencias se llevaron y hurtaron y ocultaron mucha cantidad de maíz, trigo, cebada, yeguas, caballos, bueyes, potros, mulas y apero,91 piedra, vigas, puertas, ventanas, rejas y piedra blanca labrada, lo cual todo estimaba en más de quinientos pesos. Y para que se lo devolviesen y restituyesen, y los que saben o han oído quién lo llevó y hurtó, tiene y encubre y es a cargo lo susodicho y parte de ello lo vengan declarando. Me pidió y suplicó le mandara dar y discernir mis cartas y censuras de excomunión, hasta la de anatema para el dicho efecto, y pidió justicia y su pedimento y por mi visto, se las mandé dar y di la dicha razón. Por ende, por el tenor de esta carta monitoria, virtud de santa obediencia y so pena de excomunión mayor, vna pre trina canonica ammonicione premisa, exhorto, amonesto y mando a las dichas personas y cada una de ellas que en cualquier manera llevaron y hurtaron, tienen y encubren y son a cargo lo susorreferido o cualquier cosa o parte de ello, que dentro de [los] seis días primeros siguientes de cómo esta mi carta fuese leída y publicada o a su noticia viniese que les doy y asigno por tres canónicas moniciones plazo y término perentorio lo vuelvan y restituyan realmente y con efecto y sin faltar cosa alguna o su valor al dicho Diego de Torreblanca. Y los que saben o han oído decir quién llevó y hurtó, tiene y encubre y se es cargo lo susodicho y parte de ello o en cuyo poder está, lo vengan declarando y manifestando dentro del dicho término sin encubierta alguna ante mí o ante notario público infrascrito para que venga a noticia del susodicho y lo pueda haber y cobrar. En otra manera el dicho término pasado y no se lo cumpliendo según dicho escribano por habidas y repetidas las canonícas municiones, pongo y promulgo a los rebeldes e inobedientes la dicha sentencia de excomunión mayor. Estos escritos y por ellos y es la dicha pena de excomunión y de veinte pesos para obras pías, mando que ningún notario público, ni escribano, ni otra persona intime, ni notifique esta mi carta a persona alguna, sino que se lea y publique en las iglesias. Dada en México a diez y ocho días del mes de marzo de mil y seiscientos seis años.92
Días después de leída y publicada la monición llegaron las primeras denuncias. Luis Sevtín y Sebastián Cortés, mestizos, vecinos de Tacubaya y trabajadores de la hacienda del afectado, “en descargo de sus conciencias” declararon que Juan de Leyva, mayordomo de la hacienda, había estado sacando varias fanegas de trigo y cebada, así como algunos bueyes, y que los había vendido en varios lugares de la ciudad de México. Lo curioso del caso es que, según los declarantes, todo lo que Leyva había hecho fue con el “consentimiento” del mismo Diego de Torreblanca.93
Conclusiones
La solicitud de cartas de censura o excomunión funcionó como un recurso popular para exigir justicia ante las autoridades eclesiásticas por causa de agravios en contra de individuos o propiedades. Una justicia que, a criterio de quienes la reclamaban, podría someter a una “pena terrible” a los malhechores, pues la justicia de Dios era entendida como imparcial, severa e implacable. El notable requerimiento y uso de este “instrumento de justicia” puede sugerir que la misma Iglesia, desde su conformación, había intentado lograr un acercamiento con el pueblo al otorgarle opciones que pudiesen darle su reconocimiento como una institución dominante con particularidades jurídicas que satisficieran las necesidades no sólo terrenales, sino también escatológicas, de su grey.
Como ha podido observarse, es posible que el debate en torno al despacho de las cartas de censura y excomunión se verificase por dos circunstancias: 1) que los demandantes o afectados acudiesen de inmediato en auxilio ante las autoridades eclesiásticas sin pedir resolución primera ante las instancias seculares, tal como lo estipulaba la regla.94 En este sentido, la solicitud de la carta de censura debía ser el último recurso para resolver los problemas materiales de la grey. Y 2) el que la evidencia demostrara que algunos de los supuestos agravios pudiesen ser fraudes o exageraciones, y minaran aquella labor jurídica eclesiástica.
La reconstrucción que he realizado en este trabajo sobre el despacho y el uso de cartas monitorias nos muestra un interesante esbozo del desarrollo del pensamiento religioso y jurídico dentro de la cotidianidad novohispana durante el siglo XVII; esbozo que podría ampliar nuestros horizontes dentro de diversos campos de estudio, especialmente en aquel que centra su atención en la conformación de los ámbitos de autoridad de aquellos complicados siglos de dominación. Queda, sin duda, mucho trabajo por hacer y muchas más preguntas por resolver para llegar a una resolución más precisa sobre el uso de las cartas de censura. Sin embargo, un primer paso está dado y el siguiente debe estabilizar las superficies sobre las que se erigirá una base firme sobre el tema.