Introducción
El presente artículo discute el modo en que las operaciones relativas a la composición1 de la naturaleza americana constituyen un discurso racial sobre sus habitantes nativos (indios y criollos) durante la primera Modernidad. De forma particular, se analizan las modulaciones históricas del concepto naturalezas locales y su vínculo con las “costumbres del lugar”. Esta contigüidad entre factores ambientales y culturales fue sistematizada en la Antigüedad por el texto hipocrático Sobre los aires, aguas y lugares (siglo V. a. n. e.) y sirvió de modelo epistémico para la construcción de la alteridad americana.2 Si bien este ambientalismo médico inspiró clasificaciones que hoy denominamos etnológicas para respaldar, según el caso, autorrepresentaciones positivas o estereotipos negativos,3 en el contexto novohispano participó de la formación de categorías raciales; es decir, asignar a sus habitantes identidades distintas comprendidas como diferencias naturales.
Desde esa premisa, este escrito revisa un conjunto de huellas documentales producidas bajo la ontología naturalista en y desde el territorio americano, que comparten las prácticas de clasificar, jerarquizar y representar a los seres vivos del mundo novohispano. Me refiero a parte de la Historia general de las cosas de Nueva España (1577), de Bernardino de Sahagún; a las Antigüedades de Nueva España, del protomédico Francisco Hernández, escrita tras su expedición por el virreinato de Nueva España durante la década de 1570; a Problemas y secretos maravillosos de Indias (1591), de Juan de Cárdenas; al Reportorio de los tiempos y Historia natural desta Nueva España (1606), de Enrico Martínez y a Sitio, naturaleza y propiedades de la ciudad de México (1618) de Diego Cisneros.
Pese a sus diferencias, este corpus se inscribe dentro de la tipología de la historia natural. Dado que su formalización disciplinar era reciente,4 la historia natural no conformaba un campo del saber cerrado sino un lugar de enunciación donde coexistían modelos escriturales diversos destinados a representar animales, plantas y seres vivos. Esto se debe a que en el siglo XVI la propia historia se concebía como una herramienta epistémica, gracias al redescubrimiento que hicieron los humanistas del sentido prearistotélico del griego antiguo; la historia como conocimiento general que no se limitaba a la res gestae sino que, además, permitía incorporar el estudio de lo que el mundo occidental consideraba como naturaleza.5
Al enfatizar la ontología naturalista de estas huellas documentales tomo posición contra la idea de una naturaleza americana preexistente y contra la universalidad de la distinción entre naturaleza y cultura. No se trata de negar que antes de la invasión europea no hayan existido diversas formas de vida, tanto humanas como no humanas, ni que las sociedades indígenas hayan formado sus propias ontologías respecto de otros existentes. Por el contrario, busco enfatizar que la naturaleza es un concepto y un modelo ontológico propios de la tradición occidental.6 Como se verá más adelante, la naturaleza carga con una dimensión normativa intrínseca al transmutar constantemente la descripción de los seres en la prescripción de lo que estos deben ser. Es, a final de cuentas, un acto humano de imposición o proyección.7
En función de este problema, resulta útil el concepto de composición desarrollado por Bruno Latour. La composición da cuenta de la operación discursiva y ontológica que subyace a la naturaleza, y se pregunta por cuáles existentes han sido elegidos y qué formas de existencia se han preferido.8 Analíticamente, composición enfatiza que las cosas deben juntarse (latín componere) y conservar, al mismo tiempo, su heterogeneidad, al modo de una composición escénica o a la idea de composta, debido a la descomposición de muchos agentes invisibles.9 En ese sentido, la categoría de composición reconoce que su contenido puede ser descompuesto, por lo que permite vislumbrar las fisuras clasificatorias y los límites históricos del concepto de naturaleza.10
Descomponer la naturaleza que presenta el corpus mencionado anteriormente permite relevar las operaciones que cruzan la construcción de la alteridad americana al calor del proceso colonial. Como veremos, el modo en que estas historias naturales buscan describir la complexión de los indios de Nueva España tiende a ser dispar y contradictorio. No obstante, todas ellas comparten el afán por diferenciar a cierta clase de sujetos coloniales, en este caso a los indios de los españoles, y luego frente a los criollos, cuya valoración refiere a criterios físicos y morales, comprendidos bajo los preceptos del discurso naturalista.
Diferencia americana e historia del racismo
Sin duda, la construcción de relaciones raciales en la América colonial se vincula con el debate más amplio sobre la presunción de la semejanza y el reconocimiento de la diferencia del continente americano frente a las características naturales del mundo europeo. Esta dicotomía tiene su propio recorrido y fijación en el concepto de Nuevo Mundo y en las interpretaciones de este proceso en la historia de América.11 En la historiografía, este debate fue instaurado por la revolucionaria obra de Edmundo O’ Gorman, La invención de América,12 y la atención que prestaron los trabajos de Antonello Gerbi y John H. Elliott13 a las categorías con las que Occidente construyó y buscó asimilar la condición novedosa de América.14 Pese a los énfasis, este debate tendió a evaluar el proceso dentro de la dicotomía entre Europa y los otros, que articula un sujeto europeo y un objeto -el continente americano- cuyos rasgos resultan difusos.15
De los autores clásicos abocados a este debate, el más cauteloso fue Antonello Gerbi al señalar que criterios como la semejanza y la diferencia atribuida a los seres “descubiertos” eran expresiones del eurocentrismo con que los observadores construyeron la representación del territorio americano. Se trata de un elemento importante, no sólo por los juicios de valor que implica, “sino también porque conduce a la asimilación y absorción, en una indiferenciada masa exótica, de todo aquello que es distinto de lo que nosotros conocemos, de una diversidad genérica en la que se confunden y sumergen las características específicas de cada una de las cosas exóticas”.16 Pese a constituir un elemento clave del dominio, las descripciones europeas no agotan la riqueza y la complejidad de la realidad americana. Mucho menos la especificidad de cada ser vivo que fue objeto de descripción.
A partir de este énfasis, estudios posteriores han propuesto interpretaciones más complejas. Antonhy Pagden discutió el impacto del “descubrimiento” de América en el mundo europeo, y sugirió el problema en términos de un largo y complejo proceso de recepción. La producción intelectual europea sobre América no significó una resistencia a encarar la verdadera dimensión de lo que había ante ellos, sino el uso y la transformación gradual de sus paradigmas culturales.17 Por su parte, Karen Ordahl destacó que la relación entre Europa y América podía visualizarse como una espiral de discursos de muchas hebras que transformó a todos los participantes.18 Contemplar estos efectos colaterales permite prestar atención a la manera en que los pueblos indígenas leyeron el hecho colonial bajo sus propias categorías19 o el desafío epistémico que le significó a los actores europeos traducir a la naturaleza del Nuevo Mundo dentro del marco del saber de la cristiandad occidental.20
Sin duda, el modo en que los europeos fueron comprendiendo a los habitantes de América bajo sus propias categorías impactó las condiciones de posibilidad de la composición de la naturaleza del territorio. Es más, la discusión intelectual sobre las formas en que podía percibirse la alteridad se vinculó muchas veces con el debate sobre la legitimidad de la conquista y el dominio político de los territorios incorporados a su jurisdicción.21 Dentro de ese entramado, la categoría de indio surgió como una alteridad dentro de un campo posible de enunciación inaugurado por Colón, y las noticias del Nuevo Mundo y sus habitantes: los “indios”. Al respecto, José Luis Martínez nos recuerda que esta configuración semiótica marchó de manera paralela a la descripción de las sociedades indígenas y sus prácticas culturales, coconstruyendo términos y significantes para referirse a los otros.22 Pese a su heterogeneidad, los conocimientos que se generaron sobre estas sociedades fueron una pieza clave de las instituciones y las técnicas de gobierno que se desarrollaron para dominar a estos pueblos.23
Un conocimiento clave para el dominio fue el de la definición de naturaleza de los habitantes de América por medio de la teoría de los humores.24 Heredera de la obra desarrollada por Hipócrates en el siglo V a. n. e., y sistematizada por Galeno en el siglo II, esta doctrina presenta una hermenéutica del cuerpo humano y el mundo natural. Su base eran los cuatro humores cardinales -sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra- y su correspondencia con los cuatro elementos esenciales del cosmos -fuego, aire, tierra y agua-: la sangre se consideraba caliente; la flema fría y húmeda; la bilis amarilla caliente y húmeda; y la bilis negra fría y seca. Estas cualidades de la materia corrían para todos los seres vivos, tanto humanos como no humanos, cuyos equilibrios constituían el temperamento -sus estados interiores constitutivos- y la complexión -manifestaciones físicas exteriores- particular de cada ser viviente.25
Cabe destacar que en la teoría de los humores se intercalan, de manera compleja, dos sentidos de la naturaleza: la idea de naturalezas específicas y la existencia de naturalezas locales. Las primeras remiten al sentido del vocablo naturaleza como esencia de una cosa o identidad ontológica. En este aspecto, la naturaleza específica se corresponde con el significado más antiguo y primario del término griego phisis y del latino natura, vinculados etimológicamente a la reproducción y el crecimiento.26 Su ciencia es la taxonomía, por lo que es producto de clasificaciones vinculadas con experiencias históricas concretas, prácticas culturales, campos de conocimientos y conceptos específicos.27 Es en ese sentido que el saber médico hipocrático da cuenta de un orden natural diferenciado por medio de la clasificación de los seres vivientes, que identifica sus cualidades definidas como naturales.28
Las naturalezas locales, por su parte, se refieren a las combinaciones específicas de fauna, flora, clima y geología que confieren a un paisaje su fisionomía. Desde la Antigüedad se ha considerado que las naturalezas locales se entrelazan con las costumbres de los habitantes del lugar, para articular una correspondencia entre factores que podemos llamar ambientales y los rasgos psicológicos y culturales de los pueblos.29 Como se mencionó, esta doctrina fue sistematizada por el texto hipocrático Sobre los aires, aguas y lugares (siglo V a. n. e.), donde se aconseja a los médicos cómo tratar a los habitantes de diferentes lugares y climas. En él, se asume que el conocimiento de una localidad no se puede transferir de forma automática a otra, a menos que se parezcan en aspectos fundamentales. Esta idea supone la uniformidad en el tiempo de las naturalezas específicas (phisis) y que su compleja combinación e influencia produzca formas locales diferenciadas.30
La pretensión de orden a la cual remiten las naturalezas específicas y las naturalezas locales encarna una pretensión de normatividad a la cual Lorraine Daston denomina “falacia naturalista”, es decir, el acto de otorgar valores culturales a la naturaleza con el propósito de apelar a su autoridad y apuntar esos mismos valores en el ámbito social.31 Como veremos, la doctrina hipocrática confiere singularidad a las naturalezas y las costumbres locales, pero con cierta plasticidad, en la medida que se modifican de manera sincrónica en una lógica de integración.32 Es más, esta doctrina considera que el cuerpo es intrínsecamente poroso e inestable, abierto a una variedad de influencias externas y capaz de una transformación consciente o inadvertida.33 De ese modo, su dimensión normativa no corresponde a la de leyes naturales universales, sino a un orden natural impreciso, comprendido como un collage de regularidades de diferente tipo, jurisdicción y grado de rigor diferenciadas por el modo en que diversos actores hacen uso del discurso naturalista.
Esta inestabilidad del concepto de naturaleza y su pretensión de normatividad complejizan el modo en que interpretamos las menciones a la influencia del clima en la descripción de las cualidades físicas de los indios de Nueva España. Autores como Cañizares Esguerra no dudan en leer estos registros en el radar de la historia del racismo moderno articulado, según su interpretación, en América durante las primeras décadas del siglo XVII. Al discutir la cronología del racismo moderno atribuido erróneamente al auge de la modernidad científica de los siglos XVIII y XIX, Cañizares sugiere que eruditos como Buenaventura de Salinas y Córdoba, y León Pinelo son los responsables de articular un racismo con énfasis en el determinismo biológico, un enfoque en el cuerpo como lugar de variaciones conductuales, y categorías homogeneizadoras y esencialistas.34
Distinta es la lectura de Rebecca Earle. En su estudio sobre la importancia del cuerpo humoral en la colonización de América, Earle opta por una interpretación mesurada. Si bien destaca que la dominación colonial requería del mantenimiento de la diferencia, la comprensión hipocrática de la corporalidad indígena enfatiza una fluidez que inhabilita una diferencia fija.35 Es por ese motivo que el mundo de la modernidad temprana proporcionaría poca evidencia sobre la existencia de un pensamiento racial según los términos del racismo científico.36
Por su parte, Joan-Pau Rubiès aboga por la definición de categorías más nítidas que permitan realizar juicios históricos más precisos sobre el racismo. De ahí que defienda mantener la distinción entre el racismo “científico moderno”, es decir, un racismo duro, y otras justificaciones para la discriminación étnica o religiosa. Además, propone descartar la posibilidad de conexiones lineales entre el racismo “suave” y el racismo “duro” del siglo XIX, potencialmente más destructivo. Este enfoque supone definir las diferencias como también las conexiones potenciales entre las formas de racismo, con el siglo XVIII como punto de corte. 37
Como es posible apreciar, tanto Cañizares Esguerra como Earle y Rubiès evalúan su interpretación bajo los parámetros del denominado racismo científico. Este epíteto remite a la permanencia del modelo evolucionista de la historia de las ciencias de viejo cuño, que supone que los conocimientos de los periodos anteriores referidos a la herencia o a la influencia climática no se relacionan con un cuestionamiento científico.38 Sin perder de vista que se trata de un debate abierto, me parece más pertinente reconocer que en sus diferentes modalidades históricas esa dimensión científica de la racialización siempre es política.39 De allí que sea importante atender las conceptualizaciones del racismo con articulaciones múltiples y que desbordan tanto a la palabra raza como a su configuración dentro de la modernidad científica.40
Desde ese foco, resulta útil la tesis histórica desarrollada por Jean-Frédéric Schaub. Para Schaub, el racismo tiene su origen en el mundo ibérico durante los siglos XV y XVI a partir de la conversión forzosa al cristianismo de moros y judíos.41 Dentro de este proceso político se producen por primera vez categorías raciales en torno a la genealogía y el fenotipo para identificar a los grupos minoritarios que se habían vuelto indetectables. En función de este mecanismo de control social, se planteó que los caracteres morales o sociales de las personas y de las colectividades se transmiten de generación en generación a través de los fluidos -sangre, esperma, leche- o de los tejidos del cuerpo.42 De este proceso emerge una matriz política que, a diferencia de experiencias previas, habilita la construcción de una alteridad comprendida como diferencia natural.43
Comprender el racismo como un dispositivo de control de la movilidad social formulado en Europa y en las sociedades ibéricas mucho antes de la colonización de América, desafía las visiones simplistas que comprenden al racismo como una experiencia exclusivamente colonial, al proyectar una noción de racismo lineal y moderno a las sociedades de la Modernidad temprana.44 Ésa es la interpretación de Immanuel Wallerstein, en la que el racismo constituye uno de los pilares ideológicos del capitalismo histórico;45 también en la tesis sobre la colonialidad del poder desarrollada por Aníbal Quijano, quien postula una racialización de las relaciones de poder desarrolladas bajo el dominio colonial en América.46
Asimismo, esta propuesta interpela la visión según la cual la racialización sólo existió en el marco de la Modernidad ilustrada y que considera anacrónico el uso de la categoría racismo en contextos previos.47 El debate de fondo es el sentido que toma la palabra raza y su utilidad en una historia del racismo donde se busca diferenciar los hechos históricos y sociales de la raza -en tanto palabra y concepto- de la categoría de racialización como herramienta analítica.48 Lecturas lexicográficas como las de França Paiva limitan el sentido peyorativo de raza, para juzgar el origen moro o judío de los sujetos, al siglo XVII, dada su consignación en el Tesoro de la lengua castellana (1611) de Sebastián de Covarrubias.49 Sin embargo, es posible rastrear manifestaciones previas sobre la raza con significados históricos variables e independientes que permitieron procesos de racialización en el sentido político que he estado esbozando.50 Sobre este punto vale la pena detenerse un momento.
En el marco de la formulación legal del judeoconverso y de los estatus de limpieza de sangre como categoría normativa, Hering Torres señala que, durante el siglo XV, la palabra raza sirvió como sinónimo de limpieza, cuyo significado era linaje y defecto.51 Pese a esta ambivalencia, su invocación en la formalización paulatina de los estatus de limpieza de sangre habilitó una articulación entre estos dos significados para expresar la herencia de un defecto. De ese modo, la mezcla entre impureza y raza derivó en una simbiosis conceptual; la impureza sólo podía estar presente si existía un defecto en el linaje heredable genealógicamente, de modo que donde se constataba limpieza no había raza.52 Será a lo largo de los siglos XVI y XVII que la significación de la impureza se extenderá como significación corporal según términos teológicos, aristotélicos y de la doctrina humoral con el fin de construir colectividades diferenciadas.53
Contemplar esta profundidad cronológica permite prestar atención a los diferentes contextos en los que la matriz política del racismo fue movilizada. Como veremos en las siguientes páginas, las descripciones de la complexión de los habitantes de Nueva España forman parte de esta historia de la constitución de categorías raciales. Pese a que en el corpus no aparezca la palabra raza, la composición de la alteridad de los indios para diferenciarlos de españoles y criollos recurre al uso de los sentidos normativos del concepto naturaleza y tensa, en algunos casos, los preceptos de la tradición clásica.54 Un indicador es el sentido del léxico que movilizan las descripciones presentes en el corpus y que vale la pena atender: esta composición diversa y dispar halla su estabilidad en las recurrentes pretensiones políticas por fortalecer las jerarquías coloniales desde un discurso naturalista.
La complexión de los indios de Nueva España
En las referencias al mundo natural americano, hay indicios tempranos que aducen la relevancia de la naturaleza local como articuladora de una naturaleza específica de sus habitantes.55 Sin embargo, éstas no tienden a ser sistemáticas. Es a partir de mediados del siglo XVI que es posible rastrear la insistencia en el registro de una diferencia natural de sus habitantes, cuyo vínculo con la naturaleza local varía según los juicios de los agentes letrados abocados a describirlos.
Bernardino de Sahagún recupera este vínculo entre naturaleza local y naturaleza específica en su Historia general de las cosas de Nueva España (1577). Desarrollado en el clima de diálogo intercultural del Colegio de Santa Cruz de Tlatelolco, Sahagún llevó a cabo su proyecto enciclopédico sobre “las cosas de la Nueva España” acogiendo diversas dimensiones del mundo nahua colonial.56 En el prólogo del libro II, Sahagún indica que la Historia representa la organización final de la información que le proporcionaron por años los sabios indígenas que actuaron como informantes, a cuyos testimonios accedió gracias a la colaboración de los gramáticos trilingües -quienes habían sido formados por él mismo- y a los cuestionarios que ensayó por vez primera en Tepepulco en 1558.57 A diferencia de los manuscritos previos, esta versión presenta la información en dos columnas escritas, una en náhuatl y otra, en gran parte, con su traducción al español. A esto se suman diversas ilustraciones que evocan la tradición de la escritura pictográfica mesoamericana.
En el capítulo 27 del libro X, referido al vocabulario que los nahuas tenían sobre las partes del cuerpo humano, Sahagún ocupó la columna destinada a la traducción al español del náhuatl con una “Relación del autor”; en ella despliega su diagnóstico del estado de la cristianización en Nueva España. La conquista espiritual implicó desbaratar las formas de organización y creencias locales, y “ponerlas en otra manera de policía, que no tuviese ningún resabio de cosas de idolatría”.58 Sin embargo, estos esfuerzos tropiezan con las borracheras atribuidas a los pueblos indígenas y la violencia desmedida ejercida contra ellos. Al respecto, Sahagún es pesimista al declarar:
no me maravillo tanto de las tachas y dislates, de los naturales de esta tierra: porque los españoles que en ella habitan, y mucho más, los que en ella nacen, cobran estas malas inclinaciones; y los que en ella nacen muy al propio de los indios, en el aspecto parecen españoles, y en las condiciones no los son: los que son naturales españoles, si no tienen mucho aviso a pocos años andados, de su llegada a esta tierra, se hacen otros a esto pienso que lo hace el clima, o constelaciones de esta tierra.59
En la composición de Sahagún hay que tomar nota de la contigüidad entre “condición” y “naturaleza”, en cuanto naturalezas específicas. Según Covarrubias, naturaleza es el vocablo en español que significa ‘natura’, pero en ocasiones ‘condición’, en el sentido “Fulano es de naturaleza fuerte”, o también ‘casta’, ‘patria’ o ‘nación’.60 En la medida que tanto indios como españoles se ven afectados por el clima, Sahagún explica la decadencia moral de los españoles como una alteración en sus inclinaciones, de modo que transforman su naturaleza específica a tal punto de conformar una alteridad similar a la de los naturales de esta tierra y sus malas inclinaciones.
En diálogo con esta premisa general, Francisco Hernández profundiza en la comprensión de la naturaleza local de Nueva España. Formado en la Universidad de Alcalá de Henares y médico de Cámara de Felipe ii, Hernández se trasladó a Nueva España con el mandato de oficiar como protomédico general de Indias y elaborar una historia natural. Con ese objetivo, Hernández recorrió el territorio en distintas expediciones entre 1570 y 1577.61 De esa experiencia in situ, Hernández no sólo confeccionó el monumental manuscrito de su Historia natural de Nueva España, sino también otro manuscrito titulado De Antiquitatibus Novea Hispaniae.62 Según León-Portilla, en esta obra, Hernández utilizó y tradujo al latín parte del trabajo desarrollado por Sahagún, lo que explica la similitud de algunos de los contenidos de estas obras.63 Sin embargo, no dudó en incorporar su propia lectura sobre la cultura nahua y su naturaleza.
Hernández parte con una clasificación del clima de la ciudad de México como frío y caliente, pero un poco húmedo por la laguna. Si bien posee un suelo fértil, en la medida que “brillan y abundan todas las cosas”,64 esta cualidad positiva se contrasta con la naturaleza de su gente. Resalta la distinción en razón de “las inteligencias superiores de los españoles”, que se contrapone a la de los indios, en su mayoría “débiles, tímidos, mendaces, viven día a día, son perezosos, dados al vino y a la ebriedad, y sólo en parte piadosos”. No obstante,
son de naturaleza flemática y de paciencia insigne, lo que hace que aprendan artes aun sumamente difíciles y no intentadas por los nuestros y que sin ayuda de maestros imiten preciosa y exquisitamente cualquiera obra. Pero ni las plantas echan profundas raíces, ni cualquiera es de ánimo constante y fuerte, y los hombres que nacen en estos días y que a su vez empiezan a ocupar estas regiones, ya sea que deriven su nacimiento únicamente de españoles o ya sea que nazcan de progenitores de diversas naciones, ojalá que, obedientes al cielo, no degeneren hasta adoptar la costumbre de los indios.65
Hernández utiliza las características de la naturaleza flemática para justificar la habilidad de los indios respecto de las artes manuales. Sin embargo, no duda en componer una naturaleza específica inferior a la de los españoles u otras naciones, al apelar al efecto de la naturaleza local que inhabilita a otros seres vivos, como las plantas, a echar raíces profundas. Al igual que Sahagún, teme el riesgo de la “degeneración” de los españoles que habitan el territorio, es decir, perder parte de sus propiedades originales.66 Es la naturaleza la que fija su condición de débiles, perezosos y ebrios, a expensas de la admiración de la diversidad de plantas, animales y minerales, y que “varían con brevísimos intervalos de terreno” al igual que la diversidad de costumbres y ritos de los hombres que, según Hernández, “apenas pudiera seguirlos la inteligencia humana” y que “sólo puede ser comprendida por los presentes por la experiencia misma”.67
También desde esa experiencia en terreno, Juan de Cárdenas se pronunció de manera categórica sobre la naturaleza americana en su Problemas y secretos maravillosos de Indias, impresa por Pedro Balli en 1591. Cárdenas estudió medicina en la Real Universidad de México y ejerció en el Hospital de San Miguel de Guadalajara. A diferencia de Hernández, escribió en español con el afán de vulgarizar el saber de raíz europea en territorio novohispano.68 Su objetivo de llegar a un público más amplio hizo que flexibilizara la tipología de la historia natural, e hiciera uso de otros géneros como la literatura de secretos y la problemata aristotélica.69
A lo largo de su obra, la composición desarrollada por Cárdenas gira en torno a la supuesta identidad negativa de la naturaleza local de América. Un signo “evidente” es la “defectuosa propiedad” de los árboles que arrojan sus raíces sobre la tierra producto de la falta de frío en invierno, de modo que sus ramas brotan débiles y provoca que sus frutas “carezcan de aquel perfecto sabor y virtud que las de España tienen, pues vemos que a los árboles les falta fuerza y vigor para producirlas”.70 Dentro de esas condiciones adversas, Cárdenas exime a los criollos al señalar que poseen un “agudo, trascendido y delicado” ingenio, a diferencia de los españoles recién llegados a Indias. El motivo es su complexión “sanguínea” y “colérica”: sanguínea, por la influencia de la naturaleza local, es decir, su calor y humedad, pero también por la complexión colérica que heredan de la “nación española”. Gracias a esa naturaleza específica son todos, en general, “blancos y colorados (como no tengan mezcla de la tierra), son así mismo francos, liberales, regocijados, animosos, afables, bien acondicionados y alegres, que son las propias costumbres y cualidades que siguen la sanguínea y colérica complexión”.71
Diferente es el caso de los indios. Al igual que Hernández, Cárdenas los considera de naturaleza flemática ya que encanecen de viejos, no se vuelven calvos ni les crece barba. Cárdenas aclara que esto se debe a la flema natural que es propia en sustancia y compostura de sus miembros, en distinción de la “flema accidental” engendrada por habitar en regiones húmedas como las Indias.72 Como señala Cañizares, la diferencia entre lo natural y lo accidental remite a la metafísica de Aristóteles y fue usada de manera conveniente por Cárdenas. Esta distinción aristotélica establece que lo natural refiere al comportamiento predecible de objetos y organismos, mientras que lo accidental se refiere a las propiedades pasajeras de las formas.73
Esta noción de innatismo atribuida a la naturaleza específica de los indios se vincula con las inclinaciones morales que Cárdenas retrata en su diagnóstico clínico del mal de bubas, cuya propiedad se conserva en:
sujetos sucios y llenos de inmundicia; por el cual respecto vemos de ordinario hallarse y comenzar este mal por negros, indios, mulatos y gente que tiene mezcla de la tierra, porque todos éstos por la mayor parte viven con poca limpieza y recato y por la misma razón veremos que siempre el dicho mal comienza por las partes más sucias e inmundas del cuerpo humano y siempre se viene a pegar de unos a otros por la mayor parte por vía de torpes, sucios e inmundos actos.74
Resulta complejo distinguir los límites entre naturaleza y cultura dentro del discurso político de Cárdenas en torno a la contigüidad entre la naturaleza específica de los indios y la limpieza, el orden y la moral de la sociedad colonial. En palabras de Mary Douglas, la suciedad puede ser comprendida como el “producto secundario de una sistemática ordenación y clasificación de la materia, en la medida en que el orden implica el rechazo a elementos inapropiados”.75 En ese sentido, Cárdenas recurre al discurso naturalista para fijar la falta de “limpieza” y “recato” como un aspecto esencial en la vida de los indios, mulatos y la gente “que tiene mezcla de la tierra”, es decir, como un mecanismo de jerarquización política. De allí que la naturaleza local sea un auxiliar a esta construcción de alteridad, cuya complexión caliente y húmeda engendra corrupción, putrefacción e inmundicia.76
La particularidad de los españoles nacidos en América por sortear la naturaleza negativa de las Indias también ocupa un lugar significativo en el Reportorio de los tiempos y Historia natural desta Nueva España de Henrico Martínez, publicado en 1606. Nacido en Hamburgo, Martínez se trasladó a Nueva España desde la península ibérica en 1589 para oficiar como cosmógrafo del rey. Con estudios en matemática, colaboró de manera estrecha con las autoridades locales en las obras relativas al desagüe de Huehuetocay, además de ejercer como intérprete de la Inquisición y tipógrafo, de modo que fue responsable de la impresión de su misma obra.77
En medio de pronósticos astronómicos, referencias a la historia de la humanidad, la cosmografía y la materia vegetal del territorio, Martínez vuelve a insistir en la complexión flemática de los indios como un marcador natural para jerarquizarlos en relación con otros habitantes como los criollos o los españoles recién llegados. En la medida que sobre el reino predomina la influencia de Venus con cierta participación del Sol, la naturaleza local de Nueva España se ve influenciada por la flema templada y, en un segundo nivel, la cólera.78 Desde esas coordenadas, Martínez sostiene que los naturales son “de complexión flemáticos sanguíneos, predominando en ellos la flema, y esto se halla también por experiencia conformar, con sus acciones y costumbres ordinarias, pues estos suelen seguir a la complexión: ayudan a esto tambien ser el suelo desta tierra muy húmeda, y siempre participamos de la calidad de la tierra en que vivimos”.79 En este argumento circular, Martínez actualiza las ideas previas que articulan, en una lógica de contigüidad, la calidad de la tierra y la naturaleza específica de los indios de Nueva España en relación con sus costumbres, sin ahondar en ellas.
Asimismo, es significativo que Martínez libere de las influencias negativas del clima tanto a los criollos como a los españoles recién llegados de Europa. A diferencia de Cárdenas, no hay una preferencia por los criollos en desmedro de los gachupines, sino el reconocimiento de una naturaleza específica superior compartida con matices diferenciados. Así, los españoles que nacen en el territorio enfrentan la influencia del humor flemático y sanguíneo “casi accidentalmente”, debido a que su humor colérico, que heredan por generación, “admite y recibe” al sanguíneo por semejanza y se “resiste” al flemático por ser contrario y “repugnante”.80 Por su parte, los españoles que llegan a América refuerzan sus ingenios gracias a la naturaleza local, al clima, la calidad de los nuevos alimentos, la abundancia y la fertilidad del reino.81
Como el mismo Martínez señala, si la naturaleza local de Nueva España aviva los ingenios, los naturales deberían estar aventajados. Sin embargo, el cosmógrafo contradice su argumento invocando el ambiguo recurso de la experiencia para recordarnos que los indios son “en habilidad muy inferior a los españoles, de donde se recoge no tener este reino la propiedad que se le atribuye”.82 Para justificar esta jerarquía, Martínez menciona que las causas universales varían según “la calidad de la materia”. De esta manera, los efectos del reino son diferentes en la complexión de morenos, indios y españoles según “su temperamento, disposición del cerebro y órganos corporales”, es decir, según su naturaleza específica. De hecho, esta “diversidad de ingenios que se halla en las referidas naciones” se complejiza en aquellos que son miembros de una misma nación:
si comparamos los morenos que en esta tierra se crían y habitan a los de España de Guinea, conoceremos exceder estos a aquellos notablemente en el talento y habilidad, y lo mismo ocurre en los indios, pues se sabe que los que habían en las Islas de Cuba y Dominica, y los que hay en la Florida y en toda la tierra que atraviesa por aquella altura hasta la mar del sur, es casi toda gente bárbara bestial y desnuda; lo cual no se puede decir de los indios de esta Nueva España, pues aún antes que los españoles viniesen a ella vivían políticamente, y usaban de cuenta y medida y de caracteres con que señalaban los tiempos y figuraban las cosas entre ellos sucedidas, con tal orden y concierto que les servían de historias, pues por medio de ellos sabían lo acaecido en muchos siglos pasados, de donde se recoge, que pues la gente que en este reino habita excede en habilidad a los de su misma nación que habita en otras partes, que deben ser las propiedades del acomodadas a producir buenos ingenios.83
Si la causa universal es la influencia de la naturaleza local sobre la naturaleza específica de sus habitantes, Martínez utiliza el discurso naturalista para justificar jerarquías sociopolíticas entre la nación de españoles e indios. Pese a que sitúa matices respecto de la localización de las naturalezas de las naciones en el mundo, el devenir de su complexiones se entronca con el orden social proyectado como orden natural. Su criterio, al igual que Cárdenas, son los elementos que se aproximan a la civilidad europea como la vestimenta y la vida urbana.84 De allí que sostuviera que los indios de Nueva España gozaban de mayor ingenio que los indios supuestamente bárbaros de las islas de Cuba y Dominica, sin que esta diferencia les permita aproximarse a la naturaleza de la nación española, ya sea en su calidad de criollos o como gachupines.
Como contrapunto a sus pares, el médico Diego Cisneros, en Sitio, naturaleza y propiedades de la ciudad de México, impresa por el bachiller Joan Blanco de Alcázar en 1618, señala que los indios son de naturaleza melancólica. Formado en Alcalá de Henares, Cisneros llegó a Nueva España en 1612 junto al virrey Diego Fernández de Córdova, y en 1617 obtuvo la incorporación a la Real y Pontificia Universidad de México.85 En sintonía con Martínez, Cisneros despliega su comprensión naturalista del territorio desde la tradición hipocrática con el propósito de sistematizar la comprensión geográfica desde la astrología.86
A diferencia de Hernández, Cárdenas y Martínez, Cisneros clasifica la complexión de los indios como melancólica y reconoce la dificultad de examinar las complexiones de los hombres en particular. Critica la interpretación de Henrico Martínez sobre la influencia de los planetas que gobiernan Nueva España, al señalar:
no flemáticos sino melancólicos habían de ser los indios, y más viendo la facilidad con que aprenden las artes, y oficios de cualquier calidad con tan gran perfección, cosas repugnantes a los flemáticos de quien dijo Aristóteles, que para ninguna cosa eran buenos, flojos, perezosos, e ignorantes […] todo lo qual es repugnante a los indios, que son ligeros, curiosos, el color tostado tirante a pardisco, hábiles y de ingenio como se ha visto y se ve en las artes que ejercitan, para las cuales es necesario ingenio y memoria.87
Añade más adelante que también son sanguíneos y no coléricos como expresó Martínez, producto de la templanza de la región en que habitan. A diferencia de sus predecesores, Cisneros sitúa en el centro de su composición la estrecha relación entre ingenio y color según la tradición del saber hipocrático. En la medida que los indios son hábiles de ingenio reconoce que son de color tostado y, por lo tanto, no flojos ni ignorantes como se infiere de las cualidades físicas de los sujetos flemáticos.88
Este contrapunto dentro del léxico hipocrático para componer la naturaleza de los indios de Nueva España no significó, bajo ningún motivo, un golpe a la jerarquización social que buscaron justificar los registros previos. Cisneros también enfatizó la naturaleza específica por sobre la naturaleza local al clasificar la complexión de los criollos. Sin apelar al desmedro moral de Cárdenas, Cisneros también clasifica a los criollos como complexión colérica y compone una naturaleza específica aventajada por la templanza de la región, que les permite ser hombres dóciles, agudos de ingenio, estudiosos y prudentes. Sin embargo, el médico es cauteloso al no extender estas cualidades al resto de los españoles que llegan a América. A diferencia de Martínez, Cisneros señala que los españoles y los castellanos varían en su complexión, ya que sus diferentes edades y el impacto de los alimentos americanos hacen “tan varias y tantas las diferencias y naturalezas de los hombres”.89
Conclusión
Como hemos visto, el modo en que el corpus busca componer la naturaleza de los habitantes de Nueva España por medio del esquema humoral presenta varios matices. Esto se debe al tipo de relación que establece el corpus respecto de las naturalezas específicas de indios, criollos y españoles y el grado de influencia de la naturaleza local del territorio americano. Mientras que para Sahagún y Hernández la naturaleza local significa un riesgo por la degeneración de los criollos, Cárdenas, Martínez y Cisneros no dudan en señalar que la naturaleza de Nueva España aviva sus ingenios gracias su complexión colérica.
Tampoco es compartido el modo en que las inclinaciones de los indios se vinculan con su complexión flemática o melancólica. Hernández es ambivalente, ya que tilda de “débiles” y “perezosos” a los indios pese al ingenio y la paciencia con que aprenden artes difíciles. Cárdenas, por su parte, ve en los indios la putrefacción y la corrupción que producen las Indias. Finalmente, Martínez y Cisneros destacan la diversidad natural de las naciones que habitan el territorio y valoran positivamente el ingenio de los indios, pese a ser inferior al de los españoles.
Sea cual sea el matiz, estas estrategias discursivas comparten el hecho de inferiorizar a los indios respecto de otros habitantes como los criollos y los españoles. La estrategia compartida es atribuirles identidades distintas comprendidas como diferencias “naturales”. Es en ese sentido que constituyen una práctica de racialización. Aquí no es relevante discutir la pertinencia de los rasgos de realidad o imaginación que presentan los registros, sino comprender el uso político del que son objeto. Desde el diagnóstico crítico de la evangelización esbozada por Sahagún, hasta la defensa de la superioridad de los criollos por parte de Cisneros, la descripción de la naturaleza del territorio y sus habitantes dialoga con las dificultades de consolidar el dominio colonial. De allí que se recurra a la matriz política del racismo formulada en la península ibérica durante el siglo XV para construir identidades coloniales, en este caso, la diferencia jerárquica entre indios, criollos y españoles, con el propósito de frenar la movilidad social.
La disparidad del corpus sobre el modo en que interactúan las naturalezas locales sobre las naturalezas específicas de los habitantes de Nueva España no debe ser evaluada como un impedimento para abordar estos registros como instancias de formación de categorías raciales. Como ha enfatizado el debate contemporáneo, ni siquiera el denominado racismo científico era coherente dentro del léxico de la modernidad científica.90 Este llamado de atención refuerza la idea de atender los mecanismos particulares del caso novohispano en diálogo con otros contextos históricos cuyas estrategias, igual de dispares, buscaron naturalizar las diferencias jerárquicas, con y sin uso de la palabra raza.
Y es que así volvemos al meollo del asunto. La formación de categorías raciales en Nueva España durante la Modernidad temprana es resultado de las operaciones estratégicas relativas a la composición de la “naturaleza” de sus habitantes. Como hemos visto, más que un molde conceptual uniforme e inalterable, la naturaleza se nos presenta como un lugar retórico, un tópico del discurso político.91 Su dimensión normativa fue de utilidad para jerarquizar el cuerpo y la condición moral de los indios según el grado de civilidad que presentan sus prácticas culturales. De ahí que la naturaleza referida por los autores analizados superponga, constantemente, lo que los indios debían ser según las expectativas del saber natural europeo, en desmedro de cómo podrían ser realmente.92 Esta composición, en definitiva, encierra en sus márgenes la búsqueda de un orden natural como correlato de la construcción de relaciones coloniales.