La búsqueda de la reforma al estado eclesiástico: de Trento al régimen Borbón
En el marco del reformismo borbón se llevó a cabo en Nueva España una serie de proyectos de reforma a la Iglesia durante la segunda mitad del siglo XVIII, compatibles con la política regalista seguida en aquella centuria en las diócesis de la metrópoli.1 A juicio de Madrid, varias prácticas que fueron toleradas por la institución eclesiástica durante largo tiempo afectaban de forma negativa el progreso económico de los reinos españoles.2 Una de las políticas pretendía reformar al clero, pues según los obispos de la época, los sacerdotes debían transmitir buenas costumbres, pero estaban mayormente sumergidos en una conducta relajada.3
Esta reforma al estado eclesiástico de los Borbones no era novedosa. Desde la época medieval, por ejemplo, los reinos ibéricos buscaron reformar de cuando en cuando al clero secular, al regular o a las monjas.4 Pero fue al menos tras el Concilio de Trento (1545-1563) cuando la Iglesia sentó las bases de un proyecto de confesionalización5 que demandaba atender las deficiencias de la disciplina clerical.
Antes de Trento, la formación del clero no fue un asunto de preocupación seria para los obispos; el aprendizaje de los clérigos era sobre todo práctico y no académico.6 Sin embargo, el concilio dedicó suma atención a reivindicar la figura del sacerdote y encomendó a los prelados vigilar la idoneidad de los futuros clérigos como requisito para ordenarlos.7 En Nueva España, el Tercer Concilio Provincial Mexicano de 1585 estableció las bases de la ordenación sacerdotal en el arzobispado de México durante todo el periodo colonial, incidiendo en aquel entonces en el incremento de sacerdotes para fortalecer la Iglesia episcopal a finales del siglo XVI.8
Sin embargo, algunos testimonios del último cuarto del siglo XVII denotan que, en las diócesis novohispanas, la cifra de clérigos incrementó, convirtiéndose en un foco de atención para distintas autoridades coloniales. Sobre este tenor, en 1673, el marqués de Mancera, virrey de Nueva España, comunicó a su sucesor en sus instrucciones lo siguiente:
El gobierno económico de los eclesiásticos seglares ha dado mucho siempre en qué entender a los señores virreyes por su crecido número, por sus procedimientos y por la demasía de indulgencia de algunos prelados. Lo primero no es difícil de reconocerse contándose en el obispado de la Puebla de los Ángeles dos mil sacerdotes, y en el arzobispado de México otros tantos, cantidad que respectivamente excede a la corta vecindad de habitadores españoles, contra lo dispuesto por [los] sagrados concilios y leyes imperiales y reales.9
De opinión semejante fue el arzobispo-virrey de Nueva España, Juan de Ortega Montañés, quien en 1697 informó a su sucesor que los prelados solían ser benignos al conferir órdenes, lo cual incrementaba el número de clérigos y denostaba la investidura sacerdotal, pues no faltaban individuos que para ordenarse a título de capellanía mentían sobre las propiedades donde fincaban el capital de la fundación, o que sin menoscabo alguno solicitaban dispensas ante la Santa Sede para eliminar cualquier impedimento para su futura ordenación.10
Los mitrados también se sumaron a esta crítica, aunque no se adjudicaban formalmente la responsabilidad del problema. En el temprano siglo XVIII, el arzobispo José Lanciego (1712-1728) se afligía ante Felipe V de la “considerable multitud” de clérigos y de su falta de vocación en el ministerio.11 Más adelante, uno de sus sucesores, Manuel Rubio y Salinas (1748-1765), en un informe al rey fechado en 1764, habló también de un crecido número de eclesiásticos que “apenas se ordenan y obtienen licencias de predicar y confesar, se ejercitan en estos dos ministerios sin adquirir otro mérito ni proseguir el estudio, contentos con las utilidades de su patrimonio”.12
Las opiniones en Nueva España antes descritas produjeron eco en Madrid en el contexto de la crisis por la guerra de Sucesión (1700-1713). La nueva dinastía Borbón, con Felipe V al frente, vio en Roma y en la Iglesia peninsular un riesgo para el buen gobierno del reino debido al apoyo brindado por la Santa Sede y el clero de Cataluña, Valencia y Aragón hacia el candidato contrincante al trono, Carlos de Habsburgo.13 En adelante, y a través de la pluma de los ministros de la Corte, se fue configurando una narrativa política en contra de la clerecía metropolitana, acusándola de ser numerosa y relajada; crítica también aplicable al clero americano.
Melchor de Macanaz (1713-1715) consideró que la abundancia de eclesiásticos era un problema de interés temporal para Madrid, pues los clérigos defraudaban al fisco porque solían participar en actividades contrarias a su estado, y cometían todo género de delitos al carecer de una congrua.14 José del Campillo (1743) pensó que el mayor de los males americanos era el exceso de clérigos; si bien creía que a nadie se le debía negar el acceso al estado eclesiástico, veía conveniente que los prelados cuidaran que la verdadera vocación fuera uno de los motivos para otorgar las órdenes.15 Al mediar el siglo XVIII, Pedro Rodríguez de Campomanes (1765-1775) recuperó las críticas de Macanaz y Campillo y acusó a la parentela de los ordenandos de promover el aumento de aspirantes al sacerdocio sin vocación:
El clero secular padece, por su crecido número, igual vilipendio y perjudica notablemente al Estado. Un labrador rico que tiene un hijo procura por todos los medios ordenarlo y en ordenándolo [sic] pone en su cabeza toda la hacienda, y con perjuicio del Real Erario la libra de contribuciones; pero lo peor en este caso es que ni el padre ni el hijo quieren que sea durable aquel estado, antes [bien], desde que se ordena de prima, le tienen apalabrada novia.16
Mientras que los ministros de la Corte mostraron mayor severidad en sus acusaciones al clero, e instaron a los obispos a ser más rigurosos al momento de ordenar nuevos clérigos, en un tono más moderado, pero no menos crítico, el rey Carlos III admitía en 1787 el estado de relajación de la clerecía americana, así como la común “mediocridad en doctrina y costumbres [de los sacerdotes]”, y conminaba a los obispos a restablecer “la disciplina con la voz, el trabajo y el ejemplo”.17
Diferentes percepciones sobre el estado del clero
El número de clérigos del arzobispado de México en la segunda mitad del siglo XVIII era incierto; si acaso existían estimaciones que aún hoy son tema de discusión.18 Sin desestimar las cifras, conviene reflexionar sobre las distintas lecturas que se le daban a los considerados males del clero que, como vimos, tenían un notable cariz político. Hipólito Villarroel (1785-1786), por ejemplo, juzgó que el crecido número de eclesiásticos residentes en la ciudad de México era porque éstos no querían ejercer en curatos foráneos.19 En cambio, Alexander von Humboldt, en 1803, calificaba al clero de la capital de la Nueva España como “sumamente numeroso”, pero menos cuantioso que el de Madrid; además, pensaba que en Europa ignoraban y exageraban las cifras de clérigos en América.20
En efecto, el número de eclesiásticos era insuficiente para administrar a los fieles del arzobispado, pero excesivo para la cifra de curatos disponibles. También, la población clerical resultaba abundante en función de las rentas eclesiásticas para su manutención o del capital que -según los ministros- dejaba de invertirse para el progreso económico del reino. No obstante, mientras que en la península ibérica habría alrededor de 70 000 eclesiásticos seculares a finales del siglo XVIII,21 para el arzobispado de México se han estimado cerca de mil clérigos diocesanos en 1777.22
El asunto de la indisciplina eclesiástica también tuvo nuevas dimensiones durante el periodo borbónico, empero, la crítica a este problema se debe tomar con cautela. Taylor tiene razón al afirmar que existe evidencia considerable sobre la conducta de los curas del arzobispado, la cual dejó mucho qué desear a finales del periodo colonial pero, como señala este autor, esos testimonios pueden distorsionar la imagen de la clerecía,23 pues las fuentes no permiten determinar si los sacerdotes del siglo XVIII eran más o menos disciplinados comparándolos con los de otra época.24 En todo caso, si se asume que el clero incrementó sus cifras en la era borbónica, sin duda la cuestión de su disciplina fue sometida con más vehemencia al escrutinio público.
Los arzobispos de México de la segunda mitad del siglo XVIII, a diferencia de los ministros españoles, se enfocaron mayormente en atender los problemas de indisciplina clerical y no el excesivo número de clérigos. En ciertos momentos, inclusive, pareció que se justificaba la alta cifra de eclesiásticos; Antonio de Lorenzana (1767-1772), por ejemplo, opinó que su clero era insuficiente para los propósitos de la Iglesia: “en todos [los] siglos se ha dicho que el mundo está perdido, mas la relajación de él ha sido mayor en unos tiempos que en otros. En el de nuestros días hay más frecuencia de sacramentos, más religiones fundadas, más número de sacerdotes y ministros, una copia de confesores […]. Con todo esto no se ve más adelantada la reforma de costumbres”.25
Su sucesor, Alonso Núñez de Haro (1772-1800), aunque advertía en una carta pastoral de 1776 que los obispos pecaban al otorgar órdenes sagradas por consigna o error, no se atribuyó responsabilidades, pero aceptó que los prelados no estaban exentos de coadyuvar en el problema y “obra[ba]n visiblemente contra Jesucristo […] cuando ordena[ban] a un sujeto indigno ya sea por puro favor, ya sea por descuido, u omisión en haber examinado bien su ciencia, sus costumbres y demás cualidades”.26 Finalmente, el arzobispo Francisco Xavier de Lizana y Beaumont (1803-1811) adjudicó a los propios aspirantes a órdenes y a sus parentelas el origen de su disciplina relajada, eximiéndose a sí mismo de cualquier responsabilidad:
Pero si no tenían estas cualidades [los clérigos] ¿por qué entraron al sacerdocio y se tomaron en la santa Iglesia un lugar de[l] que no eran dignos ni capaces? Si así lo creen ya tienen una prueba de su atrevimiento y mala disposición con que entraron a la dignidad; pero si son capaces de desempeñar este divino oficio y lo omiten por flojedad, amor a la comodidad o por haber asegurado ya una buena renta u otros motivos ¿no les podremos decir como el profeta que son como aquellos perros mudos que no saben ladrar ni guardar la casa?27
Aunque a través de los ministros de la Corte se priorizó el problema del exceso de clérigos, la Corona no intervino más en ese aspecto porque carecía de facultades en materia de disciplina eclesiástica. Madrid se limitó a justificar sus críticas con base en los perjuicios al reino y cuestionó a la Iglesia su falta de compromiso con los concilios. Por su parte, los arzobispos de México de la segunda mitad del siglo XVIII procuraron atender la conducta eclesiástica, considerando, además, que al fomentar la verdadera vocación sacerdotal se podría frenar el incremento de la población clerical y mejorar su comportamiento.
Las vocaciones: el “talón de Aquiles” del clero secular
Reconocer en los candidatos a órdenes una vocación fue una tarea difícil para los prelados. Por lo general, era la trayectoria del futuro clérigo relatada en sus cartas de méritos -integrada en los expedientes de solicitud de órdenes- la que ofrecía elementos sobre la conducta del individuo; junto con los testimonios de terceros (incluido el del cura de su parroquia de origen), se podía inferir si el ordenando era o no un aspirante idóneo al sacerdocio. Para la época que nos atañe, el término vocación tenía al menos dos connotaciones importantes. La primera se refiere a la “inspiración con que Dios llama a algún estado de perfección, especialmente al de [la] religión”.28
Para reiterar que su deseo de obtener una orden sacra no sólo era alimentado por carencias materiales, los aspirantes solían manifestar motivos espirituales, como sucedió con Agustín Mateos de Villanueva, cuando en 1772 pretendía el subdiaconado, según sus palabras, “para cumplir mi vocación que tanto deseo, como para ayudar en el ministerio a mi hermano en cuanto pueda en este curato de Zumpango”.29
Una segunda acepción se refiere al “oficio o carrera que se elige para pasar la vida”. Es decir, haber errado de vocación se atribuía “al que, descuidando de lo que le toca por su ocupación o estado se introduce a ejecutar con gusto y facilidad lo que pertenece o es propio de la ocupación o estado de los otros”.30 Como acontecía en siglos anteriores,31 algunos ordenandos justificaban su interés en el sacerdocio por tener carencias económicas, como Enrique Medrano, originario de Guadalajara, quien acudió a ordenarse a México, según sus palabras, “por tener una familia atenida sólo a mi abrigo”.32
Los arzobispos ordenaban clérigos porque la pretensión de órdenes para escapar de la pobreza no condicionaba la vocación del individuo. Con justa razón, sin embargo, los prelados se quejaban de una falta de vocaciones en su clerecía, no tanto por falta de méritos del clero, sino debido al posterior desempeño poco ortodoxo de algunos eclesiásticos en el ejercicio de su ministerio. La fundación del Real Colegio Seminario para Instrucción, Retiro Voluntario y Corrección de Clérigos Seculares, de Tepotzotlán, en 1776, aspiraba a contribuir a que los aspirantes al sacerdocio pretendieran las órdenes por vocación.
Según las constituciones del colegio, éste buscaba que los candidatos a una orden sacra residieran en su seminario durante seis meses para ser instruidos en los ritos y ceremonias propias de su ministerio, y adaptarse a la forma de vida que la investidura les exigía para que en virtud de ello, por intermediación del rector, se informara al arzobispo quiénes eran idóneos para recibir la ordenación; pero el ingreso al seminario de Tepotzotlán no era obligatorio y sólo se concretaba su admisión por autorización del prelado, el provisor o vicarios generales.33
No obstante, el seminario tampoco podía evitar la formación de clérigos sin vocación, pues algunos candidatos a órdenes ingresaban a él bajo coacción.34 En 1810, por ejemplo, el rector de Tepotzotlán informó a la mitra que uno de los jóvenes que realizaba ejercicios espirituales allí, comunicó su deseo de no querer ordenarse porque su padre lo obligaba con violencia a continuar su carrera eclesiástica:
[…] concluidos los ejercicios de ordenandos se me presentó don Julián Valera (quien viene puesto en la lista para tonsura y menores, y en las publicatas también para subdiácono), y me dijo que con dictamen de su confesor había determinado no ordenarse por parecerle que no era para el estado eclesiástico, pero si se lo decía a su padre era este capaz de perderlo. Que para no ordenarse y librarse [de] que su padre lo maltratara le diría que yo le había dicho que tenía impedimento que le habían puesto, a lo que no accedí por ser mentira.35
Al margen de los alcances del colegio de Tepotzotlán para procurar la ordenación de ministros probos y con vocación, el Concilio Provincial Mexicano de 1771 ya había planteado otras acciones para resolver las problemáticas atribuidas a los clérigos. Aunque el sínodo nunca fue aprobado, en sus decretos se avizora la directriz seguida por el arzobispado para atender la reforma del clero secular. Por ello, conviene revisar los decretos sobre esta materia.
El IV Concilio Provincial Mexicano frente a la reforma del clero secular
En el Tomo Regio, nombre con el que se conoce a la cédula del 21 de agosto de 1769, que ordenó la celebración del sínodo provincial realizado en la ciudad de México en 1771, el rey Carlos III no pidió a los prelados limitar la ordenación de clérigos, pero sí les encomendó en los puntos IX, X y XI del documento que instaran a su clero (por medio de cartas pastorales) a cuidar su investidura, a poner orden en la fundación de capellanías y que “se recomiende y establezca todo lo conveniente para la conducta del clero, y apartándole de comercios y granjerías, y torpes lucros, debiendo su conservación ser espiritual y encaminada a conducir a los fieles en el camino de la virtud, renovando las penas canónicas contra los infractores”.36 En los siguientes incisos la cédula recomendó la fundación de seminarios para procurar la disciplina del clero,37 como se hizo en Tepotzotlán. El hecho de que el Tomo Regio no aludiera a la contención en el número de clérigos explica, en parte, por qué el nuevo concilio no abordó el tema y por qué no figuró como una política arzobispal. En torno a la ordenación, el sínodo no hizo cambios sustanciales con respecto al anterior,38 aunque sí profundizó en las actividades propias de cada orden sacra que debían cubrir sus aspirantes, sin dejar de ser imprecisas. Entre las novedades, se instruyó que los futuros clérigos asistieran a las conferencias morales si residían en la ciudad de México, o en los curatos que las realizaran, y presentaran certificación jurada de su asistencia; también se requería que los aspirantes se ejercitaran en las órdenes sacras recibidas e incluyeran en su solicitud de ordenación el aval del párroco de la iglesia donde las hubieran practicado.39
Mientras que el concilio de 1585 permitió que el conocimiento de alguna lengua india por parte de los candidatos se constituyera como una vía para ser ordenados,40 el de 1771 instó a los prelados a considerar también “las costumbres, suficiencia y literatura” de los aspirantes “por cuanto son muchos los clérigos ordenados a solo título de idioma que se ven mendigar”.41 Asimismo, el sínodo suprimió el decreto que prohibía la entrada de los indios y los mestizos al sacerdocio, aunque en la realidad estos sectores ya accedían al clero secular con más constancia desde finales del siglo XVII.42
El concilio de 1771 eliminó una cláusula presente en el de 1585 que permitía jurar a los padres o tutores de los aspirantes a primera tonsura, a nombre del ordenando, que era propósito de su hijo permanecer en el estado eclesiástico. Aunque eso no impedía que más tarde los futuros clérigos fueran obligados por su parentela a tomar las órdenes. En cuanto al escrutinio que debía seguirse con el perfil de los aspirantes, el cuarto concilio mexicano fue más enfático al mandar que los ordenandos estuviesen instruidos en los misterios de la fe y la doctrina cristiana, saber latín, y todo lo referente a las órdenes pretendidas; otra novedad es que seis meses antes de su ordenación los sujetos debían realizar ejercicios espirituales en algún seminario y mejorar su instrucción en materias propias de su estado.43
Otro de los decretos estipulaba que los obispos mandaran a los ordenados a título de capellanía a servir en los curatos donde resultaran más útiles, y así -señalaba el concilio- “se conseguirá el que no haya clérigos ociosos, se multiplique la gente, pero también se magnifique la alegría por el beneficio espiritual”.44 Desde el sínodo de 1771 se advierte que un clérigo útil era el que, sin importar la vía de ordenación, prestaba sus servicios en los curatos. Sin embargo, en el siglo XVIII, un sector de los eclesiásticos no elegía la línea parroquial como modelo de carrera eclesiástica o bien, la combinaba con otras actividades distintas a la cura de almas como abogados, capellanes, catedráticos, confesores, o buscando ascender al alto clero de la diócesis.45 Esto también resulta lógico porque en la centuria borbónica, a pesar de la creación de nuevos curatos, su número siempre fue insuficiente para dotar de beneficios al clero del arzobispado, por lo que los eclesiásticos debían considerar otras opciones para emplearse.46
Un último aspecto destacable del concilio de 1771 es la insistencia en el cuidado de la imagen pública del clérigo. Si bien en el sínodo de 1585 se instaba a los prelados a vigilar que los aspirantes a órdenes fueran de buenas costumbres, cumplieran con los sacramentos y no fueran jugadores o reos, en el siglo XVIII se priorizó el cuidado del perfil público de los nuevos sacerdotes. Veamos:
Que [el aspirante a órdenes] no es, ni en mucho tiempo antes, jugador, jurador, pendenciero, ni amancebado; que no ha sido fraile profeso, ni dado palabra de casamiento a mujer alguna. Que no es casado, ni lo ha sido dos veces o con viuda. Que no es cojo, manco, lisiado, ni impedido de sus miembros, y que en ellos no padece defecto, ni deformidad alguna por donde no pueda celebrar misa sin escándalo. Que no tiene enfermedad incurable o contagiosa, mal caduco, gota coral o de corazón, que le prive de sentido. Si ha estado loco, o con lúcidos intervalos o frenesí, energúmeno o endemoniado. Que no es tratante, ni contratante, ni tiene obligación a que no haya dado satisfacción. Y que no está excomulgado, entredicho, ni irregular, ni tiene otro alguno impedimento por el cual no pueda ser admitido al orden que pretendiere.47
Esta normativa conciliar no sólo pretendía mejorar la conducta de los presbíteros, sino también la de los eclesiásticos, quienes ostentaban alguna de las demás órdenes sagradas (tonsurados, clérigos de órdenes menores, subdiáconos y diáconos). En mi opinión, este universo más amplio de ministros que comúnmente es ignorado en la historiografía también brindó elementos a Madrid para construir la narrativa sobre una clerecía abultada e indisciplinada. En 1786, por ejemplo, el diácono Rafael González se denunció a sí mismo ante la Inquisición por celebrar misa sin ser presbítero:
[…] en 6 de abril del mismo año fue a Iztapalapa a ruegos de aquel cura a predicar y examinar en doctrina cristiana [a] aquellos feligreses que predicó muchas veces (y para lo que resulta tenía licencias) con sobrepelliz y bonete con cuyo motivo le tenían por sacerdote. Y así, un vecino de aquel pueblo, llamado Cedillo, le instaba a que dijese misa, y porque le daba vergüenza decir que no lo era se disculpaba con los achaques de estómago; pero habiéndose venido a México el cura, viéndose solo, advirtió a las cocineras del cura, a la mujer del citado Cedillo y su hija que al día siguiente decía misa. Y con efecto, habiendo tocado los sacristanes y asistido las citadas personas, la dijo.48
En otro caso, pero ahora de 1802, el bachiller José Secundino Gavatica, clérigo de órdenes menores, fue denunciado por Juan Ignacio Castillo pues “en el billar del coliseo le ganó la cantidad de doscientos pesos, y a más de esto se le ha acusado por varios sujetos de la extraviada vida que mantiene, ejercitándose diariamente en jugar, y [por]que no usa el traje propio de eclesiástico”.49 Luego de su aprehensión, Gavatica aceptó que frecuentaba los juegos, aunque apostaba sólo lo permitido, y afirmó que utilizaba la vestimenta propia de su estado.50 El auto señalaba que:
La concurrencia de un pretendiente de órdenes a casas públicas de juego y presentarse (por más que lo niegue el de esta causa) sin el traje propio de su estado son defectos muy reparables, pues si en alguna vez se juega el carteo de naipes en términos decentes para la honesta recreación y permitida por ley, hay mucho peligro en que los concurrentes a tales casas se deslicen. Después de todo, procediendo correccionalmente, habida consideración a el arresto que ha sufrido este reo, Vuestra Señoría (teniéndolo a bien) se servirá mandar pase por quince días al correccional de Tepotzotlán en donde haga unos ejercicios que acreditará […] y notificándole que no será promovido a las demás órdenes si no acredita haber mejorado su conducta, aplicándose al estudio, frecuentando los sacramentos y habiéndolo contar con los documentos necesarios.51
Castañeda documentó varios ejemplos de seminaristas novohispanos que continuamente recibían reprimendas de los obispos por gustar de las fiestas taurinas, porque adquirían libros prohibidos o porque mantenían comunicación estrecha con mujeres seglares.52 Una revisión superficial de los expedientes del fondo Inquisición del Archivo General de la Nación de México (AGN) apunta a la existencia de varios procesos contra eclesiásticos indisciplinados, lo cual sugiere, en efecto, la preocupación de la Iglesia por revisar la conducta clerical. Sería conveniente que futuros trabajos estudien el carácter cuantitativo y cualitativo de una miscelánea de casos de este tipo para el arzobispado de México.53 Si la mitra pretendió, con dificultad y resultados inciertos, fomentar la vocación entre aquellos que buscaban su ingreso al estado eclesiástico ¿qué sucedió con las ordenaciones sacerdotales en la segunda mitad del siglo XVIII?
Las tendencias de ordenación sacerdotal en el arzobispado de México, 1764-1810
Para los ministros de la Corte española, el otorgamiento de órdenes sagradas fue un asunto relevante porque si se realizaba con poco cuidado, solía aumentar en exceso la población de eclesiásticos y había riesgo de que incrementara el número de clérigos sin vocación.54 En registros sumarios anuales conocidos como matrículas de órdenes, la mitra asentó por escrito los nombres de quienes recibían órdenes sagradas, la orden conferida, el título de ordenación, así como la procedencia del ordenando. Para el arzobispado de México existen matrículas desde 1575, con largos y constantes periodos sin registro,55 siendo las del siglo XVIII las más completas, resguardadas en el Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante, AHAM).56 Aguirre ha estudiado las tendencias de ordenación sacerdotal de los años 1682 a 1744.57 Para la segundad mitad del siglo XVIII, las matrículas parten desde 1764 hasta 1823.
Trento definió en siete el número de órdenes, divididas en menores y mayores; al primer rubro correspondían las de acólito, exorcista, lector y ostiario o portero; mientras que las mayores eran las de subdiácono, diácono y presbítero. Todas ellas estaban precedidas por la primera tonsura, que marcaba el ingreso al estado eclesiástico y que, según Pedro Murillo Velarde, también constituía una orden.58 El conjunto de órdenes se identifica como “órdenes sacras” o sagradas, pero sólo el presbiterado como “orden sacerdotal”. Dicho esto, el número de órdenes sacras conferidas no equivalía a la cifra de sujetos ordenados; asimismo, la cantidad de presbíteros registrados en las matrículas no constituía el total de eclesiásticos residentes en una diócesis sino los nuevos clérigos.
La mitra buscó que todos los clérigos alcanzaran el presbiterado; sin embargo, algunos no lo lograban por desidia, porque quizás deseaban vivir al amparo de sus privilegios o por no cubrir los requisitos necesarios. En 1787, a Miguel de Rivera, clérigo de órdenes menores, lo acusaban de permanecer 20 años sin ascender a las órdenes mayores porque deseaba gozar el fuero para así tener más libertad de entregarse a sus vicios, cometer escándalos y atropellar a los seculares”.59
Entre 1764-1810 se otorgaron 12 017 órdenes sacras en el arzobispado de México a aproximadamente 4 649 individuos; de éstos, sólo 2 268 sujetos (es decir, 48.7 %) obtuvieron el presbiterado. Si bien algunos clérigos concluían su proceso de ordenación en diferentes obispados, casi la mitad de los registrados en las matrículas no se convirtieron en presbíteros o lo hicieron en otra diócesis. En el cuadro 1 se observan las cantidades totales anuales de órdenes sacras concedidas durante 46 años, sin tener cifras para 1801 y 1802. Se aprecia, asimismo, que 20.9% de estas órdenes se confirieron con dimisoria.60
Año | Primera tonsura | Órdenes menores | Subdiácono | Diácono | Presbítero | Total | Órdenes con dimisoria |
---|---|---|---|---|---|---|---|
1764 | 27 | 34 | - | - | - | 61 | 3 |
1765 | 24 | 18 | 40 | 56 | 47 | 185 | 14 |
1766 | 28 | 19 | 12 | 22 | 17 | 98 | 9 |
1767 | 52 | 50 | 19 | 33 | 29 | 183 | 10 |
1768 | 17 | 14 | 16 | 33 | 29 | 109 | 4 |
1769 | 40 | 38 | 33 | 34 | 41 | 186 | 12 |
1770 | 47 | 44 | 56 | 58 | 52 | 257 | 70 |
1771 | 49 | 50 | 39 | 45 | 55 | 238 | 77 |
1772 | 52 | 46 | 34 | 39 | 22 | 193 | 11 |
1773 | 113 | 123 | 125 | 126 | 117 | 604 | 204 |
1774 | 40 | 43 | 35 | 40 | 45 | 203 | 7 |
1775 | 51 | 45 | 39 | 37 | 40 | 212 | 13 |
1776 | 60 | 68 | 78 | 58 | 66 | 330 | 149 |
1777 | 46 | 48 | 46 | 56 | 47 | 243 | 43 |
1778 | 18 | 19 | 37 | 35 | 39 | 148 | 12 |
1779 | 33 | 49 | 39 | 34 | 46 | 201 | 4 |
1780 | 39 | 36 | 40 | 33 | 36 | 184 | 31 |
1781 | 68 | 64 | 53 | 58 | 55 | 298 | 19 |
1782 | 75 | 72 | 78 | 63 | 48 | 336 | 44 |
1783 | 112 | 127 | 88 | 101 | 113 | 541 | 307 |
1784 | 67 | 66 | 61 | 54 | 36 | 284 | 34 |
1785 | 80 | 70 | 59 | 59 | 57 | 325 | 34 |
1786 | 64 | 70 | 68 | 60 | 47 | 309 | 33 |
1787 | 77 | 75 | 58 | 52 | 60 | 322 | 3 |
1788 | 67 | 70 | 71 | 72 | 55 | 335 | 70 |
1789 | 67 | 70 | 59 | 61 | 67 | 324 | 43 |
1790 | 136 | 150 | 129 | 113 | 93 | 621 | 86 |
1791 | 62 | 56 | 50 | 45 | 48 | 261 | 31 |
1792 | 82 | 79 | 60 | 59 | 69 | 349 | 70 |
1793 | 73 | 73 | 60 | 53 | 44 | 303 | 53 |
1794 | 71 | 69 | 54 | 50 | 51 | 295 | 71 |
1795 | 68 | 70 | 70 | 62 | 47 | 317 | 39 |
1796 | 60 | 59 | 65 | 50 | 58 | 292 | 41 |
1797 | 65 | 66 | 75 | 75 | 62 | 343 | 60 |
1798 | 53 | 50 | 43 | 71 | 67 | 284 | 82 |
1799 | 32 | 32 | 22 | 40 | 58 | 184 | 66 |
1800 | 14 | 13 | 6 | 10 | 10 | 53 | 2 |
1801 | - | - | - | - | - | - | - |
1802 | - | - | - | - | - | - | - |
1803 | 23 | 22 | 21 | 16 | 8 | 90 | 2 |
1804 | 24 | 16 | 19 | 27 | 19 | 105 | 14 |
1805 | 82 | 69 | 63 | 76 | 81 | 371 | 151 |
1806 | 83 | 93 | 99 | 55 | 64 | 394 | 212 |
1807 | 89 | 93 | 116 | 103 | 107 | 508 | 243 |
1808 | 46 | 46 | 51 | 52 | 54 | 249 | 24 |
1809 | 33 | 33 | 33 | 28 | 31 | 158 | 10 |
1810 | 21 | 22 | 19 | 38 | 31 | 131 | 2 |
Total | 2 530 | 2 539 | 2 338 | 2 342 | 2 268 | 12 017 | 25 19 |
FUENTE: elaboración propia con base en AHAM, Episcopal, sección: Secretaría Arzobispal, serie: Libros de Matrículas de Órdenes, estantería: libros 2 y 10.
Para una mejor visualización, en la gráfica 1 se representan los promedios quinquenales de nuevos presbíteros en el arzobispado entre 1764 y 1811. Allí incluí los promedios de órdenes sacerdotales para los años 1682-1744 a partir de la información presentada por Aguirre, con el fin de mostrar un enfoque global del comportamiento de las ordenaciones a lo largo del siglo XVIII.
Como se muestra en la gráfica 1, las ordenaciones sacerdotales aumentaron en la segunda mitad del siglo XVIII. Desde 1764 se registró un incremento más o menos constante que duró hasta la década de 1790 cuando el número de nuevos presbíteros decreció. Sin embargo, aún con esta reducción el promedio de ordenaciones fue superior a las cifras documentadas por Aguirre para la primera mitad de la centuria. Observamos también que entre 1682-1744 la media apenas rebasó los 30 presbíteros anuales por quinquenio, entre 1764-1810 el promedio superó a los 60 nuevos sacerdotes.
FUENTE: elaboración propia con base en AHAM, Episcopal, sección: Secretaría Arzobispal, serie: Libros de Matrículas de Órdenes, estantería: libros 2 y 10; y Aguirre Salvador, Un clero en transición…, 107. Para 1811, véase Vivero, “Las ordenaciones…”, 429. Nota: Para los años 1745-1763 no se cuenta con información, razón por la cual permanecen en blanco.
Seguramente, uno de los motivos del alza de las ordenaciones fue la secularización de doctrinas de mediados del siglo XVIII, pues aumentó la oferta laboral del clero diocesano con las nuevas parroquias seculares disponibles.61
No he hallado testimonios de que el arzobispo Núñez de Haro reforzara los criterios para el otorgamiento de órdenes sacerdotales al final de su gobierno. Me inclino a pensar que el decrecimiento de órdenes registrado en la última década del siglo XVIII se debió a un descenso en las solicitudes de ingreso al sacerdocio y no a una nueva exigencia para los aspirantes, pues en las primeras dos décadas de su prelatura la tendencia continuó al alza como ocurrió en los años de su predecesor Antonio de Lorenzana.
Tampoco es posible precisar la laxitud o rigurosidad con que los prelados otorgaban órdenes. Sin determinar con qué frecuencia sucedía, un sector de clérigos solía reprobar sus examinaciones y era rechazado para continuar su ordenación, como le sucedió al bachiller Diego Garduño, aspirante al diaconado, quien en 1774 escribió al arzobispo por la sorpresa de no encontrarse entre los admitidos:
[…] el día de ayer se llamó a la tabla de los que se han de ordenar en las próximas témporas de este presente mes y, siendo yo uno de los examinados, no se me llamó, por donde infiero que sería por no haber satisfecho al sínodo. Por lo que suplico a Vuestra Señoría Ilustrísima se digne el concederme el que se vuelva a entrar en los sínodos para las órdenes que ha de celebrar el diez y nueve de marzo, y que las diligencias que tengo dadas me sigan por tener un pobre padre y de edad avanzada.62
La estadística sugiere que el móvil principal de este incremento estaba en la sociedad que demandaba órdenes sacras y no sólo en los prelados que eran rebasados por la concurrencia de candidatos al sacerdocio. Asimismo, el incremento de la población en Nueva España, que pasó de alrededor de 3.3 millones hacia 1742 a poco más de 6 millones en 1810, pudo influir en la tendencia alcista de las ordenaciones, pues había una mayor demanda de servicios espirituales.63 Además de que la profusa religiosidad en las sociedades del Antiguo Régimen promovía el ingreso al clero, la entrada al estamento eclesiástico también era buscado por miembros de las élites cuando deseaban poner a salvo su caudal mediante la fundación de capellanías o cuando pretendían un espacio en el alto clero,64 así como por sujetos de las clases menos favorecidas quienes buscaban un sustento seguro y no se beneficiaban de las favorables circunstancias económicas novohispanas de aquellos años.65
Ahora bien, el descenso de ordenaciones entre la última década del siglo XVIII y la primera del XIX coincidió con los siguientes acontecimientos: el ataque de Madrid a la inmunidad eclesiástica, la implementación de la cédula de Consolidación de Vales Reales y el periodo de la sede vacante de 1800 a 1803 -entre la muerte de Núñez de Haro y la llegada de Lizana y Beaumont-. Además del prestigio social, el clero era atractivo por la inmunidad que se adquiría al ingresar a él -traducida como el derecho de asilo, el fuero ante pleitos civiles y penales, y la exención del pago de impuestos por la propiedad eclesiástica-, la cual se vio alterada cuando en 1789 los litigios del Juzgado de Testamentos pasaron a la jurisdicción regia,66 por lo que los asuntos relativos a capellanías fueron del conocimiento de Madrid y entraron entre sus atribuciones; a ello se suma que en 1795, la Corona abrogó la inmunidad eclesiástica en los juzgados reales.67
Esta política antecedió a la cédula de Consolidación de Vales Reales (1804-1809), la cual ordenó que los fondos provenientes de las propiedades eclesiásticas, así como de las capellanías y obras pías, pasaran a manos de la Corona, a cambio de un interés de 3% anual, para solventar los gastos de las guerras.68 El descenso de ordenaciones entre 1764-1810 llegó a su nivel más bajo en el primer lustro del siglo XIX (1802-1806), que coincide, en tiempo, con la puesta en marcha de dicha cédula. Sin embargo, tras el primer quinquenio decimonónico la tendencia ascendió de nuevo, seguramente tras la suspensión de esta política que había generado un amplio rechazo en Nueva España.
Las ordenaciones a títulos de capellanía y lengua en la segunda mitad del siglo XVIII
Entre 1764 y 1810 el título de capellanía fue la principal vía para obtener el sacramento del orden sacerdotal con 46.7% de los presbíteros ordenados por ese medio, mientras que 38.7% lo hizo a título de lengua.69 De las 12 017 órdenes sacras70 conferidas en el mismo periodo, 73 de ellas se otorgaron bajo los títulos de capellanía y lengua, otras 61 fueron a títulos de capellanía y suficiencia, y 9 a títulos de lengua y suficiencia; es decir, los clérigos podían ordenarse con diferentes títulos a la vez.
En la gráfica 2 se observa que la tendencia de ordenaciones sacerdotales por vía de capellanía y lengua fue también al alza, decreciendo a finales del siglo XVIII. Von Wobeser señaló que las capellanías se redujeron en la segunda mitad de la centuria borbónica;71 pero su uso como vehículo de acceso al clero aumentó hasta la década de 1790, para luego alcanzar su nivel más bajo a principios del siglo XIX. Esta reducción también coincide en tiempo con la afrenta a la inmunidad del clero y con la política de Consolidación de Vales Reales.
Aunque los arzobispos Rubio (1749-1765) y Lorenzana (1766-1772) criticaron la persistencia de las lenguas nativas, continuaron ordenando a sujetos mediante esta vía; inclusive, pese a la política de castellanización, se mantuvieron las cátedras de lenguas en los colegios, los seminarios y la Universidad.72 Según Taylor, Lorenzana desalentó las ordenaciones a título de lengua,73 pero la información de las matrículas no lo sugiere así en los hechos. En esos años aún estaba vigente el traspaso de las doctrinas de frailes al clero secular; por ello, la necesidad de clérigos que dominaran los idiomas indios se hizo patente.
Jiménez Pérez refiere que dicha crítica a las lenguas fue radical en la prelatura de Lorenzana, pero moderada en la de Núñez de Haro;74 lo cual explica, en parte, la tendencia alcista en las ordenaciones por esa vía durante la gestión de este último prelado. Como el arzobispado no detuvo el aumento de clérigos lengua, optó por dotar a los curatos de ministros bilingües.75 Aunque en los registros no se indica cuántos de los ordenados eran indios, Menegus y Aguirre refieren que aumentó la cifra de estudiantes indios matriculados en el Seminario Conciliar de México durante las últimas tres décadas del siglo XVIII,76 lo que seguro influyó en el incremento de nativos que buscaron acceder al clero.
FUENTE: elaboración propia con base en AHAM, Episcopal, sección: Secretaría Arzobispal, serie: Libros de Matrículas de Órdenes, estantería: libros 2 y 10.
No obstante, un clérigo ordenado a título de lengua no puede considerarse en consecuencia indio, pues los idiomas de los naturales podían aprenderse en las cátedras universitarias o al prestar servicio en las parroquias previo a la obtención de alguna orden.77 Inclusive, había quienes en sus solicitudes de órdenes se asumían como indios, pero las pretendían a título de capellanía y no de lengua, como sucedió con José Clemente Hernández, indio cacique de la ciudad de México que buscaba el subdiaconado en 1770.78
Las lenguas registradas para obtener una orden sacra en el arzobispado de México (1764-1810) se distribuyeron así: 63.5% de los títulos fueron en náhuatl o mexicano, le siguieron el otomí, con 28.7%; el mazahua, con 4.6%; y el tarasco, huasteco, totonaco, mixteco, tepehua, chocho y cuicateco con menos de 1% cada uno. No significa que el clero sólo dominara esas lenguas, pues falta, por ejemplo, el matlatzinca, tan popular en el valle de Toluca; pero estos idiomas fueron los únicos que los clérigos presentaron para ser admitidos a órdenes. Otras lenguas como el tarasco o el chocho, no eran propias del arzobispado y corresponden a sujetos provenientes de otras diócesis. En la gráfica 3 se aprecia su distribución porcentual.
Los clérigos lengua, señala Aguirre, desempeñaban las labores más arduas en las parroquias como intermediarios con los indios.79 Empero, no se puede asumir que la clerecía dominaba perfectamente los idiomas nativos sólo por las proporciones de clérigos ordenados bajo este título. Había eclesiásticos como Miguel Campos a quien, al acudir a examinarse en 1765, sus sinodales determinaron que: “por estar ordenado a título de lengua [se le solicitó que] compareciese a examen por licencias de confesar antes [de] que se concluyesen estos sínodos, y habiéndolo ejecutado lo hallaron tan inepto como la primera vez y mandaron que a los tres meses vuelva a examen para dichas licencias”.80 Cuando en ese mismo año se examinó en idioma a presbíteros para el concurso de parroquias vacantes, del cura interino de Xaltocan, Agustín Álvarez, se calificó que tenía muy cortos principios.81
FUENTE: elaboración propia con base en AHAM, Episcopal, sección: Secretaría Arzobispal, serie: Libros de Matrículas de Órdenes, estantería: libros 2 y 10.
En ocasiones, el dominio de una lengua india era válido para la ordenación, pero no para ejercer en curatos. En 1751, el provisor del arzobispado emitió su dictamen sobre Florencio de Villasaña, aspirante al subdiaconado bajo el título de lengua otomí, donde explicó que “está suficiente para el preciso orden de subdiácono, pero no para la cura de almas, que es lo que Vuestra Señoría advierte por no tener la universalidad de noticias en los tratados morales, indispensables para este ministerio”.82
Reflexiones finales
En el siglo XVIII, varias autoridades eclesiásticas y regias en la Nueva España, así como los ministros de la Corte en Madrid, consolidaron una narrativa que asumía que el clero secular de los reinos españoles era numeroso, indisciplinado y sin vocación por el ministerio. Aunque la crítica no fue novedosa sí se sustentaba en una realidad; no obstante, llevaba también consigo una importante carga política, propia de una época en que la Corona buscó subordinar aún más a la Iglesia bajo su potestad.
Para los funcionarios reales, el exceso de eclesiásticos afectaba la economía regia porque consideraban que la Iglesia ordenaba muchos ministros improductivos que consumían recursos del erario. La Corona instó a los prelados a cuidar la formación de sus sacerdotes conforme a los concilios tridentino y provincial mexicano de 1585, pero no mandó limitar la ordenación de clérigos, pese a ser una crítica recurrente por su número excesivo. Los arzobispos de México de la segunda mitad del siglo XVIII sólo dictaron medidas para corregir las conductas del clero, mas no para reducir sus cantidades. Así lo dejan ver los decretos del Concilio de 1771 y las tendencias de ordenación sacerdotal reconstruidas a través del análisis de los libros de matrículas de órdenes del arzobispado de México entre 1764-1810.
El estudio de esta fuente demuestra que el clero de la diócesis aumentó entre 1764 y 1790, superando notoriamente el incremento documentado para la primera mitad del siglo XVIII, consolidándose el sacerdocio como una vía de ascenso social. Esta tendencia rebasaba las determinaciones del prelado a quien se le atribuía la responsabilidad del crecimiento numérico de la clerecía. Considero que al menos siete razones incentivaron la búsqueda de órdenes: 1) la ausencia de una política arzobispal sólida para filtrar el ingreso de individuos al estado eclesiástico, 2) la demanda de servicios espirituales por parte de una población más numerosa en la segunda mitad del siglo XVIII, 3) la mayor oferta de parroquias en la etapa final de las secularizaciones, 4) la fundación de capellanías, 5) los privilegios eclesiásticos, 6) la diversificación de empleos para un sector del clero secular que no aspiraba al ministerio de la cura de almas y 7) la búsqueda de mejores ingresos de una parte de la población con carencias económicas.
En la década de 1790 decrecieron las ordenaciones sacerdotales conferidas en el arzobispado de México y se recuperaron en el transcurso del primer lustro del nuevo siglo, aunque sin alcanzar las cifras de sus mejores años; este punto de inflexión seguramente respondió a la eliminación de los privilegios eclesiásticos por parte de la Corona, así como a la política de Consolidación de Vales Reales. Los títulos de ordenación entre 1764 y 1810 demuestran que las capellanías continuaron siendo el principal medio para obtener una orden sacra, y que, a pesar de las críticas a la pervivencia de las lenguas nativas, siguió ordenándose de forma notoria a sujetos conocedores de algún idioma indio.