En 1776, el rey Carlos III ordenó el establecimiento de la Comandancia General en el septentrión de la Nueva España. La jurisdicción formó parte de las Reformas Borbónicas para solucionar los problemas regionales. Estos cambios implicaron asegurar el control de las llamadas provincias internas mediante el sistema de presidios, alejar la presencia de los contrabandistas y otros rivales extranjeros, además de aprovechar las circunstancias para prevenir los ataques apaches o llegar a un tratado de paz con ellos.1
El desbordamiento del río Conchos, a inicios de la siguiente década, afectó la salud de las comunidades apaches cercanas a la cuenca hídrica antes mencionada. Este problema orilló a los nativos a pedir protección de las autoridades hispanas. El acercamiento dio paso a un acuerdo de paz que trajo como resultado meses de tranquilidad para las provincias del noreste que, después de 1782, se vieron interrumpidos por otro periodo de hostilidades.2
De acuerdo con recientes trabajos acerca de la frontera hispana en Norteamérica, las incursiones de los apaches en los territorios septentrionales volvieron a disminuir entre 1787 y 1792, cuando esta etnia pidió resguardo a los oficiales de la comandancia general ante el desplazamiento de los comanches al oeste.3 Otros motivos que llevaron a los apaches a solicitar la paz estuvieron las presiones por los enfrentamientos contra los hispanos, sin olvidar la posterior remisión de nativos hechos prisioneros. Dichas circunstancias dieron paso a una nueva época de paz que inició en 1787.
No obstante, en pocos trabajos se da seguimiento a las relaciones entre los hispanos y apaches durante el resto de la década de 1790. Por ello, el presente libro resulta novedoso, pues retoma un momento en la historia de las relaciones hispano-apaches sobre el cual hay pocas investigaciones.4
Mark Santiago, quien fue director del New Mexico Farm & Ranch Heritage Museum, nombra a su obra como A Bad Peace and a Good War. Spain and the Mescalero Apache Uprising of 1795-1799. La primera parte del título se traduce como “una mala paz y una buena guerra”, palabras que hacen alusión a las Instrucciones de 1786 del virrey Bernardo de Gálvez. En dicho estatuto se priorizó
[…] mantener la presión militar sobre los indios, al grado de exterminar a los apaches si era necesario; segunda, la confianza sostenida en la construcción de alianzas; tercera, los indios que quisieran la paz debían hacerse dependientes de los españoles mediante los regalos y el comercio. Gálvez seguía creyendo que los regalos eran más baratos que la guerra más efectivos que los “inútiles aumentos de tropas”.5
Los primeros capítulos se dedican a introducir a los apaches, su asentamiento en Norteamérica, la localización de las subdivisiones en la región, su organización social y las relaciones con otros grupos humanos en la frontera, no solo en el decenio señalado, sino a lo largo de la dominación hispana. En estos capítulos también se destacan otros peligros provenientes de los extranjeros que compartieron frontera con el norte de la Nueva España, como la emancipación de las Trece Colonias inglesas, en 1776, o el acceso de los nativos al contrabando de mejores armas de fuego, en comparación con el precario armamento hispano.6
El libro continua con un reporte fechado a comienzos de agosto de 1797, en tal registro se informa que un grupo de apaches, pertenecientes a la subrama de los mezcaleros, dejaron el área donde establecieron su ranchería, la cual se ubicó entre los ríos Conchos y Grande. La situación se agravó, a mediados de aquel mes, con la derrota de una patrulla compuesta por 34 hombres al mando de los alféreces Cayetano Limón y Juan Fernández. De acuerdo con el testimonio de Nolasco Medina, el único soldado sobreviviente, el ataque lo hizo un grupo que rondó los 300 o 400 indios (página 19). El anterior resultado revivió entre las comunidades hispanas de la región el temor por un nuevo periodo de ataques.
Santiago menciona una serie de movilizaciones ocurridas en la segunda mitad de la década de 1790. En estas campañas, los oficiales continuaron con el manejo de las estrategias implementadas por los oficiales del anterior decenio, donde se presionó mediante ataques a los nativos con el fin de que estos buscaran un acuerdo de paz. Las autoridades consiguieron dicho resultado a finales del siglo XVIII.
Otros aspectos para tener en cuenta son las formas como se efectuaron los enfrentamientos en el lustro antes mencionado. No se trata de una exclusiva “guerra a sangre y fuego”, como fue la guerra Chichimeca. En cambio, los oficiales de la Corona recurrieron a la combinación de los combates contra los indios hostiles y las negociaciones de paz con las rancherías que la solicitaran. Esta estrategia demuestra la continuidad de la política mixta implementada por Bernardo de Gálvez una década atrás.
Más que mostrar la burocracia militar en la región, la obra permite conocer los aspectos sociales de los efectivos que sirvieron en las compañías. Además de citar a quienes tienen los cargos importantes en la región, como el comandante general Pedro de Nava y sus oficiales, se da protagonismo a los oficiales de menor grado y soldados poco conocidos, en otras palabras, a la masa de las compañías. Por otra parte, se nombran a los jefes de algunas rancherías apaches, los cuales figuran con los nombres cristianos y motes impuestos por los hispanos, así como las denominaciones originarias usadas en sus comunidades.
Una característica de las compañías presidiales, también presente en otros cuerpos armados de la América hispana durante la época borbónica, fue que los principales cargos quedaron en manos de oficiales de origen peninsular y, en menor medida, vecinos con una preminente posición social y económica en su localidad.7 Mientras que los cargos de menor responsabilidad, junto al cuerpo de tropa, estuvieron en manos de labradores y vaqueros, en otras palabras, habitantes de algún vecindario que sirvieron a un tercero. Incluso, hubo situaciones en las cuales estos hombres debieron compaginar la defensa del espacio con el trabajo de campo.8 También se observa que el oficio de las armas fue una práctica familiar. Por este motivo hubo casos donde hermanos al igual que padres e hijos, entre otros parientes, coincidieron en el servicio en determinada compañía.9
Con estos servicios en favor de la Corona, los beneficiados ganaron recompensas y buscaron mejorar su estatus socioeconómico. La anterior práctica de prestigio tuvo un origen medieval, la cual se trasladó a América durante la conquista hispana y continuó vigente hasta finales del siglo XVIII.10 Santiago hace énfasis en las acciones que permitieron la promoción del personal durante esta época. En el caso de las compañías de la región, el autor destaca el tiempo de servicio dentro de estas agrupaciones, la participación y desempeño en el campo sin olvidar el sobrevivir a los embates de los indios. Aunque las graduaciones fueron propuestas por un oficial superior, en realidad, gozaron de un valor similar al de un interinato hasta no contar con un nombramiento emitido por el rey en turno, según lo indica la documentación de la época.11 También, los listados con méritos figuraron en los expedientes relativos a la creación de nuevas corporaciones o para la designación de algún puesto vacante.12
Entre las reflexiones que genera la lectura están las relaciones entre las sociedades que convivieron en el espacio. Para el caso de los hispanos, las autoridades adaptaron sus instituciones y estrategias a las realidades del noreste. Dichas figuras valoraron la efectividad de los presidios, las formas para relacionarse con los nativos, así como la reacción ante la presencia de los colonos extranjeros. Lo que permite considerar la existencia de un proceso de aculturación de las políticas hispanas en aquel rincón de la monarquía. Este complejo aparato administrativo era inexistente en la organización social de los indios, quienes solo dimensionaron a las poblaciones, oficiales y demás funcionarios con quienes interactuaron.
Las sociedades nativas también experimentaron cambios como resultado de su contacto con los grupos hispanos, sin la necesidad de estar insertos en el orden de los dominantes. Estos grupos autóctonos no adoptaron el modo de vida sedentario, la religión católica y la fidelidad a la Corona. No obstante, asimilaron elementos de la otra cultura, como el consumo del ganado vacuno junto al manejo de los caballos y las armas de fuego, que se hicieron presentes en la resistencia contra los hispanos. Otras posturas consideran que, al adoptar rasgos de los dominantes, se buscó “destruir la base de la cultura nativa como primer paso de la hispanización de los indios”.13
Aunque estas sociedades se vieron favorecidas con la entrega de regalos y la asignación de espacios para establecer sus rancherías, los hispanos resultaron los principales beneficiados por la política de enfrentamientos armados y negociaciones de paz, quienes recibieron recompensas por su apoyo. Este condicionamiento permite ver el sentido unilateral en la relación hispano-apache.
Otra tesis del autor sostiene que los acercamientos de los apaches no buscaron llegar a una paz con los hispanos sino sortear adversidades, como catástrofes naturales o enfermedades (páginas 31, 41, 51-52). Estos sucesos repercutieron en los ciclos de recolección alimentaria, amén de la competencia por recursos naturales en contra de los vecinos de la región, tanto hispanos como con otros nativos (página 22). Tal como sucedió con el mencionado desborde del río Conchos en 1780.14
Por último, queda ver a qué género de la historia pertenece este libro. No se trata de la habitual historia militar que se enfoca en los enfrentamientos, los tipos de armas empleadas por las partes y los resultados de los encuentros. La obra también incluye las diferencias culturales y tecnológicas entre ambas sociedades, sin olvidar las transformaciones culturales de estas agrupaciones como resultado del contacto con sus vecinos.