SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
vol.26El ámbar en Chiapas y su distribución en Mesoamérica índice de autoresíndice de materiabúsqueda de artículos
Home Pagelista alfabética de revistas  

Servicios Personalizados

Revista

Articulo

Indicadores

Links relacionados

  • No hay artículos similaresSimilares en SciELO

Compartir


Estudios de cultura maya

versión impresa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.26  Ciudad de México  2005

 

Reseñas

 

Claude-François Baudez, Una historia de la religión de los antiguos mayas

 

María del Carmen Valverde Valdés

 

México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Antropológicas, Centro Francés de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, Centre Culture et de Coopération pour L'Amérique Centrale, 1005: 427 pp. + mapas, figuras, ilustraciones, fotos.

 

Centro de Estudios Mayas, IIFL, UNAM.

 

Siempre es difícil hacer la reseña de un libro sin caer en la tentación de glosarlo, y en este caso en particular resulta todavía mayor la tentación, por el carácter mismo de la obra. Por esta razón, centraré mis comentarios en algunos de los puntos que trata el autor y que me parecieron de mayor interés.

Si atendemos al título, se trata de una historia más de la religión de los antiguos mayas entre tantas otras que, como el mismo autor señala, se han escrito. Sin embargo, no debemos dejarnos guiar por este enunciado. Estamos frente a un trabajo en gran medida innovador, ya que tiene la particularidad de presentar una interpretación general, amplia y exhaustiva del universo religioso maya, pero acotada a un tiempo y un espacio determinados, en función de las evidencias con que se cuentan: por un lado, únicamente se analizan las Tierras Bajas (apunta el autor que no incluye Tierras Altas por sus características particulares), y por otro, sólo se estudian los períodos Clásico y Posclásico.

Es necesario señalar que los límites temporales y espaciales de la investigación atienden al postulado metodológico, o la columna vertebral en la que se sustenta todo el trabajo, que en realidad debería ser el planteamiento de cualquier historiador serio y riguroso; esto es, que se pueden hacer interpretaciones o afirmaciones coherentes y "fidedignas" de un universo cultural determinado, siempre y cuando se cuente con los elementos necesarios para ello, y para cualquier investigación histórica se requiere de un corpus documental homogéneo. Por ello las fuentes que Baudez utiliza para analizar el universo sagrado de los mayas, son únicamente los testimonios o los vestigios del momento que analiza. Así, para la época Clásica, interpreta los elementos de los restos arqueológicos de ese entonces, evitando caer en la tentación de utilizar fuentes coloniales o etnográficas. Por el contrario, para el Posclásico, conjuntamente con los datos arqueológicos (sobre todo del norte de la península de Yucatán y la Costa Oriental de la misma), el autor emplea los etnohistóricos: códices, crónicas indígenas escritas en alfabeto latino y testimonios de los españoles, aunque no deja de señalar las limitaciones que éstas tienen producto del momento en que se hicieron, por quién o quienes las escribieron y bajo qué condiciones. De cualquier forma, en este caso, Baudez considera que existe homogeneidad, y se puede hablar de un conjunto coherente entre estas distintas evidencias.

En última instancia, lo que el libro vuelve a poner sobre la mesa de debate es la discusión, que sigue siendo válida y pertinente pero por demás polémica, entre continuidad y cambios o "disyunciones", para utilizar el término de Panofsky, acuñado por Kubler, de las concordancias entre las formas y los significados, en este caso de las imágenes sagradas, mesoamericanas en general, y mayas en particular, a lo largo del tiempo. Se parte entonces de la base de que conforme transcurre el tiempo, los sistemas simbólicos cambian y las mismas formas pueden adquirir significados diferentes.

Es así que, sin perder de vista la existencia de los grandes temas mesoamericanos comunes, como la bipolaridad del cosmos, los ciclos temporales y las creaciones sucesivas o el enfrentamiento de las fuerzas de la vida y la muerte en el inframundo, y que éstos se encuentran representados prácticamente a lo largo de toda la historia maya y casi en cualquier región, el autor expone sus dudas sobre estas asociaciones automáticas y en ocasiones irresponsables, al empeñarse en encontrar en la iconografía del Clásico los personajes de los mitos escritos después de la Conquista (concretamente las "imágenes" de los gemelos del Popol Vuh en las vasijas pintadas del Clásico). Es cierto que en ocasiones existen algunos elementos en estos escritos que nos puedan dar alguna luz sobre cierta representación iconográfica, pero Baudez opina que los textos del siglo XVI siempre deben tomarse con reserva y no abusarse del Popol Vuh, como ha venido sucediendo en las últimas fechas. En otras palabras, el autor llama nuestra atención sobre este hecho, señalando los problemas y las pocas probabilidades que existen de encontrar en imágenes del Clásico los mismos elementos, como si fueran paradigmas inmutables de los textos coloniales. Señala que tampoco debe abusarse de la identificación de dioses o elementos mayas con los aztecas (como G II y Tezcatlipoca), ni preponderarse la "lectura fonética" de los epigrafistas, en detrimento de la imagen; es decir, cualquier lectura debería contemplar los elementos iconográficos que la acompañan, y a juicio del autor, esto no siempre ha sido así.

De igual forma, con las reservas que plantea cualquier objeto descontextualizado, abre las puertas al análisis, estudio e interpretación de las vasijas pintadas, en donde, como sabemos, no sólo se encuentran escenas palaciegas y de la "vida" —incluyendo en este término también de muerte— de los gobernantes, sino incluso gran cantidad de animales emblemáticos, imágenes cosmológicas y escenas mitológicas; así que, repito, tomándolas con reservas ya que en muchas ocasiones se encuentran fuera de contexto, representan una fuente invaluable de conocimiento.

En gran medida, lo atractivo de este libro no es únicamente el tema en sí mismo, de por sí fascinante, sino también el hecho de que a lo largo de todo el texto Baudez nos lleva de la mano por un recorrido, que en ocasiones se antoja mágico, a través de las principales ciudades mayas, señalando en cada momento sus rasgos característicos y sus elementos distintivos, y desentrañando sus secretos a partir del análisis de sus formas, sus estructuras, su disposición espacial. A mi juicio, llega a conclusiones sólidas a partir de convincentes lecturas de la imagen, de serios análisis iconográficos, aunque como él dice, siempre sea más fácil identificar una escena mítica que interpretarla.

Cuando nos adentramos a los recintos religiosos del período Clásico, lugares definidos como espacios o construcciones cuyo propósito principal era albergar un culto o un ritual, recorremos las cuevas y la representación arquitectónica de sus entradas en los edificios teratomorfos. En este punto, el autor pone en duda la correcta identificación de los típicos mascarones de los estilos Chenes, Puuc o Río Bec de la península de Yucatán, como Chac, dios de la lluvia, y los vincula, a mi parecer con evidencias significativas, más bien con el monstruo terrestre, el cauac del período Clásico, ése que se flanquea para ingresar a estos templos-monstruo. Considera que ambos (el monstruo cauac y los mascarones de Chac), lejos de presentar una oposición iconográfica, comparten los mismos rasgos de saurio, de reptil: cocodrilo, sapo o incluso tortuga u otros tantos animales que nos remiten a un entorno anfibio, terrestre, acuático. Para los mayas —según palabras de Baudez—, tanto la Tierra como el Sol eran entidades tan complejas que no podían tener un rostro propio, por lo tanto la única manera de representarlas era a partir de mascarones con sus atributos esenciales.

Por otra parte, la relación entre el monstruo terrestre y el soberano puede ser dinámica: "El rey que surge de la hendidura frontal o de entre las fauces del monstruo es asimilado al sol naciente en una metáfora de entronización; paralelamente, quien cae en las profundidades del inframundo, muere cual el sol poniente",2 y de esta forma, la muerte es una promesa de renovación, y el soberano, "por más glorioso e importante que sea, representa un eslabón de la cadena dinástica, comparable con el ciclo solar".3 No es nueva la idea de que el soberano maya se equiparaba al Sol; lo que resulta innovador en este caso es encontrar esta asociación en la lectura iconográfica de los vestigios arquitectónicos o esculpidos, como la interpretación del programa iconográfico de la cripta del Templo de las Inscripciones de Palenque.

Volviendo a la relación monstruo terrestre-soberano, también se puede indicar con ella que el origen del poder debe situarse en el lugar de los orígenes, en el umbral del inframundo. Así, mientras que el linaje surge del inframundo, el lugar del soberano en el mundo de los "vivos" es el cielo. En este sentido, la iconografía en torno a la persona del gobernante, que representa al conjunto de sus súbditos, y que está ubicado en un entorno cósmico, al centro de un cosmograma vertical, es decir, en una imagen en elevación del universo —en las cresterías de los templos, por ejemplo—, es muy recurrente, e incluso, considera Baudez, existe desde el Preclásico Tardío, y desde la costa del Pacífico y los Altos de Guatemala. Podríamos decir que el mandatario, con el rayo entre las manos (el cetro maniquí, generalmente conocido —por error, según Baudez— como dios K) como símbolo de su poder —un poder fertilizante, generador—, es entonces un ser sacralizado que tiene, entre otras virtudes, la facultad de transitar por los distintos niveles del cosmos, y su función es establecer vínculos entre el mundo de abajo y el mundo de arriba, el mundo de los hombres y el de las deidades. Es el poste o el árbol cósmico que sostiene el cielo y ordena el universo. Como ya se ha señalado en otros trabajos, en estelas como las de Copán, estamos frente a este complejo simbólico: gobernante-árbol-poste-pilar-vehículo entre el mundo inferior y el superior.

En lo que el autor llama templos dinásticos, queda de manifiesto el enorme poderío de los dignatarios. El carácter monumental de estas construcciones no deja lugar a dudas acerca del valor sobrenatural que se les confería, y muy probablemente debieron de haber estado consagrados a los ancestros fundadores del linaje.

Otro tema que aborda Claude Baudez como un intento de reconstruir una geografía sagrada, y que se puede analizar a partir de la disposición particular de los vestigios arquitectónicos, de edificios y plazas, así como de las ofrendas de fundación o incluso de algunas imágenes (sobre todo las que se han llamado las "danzas del inframundo", que seguramente realizaban también los vivos sobre la tierra), es el de la recreación de un microcosmos, de un universo en el que sin duda los sacerdotes realizaban, entre otras ceremonias, recorridos rituales, donde es probable que se tomaran en cuenta los cuatro rumbos, las cuatro esquinas cósmicas, con su ponto central. Estos espacios para escenificaciones de carácter ritual, analizados en Copán, Palenque y Tikal constituyen, en palabras de Baudez, cosmogramas de vocación escénica.

Seguramente uno de estos recorridos rituales debía ser efectuado por el soberano, como parte del proceso de entronización. Para esto, el futuro mandatario debió de haber llevado a cabo ritos de iniciación que incluyeran el descenso al inframundo, al ámbito de las aguas subterráneas, de los espíritus de la vegetación, así como la morada del sol nocturno y de los muertos; simbólicamente el individuo debía morir a la vida profana para posteriormente renacer, cargado de sacralidad. En este sentido, existen configuraciones arquitectónicas aptas para este ritual; no resulta descabellado que los subterráneos o "laberintos" de algunas ciudades, oscuros, fríos y húmedos, hayan tenido esta función: que hubieran sido "inframundos," por los que se transitaba y donde posiblemente el futuro mandatario permanecía por algún tiempo.

Pero así como debió de haber habido recorridos iniciáticos subterráneos, debieron de haber existido también los que se llevaban a cabo sobre la superficie terrestre; por lo menos en la península de Yucatán. Estas "peregrinaciones" —por llamarlas de alguna manera— debieron de haberse hecho recorriendo los sac beoob, estas calzadas blancas construidas, ya fuera dentro de las mismas ciudades para transitar de un espacio sagrado a otro, como en Labná, San Gervacio en Cozumel, Dzibilchaltún o Chichén Itzá, sólo por mencionar algunos ejemplos, o bien las que surcaban las selvas mayas, cuyo verde follaje se convertía en un espejo del cielo con su vía láctea. Por estos caminos, a decir de Mercedes de la Garza, seguramente se realizaban viajes iniciáticos a regiones sagradas, y se establecían vínculos, también sagrados, entre distintas urbes, creando lazos, "amarrándolas" como si fuesen cuerdas, uniéndolas a través de rituales que seguramente se hacían durante el trayecto.4

Hablar de ritual sin mencionar el sacrificio o el autosacrificio sería dejar fuera un tema fundamental, de manera que aquí también se abordan. Me parece significativo señalar, además del hecho en sí mismo, el carácter simbólico de los utensilios usados en estas prácticas rituales. Así por ejemplo, el uso de la espina de la mantarraya se popularizó no sólo por ser un instrumento punzante, y tajante, sino también por su procedencia marina.

La dualidad, que perméa gran parte del pensamiento sagrado maya, está presente tanto en espacios públicos como en el de los juegos de pelota, donde contendían las fuerzas de la oscuridad y de la muerte, representadas precisamente por el señor de la muerte, frente a las fuerzas vitales y luminosas encarnadas por el mandatario, como en las representaciones del monstruo cósmico. Este ser intencionalmente ambivalente, a veces tierra, a veces cielo, muestra que ambos (tierra y cielo) son esencialmente semejantes, cada uno es el espejo del otro. Aunque en opinión del autor, el cielo tiene un papel secundario, ya que, aunque sea morada de los ancestros y del rayo personificado que brinda protección al soberano, carece de esa función misteriosa de transmutar la muerte en vida, que se lleva a cabo en el laboratorio subterráneo. En palabras de Baudez: "su carácter dialéctico y bicéfalo permite plantear explícitamente la oposición bipolar que da fundamento al pensamiento maya".5 Y así como hay un aspecto húmedo y vivo de la tierra y del mundo subterráneo, hay otro muerto y seco, y ambos están representados en los dos polos que componen las dos cabezas contrapuestas del monstruo cósmico. Entonces, una propuesta interpretativa del autor, y que puede resultar controversial, es que "la dialéctica fundamental en torno a la cual se halla organizado todo el pensamiento cosmológico, no se refiere al cielo y la tierra sino a dos aspectos de la tierra. El aspecto húmedo vivo y fértil, representado por el monstruo cauac, que se opone al aspecto muerto, seco y estéril ¡lustrado por el sol nocturno".6

Esta dualidad o ambivalencia está presente de igual forma en otros muchos elementos: los llamados dioses remeros, por ejemplo, o el contraste entre lo claro y oscuro, expresado en las ofrendas de fundación —imágenes éstas del cosmos— por el sílex y la obsidiana, la concha y el jade, en donde además, el simbolismo de los objetos y de los materiales utilizados se ve reforzado por el simbolismo numérico. Los mismos materiales y formas de las ofrendas se encuentran también en contextos funerarios, en donde existe, aquí sí, una enorme homogeneidad en los entierros y elementos asociados, a lo largo del tiempo y del espacio. A juicio del autor, estaríamos ante todo frente a una "invocación a las fuerzas vitales, mediante la manipulación de sus símbolos." Es probable que tanto en los entierros como en las ofrendas se hubiera buscado "infundir la vida" al templo recién erigido o al individuo recién enterrado.

Junto con la tierra, el sol es la otra fuerza o energía a la que se alude en los discursos iconográficos con mayor frecuencia. De los dos existentes, el diurno y el nocturno, tal parecería que el segundo sería el más importante si atendemos al número de sus representaciones. Siendo el que algunos investigadores designan como "dios jaguar" o "jaguar del inframundo," nos remite precisamente al sol nocturno, simbolizado también con un personaje con arrugas en el rostro, que remite a su edad avanzada.

En este punto Baudez no duda en hacer todo un replanteamiento de las valencias simbólicas tradicionalmente atribuidas a la tríada palencana. G I, G II y G III, aspecto que no voy a tratar aquí, pero sí me parece pertinente señalar por el momento que para el autor uno de los ejemplos más claros del modo en que cambia la religión maya con el tiempo, y de que hablar de continuidades resulta problemático, son los distintos significados atribuidos a Gl a lo largo del período Clásico.

No quiero terminar sin dedicar algunas palabras al Posclásico, cuando con los numerosos cambios que implicó la llegada de la influencia extranjera a Chichén Itzá la ciudad se convierte —en opinión del autor— en el único centro urbano importante en la Península y en la cuna de la transición, ya que en ella se encuentran en forma latente las innovaciones que se hacen manifiestas en el siguiente período. Las representaciones y creencias, a la luz de las evidencias mostradas por Baudez, sufrieron entonces una modificación sustancial.

Es cierto que algunos seres sobrenaturales, como el llamado dios N y los bacabes, que aparecen al lado de las representaciones de los guerreros, ya existían durante el Clásico Tardío, pero otros, como el dios K de los códices, al parecer son creaciones locales, y otros más corresponderían a personajes importados, como Tezcatlipoca o Cipactli, y ahora todos ellos no son personajes de mitos o representantes de fuerzas cósmicas, sino que participan activamente al lado de los guerreros, en los ritos en los que además son beneficiarios. Todo, de alguna u otra manera, expresa la descentralización del poder político, militar y sacerdotal, así como una nueva división del espacio ritual. Esta misma realidad, en la que al parecer había declinado el poder individual del soberano para dar paso al poderío de las familias o los linajes; en la que habían desaparecido los monumentos históricos; se había abandonado el gran ciclo calendárico y proliferaban ídolos y dioses, es la que a fin de cuentas encuentran los españoles en el siglo XVI. Si alguna vez durante el Clásico se pudo haber pensado en cierto tipo de concepción lineal en torno al devenir, plasmada en la vida y muerte de los soberanos, como proponen algunos investigadores, ahora en el Posclásico, el tiempo cíclico en el que los hombres intentan preservar el orden cósmico, organizando de la mejor manera posible la transición entre el final de un ciclo y el principio del otro, está más presente que nunca.

Por último, me gustaría señalar que este trabajo es un buen ejemplo de cómo a partir del análisis sistemático, cuidadoso e integrador del discurso iconográfico de templos y monumentos, y de textos, cuando éstos son pertinentes, se puede presentar, con toda seriedad y rigor académico, una historia de la religión de los antiguos mayas.

 

Notas

2 Op. cit.. p. 89.

3 Ibid.

4 De la Garza, conferencia: "Sacbeoob, 'Caminos Blancos' y rutas de peregrinación", en Estudios sobre religión en Iberoamérica, agosto de 2004.         [ Links ]

5 Baudez. op. cit., p. 150.

6 Ibid.. pp. 244-245.

Creative Commons License Todo el contenido de esta revista, excepto dónde está identificado, está bajo una Licencia Creative Commons