En la península de Yucatán, el conflicto armado conocido como Guerra de Castas, que había estallado desde el verano de 1847, se había convertido en un rompecabezas para los políticos tanto a nivel regional como nacional por más de 50 años, lapso durante el cual se alternaron negociaciones de paz y ataques sangrientos. Esta rebelión -una más entre las rebeliones agrarias indígenas según González Navarro (1970)-, a la larga, tuvo una repercusión en el impedimento de la expansión ferrocarrilera hacia el sureste de la península, en las relaciones diplomáticas entre México y Belice (y por ende con Gran Bretaña) y en la credibilidad política de Porfirio Díaz; dicho de otro modo y para parafrasear la prensa nacional de la época, era una “amenaza para los habitantes pacíficos, una rémora para el progreso y una mancha negra en el cuadro de paz”.1 El último empujón para que el lema porfirista “Orden y progreso” alcanzara los confines de la península se dio en los últimos años del siglo XIX. Las tropas mexicanas se habían acantonado en la parte suroriental instalándose en varios de los campamentos, como el Sombrerete (rebautizado Zaragoza) o el General Vega, para estar más cerca de donde los rebeldes se habían replegado en torno al reducto de Chan Santa Cruz y al culto de la cruz parlante (Figura 1).
En este trabajo no se pretende aportar ninguna nueva teoría o nuevas interpretaciones, el tema no es novedoso y mucho se ha escrito sobre la Guerra de Castas, como lo demuestra el vasto corpus historiográfico acumulado con temas tan diversos como las causas y las consecuencias de la guerra, el culto a la Cruz Parlante (Reifler, 1993), la organización de los mayas rebeldes, la participación de las mujeres mayas como María Uicab (Rosado y Santana, 2008), las actividades diplomáticas y militares de los mayas icaichés (Sweeney, 2006), la venta de mayas rebeldes a Cuba (Álvarez, 2007; González, 1968, Rodríguez, 1990), la organización social de Yucatán en el momento del conflicto (Rugeley, 1997), la lucha por la tierra (Montalvo, 1990), los yaquis en Yucatán (Padilla, 2011), el papel de los mayas “pacíficos” (Ramayo, 2014), el del caudillo Santiago Imán previo al estallido del conflicto (Taracena Arriola, 2015) o el desarrollo progresivo de todo el conflicto armado (Dumond, 2005). Nos enfocamos aquí a estudiar el final del agitado episodio de la Guerra de Castas a través del otorgamiento de una medalla militar para los soldados de las tropas federales y de la Guardia Nacional partícipes, una tradición nacida en el México del siglo XIX.
En 1899, el septuagenario general Ignacio Bravo (1835-1918) había sido designado jefe de la décima zona militar por mandato del presidente Porfirio Díaz en la campaña contra los mayas lanzada el 19 de diciembre de 1898. Al ritmo de su desembarque en Puerto de Progreso el 16 de octubre de ese mismo año, acompañado por el Estado Mayor así como de los batallones 1º y 28º, avanzaba con un escuadrón de caballería, a efecto de pacificar de una vez por todas la península. A la par, circulaba la propaganda de un próximo y definitivo final en los diarios nacionales. La construcción de caminos, la apertura de trincheras, la colocación de postes telegráficos y telefónicos desde Peto o Valladolid abrían el paso hacia un mismo punto convergente: Chan Santa Cruz, y hacia un mismo blanco: la aniquilación de un ya reducido grupo de rebeldes, superados por la evolución de la tecnología militar y una mejora logística de las tropas mexicanas de las últimas décadas, a que ya hizo referencia Dumond en El machete y la Cruz: la sublevación de campesinos en Yucatán (2005).
Siete meses después, el día 4 de mayo de 1901, el veterano general Bravo lacónicamente escribió un telegrama desde Chan Santa Cruz al presidente Porfirio Díaz y a los gobernadores de Campeche y de Yucatán, informando que la guarida de los mayas rebeldes de Chan Santa Cruz, sustraída por tantos años a la obediencia del gobierno nacional, había sido ocupada militarmente. Las tres líneas de su telegrama dieron la vuelta a México en el transcurso de los días siguientes, difundido como pólvora en la prensa nacional de la época como El Popular,2 el Diario del hogar,3La convención radical obrera4 o El Mundo Ilustrado,5 así como en la prensa extranjera, como el Mexican Herald6 o El álbum ibero-americano,7 por ejemplo.
Tanto en Mérida como en Campeche, en primera plana de sus respectivos Periódicos Oficiales se leían los títulos de “Por la patria y por la libertad”8 y “Viva el Supremo Gobierno”, “Viva el Señor General Ignacio Bravo”,9 en donde aparecía publicado el telegrama del General enviado al gobernador de Yucatán, Francisco Cantón (1898-1902):
De Chan Santa Cruz el 4 de mayo de 1901
Sr. Gobernador del Estado: tengo el honor de participar a Ud. que hoy ocupé esta plaza.
Firmado. Ignacio A. Bravo
Ese mismo día el gobernador interino de Campeche, Patricio Trueba (1901), mandaba públicamente su respuesta al general Bravo, al presidente de la República y a su homólogo el gobernador de Yucatán, Francisco Cantón, y vice-versa, el presidente de la República al gobernador de Campeche. El 4 de mayo anunciaba para los meridanos, campechanos y mexicanos en general, que la bandera de la patria flameaba definitivamente en aquellas regiones. Al ritmo de los festejos meridanos, el general Bravo fue proyectado al centro de todos los reconocimientos, declarándolo ciudadano yucateco por su invaluable coraje como “premio a sus triunfos en esa campaña contra los mayas”,10 renombrando Chan Santa Cruz con su apellido “con objeto de tributar al propio tiempo un homenaje a los que han llevado a cabo la reconquista patriótica”11, y siendo condecorado por parte del presidente Díaz con la medalla de 3ª clase al mérito militar en agosto de 1901.12
Por otra parte, la XIX H. Legislatura Constitucional del Estado Libre y Soberano de Yucatán aprobó, mediante un decreto del 17 de abril de 1902 constituido por 10 artículos, la iniciativa del Poder Ejecutivo sobre la creación de una condecoración honorífica para “…generales, jefes, oficiales, tropa y asimilados del Ejército, de la Armada y de la Guardia Nacional y para los empleados de administración militar” que participaron en la campaña contra los mayas rebeldes (Artículo 1)13 (Ver en Anexo 1 los 10 artículos del Decreto) (Figura 2).
El Decreto apareció en el periódico El Mundo del día 23 de abril de 190214 y volvió a aparecer un año después en el Diario Oficial del Gobierno del Estado Libre y Soberano de Yucatán, junto con los nombres de los más de 8000 jefes, oficiales e individuos del Ejército y de la Guardia Nacional merecedores de la condecoración, un largo listado publicado del 17 al 28 de abril de 190315 (Cuadro 1).
(Fuente: Diario Oficial del Gobierno del Estado Libre y Soberano de Yucatán, del 17 al 28 de abril de 1903).
Las de oro y esmalte fueron especialmente entregadas a los seis generales: Lorenzo García, Ignacio Bravo, el entonces sub-secretario de guerra Rosalino Martínez, el que será el primer gobernador de Quintana Roo en 1903, José María de la Vega, el futuro presidente de México, Victoriano Huerta, y el general brigadier de infantería Julián Jaramillo.16 Por otra parte, las que estaban elaboradas en plata y esmalte fueron entregadas a los jefes y oficiales; de bronce dorado y esmalte con listón azul y estrella de ocho puntas a los soldados de primera, los cabos y los sargentos; en cambio, las de bronce dorado y esmalte con listón azul, y las de bronce y esmalte a los jefes y los oficiales (Frid Lewis & Frid Torres, 2014).
Regresando a la medalla de 1901, cabe preguntarnos ¿quiénes eran esos soldados? La relación contaba con un total de 8,357 hombres incluyendo capitanes, coroneles, tenientes, contralmirantes, subtenientes, mayores, médicos, ingenieros, administrativos, telegrafista, oficial de mar, los soldados de la Primera, Segunda, Tercera y Cuarta Compañía del Séptimo y Décimo Batallón, y los de la Guardia Nacional (Figura 3).
Y, por si fuera poco, a esos 8,357 soldados se debería de agregar 31 soldados del batallón 4° del Partido de Motul que habían sido omitidos de la lista,17 así como 140 fallecidos en cumplimiento de su deber, y con ello el número se elevaría a 8,528. En el caso de estos soldados fallecidos de la Guardia Nacional de Yucatán, sus familiares recibieron en 1903 una pequeña ayuda económica otorgada por la “Junta de Auxilios para la Campaña de Pacificación” y por el apoyo voluntario del comerciante E. Escalante e hijo.18 Desafortunadamente, no tenemos este dato para el caso de los soldados fallecidos provenientes de los batallones de la Guardia Nacional de Campeche ni tampoco de los soldados del ejército federal, aunque en 1909 la Secretaría de Guerra y Marina emitía un comunicado en los periódicos invitando a los familiares a concurrir a los Almacenes Generales de Artillería en México para recoger objetos personales de jefes y oficiales del ejército fallecidos durante la campaña contra los mayas.19
En la lista interminable de soldados encontramos una gran cantidad de nombres y apellidos repetidos, tanto en una misma compañía como en diferentes. Es posible que la repetición de algunos nombres sea pura coincidencia al ser muy comunes hasta hoy en día, como, por ejemplo, José García o Juan Hernández. Sin embargo, la repetición de nombres no convencionales, como Sabas Fajardo, puede significar un error de imprenta, un mal registro de los soldados o un acto adrede.
Aunque sea en una cantidad pequeña, es también notoria la presencia de onomásticas femeninas como Asunción (cuatro veces), Carmen (nueve veces), Clotilde (tres veces), Concepción (20 veces), Dolores (18 veces), Encarnación (23 veces), Esperanza (una vez), Gertrudis (tres veces), Guadalupe (53 veces), Inés (23 veces), Isabel (dos veces), Loreto (seis veces), Luz (ocho veces), Matilde (siete veces), Mercedes (siete veces), Pilar (seis veces), Refugio (40 veces), Rosa (cuatro veces), Rosario (dos veces), Salomé (11 veces), Socorro (dos veces), Soledad (una vez), Trinidad (40 veces) y Victoria (dos veces). Sólo puede haber dos razones para los nombres de mujer en los batallones de guerra. En primer lugar, que se tratase de hombres con nombres femeninos -precedidos o no por José o Juan- cuya usanza era común en aquella época, por gozar del favor popular desde la época colonial debido al culto mariano en sus diferentes advocaciones. Aunque la tendencia del uso de nombres derivados de la virgen para hombres iba en disminución durante la segunda parte del siglo XIX (Boyd-Bowman, 1970: 30), sigue siendo una costumbre en Yucatán (Suárez, 1996: 129). Una segunda explicación sería la presencia femenina en los batallones quizás en su papel de cocineras, lavanderas, costureras, cantineras o enfermeras -a pesar de que la Escuela para Enfermeras del Ejército fue creada posterioriormente mediante el Decreto de marzo de 1938.20 Sin embargo, optamos por no descartar la posibilidad de que, si bien había mujeres incorporadas a los regimientos en Chan Santa Cruz, su presencia fue extraoficial y por lo tanto no merecedora de una medalla.
En el Décimo Batallón, Cuarta Compañía, la más grande con un total de 4,486 soldados, aparecen apellidos de origen francés, como Arnaud, Clairefeuille, Duclos, Fauchon, Peyrefitte, Pichar, Souriseu; italianos, como Caciocani, Di Paolin, Fransceschini, Lombardini, Pazi; inglés, como Blackman, Coward, Howard; alemán, Muller, o eslavo, como Stankiewitz. Por consiguiente, podemos argumentar que estos apellidos nos informan de la presencia ya sea de descendientes de migrantes o bien de extranjeros participando en la Guerra de Castas, con la ilusión de obtener además de un sueldo, una parcela de tierra al finalizar la guerra, tal y como había sucedido en 1848 cuando el gobernador de Yucatán, Miguel Barbachano, requirió el auxilio de soldados norteamericanos a cambio de tales beneficios pecuniarios.21 En aquel entonces, la misión fue un total fracaso por el incumplimiento del pago y la mayoría regresaron a Estados Unidos (Reed, 1971: 119), pero en 1901, habían sido recompensados con una medalla, no sabemos si existió una compensación ecónomica.
En cuanto a los 174 apellidos de origen indígena (maya, chontal y náhuatl), éstos son exclusivos de la Guardia Nacional, la cual contaba con un total de 1,212 soldados condecorados de origen indígena del total de 2,458 soldados (Cuadro 2). El análisis patronímico muestra que los ocho primeros apellidos que se repiten más de 30 veces son de origen yucateco: Balam (33 veces), Canché (37), Chan (46), Cupul (42), May (35), Poot (36), Puc (32), Tun (39); en cuanto a los de origen chontal o náhuatl, su presencia en la península se remonta a la época de la conquista de Yucatán. Es decir, que esta Guardia Nacional estaba compuesta por reclutados regionales, a diferencia del ejército federal, y se componía en un 49.2% de apellidos de origen indígena que deja en claro su participación activa como soldados en este conflicto.
En algunos casos, su colaboración había sido por voluntad propia, por ejemplo durante la conyuntura separatista de Yucatán al iniciar la década de 1840 (Taracena Arriola, 2015: 30-35), o bien en el caso de los mayas “hidalgos” al alistarse en 1848 después de manifestar su total apoyo y lealtad al Gobierno de Yucatán a cambio de una exención de impuestos (Dumond, 2005: 201); un título nobiliario en la más pura tradición medieval, pero vacío en su esencia (Rugeley, 1996: 93) para soldados indígenas que servían de intérpretes, guías y cargadores.
En otros casos, se vieron forzados por las circunstancias de esos tiempos, víctimas del sistema de leva, una práctica muy común en un conflicto armado carente de suficientes hombres o bien mediante una leva disfrazada de deber ciudadano, ya que según el Reglamento para la organización de la Guardia Nacional, todo mexicano de entre 16 y 50 años tenía el derecho y la obligación de inscribirse.22 Consignados por la fuerza al servicio del ejército, se entremezclaban con indisciplinados, rebeldes populares e insubordinados, que hinchaban las filas sin ninguna motivación propiciando altos índices de deserción durante una confrontación, índice que rebasaba a veces la mitad de los efectivos reclutados (Hernández Chavez, 1989: 287). Junto con la poca fidelidad de la tropa de leva, las enfermedades tropicales en la península de Yucatán, las dificultades de abastecimiento de agua, las largas marchas bajo un sol desolador y el mal trato de los superiores, ponían a dura prueba hasta a los más voluntariosos y disciplinados. Entre los efectivos del ejército federal y los de la Guardia Nacional de 1901, ¿cúantos iban de voluntarios y cuántos forzados?, es algo difícil de comprobar, mas no imposible. En efecto, con base en lo anterior, una manera de desviar el servicio de reclutamiento para la Guardia Nacional era a través de una solicitud de exceptuación, mediante el pago de una cuota mensual que, en muchos de los casos se les otorgaba si el solicitante demostraba que era el único sostén económico de la familia o si era físicamente incapaz.23
Otra manera de impedir alistarse era recurrir a los juicios de amparo que los nuevos reclutas usaron para protegerse del sistema brutal de la leva. Entre 1875 y 1900, en el juzgado del Primer Distrito de Campeche sólo hubo 66 casos de amparo por consignación forzosa a las armas (Cuadro 3), una cifra incipiente comparada con los 4,657 casos a nivel nacional entre 1872 y 1900 reportados por Ramirez Rancaño (2014: 57). El poco conocimiento de la población por ampararse, la consignación relámpago y escoltada para impedir cualquier queja, las artimañas de los jueces en connivencia con las autoridades militares explicarían que no hubo ningún frenesí por los amparos en Campeche.
(Lista preliminar elaborada por la autora en base a los expedientes de amparo por consignación forzosa a las armas ubicados en la CCJC).
Para 1901, año de la última batalla, se reportó sólo un caso que reunía a 15 hombres del pueblo de Chiná (Campeche) contra el jefe político de Campeche. Gerardo Dizz, Ignacio Guerrero, Blas Alavez, Anastacio Puc, Tomás A. Chan, Joaquín Esquivel, Saturnino Gonzalez, José María May, Remigio A. Buchión, Antonio Canché, José de la C. Canul, Isidro Coob, Agustín Canul, Marcial Medina y José de la R. Noh recurrieron al juzgado de distrito para ampararse por la consignación forzosa de los quejosos a prestar sus servicios personales en las armas en Iturbide y en la región de los “indios del sur”. Al exigirles el cumplimiento de una obligación política inherente a su condición de ciudadanos, el fallo fue negativo al amparo.24
Este juicio demuestra que el conflicto no había terminado del todo, la existencia de focos de insurrección permanecía latente y el gobierno, tanto federal como local, estaba a la expectativa de cualquier sublevación. Dicho sea de paso, en 1901 el gobernador de Campeche, Carlos Gutierrez MacGregor (1898-1902), seguía inyectando dinero, tal y como lo habían hecho sus predecesores, para el sostenimiento del destacamento de la Guardia Nacional en observación en Iturbide (Quiñones y Salavarría, 2003: 276). De ahí la necesidad de mantener bajo observación los movimientos de los mayas rebeldes en el oriente de la península con hombres aptos tanto para el combate como para el uso y abuso de mano de obra gratuita para servicios personales en beneficio de los jefes y oficiales y para la construcción a marchas forzadas del ferrocarril de oriente, una injusticia de la que tenía pleno conocimiento su sucesor, José Castellot (1902-1903) (ibid., 284).
Sea como fuera, organizados en compañías y reunidos después en batallones, los reclutas de la Guardia Nacional contaban -por lo menos en teoría- con uniformes, armamentos con fusiles Remington y municiones modernas, es decir, una imagen más actualizada de la “banda de desarrapados” de los primeros años de la Guerra de Castas descritos por Reed (1971: 40) con su traje cotidiano, su machete, un arma de fuego y su calabaza para el agua.
Una vez publicada la lista de todos los soldados condecorados entre el 17 y el 28 de abril de 1903, y a pesar de que todavía no se había otorgado la medalla en un acto solemne, surgió un dilema en la Secretaría de Guerra y Marina25 sobre quién tenía el derecho de llevar la medalla por lo ambiguo que resultaba ser el Artículo 6 del Decreto del 17 de abril de 1902 (Anexo 1). En él no se señalaba la época en que se hubiese cometido la falta, si antes, durante o después de la campaña, ya que el uso de las condecoraciones oficiales debía “brillar sobre pechos de ciudadanos dignos de tal distinción”. Así la comisión dictaminadora sometió a la deliberación de la H. Cámara de Yucatán una aclaración: no se concederá la condecoración a aquellos que hubieren cometido una deshonra “durante la prestación del servicio que amerite el otorgamiento de la condecoración, o anterior o posterior al propio servicio”.26
Finalmente, la entrega de la medalla con su respectivo diploma se celebró en varias ciudades de la República durante los años que siguieron a la “toma definitiva” de Chan Santa Cruz. En la Ciudad de México, el 5 de mayo de 1903, aprovechando los festejos por la Batalla de Puebla del 5 de mayo de 1862, se honró a 4,383 generales, jefes y oficiales, quienes subieron a la tribuna presidencial para recibir por parte del presidente de la República las medallas “Campaña contra los mayas” repartidas en “83 cruces de oro, 300 de plata y 4000 de bronce”,27 en honor a la pacificación del “hoy territorio Quintana Roo”.28 Por desgracia se desconocen los nombres de los condecorados en esta ceremonia celebrada en la capital del país, la primera de varias, como sucedió en el cuartel del Batallón 1º en “Teresitas”,29 o en Jalapa, por ejemplo.30
Sin embargo, ninguna ceremonia superó la pomposidad de la fiesta celebrada en Mérida dos años después de la de México (5 de mayo de 1905), la cual duró todo el día, inaugurada con una reunión oficial presidida por el gobernador del estado y demás autoridades y funcionarios de la federación y del estado, así como los miembros de la Sociedad Patriótica Yucateca.31 Dicha sociedad había sido fundada en 1874 y tenía entre sus propósitos ayudar económicamente a las viudas y huérfanos de los soldados fallecidos o mutilados en la campaña contra los indios sublevados mediante la contribución mensual de los socios, así como estudiar la manera más conveniente de terminar con esta guerra y afrontar los gastos militares (Reglamento de la Sociedad Patriótica Yucateca, 1874, Artículo 1: 3). Entre discursos, lecturas de poemas, marcha militar, desfile y repiques de cohetes, el día transcurrió, hasta que a las 5 de la tarde el general Ignacio Bravo recibiera en el Circo Teatro Yucateco una espada de honor32 en presencia de las autoridades locales mientras que los demás veteranos partícipes durante las campañas anteriores a 1901 recogían también la condecoración y un diploma, una medalla que les había sido prometida en dos ocasiones (en 1892 y 1893).33
De regreso a casa, para la mayoría de los soldados de la Guardia Nacional envueltos en el conflicto por las buenas o por las malas, la medalla no les desviaba de sus obligaciones como fuerza laboral en los campos de cultivo. Finalmente, un destino compartido con los rebeldes quienes se habían esfumado oficialmente de los informes del presidente y de los gobiernos de Campeche y de Yucatán posteriores a 1904, mas no de la realidad del nuevo estado de Quintana Roo.
Consideraciones finales
Partiendo de un objeto de colección propio de la numismática, este trabajo nos llevó entre las filas del ejército mexicano y de la Guardia Nacional durante los últimos instantes de la Guerra de Castas. Un acto simbólico y representativo fue la entrega de tal condecoración, atractivo visual de la victoria de la civilización sobre la barbarie, durante la cual los soldados más anónimos y los jefes de mayor rango estuvieron sobre un mismo pie de igualdad. Tanto en la ciudad de México (1903) como en Mérida (1905), la entrega de la medalla durante las fiestas comemorativas de la Batalla de Puebla del 5 de mayo encarnó la perennidad del honor y del prestigio de ser mexicano dando la imagen de un país fuerte, unido y civilizado. Como una ironía de la fortuna, hoy se ha convertido en pieza de colección codiciada por museos y coleccionistas privados, cuando la historia de este objeto elaborado en oro, plata y bronce está ligada a los grandes conflictos armados de la nación mexicana.