Introducción y premisas teóricas
Inseparablemente unido a su materialidad, el cuerpo humano es clave para explorar el poder transformador del sacrificio ritual, especialmente considerando la calidad enraizada del mismo en las cosmovisiones mesoamericanas y mayas en lo particular. En su calidad de proyección y modelo del universo o monte sacro (López A. y López L., 2009), el cuerpo humano albergaba cavidades y conductos liminares que concedían una interacción directa con las entidades divinas (Tiesler y Olivier, 2020; Tiesler y Velásquez, 2018: 164-169). También en un plano ritual, su valor como modelo cósmico confería al cuerpo poderes especiales en el intersticio con lo sacro. Su sacrificio se equiparaba con la apertura del monte sagrado en la medida en que se “rompía” durante la occisión para liberar los constituyentes vitalizantes que alimentaban a las deidades y, por ende, a la comunidad, una suerte de pago de deudas, méritos o propiamente alimento de lo divino (Monaghan, 2000).
Para los antiguos mayas, cuya cosmovisión determinaba la noción del “organismo humano”1 que cultivaban, el cuerpo humano con sus cualidades materiales (densas y sutiles) era y sigue siendo el núcleo del universo aborigen, encarnando y personificando las entidades divinas a las que los humanos tienen la obligación de nutrir (Houston, Stuart y Taube, 2006; Velásquez, 2015: 180-193; López A., 1989). En este esquema, el cuerpo encapsula los componentes anímicos en una conversación activa con el cosmos y sus numerosos habitantes. Los mayas del Clásico identifican en sus textos, entre otros, el k’ihn o ‘calor’ (Figura 1), el sak ik’aal o ‘hálito respiratorio’ (Figura 2) y el oˀhlis o ‘semilla-corazón’ (Figura 3).2 Este último era una esencia3 animada que, después del fallecimiento, viajaba por el camino subterráneo del Sol en un periplo de dolor con el fin de lustrarse de la experiencia mundana (López A., 1994: 220-221; 1997: 16; 2005: 81). Una vez purificada, se unía a los dominios cósmicos y, en el caso del oˀhlis de los gobernantes, se convertía en ancestro, ahora desprovisto de su existencia carnal, pero en comunicación con la esfera de los vivos. Dichos ancestros eran intermediarios por excelencia entre lo mundano y lo divino. Este tema está fuera del alcance de esta sinopsis y nos referimos a Velásquez (2015, en prensa) para un examen más detenido.
Bajo esa concepción, el cuerpo humano sirvió como un poderoso intersticio de convergencia y anclaje para el desempeño ritual, incluida la penitencia corporal y el sacrificio humano. En la presente aproximación a la muerte ritual, desarrollamos los roles religiosos y los usos de las partes del cuerpo, el consumo de la penitencia corporal y la transfiguración. Esta perspectiva corporal autóctona también impulsa nuestro examen de los significados y las ocasiones que rodean la gama de formas sacrificiales y post-sacrificiales del procesamiento corporal representado en la iconografía, algunas de ellas confirmadas por las firmas tafonómicas documentadas en restos humanos de diferentes sitios arqueológicos de las Tierras Bajas. Entre las formas rituales reconocidas en el registro forense contamos la decapitación, diferentes tipos de extracción del corazón, desmembramiento, desollamiento y descarnamiento (Figura 4; Nájera, 1987; Tiesler, 2007).
Nuestro interés se concentra en algunas de las creencias corporales más importantes de los mayas de Tierras Bajas durante el periodo Clásico Tardío (600-800 d.C.). En nuestra búsqueda de datos que nos ayuden a comprender las lacónicas inscripciones jeroglíficas y los silentes restos óseos, algunas veces acudimos a fuentes secundarias de periodos más recientes de la historia maya. Ello, desde luego, conlleva el enorme riesgo de cometer interpretaciones ahistóricas o anacrónicas, por lo que trabajos como éste deben ser tomados siempre como esfuerzos nunca concluyentes para tratar de comprender un sistema de pensamiento antiguo que, quizá, nunca podamos entender totalmente. Acudir a datos comparativo-esclarecedores de diversas épocas y regiones es, en este tipo de sociedades, un mal difícil de evitar, dada la naturaleza tan fragmentaria y dispar (en cantidad y en calidad) de las fuentes históricas que existen para cada época o región (en muchas ocasiones se trata de datos únicos, pero difíciles de ignorar).4 Al contrastar la información prehispánica con la de las épocas colonial y moderna aspiramos algún día a entender qué elementos de las cosmovisiones se transformaron a mayor velocidad que otros, así como en qué lugares, una tarea que apenas está en ciernes. El estado actual de nuestros conocimientos tampoco permite comprender las variaciones regionales que ya existían durante el periodo Clásico maya con relación a las concepciones sobre el cuerpo humano, a excepción del componente anímico wahyis, donde ya se aprecian divergencias en el tratamiento del tema según el estilo cerámico (ver Moreno, 2020).
Como el lector atento habrá apreciado, usamos cuatro conceptos básicos como herramientas analíticas: entidad anímica (López A., 1989-I: 197-198), fuerza anímica (Martínez, 2007: 154), centro anímico (López A., 1989-I: 197) y componente anímico (Martínez, 2011: 29). Esta última noción engloba a las dos primeras: las entidades (personas sobrenaturales) y las fuerzas (energías vitales impersonales), mientras que los centros anímicos son las partes del cuerpo donde estos componentes supuestamente se concentran. Conviene decir que, aunque el modelo interpretativo que subyace en esta serie de conceptos ha sido por décadas de vital importancia para incursionar en el estudio del cuerpo humano en Mesoamérica, estamos preocupados por priorizar los datos de nuestras fuentes primarias del periodo Clásico maya, con el fin de mejorar en un futuro este sistema de abstracciones teóricas.
Los conceptos del cuerpo entre los antiguos mayas
Desde al menos el período Clásico (250-900 d.C.), los mayas proyectaban dominios cósmicos en el cuerpo humano y sus componentes anatómicos. En esta disposición cósmica, el cuerpo de materia pesada se presentaba ante los ojos de los indígenas como una comunidad poblada por fuerzas y personas (entidades) sagradas, que se remonta a los orígenes del cosmos y cuyas materialidades mundanas eran percibidas durante la vigilia y la sobriedad, ámbito que podemos llamar “ecúmeno” o b’alkaaj, vocablo que en maya yucateco5 significa “el mundo con los que en él biuen” (Ciudad R., 2001: 76; López A., 2015). En esa frenología indígena, sus componentes de tejido -huesos y carne- figuran como frágiles y finitos, sujetos al envejecimiento y la decadencia. Albergan una calidad efímera que se encuentra destinada a cambiar y desintegrarse con el tiempo.
Aparte del soporte estructural del cuerpo pesado, existe otro conjunto de componentes del cuerpo que podrían describirse como ligeros, sutiles, gaseosos, etéreos y energéticos; aquellos han permeado en el cosmos ya antes de los tiempos medibles y son más estables. Pertenecen a las esferas sagradas del otro mundo (k’uyel en maya yucateco, ch’ulel en chol y en las lenguas tzeltalanas),6 el “anecúmeno”, aunque también impregnan y viven en el universo terrestre creado (López A., 2015). Son capaces de actuar de manera eficiente en la materia dura de las criaturas, tales como los humanos, aunque pasan inadvertidos por el hombre durante la vigilia y la sobriedad. Los mayas identificaron una serie de fuerzas y entidades anecuménicas dentro de la expansión del mundo, que persisten tras la muerte y la descomposición del sustrato del cuerpo duro. Creían que durante la vida habitan en el cuerpo humano, cuyo torrente sanguíneo y nervioso es un habitáculo de dioses y energías espirituosas.
Si seguimos a López A. (1989; 2015), las entidades anímicas tienen conciencia, personalidad, voluntad y capacidad cognitivas. Son capaces de una comunicación activa con los seres humanos, siendo cualidades que se comparten con el panteón de los dioses más conocidos. Son personas, y por eso algunas de ellas se llaman winik, como los wahyis Sitz’ Winik, ‘Hombre Glotón’, B’alan Winik, ‘Hombre Encubierto’, Winik B’aˀtz’, ‘Hombre Saraguato’ o Haˀal Winik, ‘Hombre Acuático’ (Sheseña, 2010: 5, 9, 22, 31; Moreno, 2020: 276, 330-333, 335-337), igual que sucede en náhuatl, donde el sustantivo tlākatl se aplica tanto a personas humanas como a dioses (López A., 2004: 31). La lengua de las inscripciones mayas adscribe algunas entidades anímicas dentro de la categoría de partes del cuerpo inalienables, esto es, sustantivos cuya forma ordinaria está acompañada por un pronombre posesivo, pues de carecer de él requieren por fuerza el sufijo absolutivo /-is/, identificado por Marc U. Zender (2004), o su alomorfo occidental /-al/ (Lacadena, 2010: 4, nota 1). El sufijo absolutivo para partes del cuerpo inalienables /-is/ sólo se preservó en pocomchí colonial (Morán y Zúñiga, 1991: 8) y moderno (Mó, 2006: 71-73, 293), donde incluye no solamente sustantivos para partes del cuerpo en el sentido occidental, sino determinadas enfermedades, emociones y elementos de la indumentaria, lo que nos abre una ventana para penetrar a una concepción del cuerpo humano ajena a la grecolatina y judeocristiana, donde las afecciones, los desasosiegos, la ropa o la joyería rara vez se concebirían como partes del cuerpo (Laneri, 2021). Esta categoría de cuerpo caracteriza, por ejemplo, el oˀhlis o ‘centro, corazón, ánimo, esencia’ o ‘semilla-corazón’ (Figura 3), o los wahyis, ‘coesencias’ o ‘naguales’ (Figura 5). Otros componentes del cuerpo, como el k’ahk’is, ‘fuego’, y el ch’ahb’is-ahk’ab’is, ‘ayuno-noche’ (poder de creación), también podrían caer en esta categoría, aunque se trata de partes del cuerpo muy alejadas de las concepciones occidentales y por lo tanto poco comprendidas. El ch’ahb’is-ahk’ab’is en lo particular ha sido objeto de estudios específicos (Stuart, 2007: 45; Hoppan y Jacquemot, 2010; Kowlton, 2010; Martin, 2016: 529, 534; Helmke, Hoggarth y Awe, 2018: 38-39; Velásquez, en prensa) que se desvían del hilo conductor de este artículo.
A diferencia de las entidades anímicas, las fuerzas anímicas se comportan más como energías vitales e impersonales; transitan libremente dentro y fuera del espacio corporal y dependen de fuentes externas para regenerarse. Saak(?), ‘pepita’ o ‘semilla de calabaza’ (antiguamente conocida como “flor blanca”) es un tipo de hálito poco comprendido (Figura 6);7sak ik’aal es el ‘espíritu’ o ‘respiración’ (Figura 2), que sabemos se pierde tras el fallecimiento gracias a las primeras lecturas seminales de Tatiana A. Proskouriakoff (1963: 163). Éste es quizá el destino póstumo también del k’ihn, que identifica el ‘calor, la ira’ o la ‘rabia’ (Figura 1), aunque puede que una parte de él viaje con el oˀhlis y otra parte permanezca en los huesos adherida en pigmentos rojos,8 coadyuvando a alimentar la fuerza vital calorífica en la lucha del alma por triunfar sobre la muerte y convertirse en ancestro (Tokovinine, 2012: 287-290; Scherer, 2015: 78).9 Parecería tratarse de proyecciones, fisiones o dispersiones de un componente anímico cuya fuente última es el espíritu del dios solar (Figura 7). Mucho menos aún conocemos sobre el ip o ‘fuerza’, un componente al parecer impersonal que fue descubierto por Erik Boot (2009: 77) en el Tablero del Templo XIV de Palenque (A6) y en la Estela A de Copán (E6). La falta de algún sufijo especial para estos sustantivos en los escritos mayas sugiere que estos componentes anatómicos eran sólo fuerzas vitales que no estaban ligadas a la voluntad de la persona, aunque se trata de un asunto abierto.10 Al igual que en otras esferas mesoamericanas, los mayas del Clásico debieron haber creído que las fuerzas anímicas podían dejar el cuerpo de forma transitoria durante el estado de embriaguez, los sueños, los orgasmos, el susto, la enfermedad o el trance ritual. En este modo de pensar, los conductos de entrada y salida fueron las cuevas, portales y conductos psico-corporales encarnados por la boca, ojos, fosas nasales y fontanelas en estado húmedo o seco. Éstos podían adquirir relevancia en los momentos liminares de iniciación, ritos de personificación o ceremonias de final de periodo, para nombrar sólo algunos.
En esta percepción, el anécumeno (k’uyel / ch’ulel) y el ecúmeno (b’alkaaj) describen dos planos temporales y espaciales concurrentes dentro del cuerpo, un poderoso intersticio corpóreo que durante el desempeño ritual se convertiría en ducto y canal de comunicación con lo sagrado. En línea con este pensamiento nativo, podemos preguntarnos qué impacto tuvo el sacrificio en los habitantes etéreos, ligeros o espirituales, concurrentes de componentes somáticos duros. Esta interrogante central da paso a una serie de pensamientos más específicos, como el papel de la sangre y el dolor, la tortura y la muerte violentada, así como el procesamiento del cuerpo posterior a la occisión ritual.
Transformando cuerpos en penitencia y autosacrificio
Una de las formas rituales por excelencia -aparte de las ofrendas, el canto, la música o el baile- fueron los “sacrificios”, independientemente de si fuesen impuestos a los demás o autoinfligidos como parte de eventos de visión, ritos de iniciación y muchas otras ceremonias. El autosacrificio podía conllevar la privación de las necesidades físicas básicas o bien la mutilación voluntaria de partes del cuerpo, con nociones sexuales y de fertilización. Estos últimos casi seguramente estaban relacionados con los de creación ch’ahb’is ‘ayuno’, y fertilidad femenina ahk’ab’is, ‘noche’, encarnados respectivamente por el pene masculino y el clítoris-lengua femenina (Knowlton, 2010: 24), y acaso evocando un retorno al crepúsculo primordial que precedió la primera salida del Sol en los tiempos míticos, regularmente expresado en Mesoamérica mediante la tríada ayuno, autosacrificio y pintura corporal negra (Nava, 2018: 90-103).
Entretanto, la salida de la fuerza anímica saak(?), ‘pepita’ (Figura 6), encuentra su expresión en imágenes mayas en la cabeza del Dios C, un símbolo superlativo de la “energía sagrada” (Prager, 2018). Como David S. Stuart argumenta, el afijo del “grupo acuático” que acompaña al logograma del Dios C alude con toda probabilidad al líquido sangriento divino.11 En las inscripciones mayas del Clásico, el líquido vital se puede representar con el logograma CH’ICH’, ‘sangre’. Una forma de pintar ese ámbito anecuménico de hálitos sagrados12 es justo el complejo iconográfico del “grupo acuático”, donde un conjunto de flores, joyas de jade, signos LAM, MIH, K’AN o YAX, epífisis y sartales de cuentas flotan en el ambiente neutro o indiferenciado del sueño. Este tema de la imaginería maya ha sido llamado “lluvia de flores y joyas flotantes” y alude al mundo florido de los ancestros (Taube, 2004: 78-79). Podemos apreciarlo, entre otros contextos, en los chorros vertidos en los ritos de manos asperjadoras,13 en el vómito pluvial del Cocodrilo-Venado-Estrellado, en los muros del Entierro 48 de Tikal y en el paisaje sobrenatural de los retratos póstumos de ancestros en el Más Allá. La noción del aliento vital como sagrado y asociado con la sangre aún impregna muchas creencias mayas y mesoamericanas contemporáneas y, de hecho, yace en el corazón de la práctica ritual nativa. La sangre se encuentra identificada con el espíritu, es decir, la materia vital primordial que trasciende el cuerpo con la respiración. Su ofrenda ritual proporciona alimentos revitalizantes que son esenciales para los dioses. A medida que el líquido brota, se somete e incinera, sus componentes celestes se liberan y trascienden a los dominios del k’uyel o anécumeno de lo divino.
Importa destacar que también el sentido de dolor identifica un componente central en la mayoría de los sacrificios autoinfligidos. Ya en los años ochenta del siglo pasado, Martha Ilia Nájera llamó la atención a su función purificadora y catalítica para las experiencias de visión (Baudez, 2009: 270-288; Graulich y Olivier, 2004; Nájera, 1987). Ella señala que el dolor parece ser central en la mayoría de los autosacrificios, la lustración y la alimentación divina. Más recientemente, Stephen D. Houston ha recurrido a una serie de expresiones aflictivas choltís para sustentar la idea de que el dolor físico delinea nociones de “consumo de carne o cuerpo”, junto con una superposición de los sistemas de circulación nerviosos y sanguíneos en la comprensión del cuerpo nativo (Houston, 2006: 145-149). Aunque sería atrevido generalizar sobre ese particular, las lenguas mayances sí parecen asociar diferentes formas de dolor con entidades del cuerpo etéreas. Tan sólo con tomar el conocido diccionario de maya yucateco Cordemex (Barrera, 1980), encontramos que las diferentes ocasiones o formas del “dolor” se adhieren a las nociones de k’uux, ‘mordida’ o ‘comer’, o al corazón-alma óol (coetáneo del oˀhlis del periodo Clásico). En proto-maya *qux o *kux ha sido reconstruido como ‘vivo’ (Kaufman y Norman, 1984: 123) y tiene interesantes descendientes en lenguas como tzutuhil y quiché: “alma/espíritu de cualquier cosa/la sangre contiene ak’uˀx” (Martínez, 2007: 155-156); ‘alma, corazón, pecho, intelecto’ (Christenson, 2003: 57, 135), lo mismo que sucedió en tzeltal y cakchiquel coloniales respectivamente: k’uˀx, ‘amar, arrepentimiento, dolor, benignidad, misericordia, tener duelo, compadecerse’ (Ara, 1986: 280-281) y k’uˀx, ‘discreción, la memoria, la benignidad y la envidia’ (Guzmán, 1984: 61-65), homólogos de los conceptos oˀhlis y óol de las Tierras Bajas. Mientras que la motivación gráfica del logograma WEˀ, ‘comer’ (Zender, 2000), es un rostro que sujeta en la boca el elemento subgrafémico del corazón (oˀhlis) o tamal (waaj) T506 o XH4.
Otra forma de dolor es aquel por calor, ligado con el k’íinam, la ‘rabia, energía, carácter o valentía’ (correspondiente al k’ihn del periodo Clásico) (Figuras 1 y 7). Los males y dolores relacionados con los wahyis (Figura 5) son transportados por serpientes o murciélagos y recuerdan a las imágenes de las vasijas del período Clásico o a los ensalmos coloniales del Ritual de los Bacabes (Helmke y Nielsen, 2009; Sheseña, 2010; 2019). De todo lo anterior se desprende que tanto la aflicción como la sangre podían constituir medios centrales en los autosacrificios. Aunque el dolor pareciera no ser tan visible o impactante, la sangre está muy patente al imaginarnos por ejemplo las escenas de perforaciones de la lengua-clítoris femenina o del prepucio masculino, en los actos de grabar los tatuajes durante los ritos de iniciación y de cortar la piel para escarificar, provocando la cicatrización queloidea. El desciframiento reciente del signo maya PE314 como un logograma YAˀ o YAH, ‘herida que nunca sana, dolor’ o ‘lesión permanente’ (Beliaev y Houston, 2020; Grube, 2020), confirma la importancia visual y ritual de las cabezas y pieles rajadas con hojas de obsidiana o pedernal. El consumo físico desempeñaba un papel central en los actos de sacrificio, ya sea encarnado físicamente o mediante la privación de las necesidades fisiológicas. El dolor o la mutilación/destrucción es concurrente con la donación de la sangre,15 una ofrenda cuyo fin era propiciar la vida.16
Occisión ritual del cuerpo humano
A diferencia de otras formas rituales y de la inmolación de animales, el sacrificio humano probablemente identifica un extremo de actuaciones religiosas institucionales y muy redundantes, controladas mayormente por las élites. La liberación y donación de componentes corporales antes, durante y después del sacrificio ritual aseguró de forma efectiva la comunicación, renovaba el cosmos y aseguraba así la permanencia. En el transcurso del acto, los participantes perderían sus cualidades mundanas simples para hacerse pasar por lo sagrado. Tal como propuso López A. (1989: 122, 127) hace años y como Houston (2009: 236) ha ilustrado más recientemente para los rituales de b’aahil aˀn, los humanos no eran poseídos o reemplazados en su progreso, sino acompañados por lo divino en momentos de concurrencia mística (López O., 2018). Quizá podría decirse que durante esos intensos ritos añadían de manera transitoria a sus corazones nuevas almas, entidades anímicas adicionales (Velásquez, en prensa).
Habíamos planteado al inicio de nuestro ensayo que el cuerpo humano figuraba como modelo cósmico o “monte sacro” en el imaginario nativo. En este esquema, la cabeza se concebía como árbol frondoso o sólo como la “cúspide” de la montaña sagrada (López A. y López L., 2009; Taube, 2004). El tronco liberaba materia vivificante de sus entrañas en la medida en que se rompiera y se abriera durante el sacrificio (Figura 8). Para ser ritualmente efectivo, los procedimientos sacrificiales de “apertura” se conducían conforme a una liturgia, un conjunto de normas fijadas por la costumbre o instituidas oficialmente para su efectiva ejecución ritual (López A., 1998: 15). Durante la inmolación se establece un elemento kratophanus (destructivo) o catártico, encarnado por heridas de flecha, decapitación, escisión cardíaca o bien, quemando a la víctima en un andamio. La mayoría de estos actos tal vez ocurrieron bajo el telón de danzas, gritos y al ritmo de percusiones. Ahora “roto”, el cuerpo duro de la víctima consagrada se desintegró en un violento derrame de sangre que se consumía en llamas, generando humo. Esta noción está confirmada por las historias rituales documentadas del Clásico maya en los depósitos humanos de escondite o depósitos de retención con marcas de violencia peri mortem.
Para cortar y abrir el cuerpo de la víctima, las liturgias sacrificiales preveían diferentes vías y sitios anatómicos de acceso. A la fecha se han documentado en el registro prehispánico (no sólo en Mesoamérica sino también en el área andina) traumas cortantes que sugieren accesos por debajo y por encima del pecho, cortando la nuca o el cuello, o bien atravesando la caja torácica entre dos costillas o cercenando de paso el esternón (Figura 9; López L. et al., 2010; Robicsek y Hales, 1984; Tiesler y Cucina, 2007a; Tiesler y Olivier, 2020; Toyne, 2015). Interesa notar al respecto que un estudio reciente sugiere que los mayas del Clásico distinguían entre distintos métodos de acción cortante; mientras que la cardiectomía (kup yoˀhl) se expresa mediante el logograma KUP, ‘aserrar’, que tiene la forma de una hoja de obsidiana en la mano (Beliaev y Houston, 2020) o simplemente de un cuchillo hecho de ese vidrio volcánico con un pequeño gancho en el extremo (Grube, 2000), la decapitación (ch’akb’aah) se escribe utilizando el logograma del hacha CH’AK, ‘cortar con golpe’ (Orejel, 1990).
Las nociones de la apertura violenta y sus experiencias corporales -donación de sangre, consumo, privación y estoicismo ante el dolor- de hecho, se hacen eco de la mayoría de las formas religiosas de inmolación humana. La encarnación podría adquirir la forma de privación y tortura, y especialmente la de desfiguración y despersonalización de las víctimas antes de morir. Presentadas en las agendas políticas del sacrificio de enemigos, las víctimas culminaron en cohabitación sagrada con los dioses, mientras que el resto de los participantes experimentaban una concurrencia mística exotérica (Velásquez, 2013: 575-578), añadiendo nuevas almas temporales. El rol del consumo divino de partes y esencias corporales (sangre, cabeza y el corazón bombeando) desempeñaba un papel en la obtención de la continuidad del mundo y de la humanidad. Las nociones destructivas y catárticas en la matanza ritual encuentran su salida en forma de destrucción corporal violenta, donación y partición de segmentos corporales y esencias (Tiesler y Cucina, 2007b: 18-25). La lustración en forma de censura, baile y consumo por el fuego (Limón, 2012) también juega un papel en la promulgación post-sacrificial. Por supuesto, algunos de estos elementos pueden generalizarse para otras culturas del mundo que organizaron sacrificios humanos, mientras que otros están suscritos a los paisajes nativos de Mesoamérica y del mundo maya.
Transformaciones y liberación de componentes anímicos
Un conjunto de poderosos motivos para la inmolación ritual emerge cuando se pone en contexto con componentes anímicos. Como cada uno tiene un particular origen, también son distintivos sus destinos, una vez liberados de los sustratos corporales duros que perecen. Dentro de este esquema, la decapitación o cardiectomía se presentan como la liberación violenta del alma-corazón u oˀhlis (Figura 3). Al separar la cabeza del tórax o extraer el corazón en bombeo (tum, como se expresa en maya clásico o puksiˀik’al, formulado en maya yucateco) directamente de la cavidad torácica, el sistema efímero a través del cual el oˀhlis (Figura 3), el wahyis (Figura 5), el k’ihn (Figuras 1 y 7) y los constituyentes restantes interactuaron y se unieron a lo largo de la vida, se disocia abruptamente. La matanza ritual así “aceleró” la disipación de la amalgama heterogénea, finita, única, irrepetible y caleidoscópica llamada cuerpo humano.
Hay que tener en cuenta que, en la decapitación, las escenas de Chichén Itzá y Aparicio muestran serpientes que emergen de los cuerpos sin cabeza de las víctimas, pero no de las cabezas cortadas sin cuerpo (Figura 10a y b). Tal como señala Virginia E. Miller (2007), entre otros, los siete brotes de sangre también aparecen en los vasos de Tiquisate y en El Tajín, lo que sugiere una innovación pre-nahua relacionada con el culto de Chicomecóatl, el dios “7 Serpiente”, que puede haber motivado esta representación de las corrientes de sangre, que emergen del centro del sistema circulatorio, del pecho o corazón, impregnado de cualidad divina (oˀhils para los mayas clásicos). De representar escenas reales, este tipo de chorro no podría producirse en una decapitación póstuma sino sería el efecto de la amputación de la testa aún con vida, es decir, como modalidad de muerte (Tiesler y Miller, en prensa). En calidad de peri mortem, la sangre brotaría del cuello cortado, principalmente por las arterias carótidas internas y externas y subclavias, mientras que el corazón seguiría bombeando sangre hacia el cuello hasta que la presión arterial desvaneciera junto con el volumen sanguíneo. Tal forma de decapitación invita a una serie de reflexiones acerca de las hachas y los cuchillos aptos para matar a la víctima de un solo golpe. También planteamos por principio que, de ser infligida con un solo tajo, la decapitación debiera haberse llevado a cabo con el cuello de la víctima colocado sobre un apoyo rígido a modo de yunque (Tiesler y Miller, en prensa). Las escenas que retratan esta modalidad de decapitación se encuentran vinculadas con el juego de pelota. Todavía el mito tardío de creación quiché del siglo XVI, el Popol Vuh, equipara el juego de pelota, la decapitación y la subsecuente exhibición de las cabezas con prácticas combinadas que llenaban árboles con cabezas/frutos. En el pasado prehispánico los árboles/paraísos, fertilizados con cabezas humanas, se recreaban en la forma de tzompāntlis, andamios llenos de follaje donde se empalaban o colgaban las cabezas de los decapitados (Miller, 1999: 345-346; Carreón, 2013: 48; Taube, 2017; Tiesler y Miller, en prensa).
El alma-corazón, como la nombra López A. (2009a), no era para los mesoamericanos nativos nada diferente al espíritu del Dios del maíz, el creador que habitaba dentro de sus criaturas: oˀhlis k’uh o ‘dios corazón’ para los mayas clásicos (López A. y Velásquez, 2018: 25). Su signo jeroglífico (T506 o XH4) representaba una pella de masa, que tenía los valores polivalentes de OL, oˀhl[is], ‘ánimo, corazón’, y de WAJ, waaj, ‘tamal, tortilla’ (Figura 3; Taube, 1989; Beliaev y Houston, 2020). Por sus atributos terrestres, el oˀhlis o ‘espíritu’ ocupó el pecho y posiblemente controló los impulsos y pasiones más profundas de los seres humanos. La mayoría de los antiguos mesoamericanos sostuvieron que el corazón sagrado se separó después de la muerte para transitar por la senda subterránea del Sol (b’ih), donde era purgado y purificado de toda memoria terrestre a través del sufrimiento,17 lustrado de experiencia mundana, hasta llegar a la cavidad profunda (yoˀhl ahk) del Monte Florido (Nikteˀ Witz), desde donde ascendía al cielo por el oriente, alcanzando el paraíso celeste del dios solar, para luego renacer ulteriormente en el cuerpo de un bebé de la misma especie (López A., 1994: 220-221; 1997; 2005: 80-81; 2016: 22-23; Taube, 2003: 411-413; 2004; 2005: 42-43, 46-47; Chinchilla, 2011; Velásquez, en prensa). Esta tediosa trayectoria póstuma de los oˀhlis podría acortarse, tal como Taube (2004) argumenta sobre el papel de la Montaña Florida. Se proclamó que los gobernantes mayas semidivinos del Clásico (como el mandatario muerto de Palenque con cara solar, K’ihnich Janaab’ Pakal) trascienden directamente las esferas celestes del cosmos después de descender al inframundo y triunfar sobre la muerte, al conservar su memoria, nombre e identidad (Chinchilla, 2006). También se pensaba que las muertes violentas, como las ocurridas durante la labor de parto o la guerra, acompañaban el ascenso del corazón-espíritu, como López Austin18 ha sostenido para los mesoamericanos del Altiplano Central y se relaciona con el dolor intenso y prolongado que cataliza lustración.
Descarte y procesamiento de cuerpos sacrificados
La violencia inducida per se y el procesamiento corporal peri y post-sacrificial también dejaron sus firmas tafonómicas en el registro material.19 Ahora “roto”, el resto del cuerpo de la víctima consagrada se desintegra en un violento derrame de sangre o se consume en humo y llamas que se elevan hacia el cielo. La esencia del corazón sagrado trasciende directamente los dominios cósmicos en los que el cuerpo sacrificado puede convertirse en el eje del universo que nutre (Figuras 4 y 8). Esta noción se confirma mediante una serie de trayectorias rituales reconstruidas durante el Clásico maya a partir de los depósitos humanos de escondite o depósitos de retención con marcas de violencia peri mortem. Los caminos mortuorios y las historias rituales encuentran expresiones materiales en diversos depósitos humanos de escondite con marcas de violencia peri mortem y en las imágenes míticas representadas en las esculturas y vasijas del sureste mesoamericano y más allá (Figura 11).
Hay que tener en cuenta que muchas de las inmolaciones actualizan pasajes centrales de mitos cosmogónicos. Tal es la auto-inmolación de los dioses para iniciar una nueva era humana, quienes se lanzaron a las llamas ardientes y se convirtieron en el Sol y la Luna. Una recreación de este mito central mesoamericano se celebró en el eje central de un complejo E en Tikal, durante un momento crucial en la historia del Clásico maya: la llegada de los teotihuacanos en 378 d.C. Un bustum de dos individuos, cremados juntos,20 permaneció en la cima de la pira y se llenó después de que se extinguió el fuego (Figura 12; Chinchilla et al., 2015). Los conjuntos de sacrificios primarios de este tipo se limitan en su mayoría a los espacios públicos o religiosos de los núcleos de sitios grandes durante el Clásico, ya que son fragmentos aislados y mezclados de lo que una vez fueron decenas de cuerpos, con múltiples marcas de procesamiento corporal. Éstos sugieren un descarte final posterior al sacrificio, más que los comportamientos funerarios reverenciales. Más aún en el registro mortuorio del período Clásico, dominado por comportamientos ancestrales conducidos individualmente.
La comprensión de las concepciones corporales nativas también proporciona sustancia para ideas más detalladas con respecto a la gran cantidad de formas post-sacrificiales de procesamiento corporal que materializan los documentos iconográficos y la (bio)arqueología. El hecho de que algunas energías vitales sigan estando unidas o sean capaces de regresar al cuerpo de materia pesada, evoca imágenes bien conocidas de metamorfosis, como se describen en el Popol Vuh y otras narraciones míticas tardías. Esto debería ser directamente relevante para la parte del cuerpo denominada b’aahis, ‘frente, rostro’ y locus de la identidad individual, que jugaba un papel sustantivo en los retratos esculpidos o pintados, no sólo de los vivos sino de los montes inertes o fardos mortuorios. Al darse cuenta de que se consideraba que las huellas del k’ihn (Figuras 1 y 7) aún se aferraban al cabello, las uñas y el nombre personal (Velásquez, 2015: 186-187; en prensa), podríamos suponer en consecuencia que estas energías podrían ser repartidas, proyectadas o divididas. En una noción más amplia, los esfuerzos por preservar los restos de familiares fallecidos y revitalizar los residuos queratinosos (McAnany, 2020: 79, 81) dicen mucho sobre la continuidad, la comunicación y el poder de los lugares ancestrales.
Por último, también los wahyis, que definen el tipo de coesencias de las personas (Figura 5), y especialmente los de los chamanes y gobernantes, tuvieron que ser nutridos con sus alimentos preferidos, entre los cuales figuraban partes del cuerpo humano, como la mayoría de las escenas retratan: huesos y cráneos, globos oculares y manos, e incluso bebés de cuerpo completo aparecen en cuencos y tapas de incensario. Estos segmentos corporales -pintados en escenas oníricas- parecen evocar los centros anímicos humanos, donde las fuerzas espirituales de una persona se concentran (Velásquez, 2013: 580-581). A pesar del riesgo que conlleva comparar datos etnográficos con los de los mayas clásicos, pensamos que residuos de este tipo de creencias han sobrevivido en algunos lugares hasta tiempos recientes. Por ejemplo, los nativos tzeltales de la aldea de Cancuc creen que los naguales pálidos abandonan los huesos del “pájaro corazón” que devoran, mientras que sus vecinos jacaltecos creen que los hechiceros flotan sobre la tumba de su víctima recientemente fallecida para comer su carne fresca. Por su parte, los pocomchís usan los huesos de las tumbas para causar daño espiritual (Pitarch, 2006: 64, notas 15 y 65; Stratmeyer y Stratmeyer, 1977: 146; Garza, 1987: 202). Podemos pensar que estos telares folclóricos evocan metafóricamente la mordedura de la carne, la misma conexión semántica que los nativos tzeltales de Pinola utilizan para aludir al canibalismo espiritual: su destrozo no deja marcas físicas en el cuerpo, sino que los vivos lo perciben como un brusco dolor agudo (Hermitte, 1970: 106-107). Las antiguas escenas de convite o banquete de los wayhis constituyen un elemento iconográfico más para identificarlas no como simples coesencias tonalistas, sino como espíritus familiares nagualistas (Houston, Stuart y Taube, 2006: 123).
Sin duda, el trabajo de Zender (2004) y Stuart (2005a) ha cambiado nuestra percepción de los wayhis. Mientras que Zender los devela lingüísticamente como partes inalienables del cuerpo (a diferencia de las coesencias-tonas que vivían en los montes silvestres), Stuart enfatiza su papel en la carnicería, la depredación y el daño general, personificados por hechiceros o encarnados como enfermedad, similar a la noción que Alfonso Villa Rojas (1963) expresa para el nagual tzeltal. Los pobladores de Oxchuc y de Pinola creen que el nagual es un hechizo que asedia a las almas enemigas, las lleva al bosque por la noche para celebrar un banquete, mismo que aparece en los sueños de nigrománticos que experimentan el consumo de las almas como visiones oníricas de alimentos, lo que desde nuestro punto de vista encaja con la información icono-textual de los mayas del Clásico (Velásquez, 2013: 580-581; 2015: 190-192; 2020: 23; en prensa), a pesar de la evangelización y del paso de los siglos, aunque hay muchos más aspectos que este espacio no permite explorar (Guiteras, 2004: 125).
Sacrificio en los asientos del poder dinástico
Ya en los años ochenta del siglo pasado, Linda Schele (1984: 42-43) llamó la atención sobre el hecho de que los señores mayas del Clásico realizaron sacrificios auto-infligidos junto a los cautivos, en lo que ella denominaba “eventos nuevos” (que se traducen como ‘afeitarse, adornarse’ o ‘embijarse’: naw en maya clásico), “actos para ganar mérito con los dioses y ciertamente ante el pueblo”. Sus primeras observaciones ya incorporan potentes nociones de víctimas sustitutas y subrayan dramáticamente la combinación del rol del poder y deber religioso. Los captores victoriosos son retratados solemnemente y con atuendo completo, inexpresivos, indolentes y distantes, reflejando un protocolo de dignidad y mesura que subyace en contener las emociones, en contraste visible con la representación de las víctimas golpeadas y atadas, a punto de ser sacrificadas, desnudas y sangrantes (Figura 13), cuya degradación y vejación da rienda a un vendaval de agitaciones (Fuente, 1970: 17; Houston, 2001: 209; Velásquez, 2019: 144-146).
Las representaciones más notables de tormento y aniquilación de las víctimas en el seno de la corte victoriosa incluyen no sólo sus cuerpos perceptibles, sino también su identidad general y componentes anecuménicos vitales de naturaleza k’uyel; como lo intuyeron precozmente Claude F. Baudez (2009: 270-288), Houston y sus colegas (Houston, 2009: 234-237; Houston, Stuart y Taube, 2006). Su apropiación por parte de los captores podía llevarse a cabo públicamente mucho antes de la occisión ritual. Las insignias y objetos personales se vislumbran en el imaginario sacrificial arrebatados del cuerpo, el cabello se mira desaseado, rapado o rasurado (todos ellos son asientos de k’ihn o calor animado [Figuras 1 y 7], y por lo tanto de identidad personal). Los cautivos eran obligados a realizar sacrificios de sangre, en tanto que sus cuerpos fueron sometidos a una aflicción que, ante los ojos del observador occidental, parece humillante y extrema.
¿Cómo reconciliar la crueldad humana con las normas morales prescritas que están detrás de la autoridad del conductor ritual ceremonial estoico, tal como se lo plantea Houston (2009: 234-237)? Quizá este aspecto se esclarece mejor con la idea de penitencia y lustración forzada sobre las víctimas. Como hemos argumentado anteriormente en nuestro discurso sobre la “frenología” nativa, infligir dolores insoportables o provocar el copioso derramamiento sanguíneo, alimentaría de manera efectiva a los dioses al promover la lustración abrupta del oˀhlis (Figura 3), acortando así, mediante un atajo de sufrimiento agudo, extremo y expedito, la senda de penas y sinsabores que, de otro modo, tendría que seguir el alma lenta, gradual y escalonadamente para llegar a la cueva subterránea (yoˀhl ahk) del Monte Florido (Nikteˀ Witz), cavidad de las semillas-corazones (Tiesler y Olivier, 2020). De este modo, los piadosos sacrificadores mayas hacían un mérito sacrosanto, velando por el bienestar colectivo. La occisión era un sacramento para la salvación del mundo y no del alma individual.21
No omitimos señalar en este apartado que las llamadas “occisiones de prestigio” (dirigidas a y por las élites únicamente), ciertamente identifican nociones distintivas al del sacrificio religioso propiamente dicho: a saber, aquellas que beneficiaban, más que a la colectividad, a la vida y fuerza de la realeza. En el registro arqueológico del período Clásico, los remanentes físicos de este tipo de matanza ritualizada corresponden a los entierros que acompañan los cuerpos de gobernantes difuntos.22 El hecho de que los compañeros de este tipo aparezcan en los núcleos de las grandes capitales del interior, fortalece la idea de que los sacrificios aristocráticos solían formar parte de los episodios liminares de la vida y la muerte dinásticas. No obstante, conviene preguntarse si este tipo de occisiones no eran también sacrificios destinados para el bien colectivo, toda vez que la fuente de autoridad de los ajaw y los k’uhul ajaw residía en presentarse como centro de cohesión social, encarnación de los ideales cósmicos y de los valores comunitarios (Velásquez, 2009: 229).
Colofón: el sacrificio humano tras el colapso maya del Clásico
Las propuestas aquí esgrimidas fueron pensadas desde la perspectiva de los datos provenientes de las Tierras Bajas durante el periodo Clásico Tardío (600-800 d.C.), aunque es factible suponer que algunos aspectos sobrevivieron en épocas más recientes. Cerramos nuestro ensayo con una serie de reflexiones acerca de los giros del sacrificio humano (y tratamientos póstumos correlacionados) durante y después del cierre del período Clásico. Es una época cuando el registro de cultura material no funeraria y presumiblemente post-sacrificial aumenta de forma precipitada en presencia y variedad en los paisajes culturales mayas y aledaños, apuntando hacía una práctica cada vez más masiva de procesamientos rituales del cuerpo humano. El entonces aumento y diversificación de la violencia ritualizada queda patente sobre todo en los despojos pos-sacrificiales, altamente procesados, de los grandes centros posclásicos de la península de Yucatán (Chichén Itzá, Mayapán y Champotón), y más al sur los centros remanentes (o en caso reocupados) de las Tierras Altas, como son Toniná, Lagartero e Iximché. Podemos especular que el repunte colectivo de la violencia ritualizada tras el colapso maya -rotundo fracaso y ocaso de un mundo social entero tras siglos de permanencia- haya respondido a la necesidad de una renovación ideología, adoptando para ello advocaciones pan-mesoamericanas corporeizadas mediante nuevas, diversificadas coreografías sacrificiales. Llama la atención que los contextos mortuorios tardíos incluyen una mayor amplitud de conductas de tratamiento póstumo del cuerpo humano, como la ebullición, asado, incineración, diferentes formas de cocción, desmembramiento, desollamiento y descarnación total, sólo por nombrar algunos (Ruiz, 2020; Tiesler y Cucina, 2007b; Tiesler, 2018 y 2020; Tiesler y Folan, en prensa; Tiesler y Miller, en prensa). Estos tratamientos tardíos parecen contrastar con el énfasis maya clásico todavía en cuerpos individuales como alimento sacro o la captura de proyecciones anímicas dentro de enterramientos (McAnany, 2020: 76). Examinadas en unidades contextuales culturalmente relevantes, las firmas tafonómicas derivadas de aquellos tratamientos sacrificiales secuenciables propician, sin duda, nuevos puntos de partida para desentrañar con mayor atino y conocimiento de causa los comportamientos mortuorios que distinguen la muerte inducida de la natural y actitudes relacionadas con la violencia corporeizada en un panorama ideológico, étnico, político y militar cada vez más inestable y cambiante, en vísperas de una nueva era.
Reconocimientos
Nuestro estudio forma parte de una colaboración de largo aliento que se ha alimentado de fértiles diálogos con otros colegas. Agradecemos en este sentido las conversaciones con Stephen D. Houston, Alfonso Lacadena García-Gallo(†), Alfredo López Austin, Virginia A. Miller, Pedro Pitarch Ramón, Guilhem Olivier, David S. Stuart y Karl A. Taube, así como los comentarios de tres revisores anónimos. La versión preliminar de este trabajo la presentamos en 2015 en ocasión del 3° Incontro Internazionale di Studi di Antropologia e Archeologia a Confronto, celebrado en Roma y publicado en 2018. Una parte de esta investigación derivó de una estancia veraniega en la Dumbarton Oaks Research Library and Collection (Trustees for Harvard University).