Situación sin duda poco común es que un biólogo distraiga parte de su tiempo para regalarnos a los del pueblo llano una guía de plantas ornamentales que se pueden apreciar en los huertos familiares mayas del sur de Yucatán. Los motivos los explica el autor ya desde la presentación: concibió el libro como un homenaje a quienes han sido sus anfitriones a lo largo de sus trabajos de campo, a la vez que como un estímulo a sus alumnos, a fin de interesarlos en la temática con objetivos no sólo de aumentar sus conocimientos académicos sino también de mostrar las posibilidades de su cultivo para coadyuvar en el desarrollo local y regional. Así pues, agradece a quienes fueron maestros en compartirle un saber al menos centenario, al tiempo que, habiendo re-elaborado y completado tal saber, él pasa a ser mentor, a modo de bisagra trasmisora del conocimiento.
El libro, de factura atractiva y lectura amena, nos ofrece de entrada una guía para adentrarnos en el que será el espacio abordado, esto es, lo que se conceptúa como huerto familiar, solar o traspatio, y lo hace desde una perspectiva diacrónica, ya que aborda tanto definiciones de hace cerca de cinco décadas, como otras más recientes. Todo ello, se nos advierte desde el inicio, no únicamente como agroecosistemas o aludiendo a su carácter agroproductivo, sino buscando dar cuenta de las dinámicas sociales, económicas, históricas y culturales que encierra este tipo de cultivos.
Esto último da pie al autor para ofrecer una descripción acompañada de una valiosa síntesis acerca del papel que juegan los solares como reservorios de germoplasma vegetal, fúngico y animal, al mismo tiempo que espacios de convivencia y socialización humana y de interacción con diversas entidades anímicas; un aspecto que han descrito con particular detenimiento Ella Fanny Quintal y su equipo (2003, 2006), y que, en su conjunto, permite a Mauricio Hernández postular la concepción de esos huertos familiares como auténticos “territorios de la vida cotidiana de la familia maya yucateca” (2023: 12), y, yo agregaría, de numerosas familias mestizas también.
Dejo al lector el placer de recorrer esos espacios a través de las páginas iniciales del libro, y deambular entre definiciones, núcleos domésticos, unidades de territorialidad, patrones de residencia, espacios y actividades separados por géneros, o los destinados a viviendas de animales (hobones para albergar a meliponas y trigonas, chiqueros, corrales para aves), o a usos rituales, tanto para rogar por los humanos, como por los animales y, por supuesto, por el terreno mismo, o para ofrendar a aquellas entidades incorpóreas que se considera habitan en el entorno, sino es que en la misma casa o en construcciones aledañas como los pozos.
Acompañar al autor en su descripción de la configuración espacial de los huertos facilita apreciar las áreas de vivienda, las de hortalizas y condimentos, las de frutales, las estructuras o utensilios donde se ubican algunas plantas medicinales, así como la situación de las áreas destinadas a pequeñas milpas, las reservadas para que crezca libre la vegetación secundaria y, por supuesto, aquellas donde reinan las ornamentales, en las que voy a centrar mis comentarios, después de agradecer a la Universidad Intercultural de Tabasco la amplitud de miras y su generosidad para editar un texto que nos habla de ciertas peculiaridades de un territorio algo distante en kilómetros, pero indudablemente más próximo en aspectos socioculturales.
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La Guía, que a más de informativa en cuanto a sus textos, se avala como un itinerario estético, en tanto muestra con sus fotos la belleza de la flora tratada, y hace patente, en interlíneas, el porqué esos ejemplares son considerados “ornamentales”, ofrece al mismo tiempo, como buena guía, derroteros geográficos, etimológicos y hasta médicos, bien alertándonos acerca de toxicidades, bien informándonos sobre propiedades terapéuticas.
Los itinerarios geográficos se aprecian en la sección que cada ficha dedica al “origen” de los ejemplares, donde vemos literalmente al mundo entero germinar en los humildes solares del sur de Yucatán. Remontándose a los tiempos en que el Virreinato de la Nueva España llegaba a la frontera del Darién, puede uno explicarse sin problema la procedencia de plantas de Costa Rica y Panamá, y si recordamos que los linderos virreinales se extendían hasta Filipinas, no extraña la presencia de plantas como las bellas palmeras kerpis (que hacen justicia a su nombre de Adonidia, en recuerdo de Adonis), en tanto que del comercio con la América llamada Meridional o Austral nos quedan testimonios como los árboles “del Pirú”, que se dice que trajo a México el virrey Velasco, o las “jacarandás” aportadas desde Brasil; plantas ambas que son ya parte del paisaje de los altiplanos centrales.
Por el galeón de Manila, que anclaba en el Pacífico, podrían haber transitado los primeros ejemplares de flora originaria de las mismas Filipinas, China, Corea y Japón (como el distintivo crisantemo), y la historia de las batallas entre españoles, portugueses, holandeses e ingleses por apoderarse del archipiélago que conforman las antes llamadas islas de las Especias, islas especieras o la Especiería (ricas en clavo de olor y nuez moscada), nos ayudaría a explicar la presencia de plantas originarias de las Molucas, consideradas intersección geográfica y cultural de Asia y Oceanía. Pero la Guía no deja de plantearnos sutiles interrogantes para saber cómo y cuándo llegaron hasta la Península yucateca ejemplares del África Tropical, Kenia, Tanzania, Malawi, Zimbabue, Yemen, Etiopía, Madagascar, Arabia Saudita, India, Myanmar, las Islas Salomón y Vanuatu, hasta representantes del Asia Tropical y Los Himalayas.
Otro sendero que nos invita a recorrer la Guía es el de la taxonomía y las etimologías, en ocasiones asaz singulares. Nos enteramos, por ejemplo, que la flor emblemática de nuestro país, la dalia, recibió ese nombre en honor al botánico sueco Anders Dahl, siendo sacrificados en el altar de los bautismos científicos sus dos eufónicos nombres en náhuatl acocotli y cocoxóchitl. Nada extraño; hojas adelante nos enteramos de que otra flor muy popular y originaria de nuestro país, la zinia (llamada “carolina” en Yucatán, región donde cambian tantos nombres, incluyendo el de las populares galletas Marías, que pasan a ser Alicias), se denomina así en honor a Johann Gottfried Zinn, profesor alemán de anatomía y botánica en la Universidad de Gotinga, quien sin duda debió ser muy brillante pues alcanzó a dejar tales improntas pese a haber muerto a los 32 años. Caso más extremo es el del sin par cempoalxóchitl, nacido en estas tierras (aunque ahora invaden las tumbas de nuestros muertos los cultivados en China), que fue nombrado Tagetes erecta, en honor a Tages, ¡una deidad etrusca!, que se cuenta brotó de la tierra arada en el centro de Italia. Y hablando de dioses y diosas que fungen como madrinas o padrinos de nombres científicos, allí está la Ixora coccinea, flor nacional de Surinam, cuya denominación “proviene de la expresión fonética del sánscrito Ishwara”, relacionada con Shiva, deidad del hinduismo (Hernández, op. cit.: 133).
A veces, empero, no es a la prolífica imaginación de los biólogos a quienes debemos el sacrificio de los nombres locales, sino a nuestra falta de conocimiento de la gesta de procesos particulares y regionales de creación de identidades y, en consecuencia, el que no mostremos tesón para defender esos nombres con que inicialmente se presentaron al mundo, como se aprecia con absoluta claridad en el caso de
solanáceas como el tómatl, el xitómatl, el coatltómatl, el miltómatl, el izhoatómatl, el coztómatl y otras variedades, que describió con particular detalle ya desde el siglo XVI el protomédico Francisco Hernández (1959, t. II, vol. I: 227-232), y no pocas de las cuales ofrendaron no sólo su sabor, sino hasta el nombre y la genética, para regresar a nosotros híbridas y rebautizadas como cherry, brandywine, russian, lime green, siberian, sun sugar, hawaiana, valenciana y otras denominaciones que nos imponen la mercadotecnia y la moda (Ruz, 2022, p. 40).
En este sentido, permítaseme apuntar, de inicio, que me sorprendió no encontrar en la Guía que hoy presentamos el registro de los nombres mayas, incluso cuando se tratase de neologismos, que harto capaz es la lengua maya de crearlos, o hasta de intercambiar nombres, como se registró en ocasiones entre la fauna americana y la aportada por los españoles. Así, recordemos, los mayas peninsulares prestaron el nombre del tapir o danta, tzimin, al caballo, el cual pasó a denominarse “tapir castellano” (castilan/castelan tzimin), mientras que las largas orejas de la mula le valieron ser asimilada con el conejo, thul, a más de su asociación con la danta por el hecho de tratarse de un equino; por ello, thul tzimin fue su apelativo maya (Beltrán de Santa Rosa, 2002: 295). Al tiempo, el pecarí (considerado por los hispanos como “jabalí”), le prestó nombre al puerco: jabalí castellano (castilan/castelan keken o kekem), y el gallo se tornó en guajolote castellano (castilan /castelan cutz). Guajolote, por cierto, que transmutó su nombre por influencia de los que en alguna época estimularon su comercio, al igual que el del maíz, lo que explica que éste se llame en italiano “grano turco”, mientras que el ave pasó a denominarse en inglés turkey. Otro fue el derrotero del bautismo de la tuna, que, junto con el nopal mismo (Opuntia ficus-indica), se nombró en italiano fico d’India: higo de Las Indias.
Testimonios de estos extraños viajes y virajes en la nomenclatura abundan en la singular Guía elaborada por Mauricio Hernández, que nos enseña que la hierba perenne con hojas en forma de escudo, verdes, con llamativas pintas blancas y nervaduras rosadas, que los mortales conocemos como “alas de ángel” o “paleta de pintor”, y los biólogos como Caladium bicolor, recibió esa denominación por el nombre vernáculo de kaladi que le dan en ciertas partes de la India, pero se nos dice también que es originaria ¡de la Amazonía brasileña!
Igualmente curioso es el caso de la denominada popularmente con los nombres de terciopelo blanco o hierba de araña (en razón de las numerosas vellosidades blancas que la cubren), o con el apelativo por demás singular de judío errante, que, siendo también originaria de México fue bautizada, por así decirlo, de manera híbrida: Tradescantia, en honor de dos naturalistas ingleses de los siglos xvi y xvii, padre e hijo, jardineros de Carlos I, que “introdujeron muchas plantas nuevas a los jardines ingleses”, y cuyo apellido Tradescant se completó a la vez en la planta con el “apellido” sillamontana, en recuerdo a que el primer ejemplar recolectado lo fue en las cercanía de la ciudad de Monterrey, resguardada por el célebre Cerro de la silla. Y estos exploradores apadrinaron también el bautizo del maguey morado, Tradescantia spathacea, el cual recibió denominaciones sin duda más originales y atractivas de parte del pueblo: Moisés en su cuna o Moisés en su barco; al cabo que, así como al futuro profeta lo salvó del exterminio la cuna flotando en el Nilo, este magueyito cura de hinchazones, pues es bien conocido por sus propiedades antiinflamatorias. Ah, y por si con dos no bastase, el apellido de los Tradescant figura también en el nombre de Tradescantia zebrina, el célebre matalí, de hojas rayadas (de allí lo de zebrina), empleado en Tabasco para elaborar una bebida refrescante (Hernández, op. cit.: 84-86), que lo salva a uno de los intensos calores tropicales.
Otros calores, más intensos, son los que provocaba en el imaginario maya la flor de la Plumeria rubra, conocida popularmente como flor de mayo, que, como bien nos muestran los Cantares de Dzitbalche, era tenida por símbolo de la lujuria, aunque el biólogo limite su toxicidad a su savia lechosa (Hernández, op. cit.: 51).
Ya que, supongo, se me invitó como presentador en parte por ser médico, permítaseme apuntar que otro aspecto particularmente útil de la Guía, es que nos entera de las variadas plantas que son tóxicas, por partes o en su totalidad (a menudo por contener oxalatos de calcio), incluyendo el popularísimo “teléfono”, que, a decir verdad, suena tóxico ya desde su nombre: Epipremnum aureum, no obstante que éste no es más que un simple indicador en griego de sus hábitos de crecimiento: epi, ‘sobre’ y premna, ‘tocón de árbol’. Por su parte, Ipomoea carnea, enredadera que tiene entre sus apelativos, apunta el autor, los de jarritas y campanitas, pero que en otras regiones se denomina “rompe platos”, contiene alcaloides (swainsonina y calisteginas) que resultan tóxicos para cabras, ovejas y ganado de pastoreo, induciéndoles, se nos advierte, “enfermedad neurológica” (Hernández, op. cit.: 89). Hasta la vicaria (Catharanthus roseus), tan humilde como común, es capaz de provocar intensos dolores abdominales si se ingiere, ya que su savia contiene viscritina. Aunque, justo es señalarlo, es también usada para tratar la leucemia. Y, en el extremo opuesto de la humildad, el narciso (Nerium oleander L.) es tan tóxico que, para intoxicarse, basta con aspirar el humo que desprende cuando se quema.
Puesto que me referí a la egolatría del mítico Narciso, enamorado de sí mismo, aprovecho para señalar que en esta Guía nos enteramos hasta de particularidades de “carácter” de las plantas por así decirlo, como el hecho de que al atractivo miramelindo, que engalana tantos jardines en Tabasco, se le bautizó como Impatiens balsamina, pues la tildaron de “impaciente” debido a que, cito, “el fruto abre súbitamente y con fuerza para dispersar las semillas”. Sin faltar alguna nota acerca de características, no de las plantas, sino de sus dueños, como aquella que da fe del orgullo de quienes son poseedores del único ejemplar de la Rosa chinensis f. viridiflora, que ostenta un peculiar racimo apretado de brácteas verdes, a modo de flor (Hernández, op. cit.: 78, 131). Abundan, en cambio, los poseedores de otras variedades de rosas, como la Rosa gallica, que conocemos comúnmente como rosa de Castilla, pero cuyo apellido gallica, alude a Gallia, la Francia de los galos.
Regresando a las plantas venenosas, vemos que se cuenta también entre ellas, la llamada “corona de espinas” o “corona de Cristo”, muy común en la Península, que a más de una savia tóxica muestra, por cierto, un “mestizaje” curioso en su nombre científico: Euphorbia milii, que en su primera parte, nos ilustran, evoca el nombre dado “por Dioscórides a un árbol, en honor a Euphorbus, médico griego del rey Juba II de Mauritania”, mientras que el milii honra al barón francés Pierre Bernard de Milius, “quien introdujo su cultivo en Francia” (Hernández, op. cit.: 103). Próxima a ésta, y productora de una savia blanca irritante a la piel (aunque se acota que sus flores y hojas son terapéuticas) es Euphorbia pulcherrima, la cuetlaxochitl nahua, originaria de México, que se hizo célebre en el mundo entero como “nochebuena” o “flor de Navidad”.
Veneno mucho más antiguo que el de la nochebuena incluso, es sin duda el que guarda en todas sus partes, y especialmente en las semillas, la cicada, esa espléndida planta que por mucho tiempo se consideró una palma, y que ahora sabemos que es prácticamente un fósil viviente, pues apareció en la Tierra hace cerca de 280 millones de años, y cohabitó con los dinosaurios.
Dato de interés que también nos ofrece la Guía es que hay otras Euphorbia que se reputan como venenosas, pero incluso así se cultivan, como la trigona, que además de altamente tóxica para ojos y piel, es tan invasiva “que puede escaparse de cultivo y desplazar a las especies nativas”, o la tithymaloides cuya savia puede igualmente irritar la piel y los ojos, y causar indigestión y molestias estomacales, pero es considerada irritante también para otros seres, de allí que en las comunidades mayas se siembre “en las esquinas del solar, para ahuyentar los malos vientos” y se recurra a ella para ciertos rituales (Hernández, op. cit.: 104-105), lo que trae a la mente que en los Documentos de Sotuta, libros de medicina maya de la época virreinal, aparecen elementos de la flora a modo de “remedios” para conjurar la caída de rayos, como el sembrar juntas higuera y ruda, “p[o]r la grande unión q[u]e entre sí tienen, p[ue]s entre ambas son enemigos de cosas como son espíritus malignos, [h]echiserías, brujas y rallos, p[ues] hay quienes afirman q[u]e en parte donde estuvieren estas plantas, jamás se a bisto caer rallo, ni ber cosa mala” (Gubler et al., 2023: 138, 259).
Venenosos son también los atractivos frutillos de la lantana (Lantana cámara,Hernández, op. cit.: 140), lo que, a estas alturas de la vida me ayuda a explicarme por qué en mi infancia en Comalcalco todas las personas, en la casa o en la escuela, nos ordenaban alejarnos de estas plantas, aduciendo que eran resguardo de culebras atraídas por su sombra, color y frutos. Más raro habrá sido el que a algunos les recomienden alejarse de la llamada “Estrella de Belén”, que fue bautizada Hippobroma aludiendo a que se describió como venenosa para los caballos (hyppos), a más de que produce una savia lechosa que se reporta como cáustica para la piel (Hernández, op. cit.: 80).
Y ya metidos a la esfera de la zoología, vemos que al Cestrum nocturnum, o jazmín de noche, cuyo olor todos apreciamos, se le atribuye intoxicar a los animales de pastoreo, pues sus hojas tienen alcaloides anticolinérgicos que les pueden provocar broncodilatación Por su parte, la Melia azedarach, lila persa o paraíso, parienta del nim (Azadirachta indica), es insecticida, al igual que éste, pero su corteza y fruto son reportados como venenosos. Y si los insectos han de cuidarse de esta lila y del nim, peces y presas de caza deberán velar por no ser alcanzados por las puntas de flecha que se untan en África con la savia de la rosa del desierto o falsa azalea (Adenium obesum), pues contiene glucósidos cardiacos muy tóxicos (Hernández, op. cit.: 137, 116, 47).
Particularmente venenosa es la Brugmansia x candida, con flores de varios colores (blancas, rosas, moradas y doradas) y con numerosos nombres populares, tanto en español como en lenguas indígenas, que, nos ilustra el autor, es un híbrido de dos especies andinas tropicales, B. versicolor y B. aurea. Este famoso floripondio, como es sabido, puede causar la muerte si se ingiere o inhala pues contiene escopolamina, un potente narcótico (Hernández, op. cit.: 135), a más de atropina y otros alcaloides. Es conocido su empleo para inflamaciones, infecciones, heridas, como analgésico y también como alucinógeno, a más de que en algunos lugares se recomienda poner una flor bajo la almohada para concebir el sueño.1 El diario, ¡que no el eterno!
Varias de las especies ilustradas son, en cambio, reputadas como terapéuticas, como la buganvilia (Bougainvillea x buttiana), originaria de América y muy socorrida para preparar tés antigripales, o la vara de San José (Alcea rosea), originaria del suroeste de China, que se nos informa es “ampliamente utilizada en medicina tradicional asiática como antiinflamatorio, astringente, diurético, emoliente y febrífugo”, o el clavel de oro o escobillo (Turnera ulmifolia), que entre sus lugares de origen tiene a México, y a la que se atribuye efectividad contra las úlceras y las inflamaciones. Otro ejemplo es la Thevetia ahouai (la peculiar forma de cuyos frutos le valió ser bautizada por el vulgo como “huevo de gato”), la cual produce un látex que, se nos dice, es recomendado en Oaxaca a modo de purgante o como analgésico para dolores de muelas; mientras que para la Pilea microphylla se reportan propiedades antibacterianas y analgésicas, por lo que se emplea para dolores de parto y de vías urinarias (que, como es sabido, pueden ser a veces particularmente dolorosos), pero como “Nada es perfecto”, se le considera una amenaza a los ecosistemas tropicales y subtropicales dado su potencial invasivo (Hernández, op. cit.: 113, 119, 122, 141).
Más allá de algunas notas que se les dedican en la parte introductoria, rara vez aparecen en el listado plantas consideradas con propiedades terapéuticas por los propios mayas, aunque no sabría si esto obedece a que se siembran en estructuras elevadas como el ka’anche’ y el wolche’, o en otras áreas del solar (o incluso de la milpa), en tanto no son especialmente “ornamentales”, o es porque ya no es tan usual su cultivo. Entre las pocas que figuran tenemos a la Portulaca oleracea L., especie de verdolaga, comestible, que sabemos era empleada en la zona desde hace al menos dos siglos con fines terapéuticos, según el Libro de Medicina Maya de Sotuta A, donde figura con su nombre original en lengua: xukul (Gubler et al., op. cit.: 49), y que se cultiva en la zona de que da cuenta esta Guía, pero no se apuntan aquí sus atributos terapéuticos. Aparecen, asimismo, dos plantas que recibieron su denominación científica por mostrar alguna semejanza con ella: la Portulaca grandiflora, mañanita repollada o verdolaga de jardín, y la Portulacaria afra, que es conocida en la región como bonsái, planta jade, árbol jade o arbusto elefante (Hernández, op. cit.: 99, 128,129).
No todo se restringe, sin embargo, a usos vinculados con el binomio salud/enfermedad, hay ejemplos de otros muchos, desde aquellos comunes en la región como emplear el bambú (Bambusa cf. vulgaris) para la construcción, hasta los más inesperados, como la rosa de china o tulipán Hibiscus rosa-sinensis, que en el nombre marca el origen, los pétalos de cuyas flores son usados en la India, para extraer pigmentos con que maquillarse los párpados, o ¡para pulir el calzado!, por lo que la llaman “planta limpiabotas”. Aparecen también en la Guía la oreja de elefante (o taro gigante), Alocasia macrorrhizos, de la cual en el sureste asiático se aprovecha el cormo como alimento, en tanto que en América se da de comer a los animales de traspatio, mientras que su pariente, la Alocasia odora, también llamada oreja de elefante (o lirio de olor nocturno, como anuncia su apelativo de odora), al tiempo que produce un látex ligeramente tóxico, ofrece a los terapeutas chinos sus rizomas, tenidos por eficaces contra dolores gástricos y abdominales, y sus hojas para tratar abscesos. La bien conocida sábila (Aloe vera), según se apunta, se utilizaba como purga desde tiempos de Alejandro Magno, pero también con fines cosméticos (Hernández, op. cit.: 55, 56, 117, 144).
Y ya que hablamos de usos inesperados y cosméticos, cabe recordar que el cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, al referirse a la América Central, invocó las cualidades terapéuticas del cacao, y sus usos en la cocina, pero también mencionó sus utilidades cosméticas, y la “galanura” que, en opinión de ambos sexos, se desprendía de su empleo. Narra que los naturales hacían con las almendras una pasta,
É aquella pasta tiéndensela por los carrillos [mejillas] é barba, é sobre las narices, que parece van embarrados de lodo o barro leonado, é alguno muy roxo porque mezclan bixa [achiote] con ello; é después que lo han así tendido ellos é las mujeres, aquel piensan que va más galán que más embarrado va; é assí se van al mercado o a haçer lo que les conviene, é de rato en rato chúpanse aquel su açeyte, tomándolo poco a poco con el dedo” (1851, t. I, Libro VIII, cap. XXX, p. 318. El énfasis es mío).
Muestra clara de las diferencias de apreciación cultural es que mientras los naturales consideraban esa pasta algo útil y deseable, “porque con aquello se sostienen mucho é les quita la sed é la hambre, é los guarda del sol é del ayre la tez de la cara”, los cristianos lo tildaban de “mucha suciedad” (ibid.). No obstante, con el paso del tiempo, los no indios también reconocieron las propiedades dermatológicas del fruto, pues a decir de Thomas Gage, en el siglo XVII no faltaban mujeres criollas que recurriesen a la manteca del cacao “para ponerse el cutis más fino” (1946, p. 152).
Aprovecho la referencia a un fruto tan identificado con Tabasco como es el cacao, para concluir, y lo hago citando la última ficha, la de Hedychium coronarium, que perfuma el imaginario del recuerdo “choco”, y hasta la canción-himno de Las blancas mariposas, ¿qué mejor broche de oro para cerrar el trabajo de un tabasqueño?
Tabasqueño a quien no queda más que extender un amplio agradecimiento por regalarnos una obra donde, a la par de las plantas, podemos ver florecer su saber y su capacidad para compartirlo.