El 10 de abril de 1864, el archiduque Maximiliano de Austria finalmente aceptó la corona que le ofrecía una delegación de notables mexicanos que decían representar la voluntad del pueblo de México. El proyecto de establecer una monarquía, desde hacía años anhelado por el partido conservador, fue llevado adelante por Napoleón III, quien deseaba ampliar la influencia de su imperio. Entre diciembre de 1861 y enero de 1862 habían desembarcado en Veracruz tropas de una coalición formada por España, Gran Bretaña y Francia con el objetivo de forzar al gobierno de Juárez al pago de su deuda, suspendido por carecer el tesoro público de recursos, tras tres años de guerra civil. La coalición de potencias pronto había divergido en sus propósitos. Mientras que las dos primeras se habían mostrado dispuestas a negociar y habían decidido retirar sus tropas, Francia se había manifestado resuelta a derrotar al gobierno republicano y a llevar adelante su proyecto de establecer una monarquía adicta en México. La ocasión parecía propicia. El país estaba dividido, el gobierno liberal carecía de recursos y Estados Unidos, opuesto a cualquier intervención europea en América, se encontraba sumergido en una guerra civil. Lejos de retirarse, el cuerpo expedicionario francés reforzado por nuevos contingentes, a pesar de sufrir una derrota en Puebla en mayo de 1862, había logrado ocupar la capital y la mayoría de las ciudades del país. El gobierno de Juárez se había visto forzado a huir a San Luis Potosí y, con el avance francés, a otras ciudades más al norte, cerca de la frontera con Estados Unidos.
Maximiliano desembarcó en Veracruz a finales de mayo de 1864. Durante los siguientes dos años, el gobierno imperial enfrentó enormes problemas financieros, se enajenó el apoyo del partido conservador y de la Iglesia católica, sus principales aliados en México, y sufrió una resistencia tenaz de los partidarios de la República, que consumió la mayor parte del presupuesto. Finalmente, la prematura salida de las tropas francesas, en enero de 1867, precipitó su caída. El ejército imperial fue derrotado por los partidarios de la República en los meses siguientes y Maximiliano fue fusilado en Querétaro en junio de ese mismo año.
Desde finales de 1864 y hasta enero de 1867, el imperio contó con la colaboración de otros dos cuerpos armados extranjeros. El primero estaba formado por seis mil quinientos hombres reclutados en el imperio austrohúngaro y el segundo por mil quinientos reclutados en Bélgica. La historia de dichos cuerpos ha despertado cierto interés en los historiadores de lengua alemana y entre los belgas, e importantes trabajos fueron elaborados en ocasión del centenario del imperio.1 Posteriormente, han sido editados y publicados los diarios y la correspondencia de algunos voluntarios. En el caso de los austriacos, ciertas obras han sido traducidas al español o, incluso, publicadas en México. Sin embargo, la historia del Cuerpo de Voluntarios Belgas es menos conocida en nuestro país. Sólo se ha publicado un breve trabajo hace más de medio siglo.2 El interés del presente artículo no es cubrir el vacío, sino despertar el interés respecto al Cuerpo de Voluntarios Belgas y la intervención de otras naciones europeas en el esfuerzo por establecer una monarquía en México.
La organización del cuerpo de voluntarios
Durante las negociaciones que precedieron la aceptación del trono, Napoleón III se comprometió, a fin de sostener el imperio, a mantener un cuerpo expedicionario de al menos veinte mil hombres por un mínimo de tres años y a permitir a la Legión Extranjera, de cerca de ocho mil, a permanecer en México por un tiempo indefinido. Asimismo, se mencionó la conveniencia de contar con el apoyo de otras tropas europeas que, bajo el mando de Maximiliano, colaboraran en las tareas de pacificación y, en previsión de la salida de las tropas francesas, constituyeran el núcleo del nuevo ejército imperial.
El emperador Francisco José, como única concesión a su hermano y, a cambio de su renuncia a sus derechos dinásticos, le otorgó permiso de reclutar un cuerpo de seis mil voluntarios del imperio austrohúngaro, quienes servirían como su guardia personal. Asimismo, el archiduque solicitó al rey Leopoldo de Bélgica, padre de su esposa Carlota, que le concediera hombres para garantizar la seguridad de la emperatriz.3 Ambos cuerpos serían reclutados y transportados por cuenta del imperio.
El rey Leopoldo tenía gran interés en la empresa imperial. Desde finales de 1861, cuando los archiduques recibieron las primeras noticias sobre la posibilidad de ser designados emperadores de México, el rey de Bélgica se manifestó entusiasmado y aconsejó a la pareja aceptar el ofrecimiento.4 A su juicio, el imperio mexicano parecía una solución adecuada a la incómoda situación de la pareja de archiduques, tras su separación del gobierno del reino lombardovéneto. Además, constituía una oportunidad para el engrandecimiento de Bélgica. Ofrecía a su reino la posibilidad de ampliar su influencia política, favorecería la consolidación de una economía en plena expansión y daría oportunidad a los oficiales del ejército de completar su formación, dándoles experiencia de guerra.5 De conformidad con su propósito, el monarca belga recomendó a Maximiliano los servicios de Félix Eloin, hombre de su confianza, quien adquiriría enorme influencia en el gobierno imperial. 6Asimismo, a través de su ministro de Guerra, promovió la formación de un cuerpo de voluntarios e insistió en que participaran en acciones armadas a fin de "justificar el ascendente que Bélgica pudiera tener en el país en el futuro".7
El ministro de Guerra, barón Félix Chazal, debía supervisar la organización de un cuerpo formado por dos batallones, que contarían con un total de dos mil hombres. La empresa no era sencilla. El régimen constitucional de la monarquía belga no concedía al rey la facultad de disponer de las fuerzas armadas y Bélgica, desde su independencia, se había comprometido a ser neutral. En consecuencia, el reclutamiento debía limitarse a voluntarios y, aunque sólo fuera de manera formal, el gobierno debía permanecer ajeno al proyecto. En consecuencia, el ministro de Guerra confió las tareas de organización al general retirado Chapelié, aunque prometió a Maximiliano que nada se haría sin su intervención y consentimiento.8 Asimismo, hizo coincidir el inicio del reclutamiento de la tropa con el periodo de receso de la Cámara de Representantes, a fin de que los diputados se enfrentaran a un hecho consumado y así minimizar su previsible oposición.9
Como primer paso para organizar el cuerpo de voluntarios, el ministro de Guerra debía convencer a un número suficiente de oficiales de alistarse. Según las condiciones establecidas, serían reclutados con un grado superior al que ostentaban en el ejército belga y un salario más elevado. Al término de dos años de servicio podrían engancharse en el ejército mexicano o ser repatriados con cargo al imperio. En su calidad de ministro, el general Chazal les prometió que el rey les concedería permiso para servir bajo la bandera de una potencia extranjera y una licencia de dos años, tras la cual podrían reingresar al ejército.
La oferta de Chazal fue acogida con frialdad por la mayoría de los oficiales. La propuesta no reportaba ventajas a corto plazo para quienes estaban interesados en continuar su carrera militar en Bélgica. Al final de los dos años de licencia, los oficiales volverían a la misma posición que ocupaban antes de salir, sin importar su actuación en México ni la experiencia adquirida. Los años al servicio del imperio sólo contarían para la antigüedad. Asimismo, en caso de invalidez, el pago de la pensión sería responsabilidad del gobierno imperial, cuya suerte era incierta. Sólo a largo plazo, la experiencia de guerra podría favorecer un ascenso, como había sido el caso de los oficiales que habían servido en la Legión Extranjera Francesa.
Treinta y ocho oficiales accedieron a participar. Otros, hasta completar sesenta y dos, fueron reclutados entre los suboficiales. Desde una perspectiva militar y social, el grupo no podía ser considerado como un cuerpo de elite. Primero, su comandante, barón Van der Smissen, protegido del ministro de Guerra, sólo poseía el grado de capitán. Aunque contaba con alguna experiencia, ya que había participado con los franceses en operaciones militares en Argelia, y era hijo de un héroe de la independencia. Según fuentes contemporáneas, su designación obedeció a la ausencia de candidatos con mayor rango y prestigio militares.10 Los demás poseían los grados de teniente y subteniente, y eran relativamente jóvenes.
Pero sobre todo, en su mayoría, carecían de educación militar formal y de experiencia de guerra. Incluyendo al comandante, sólo tres habían combatido y sólo siete habían acudido a la escuela mi litar. Asimismo, salvo el caso de contados aristócratas, como los barones Ernest Chazal -hijo del ministro de Guerra-, Van der Straten-Waillet, y el conde Visart de Bocarmé, los oficiales eran de origen modesto y habían ingresado al ejército como soldados. 11
Una vez reunidos los oficiales, el general Chapelié procedió a organizar el reclutamiento de suboficiales y soldados. El primero de agosto de 1864 una comisión de admisión se instaló en la pequeña ciudad de Audenarde, al noroeste de Bruselas, con ese propósito. Días antes, el barón Chazal había enviado una nota a los comandantes de los diversos cuerpos del ejército solicitando su colaboración12 y se habían puesto carteles en los muros de los pueblos y ciudades pidiendo voluntarios. 13 Éstos debían servir por un periodo de seis años y, a cambio, se ofrecía una atractiva prima de reclutamiento, equipo, vestido y alimentos, un salario decoroso, la posibilidad de regresar en cualquier momento, "si no pudieran aclimatarse", a expensas del gobierno mexicano, y una indemnización después de seis años de servicio. Finalmente, un futuro mejor para quien decidiera permanecer en México, ya fuera sirviendo en el ejército o como colonos agrícolas. En este último caso, se prometían tierras fértiles en zonas templadas, facilidades para edificar una vivienda, simientes y aperos de labranza. Se aclaraba que los belgas formarían colonias separadas y tendrían el privilegio de mantenerse armados por cuenta del Estado para la defensa de sus pueblos y tierras.14 Posteriormente , los voluntarios sostendrían que los propagandistas, además, habían mencionado que México había sido pacificado, que su clima era templado y sus tierras fértiles, que la población los recibiría con entusiasmo y que gozarían de una vida cómoda y abundantes alimentos.15
Los aspirantes debían acompañar su solicitud de una copia de su acta de nacimiento, a fin de que constara que tenían más de 21 años y menos de 35. En el caso de los menores de edad, el requisito podía salvarse mediante el consentimiento escrito de los padres. Además, era necesario presentar un certificado de la administración comunal que atestiguara su lugar de residencia, buena conducta y soltería. Asimismo, los aspirantes debían pasar un examen médico que los calificara como aptos.
En un plazo de seis meses, debían reunirse cuatro destacamentos, cada uno de 600 hombres, que partirían con regularidad mensual, desde mediados de octubre de 1864, del puerto de Saint Nazaire, en Francia. El primer destacamento llenó su cupo en menos de un mes. Lo componían 577 suboficiales y soldados y 5 cocineras.16 Dado el elevado número de aspirantes, los requisitos de admisión fueron severos. Chazal afirmaba con orgullo que el contingente "era soberbio, formado por hombres elegidos y comandado por oficiales de elite". Agregaba que "podía compararse con las mejores tropas de Europa".17 En sus memorias, el capitán Timmerhans, sostenía que su composición era excelente. Según su criterio, el contingente estaba formado por "antiguos suboficiales [...] conocidos por su energía [y] soldados hechos [...] y por jóvenes civiles determinados a sacudirse la ociosidad y la funesta influencia de la vida rutinaria de las oficinas".18
Reunir a los otros destacamentos resultó mucho más difícil. La víspera de la partida del segundo destacamento, el 14 de noviembre de 1864, y a pesar del relajamiento de los requisitos, únicamente había 399 hombres y cuatro cocineras dispuestos a embarcarse. De ellos, sólo una quinta parte estaba formada de militares. Los demás eran artesanos sin trabajo, estudiantes y dependientes, la mayoría muy jóvenes y sin instrucción militar.1919 Cuando llegaron a México, Van der Smissen no ocultó su disgusto y afirmó que el destacamento "está formado de pequeños mocosos [...] se dejan desarmar por los mexicanos o bien pierden por el camino a los prisioneros que les son confiados".20 Los últimos dos contingentes sólo lograron reunir a 361 y 190 voluntarios, respectivamente. Sus miembros fueron reclutados en medio del invierno, entre las clases más desfavorecidas, sin atender a requisito alguno.21 A fin de cubrir el cupo, los organizadores reclutaron a más de una docena de menores que carecían de autorización paterna, cuya inclusión provocó agrios debates en la Cámara de Representantes y largas negociaciones para su repatriación.22 Asimismo, a dos centenares de extranjeros, en su mayor parte atraídos por la posibilidad de alcanzar América, y a personas poco aptas para el servicio; por ejemplo, "un alemán tan miope que era incapaz de atravesar una puerta sin tropezarse y a otro sin cuatro dedos en la mano derecha".23 El capitán A. Gauchin, al mando del tercer destacamento, afirmaba que eran "jóvenes de buena voluntad, pero que no han visto un soldado sino en los desfiles".24 Van der Smissen, menos delicado, los denominaba "desechos". Afirmaba que "eran una multitud de endebles que nunca debieron ser reclutados, mequetrefes completamente inapropiados para el servicio".25
A la escasez de aspirantes contribuyó, sin duda, el poco prestigio de la empresa imperial y la oposición de un influyente sector de la clase política. No era la primera vez que los belgas servían bajo otra bandera, pero lo habían hecho sin la intervención del gobierno.26 El caso de los "voluntarios mexicanos" era distinto. No era posible sostener que se tratara de individuos que de forma aislada se preparaban para combatir en México. Era conocido el compromiso del ministro de Guerra, quien había ordenado a sus subordinados ayudar en el reclutamiento. Asimismo, los voluntarios eran organizados por militares belgas, se reunían en cuarteles del Estado y se paseaban de uniforme.
La oposición unió a católicos y liberales. Los primeros calificaban a Maximiliano de demasiado liberal y no habían olvidado la oposición del gobierno al reclutamiento de zuavos pontificios. Los segundos no deseaban ser identificados con un régimen conservador y clerical. En la sesión parlamentaria del 2 de septiembre de 1864, el ministro de Guerra se vio obligado a declarar que el gobierno era ajeno a la organización del cuerpo de voluntarios y debió ordenar a los comandantes del ejército "abstenerse de realizar cualquier acto que pueda comprometer la responsabilidad del gobierno".27 Ello, sin duda, restó legitimidad a los trabajos de organización. Asimismo, quienes se oponían al proyecto orquestaron una hábil propaganda en la prensa y en reuniones callejeras en contra de los trabajos de organización y en defensa del derecho de deserción de quienes se hubieran enganchado.28Por último, bien sea por cuenta de la oposición o producto de la confusión causada por las noticias de México que comenzaron a publicar los periódicos, se multiplicaron los rumores sobre los graves peligros que correrían quienes decidieran ir allá.29
Un problema adicional fue el elevado nivel de deserción. Un buen número de quienes acudieron a la oficina de registro abandonaron el cuerpo antes de partir a México, sin que los organizadores pudieran hacer nada para evitarlo. Cerca de la cuarta parte del total de los reclutas registrados no se embarcó. Muchos dejaron el cuartel sin mayor trámite y sin dejar rastro; otros, llevándose armas y equipo, se engancharon en las tropas papales, o se dirigieron a Lille para participar en la campaña de México con la Legión Extranjera.30 Algunos soldados arrepentidos solicitaron con éxito el reingreso a sus antiguos regimientos y otros consiguieron licencia del ejército belga alegando enfermedad.31
No es posible desentrañar la mezcla de motivos que llevaron a quienes decidieron embarcarse. Sólo se pueden trazar algunas pistas en el caso de los oficiales, de quienes se ha conservado correspondencia y libros de memorias. Mucho más difícil resulta dar cuenta de los motivos de la tropa, cuyos testimonios son escasos.32
La primera motivación de muchos militares fue, sin duda, el deseo de adquirir experiencia de guerra y abandonar la monotonía de la rutina del cuartel. El estatuto de neutralidad había obligado a mantener un ejército reducido, cuyas labores se limitaban a la vigilancia de las fronteras, en particular con los Países Bajos. Era una práctica común que los oficiales que deseaban destacar completaran su formación participando en las operaciones de la Legión Extranjera Francesa y en las fuerzas armadas de otros países. En 1864, el cuerpo de voluntarios ofrecía esa posibilidad. Algunos testimonios mencionan las ansias de los oficiales por tener "la experiencia y las emociones de la guerra".33 Este sentimiento no era ajeno a la tropa. El sargento Gerard admitía haber "soñado la guerra y los combates [...] esa música que retintinea en nuestros oídos cuando uno de los proyectiles pasan cerca de nosotros [...] escuchar los golpes de cañón, la sangre derramada";34 y la mayoría de los soldados, escribía Loomans, deseábamos "gustar un poco las emociones extrañas y terribles que proporciona el temible oficio de la guerra".35
Además la "aventura mexicana" ofrecía la posibilidad de ocupar una posición militar más elevada. "Aquí soy un gran comandante, al frente de tres compañías [escribía el capitán A. Gauchin], yo que en Bélgica comandaba apenas a un caporal y cuatro soldados." 36 Asimismo, para muchos la participación en el cuerpo de voluntarios representaba recursos económicos inmediatos y una oportunidad de iniciar una vida mejor en América. Al respecto son ilustrativas las quejas de los oficiales en relación con la escasa motivación militar de muchos voluntarios. Poco antes de volver a su patria, el teniente E. Walton se lamentaba de que "salvo raras y honorables excepciones, el reclutamiento de civiles no sirvió para nada. Se trataba de una colección de dependientes sin trabajo, de empleados atraídos por una perspectiva de una brillante carrera administrativa [...] de maestros que esperaban convertirse en ministros de instrucción".37 Por último, otros voluntarios soñaban que el prestigio adquirido en combate borraría errores pasados. E. Chazal, por ejemplo, buscaba resarcir ante su padre los excesos de un pasado desordenado,38 y E. Devaux se alistó huyendo de deudas de juego.39
Es posible afirmar que las tareas de reclutamiento resultaron muy por debajo de las expectativas. El general Chazal había prometido reunir a un excelente regimiento, formado por dos mil hombres, de los que entre mil y mil quinientos serían militares y el resto civiles que recibirían instrucción militar antes de partir. Con mucho trabajo, y en ocasiones haciendo caso omiso de los requisitos mínimos, únicamente pudieron embarcarse 1 545 hombres, de los cuales sólo 744 eran militares, incluyendo los oficiales. Los civiles no sólo representaban la mayoría, sino carecían de entrenamiento, de disciplina y de los más elementales conocimientos sobre el manejo de armas.40 La falta de preparación no era exclusiva de los civiles. La gran mayoría de los militares carecía de experiencia, lo que tendría trágicas consecuencias. Maximiliano sostenía que "con los belgas se ha cometido el error de mandarnos niños imberbes [...] [que] se dejan matar como moscas".41 En el mismo sentido, el teniente barón Van der Straten Waillet recordaba que llegaron a México "como hombres caídos de la luna, a pesar de nuestros antiguos africanos, todos éramos novicios... Debíamos impresionar piadosamente a los mexicanos que nos calificaban de inútiles a pie, inútiles a caballo ".42
De Veracruz a México: la primera desilusión
Los destacamentos de voluntarios salieron rumbo a México entre noviembre de 1864 y febrero de 1865. El viaje constituía una arriesgada aventura y, aunque la derrota del imperio frustraría el propósito, muchos embarcaron con la convicción de que dejaban de manera definitiva los afectos y la tierra natales y emprendían una nueva vida en un país que creían que les proporcionaría fortuna y prestigio. Para la mayoría era la primera ocasión que emprendía un largo viaje, y casi ninguno lo había hecho por mar. Los testimonios hablan de una larga travesía en barcos sobrecargados, en los que la estrechez del espacio prácticamente obligaba a la inmovilidad, con una pésima alimentación y un aire pestilente, dada la necesidad de permanecer bajo cubierta debido al mal tiempo.
Tras cerca de seis semanas a bordo, con la sola interrupción de breves escalas en Martinica y Santiago de Cuba, la visión de la costa de México adquiría tonalidades de ensueño; "iluminados por el espléndido sol de los trópicos [...] los edificios de aduanas, las numerosas cúpulas de las iglesias, cuyos mosaicos espejean al sol, dan un aspecto monumental a la ciudad ".43 Otro voluntario afirmaba, "percibí desde el puente del navío una ciudad agradable, y en los alrededores del puerto una multitud considerable". Agregaba que en absoluto su aspecto correspondía a las "lúgubres y terroríficas" descripciones que había leído, que la pintaban "sombría, sucia, y por así decirlo sin habitantes".44
Al desembarcar, sin embargo, la impresión inicial se modificó de manera radical. El estado ruinoso de muchas construcciones, la suciedad, los olores, las bandas de zopilotes sobre calles y tejados, y la escasa cordialidad de la población provocaron desconcierto y desilusión. Para algunos era suficiente con observar que "vistas de cerca todas las ciudades de México pierden bastante".45 Para otros, en cambio, se hacían realidad las más sombrías advertencias: "la ciudad tiene un aspecto triste y sombrío, las calles están sucias y mal conservadas; en algunos barrios se acumulan montañas de basura, cadáveres de perros y otros animales en putrefacción, que emiten un olor horroroso".46 En el mismo sentido, otro recordaría tiempo después, probablemente influido por la derrota, "nos pareció que llegábamos, no a otro continente, sino a otro planeta [...]. ¡Qué pestilencia de calles, sucias y estrechas, en las que bandas de zopilotes, especie de buitres a los que se ha confiado el servicio de limpieza, se deleitaban sobre las innumerables carroñas en descomposición!"47
Poco después del desembarco, los distintos destacamentos belgas abandonaron Veracruz con rumbo a la ciudad de México. Para cubrir la primera etapa del camino utilizaron el ferrocarril, cuyo trazo sólo alcanzaba el puesto francés de Camarón, unas 18 leguas tierra adentro. Las siguientes ocho etapas se hicieron a pie y, según un oficial, en "las más deplorables condiciones".48 El camino resultaba casi intransitable: largos tramos estaban cubiertos de lodo, después de la temporada de lluvias, y otros de resbaladiza arena. Había que atravesar regiones tropicales, cubiertas de espesa vegetación, marchar por zonas áridas, donde el agua escaseaba, y remontar ele vadas montañas. Además, los voluntarios debían llevar a cuestas una pesada carga formada por armas, equipaje y víveres, ya que sólo se proporcionaron mulas a los oficiales. La falta de entrenamiento, lo inadecuado del uniforme, permanentemente húmedo, y el sofocante calor hicieron aún más penosa la empresa; "al cabo de algunos kilómetros, las piernas se dormían, el ritmo de la columna se volvía digno de compasión, los rezagados se multiplicaban".49
Los poblados que debieron atravesar no parecen haber mitigado la dureza del camino. En los relatos y las cartas las pequeñas poblaciones fueron ignoradas o descritas como "lugares miserables, un conjunto de casas de barro e indígenas pobres".50 Asimismo, las ciudades, en general, dejaron una impresión negativa por la suciedad de sus calles y lo ruinoso de sus construcciones. Córdova, que era la primera población de importancia del trayecto, por ejemplo, fue descrita como una "pequeña población muy antigua que fue bella bajo los españoles, pero que, arruinada y en gran parte destruida por las diversas revoluciones, no presenta hoy nada notable, salvo tal vez algunas iglesias".51 Distinto era cuando, por algún motivo, las localidades recordaban al autor su tierra natal. De esta forma, alguno calificó a Orizaba como magnífica porque allí "todo es familiar. Las iglesias son pequeñas, como en los pueblitos de las Ardenas ",52 y otro a Puebla como "una ciudad encantadora, muy limpia, con calles donde uno se creería en Bruselas".53
La opinión que mereció la población no fue mejor. Pocas semanas después de llegar, y a pesar del escaso contacto con los mexicanos, ya que la gran mayoría ignoraba por completo el español, los voluntarios aseveraron, sin manifestar duda alguna, que éstos reunían muchos defectos, ignorancia, fanatismo, suciedad, pereza, cobardía, hipocresía, tendencia al robo y al asesinato y, salvo la agilidad para montar, ninguna cualidad. Algunos, con pretensiones científicas , matizaron estas afirmaciones y clasificaron a la población según su raza. En los extremos estaban las razas "puras", por un lado, los descendientes de españoles y, por el otro, los indios. Los primeros, de raza blanca, "se distinguen por la armonía de sus rasgos y su gracia natural ".54 Constituían la aristocracia, poseían fortuna y ocupaban posiciones clave en la banca y el comercio. Si bien eran considerados superiores al resto por su talento y fortuna, su herencia española los hacía fanáticos. Los segundos, de raza cobriza, tenían talla mediana y constitución robusta. Ocupaban las posiciones más modestas: trabajadores de haciendas, soldados y vendedores de fruta. Inferiores a los blancos, permanecían en estado semisalvaje. En sus relatos, los belgas oscilan entre la piadosa admiración y el temor mezclado con desprecio. Por un lado, los describían cercanos a la naturaleza, casi desnudos, bondadosos y felices como niños, movidos por el instinto, con una alimentación sencilla y austera hasta el extremo. Por el otro, si bien se les atribuían cualidades ligadas al trabajo, como la docilidad y la paciencia, eran calificados de estúpidos, perezosos, sucios, ladrones y con tendencia a la embriaguez. Dichos defectos, sin embargo, no formaban parte de su carácter. Los autores belgas sostenían que eran producto de la opresión a la que habían estado sujetos, "semejante a la esclavitud de las Antillas". En consecuencia, confiaban que con el tiempo se podría "lograr entre ellos el progreso y la civilización".55
Lo contrario sucedía con los mestizos, cuyos defectos, sostenían, formaban parte de su naturaleza. Fieles a los prejuicios de la época, afirmaban que éstos habían heredado todas las malas pasiones de sus ancestros, y ninguna de sus virtudes. De un color que variaba del blanco al amarillo, sus rasgos eran percibidos como irregulares y carentes de armonía. Incluso algún voluntario afirmaba que tenían "algo extraño en sus ojos que los hacía reconocibles".56 Como los españoles eran fanáticos y amantes del lujo; como los indios, ignorantes y perezosos. "Han nacido ladrones y asesinos, fanáticos y vengativos", aseguraba el sargento Widy y agregaba, "en la mañana de rodillas en la iglesia, en la tarde, el puñal en la mano escondidos en la esquina de cualquier calle".57
La única compensación que los voluntarios decían haber tenido en la ruta hacia México era la contemplación de la naturaleza. En contraste con la decadencia de ciudades y habitantes, ésta proporcionaba al país "un aspecto nuevo, salvaje [...] uno se siente cerca de Dios".58 Todo resultaba grandioso, impresionante y digno de alabanza. Las plantas eran magníficas, las cataratas enormes, las barrancas profundas y las montañas gigantescas. Los voluntarios belgas se manifestaban sorprendidos por los enormes contrastes. A la vegetación tropical seguía el desierto, a corta distancia de un sol ardiente, que deshidrataba y mataba, seguía un frío glacial; "un país que encierra todo lo que se puede ver en todas partes del mundo".59 Sólo por su naturaleza México resultaba superior a Bélgica; "sería imposible decirte -escribía E. Chazal a su madre - [...] cómo este país es bello, pintoresco [...]; hemos atravesado bosques, caminado sobre rocas, como nadie en Bélgica podría imaginar".60 Algunos mencionaban la inmensidad del territorio, "uno no se siente estrecho, escaso de movimiento, como en Bélgica";61 otros lo accidentado del terreno, "cuando se sale de Bélgica, donde apenas si encuentra unas colinas, y de repente uno se encuentra al pie de montes gigantescos , uno cree tener un sueño imposible, así es la grandiosidad del espectáculo , por donde se pose la mirada".62 Más adelante, este mismo dirá que la ruta a la capital, a pesar del estado de los caminos y el barro, hacía de México "el país más bello del mundo".63
Al llegar a la ciudad de México, según el relato de M. Loiseau, los voluntarios "creyeron reencontrar parte de sus ilusiones perdidas durante el viaje ".64 Los homenajes que recibieron y la comodidad de las tareas que les fueron encomendadas, sin duda, alentaron dicha esperanza. El primer destacamento fue acogido a la entrada de la ciudad por los emperadores en persona, acompañados por el Estado Mayor Francés. Los belgas recordaban haber recorrido la ciudad entre los vítores de una compacta multitud. "Hemos tenido en México, escribía T. Wahis a su madre, la más bella recepción que jamás se haya hecho a un regimiento".65 La impresión de un oficial del segundo destacamento también fue positiva. Recordaba haber desfilado por la ciudad con música y rodeado de mucha gente. En el caso de su destacamento, fueron los belgas establecidos en la ciudad quienes organizaron un banquete de bienvenida; "los vinos sorprendieron a todo el mundo".66 Una vez instalados, los dos primeros destacamentos sustituyeron a las tropas francesas en Chapultepec, Tacubaya y Molino del Rey, a fin de salvaguardar la residencia de los emperadores y como guardia personal de la emperatriz, y en Río Frío, en el camino de Puebla a México, con la misión de proteger el paso de las diligencias. El tercero hizo una breve escala en Puebla, donde esperaba poder unirse a las tropas francesas que se dirigían a Oaxaca. Sin embargo, a principios de febrero, debido a la inesperada rendición de las fuerzas liberales en aquella ciudad, siguieron a la capital. El último destacamento, que arribó a Veracruz el 8 de marzo, marchó hacia Morelia, para unirse con el resto de las fuerzas belgas, que por esas fechas habían recibido una nueva encomienda.
El primer servicio encomendado a los tres primeros destacamentos, aunque no carecía de peligro, era agradable, en particular para la mayoría que permaneció en la capital. En su correspondencia, algunos alababan la belleza de la ciudad y se manifestaban sorprendidos por la riqueza de su comercio. Otros, sostenían que pasaban el día paseando a caballo. Muchos oficiales se vanagloriaban de asistir a cenas y bailes organizados por el emperador. Unos más, incluso, decían morirse de aburrimiento.67
Sin embargo, el encanto duró tan sólo unas cuantas semanas. Pronto prevaleció el descontento y las quejas se multiplicaron. Muchos oficiales estaban descorazonados. Se rumoraba que ninguno aceptaría prolongar su estancia más allá de dos años. Un soldado aseguraba que "todo el mundo se dejaría cortar la mano derecha por regresar a Bélgica".68 Alegaban que habían sido engañados. Primero, aseguraban que contra la palabra de los enganchadores y lo publicado en Bélgica, el país no estaba pacificado y el imperio no era estable; "las bandas circulan por todos lados y no es prudente aventurarse sólo por los caminos [...] dudo que el imperio llegue a buen fin".69 Segundo, consideraban que la concesión de tierra era una quimera. Tercero, aseguraban que las condiciones del reclutamiento no se habían cumplido. El alojamiento y la alimentación eran precarios, el salario insuficiente dado el elevado costo de la vida y los productos europeos inaccesibles. M. Loiseau sostenía que los voluntarios "esperaban poder degustar una cerveza en la puerta de todas las casas [...]. Pero en eso se equivocaban de nuevo, pues sólo los hijos de familia podían permitirse el lujo de esa bebida que se pagaba muy cara".70 Al respecto, N. Widy aseguraba que, "cuando salimos con la soldada, no se puede beber mucho [...] nos divertimos paseando por las montañas".71 En resumen, "México -sostenía un oficial- [...], para el naturalista, el pintor o el novelista, estoy convencido que es sublime. El primero encuentra insectos enormes, el segundo vistas que nos son imposibles de imaginar y el tercero leyendas en todos los sitios. Sin embargo, cualquier otro debe poseer una gran fortuna [...] en una palabra, no es la tierra prometida".72
La desilusión no sólo se tradujo en lamentos. Para los oficiales resultaba difícil soportar el fuerte temperamento del comandante y, en más de una ocasión, éste aceptó el desafío de batirse en duelo con sus subordinados para resolver sus diferencias. Asimismo, el desorden se incrementó entre una tropa poco dispuesta a someterse a la disciplina militar. Ya en febrero, E. Chazal informaba a su padre, haciendo referencia a los dos primeros destacamentos, que en principio reunían a los mejores hombres, que Van der Smissen "no es capaz de mandar, no es respetado ni amado, y reina la indisciplina".73
Colaborando en las tareas de pacificación
Cuando los voluntarios llegaron a México, el imperio parecía avanzar por buen camino. El presidente Juárez se había visto obligado a refugiarse en el estado de Chihuahua, cerca de la frontera con Estados Unidos; su gobierno estaba dividido y su ejército en franca retirada. Por su parte, el cuerpo expedicionario francés dominaba las principales poblaciones del centro del país y había logrado importantes victorias en el norte. La rendición de Oaxaca, a principios de febrero, supuso una importante derrota para la república y fue interpretada como el golpe de gracia a su ejército. Sin embargo, el país se encontraba lejos de estar pacificado. Las bandas armadas eran numerosas y mantenían amplias zonas rurales fuera del control del imperio. Además, la aventura mexicana empezaba a ser demasiado costosa para Francia y Napoleón III deseaba evitar un enfrentamiento con Estados Unidos, cuya guerra civil estaba próxima a su fin.
En este contexto era urgente organizar la participación de los cuerpos de voluntarios en las tareas de pacificación y, de manera paulatina, sustituir la presencia militar francesa por tropas nacionales, ya fueran indígenas, belgas o austriacas, y confiar al ejército mexicano la defensa del imperio. Si bien desde su llegada los belgas realizaron tareas de vigilancia en los alrededores del Castillo de Chapultepec y los austriacos colaboraron en la pacificación del camino de Veracruz a México, su posición en relación con el mando francés y el ejército imperial debía ser clarificada.
En principio la situación parecía clara: ambos cuerpos estaban formados por voluntarios, quienes se habían comprometido a servir por un periodo determinado, bajo la bandera mexicana, como parte del ejército imperial. Asimismo, habían jurado fidelidad a Maximiliano. Sin embargo, los problemas no tardaron en surgir. A principios de febrero de 1865, pocas semanas después de desembarcar, el general conde Thun, comandante de los voluntarios austriacos, informó a Maximiliano que sus fuerzas habían recuperado la población de Teziutlán. La acción se había llevado a cabo sin el acuerdo del mando militar francés, al que Maximiliano había cedido el control del ejército imperial. La noticia provocó una violenta reacción del mariscal Bazaine, jefe del cuerpo expedicionario francés, quien logró que el emperador notificara a Thun que los cuerpos de voluntarios debían acatar la autoridad militar francesa.
Los oficiales de ambos cuerpos se resistieron a aceptar una posición subordinada, aunque con matices. Mientras Van der Smissen sólo defendía que el cuerpo permaneciera íntegro y distinto del ejército imperial, pero estaba dispuesto a acatar el mando francés,74 el comandante de los austriacos, enemigos históricos de los franceses, sostuvo una postura más radical. Sin tomar en consideración que sus hombres no representaban al imperio austrohúngaro, solicitó que su ejército tuviera la posición que debían guardar los ejércitos de dos potencias aliadas.75 Finalmente, se buscó sortear el conflicto mediante la creación del cuerpo austrobelga, como cuerpo auxiliar del ejército imperial, bajo el mando del general Thun y subordinado al mariscal Bazaine. La solución, sin embargo, no resultó efectiva para unificar las fuerzas militares. Junto con los problemas de mando y precedencia, prevalecía la desconfianza y el resentimiento entre las distintas nacionalidades, abundaban los prejuicios y la comunicación no era fácil dada la diversidad de lenguas, incluso en el interior de ambos cuerpos de voluntarios. En realidad, el cuerpo austrobelga sólo existió en el papel: los belgas y los austriacos nunca coordinaron su acción militar. En realidad, los austriacos operaron con autonomía, concentrándose alrededor de Puebla, ciudad que se convirtió en su guarnición permanente, y los belgas como cuerpo auxiliar del ejército francés.
La intención inicial del mando francés había sido otorgar cierta autonomía de acción al Cuerpo de Voluntarios Belgas. A principios de 1865, el aparente éxito de las operaciones militares en Michoacán había reducido la resistencia liberal a bandas aisladas, lo que hizo posible plantear la sustitución del ejército francés por esta corporación, auxiliada de algunas tropas del ejército imperial. En febrero de 1865, el teniente coronel Van der Smissen fue nombrado gobernador militar del estado y, a principios de marzo, la casi totalidad del cuerpo de voluntarios belgas abandonó la capital con destino a Morelia. Sin embargo, semanas después, las fuerzas liberales dispersas tras la rendición de Oaxaca comenzaron a organizarse en el sur de Michoacán. Su presencia e importancia numérica cancelaron la viabilidad del proyecto. Las autoridades francesas decidieron posponer la salida de su ejército y retiraron el nombramiento a Van der Smissen. Hasta julio de 1865, el Cuerpo de Voluntarios Belgas participó en la campaña de pacificación de Michoacán, al lado del ejército imperial, bajo el mando del coronel francés conde de Potier.
La campaña de Michoacán, según palabras de un oficial belga, fue "una larga peregrinación",76 "caminar jornadas enteras bajo una lluvia torrencial [...] sin saber dónde vamos, sin encontrar un poblado".77 Se trataba de una guerra cuya estrategia resultaba desconcertante. El control imperial se limitaba a las grandes ciudades y el esfuerzo por someter pueblos y caminos obtuvo resultados mínimos. El enemigo parecía invisible. Su persecución resultaba fatigante e inútil. La movilidad de los disidentes era mayor y sus fuerzas tan pronto se dividían en pequeñas bandas y desaparecían como se reagrupaban y realizaban ataques fulminantes. Asimismo, la conquista de los pueblos era efímera. Tras el paso de las fuerzas del imperio, los disidentes retomaban las poblaciones evacuadas con anterioridad.
En los cinco meses que duró la campaña, los belgas participaron en tres acciones de guerra: Zitácuaro, Tácambaro y La Loma. La primera tuvo lugar pocas semanas después de abandonar la capital. En el camino a Morelia, Van der Smissen recibió la orden de reocupar Zitácuaro, cuya guarnición imperial había sido destruida por las fuerzas liberales, y de imponer un castigo ejemplar a su población, acusada de haber colaborado con el enemigo. Con la mitad de los hombres, incluido un contingente del ejército imperial, Van der Smissen desvió su camino y se dirigió hacia esa población. El 21 de marzo, y sin necesidad de disparar un solo tiro, las fuerzas imperiales reocuparon la localidad abandonada y tomaron represalias en los pueblos cercanos de San Miguel y San Felipe. Los testimonios belgas, salvo contadas excepciones, omiten toda mención de los hechos; sin duda, su recuerdo resultaba poco edificante. Entre quienes dejaron su testimonio, M. Loiseau recordaba que, sin que mediara explicación alguna, Van der Smissen ordenó a sus hombres tomar prisioneros a todos los varones, confiscar el ganado y prender fuego a los pueblos. En su relato, señalaba que el comandante había sido innecesariamente rudo con los prisioneros y demasiado tolerante ante los excesos de la tropa. Sin embargo, en su favor alegaba que su conducta respondió a las atrocidades que habían sido cometidas por el ejército liberal, con la complicidad de los pueblos. Era necesario, aseguraba, conocer "el espíritu sanguinario de la población indígena de los alrededores, para comprender que las más elementales leyes de la humanidad y de la guerra les eran desconocidas".78
Otros oficiales, en cambio, habían buscado la mediación del capellán y del médico del regimiento con el fin de frenar los excesos. Un testigo recordaba con escándalo que la iglesia había sido profanada y sus imágenes destruidas;79 y otro sostenía que se trataba de pueblos pacíficos y desarmados.80 El capitán E. Devaux, por su parte, en una carta a su antiguo comandante, sostenía que la orden de castigar a la población "fue por desgracia demasiado bien ejecutada: tuvimos el dolor de ver cómo nuestros paisanos cometían toda clase de actos vandálicos. Nada faltó en ese nefasto día [...] pillaje, robo, incendio".81
La conducta del comandante amplió aún más la brecha que existía entre éste y algunos de sus oficiales. E. Chazal, por ejemplo, quien había soñado con distinguirse en combate, lamentaba que la campaña hubiera comenzado de semejante forma. Para manifestar su desagrado renunció a su puesto como adjunto de Van der Smissen.82 Su decisión tuvo trágicas consecuencias. Tres semanas después, bajo el mando del mayor Tydgadt, moriría en el combate de Tacámbaro. Asimismo, el capellán y otros oficiales, entre ellos el capitán Devaux, presentaron su dimisión, sin que éstas fueran admitidas.83 Finalmente, a mediados de 1865, sin que se conozcan los motivos, E. Devaux desertó para incorporarse a las tropas del general liberal Vicente Riva Palacio.84
El segundo encuentro con el enemigo tuvo lugar en Tacámbaro. El coronel Potier deseaba rodear a las bandas disidentes que merodeaban la región comprendida entre los lagos Cuitzeo y Pátzuaro, a fin de expulsarlas al sur, hacia la tierra caliente. En esa zona, donde la población era escasa, la tierra árida y el clima insalubre, las bandas republicanas difícilmente podrían encontrar recursos y víveres para reorganizarse. De lo contrario, serían forzadas a combatir en campo abierto, donde los ejércitos del imperio confiaban en poder derrotarlas. A fin de llevar adelante el proyecto, a principios de abril, dos columnas partirían de Morelia y marcharían en direcciones opuestas, haciendo un trayecto semicircular, como un cerco, hasta alcanzar Pátzcuaro. Una tercera, formada por dos centenares y medio de belgas y una treintena de soldados de la caballería imperial, reforzaría el ataque desde Tacámbaro, población situada al sur, en el límite de la tierra caliente. Los acontecimientos que siguieron demuestran la debilidad del proyecto, que no ocultaba su desprecio por las fuerzas enemigas. La estrategia subestimó el número, la capacidad de reorganización y la movilidad de éstas. Por un lado, las dos primeras columnas nunca lograron alcanzar al enemigo. Después de una semana de interminables marchas, volvieron a Morelia. Al respecto, el oficial T. Wahis sostenía que "a cada instante creímos caer sobre el enemigo que huía delante de nosotros a sólo algunas leguas de distancia".85 Por el otro, la columna estacionada en Tacámbaro, que esperaba enfrentarse a pequeñas bandas en fuga, fue sorprendida en la madrugada del 11 de abril por más de tres mil soldados liberales que habían logrado evadir el cerco. La caballería imperial logró huir, pero los belgas, después de muchas horas de resistencia, debieron capitular cuando comenzó a arder la iglesia donde habían instalado su cuartel. Las pérdidas fueron enormes. Una cuarta parte de los voluntarios estacionados en Tacámbaro perdió la vida o resultó gravemente herida, entre ellos más de la mitad de los oficiales. El resto fue tomado prisionero y conducido hacia el sur del estado.
Van der Smissen y los demás oficiales belgas responsabilizaron a los franceses de la "tragedia de Tacámbaro". Sostenían que la campaña había sido un imperdonable error. En particular, Van der Smissen señalaba el desacierto de "dejar una guarnición tan débil sin socorro [...] en ese puesto que no era desde ningún punto defendible".86 Sin embargo, reconocían que los voluntarios habían colaborado a tejer la tragedia. En una misiva oficial, a pesar de su carácter apologético, Van der Smissen sostenía que sus oficiales eran "casi todos muy jóvenes, ardientes, llenos de fuego [... ] pero con tendencia a olvidar la calma y a despilfarrar su energía, junto con su vida".87 En sus memorias, en cambio, sentenciaba que "se habían dejado sorprender ".88 Por su parte, el capitán DeSchrynmakers, destacado en Tacámbaro pero incapaz de alcanzar a su compañía por encontrarse durmiendo al otro lado del pueblo, admitía su falta de experiencia; "era la primera vez que los belgas entraban en campaña".89
Sin lugar a dudas, los voluntarios destacados en Tacámbaro pecaron de exceso de confianza. Desde su llegada a México no había tenido ocasión de enfrentarse al enemigo, al que consideraba cobarde; "huye siempre cuando realmente estamos próximos". Y concluían, "tiene miedo de nosotros".90 Aunado a lo anterior, debido a su falta de experiencia de guerra, omitieron tomar medidas para enfrentar un posible ataque y su estrategia defensiva los llevó a una ratonera.91 Al respecto, como aseguraba F. Eloin, "han pagado con su vida el exceso de confianza [...] el batallón fue sorprendido durmiendo y las medidas defensivas, tomadas a la ligera, hicieron imposible la retirada".92 Finalmente, el soldado Loomans recordaba que, en la columna reinaba una gran indisciplina. En su relato señalaba, a manera de ejemplo, que la víspera del ataque la guardia fue sorprendida por un oficial "roncando a pierna suelta": había intercambiado con unos indígenas carabinas por aguardiente. Asimismo, aseguraba que "cuando vino el ataque, las tropas estaban solas. Reinaba un gran desorden y nadie era capaz de ponerse al frente [...] en unos pocos minutos, un gran número de los nuestros cayeron muertos en el lugar".93
Después de la derrota de Tacámbaro, los voluntarios deseaban poder vengarse y recuperar el prestigio perdido. La ocasión se presentó el 16 de julio de 1865. En la hacienda de La Loma, cerca de Tacámbaro, una fuerza de mil hombres, compuesta por seiscientos cincuenta soldados mexicanos y el resto del cuerpo de voluntarios belgas, logró sorprender y derrotar a las fuerzas disidentes de la región. La victoria, escribía un oficial, "no podéis imaginaros [...] el placer que nos causó". Y agregaba, "desde hace tiempo, hemos sido calumniados sin razón por los franceses [...], [quienes] nos han hecho pasar por malos soldados".94
El combate de La Loma y la llegada de la temporada de lluvias pusieron fin a la campaña de pacificación del coronel Potier. Con ello, las tropas francesas se retiraron del estado. Sin la presencia francesa, Van der Smissen confiaba en que se haría efectivo su nombramiento de febrero. Sin embargo, el 3 de agosto, el general Méndez, con quien había compartido la victoria en La Loma, fue designado gobernador militar de Michoacán. Bajo sus órdenes, el comandante belga estaría encargado del distrito de Morelia. La medida conmocionó a los oficiales del cuerpo de voluntarios; "no sólo hería nuestro amor propio -sentenciaba un oficial- sino el honor del cuerpo que acababa de dar tan importante servicio".95 Como medida de protesta, el cuerpo de oficiales belgas presentó su dimisión. Si bien habían aceptado el mando francés, aunque no sin disgusto, la obediencia a un militar mexicano les parecía humillante e inadmisible. Van der Smissen afirmaba no estar dispuesto a someterse "a un canalla, aunque se nombre coronel, seguido por cincuenta pillos en harapos". Y agregaba que había venido a "organizar el ejército mexicano, no a aprender de él".96
Los belgas, casi sin excepción, manifestaron un enorme desprecio por los militares mexicanos, ya fueran imperialistas o republicanos. Desde su perspectiva, sus ejércitos representaban el inverso del ideal que ellos pretendían encarnar. Carecían de los valores que atribuían a su propio ejército, tales como el valor, la lealtad y el respeto por la jerarquía. Así, mientras que a partir de una imagen idealizada de sí mismos decían "servir y defender a la hija del Rey",97 los mexicanos eran considerados mercenarios y oportunistas, dispuestos a servir "hoy de Pablo, mañana de Pedro, en tanto tengan su paga con unos y con otros, con el mismo entusiasmo, dejando a Pedro si Pablo les ofrece ventajas, sin fe, sin ley".98 En estos ejércitos todo parecía indigno, desde el reclutamiento por leva, que hacía de todo soldado un desertor, hasta los ascensos fulminantes, "el cocinero que me servía un plato de sopa es comandante de artillería".99 La presencia de mujeres entre sus filas provocaba extrañeza y veían con horror como éstas, a las que denominaban "zopilotes con faldas", "caen en el campo de batalla, y en un cerrar de ojos, desvalijan a los muertos ".100 La única virtud que reconocían a los soldados mexicanos era su capacidad para marchar: "cómo alcanzar a esa gente que marcha cada día doce o quince leguas a pie, que se acuesta sobre el suelo y que no tiene necesidad más que de dos piedras para moler el maíz y una placa de hierro para cocerlo".101
Para justificar su decisión, fruto de su repulsión, los oficiales belgas alegaron que la medida contradecía los tratados de Miramar. Según su interpretación, el privilegio de precedencia de los oficiales franceses frente a los mexicanos, con independencia del rango, se extendía a los austriacos y belgas.102 Las diversas tentativas para lograr que aceptaran el mando mexicano fueron vanas. De nada sirvieron la intervención de la legación belga, los llamados a la obediencia, el temor al escándalo o la necesidad de preservar el prestigio de Bélgica. "Preferiríamos pasar al enemigo, [sostenía el mayor Wahis], que reconocer a estos oficiales como nuestros iguales."103 La crisis se prolongó durante meses y, finalmente en octubre, Maximiliano resolvió no aceptar la dimisión de los oficiales y prometió que buscaría un arreglo.
La solución no parecía sencilla. No obstante la vanidad de Van der Smissen, el regimiento belga carecía de prestigio y ofrecía un aspecto desolador. Primero, su contingente, desde el inicio pequeño, había disminuido de manera considerable. Las pérdidas habían sido enormes. Sólo nueve meses después del desembarco del primer destacamento, los hombres capaces de combatir se habían reducido a la mitad. Más de 200 estaban enfermos o convalecientes por haber sufrido heridas, 84 habían fallecido y 74 habían abandonado el cuerpo, algunos repatriados, otros sirviendo en la gendarmería imperial y unos más por haber desertado. Finalmente, casi dos centenares permanecían prisioneros en la tierra caliente.104 Además, no existía ninguna posibilidad de reforzar el cuerpo con nuevos reclutas. El imperio mexicano carecía de recursos y, en esta ocasión, el gobierno belga había manifestado su más firme oposición a permitir nuevos reclutamientos y había declarado su disgusto porque los voluntarios, enganchados como "guardia personal de la hija del rey", estuvieran comprometidos "con los hechos de guerra del imperio mexicano".105 Segundo, la tropa y la mayoría de los oficiales estaban desmoralizadas. El régimen parecía cada vez más débil y el enemigo imbatible. Las victorias eran costosas y efímeras. "Hoy diez muertos, al día siguiente veinte resucitados -escribía un soldado-, la fuerza del enemigo aumenta cada día".106 Por su parte, un oficial aseguraba "es fácil prever una catástrofe". Sostenía, "la guerra de México es como la de España [...] ha derrotado a los mejores ejércitos del mundo [...] no se trata de bellas maniobras de campaña, de grandes concepciones de estrategia [...] es una guerra de piernas, sobre rutas aún más impracticables que aquellas de Madrid [...] y todo infectado de guerrillas". Aseguraba que por fatiga se habían perdido más hombres que durante el combate, y que "las continuas marchas han desmoralizado a los soldados que no ven jamás el final de sus penas".107
Tercero, la relación de Van der Smissen con sus oficiales no había dejado de deteriorarse y el espíritu de cuerpo era casi inexistente. Asimismo, se multiplicaban las faltas de disciplina.108 Algunos soldados dormían durante la guardia o abandonaban su puesto, otros fueron acusados de robar en las casas de la población o de vender víveres, armas y cartuchos del regimiento. Además, eran constantes las tentativas de deserción. "A cada instante soy informado de faltas muy graves de disciplina", se lamentaba Van der Smissen. Y aseguraba, "tengo en mi corporación el espíritu de la deserción".109
A finales de 1865, después de largas negociaciones, fueron puestos en libertad los prisioneros de Tácambaro.110 La reincorporación de 187 hombres representaba un importante incremento en el mermado contingente belga. Sin embargo, su presencia no necesariamente significó el fortalecimiento del cuerpo de voluntarios y, sin duda, agravó los endémicos problemas de disciplina. Por un lado, los ex prisioneros no deseaban volver a la vida militar. Lejos de añorar la vida de soldado, durante su cautiverio habían declarado estar "absolutamente contentos con nuestra nueva forma de vida".111 Durante ocho meses gozaron de libertad y retornaron a la vida civil. A fin de procurarse alimentos, ejercieron sus antiguos oficios como sastres, zapateros o herreros. Un par de tipógrafos colaboraron con el periódico La República y los expertos en pólvora confeccionaron cartuchos para el enemigo. Otros ofrecieron toda clase de servicios a cambio de casa y sustento; enseñaban francés o dibujo, incluso alguno, aseguraba Loomans, "hacía de manera admirable de niñera y llevaba a bañar al río a tres espantosos críos indígenas".112 Algunos más, se trasladaron a trabajar a los ranchos vecinos. Hubo quienes recurrieron a la mendicidad o se mantuvieron de la caza. Por el otro, los oficiales habían perdido la escasa autoridad que tenían frente a la tropa. Ésta desaprobaba que hubieran acaparado la casi totalidad de los magros recursos enviados por la emperatriz. Asimismo, los hacían responsables de la miseria de los últimos meses de cautiverio, cuando la libertad de que gozaban había sido limitada a consecuencia del intento de fuga de algunos oficiales.113 Finalmente, entre el mando francés existían serias dudas respecto de la lealtad de los antiguos combatientes de Tacámbaro. Se decía que los oficiales que habían sido abandonados heridos habían prometido al general Riva Palacio que no volverían a tomar las armas contra la república.114 Asimismo, desde su detención, circulaban rumores sobre la excesiva cercanía de los prisioneros con sus captores. Por último, coincidiendo con el decreto imperial de octubre de 1865, que condenaba a muerte sumaria a los juaristas en armas, y probablemente por temor de recibir un trato similar, los soldados prisioneros firmaron protestas en las que se manifestaban contrarios al imperio, rehusaban combatir en su favor y sostenían "hemos sido forzados a combatir contra principios idénticos a los nuestros" y "no deseamos tomar parte en esta guerra injusta".115
Un largo camino al norte
Sin una solución definitiva, a principios de 1866, el Cuerpo de Voluntarios Belgas fue enviado al noreste del imperio. Debía colaborar con la Legión Extranjera en las tareas de pacificación, bajo el mando del teniente general francés Douay. Los belgas se pusieron en camino el 28 de enero y, después de casi dos meses de fatigosas marchas, arribaron a Monterrey. El contingente estaba compuesto, según informes de Van der Smissen, "por 912 hombres vigorosos, prestos a cualquier acción y de quienes respondo de su éxito cualquiera que sea el enemigo que haya que combatir". Agregaba que, en el depósito de Tacubaya, había quedado un grupo de otros doscientos "formado de heridos, de convalecientes y de incapaces de toda especie".116 Con la partida al norte, los testimonios dejados por los voluntarios belgas se vuelven menos abundantes. Por un lado, la región se encontraba aislada. El servicio postal sólo cubría hasta Matehuala. Un oficial aseguraba que, más adelante, "las diligencias no van.
La ruta está ocupada por pequeños puestos del enemigo que interceptan toda la correspondencia [...] [y] ha sido necesario interrumpir el servicio".117 La correspondencia difícilmente alcanzaba su destino, aun cuando fuera conducida por un destacamento militar. En estas circunstancias, pocos estaban dispuestos a hacer un elevado gasto, más aún cuando el pago de la soldada era irregular y las buenas noticias escaseaban. El prolífico T. Wahis explicaba: "las cartas se volvieron inútiles [...] no hubieran servido más que para alarmarlos ".118 Por otro lado, salvo excepciones, los oficiales, autores de la mayoría de las memorias, se separaron del cuerpo de voluntarios en julio de 1866. Desde esa fecha, hasta el regreso de la casi totalidad del cuerpo en enero de 1867, sólo resta el testimonio de A. Van der Smissen, en ocasiones demasiado interesado en subrayar su propio valor. A cambio, en este periodo, la documentación de la legación belga en México es más abundante. En la medida en que la situación del cuerpo de voluntarios se volvía más precaria, la legación adquirió un mayor protagonismo.
Los testimonios disponibles coinciden en señalar el trayecto a Monterrey como fatigante y pleno de contrastes, como fuera el caso de la ruta desde Veracruz. Abandonar Michoacán y adentrarse en el Bajío significó descubrir un país nuevo, desconocido. Hasta San Luis Potosí, la impresión era agradable. Los voluntarios se manifestaban asombrados de la prosperidad reinante, de las haciendas en plena actividad y, en general, de la ausencia de los rastros que la guerra había dejado en otros lugares; "no se encuentra a cada paso ciudades y pueblos destruidos por el vandalismo de los bandidos mexicanos, que se llaman a sí mismos defensores de la patria".119 Pasando este punto, se extendía una región desértica y salvaje; "de tiempo en tiempo uno apercibe una miserable cabaña cuyos habitantes medio salvajes huyen ante la proximidad de las tropas".120 El recorrido parecía monótono y fastidioso. En el recuerdo de L. Timmerhans se resumía en "asarse vivo en los largos caminos y morirse de sed".121 Otro belga, quien fue al norte con la Legión Extranjera, evocaba las picaduras de mosquitos, hormigas y piojos, y la amenaza de enfermedades, tales como la disentería y la fiebre amarilla. Aseguraba que "el fuego enemigo nos mataba menos".122 Al calor, la fatiga y las enfermedades, había que agregar el peligro de las bandas republicanas y de "indios bravos".123 Más de medio centenar de soldados belgas debieron quedarse en las poblaciones intermedias, incapaces de seguir por la fatiga y la enfermedad.124
Al contingente belga fue encomendada la tarea de proteger la ciudad de Monterrey. A pesar de la importancia de las fuerzas republicanas en la región, la misión no resultaba particularmente penosa. En todo caso, era menos peligrosa que la de perseguir a las bandas disidentes o proteger a las diligencias, encomendada a la Legión Extranjera. Así, salvo algunas incursiones para capturar víveres o caballos de manos enemigas, según Van der Smissen, "en nuestra estancia en Monterrey, no pasó nada importante".125 En el mismo sentido, otro oficial sostenía "pasar la vida tranquilamente" y dedicarse a "organizar paseos a caballo tres veces por semana, acompañados de música".126 Uno más escribía, "sólo una parte de los nuestros ha visto al enemigo, en Charco Redondo".127
A pesar de ello, prevalecía el descontento. La situación del imperio parecía desesperada. Primero, desde la primavera, los republicanos cobraban cada vez más fuerza y habían tomado la iniciativa. Entre Monterrey y Matamoros, las fuerzas del general Escobedo se fortalecían y habían interrumpido el paso de mercancías entre ambas ciudades. Asimismo, no se descartaba una intervención de Estados Unidos. Segundo, Francia había anunciado el paulatino retiro de sus tropas. En el norte serían evacuadas en verano, dejando la región en manos de la Legión Extranjera, comprometida con el imperio según los Tratados de Miramar, y del ejército imperial, al que pertenecían los cuerpos de voluntarios belgas y austriacos. En ambos casos las pérdidas habían sido considerables y la probabilidad de reforzarlos con nuevos reclutamientos parecía cada vez más remota. Con Bélgica el asunto estaba cerrado; el gobierno era opuesto y el nuevo rey, hermano de Carlota, se había mostrado indiferente a la aventura mexicana. En Austria, en cambio, Maximiliano había obtenido de su hermano permiso para reclutar más voluntarios. Sin embargo, a última hora, el emperador Federico José decidió cancelar el proyecto debido a las fuertes presiones de los Estados Unidos. El gobierno de Washington no estaba dispuesto a tolerar que los austriacos ocuparan el lugar de los franceses como potencia de ocupación. Tercero, los recursos escaseaban. El dinero de los préstamos se había agotado y, con la pérdida de las aduanas, el imperio se estaba quedaba sin fuentes de financiamiento. Asimismo, la inseguridad de los caminos había paralizado el comercio. No había dinero para pagar la guerra y sin tropas el imperio no podía sostenerse.
Desde su llegada a Monterrey, Van der Smissen había tenido que exigir contribuciones forzosas a los propietarios para cubrir la soldada de sus hombres y de la caballería imperial bajo su mando. En una carta al representante belga advertía que la situación era insostenible. La interrupción del comercio y la emigración habían provocado la ruina de Monterrey y "la falta de pago traería la deserción".128 Al respecto, el sargento Widy diría: "el imperio no subsistirá por mucho tiempo, no podría, pues carece de dos cosas esenciales, dinero y ejército".129
En mayo de 1866, las dificultades financieras obligaron a Maximiliano a solicitar al cuerpo expedicionario francés que cubriera el sueldo de los voluntarios belgas y austriacos. Francia aceptó a condición de que pasaran como cuerpo auxiliar de las fuerzas francesas. Belgas y austríacos serían unificados y, con la Legión Extranjera, formarían "la división auxiliar extranjera", bajo el mando del general francés barón Neigre. La medida fue muy mal recibida. Los austriacos consideraban intolerable servir bajo la bandera de quienes en Europa habían sido sus enemigos. Para los belgas, asimismo, la idea resultaba chocante, más aún cuando circulaban rumores de una próxima confrontación en Europa y se mencionaba la pretensión de Napoleón III de anexarse Bélgica. El representante belga aseguraba escandalizado que el general Neigre había dicho a los voluntarios belgas que permanecían en el depósito de Tacubaya, "no formaremos más que una familia, pues después de todo sois franceses".130 Otro motivo de descontento era económico. En adelante, las tropas serían pagadas según los tabuladores franceses, lo cual significaba reducir en una cuarta parte la soldada de suboficiales y soldados.131
Los primeros en reaccionar fueron los oficiales. El 27 de mayo solicitaron permiso de evacuar Monterrey junto con las tropas francesas. Justificaban la petición argumentando que debían retornar a Bélgica para reintegrarse al ejército, antes de que expiraran las licencias por dos años que les habían sido concedidas.132 Aunque el tema de las licencias no era nuevo, el argumento parecía ser sólo un pretexto, ya que las primeras de dichas licencias no vencían sino hasta octubre. Días después se registraron incidentes entre la tropa. La versión belga se refería a una cuestión de unos pocos soldados borrachos. Timmerhans señalaba que algunos, disgustados por la reducción de la soldada, y después de haber bebido en abundancia, gritaron vivas a la libertad, "cosa que en este país es sedicioso".133 Aseguraba que las deserciones de aquellos días fueron mera coincidencia y podían ser explicadas por la cercanía de la frontera con Estados Unidos. Para los franceses, en cambio, se trataba de un verdadero motín. Los informes reportaban que muchos habían pasado al enemigo y que los gritos contra el imperio eran generales.134 La importancia que los franceses concedieron al asunto fue tal que enviaron dos batallones desde San Luis Potosí para someter a la tropa y en México se discutió la necesidad de licenciar el cuerpo.135
Por último, a finales de junio, Maximiliano decidió su disolución. Según el decreto, los soldados, reclutados por seis años, cumplirían su servicio en el ejército imperial, como parte del Batallón de Cazadores de la Emperatriz. Los oficiales, en cambio, tendrían la opción de participar o podrían licenciarse, en cuyo caso, el imperio no les otorgaría indemnización alguna ni asumiría los gastos de su repatriación. Asimismo, se establecía que aquellos que pertenecieran al ejército belga deberían dirigirse a México a fin de discutir su situación.136 De esta medida, sólo se cumplió lo relativo a los oficiales que mantenían vínculos con el ejército. El resto de las disposiciones fue letra muerta. Hasta su repatriación, en enero de 1867, los belgas conservaron su corporación íntegra y actuaron bajo el mando francés.
La derrota sufrida por el ejército imperial acantonado en Matamoros y la rendición del puerto a finales de junio y, en general, el avance del ejército republicano en el norte, hicieron absurda la permanencia de la Legión Extranjera y los voluntarios belgas en Monterrey. El 26 de julio de 1866 todas las fuerzas imperiales abandonaron la plaza con rumbo al sur.
El fin de la aventura
Los voluntarios belgas deseaban, cuanto antes, alcanzar la ciudad de México. Habían sido reclutados entre los oficiales del ejército belga para embarcarse a Bélgica, tras haber recibido la confirmación de que sus licencias no serían prolongadas.137 Los demás, para descansar y reorganizarse. A pesar de no haber enfrentado al enemigo salvo en Charco Redondo, donde murieron cuatro voluntarios, el contingente había perdido más de cuarenta hombres en el norte. Asimismo, un centenar y medio abandonó Monterrey con una salud tan precaria que eran incapaces de servir.138 Empero, sus deseos se verían frustrados por los planes del mando francés que quería utilizar a las tropas belgas para cubrir su retirada.
En Venado, a cuatro etapas de San Luis Potosí, Van der Smissen recibió la orden de regresar sobre sus pasos. Debía dirigirse a Matehuala, punto que constituía la nueva frontera del imperio, y reemplazar a las tropas francesas en retirada. Los oficiales belgas se negaron a obedecer una orden que les parecía absurda. Recelosos de los franceses, veían en la disposición una maniobra para acabar con el cuerpo de voluntarios. Aseguraban que quedarían aislados, sin socorro alguno y en una región asolada por los disidentes. Los franceses "nos exponen a ser masacrados -afirmaba un oficial-, para luego decir que la legión belga se dejó matar estúpidamente".139 Además, obedecer frustraría su propósito de abandonar el país y reanudar la carrera militar en Bélgica.140 Contraviniendo la orden recibida, el comandante autorizó a veinticuatro oficiales que debían reintegrarse al ejército belga a partir y, sin mucha convicción, inició su regreso al norte.
Pocos días después, la orden fue cancelada y se les encomendó la misión de salvaguardar la región de Tula. Las tropas llegaron a esa ciudad el 24 de septiembre. Ese mismo día, Van der Smissen fue informado que Ixmiquilpan, situado a cincuenta kilómetros al norte, había sido tomada por una banda disidente y que la guardia imperial no sólo se había rehusado a combatir, sino que había jurado fidelidad a la república. Llevado por la pasión, el comandante belga resolvió dirigirse a la población esa misma noche. Su idea era atacar al amanecer y tomar al enemigo por sorpresa. El plan fue un completo fracaso. La lluvia retardó la marcha de las carretas que servían de transporte y los informes sobre la debilidad de las defensas resultaron falsos. "Cuando llegamos cerca de la villa -recordaba N. Widy-, en lugar de enfrentarnos a algunas barricadas, como nos habían dicho, se encontraron un reducto formidable. Se trataba de una iglesia protegida por todos lados. Cuando el coronel se acercó por la calle principal, recibió fuego de artillería y de mosquetes [...].
Los hombres caían como moscas".141 Finalmente, las tropas debieron salir huyendo y las pérdidas fueron cuantiosas. La sexta parte de los 350 voluntarios involucrados quedó fuera de combate.142 El regimiento fue prácticamente descabezado tanto por la partida de algunos oficiales como por la muerte de otros en Ixmiquilpan.
Aun así, los belgas permanecieron en la región hasta mediados de noviembre. Su situación era desesperada y prevalecía la más absoluta miseria. El aislamiento impedía el arribo de recursos y el regimiento debía exigir crédito de los comerciantes para alimentarse. Ni siquiera podían recurrir a la caza, pues los mexicanos "las tres cuartas partes desertan apenas son armados y vestidos, pasándose al enemigo".143
Finalmente, a principios de noviembre llegaron las anheladas instrucciones. Empero, no ordenaban acudir a la ciudad de México. El contingente belga, reforzado con voluntarios del depósito de Tacubaya, hasta sumar 900 hombres, y algunos cientos de soldados del ejército imperial recibieron órdenes de relevar a la guardia austriaca acantonada en Tulancingo. Su misión sería cubrir el franco norte de la evacuación del cuerpo expedicionario francés y, en esta ocasión, las instrucciones incluían una prohibición expresa de "emprender cualquier operación fuera del círculo de la plaza".144
Pero no todo era negativo. La orden estaba acompañada de buenas noticias: la eventual renuncia del emperador y el próximo retorno a Europa. El representante belga, receloso de la temeridad de Van der Smissen, le sugería que cuidara a sus hombres y permaneciera a la defensiva; "será una gloria muy mal adquirida aquella que después de la partida de Su Majestad cueste la sangre belga en este triste país ".145
Desde finales de octubre, la deplorable situación del imperio, las noticias del fracaso de las gestiones para obtener nuevos apoyos en Europa y la enfermedad de la emperatriz, hicieron a Maximiliano contemplar la posibilidad de abdicar y volver a Europa. Durante las negociaciones con los franceses, el emperador mostró particular interés por la suerte de los voluntarios belgas y austriacos. En el mismo sentido, la legación de Bélgica buscó negociar un acuerdo para que, en caso de decidir retirarse, el emperador licenciara a los voluntarios. Asimismo, en previsión de la escasez de recursos imperiales y temiendo la negativa del gobierno belga para asumir responsabilidad alguna, esta legación también solicitó a las autoridades francesas que se hicieran cargo de los gastos de repatriación y que embarcaran a los voluntarios junto con sus tropas.146
Finalmente, el 20 de noviembre de 1866, se definieron las condiciones para la eventual repatriación de la legión austrobelga. Primero, Francia asumiría el compromiso de trasportar a sus oficiales y soldados a Europa, los belgas hasta Saint Nazaire y los austriacos a Trieste. Segundo, las tropas deberían permanecer hasta la salida del emperador. Entonces, serían concentradas entre Veracruz y México, y no tomarían parte en otras acciones que aquellas necesarias para la protección de su plaza y para garantizar la evacuación. Tercero, si bien no serían los primeros en partir, los franceses se comprometían a su total evacuación antes de que lo hiciera su retaguardia. Por último, se mencionaba que se tomarían medidas para intercambiar cautivos, se darían facilidades a quienes desearan permanecer en México o embarcarse hacia Estados Unidos.147
La decisión de Maximiliano de no abdicar, hecha pública el 1 de diciembre, puso en entredicho lo acordado. Algunos días antes, el representante belga se lamentaba de la indecisión del soberano e insistía en la necesidad de la pronta salida de sus compatriotas. Aseguraba que el imperio había dejado de existir. Únicamente mantenía bajo su control la ruta entre Querétaro y Veracruz, y sólo en tanto la ocuparan las tropas francesas en retirada. En cuanto al ejército imperial, sostenía que prácticamente había desaparecido. Sólo se mantenían en campaña los regimientos de los generales Méndez y Mejía; el primero en Morelia y el segundo en la sierra de San Luis Potosí. Por su parte, los austriacos habían capitulado y los belgas se encontraban aislados en Tulancingo y en grave peligro. "Si estas deplorables condiciones se prolongan [sostenía], temo ver a mis compatriotas diezmados." 148
Tras unas semanas de enorme confusión, se resolvió la situación de los cuerpos de voluntarios. El 6 de diciembre, Maximiliano declaró a los voluntarios "libres de repatriarse". Deseaba desmentir a quienes lo acusaban de haber sido impuesto por las bayonetas extranjeras y, probablemente, tenía la esperanza de que entre sus filas hubiera un número suficiente de leales para servir en el ejército imperial. Para quien decidiera ingresar en el ejército, se ofrecían primas, grados militares y tierras. La única condición exigida era "declararse mexicano e independiente de toda nación".149 A pesar del esfuerzo por lograr conscriptos, incluso la tentativa de algunos miembros del gobierno imperial de suspender la aplicación del decreto, pocos voluntarios estuvieron dispuestos a servir a un imperio que se derrumbaba ante sus ojos. Menos de 800 voluntarios permanecieron fieles al emperador; de ellos, sólo 39 eran belgas.150 Una semana después, los franceses accedieron a respetar el espíritu del acuerdo de noviembre, y se ofrecieron a embarcar con sus tropas a los belgas y austriacos que así lo demandaran.
Los voluntarios belgas aislados en Tulancingo no tuvieron noticia del licenciamiento sino dos semanas después de que fuera público. Asimismo, hasta el 24 de diciembre no recibieron la orden de negociar la entrega de la plaza y de dirigirse a Puebla donde debían entregar las armas. A esa ciudad también se habían dirigido los voluntarios del depósito de Tacubaya, algunos enfermos y media decena de condenados por robo o deserción que habían sido amnistiados. Para completar el contingente, faltaban más de un centenar y medio de hombres, quienes con anterioridad habían abandonado el cuerpo de voluntarios para servir en la gendarmería o en algún regimiento del ejército imperial. Aunque incluidos en el decreto, se encontraban dispersos y sus superiores inmediatos se resistían a autorizar su partida. El representante belga, por iniciativa propia, pues su ministerio mantenía silencio, interpuso toda su influencia para lograr su salida. Sin embargo, sólo en algunos casos las gestiones resultaron exitosas.151
Finalmente, el 20 de enero de 1867, se embarcaron 774 voluntarios belgas. Se trataba, según el representante de ese país, "de una soldadesca desbanda", que debió ser amenazada con quedarse en tierra si se negaba a obedecer. A pesar del interés de la legación belga por lograr la repatriación completa, a última hora quince decidieron permanecer como civiles y otra media docena fue abandonada por haberse "conducido de manera indigna". Sus delitos iban desde haber mutilado la oreja de una mujer al intentar arrancarle los pendientes hasta asaltar una hacienda del camino.152 Derrotados y en harapos, "pobres como Job", diría Widy, en su tierra natal sufrirían una última decepción. Las autoridades del puerto de Amberes, donde desembarcaron el 1 de abril, habían recibido la orden de prohibir el desfile del cuerpo. La tropa debió dispersarse en silencio.153
En México, tras la salida de las tropas extranjeras, Maximiliano decidió asumir el mando del ejército imperial. Movilizó el grueso de sus fuerzas y su centro de operaciones a Querétaro. Los cerca de ocho centenares de antiguos voluntarios belgas y austriacos que habían decidido permanecer leales al emperador, así como a algunos soldados de la Legión Extranjera, recibieron órdenes de participar en la defensa de la capital. Sin las tropas francesas, el triunfo de las fuerzas republicanas era sólo cuestión de tiempo. A mediados de mayo, Maximiliano debió capitular en Querétaro y fue hecho prisionero. Sentenciado por traición a la patria, fue fusilado el 19 de junio de 1867.
A pesar de la rendición del emperador, los combates continuaron en la ciudad de México. A mediados de junio, los antiguos voluntarios recibieron noticia de la derrota de manos del representante austriaco. Tras recibir garantías de que la vida y la libertad de las tropas extranjeras serían respetadas, depusieron las armas. Asimismo, el general Porfirio Díaz, al mando de las fuerzas liberales que tomaron la capital, se comprometió a que el gobierno de la república se haría cargo de los gastos de su traslado a Veracruz, donde debían embarcarse. Sin embargo, contra lo pactado, y fruto de desavenencias entre los jefes liberales, algunos antiguos voluntarios, entre ellos 23 belgas fueron retenidos como prisioneros en Puebla hasta principios de agosto.154
El gobierno belga se mostró indiferente con la suerte de los antiguos voluntarios. Mientras que Francia y Austria proporcionaron medios para el auxilio y repatriación de sus nacionales, hasta su salida a principios de agosto de 1867, el representante belga debió hacer frente a las demandas de protección sin instrucciones ni recursos. Según su informe al ministerio, debió negociar la libertad de quienes habían participado en la defensa de la capital y buscó ayuda en una sociedad de beneficencia privada para socorrerlos. A fin de lograr su repatriación, demandó a la legación de Francia que incluyera a cincuenta belgas, entre ellos a 34 antiguos voluntarios, en los barcos destinados a evacuar a sus súbditos. En esta ocasión, alegando falta de espacio, la petición fue rechazada. El representante aseguraba que éstos, sin recursos, y muchos de ellos enfermos, después de exigirle su regreso "pistola en mano", se dirigieron a Veracruz con la firme intención de abandonar el país. En el puerto, el cónsul honorario belga en Veracruz hizo caso omiso de las instrucciones de negarles recursos y logró embarcarlos en septiembre en la Compañía Trasatlántica, tras negociar un descuento con su colega francés.155 A lo largo de 1868, H. Wiechers, al cargo del consulado honorario belga en Veracruz, bajo su responsabilidad, negoció el regreso de otros 98 antiguos voluntarios belgas. Los recursos destinados a este propósito provenían de la Comisión Austriaca, creada para gestionar la liberación de los voluntarios austriacos prisioneros, cerca de un millar, y lograr su repatriación.156
Conservar la memoria
Salvo los oficiales y suboficiales que al regresar se reintegraron al ejército, logrando algunos una posición destacada, son escasas las noticias sobre la suerte de otros miembros del cuerpo de voluntarios. Ello obedece a que se trataba de gente sencilla, de vida anónima. Empero, sin duda, al silencio colaboró la decisión de la clase política belga de olvidar la trágica aventura mexicana. En julio de 1865, en un ambiente de exaltación causado por la derrota de Tacámbaro, algunos militares favorables a la empresa habían hecho una suscripción pública para erigir un monumento que recordara el valor de los voluntarios belgas. A pesar de la oposición al proyecto, incluso entre las fuerzas armadas, éste siguió adelante. La escultura, que representa a una mujer recostada sosteniendo en la mano una palma y una corona, fue finalmente colocada en Audenarde por temor a que su erección en una ciudad de mayor importancia reviviera las polémicas. La ceremonia de inauguración, en octubre de 1867, fue muy discreta y las repercusiones en la prensa mínimas.157
Ante el silencio oficial, algunos antiguos voluntarios buscaron luchar contra el olvido. Los militares formaron la Sociedad de Anti guos Hermanos de Armas en México, que celebraba un banquete, cuando menos una vez al año, para conmemorar el regreso del regimiento a Amberes. Asimismo, algunos publicaron sus memorias, que han sido citadas en este artículo. En su mayoría oficiales, los autores escribieron obras de muy diversa naturaleza, pero con la intención común de subrayar la importancia de la empresa y el valor de su participación. Mientras M. Loiseau es cuidadoso en los detalles y contrasta los testimonios que sirven de fuente para reconstruir los hechos y L. Timmerhans atiende la cronología, A. Van der Smissen colecciona documentos útiles para justificar su conducta. Otros, como L. Van der Straten Waillet o E. Walton escribieron menos interesados en reconstruir una historia que en evocar un ambiente, describir el paisaje y relatar costumbres y curiosidades.
El cuerpo de voluntarios fue recordado por primera vez de manera oficial en ocasión de la Exposición Universal de 1910, celebrada en Bruselas. Los mandos del ejército decidieron agrupar, bajo la denominación de Museo Real del Ejército, diversos recuerdos del pasado militar belga. La sección Expedición de México 1864-1867 reunió uniformes, armas, condecoraciones, fotografías y otros objetos, que aún hoy están expuestos en el Museo Real del Ejército, en la Plaza del Cincuentenario. En 1927, la Sociedad de Antiguos Voluntarios, previendo su disolución por la desaparición de la mayor parte de sus miembros, decidió donar su archivo a dicho museo. En los años posteriores, y gracias al interés de los curadores L. Leconte y A. Duchesne, autor este último de la principal obra sobre los voluntarios belgas que se ha publicado a la fecha, el acervo del museo logró reunir un interesante acervo formado por documentos que estaban en manos de las familias de los voluntarios, entre los que destacan la correspondencia privada de algunos voluntarios y la correspondencia de Félix Chazal, así como papeles que estaban dispersos en diversos acervos públicos y privados.
Consideraciones finales
Los cuerpos de voluntarios belgas y austriacos, organizados como guardia personal de los emperadores, sufrieron una suerte similar a la del imperio al que habían jurado fidelidad. Por un lado, las esperanzas depositadas en la empresa imperial resultaron vanas. En ambos casos, los testimonios mencionan la creciente desilusión de los voluntarios tras desembarcar en tierras mexicanas. Las promesas sobre iniciar una nueva vida en un nación de abundante tierra fértil, clima templado y riqueza sin límite resultaron falsas. Por el otro, también resultó defraudada la expectativa de servir a un régimen fuerte, en un país pacificado y donde la tarea primordial sería organizar un ejército nativo para la defensa del imperio. Todo parecía distinto a lo esperado, las distancias, el clima, las enfermedades, la alimentación.
Probablemente la única promesa cumplida fuera la de adquirir experiencia de guerra, promesa que para los oficiales belgas era de enorme relevancia. Sin embargo, aún en este caso, el escenario era distinto al imaginado. No se trataba de ejércitos regulares ni de combates en campo abierto, sino de una guerra desconocida y desconcertante, en la que el enemigo parecía invisible, se confundía con la población, y tan pronto atacaba como desaparecía. Además, en ella los códigos, los uniformes y el respeto a la jerarquía militar parecían carecer de valor.
Aunque para ambos cuerpos la falta de preparación hizo más difícil la situación, en el caso de los belgas las consecuencias fueron especialmente trágicas. A diferencia de los voluntarios austriacos, reclutados entre veteranos de guerra o, al menos, entre quienes habían cumplido con las obligaciones militares prescritas, nueve años de servicio y dos en la reserva, la mayoría de los belgas carecían de experiencia militar, incluso en el manejo de armas. Así, aunque en contadas ocasiones debieron enfrentar al enemigo, salvo en la batalla de La Loma, el saldo fue negativo y el costo en vidas fue enorme: 56 muertos y 74 heridos. Dichas pérdidas fueron letales para el cuerpo de oficiales. De los caídos en combate, 24 eran oficiales, es decir, poco más de la cuarta parte. Además de las bajas, por ocho meses el cuerpo debió prescindir de cerca de doscientos hombres, prisioneros de tierra caliente.
Las comparaciones son difíciles, tanto más porque las cifras disponibles para los austriacos son aproximativas y no distinguen entre fallecidos como consecuencia de un combate o por enfermedad. En todo caso, la proporción de bajas fue similar, ronda el 13% del total, aunque los austríacos estuvieron más expuestos, al ser responsables de la pacificación de la región de Veracruz y Puebla y, a mediados de 1866, de proteger el puerto de Matamoros. Las pérdidas sufridas no sólo debilitaron al contingente belga, reducido desde un principio, sino mermaron su moral y prestigio. Asimismo, cancelaron los sueños de gloria y, sin duda, redundaron en las faltas de disciplina.
FUENTE: Albert Duchesne, L'expédition des volontaires belges au Mexique, 1864-1867, 2 t., Bruselas, Musée Royal de l'Armée et d'Histoire Militaire, 1967-1968, t. 2, p. 619-620.
Otro elemento que diferenciaba a los belgas de los austriacos fue la precaria condición jurídica de los primeros. Las condiciones de servicio de los austriacos habían sido acordadas por el convenio firmado el 10 de octubre 1864 entre los representantes de ambos imperios. En Bélgica, en cambio, la oposición había obligado al gobierno a no establecer con la corporación de voluntarios compromiso alguno. Es decir, formalmente, cada voluntario, como individuo y de manera aislada, se había comprometido a prestar sus servicios al imperio mexicano, los oficiales por dos años, y los suboficiales y soldados por seis. Y a solicitud de los interesados, y de acuerdo con la legislación belga, el rey había concedido dos años de licencia a los oficiales, conservando su rango y antigüedad, y a todos la autorización a servir a una potencia extranjera, sin riesgo de perder su calidad de belgas. Si bien, en la medida de su posibilidad, el rey Leopoldo otorgó su protección al cuerpo, con su muerte los voluntarios fueron abandonados a su suerte. Los arreglos para la repatriación, tanto del grueso del contingente en enero de 1867 como de aquellos que por diversas razones habían decidido permanecer en México después de esa fecha, se hicieron gracias a la iniciativa del representante belga y de los cónsules honorarios en Veracruz, y con recursos de Francia y de Austria. En relación con este asunto, y a pesar de la insistente petición de instrucciones, la cancillería belga guardó silencio.
La "trágica" historia del cuerpo de voluntarios belgas enriquece el conocimiento sobre el Segundo Imperio, en particular, del entramado de intereses de las potencias europeas en México.