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Estudios de historia moderna y contemporánea de México

versión impresa ISSN 0185-2620

Estud. hist. mod. contemp. Mex  no.41 Ciudad de México ene./jun. 2011

 

Reseñas bibliográficas

 

Marta Eugenia García Ugarte, Poder político y religioso. México, siglo XIX, 2 t.

 

Sergio Francisco Rosas Salas*

 

México, Cámara de Diputados, LXI Legislatura/Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Sociales/Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana/Miguel Ángel Porrúa, 2010.

 

* El Colegio de Michoacán

 

Poder político y religioso analiza, a partir de la figura de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos —canónigo de Michoacán, obispo de Puebla y arzobispo de México—, las posiciones políticas y sociales de los obispos mexicanos entre 1831 y 1878 (cfr. p. 15). El libro, sin embargo, excede por mucho su objetivo inicial: es una historia de la Iglesia mexicana entre la primera república federal y el inicio del régimen porfirista.

La investigación que sustenta el trabajo se realizó en 14 archivos públicos y privados —en Roma y en distintas ciudades de México— y más de 10 bibliotecas con fondos antiguos. Así, uno de los primeros aspectos a resaltar de la obra de García Ugarte es el gran acopio de materiales de primera mano, impresos y manuscritos. A partir de ellos, la autora ofrece una interpretación propia y novedosa, desde las fuentes mismas, acerca de la Iglesia mexicana y sus relaciones con el Estado y la sociedad durante el siglo XIX.

El rigor documental no impide a la autora insertar su trabajo en la discusión historiográfica en torno a la historia de la Iglesia y del pensamiento conservador en México. Como se muestra en la introducción, el libro recupera una discusión iniciada en la década de 1960. A partir de las invitaciones de O'Gorman y de Hale, García Ugarte evita el maniqueísmo historiográfico heredero de las pugnas ideológicas del siglo XIX y analiza a la par las posturas de liberales y conservadores. En las páginas de la obra se encuentra, por ejemplo, un análisis minucioso de los proyectos liberales de 1833 y de las leyes de Reforma de 1859, tanto como la reconstrucción de la posición de Clemente de Jesús Munguía en 1851 ante el juramento civil que debía prestar, y del proyecto monarquista que Labastida defendió en Roma en 1861. Resulta por tanto una historia plena de matices y, sobre todo, dispuesta a asumir que los actores sociales del periodo no fueron de una sola pieza, y que su labor fue mucho más pragmática de lo que se ha querido aceptar. Así, el libro revela un gran apego a las fuentes y a las discusiones protagonizadas por los hombres públicos del siglo antepasado.

Del mismo modo, Poder político y religioso ofrece una síntesis poco practicada por la historiografía mexicana: analiza tanto el discurso eclesiástico como las decisiones políticas y pastorales del clero, a partir de su relación con el Estado y con la Santa Sede. En ese sentido, es una invitación a estudios más profundos acerca del papel del clero en la construcción del Estado, en la conformación de un "nuevo catolicismo" y en el cambio de la sociedad mexicana en el siglo XIX.

Para lograr estos aportes destaca el uso de los conceptos de tradición y modernidad. En el libro la tradición está lejos de ser algo estático. Sin ignorar que para el catolicismo la tradición es el fondo reservado de la fe, inmutable a lo largo de los siglos, la autora la entiende como un producto histórico que busca resaltar el valor de lo permanente y de lo estable y que, sin embargo, está sujeto a adecuaciones acordes con la circunstancia particular. Por su parte, entiende la modernidad como un movimiento a favor del cambio, producto en mucho del impulso de la filosofía ilustrada y del surgimiento del individuo —un valor liberal por excelencia—. A partir de esta perspectiva teórica, la autora sostiene que entre 1831 y 1878, los obispos mexicanos de la primera y segunda generación fueron profundamente tradicionalistas en el régimen eclesiástico, pero modernos en lo social. En esta búsqueda de complejidades no hay ya dicotomías insalvables: el clero es tan tradicional como el pontífice ante la disciplina de la Iglesia, y tan moderno como los liberales mexicanos frente a la construcción del Estado. Vale la pena repensar estas categorías en otros trabajos de la misma temática. Por sí misma, la tradición implica cambio, aunque valore la permanencia.

Las hipótesis del libro avanzan al ritmo de la narración cronológica propuesta. Un primer periodo puede datarse de entre 1825 y 1850, delimitado por la misión del canónigo de Puebla Francisco Pablo Vázquez como enviado de México ante la Santa Sede y la labor de la primera generación de obispos mexicanos. García Ugarte sostiene que en este periodo el interés primordial del propio Vázquez en Puebla o de Juan Cayetano Portugal en Michoacán fue fundar una Iglesia mexicana caracterizada por su libertad y autonomía frente al Estado nacional y la Santa Sede. En ese sentido, la discusión en torno al patronato es vista como el elemento clave para sustentar el proyecto de Iglesia nacional defendido por los primeros obispos mexicanos. La independencia de México era la independencia de la Iglesia, pues el patronato cesó con la emancipación política de España. La labor de la Iglesia en el XIX está así marcada por una búsqueda y una defensa de la autonomía, que podría pensarse como la defensa del ideal de una Iglesia libre en un Estado libre.

A lo largo del trabajo, Poder político y religioso muestra una jerarquía eclesiástica celosa de su independencia y autonomía, pendiente del conflicto con el poder civil en torno a la riqueza y los bienes eclesiásticos, que hasta 1855 se resuelve por medio de la negociación y el acuerdo. Como muestra el análisis de la república central, el conflicto existió, pero se terminó gracias a la existencia de un proyecto compartido del clero con los actores políticos y militares, si bien la Iglesia mostró desde 1833 su intransigencia en torno a sus derechos y libertades. La jerarquía eclesiástica compartía con las elites civiles el ideal republicano, el valor social de la intolerancia religiosa y el papel privilegiado del clero ante la sociedad. Asimismo, clero y gobierno querían una república moderna y poderosa.

En esta tónica, el libro aporta elementos para discutir la existencia o no de un proyecto de república católica en México, subrayado por autores como Brian Connaughton y Sol Serrano. ¿Se pensó en él, o sólo existieron consensos entre las elites civiles y eclesiásticas acerca de la importancia del catolicismo en la sociedad? El libro encuentra que desde la década de 1820 se da, al menos en México, una pugna entre el poder civil y el poder religioso que, aunque en ocasiones coinciden en sus objetivos, sostienen posturas distintas respecto de la relación Iglesia-Estado. Los conflictos antes de Ayutla entre ambas potestades muestran las divergencias en el seno de la sociedad mexicana, y subrayan la lucha entre ambas potestades por delimitarse a sí mismos, a partir de la defensa de su libertad, autonomía y predominio social.

Es justamente a partir de lo ocurrido en este periodo que puede entenderse el periodo de la Reforma, entre 1855 y 1867. Como muestra García Ugarte, el papel preponderante de Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, recién llegado a la diócesis de Puebla como obispo, surgió de su defensa de los bienes, derechos y libertades de la Iglesia ante el embate del gobierno de Ignacio Comonfort en 1855 y 1856. En aquel momento, el zamorano defendió a su diócesis en consonancia con los argumentos esgrimidos entre 1833 y 1850 por los obispos de Puebla, Francisco Pablo Vázquez, y de Michoacán, Juan Cayetano Portugal. La defensa de Labastida lo llevó a ser uno de los líderes natos de la jerarquía católica mexicana desde los primeros años de su episcopado, posición que afianzará a partir de su expulsión y exilio en Roma. El primer tomo de la obra relata los avatares del obispo de Puebla entre 1855 y 1861, entre México y Roma, y deja ver su importancia en la defensa de la Iglesia ante el régimen de Ayutla. Sin embargo, habría que confrontar la labor de Labastida con otros mitrados de la Reforma, para poder ponderar si fue en efecto, como argumenta la autora, el máximo líder del clero mexicano.

Así como la autora analiza en detalle la defensa de la jerarquía eclesiástica ante la legislación liberal, también reconstruye la postura de Benito Juárez y los liberales mexicanos, como lo hace con Valentín Gómez Farías y José María Luis Mora al abordar la primera reforma liberal. García muestra que la legislación liberal, que desembocó en la guerra de Reforma (1858-1861), tenía como objetivo separar la religión de lo político, crear propietarios civiles y, sobre todo, ciudadanos más leales al Estado que a la Iglesia. Por ello, como nunca antes, el clero se alineó con la opción conservadora, y apoyó a Zuloaga y Miramón. En síntesis, considera la Reforma liberal de mediados de siglo como el momento de consolidación del Estado-nación en México, y de un Estado liberal. La Reforma es vista así como el momento del enfrentamiento entre los poderes político y religioso.

Del mismo modo, García Ugarte subraya el cambio en la mentalidad católica durante la primera mitad del siglo XIX como un aspecto central de la Reforma mexicana y, más aún, de su éxito. Así, por ejemplo, sostiene que la disminución en la recaudación del diezmo era anterior al fin de la coacción civil para su cobro, en 1833, y no producto de ella. García Ugarte sostiene que la secularización social inició en la primera mitad del siglo XIX, con la conformación del Estado-nación. Desde su perspectiva, en aquellos años se formó lentamente una identidad civil nacional, gracias a instrumentos como los catecismos cívicos, a la lectura de obras ancladas en la tradición filosófica moderna, sobre todo francesa, y a los cambios operados en la idea de nación tras la derrota de 1847 —que, como bien muestra, dio pie a la reactualización del monarquismo planteado desde 1840—. ¿Hasta qué grado existe ese cambio social? Me parece que la respuesta se cifra en la realidad que se analice: no es lo mismo Michoacán que Puebla, o Chiapas que México. La respuesta está en función de lo fecundo que sea esta vía de análisis en ulteriores investigaciones sobre Iglesia, Estado y sociedad en el México decimonónico, y de lo que revelen.

Siguiendo a Labastida y Dávalos, García Ugarte analiza, como pocas obras hasta ahora, el papel de los obispos mexicanos en el exilio, entre 1861 y 1863. Muestra que, a pesar de la cercanía con Pío IX —de quien Labastida fue gran amigo—, los obispos lucharon por mantener su autonomía, en aras de aplicar con tamices nacionales, e incluso regionales, la doctrina pontificia. Así, por ejemplo, muestra el poco impacto que tuvo en 1864 el Syllabus, a diferencia de lo ocurrido en Europa.

Un año antes, Labastida —apreciado y admirado en Roma como un sufrido defensor de los derechos de la Iglesia ante el embate liberal— fortaleció su liderazgo entre el episcopado nacional no sólo por ser el nuevo arzobispo de México, sino porque fue uno de los mitrados que más influyeron en la reestructuración de las diócesis y la jerarquía eclesiástica. Frente a lo planteado por autores como Roberto Di Stefano para el caso argentino, García Ugarte sostiene que la romanización del clero fue tardía, visible sólo a partir del magisterio de León XIII, y no un proceso llevado a cabo en la primera mitad del siglo XIX. Como en muchos otros aspectos, la lectura de García Ugarte ofrece nuevos elementos para la discusión historiográfica.

Siguiendo el hilo cronológico de Poder político y religioso, la autora muestra que en 1864 Labastida fue uno de los más importantes promotores del proyecto monárquico que instauró a Maximiliano en el trono del Segundo Imperio. La autora consigue mostrar la influencia que el zamorano tuvo sobre Pío IX para que éste, a su vez, convenciera al príncipe. Del mismo modo, García Ugarte muestra cómo a partir de 1865 Maximiliano enfrentó el abandono de la jerarquía eclesiástica mexicana, que rompió con él al constatar su proyecto de monarquía liberal. Si Labastida se exilió en febrero de 1867 fue gracias a que tenía ya dos años alejado de Maximiliano y su política liberal, como la de Gómez Farías y la de Juárez. El imperio es así, desde la perspectiva de la jerarquía eclesiástica, plenamente mexicano.

García Ugarte subraya como uno de los aportes del libro su mirada de la parroquia como actor social. De hecho, a partir de la importancia creciente de Labastida en el proceso histórico general, García Ugarte puede concentrarse en un análisis particular de su labor como obispo. Labastida es el gran protagonista del segundo tomo. A partir de la visita pastoral del arzobispo, en 1865, el libro analiza las realidades parroquiales como elementos centrales en la pugna ideológica de la Reforma y en la recomposición del catolicismo tras 1867. A ello coadyuva, además, la poca participación de los obispos en el Concilio Vaticano I: por ejemplo, Labastida no dejó ninguna opinión en torno a la infalibilidad pontificia. Su papel, como el de los demás mitrados, se centró más en México que en las discusiones en boga en Roma durante los últimos años de Pío IX.

El segundo tomo de Poder político y religioso realiza un aporte importante a la historiografía en torno a la época del catolicismo "vencido", y muestra, desde la perspectiva local, que los creyentes no se aislaron de la acción eclesial y se dedicaron a aspectos puramente intelectuales. Más bien, se alejaron del ámbito nacional y abandonaron —temporalmente— la arena política, para refugiarse en ámbitos parroquiales. La derrota política de la opción conservadora en 1867 resultó, del mismo modo, en una renovación de la vida pastoral, devastada por la guerra. La autora sostiene que entre 1871 y 1878 Labastida gobernó por primera vez la arquidiócesis de México. Este último periodo del libro es el del primer periodo pastoral del arzobispo. Entonces Labastida recorrió la diócesis, estableció un estrecho contacto con sus párrocos y luchó, a través de la educación católica, contra el crecimiento de la masonería y del protestantismo, pugnando así por mantener el catolicismo como un elemento central en la sociedad mexicana.

Desde 1874, Labastida había impulsado la lucha de la Iglesia por el control social frente al Estado liberal triunfante, y había impulsado la participación de los laicos en la política, a partir de su condición de ciudadanos. Por ello el libro sostiene que la política conciliadora de Labastida antecedió el magisterio de León XIII en una década, y muestra que la Iglesia mexicana utilizó la propia reforma liberal y sus postulados en beneficio propio. García Ugarte refuta así la tesis de que después de 1867 la Iglesia se refugió en los templos. Fue a las parroquias, sí, pero para hallar desde lo local nuevos mecanismos de acción, toda vez que el proyecto de Iglesia autónoma ya no podía competir por el poder político, pero sí por el control social.

Los dos últimos capítulos del libro muestran a Labastida como el artífice de la reforma de la Iglesia mexicana tras el embate liberal, y del cambio de política pastoral y acción política de la jerarquía eclesiástica. Así, la política de conciliación del Porfiriato se debió no sólo a la voluntad de Porfirio Díaz, sino a la praxis de Pelagio Antonio de Labastida, quien prefirió el acuerdo y la negociación antes que el conflicto, que tanto había sufrido a lo largo de su vida. Después de 1878, el protagonista de Poder político y religioso era no sólo el arzobispo de México: era ya el líder indiscutible de la jerarquía católica mexicana.

En suma, el libro de García Ugarte es una aportación importante y acabada para el estudio de la Iglesia, el Estado y la sociedad en el México del siglo XIX. Su riqueza y rigor documental, amén de su capacidad de síntesis, ofrecen una mirada comprensiva acerca del canónigo, obispo y arzobispo Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos, figura señera de la Iglesia mexicana entre 1825 y 1878 y, más aún, del papel activo y decisivo de la jerarquía eclesiástica mexicana en la formación y conformación del Estado y la sociedad. Desde ahora, Poder político y religioso es ya una obra fundamental para acercarse al siglo XIX mexicano, y es una invitación para perseverar en los múltiples procesos, personajes e historias que transitan por sus páginas.

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