Introducción
En 1887, el magnate norteamericano y propietario del New York World, Joseph Pulitzer, preguntó a la corresponsal Elisabeth Jane Cochran, mejor conocida como Nellie Bly, si quería introducirse de manera encubierta en el manicomio de la isla de Blackwell, en Nueva York. Entusiasmada y convencida de sus capacidades, la joven reportera emprendió un intenso trabajo actoral y, con el poco español que aprendió en su periplo de seis meses en México un año antes,1 se inventó una falsa identidad para convencer a los administradores del nosocomio de que estaban ante una demente. Luego de permanecer confinada durante 10 días, comenzó a enviar sus textos al periódico neoyorkino, los cuales, más tarde, recopiló en uno de los libros más influyentes de los Estados Unidos: Ten Days in a Madhouse.2 Debido a la exposición directa, personal y detallada no sólo de las condiciones insalubres del establecimiento, sino de los maltratos y las vejaciones que sufrían muchas mujeres en el asilo, varios estudiosos han considerado que se trata de la obra fundacional del periodismo de inmersión o encubierto,3 una modalidad de investigación en la cual la figura del repórter lograba situarse, de manera infiltrada, en el lugar de los acontecimientos con el fin de observar, describir y analizar la realidad a partir de la experiencia subjetiva.
Sin embargo, antes de Nellie Bly otros reporteros y redactores habían realizado exploraciones encubiertas en asilos, albergues, cárceles y manicomios para denunciar las condiciones en que vivían los confinados. En 1866, James Greenwood ingresó de manera encubierta en un hospicio londinense; luego publicó su trabajo “Una noche en un asilo de pobres” en Pall Mall Gazette, considerado el reportaje fundador de un género, “el de los reportajes de incógnito en los lugares más inaccesibles del underworld”.4 Dominique Kalifa sostiene que el reportaje undercover fue una modalidad investigativa indispensable para evidenciar las problemáticas de la sociedad; “sólo este conocimiento de primera mano que valida el ‘yo he visto’ del reportero, puede levantar el vuelo sobre estas sórdidas realidades”.5 Los primeros reportajes del inframundo buscaban dimensionar el horror para transformarlo en mercancía noticiosa. Las experiencias reporteriles mencionadas despertaron gran entusiasmo entre editores, corresponsales y reporteros en el ámbito internacional, instituyendo las visitas, los alojamientos y las entrevistas en los manicomios en una práctica obligada para periodistas astutos y escritores curiosos. Reporteros, fotógrafos y fotorreporteros de varias partes del mundo se internaron de forma encubierta para denunciar las condiciones deplorables en que vivían los locos y abogar por un mejor trato a lo largo del siglo XX.6
En México hubo valiosas incursiones realizadas durante las décadas de 1930 y 1940; por ejemplo, el reportero Gregorio Ortega y el fotógrafo Ismael Casasola visitaron el Manicomio General “La Castañeda” (1910-1968) con la anuencia de las autoridades. Sus fotorreportajes, publicados en la revista gráfica Hoy, retrataron con crudeza la degradación que suponía la locura entre los confinados. El caso más representativo fue el del reportero Jorge Davó Lozano, quien se hizo pasar por un enfermo mental aduciendo alucinaciones e insomnios, con lo que logró introducirse en el emblemático manicomio. A su salida, publicó en las páginas de la aludida revista una serie de fotorreportajes que mostraban las penurias en que vivían los asilados, además de que exigió al Estado mexicano mejorar la infraestructura de los pabellones. Las fotografías que en esa ocasión tomó Ismael Casasola, reforzaron un imaginario de horror a partir del testimonio vivencial del reportero.7 De estas experiencias de inmersión surgen dos reflexiones: por un lado, no es posible afirmar que en el México posrevolucionario haya existido un periodismo psiquiátrico encubierto, ya que diversas fuentes indican que en su mayoría se trató de una práctica “negociada” dado que comúnmente los psiquiatras facilitaban el ingreso de los reporteros al manicomio, en la forma y durante el tiempo que ellos consideraban idóneos.8 Y, por el otro, no fueron las primeras experiencias de inmersión en los manicomios nacionales. Como trataré de mostrar en este trabajo, a finales del siglo XIX hubo ciertos escritores-periodistas interesados en sondear los territorios de la demencia para describir los espacios, sus habitantes y las actividades de los facultativos mediante producciones textuales profundamente eclécticas en las que relataron sus impresiones personales.
El objetivo del presente trabajo es analizar tres producciones escritas en las cuales sus protagonistas-narradores lograron internarse en los hospitales capitalinos para locos: el hospital de San Hipólito para hombres y el Divino Salvador para mujeres. Hilarión Frías y Soto, Julio Poulat y Francisco Zárate fueron escritores-periodistas interesados en observar, describir y recrear los intramuros manicomiales. Si bien no se internaron de forma encubierta a dichos nosocomios, dieron cuenta de su cotidianidad mediante modalidades textuales híbridas en las que combinaron la crónica y el diario íntimo, el reportaje ilustrativo y el cuento decadentista, respectivamente. El argumento a demostrar es que sus producciones discursivas fueron una opción narrativa dentro de las amplias ofertas periodísticas que circulaban en los diversos diarios capitalinos. Dichas producciones fueron publicadas en los principales diarios de la ciudad en una época de efervescencia cultural y modernización social. Sabemos que los periódicos representaban una vitrina de exhibición de “objetos, ritos y prácticas científicas”9 que ponían en circulación saberes médicos destinados a la enseñanza, espectáculo y divertimento de los lectores.
¿Por qué hablar de “periodismo psiquiátrico” en una época en que no existía la psiquiatría como disciplina consolidada y en la que el oficio reporteril comenzaba a profesionalizarse? El término se desprende de las interpretaciones derivadas de este trabajo; así, entenderé por “periodismo psiquiátrico” una modalidad informativa en la cual un profesional de la escritura (escritor-periodista, literato, cronista o reportero) se introduce en el espacio manicomial, de manera real o imaginaria, con el fin de producir un texto para denunciar las condiciones en que viven los internos; reivindicar el trabajo de los facultativos y las condiciones del inmueble; o bien, para generar un efecto estremecedor entre los lectores. En todo caso, se trata de una práctica discursiva que pretende explorar los espacios de la locura desde el punto de vista del protagonista-narrador. Así, me interesa conocer las representaciones que hicieron dichos escritores del espacio manicomial y examinar las estrategias narrativas utilizadas para describir y recrear lo observado. La ruta metodológica de este trabajo apunta a comprender la función de las narrativas en el contexto de la ciudad de México durante el último tercio del siglo XIX.
Utilizo fuentes de diversa índole: cuentos, poemas, crónicas, gacetillas y otros impresos. Las fuentes narrativas como cartas, autobiografías, diarios, poemas y, en general, la producción escrita por “locos” y “cuerdos”, son fuentes para la historia cultural de la psiquiatría porque permiten rastrear “la construcción de subjetividades, de prácticas del yo” relacionadas con el sujeto que escribe.10 Se trata de una línea de investigación novedosa que busca comprender las “elaboraciones culturales” en torno a las enfermedades mentales, los discursos psiquiátricos, las prácticas médicas y las instituciones de atención que emergen de las actitudes individuales y colectivas en un contexto específico.11 El texto está divido en dos secciones: en la primera se abordan algunos aspectos relevantes del escritor-periodista y se examinan las representaciones de la locura en la prensa capitalina; en la segunda se analizan las producciones escritas y la función que tuvieron en su contexto.
Prensa, locura y el escritor-periodista
El hospital del Divino Salvador (1700) para mujeres y San Hipólito (1566) para hombres fueron las instituciones capitalinas destinadas a la atención de enfermos mentales durante la presidencia de Porfirio Díaz (1877-1911). Dichos nosocomios se establecieron durante el virreinato, pero a partir de 1877 dependieron de la Dirección General de la Beneficencia Pública, fundada por el gobierno ese mismo año. Ambos nosocomios fueron espacios destinados a la atención, contención y clasificación de los locos; en esos espacios imperó la práctica médica con el trato compasivo de inspiración clerical. En ellos se confinó a toda clase de personas: criminales, alcohólicos y una multitud de individuos transgresores que en su momento fueron considerados por sus familias y el entorno social como merecedores del encierro.12 Los establecimientos cerraron sus puertas en 1910, luego de inaugurarse el novísimo Manicomio General, un espacio de atención, formación y consolidación de los nuevos profesionales de la psiquiatría en México.13 La vida de los locos comenzó a despertar el interés de varios escritores ávidos por conocer los intramuros manicomiales en el contexto de una medicina mental en ciernes.
Ciro B. Ceballos (1873-1938) relató en sus memorias las visitas que con frecuencia realizaban sus colegas escritores, poetas y periodistas Amado Nervo, José Juan Tablada y Bernardo Couto Castillo a la residencia del doctor Samuel Morales Pereyra, director del Hospital El Divino Salvador para mujeres dementes, ocurridas a finales del siglo XIX. Señaló que los literatos no sólo disfrutaban de la compañía de las bellas hijas del administrador, sino que también presenciaban de manera recurrente algunos “casos interesantes” de locas, guiados bajo la escrutadora mirada del facultativo:
Esta señora enloqueció a consecuencia del suicidio de su hijo, a quien mucho amaba. Esta muchacha perdió la razón en el conventículo donde sus padres la internaron para hacerla desistir de un amor. Esta es una idiota. Esta es ninfómana. Esta también. Esta padece delirio de persecución. Aquella viejecita sufre de locura mística.14
Las descripciones ofrecidas por Ciro B. Ceballos muestran la sociabilidad reinante entre ciertos escritores finiseculares y algunos médicos porfiristas, mejor aún, evidencian que en el ocaso de la centuria las visitas a los nosocomios se habían convertido en una práctica asidua para los cofrades de la República de las Letras. En septiembre de 1895, al parecer el poeta José Juan Tablada pasó una breve temporada en San Hipólito debido al consumo de ciertos enervantes. Carlos Díaz Dufoo, uno de los fundadores de la Revista Azul, destacó la “dolorosa y aguda crisis” por la que atravesaba su compañero de letras al que describió como “un iniciado en los misterios de esa vida de las drogas estimulantes de la imaginación; el éter, la morfina, el haschich”.15 Así, varios escritores dejaron testimonio de las visitas y los confinamientos que realizaron ciertos literatos en un contexto periodístico que comenzaba a visibilizar la demencia en el espacio público.
En efecto, a finales del siglo XIX, la locura estaba en vías de convertirse en un “hecho noticioso” bastante redituable. Un indicador de la notable demanda radica en que los diarios difundieron una alta variedad de noticias que oscilaban entre el horror y la fascinación. La función mediática de dichas inserciones respondía, entre otras cosas, a las necesidades de control social de los grupos dirigentes.16 Al respecto, un articulista apuntaba lo siguiente: “La sociedad está tan cerca de la locura”, insistía, “que se justifica que quieran levantarle monumentos”.17 Con un estilo práctico y una prosa meticulosa, los diarios comenzaban a vislumbrar con alarma la expansión de la enfermedad mental y las terribles realidades que asolaban los espacios de confinamiento. El alienado era concebido como un enfermo que había perdido la razón; por su parte, los alienistas eran aquellos nuevos especialistas que atendían la alienación mental. Si bien México no contaba con un “proyecto alienista”, sí existía una medicina cientificista interesada en los asuntos psicopatológicos que propició prácticas y discursos médico-psiquiátricos dentro y fuera del espacio manicomial.18 Sin embargo, el interés por la locura pronto dejó de ser patrimonio exclusivo de unos cuantos “expertos”, ya que adquirió relevancia social gracias a la pujante labor de la prensa gacetillera.19 Los periódicos generaron percepciones de la demencia centradas, al menos, en dos elementos de la vida urbana: los comportamientos trasgresores y los excesos pasionales. Menciono unos ejemplos.
El 21 de noviembre de 1883, un hombre montado a caballo transitaba por las calles de la ciudad de México, cabalgaba apacible “insultando a todo el mundo” sin razón aparente.20 Según el gacetillero, no era un personaje que reclamara el dinero de una apuesta o increpara al amante de su prometida; en realidad, se trataba de un “loco” que perturbaba la tranquilidad pública. Dos meses después, otra noticia detallaba sobre la situación de una mujer de mediana edad avecindada en la capital, la cual comenzó a “golpear a los paseantes frente a la puerta de su habitación” en la calle de las cuevas. La “pobre loca”, llamada así por los redactores, también había golpeado a un niño “causándole una herida en la cabeza”.21 Los redactores calificaban el insulto y la violencia urbanos como formas de locura que merecía una inserción noticiosa de denuncia. Además de la circulación de gacetillas, los rotativos publicaban de manera simultánea artículos científicos, producciones literarias y noticias sensacionalistas sobre supuestos comportamientos demenciales, personajes literarios enloquecidos y multitud de sujetos transgresores que pululaban en la metrópoli.22 Gacetilleros, redactores y demás profesionales de la noticia asumieron la responsabilidad de mostrar esas realidades demenciales para transformarlas en un hecho noticioso; sin embargo, ¿qué representaba ser escritor a finales de siglo? ¿Cuáles eran sus medios de subsistencia?
Los escritores de la segunda mitad del siglo XIX se hicieron depositarios de una de las actividades más importantes en México: el ejercicio periodístico. Los diarios eran los principales instrumentos de información de lo público, labor realizada gracias al esfuerzo de empresarios, editores, tipógrafos, redactores y periodistas que participaron de la civilización del periódico.23 Sabemos que en 1884 existían seis diarios de oposición y 24 a favor del gobierno en turno; cuatro años después había 227; 385 al siguiente año, alcanzando la cantidad de 531 en 1898.24 La situación en el Distrito Federal era la siguiente: en 1876, había 182 diarios en la capital, número que se redujo a 142 para 1910, muchos de los cuales seguramente desaparecieron luego de las campañas presidenciales de Porfirio Díaz.25 Lejos de debatir sobre la cantidad, aumento y disminución de los periódicos, me interesa resaltar que la prensa capitalina alcanzó tal importancia social que difícilmente los capitalinos podían mantenerse al margen del sistema de información de lo público.26
Los diarios posicionaban proyectos, posturas e ideas que ayudaban a forjar la llamada opinión pública, en razón de que fueron un medio de comunicación sumamente politizado que ponía en circulación todo tipo de noticias e informaciones destinadas, por lo general, a una minoría de lectores concentrados en la capital.27 El periódico representaba un laboratorio de experimentación de textos, comúnmente caracterizados por la hibridación de géneros discursivos encaminados a persuadir y despertar el interés de los lectores: la crónica, la crítica literaria, el reportaje, el cuento, entre otros. Por lo tanto, eran escritores-periodistas porque vivían para y por los periódicos, de tal suerte que sus producciones escritas dependían de los tiempos de entrega y debían satisfacer al editor quien, finalmente, pagaba sus salarios.28 Dichos productores podían ganar entre 30, 50 y 100 pesos mensuales, “cantidades suficientes para satisfacer el costo de la vida, aunque modestamente fuere”, recodaba el propio Ciro B. Ceballos.29 Comparados con otros honorarios se puede observar que muchos escritores-periodistas podían subsistir de su trabajo escrito; por ejemplo, en 1876 un trabajador de limpia ganaba 30 pesos al mes; en cambio, para 1882, el Ayuntamiento pagaba 25 pesos mensuales a profesores de instrucción elemental. En 1884, un alcaide de la cárcel percibía un suelo de 100 pesos.30 Finalmente, aunque dicho oficio no pagaba buenos sueldos sí otorgaba prestigio literario y capital social; en este sentido, un escritor-periodista era, ante todo, un productor de bienes simbólicos que defendía su honor masculino mediante la astucia de la palabra y el dominio del lenguaje.31 En suma, como trabajador asalariado, los escritores-periodistas profesionalizaron el oficio a partir de su inserción en los espacios de la prensa capitalina. La diseminación de la demencia como fenómeno periodístico fue construyendo un marco cultural idóneo para la emergencia de una serie de propuestas textuales interesadas en sumergirse en los intramuros manicomiales: la crónica epistolar, el reportaje ilustrativo y el cuento decadente.
Infiltrados en el manicomio
En el mes de julio de 1882, el médico, escritor y periodista Hilarión Frías y Soto (1831-1905) publicó su texto “Cartas de un loco” en las páginas de El Diario del Hogar. Safir, el protagonista-narrador de la obra, decidió recluirse en el nosocomio de San Hipólito al sentirse un genio poco valorado, “sin que nadie me estorbara al paso”. De acuerdo con su declaración, la verdadera motivación de su incursión era “la curiosidad de ver este edificio y de buscar en él un descanso y un asilo”.32 Respecto a dicha publicación, Ana Laura Zavala Díaz ha señalado que las cartas de Hilarión forman un discurso que abreva de la narrativa de viaje y la crónica epistolar, géneros o modalidades textuales que utilizó el autor para producir un “texto híbrido” con el cual podía mantener el interés de los lectores, incidir en la opinión pública y criticar, mediante la ironía, la política científica del presidente Manuel González y su compadre Porfirio Díaz.33 A todo esto habría que añadir que el protagonista-narrador era corresponsal del mencionado rotativo; por lo tanto, mi análisis pretende resaltar la posición del observador de los hechos.
En efecto, Safir se desempeñaba como redactor de dicho diario; una vez que ingresó al nosocomio solicitó a su editor, Filomeno Mata, figura señera del periodismo de oposición, publicar “las elucubraciones de un loco” sabedor de que su deber como escritor-periodista era documentar su experiencia en el manicomio. Mediante sus cartas escritas desde el encierro y dirigidas todas ellas al editor, Safir describió el espacio manicomial usando la metáfora de un descenso que evocaba los infiernos dantescos: “Y lo que más me atormentó el alma fue que al recorrer el establecimiento, en lo cual me acompañaron sin abandonarme un instante, ni un momento se extrañaron sus ideas, y me informaban de cuanto íbamos viendo, dándome cuenta de todo con perfecta lucidez”.34 Dicha estrategia narrativa colocaba al testigo presencial como un Virgilio que surcaba el “infierno de la razón humana” entre los sonidos de la locura, escuchando carcajadas estridentes, lamentaciones, sollozos y aullidos que salían de las fauces de una multitud de locos. Sin embargo, al tomar el lugar del informador suspicaz documentó la historia del inmueble al considerarlo necesario,35 luego detalló sobre los dormitorios y diversos pabellones bajo la apacible tranquilidad de un loco fingido que avanza con asombro, estremecimiento y expectativa, cual armas para inventariar los sucesos. Lo primero que llamó su atención era la fetidez y los miasmas que inundaban los espacios del deteriorado inmueble: “Solo le encargo a usted -refiriéndose al editor- que traiga consigo o un trozo de alcanfor en su bolsa, o el pañuelo empapado de solución de ácido fénico; o cualquier cosa, en fin, que le haga tolerar a usted este aire viciado y nauseabundo”.36 En su recorrido, Safir criticó la pésima gestión del entonces director, el doctor Juan Govantes, a quien calificó de hombre honrado, pero “pésimo administrador”. Dicho galeno había sido designado director del nosocomio en 1877, aunque años después comenzó a ser objeto de críticas por parte de la prensa. El 5 de agosto de 1888, el rotativo México Gráfico publicó una litografía satirizando la sapiencia del facultativo. Debajo de la imagen venía incluido un poema en el que Govantes, identificado con el yo poético, reflexionaba sobre la incurabilidad de la locura de los confinados a su cargo.37 La labor informativa de las cartas escritas por Hilarión Frías y Soto radicaba en la crítica social de la institución manicomial, de las funciones del director y el abandono de sus internos; dicha postura se articulaba con una serie de quejas que los propios alienistas franceses habían lanzado en contra del modelo de confinamiento asilar.38
Las observaciones de Safir denunciaban que no existía una división científica en la distribución de los locos, “tal como debe procurarse en un manicomio construido según la ciencia alienista”. El protagonista-narrador aludía a la reforma psiquiátrica implementada en muchos manicomios franceses por Jean Etienne Esquirol durante la primera mitad del siglo XIX. Para el alienista galo, la eficacia terapéutica radicaba en las buenas condiciones del edificio con el fin evitar un ambiente nocivo y la sensación de encierro; asimismo, los espacios debían distribuir a los internos según la similitud de los síntomas, separando a cada grupo en pabellones autónomos, entre otras disposiciones.39 Ya en junio de 1870, un redactor del diario conservador La Voz de México había llamado la atención de la opinión pública sobre el uso de los baños de agua fría como medida de represión utilizada en San Hipólito; si los capitalinos pretendían ver en el hospital “una asistencia delicada” era menester de las autoridades competentes destinar “suficientes recursos, y entonces los ilustrados facultativos que lo dirigen, sabrán ponerlo bajo condiciones verdaderamente lisonjeras”.40 En vísperas de la navidad de 1883, otro redactor del rotativo conservador El Tiempo constató que en dicho nosocomio varonil no sólo los servicios médicos eran deficientes, sino que “los desdichados enfermos reciben mal trato de los empleados”.41 Una década más tarde, peticiones como estas distaban de cualquier realidad.
En sus recorridos, Safir llegó al Pabellón de Distinguidos, en donde llamó su atención la juventud de la gran mayoría; luego pasó al Pabellón de Epilépticos al que calificó de “aterrador”. Posteriormente, acudió al de Alcohólicos, espacio en el que lamentó no haber estado con algún funcionario público que, alegres y presurosos, solían degradar su inteligencia en alguna rupestre cantina. Finalmente terminó en el Departamento General, lugar en donde estaban mezclados los locos pobres, vagos, asilados y un sinfín de menesterosos. Así, en su calidad de corresponsal para El Diario del Hogar lamentó ante su editor el estado de inmundicia que reinaba en dicho nosocomio, “el hospital de San Hipólito está en estado lamentable y que debe avergonzar a la administración”. Incluso ironizó con la crecida del pasto en el jardín principal, el cual podría servir para el divertimento del director por si algún día se le antojara atrapar “conejos, liebres y hasta jabalíes”. Safir estaba comprometido con documentar lo que percibía; de lo contrario, prevenía al editor: “No hablaré a usted de la parte alta del establecimiento porque no la vi”.42 Por todo lo observado, el protagonista-narrador lamentó que San Hipólito fuera un hospital en el que prevalecía el desorden, el harapo y la inmundicia. En suma, “Cartas de un loco” de Hilarión Frías y Soto fue un trabajo incendiario que buscaba la franca denuncia mediante un periodismo psiquiátrico que, por un lado, intensificó las críticas sobre el abandono institucional del nosocomio varonil y, por el otro, fundó las primeras leyendas negras sobre el espacio manicomial en la modernidad porfiriana.
Ante las acusaciones de maltrato y falta de recursos materiales, algunos funcionarios públicos realizaron visitas a fin de inspeccionar y modernizar los hospitales para dementes. En febrero de 1882, Carlos Diez Gutiérrez, entonces Secretario de Gobernación en la administración de Manuel González (1880-1884), constató el buen estado en que se encontraba el Divino Salvador; declaró lo siguiente: “En todas las salas reina un perfecto aseo, y los dormitorios recientemente restaurados nada dejan que desear”. En su recorrido comprobó que había 207 mujeres y 22 niñas ocupando las habitaciones, además de que se vanaglorió de los progresos terapéuticos que ahí se brindaban: “El hospital está dotado de magníficos baños hidroterápicos del sistema Fleury, que son los más provechosos para las enfermas”.43 Incluso, tuvo la idea de adquirir una de las casas contiguas al hospital, “proyecto que está en vísperas de realizarse”.44 Meses después de su visita “varias personas caritativas” donaron camisetas a todas las mujeres del nosocomio femenil, según informó El Monitor Republicano.45 En esta encomiástica visión del hospital y de los esfuerzos estatales para mejorar los inmuebles, se ubica el reportaje escrito por el periodista y empresario Julio Poulat, titulado “13 de agosto. La fiesta de los locos”, publicado en El Mundo Ilustrado (1895-1914) en su edición del 11 de agosto de 1895.46
El Mundo Ilustrado fue una publicación dominical fundada por el empresario Rafael Reyes Spíndola, porfirista irrestricto y hombre cercano al grupo de los “científicos”; Julio Poulat fungió como su primer director. Era un suplemento de El Mundo, diario destinado a la elite porfiriana que incluía noticias nacionales e internacionales, secciones literarias y culturales (novedades, teatro, zarzuela), así como reportajes sobre asuntos sociales de los sectores privilegiados: bautismos, matrimonios y diversas celebraciones.47 Además, dicho impreso innovó en el diseño de sus portadas, dibujos e inclusión de fotografías de hombres prestigiados.48 El reportaje que nos ocupa venía acompañado de una serie fotográfica como apoyo visual.
El texto de Julio Poulat fue quizá el primer reportaje propiamente dicho que detalló sobre las condiciones de los manicomios de San Hipólito y El Divino Salvador, mejor conocido como “La Canoa” (por su ubicación en la calle que llevaba el mismo nombre), los avances científicos en la materia y la vida cotidiana de sus habitantes. Con la conmemoración del día de San Hipólito el 13 de agosto, los locos del hospital celebraban “como de costumbre” una fiesta con bailes, cantos y desfile abierto al público en general.49 Cada año, los mexicanos podían tener contacto directo con los asilados; así, los dementes podían ser apreciados por sus visitantes y disfrutar de un espectáculo único. A propósito de dicha festividad, Julio Poulat decidió realizar una visita a los dos nosocomios capitalinos con el objeto de despertar “algún interés para nuestros lectores”. Cabría resaltar su metodología: primero visitó el campo de estudio, luego realizó entrevistas con los internos y demás personal médico, y, finalmente, llevó la información al diario para su publicación. Esta forma de trabajo lo vinculaba con la del moderno reportero como ese nuevo profesional de la noticia responsable de llevar la información al diario y, como testigo ocular de los hechos, despertar el interés y el sensacionalismo de los lectores con su astucia narrativa.50
Julio Poulat asumió el lugar del reportero preocupado por sondear los territorios de la enfermedad mental, subrayando que los “mexicanos” eran propensos a desarrollar ese tipo de afecciones: “El temperamento de nuestra raza nos predispone más que a otras a la enajenación mental”. Mejor aún, se hizo depositario de los miedos sociales al demandar con ahínco investigaciones que permitieran solventar el acuciante problema: “Es urgente estudiar las causas que puedan precipitar ese derrumbamiento de la razón y aumentar el número de inquilinos en San Hipólito y la Canoa”.51 El director del semanario, como muchos de los facultativos de la época, observó el ascenso de la locura desde una postura de defensa social; sin embargo, no ocultaba su entusiasmo por las labores de indagación psiquiátrica y jurídica que se estaban desarrollando en México. En su reportaje no ofreció mayores descripciones sobre los espacios, dormitorios y pabellones más allá de la inmaculada limpieza y el carácter festivo que encontró los días de su visita. Su objetivo revelaba didácticas intenciones: “Dar a conocer las formas principales de demencia y describir muy ligeramente los diversos aspectos bajo los cuales se presentan esos desdichados seres”.52 Julio Poulat centró su experiencia de inmersión en la descripción de las locuras de acuerdo con las clasificaciones propuestas por los fundadores del alienismo francés, Phillipe Pinel y Jean Etienne Esquirol,53 procurando dar cuenta de los comportamientos comunes de los internos.
En el Divino Salvador fue recibido por su director, el doctor Secundino Sosa, un distinguido alienista que impartió cursos sobre enfermedades mentales para abogados en la Escuela de Medicina.54 Por lo inmaculado del inmueble y la buena organización interna que describe el autor, se puede conjeturar que la visita del reportero pudo haber sido negociada con anterioridad. Al transitar por un corredor que rodeaba el jardín, observó con sorpresa el aspecto desolador que dibujaban los semblantes de las asiladas: “Causa repugnancia el grupo de las idiotas e imbéciles, son infelices que sólo tienen de gente la figura, pues su rostro, por lo regular, deforme, tenía un aire bestial; sin expresión, sin brillo en la mirada”.55 Nuestro autor se asumió como un testigo en presencia de un espectáculo inquietante: el de la locura percibida in situ. Sus impresiones hacían alarde de sensaciones de extrañeza, una suerte de encuentro furtivo que podía enmudecer a un lector desprevenido: “Cuántas pasiones, cuántos sentimientos se miran retratados en aquellos semblantes, en todos los cuales, sin embargo, se advierte algo extraño, algo muy desconsolado, muy triste, muy horrible, frío como la muerte”.56 El reportaje del autor muestra una posición profundamente ambivalente: mientras que vincula la locura bajo el viejo esquema de lo bestial, también reconoce a los individuos enajenados a los que observa con inferioridad. Esta postura lograba extrapolar a la sociedad porfiriana muchas “fantasías científicas”57 mediante las cuales emergían ideas de lo que se consideraba un razonamiento médico que era vulgarizado a través del periódico.
Esas impresiones saturadas de sentimientos de condescendencia fueron muy distintas en su recorrido por San Hipólito (Figura 1). Primero solicitó a sus lectores desconfiar de esos criminales que se hacían pasar por dementes; segundo, consignó la violencia como el sello distintivo del nosocomio varonil. En este espacio, Julio Poulat asumió la posición del médico-periodista que buscaba corroborar, mediante la utilización de fotografías, los supuestos rasgos característicos de los locos en una suerte de aviso de advertencia para el lector: el retrato “revela el carácter de la enfermedad”. El autor seguía un método de trabajo implementado por los facultativos de la mente desde la segunda mitad del siglo XIX, según el cual la fotografía podía ayudar en el estudio del tratamiento de la enfermedad mental. La apariencia física podía ser registrada y las imágenes de los rostros facilitaban la identificación de un caso.58 En el reportaje de Julio Poulat, la visualidad jugaba un papel fundamental, ya que buscaba generar un discurso con pretensiones de veracidad clínica. En este sentido, llamó la atención sobre un monomaniaco que pertenecía “a familia muy conocida en México” quien aseguraba descender de una estirpe de héroes que habían luchado por la Independencia.
La conducta reporteril que asumió el autor hacia otros dementes inofensivos denotaba sentimientos de compasión; las proclamas de fortuna, las risas socarronas y la defensa imaginaria de tesoros le parecieron gestos delirantes que merecían poco más que el respeto y la piedad de los mexicanos. Su labor como reportero de campo se cifraba en ese encuentro con el desequilibrado: “Hemos platicado con algunas personas que durante cierto tiempo habían perdido el juicio y nos confiesan que según el sentimiento que los dominaba, habían experimentado igual sensación de placer o de pena que cuando se habían encontrado en la embriaguez causada por el alcohol, la mariguana o algún otro narcótico”.59 En suma, el trabajo de Julio Poulat fue uno de los primeros reportajes propiamente dichos dentro del periodismo psiquiátrico. Su labor fue revertir la mala imagen del manicomio e invitar a los lectores a condolerse de esa fauna enloquecida por la marcha de la civilización: “Compasión y respeto a los vencidos en la terrible lucha por la vida”.60 Su labor informativa radicó en sensibilizar a esa minoría ilustrada, católica y privilegiada, que miraba con devota preocupación la caída de unos seres humanos víctimas de la enajenación mental. Su trabajo significó formalizar un método de inmersión en el espacio manicomial con el cual pretendió coadyuvar a los progresos de la medicina mental y de la nación.
Mientras que Hilarión Frías y Soto buscó denunciar el abandono del hospital de San Hipólito y Julio Poulat pretendió resarcir la leyenda negra de los nosocomios, otros escritores-periodistas redactaron cuentos sobre locos con los que procuraban ficcionalizar la locura y generar toda suerte de efectos entre sus lectores. El 25 de julio de 1899, Francisco Zárate Ruiz (1875-1907) publicó en el rotativo El Popular un cuento titulado “Cuentos del Manicomio ¡No era loco!”.61 Un año antes había publicado “Homicida”, en el semanario El Mundo.62 Dichas producciones se sumaban a otras propuestas estéticas de tendencia decadente interesadas en abordar temas relacionados con la criminalidad, la anormalidad y la locura. Los escritores de dicho movimiento literario publicaron en las páginas de los diarios una amplia oferta narrativa (cuentos, poesía, novela) con la finalidad de mostrar su flamante autonomía como artistas sometidos a las reglas de la oferta y la demanda.63 Vivieron la contradicción de la modernidad porfiriana; recurrir a la crítica social dentro de un sistema de producción que podía cubrir sus necesidades de subsistencia.64 El contenido de sus narrativas estuvo marcado, en buena medida, por la creciente demanda de historias de locura, escándalo y violencia.
En efecto, los escritores decadentes fueron profesionales de la escritura que competían en el medio periodístico donde las noticias sensacionalistas sobre escándalos, crímenes y locura solían venderse a bajo costo.65 Diversos escritores latinoamericanos se obsesionaron con la sexualidad anómala, el suicidio y la demencia criminal para posicionar sus preocupaciones estéticas, mostrar su conocimiento del mundo psicopatológico y establecer una crítica a los valores burgueses por medio de personajes patológicos y criminales.66 Francisco Zárate Ruiz entra en la conceptualización de intelectual cuya “función social” era fortalecer la división del trabajo celebrando un arte puro.67 Compartió las obsesiones literarias de los decadentes mexicanos -Bernardo Couto Castillo, Ciro. B. Ceballos, José Juan Tablada y Alberto Leduc, entre otros-, abordando la muerte, el horror y la enfermedad mental desde una postura crítica de la modernidad que experimentaba.68 Formó parte de una constelación de escritores, periodistas, traductores y ensayistas que se ganaban la vida escribiendo, debatiendo y compitiendo en los espacios periodísticos de la capital.
En su breve estancia en Morelia (1900-1901), Francisco Zárate Ruiz compiló dos libros de cuentos: Manicomio. Los que no llegan a San Hipólito, integrado por 11 textos, y Cuentos funambulescos, compuesto por otros 7, ambos fechados en 1903.69 Investigaciones recientes han mostrado la injerencia narrativa de Edgar Allan Poe en las producciones de nuestro autor, razón por la cual “pueden considerarse plenamente fantásticos” porque comparten rasgos y motivos de ese discurso: “El tema de la locura no sólo aparece con relación a lo gótico poético y a la hipersensibilidad decadentista, también funciona como umbral para una posible transgresión fantástica”.70 Sin ánimo de nutrir las discusiones sobre la estructura y los elementos discursivos del texto, subrayo que para dicho autor la locura funcionó como una metáfora para alimentar, desde la ficción, las fantasías de terror sobre el espacio manicomial entre los lectores.
“Cuentos del manicomio ¡No era loco!” también está fechado el 13 de agosto, día en que se conmemoraba la fundación de la ciudad de México y celebraba a San Hipólito. El personaje-narrador se adentró en el manicomio para hombres dementes acompañado por un practicante que, al parecer, ahí laboraba. Al ingresar al nosocomio, percibió un espacio ordenado y salubre; por sus rincones se apreciaba un “notable aseo y adornos con banderas nacionales y recortes de papeles multicolores”, donde el personal transitaba apacible con sus blanquecinas batas. Es evidente que la recreación imaginaria del autor pretendía exaltar la festividad del día de su visita.
En sus recorridos, el protagonista-narrador mostró poco interés en detallar la distribución y estado en que se encontraban los pabellones; en cambio, centró su descripción literaria de inmersión en las actitudes y comportamientos de los asilados. Asumió una posición de testigo inocente que recogía con detalle todo aquello que el guía iba mostrándole, como si se tratara de un visitante ingenuo que recorría por vez primera un verdadero museo de la locura: “Aquel es un abogado que padece delirio de persecución”, aleccionaba el guía, “ese anciano cree que la cabeza que tiene no es suya y lo peor es que los ojos no son ni de esa cabeza”,71 y así sucesivamente con varios asilados que, al mismo tiempo, se acercaban al contingente que los visitaba. Al caminar entre los internos, el personaje-narrador asumió con sentido crítico lo observado: “Tan loco es el que deja convertir en cenizas su cuerpo por no negar a su Dios, como el que arroja una bomba en un teatro para que mueran los poderosos que allí están y hacer un bien a su patria”.72 Mediante sus observaciones, pretendía descalificar la autoridad de la psiquiatría al construir un discurso subversivo.
En cambio, como testigo en el lugar de los acontecimientos, utilizaba su cuerpo como depositario de todas las sensaciones de incredulidad, fascinación y extrañamiento que lo invadían al encontrarse con personajes anómalos, filósofos incomprendidos, ilustrados delirantes, napoleones, indios usurpadores, hombres-perro, furiosos que desprendían sus cabellos en nombre de su amada y otros locos que no lo parecían: “Yo comenzaba a sentir calosfríos. Tenía Miedo”.73 El cuento de Francisco Zárate Ruiz buscaba generar un efecto estremecedor entre los lectores,74 mediante ficciones horripilantes y temerosas que evocaban un espectáculo circense.
En su calidad de testigo-visitante, el protagonista-narrador tomó lo observado con extrañeza para descender en una espiral de confusión que terminaría por alterar su juicio: “Comenzaba a dudar cuáles serían los asilados de distinción y cuáles los visitantes. Creía encontrar en todos los que paseaban, síntomas de enajenados y esbozaba en mi imaginación historias trágicas, orígenes de sus locuras, terribles dramas”.75 Al finalizar su recorrido, reconoció a un antiguo compañero que estaba alojado en el nosocomio, “era de esperarse que algún día lo llevaran allí”, declaró, quien cuestionó ante su presencia la aparente normalidad de los cuerdos: “Yo prefiero un delirio de grandeza, a ser grande siendo cuerdo, porque ¿quién es cuerdo y quién está loco? ¿Está loco el que eternamente tiene un pensamiento mismo? ¿Es cordura la sucesión rápida, caleidoscópica, de cambiantes colores en las ideas? ¿Ése es el cerebro sano, el que con rapidez eléctrica, elabora una serie de ideas distintas?”.76 Como señala Vicente Quirarte, los escritores decadentes crearon una “galería de personajes neuróticos y siniestros”77 que revolucionaron la sensibilidad moderna al transgredir códigos fincados en el catolicismo. Además, resignificaron la retórica de los nervios para enmarcar la centralidad fisiológica de los procesos mentales y configurar la mentalidad de sus protagonistas.78 Francisco Zárate Ruiz utilizaba la voz del loco como una alegoría para criticar las fronteras de la razón.
Luego de su encuentro con el loco, el protagonista-narrador salió huyendo de San Hipólito, convencido de que su otrora amigo no era un demente, a pesar de que este pretendía matar a todos los habitantes del nosocomio para impedir la degeneración humana. El lector porfiriano lograba descubrir en la última línea que dicho personaje era un visitante como cualquier otro. De esta manera, el “loco” funcionaba como un símbolo “contra las virtudes burguesas”, entre las que se encontraban la “autodisciplina, la ética del trabajo, el orden, el cumplimiento de los deberes y sobre todo, el control de los afectos”.79 En definitiva, el cuento de Francisco Zárate Ruiz representó una forma de “periodismo psiquiátrico” que, a través de una ficción con un fuerte sentido de verosimilitud, pretendió agitar la sensibilidad de los lectores al sumergirlos en el espacio manicomial. El autor utilizó la figura del loco “que no lo parece” para cuestionar las fronteras de la razón y, de paso, desautorizar el discurso de la medicina mental porfiriana.
Consideraciones finales
Un elemento común en estas tres producciones textuales tiene que ver con lo siguiente: cada uno de los protagonistas-narradores entabló entrevistas, desató diálogos y breves conversaciones con los locos confinados en los nosocomios. Por ejemplo, Safir dialogó con los internos de San Hipólito para indagar sobre los procedimientos terapéuticos a los que estaban sujetos. La conversación le permitió confirmar que los baños de agua eran un “tormento cruel e inexplicable, espantoso, digno de la barbarie de otras épocas”. Por su parte, el reportero Julio Poulat buscó recabar testimonios mediante entrevistas con algunos confinados en el nosocomio varonil, con la finalidad de elucidar si los locos sufrían o gozaban en su locura: “Hemos hablado con algunas personas que durante cierto tiempo habían perdido el juicio y nos confiesan que según el sentimiento que dominaba, habían experimentado igual sensación de placer o de pena”. Finalmente, en el cuento de Francisco Zárate Ruiz el protagonista-narrador intentó evadir la conversación con un aparente loco argumentando que lo “agobiaba”; no obstante, nunca dejó de poner atención a sus dichos. Contrario a sus sensaciones, “me atreví a interrogarle”, declaró, sólo para descubrir en un antiguo compañero -y aparente loco- a un cuerdo siniestro convencido de la necesidad de sepultar a esos seres “definitivamente en una tumba”. De esta manera, los protagonistas-narradores se asumieron como observadores, informantes y testigos de los acontecimientos al propiciar charlas con los asilados y describir sus impresiones personales sobre el espacio manicomial. Esto permite vislumbrar la importancia que tenía para los escritores-periodistas recuperar de manera creativa el testimonio de los locos y delinear los aspectos más sórdidos y/o condescendientes en los nosocomios de San Hipólito y El Divino Salvador. Su interés por representar la locura confinada respondió, en gran medida, a las reglas de la oferta y la demanda que imponían los diarios. ¿Qué significaron estas tres producciones para el “periodismo psiquiátrico” de fin de siglo? El objetivo primordial de los autores fue que sus escritos no sólo sirvieran para introducir a una minoría de lectores a los intramuros de los manicomios capitalinos; también visibilizaron una serie de problemáticas en torno a las condiciones de los inmuebles y la situación de los internos. Al otorgar voz a los locos confinados, sea de manera real o imaginaria, dichas producciones escritas sirvieron como instrumentos pedagógicos con los que pretendieron denunciar, reivindicar y ficcionalizar la locura. En su calidad de escritores-periodistas, Hilarión Frías y Soto, Julio Poulat y Francisco Zárate Ruiz buscaron sensibilizar a la sociedad mexicana sobre un tema que a todas luces preocupó a la elite porfiriana. La demencia fue un fenómeno social que interesó a los grupos gobernantes y a los facultativos; así, sus producciones fueron una opción narrativa en el campo periodístico porque respondió a las ansiedades y miedos sociales que suscitaron los trastornos mentales durante el Porfiriato.
En definitiva, la crónica de denuncia, el reportaje ilustrativo y el cuento decadentista fueron tres trabajos que considero fundadores del periodismo psiquiátrico en el México finisecular. Mediante la observación directa (pretensiones de objetividad) y la recreación imaginaria (ficcionalización) permitieron acercar a los lectores porfirianos a los intramuros del espacio manicomial, representando la vida de sus habitantes y posicionando el fenómeno de la locura en la opinión pública.