El positivismo fue una filosofía que surgió en Francia a mediados del siglo XIX, en una etapa en la que se intensificó el crecimiento económico por la expansión acelerada de la economía de mercado. En este periodo el avance de la ciencia y la tecnología revolucionó en muy poco tiempo las relaciones de producción, la estructura de la sociedad y el equilibrio político dentro de los países y en las relaciones internacionales. Por primera vez en la historia el cambio económico y social se intensificó al grado de resultar evidente para una misma generación. Pese al alto costo social de esa transformación y a los fenómenos de hacinamiento y explotación que trajo consigo, el desarrollo del capitalismo alimentó la “idea del progreso” como una nueva teleología que daba sentido a la historia.1 La revolución científica y la especialización de las ciencias exactas y naturales trajeron efectos perdurables no sólo en sus ámbitos, sino en el más amplio de la filosofía de la ciencia y de la teoría del conocimiento en general. Los estudios de la sociedad trataron de incorporar los métodos de las ciencias experimentales al análisis de la realidad, como lo resumió en su momento Ricardo García Granados:
Los enormes progresos de las ciencias naturales en el siglo XVIII aparecieron como una nueva y completa revelación del universo, no pudiendo menos que ejercer una influencia extraordinaria en la filosofía y en la manera de concebir la historia. Habiéndose descubierto que las leyes de la naturaleza son universales e inmutables; que nuestro planeta no es más que un cuerpo insignificante en la inmensidad del espacio, y la historia conocida de la humanidad un mero instante comparado a la historia de la tierra, que nos revela la geología, era natural que se procurase adaptar el concepto de sociedad al nuevo concepto de la naturaleza, que se imponía como resultado de las investigaciones científicas.2
Es en este contexto en el que surge el positivismo. Su propuesta original y el nombre de la corriente se lo debemos a Augusto Comte (1798-1857), quien originalmente fue secretario de Claude Henri Saint-Simon, pero progresivamente se fue alejando de los planteamientos de su mentor, del que terminaría renegando. A una edad muy temprana, se propuso construir una filosofía propia y lo logró después de varios años de trabajo intelectual y de divulgación. A partir de 1830 comenzó a publicar su Curso de Filosofía Positiva, que fue completado en 1842 y que más adelante se convertiría en su obra más conocida. El término “positivo” tuvo desde el principio una clara connotación ideológica en la obra de Comte:
El término “positivo”, tal como Comte lo empleó en su filosofía positiva, era explícitamente polémico y pretendía ser un arma ideológica capaz de combatir el legado ideológico del iluminismo y la Revolución. Debían desacreditarse y repudiarse los principios críticos y destructivos de la filosofía “negativa”, para poder reemplazarlos por los principios afirmativos y constructivos de la filosofía positiva.3
Paradójicamente, lo que Comte proponía era en realidad una síntesis dialéctica de dos principios que hasta entonces habían sido percibidos como antípodas: el orden y el progreso. El principio del orden había prevalecido en el estadio teológico de la humanidad y era la principal bandera de los conservadores, que defendían los privilegios y la organización social característicos del antiguo régimen feudal, apoyados por una de sus principales instituciones: la Iglesia católica. En cuanto al principio del progreso, Comte ubicaba su origen en las críticas en contra del antiguo régimen, desatadas a partir de la Reforma y profundizadas con el iluminismo, que aportó elementos para cuestionar los privilegios feudales y el absolutismo monárquico.
La tensión entre los elementos teológicos, representados por los defensores de la restauración del antiguo régimen, y los elementos metafísicos, esencialmente críticos y revolucionarios, era para Comte la causa de la inestabilidad política y social que caracterizó la primera mitad del siglo XIX. Los principios metafísicos defendidos por los autores de la Ilustración habían contribuido al progreso, pero en un sentido negativo, ya que habían servido para derribar los obstáculos que ofrecía el sistema anterior, allanando el camino para la etapa siguiente, pero no servían para edificar un nuevo orden social estable.4
La analogía que pretendía establecer entre los fenómenos físicos y los sociales lo llevó a plantear la distinción entre estática social y dinámica social. Comte definió la estática social como “el estudio de las leyes que gobiernan la acción y la reacción de las diferentes partes del sistema social”. Sin embargo, Comte no proponía un análisis empírico de la realidad para poder encontrar estas leyes, sino que consideraba factible deducirlas “de las leyes de la naturaleza humana”.5 La dinámica social a su vez fue definida como “el estudio de las leyes de sucesión de los fenómenos sociales” y, de hecho, fue la que acaparó la atención de Comte, quien trató de resumir los que consideraba sus aspectos principales en su “teoría fundamental del progreso de la sociedad humana”.6
Según Comte, la tendencia histórica de todas las sociedades las conduce hacia el progreso, lo único que cambia es la velocidad con la que se producen los cambios. Todas las sociedades evolucionan a lo largo de tres etapas que corresponden a los tres estadios por los que atraviesa la maduración de la mente humana, que son aplicables también para entender el desarrollo de todas las ramas del conocimiento. Estos tres estadios son el teológico, el metafísico y el positivo, y se caracterizan porque en cada uno de ellos la explicación de los fenómenos es atribuida a diferentes factores, hasta llegar a comprenderlos por sí mismos y en sus relaciones entre ellos. Las características de cada estadio son las siguientes:
Estadio teológico. Es el punto de partida tanto de la mente humana como de toda sociedad y forma de conocimiento. La preocupación fundamental en este estadio es la búsqueda de la naturaleza esencial de las cosas para poder arribar al conocimiento absoluto, lo que lleva a los hombres a atribuir a fuerzas sobrenaturales el origen y el sentido de todos los fenómenos.
Estadio metafísico . Se trata más bien de una etapa de transición y por lo mismo, es el estadio al que menos atención dedica Comte en su explicación. En este estadio las fuerzas abstractas sustituyen a los seres sobrenaturales como explicación de los fenómenos naturales y del sentido de los acontecimientos sociales. Por ejemplo, la razón o la naturaleza sustituyen a Dios como explicación fundamental de todo lo que existe y de cuanto acontece.
Estadio positivo . La culminación del sistema de Comte se alcanza cuando el hombre renuncia a conocer la causa original de las cosas y se conforma con conocer los fenómenos en sí mismos y las relaciones entre ellos. Estas relaciones están determinadas por leyes naturales invariables que gobiernan todos los fenómenos, por lo que el estudio de los fenómenos particulares debe orientarse a descubrir los vínculos que guardan entre sí para poder descubrir las leyes que los determinan, que podían ser de dos tipos: concretas o abstractas.7
La filosofía positiva de Comte estaba claramente orientada a la acción: su propósito fundamental era transformar la sociedad mediante la aplicación de la ciencia. De ahí que la construcción de una nueva ciencia, la sociología, juegue un papel tan importante dentro de su propuesta de reforma social. Su filosofía ha sido calificada como el primer gran sistema filosófico de la sociedad industrial, “un sistema, por cierto, que declara, además, que el hombre ha de ser alfa y omega de la existencia: la humanidad como fuente renovadora de valores; por ello, en el culto de ella funda el autor la religión de la humanidad”.8 La religión de la humanidad buscaba sustituir a la tradicional (en especial a la católica) por un conjunto de principios morales que evitaran la desarticulación del tejido social. La religión de la humanidad reconocía como punto de partida que el hombre es egoísta por naturaleza, pero buscaba desarrollar sus tendencias altruistas en las diversas etapas de su educación para convencerlo de la necesidad de vivir para la humanidad y no solamente para sí mismo.9
La sola pretensión de construir una religión de la humanidad, con dogma, culto y calendario definidos por el propio Comte en su Catecismo positivista, despertó severas críticas y la oposición de la Iglesia.10 Por otro lado, el positivismo también criticó al liberalismo, por considerar sus postulados metafísicos y ajenos al conocimiento científico de las sociedades, al no tomar en cuenta el grado de evolución de los pueblos. Estas circunstancias explican el recelo con el que fue recibida en México, tanto por la Iglesia como por ciertos pensadores liberales, la decisión del presidente Juárez de confiar a Gabino Barreda, seguidor y autoproclamado discípulo de Comte, la creación y dirección de la Escuela Nacional Preparatoria. Pero si el pensamiento de Comte despertó fuertes recelos en los liberales mexicanos, las ideas de Herbert Spencer lograrían una perdurable simbiosis con ciertos principios liberales.
Comte y Spencer
Herbert Spencer nació en Derby, Inglaterra, en 1820. A partir de 1848 comenzó a dedicarse de lleno a las cuestiones sociales al ser nombrado editor de The Economist y sus ideas sobre la evolución de las sociedades comenzaron a tomar forma con la publicación de su primer libro en 1850, titulado Estática social. En 1853 recibió una cuantiosa herencia que le permitió dedicarse a su obra intelectual.
Herbert Spencer tuvo como eje de sus reflexiones y análisis la evolución de las sociedades. Para él, todos los fenómenos experimentan evolución, involución o disolución, dentro de un proceso en el que la materia se integra y el movimiento tiende a desaparecer. Desde esta perspectiva, la sociología fue definida por Spencer como “el estudio de la evolución en su forma más compleja”.11 Lejos de suscribir la ley de los tres estadios, Spencer prefería caracterizar las etapas por las que había atravesado la humanidad a partir del tipo de relaciones políticas que establecieron en cada uno los hombres entre sí y con el Estado, y consideraba que la historia política de la humanidad había atravesado por cuatro fases. La primera se caracterizó por sociedades primitivas organizadas mediante una cooperación política informal; en la segunda las sociedades se caracterizan por ser jerarquizadas, estratificadas y dominadas por una autoridad política fuertemente centralizada; la tercera es la sociedad industrial, que se caracteriza por el relajamiento de la autoridad política centralizada y por la emergencia de los valores liberales; y finalmente, la cuarta etapa corresponde a la llamada “utopía liberal”, la realización de todas las libertades liberales y el triunfo del Estado liberal sobre todas las formaciones políticas anteriores.12
A pesar de todas sus inconsistencias, las ideas de Spencer ofrecían una teoría de la evolución social más poderosa que las aportaciones de Comte, tanto si la evaluamos desde el punto de vista de sus pretensiones como de sus implicaciones ideológicas. Además, las teorías de Spencer tenían un gran atractivo para todos aquellos que estaban interesados en tender puentes entre los principios liberales y la sociología positiva: su concepción del hombre, de la sociedad y del Estado era consistente con el individualismo, el utilitarismo, la libre competencia y la intervención estatal restringida. Los principales puntos de conflicto entre Comte y Spencer pueden agruparse en tres grandes rubros.
El objeto de estudio. Según Spencer, el objetivo principal de Comte era explicar coherentemente el progreso de las concepciones humanas, la auténtica y necesaria filiación de las ideas. Según Spencer su objetivo era explicar la auténtica y necesaria filiación de las cosas. Mientras que a Comte le interesaba el desarrollo del conocimiento humano acerca de la naturaleza, a Spencer le interesaba el desarrollo de los fenómenos que constituyen la naturaleza, de ahí que señale que mientras que el fin que persigue Comte es subjetivo, el suyo es objetivo.
Las relaciones entre el Estado, la sociedad y los individuos. Mientras Comte quería construir una sociedad guiada por la religión del positivismo y orientada por los filósofos positivistas, Spencer desconfiaba de cualquier intento de centralizar el poder político y económico en menoscabo de las libertades individuales, por lo que su ideal era que la interferencia del Estado se redujera al mínimo posible. Spencer consideraba que la evolución de las sociedades seguía un proceso análogo al de las especies, por lo que la competencia era el mecanismo mediante el cual sobrevivían los más aptos.
Comte creía en la necesidad de moralizar a la sociedad, reemplazando las antiguas religiones teológicas por la religión positiva, ya que solamente así podría garantizarse la convivencia y la cohesión social. Para Spencer la moral no se puede enseñar porque es el resultado de la acción individual. La ley positiva es la encargada de crear incentivos para que las personas se conduzcan conforme a sentimientos morales superiores y repriman sus instintos inferiores por temor a ser penalizadas.
Para Spencer el principio que gobierna la historia es análogo al que rige en la biología: la supervivencia del más apto.13 Corresponde al Estado definir reglas claras para garantizar la propiedad y para permitir a los individuos beneficiarse de la vida en sociedad con plena certidumbre de que existe un árbitro imparcial en caso de que surjan conflictos, pero no le corresponde resolver el problema de la desigualdad, que es inherente a la sociedad. En sus propias palabras, “el Estado debe proteger la libertad de los individuos, pero es lo único que debe proteger”.14 Está a favor de la universalidad del sufragio por las mismas razones que James Mill: permitir la libre competencia política y la expresión de los intereses políticos individuales a través del sistema electoral. Pero el progreso depende de la capacidad de los individuos de alcanzar sus objetivos sin restricciones impuestas por el Estado. Spencer no considera que corresponda al Estado intervenir en la educación de los individuos como lo propone Comte. A medida que aumenta el progreso material y moral, para Spencer el Estado resulta cada vez más superfluo.15
En síntesis, puede afirmarse que las ideas de Spencer, a pesar de sus inconsistencias lógicas, eran mucho más compatibles con los principios del liberalismo clásico e incluso podían ser utilizadas para justificar los costos sociales de la modernización económica, política y social que trajo consigo el desarrollo del capitalismo y el ascenso del liberalismo durante el siglo XIX. La competencia y el interés individual le parecían fuerzas más eficientes para promover el desarrollo de las sociedades que el corporativismo y el paternalismo. Por consiguiente, no fue raro que algunos autores de la época quisieran llevar al extremo estas ideas para plantear una analogía entre la teoría de la evolución de las especies de Charles Darwin y una teoría de la evolución de las sociedades.16Al comparar a las sociedades con los organismos vivos, se intentó también establecer la analogía entre la selección natural y la selección social no sólo entre los individuos, sino entre las naciones: sólo aquellas que pudieran desarrollarse materialmente estarían en posibilidades de sobrevivir en un mundo en el que la competencia era el motor de la actividad económica.
La difusión del positivismo en México y su influencia en el análisis histórico
Aunque las ideas positivistas en México comenzaron a difundirse varios años después de la muerte de Comte, acaecida en 1857, la importancia que tuvieron en la educación, la ideología, la historiografía y el discurso político del Porfiriato se ha visto reflejada en la amplia bibliografía que se ha escrito sobre este tema. Sin embargo, el término positivismo ha servido lo mismo para designar a las ideas de Comte, que para incluir a las de Spencer o incluso al darwinismo social. Como señaló Abelardo Villegas, el término positivismo puede tener por lo menos dos grandes connotaciones en los estudios que se han escrito sobre el tema:
La palabra positivismo, usada para designar una serie de corrientes del pensamiento que tuvieron vigencia en México en el último tercio del siglo XIX y las primeras décadas del XX puede ser tomado en dos sentidos, uno estricto y otro lato o amplio. En el primero de los casos se trataría de la influencia del pensamiento de Augusto Comte en México, ya que la filosofía de Comte es la que estrictamente puede ser denominada positivismo. En sentido amplio la palabra designaría toda suerte de doctrinas que exaltaron el valor de la ciencia y principalmente el darwinismo y el evolucionismo de Herbert Spencer, que desde luego tienen parentescos conceptuales con la filosofía de Comte.17
Como se ha dicho antes, en México la difusión de las ideas positivistas comenzó a raíz del triunfo de la República y tuvo uno de sus más entusiastas partidarios en Gabino Barreda. A tan sólo tres meses de la caída del Segundo Imperio, Gabino Barreda pronunció en Guanajuato la oración cívica del 16 de septiembre de 1867 con motivo de la celebración del inicio de la Guerra de Independencia. En esta ocasión, Barreda reconoció que los liberales de la generación de la Reforma habían realizado una contribución significativa a la construcción de una nación moderna, pero llamó al Estado mexicano a realizar una reforma educativa que permitiera consolidar dicho proceso de modernización.18 Antes de que terminara ese año, el presidente Benito Juárez dio un paso decisivo en esa dirección, con la promulgación de la Ley Orgánica de la Instrucción Pública en el Distrito Federal, por medio de la cual reorganizó la educación superior en cinco establecimientos profesionales y creó la Escuela Nacional Preparatoria,19 encargada de la enseñanza media, cuya dirección y proyecto educativo encomendó a Gabino Barreda.
¿Cuáles fueron las razones del presidente Juárez para confiar un proyecto tan importante a Gabino Barreda? La hipótesis más plausible sigue siendo la de Leopoldo Zea, según la cual “Juárez, como sagaz hombre de Estado, adivinó en la doctrina positiva el instrumento que necesitaba para consolidar la revolución reformista”.20 El proyecto educativo de Juárez avanzó en la secularización de la sociedad mexicana, al reorganizar los sistemas de enseñanza media y superior desde una perspectiva laica. El énfasis del proyecto estaba en educar a las elites y no al pueblo llano, meta que en 1867 se presentaba como irrealizable en el corto plazo. En cambio, la educación de las clases dirigentes en establecimientos públicos y laicos era un objetivo realizable y recogía la experiencia del presidente, que había sido miembro de las primeras generaciones del Instituto de Ciencias y Artes de su estado natal.21
El positivismo comenzó a difundirse gradualmente desde la Escuela Nacional Preparatoria y, lo que fue más importante, las nuevas generaciones comenzaron a formarse bajo el influjo de estas ideas. La oración cívica de Barreda en 1867 puede ser considerada como el primer intento por aplicar los esquemas positivistas a la interpretación de la historia de México. En palabras de Leopoldo Zea, “Gabino Barreda hace de la historia de México un eslabón de la historia de la humanidad, según la tesis del positivismo comtiano. En la progresiva emancipación mental de la humanidad, México representa un alto grado de progreso”.22 Sin embargo, habrían de pasar varios años antes de que se escribiera la primera historia mexicana estructurada a partir de las tesis de Comte. Esta primera obra de la historiografía positivista no tuvo como propósito ofrecer una interpretación de la evolución económica, política o social de México, sino de la historia de la ciencia mexicana, en concreto de la medicina.23 El doctor Francisco de Asís Flores y Troncoso (1852-1931), discípulo de Barreda, escribió una Historia de la medicina en México que se basó en la ley de los tres estadios. En esta obra Flores trato de explicar cómo la medicina pasó de una etapa teológica a una metafísica hasta poder arribar al estadio científico, que en su opinión era el que había alcanzado en ese momento la ciencia médica, aunque no sin dificultades frente a la supervivencia de elementos teológicos y metafísicos entre amplios sectores de la población, debido a la ignorancia y a la superstición.24
A esta contribución inicial del doctor Flores siguieron los primeros intentos por analizar la evolución social del país. En la década siguiente comenzaron a publicarse análisis sociales de inspiración positivista que entraron en conflicto con las interpretaciones de las primeras generaciones de liberales acerca de la historia y la sociedad del país. Sin embargo, es preciso señalar que en la mayoría de los casos hubo un serio esfuerzo de adaptación de las ideas de los pensadores sociales más influyentes del momento a la realidad mexicana. Un ejemplo interesante de esta tendencia lo constituyen las reflexiones de Ricardo García Granados sobre las interpretaciones positivistas más en boga. A partir de las reflexiones Buckle,25 que recogían a su vez los argumentos de Montesquieu y otros ilustrados a favor del determinismo geográfico sobre el carácter de los pueblos, García Granados trató de ubicar dentro de un contexto más amplio la importancia del medio físico, señalando así que, a menor grado de desarrollo, mayor es su importancia.
Desarrollando esta idea, dice que mientras que las diferencias originales de razas son más o menos hipotéticas, las variaciones causadas por la diversidad de clima, alimentación y suelo, se pueden explicar satisfactoriamente, aclarando así muchos de los fenómenos históricos. Siendo íntima la relación entre estos tres agentes, es conveniente observar su acción en conjunto y al hacerlo así, observamos que el efecto más importante de esta acción, es la mayor o menor acumulación de riqueza. Mientras que el hombre tiene que dedicar todos sus esfuerzos a la satisfacción de las más urgentes necesidades, no es posible que su espíritu pueda elevarse a conceptos de orden superior, ni que pueda crear una ciencia; pero cuando el producto es mayor que el consumo, se acumula riqueza y se forma una clase superior que dispone de los medios para dedicarse al estudio de las ciencias y al cultivo de las artes, de los cuales depende el progreso de la humanidad.26
El periodo de mayor influencia de las ideas positivistas en la historiografía y en el discurso político comenzó con el relevo generacional del grupo de los primeros colaboradores del general Díaz por jóvenes profesionistas, abogados en su mayor parte, que tenían en común haber estudiado o impartido cátedra en la Escuela Nacional Preparatoria.27 Este grupo, que tomó de su formación positivista original la pretensión de aplicar la ciencia al análisis de la realidad y lo que era aún más importante en su opinión, al gobierno de la sociedad, recibió por tales pretensiones el sobrenombre de los “científicos”. Los llamados “científicos” habían señalado el daño que había ocasionado durante las primeras décadas de vida independiente la idea casi generalizada de que México era un país excepcionalmente rico. Años después de García Granados, Emilio Rabasa, político chiapaneco vinculado a Rosendo Pineda, uno de los “científicos” originales,28 hizo hincapié en el efecto negativo que había jugado esta interpretación que se sustentaba más en la gran variedad de climas y de recursos naturales con que contaba el país que en la facilidad para poder explotarlos y disponer de ellos para incrementar su progreso económico y el bienestar de su población:
La riqueza del suelo mexicano, proclamada por el emperador Iturbide, cien veces encarecida por Santa Anna para adular a los pueblos, y que llegó a ser un dogma cuya negación era una herejía peligrosa, se suponía enorme, al alcance de la mano y por ende causa de la envidia y móvil de la codicia de las naciones extranjeras. Era una exageración dañosa, sugerida por la multitud de recursos con que el suelo invita, y que, si acaso tiene par en el mundo, no tiene, de seguro, ejemplo que la supere.29
Esta gran diversidad de recursos naturales se debía a la compleja orografía de México, pero también tenía un efecto negativo sobre las actividades económicas, al hacer excesivamente complicada la transportación a lo largo y ancho del territorio nacional y en particular del altiplano hacia las costas, lo que encarecía a su vez las obras necesarias para comunicarlo mejor y facilitar el tráfico de personas y mercancías. El hecho geográfico de que el territorio mexicano fuera predominantemente montañoso reducía considerablemente la proporción que de sus casi dos millones de kilómetros cuadrados podía dedicarse a la agricultura, situación que se agravaba por un régimen pluvial más bien escaso en la mayor parte del país. México cuenta con unos cuantos ríos navegables, concentrados en el sureste y con pocos puertos de altura en la costa del golfo de México, que por si fuera poco continuamente se azolvaban. En abierta contradicción con Humboldt, uno de los autores que más habían contribuido a alimentar la idea de la inagotable riqueza del territorio mexicano, Pablo Macedo, miembro connotado de los “científicos”, señaló al referirse a la Nueva España de las postrimerías de la dominación colonial:
Se desprende, empero, de los pocos datos conocidos, qué, a pesar de su producción entonces maravillosa de metales preciosos, la Nueva España era pobre, entendiendo la acepción de riqueza en su moderno alcance. Satisfacían sus necesidades coloniales, religiosas y muy modestas, unos cuantos. Pero la gran masa carecía de bienestar social y de todo aquello que no era absolutamente indispensable para vivir en la piedad y en la ignorancia, merced a las tiránicas restricciones del comercio, al menesteroso desarrollo de unas cuantas industrias y al desenfreno de los monopolios.30
La discusión sobre la legendaria riqueza del territorio nacional no carecía de importancia para las cuestiones prácticas, ya que tendría importantes implicaciones en la manera de interpretar la conveniencia de la inversión extranjera en México. Si se sostenía la vieja tesis de que México era el cuerno de la abundancia, los extranjeros solamente podían interesarse en invertir en el país para despojarlo de sus riquezas naturales. Por el contrario, si se aceptaba que México era un país con una gran diversidad de climas y recursos pero con una geografía que dificultaba su explotación, de nada servían esos recursos sin el capital necesario para aprovecharlos.31 Por consiguiente, si el capital nacional era insuficiente para impulsar el desarrollo nacional, no solamente no tenía nada de malo, sino que era altamente aconsejable recurrir al capital extranjero, así como estimular la colonización europea en México para hacer frente a uno de los problemas que obsesionaban a las elites mexicanas desde la guerra con los Estados Unidos: la baja población, que a su vez se traducía en una muy baja densidad demográfica en los estados del norte.
Justo Sierra fue de los más enfáticos en criticar la noción de la riqueza inagotable de México y defendió la necesidad de impulsar la colonización del territorio nacional y el desarrollo de las comunicaciones y los transportes para integrar el país y explotar al máximo su potencial económico:
No es cierto que seamos físicamente el pueblo más rico de la tierra; las maravillas que encantan la vista, sólo enriquecen la imaginación; somos muy pobres; las minas que encierra nuestro suelo han sido la causa de la dispersión de los conquistadores, por todos los ámbitos de la Nueva España; es decir, del derrame de una población corta en un terreno inmenso, causa de nuestro malestar; necesitamos llenar ese inmenso hueco con millares y millares de pobladores; para ello es preciso comunicarnos, porque al borde del riel brota la colonia; así la mina será útil. Pero la gran riqueza de un pueblo es la agricultura y somos muy medianamente agrícolas, porque las costumbres de la paz aún no echan raíces entre nosotros; porque si tenemos todos los climas, la irrigación natural es mezquina y corta; porque los Estados Unidos son hijos de la libertad y del Mississipi; porque un gran río central es fuente de riqueza incalculable, porque somos como un cuerpo humano que tuviera atrofiada la aorta…32
Era importante para Justo Sierra desmentir el mito de la riqueza legendaria de México, porque solamente sobre la base de un conocimiento científico y riguroso del territorio podría llevarse a cabo la explotación racional de los recursos naturales del país y podrían entenderse las causas que habían influido en su atraso, para ser definitivamente superadas. Este conocimiento conducía, en opinión de Sierra, a soluciones pragmáticas, lo mismo alejadas “de la escuela liberal, que cree que en virtud de un principio absoluto debe establecerse el librecambio” que de “la escuela conservadora, que preconiza el sistema de protección ilimitada, que autoriza al Estado para obligar al consumidor, en todo caso y por cualquier precio, a convertirse en tributario de determinadas industrias, que en este caso asumirán el carácter de odiosos monopolios”.33 Para él carecía de importancia la procedencia del capital mientras contribuyera al desarrollo del país: “La razón, el buen sentido, nos vedan tener en cuenta la procedencia del capital o la nacionalidad de los que lo aplican a la explotación de los recursos naturales”.34 Años más tarde, Sierra coordinó la obra México: su evolución social, y en los diversos ensayos que se ocuparon de los temas económicos se abundó en esta crítica. Carlos Díaz Dufóo se refirió así a los obstáculos que el medio físico ofrecía al desarrollo del país:
La vasta superficie que abraza el territorio patrio no ha solamente constituido un enérgico obstáculo a la integración nacional; no ha sido nada más un punzante y reiterado impedimento a la eficacia de un Estado fuerte y estable; no ha engendrado el político como único problema, sino antes ha creado poderosas rémoras a la pronta y fácil producción de la riqueza social. Una extensión de dos millones de kilómetros cuadrados, en la que, por bruscos saltos, por líneas ascendentes, a partir de las costas, se esparcen los productos más diversos, no ofrece, de un modo natural, elementos de conglomeración; no da espontáneo nacimiento a núcleos extensos de solidario industrialismo. Esos núcleos se diseminan sin enlace, alejados de los centros de consumo, de los focos de materia prima, de los mercados de brazos.35
El factor racial también fue objeto de cavilaciones por parte de los autores interesados en explicar el atraso. Sin embargo, hubo un amplio abanico de posiciones que abarcó desde quienes asumieron las interpretaciones más extremas de determinismo racial, como Francisco Bulnes, hasta quienes defendieron el mestizaje como una síntesis virtuosa de dos culturas y fundamento de una nueva nacionalidad, como Justo Sierra. Según Bulnes, además de heredar de la colonia las ideas dominantes sobre el gobierno y la organización social, la nueva nación había heredado los vicios atribuidos a las dos grandes raíces raciales que confluyeron en el mestizaje: los españoles y las culturas autóctonas. Bulnes afirmó en su ensayo “Las tres razas”:
Como lo prueban los hechos y razonamientos que expongo en este trabajo, la humanidad, de acuerdo con una severa clasificación económica, debe dividirse en tres grandes razas: la raza del trigo, la raza del maíz y la raza del arroz… En la humanidad las especies conservadoras experimentan en su organismo una especie de mineralización que las inclina hacia la inmutabilidad y pasivismo de las rocas; las razas progresistas favorecen sin cesar la evolución, que necesariamente mejora bajo el punto de vista material, intelectual y moral.36
Para Bulnes, la única raza progresista era la del trigo, o sea la europea. Pero incluso dentro de Europa eran los pueblos en los que había mayor pureza racial los que constituían la auténtica vanguardia de la humanidad, la representación emblemática del espíritu del progreso. No era el caso de España, en donde se había producido una mescolanza de razas que incluía a los elementos celtíberos originales, los visigodos, los árabes y los judíos, por mencionar solamente a los más importantes. Por lo que respecta a las culturas autóctonas, el panorama era aún más desolador desde su lógica, por tratarse de culturas pertenecientes a la raza del maíz. Había una razón de índole fisiológica que propiciaba el atraso: su temperamento proclive a la pasividad era resultado de un menor desarrollo de sus capacidades intelectuales como consecuencia de su alimentación, basada en un grano de cualidades nutricionales inferiores al trigo. El problema de España era otro: su premodernidad, acentuada por la excesiva influencia de la Iglesia en su vida social. Por ello consideraba funesto el descubrimiento de América por España, en lugar de una nación “bastante inteligente para no pensar en reacciones”.37
Justo Sierra consideraba en cambio que había que consolidar la nacionalidad mexicana a través de profundizar el mestizaje. En su opinión, era necesario “atraer al inmigrante de sangre europea, que es el único con el que debemos procurar el cruzamiento de nuestros grupos indígenas”. También consideraba urgente “producir un cambio completo en la mentalidad del indígena por medio de la escuela” y convocaba a:
Convertir al terrígena en un valor social (y sólo por nuestra apatía no lo es), convertirlo en el principal colono de una tierra intensamente cultivada; identificar su espíritu y el nuestro por medio de la unidad de idiomas, de aspiraciones, de amores y de odios, de criterio mental y de criterio moral; encender ante él el ideal divino de una patria para todos, de una patria grande y feliz; crear, en suma, el alma nacional, ésta es la meta asignada al esfuerzo del porvenir, ése es el programa de la educación nacional.38
Sierra y Bulnes discreparon en torno a la importancia de la herencia española, pero sobre todo, en la posición de Sierra de que la reconciliación con España debía servir para equilibrar la excesiva influencia de los Estados Unidos.39 Por el contrario, para Bulnes la modernidad requería la eliminación de las taras hispana e indígena y la asimilación de la cultura anglosajona, la más evolucionada desde su perspectiva. Pero en lo que ambos coincidían era que, para preservar la nacionalidad, se requería un gobierno fuerte, de donde derivaba la justificación del régimen de Díaz.
Positivistas en discordia
Conforme aumentaban los trabajos sobre la evolución económica, política y social de México, aparecían cada vez más elementos característicos del análisis de Herbert Spencer. Aunque en sus inicios el positivismo que pasó a México al triunfo de la República tenía como referente a Augusto Comte, a partir del ascenso de Porfirio Díaz al poder comenzó a aumentar la influencia de los seguidores de Spencer. En el largo plazo, las discrepancias entre estos dos autores terminarían por ocasionar también profundas divisiones entre sus seguidores mexicanos. Mientras que las primeras generaciones formadas en la Escuela Nacional Preparatoria y la mayor parte del cuerpo directivo y docente de la misma se mantuvieron fieles a la tradición de Barreda y, por consiguiente, al pensamiento de Comte, las ideas de Spencer tuvieron gran influencia en los estudiosos de la economía política y entre quienes estaban interesados en aplicar la sociología positiva a la llamada por ellos mismos “ciencia del gobierno”.
La creciente influencia de Spencer en los análisis sobre la economía y la sociedad fue criticada por quienes permanecían leales a la tradición comtiana. En 1898 Agustín Aragón criticó duramente a José Yves Limantour al afirmar tajantemente que el secretario de Hacienda no era positivista, aun cuando había sido formado en esa tradición filosófica.40 Su afirmación se sustentaba en la adhesión de Limantour a la idea de que existía una analogía absoluta entre los organismos sociales y los naturales, que implicaba que la evolución de las especies animales era análoga a la de las sociedades y que, por lo tanto, había también un proceso de selección natural entre países en el que solamente los más aptos tenían posibilidades de sobrevivir. El secretario de Hacienda tardó en responder, pero lo hizo en un marco inmejorable: al inaugurar en 1901 el Congreso Científico Nacional, ocasión que aprovechó para defender su posición y deslindarse de su supuesta filiación spenceriana. En esa ocasión Limantour afirmó:
No desconozco que la observación de la naturaleza nos impone la convicción de que todo lo que a nuestro alrededor se mueve, obedece a leyes invariables; ni tampoco que nos llevan a una conclusión análoga, por lo que toca al hombre, la biología y la sociología, revelándonos la primera los secretos de la vida en todos los seres animados, y enseñándonos la segunda que la formación, el desarrollo y las vicisitudes de los grupos sociales, no son resultado de circunstancias fortuitas, sino de relaciones de causalidad bien determinadas; pero esto no basta para convencernos, como sostienen algunos pensadores, de que no hay libre albedrío ni responsabilidad, sino que la inteligencia y las emociones del hombre resultan, exclusivamente, del proceso invariable de las leyes psíquicas.
¿Por qué no hemos de salir del dilema que nos proponen esos pensadores que extreman la teoría sosteniendo que si no aceptamos el principio de que la voluntad está subordinada del todo a leyes preexistentes, tenemos que negar las ciencias sociales? ¿De la existencia de esas leyes se infiere, acaso, que hayan de imperar sobre la razón y los sentimientos, al grado de hacer imposible todo vislumbre de libertad entre el pensamiento y de espontaneidad en las emociones?41
Justo Sierra escribió desde Roma una carta de felicitación a su amigo, el secretario de Hacienda, por el discurso pronunciado. Asumiendo una posición de grupo, Sierra le dijo en su carta a Limantour: “A usted tocaba, a usted que es el más sereno y el más realista, el más reflexivo de nosotros, exponer el programa filosófico y social del porvenir”. En su opinión, Limantour había hecho una inteligente defensa de un positivismo que, sin renegar de Comte, había incorporado eclécticamente ideas de Spencer y de otros autores:
Supo usted encontrar en el corazón mismo de la teoría sociológica que nosotros tenemos por cierto que es nuestra filosofía, la razón fundamental de su credo y lo que usted dice es la verdad; el hombre tiene en su voluntad un factor psicológico capaz de transformar el fenómeno social (el maestro Augusto Comte lo demostró de un modo definitivo) y la sociedad tiene en la educación un modo eficaz de dirigir, sugiriéndola la voluntad por la razón, que la determina en el sentido del bien social y neutraliza el egoísmo, es lo que llamamos la libertad, inconmovible base de la responsabilidad y de la vida moral.42
Esta carta es reveladora no solamente de la coincidencia de ideas, sino de intereses políticos entre Justo Sierra y José Yves Limantour. Sierra terminó su carta con un comentario revelador no sólo de su amistad, sino de su coincidencia en un proyecto político de largo plazo: “¿Le diría a usted todo esto, si no fuese ministro con grave riesgo de ser presidente? Creo que sí, creo que siempre sería usted para mí lo que es”.43 En esos momentos las aspiraciones presidenciales de Limantour aún estaban vivas y, de la mano de su amigo Justo Sierra, había emprendido el más ambicioso proyecto editorial de legitimación política del régimen.
México: su evolución social
La definición del secretario de Hacienda sobre su pretendida filiación spenceriana no demoró tres años por un mero descuido: entre las acusaciones de Agustín Aragón y la respuesta de Limantour se había iniciado el proyecto editorial más ambicioso del Porfiriato. A tan solo una década y media de la publicación de la monumental obra México a través de los siglos, la gran empresa editorial coordinada por Vicente Riva Palacio que plasmó la visión liberal de la historia de México, se inició otra con el patrocinio del secretario de Hacienda, bajo la coordinación de Justo Sierra y con la participación de algunos de los colaboradores más cercanos de Limantour, de aliados coyunturales como Bernardo Reyes y del gran heredero intelectual de Barreda, Porfirio Parra. Esta nueva interpretación de la historia de México, organizada por temas, refleja su interpretación sobre el desarrollo de México, el diagnóstico sobre los problemas del país y la visión que se pretendía proyectar hacia el mundo de los avances alcanzados por el gobierno de Porfirio Díaz.
México: su evolución social fue una ambiciosa obra que se dividió en dos tomos, el primero de los cuales se subdividió a su vez en dos volúmenes. El primer volumen del tomo I se publicó en 1900 y daba cuenta de la evolución política y social del país a través de cuatro colaboraciones.44 El segundo volumen del tomo I apareció dos años más tarde y prosiguió el análisis de diversos aspectos de la sociedad y la cultura nacional en otros cinco artículos.45 Entre ambos volúmenes del primer tomo fue publicado el tomo II, dedicado principalmente a la evolución económica, aunque su último artículo, a manera de epílogo, era la culminación de la historia política de Justo Sierra, titulada “La era actual”. Los seis ensayos del tomo II que están dedicados a dar cuenta de la evolución de la economía en sus distintos sectores eran “La evolución agrícola” de Genaro Raigosa; “La evolución minera” por Gilberto Crespo y Martínez; “La evolución industrial” por Carlos Díaz Dufóo y tres artículos escritos por Pablo Macedo: “La evolución mercantil”, “Comunicaciones y obras públicas” y “La hacienda pública”. En total, cuatrocientas treinta y ocho páginas de las cuales más de doscientas cincuenta corresponden a las tres monografías de Macedo, que serían publicadas años más tarde en un libro aparte.46 Francisco Bulnes no fue invitado a participar, probablemente por sus estridentes posiciones sobre el factor racial.
México: su evolución social es la gran obra de la historiografía positivista porque así fue concebida en su ambicioso plan, que se resume en su subtítulo: Síntesis de la historia política, de la organización administrativa y militar y del estado económico de la federación mexicana, de sus adelantos en el orden intelectual, de su estructura territorial y del desarrollo de su población y de sus medios de comunicación nacionales e internacionales, de sus conquistas en el campo industrial, agrícola, minero, mercantil, etcétera. Lo fue también por las plumas que colaboraron en esta monumental obra, por la gran difusión nacional e internacional que se le dio y por el proyecto político que animó su realización. El nombre mismo sugiere la palabra clave en la interpretación positivista de la historia nacional: evolución, un concepto prestado de la biología pero aplicado con singular entusiasmo al estudio de la sociedad para resumir una filosofía optimista de la historia, basada en la confianza en el progreso humano y material.
Evolución en vez de revolución, es el gran mensaje que trata de transmitir México: su evolución social en contraste con México a través de los siglos,47 la gran obra de interpretación histórica de los liberales de la generación de la Reforma: el cambio gradual en lugar de los enfrentamientos políticos, de las luchas armadas y de las grandes convulsiones sociales. El desafío era mayúsculo, ya que la publicación de la obra coordinada por Vicente Riva Palacio había concluido hacía apenas una década cuando Sierra emprendió la obra editorial más ambiciosa de la historiografía positivista. México a través de los siglos había logrado armar una interpretación coherente de la historia nacional desde una interpretación liberal y se convirtió en la piedra angular de la versión oficial de la historia de México. En palabras de Josefina Vázquez:
La llamada historia “oficial” empezó a forjarse con la publicación de los cinco volúmenes de México a través de los siglos (1884-1889), coordinados por Vicente Riva Palacio, que definió la visión liberal del pasado. La interpretación de esta obra reservó sitios sobresalientes a Cuauhtémoc, Hidalgo y Juárez por su heroicidad en momentos de cambios decisivos, y mantuvo su vigencia por casi un siglo, añadiendo los héroes de la Revolución mexicana. La estructura educativa construida por la República Restaurada y el porfiriato permitió imponerla por medio de la escuela.48
¿Por qué emprender un nuevo esfuerzo editorial para ofrecer una reinterpretación de la historia de México? Justo Sierra consideraba al iniciarse el siglo XX que el camino de las armas había quedado descartado, por lo que la evolución política del país se debía encauzar por la vía del perfeccionamiento de sus instituciones. El orden alcanzado por el gobierno del general Díaz era condición necesaria, más no suficiente, para lograr este objetivo. Ante todo, se requería de un esfuerzo de adaptación de las instituciones políticas y de organización de auténticos partidos políticos nacionales. Y requería, sobre todo, de un importante esfuerzo educativo para producir un cambio perdurable en la mentalidad del pueblo mexicano, en particular de los indígenas, para incorporarlos al pleno ejercicio de sus libertades y hacerlos sujetos activos de la evolución económica, política y social del país, ya que, según sus propias palabras, “toda la evolución social mexicana habrá sido abortiva y frustránea si no llega a ese fin total: la libertad”.49
México: su evolución social es la gran obra de la historiografía positivista pero, por paradójico que resulte, también es un claro ejemplo de la heterogeneidad de corrientes que han recibido este adjetivo sin que se justifique cabalmente. La concepción de la obra, su estructura y sus principales plumas acusan una clara influencia positivista comtiana, pero conviven con otros elementos ajenos a este tipo de interpretación histórica. Para empezar, algunos de los autores que participaron en esta monumental obra están muy lejos de poder ser clasificados como positivistas, comenzando por el general Bernardo Reyes, a quien le correspondió escribir la historia del ejército nacional y que en ese momento era aliado de Limantour, aunque pronto se convertiría en su rival más encarnizado. Pero en la nómina de autores identificados con las ideas positivistas lo mismo encontramos a los más ortodoxos seguidores de Comte y Barreda, como Porfirio Parra, autor del capítulo sobre “La ciencia en México”,50 o a Pablo Macedo, autor de tres capítulos del tomo II y que estaba más cercano a las ideas de Spencer. El propio Justo Sierra era consciente de esta heterogeneidad y así se refirió a ella en el último capítulo de la obra:
No nos toca exponerlo aquí en estilo de escuela: pero el título solo de nuestro libro indicaba que, aun cuando pudiéramos disentir en la fórmula de las leyes sociales, y unos, siguiendo la escuela spenceriana, las asimilasen profundamente a las leyes biológicas, y otros las considerasen, de acuerdo con Giddings, esencialmente psicológicas, y la mayor parte acaso fundamentalmente históricas, en consonancia con Augusto Comte y Littré, todos hemos partido de este concepto: la sociedad es un ser vivo, por tanto, crece, se desenvuelve y se transforma; esta transformación perpetua es más intensa a compás de la energía interior con que el organismo social reacciona sobre los elementos exteriores para asimilárselos y hacerlos servir a su progresión.51
Laura Moya clasificó a los autores de México: su evolución social en dos grandes grupos. Los positivistas propiamente dichos, en donde destacan Porfirio Parra y Agustín Aragón como los representantes más claros de la herencia de Barreda, a los que se suman otros autores que reflejan también la influencia de Spencer. El segundo grupo lo define como el de los liberales evolucionista y en él incluye a Jorge Vera Estañol, Manuel Sánchez Mármol y Julio Zárate (el único autor que también había participado en México a través de los siglos). Estos autores consideraban que el pleno ejercicio de las libertades era un proceso histórico por el que paulatinamente había transitado el país. Veían en la herencia liberal de la Reforma las bases institucionales sobre las que había que consolidar una nación moderna y, junto con autores como Pablo Macedo, coincidían en la necesidad de un Estado fuerte para alcanzar ese propósito.52
Una pregunta está implícita en las preocupaciones de la mayoría de los autores de los capítulos dedicados a la evolución económica: ¿cuáles habían sido las causas de la inestabilidad y del atraso? O, dicho de otra manera: ¿por qué México había sido fácil presa de la inestabilidad política y su progreso material se había estancado? Varias fueron las razones que se esgrimieron desde una perspectiva evolucionista para tratar de explicar los problemas iniciales de la joven nación, desde un nacimiento prematuro hasta enfermedades congénitas, llegando incluso a aducir problemas de temperamento. Según la interpretación de Pablo Macedo sobre la independencia de México, ésta no se dio porque la Nueva España hubiera evolucionado hasta el punto en el que la colonia estuviera lista para constituirse en un país independiente, sino que en realidad se debió a la decadencia de la metrópoli que ocasionó el desmembramiento del imperio. De ahí que el germen de la inestabilidad hubiera acompañado a la joven nación desde su emancipación de España:
Consumada la independencia más que por el desarrollo del organismo político que la antigua colonia constituyera por la debilidad y agotamiento de la metrópoli, como lo prueba elocuentemente el hecho de que casi todas las posesiones españolas en América, aunque sin comunicación entre sí, se independizaran al mismo tiempo y muchas de ellas casi en un mismo día, era lógico e indeclinable que en la nueva nación mexicana siguieran prevaleciendo las ideas que hasta entonces habían dominado, aunque el fin que se persiguiera fuese otro y aun radicalmente contrario al que hasta entonces había orientado la acción gubernamental.53
Además de los aspectos geográficos, abordados por la mayor parte de los autores y del insuficiente grado de desarrollo del organismo político novohispano al momento de precipitarse la independencia por el desmembramiento de la monarquía hispánica, las características propias de la colonización española también habían abonado en opinión de la mayoría de los autores a obstaculizar el progreso. En el esquema positivista, esta etapa correspondía al estadio teológico de la evolución social, por lo que el predominio del componente religioso constituía un lastre al desarrollo. Así se refería Genaro Raigosa al excesivo predominio de la Iglesia en la economía y la sociedad novohispanas:
Mas para que un organismo social, nacido y desarrollado dentro de un cuerpo político, llegue a adquirir tal grado de preponderancia y de supremacía absorbente, es de todo punto necesario que exista un desequilibrio radical en las funciones del Estado: un desequilibrio orgánico y profundo que haya desviado los afluentes nutritivos de la vida de conjunto hacia uno solo de sus componentes, en perjuicio de todos los demás. El crecimiento anormal del organismo eclesiástico en la Nueva España, respecto de los otros grandes factores de la evolución de la colonia, debía fundarse, por consiguiente, en el empobrecimiento general bajo todas las formas de la actividad común y en una deformación de la estructura de la sociedad, forzada a adaptarse, siguiendo las líneas de menor resistencia, al modelo impuesto por el agente dominante.54
Este excesivo predominio de la Iglesia, siguiendo con la línea de argumentación de Raigosa, que a su vez es coincidente con la expresada por Barreda en su “Oración cívica”55 del 16 de septiembre de 1867, se resolvió favorablemente con las leyes de Reforma. Para Raigosa “la Reforma dio a la agricultura un impulso gigantesco con el fraccionamiento y la liberación de la propiedad territorial, con el aumento considerable de las superficies cultivadas y con el gran vigor de la reconstrucción social, que preparó a su vez el movimiento ascendente de todos los ramos de riqueza y la florescencia esplendorosa del progreso del país”.56 Raigosa no era el único que pensaba así. Unos cuantos años después, en el ensayo ganador del concurso convocado con motivo del centenario del natalicio de Benito Juárez, Ricardo García Granados abundaría en esa misma tesis, aunque con un matiz importante: “De esta manera se ha creado una clase de pequeños propietarios, que sería más numerosa, si la plutocracia que domina en algunos estados, no hubiera neutralizado en parte los efectos benéficos de las leyes de Reforma”.57
El desarrollo de la industria era condición necesaria para la construcción de una nación moderna en el ideario “científico”. Desde la publicación de “El programa de La Libertad” Justo Sierra había insistido en ello: “Nosotros estamos en la infancia, y, o sacrificamos a teorías huecas indefinidamente el porvenir de nuestro país, o nos decidimos a poner bajo el amparo del Estado, cuya acción estará siempre en proporción exacta con las necesidades de un pueblo, los primeros ensayos de aclimatación del trabajo industrial”.58 Casi un cuarto de siglo después, al analizar “La evolución industrial”, Carlos Díaz Dufóo señaló que “el paso del periodo agrícola al industrial suponen, en todo grupo humano, determinadas condiciones del medio físico favorables a la evolución de la riqueza pública. La resultante de estas condiciones, en combinación con la energía de la raza -esta última, ya aprovechando las fuerzas naturales, ya reaccionando contra ellas- da como consecuencia necesaria el progreso”. A pesar de todos estos obstáculos, Carlos Díaz Dufóo concluía acerca de la evolución industrial:
Es una gran obra de transformación social la que ha operado la evolución de la industria al dar nacimiento a un grupo, cada día menos numeroso, de actividades vinculadas en la labor general de la República. Es la nueva clase media, producto del industrialismo moderno, ligada a todos los intereses que prestan vida propia a la Sociedad y al Estado. Ahí está el asiento de la prosperidad patria, ahí el de la paz y el de la solidaridad nacional. ¿Y el problema económico? En el grupo de industrias nacionales, las hay que salvando los lindes del territorio patrio han podido acudir a la competencia extranjera; otras están acaso destinadas a surtir exclusivamente a la demanda interior. Pero la demanda interior es una consecuencia del crecimiento de todas las fuerzas activas, que bregan por su constante desenvolvimiento. El país tendrá entonces, las tiene en la actualidad, dos corrientes industriales: una, destinada a encauzar hacia los mercados del exterior los productos de la riqueza nacional; la segunda, a proporcionar elementos de vida a la población mexicana.59
La joven república había tenido que superar los rezagos del régimen colonial para poder llegar finalmente a una condición propicia para poder fomentar el desarrollo de las diferentes ramas de la actividad económica. El estadio positivo al que se refería Comte se traducía, en términos económicos, en opinión de Gilberto Crespo y Martínez, autor del capítulo dedicado a la minería, en un ambiente propicio para el progreso material:
En toda empresa humana, el arte y la ciencia deben dirigir; el capital, fomentar; el trabajo, producir; la honradez y la economía, administrar; la seguridad de las personas y propiedades, atraer; las vías de comunicación, consentir el transporte rápido y a poco precio; la paz completa de la región, ayudar y la ley, liberal y apropiada, auxiliar sin poner obstáculos. Si no se reúnen esas condiciones, el fracaso es seguro. Si con ellas se cuenta, como es indudable al cabo la compensación de los errores fortuitos, son grandes las posibilidades de éxito. Felizmente, en nuestro país, y desde hace más de un cuarto de siglo, existe ese brillante conjunto de circunstancias propicias, que ha permitido y sigue favoreciendo cada día más el notable desarrollo de la minería mexicana. Y ésta, al comenzar el siglo XX, ostenta ya en muchos casos, para dicha nuestra, el verdadero carácter de la gran industria humana.60
Todos los capítulos dedicados a la evolución económica coincidían en que estas circunstancias propicias al desarrollo se habían alcanzado, después de décadas de inestabilidad política y estancamiento económico, gracias al régimen del general Porfirio Díaz, que había logrado alcanzar finalmente el orden necesario para impulsar el progreso. En ese sentido, no es accidental que el tomo II, dedicado a la evolución económica, termine con el ensayo de Justo Sierra “La era actual”, en el que trató de explicar por qué el régimen de Porfirio Díaz era una etapa necesaria en la evolución del pueblo mexicano.
La justificación histórica de la dictadura
Para poder impulsar el progreso, el orden era condición necesaria. Durante las primeras cinco décadas de vida independiente la falta de orden había sido la nota dominante en el devenir histórico de la joven nación y había puesto en peligro la existencia misma de México como país independiente. Por eso una de las conclusiones de México, su evolución social era que el régimen de Porfirio Díaz era el único que había podido impulsar el progreso del país en todos los órdenes, y en particular en el plano de la economía. Desde el positivismo se podía defender a la dictadura como un paso necesario para la consolidación de la nacionalidad, para alcanzar el progreso material y en síntesis, para recuperar el tiempo perdido por el país durante los años de conflictos internos y crisis políticas que sucedieron a la independencia. La libertad seguía siendo un ideal asumido públicamente como deseable, pero reservado a quienes estaban en condiciones de ejercer esa libertad dado que tenían los medios, la preparación y la capacidad intelectual para ello.61 Esta visión queda resumida en el siguiente párrafo de Pablo Macedo:
Las reformas económicas y sociales no pueden implantarse en un día, y solo un visionario puede creer que la inscripción de principios liberales en las leyes basta para que la libertad exista. Es este un bien que solo alcanzan los hombres y los pueblos que saben merecerlo; y para ello, más que para muchas otras cosas, es indispensable elemento una disciplina intelectual y moral que se traduzca en la subordinación efectiva a un jefe supremo que obre dentro de determinadas reglas superiores, sin quebrantarlas jamás ni en ningún caso. Y como esto no se improvisa, no debe sorprendernos que todavía muchos años después de la restauración de la República hayamos seguido siendo víctimas de nuestros antiguos errores, hasta que, de modo permanente, la ciencia sustituyó al empirismo en la dirección de nuestros intereses económicos y un gobernante, de cualidades personales verdaderamente notables, halló el modo de disciplinar, aprovechándolos en favor de la paz y de la tranquilidad, los elementos dispersos que en tiempos anteriores habían venido acumulándose lentamente en múltiples formas.62
Pablo Macedo, el autor que contribuyó con más capítulos a México: su evolución social, fue un destacado abogado y legislador durante el régimen de Porfirio Díaz. Catedrático distinguido de la Escuela Nacional de Jurisprudencia, de la que fue director, hombre de todas las confianzas del secretario de Hacienda José Yves Limantour y uno de los especialistas más respetados en temas económicos durante el Porfiriato. Con su formación jurídica y sus intereses por la economía y el gobierno, no se le podía escapar el hecho innegable de la centralización política, económica y administrativa promovida por el gobierno del general Díaz, en contra de la letra y el espíritu de la Constitución de 1857, aunque por supuesto, la justificaba:
Tan claramente perceptible es este fenómeno y tan beneficiosa ha sido la consolidación de la paz pública, su inmediato resultado, que muchos de nuestros pensadores celebran sin restricciones y proclamas como digna de convertirse en régimen permanente, cierta centralización política y administrativa que los hechos han traído consigo, al pasar la nación del estado de anarquía crónica en que había vivido por tantos años, al de una tranquilidad dentro de la que empezamos a realizar el orden. Otros, empero, sin dejar de celebrar el robustecimiento del gobierno nacional, como elementos indispensables para que éste realice los altos fines de dirección superior y uniforme que le están encomendados, ni de comprender que el orden es condición indispensable del progreso, no aceptan sino como transitoria la atrofia de los organismos políticos locales, que, conforme a los buenos principios y a nuestras instituciones de 1857, deben constituir los Estados dentro de la Federación.63
A partir de la justificación histórica de la dictadura, se podía construir también una explicación de los privilegios económicos de la minoría, para concluir que un régimen político autoritario y una sociedad polarizada por la elevada concentración del ingreso y de las oportunidades sociales eran necesarios para poder construir un país poderoso y llevar a feliz término la tarea de unificación nacional.64 Años más tarde Emilio Rabasa resumió en estas líneas la justificación histórica de la dictadura porfirista:
El desenvolvimiento político exigía seguir adelante; pero ya las evoluciones precedentes habían costado bien caras; el precio había sido la mitad del territorio nacional; y si bien es cierto que las libertades públicas son el único fundamento estable de los pueblos, también lo es que los pueblos no sólo viven de libertades, sino que necesitan para la vida el pan, y antes que tener luchas nuevas para el desenvolvimiento, necesitan el pan que da vigor para las luchas. México no podía simultáneamente afrontar los embates del movimiento progresivo en su política y hacer su ya indispensable evolución económica; para que los pueblos pudieran trabajar, y criar con los productos del trabajo los elementos necesarios a su progreso, era forzoso que hicieran alto en el camino, que descansaran en la paz, que hicieran acopio de fuerzas; después podrían seguir adelante.65
El alto en el camino era importante para reiniciar el crecimiento económico, tantas veces interrumpido por los conflictos internos y para afirmar la nacionalidad, amenazada por el espectacular crecimiento de nuestro poderoso vecino, los Estados Unidos. México no se podía dar el lujo de permanecer pasivo en un mundo en acelerada transformación, de ahí la preocupación de intelectuales como Justo Sierra, que querían conservar los aspectos que consideraban positivos y distintivos de la identidad nacional, pero que también juzgaban necesario superar los aspectos negativos por la vía de la asimilación cultural y aún racial de elementos externos:
Existe, lo repetimos, una evolución social mexicana; nuestro progreso, compuesto de elementos exteriores, revela, al análisis, una reacción del elemento social sobre esos elementos para asimilárselos, para aprovecharlos en desenvolvimiento e intensidad de vida. Así nuestra personalidad nacional, al ponerse en relación directa con el mundo, se ha fortificado, ha crecido. Esa evolución es incipiente sin duda: en comparación con nuestro estado anterior al último tercio del pasado siglo [XIX], el camino recorrido es inmenso; y aún en comparación del camino recorrido en el mismo lapso de tiempo por nuestros vecinos, y ése debe ser virilmente nuestro punto de mira y referencia perpetua, sin ilusiones, que serían mortales, pero sin desalientos, que serían cobardes, nuestro progreso ha dejado de ser insignificante. Nos falta devolver la vida a la tierra, madre de las razas fuertes que han sabido fecundarla; nos falta, por este medio con más seguridad que por otro alguno, atraer al inmigrante de raza europea, que es el único con quien debemos procurar el cruzamiento de nuestros grupos indígenas, si no queremos pasar del medio de civilización, en que nuestra nacionalidad ha crecido, a otro medio inferior, lo que no sería una evolución, sino una regresión. Nos falta producir un cambio completo en la mentalidad del indígena por medio de la escuela educativa. Ésta, desde el punto de vista mexicano, es la obra suprema que se presenta a un tiempo con caracteres de urgente e ingente. Obra magna y rápida, porque o ella, o la muerte.66
Justo Sierra era, sin lugar a duda, quien poseía una visión más amplia para poder interpretar tanto la evolución económica y social del pueblo mexicano como los desafíos a los que se enfrentaba. Era consciente de que no bastaba con el progreso material alcanzado, ya que, de no procurarse la evolución política del país mediante la construcción de instituciones adecuadas para encauzarla, la inestabilidad reaparecería más temprano que tarde, como en efecto ocurrió. Sierra trató de cerrar México: su evolución social, con una visión optimista del futuro y trató de fundamentar la identidad nacional en las bondades de la síntesis racial y cultural, si bien insistiendo en el “necesario” predominio del factor europeo,67 a contracorriente de las voces más críticas dentro de los propios coautores del libro, que veían en la mezcla de españoles y pueblos originarios una mala combinación.
Conclusión: ¿desintegración o sobrevivencia de la interpretación positivista de la evolución económica de México?
Lo que tal vez Justo Sierra no imaginó en los primeros años del siglo XX fue que pronto se les comenzaría a criticar, a él y sobre todo al grupo de los “científicos” más vinculados al secretario de Hacienda, con argumentos surgidos de análisis positivistas de la realidad social mexicana. Mientras se escribía México: su evolución social, una nueva generación de profesionistas, educados en los mismos principios positivistas que los científicos, concluían sus estudios e iniciaban su vida profesional en una sociedad que contaba con muy pocos canales de movilidad política y social. A esa generación le correspondería criticar, utilizando muchas veces argumentos positivistas, la obra de los “científicos”, en los años previos al estallido de la Revolución Mexicana.
Uno de esos jóvenes inquietos fue el poblano Luis Cabrera, quien inició su carrera periodística como cronista de espectáculos, pero pronto dio el salto al periodismo político. En 1909 logró sacar de sus cabales al secretario de Hacienda al acusarlo de liderar al partido científico, al que identificaba con las tendencias conservadoras. Egresado de las Escuelas Nacional Preparatoria y Nacional de Jurisprudencia y atento lector de Andrés Molina Enríquez, Cabrera fundamentó su análisis de los partidos políticos en general y del partido científico en particular en las leyes sociológicas tan apreciadas por el positivismo. En su opinión, el régimen se sostenía en una alianza de intereses políticos y económicos que según Cabrera (que escribía bajo su pseudónimo del licenciado Blas Urrea) tenían en común su resistencia al cambio por ser todos ellos beneficiarios del status quo porfiriano:
El partido conservador actual, que yo llamo neoconservador, y que no debe confundirse con el antiguo reaccionario o clerical, se compone de los antiguos elementos criollos, de los descendientes de inmigrantes extranjeros que el notable sociólogo Molina Enríquez ha llamado atinadamente criollos nuevos, y de los extranjeros mismos, que aunque teóricamente no tienen derechos políticos, de hecho prestan una ayuda poderosísima al grupo científico en particular. En este partido neoconservador están los reeleccionistas propiamente tales, los porfiristas tuxtepecanos, los corralistas sinceros, y formando grupo aparte, los “científicos”. Sus candidatos son el general Díaz para la presidencia y para la vicepresidencia el que éste designe; el señor Corral, por ahora… En el partido neoconservador están refundidos los antiguos elementos conservadores dispersos, la burocracia, los grandes terratenientes, y en general los favorecidos por el régimen tuxtepecano… también unido al partido neoconservador, aunque con sus caracteres propios que lo distinguen, se encuentra el grupo financiero que se llama a sí mismo “científico” y que es el equivalente histórico del antiguo grupo conservador avanzado o liberal moderado.68
Estaba abonado el terreno para que la inconformidad de la gran mayoría que no se había beneficiado del crecimiento económico estallara, precisamente por los desequilibrios que Molina Enríquez advertía dentro del organismo social como resultado de las políticas emprendidas en los últimos años y que habían ocasionado una evolución anómala, al edificar toda la fachada de prosperidad y bonanza del Porfiriato sobre una amplia base de trabajadores agrícolas que no solamente no se habían visto beneficiados por los logros del régimen, sino que en muchos casos habían visto empeorar su situación, al mismo tiempo que resentían el peso de una clase dominante demasiado onerosa:
Ahora, si las clases trabajadoras que soportan el peso de las privilegiadas, fueran robustas y poderosas; si entre ellas y las privilegiadas hubiera clases medias propiamente dichas que contribuyeran a soportar el peso de las privilegiadas, el equilibrio sería posible; pero no existen en el país las clases medias propiamente dichas, es decir, clases medias propietarias, pues los mestizos directores, profesionistas, empleados y ejército, no son en suma, sino clases que viven de las trabajadoras y por lo mismo, privilegiadas también. Los mestizos rancheros son los únicos que pudieran llamarse clase media, aunque son en realidad, una clase baja trabajadora. Clases medias propiamente dichas, no existirán hasta que la división de las haciendas ponga un grupo numeroso de mestizos pequeños propietarios, entre los extranjeros y criollos capitalistas, y los rancheros e indígenas de las clases bajas. Por ahora, nuestro cuerpo social es un cuerpo desproporcionado y contrahecho. Del tórax hacia arriba es un gigante, del tórax hacia abajo es un niño. El peso de la parte de arriba es tal, que el cuerpo en conjunto se sostiene difícilmente. Más aún, está en peligro de caer. Sus pies se debilitan día por día. En efecto, las clases bajas día por día empeoran su condición y en la última, en la de los jornaleros indígenas, la dispersión ha comenzado ya.69
El libro de Molina Enríquez fue publicado en 1909. Un año después, a tan sólo dos meses de las grandes fiestas del Centenario de la Independencia con las que el gobierno de Porfirio Díaz quiso enviar un mensaje de prosperidad y solidez a las grandes potencias del mundo, la evolución del pueblo mexicano sufrió un nuevo sobresalto. El estallido de la Revolución Mexicana puso en evidencia que los contrastes del desarrollo económico durante el Porfiriato y las tensiones que la falta de evolución política no había permitido encauzar institucionalmente habían generado una combinación socialmente explosiva. La idea de la evolución que requiere del orden para garantizar el progreso, que jugó un papel muy importante en la legitimación del gobierno personalista y autoritario del general Díaz, pasó a ser sustituida en el discurso y en las interpretaciones historiográficas positivistas sobre la caída del Porfiriato por la idea de la revolución como fenómeno de depuración del organismo social. Genio y figura, años después, al analizar en retrospectiva la caída del régimen de Porfirio Díaz, Francisco Bulnes habría de referirse así a la Revolución Mexicana:
La revolución es la fuerza orgánica salvadora que emprende la lucha para librar del morbo o de la muerte al organismo afectado; representa siempre, no en sus programas, ni en sus visiones, ni en sus principios, ni en sus hombres, una causa humanitaria santa, de esplendores filosóficos y místicos, de empuje progresista, de fines redentores, y su verdadero objeto es eliminar de la sociedad, instituciones caducas, rancias costumbres, vicios profundos, supersticiones idiotas, creencias absurdas, viejos privilegios agonizantes, atentados impúdicos, errores criminales… Afortunadamente para el género humano las revoluciones son, como he dicho, fenómenos de desinfección, no entienden de partidarismos, no saben de facciones, no son súbditos de rencores; su excelsa tarea es barrer con la locura, con la inmundicia, con la criminalidad, con la debilidad, con los fracasados, con todas las causas de morbo, cuando se acumulan principalmente en el vientre social. El más terrible enemigo de los revolucionarios es la revolución, por ser implacablemente seleccionista.70
La influencia del positivismo en la interpretación de la historia y en los análisis sobre diversos tópicos sociales sobrevivió muchos años después de la caída del régimen de Porfirio Díaz. Sin embargo, la crítica filosófica emprendida en contra del positivismo por Antonio Caso y José Vasconcelos a partir de las Conferencias del Ateneo de la Juventud en 1910, la polémica que entabló ese año Caso con Agustín Aragón por las críticas del discípulo de Barreda a la fundación de la Universidad Nacional y la caída al año siguiente del régimen porfirista, dieron inicio a un proceso de desintegración del positivismo.71 El proceso fue lento y todavía en los años treinta había nuevas vertientes de la historiografía positivista que coexistían con otras corrientes de interpretación, si bien en franca minoría.72 Uno de los grandes continuadores de ese pensamiento y que hizo escuela (en el sentido literal, como cofundador de la Escuela Libre de Derecho, y en el intelectual), fue Emilio Rabasa, quien ofreció en La evolución histórica de México, publicada en 1920, el último destello de la historiografía positivista ligada al régimen de Díaz. En esta obra, planeada con otros connotados porfiristas como Limantour, Rabasa resumió los argumentos a favor de la justificación histórica de la dictadura. 73
A pesar de la desintegración del positivismo, perduran varios elementos de la interpretación positivista de la evolución del país. En particular, llama la atención la supervivencia de la tesis del país pobre que requiere del capital extranjero para tener viabilidad económica hacia el futuro, que fue esgrimida a favor de las reformas que llevaron a privatizar en las últimas décadas áreas económicas reservadas al Estado por los gobiernos posrevolucionarios. Aunque también hay que reconocer la longevidad de la tesis, aún más antigua, del país rico que ha sido objeto de la codicia del capital extranjero. Como suele suceder, la verdad histórica es más compleja y se encuentra entre ambos extremos. No obstante, es innegable que muchas de las interpretaciones sobre el desarrollo de México que se acuñaron en este periodo continúan inusitadamente vigentes. Tal vez se deba a que la teoría económica dominante, en su formulación original, fue contemporánea del positivismo y comparte con él la creencia en la existencia de leyes generales que gobiernan el desarrollo de las sociedades.