El registro de los viajeros en México y el occidente
Las memorias de viajeros extranjeros durante el siglo XIX han recibido mayor interés en los últimos años, máxime cuando varias de ellas fueron editadas y traducidas al español debido a lo poco que se les conocía y a las luces que arrojaban para reconocer, desde una perspectiva distinta, la sociedad y la cultura mexicanas. Así, a partir de la década de los sesenta del siglo XX, se publicaron, o bien se reeditaron y tradujeron, las memorias de Paula Kolonitz, Isidore Löwenstern, Carl Christian Sartorius, Frances Eskine Inglis (Madame Calderón de la Barca), Eduard Mühlenpfordt, Mathieu de Fossey, George Francis Lyon, entre muchos otros. La mayoría de ellos llegaron al país ante la apertura de oportunidades económicas, pero también en cumplimiento de comisiones militares y científicas o estancias diplomáticas. Se destaca que gran parte de dichas memorias se publicaron en el extranjero durante el mismo siglo XIX, pero no se tradujeron al español sino más de cien años después, en buena medida debido al trabajo del historiador Juan Antonio Ortega y Medina.1 No fue sino hasta las últimas décadas del siglo XX cuando varios investigadores encontraron en ese tipo de memorias una manera de detallar aspectos culturales y sociales del México del siglo XIX, en particular sobre preguntas que la misma historiografía se hacía, como fueron las impresiones acerca de las comunidades indígenas2 de las mujeres,3 del paisaje o de los sectores populares.4
Cabe resaltar que la mayoría de esos estudios revisionistas se enfocaron particularmente en el centro del país y la región del Golfo, pues varios de aquellos viajeros, tras llegar por el puerto de Veracruz, se instalaron de manera transitoria en la ciudad de México. Sin embargo, algunos, quizá los menos, se aproximaron al occidente y al norte del territorio, pero la atención de los investigadores revisionistas no fue en la misma dirección. Para el caso de Jalisco, a mediados del siglo XX el bibliófilo y bibliotecólogo Juan Bautista Iguíniz llevó a cabo una recopilación de memorias con el firme propósito de reunir todas aquellas impresiones que hicieran referencia a la Guadalajara antigua, lo cual le llevó a consultar las memorias que se encontraban dispersas tanto en bibliotecas de México como de Estados Unidos. Resultó de ello una recopilación de miradas, juicios e impresiones que detallaban la arquitectura de la ciudad, sus costumbres y su gente.5 Varios años después (1992), José María Muriá y Angélica Peregrina se dieron a la tarea de reunir un cúmulo de testimonios anglosajones que rebasara la selección que antes había hecho Iguíniz, pues extendieron la mirada hacia todo el estado de Jalisco durante el siglo XIX y los primeros años del XX, casi bajo la misma elección de textos.6
Aunque existió un notorio descenso en la publicación de memorias de extranjeros sobre Jalisco y el occidente de México hacia los últimos años del siglo XIX, debe hacerse mención de los primeros estudios etnográficos que se hicieron sobre la sierra de Nayarit, en particular por el naturalista y antropólogo francés Léon Diguet, quien se dedicó al estudio de la vida y cosmovisión de los indios huicholes, coras y tepehuanes. Poco después, en los primeros años del siglo XX, una exploración semejante la haría el etnógrafo noruego Karl Lumholtz con un estudio mucho más exhaustivo que, además de la región de Nayarit, se extendió hasta el sur de Jalisco y el poniente de Michoacán.
No obstante, en la historiografía de Jalisco no se ha profundizado en el valor documental de esta clase de testimonios. Esto muy posiblemente se deba a la insuficiente atención que todavía tiene el periodo decimonónico, momento en que ocurrió el esplendor de las visitas de viajeros extranjeros en el país, lo cual no niega que varias investigaciones hayan incorporado esos testimonios de forma complementaria bajo objetos de estudio que no necesariamente tratan sobre la literatura de viajeros, sino que les brindan información, aunque subjetiva pero a la vez muy privilegiada, para reconocer otros aspectos socioculturales sobre las relaciones de poder y género, la criminalidad y la justicia, la vida cotidiana, la arquitectura y el paisaje, las comunidades indígenas, la ciencia, etcétera.7 La mayoría de los viajeros que llegaron a Jalisco, si bien no tuvieron un propósito naturalista por reconocer la fisonomía conjunta del territorio que visitaban, generalmente recurrieron a ese estilo literario que desde comienzos del siglo XIX popularizó Alexander von Humboldt entre los futuros expedicionarios en el continente americano. A esa primera generación de naturalistas le interesó mucho reconocer el territorio como un conjunto que era completado no sólo por la fauna y la vegetación, sino además por el clima, el suelo, los ríos, mares, montañas y las propias comunidades nativas en su relación con ese ecosistema.8 Así, generalmente ese impulso por construir un relato estético -complementado por el grabado y la litografía-, pintoresco y científico fue combinado por los viajeros de la segunda mitad del siglo XIX que llegaron al país con propósitos y circunstancias diferentes.
En el presente texto se considera la literatura de viajes también como un aporte de gran valor para lanzar una mirada histórico-cultural sobre la relación poco atendida entre los seres humanos con los animales; un giro historiográfico que algunos investigadores han buscado introducir y cuestionar desde la etnicidad, el género, el poder o las sensibilidades. Más allá de haber representado una mercancía sobre todo en el ámbito de la ganadería, los animales en la vida cotidiana y doméstica fueron también objeto de subsistencia cuya posesión significó prestigio o bienestar. A la vez, en los animales se depositaron diversas emociones y usos que iban desde la violencia y el maltrato, hasta el cuidado y el afecto.9
Ahora bien, en los registros de la mayoría de esos viajeros, exploradores y científicos se incluyen impresiones muy particulares sobre la sociedad mexicana, de sus costumbres, artes, subsistencia y cultura en general; sin embargo, en este estudio también se rescatan las interpretaciones que hicieron sobre el contexto rural. Quienes visitaron o pasaron por Jalisco dieron noticia de una cultura distinta a la que se pudieron haber encontrado en el centro del país o en las ciudades. Dentro de esa vida campirana atestiguaron que existen referencias relevantes que llamaron su atención, como fue la relación con los animales y a algunos de los viajeros les extrañó la forma en que una bestia tan repugnante, como el cerdo, fuera tan apreciada o preferida por la sociedad. Entre ellos puedo destacar las memorias de Ernest Vigneux, un prisionero político francés; Albert Evans, periodista y diplomático estadounidense; y las de Alexander Clark Forbes, abogado y comerciante británico, pues tienen la particularidad de no sólo haber visitado la ciudad de Guadalajara, sino además de haber transitado por el interior del estado de Jalisco, reconociendo así una realidad distinta a la de la capital.
Impresiones acerca de un ser abominable
En las primeras investigaciones históricas sobre la ganadería en México se ha resaltado la bonanza que se vivió durante el periodo colonial y, sobre todo, el importante lugar que tuvo el occidente con el ganado de extracción, un espacio ocupado particularmente por el ganado mayor, como el vacuno.10 Pese a ello, y a más de treinta o cuarenta años de su publicación, apenas si tocaron los primeros años del siglo XIX, momento en que aquella producción dejaría de ser la principal actividad económica y cuando comenzó a tomar fuerza el uso agrícola de la tierra y la producción del ganado menor, como el ovino o el porcino.
El vínculo que tuvo la población novohispana con sus ganados fue una práctica traída desde la Península y que trascendió hasta los pueblos originarios de América. Desde el siglo XVI los indígenas rápidamente aprendieron las formas de criar y explotar los animales, aunque tuvieron algunas restricciones por parte de la corona para hacerse de ganado mayor.11 Con la producción porcina y ovina principalmente, aseguraron el abastecimiento de carne tanto de sus pueblos como de ciudades importantes, entre ellas la capital del virreinato o Guadalajara. El cerdo fue una de las bestias que se adaptó más rápidamente a territorio americano; su carne fue la proteína que acompañó a las huestes españolas para continuar con el desarrollo de la conquista y la colonización.12 Para los españoles medievales, el consumo de la carne de cerdo pareció manifestarse incluso como una declaratoria contra judíos y musulmanes, pues era signo mismo de cristiandad. Fue en esencia una proteína que se adoptó progresivamente en la gastronomía de los cristianos peninsulares de la Edad Media. Así, el cerdo sobrevivió a la expansión árabe sobre la España visigoda, intercambio cultural que integró nuevas legumbres y especias orientales a la preparación de esa proteína, de la cual desde entonces se procesaba como tocino y manteca, grasa preferida por los sectores populares, aun por encima del aceite de oliva. .13
En América el gusto por los animales se extendió progresivamente entre mestizos e indios a tal grado que ambos grupos llegaron a demostrar habilidades ecuestres y a vestir y montar a la usanza española.14 El cerdo fue una bestia que rápidamente se multiplicó desde el siglo XVI en el centro de la Nueva España,15 pero con los años se desató el repudio en su contra debido a la inmundicia y pestilencia que dejaba por las calles. Por ejemplo, durante la primera mitad del siglo XVI el ayuntamiento de la ciudad de México emitió varias disposiciones contra la práctica de pasear los cerdos e impuso como pena la pérdida del quinto de la piara; incluso llegó a establecer que cualquier persona que encontrara puercos sueltos en las calles podía matarlos o quedarse con ellos. Poco tiempo después, y en un intento de ser más tolerantes con los productores porcinos, se permitió sacar las bestias al campo sólo antes del amanecer y después de la puesta.16 Frente a tal abundancia de cerdos que andaban libremente por los campos, fue común que la gente sacara provecho de ellos, ya fuera para satisfacer una necesidad específica, o bien, para establecer un comercio ilícito. Tal proliferación de cerdos llevó a que a mediados del siglo XVI se presentara una disminución en el precio de su carne y productos derivados; sin embargo, las primeras décadas que siguieron a la conquista parece que fueron suficientes para arraigar su consumo ya fuera entre peninsulares o indios. Sin importar la circunstancia, aquella práctica incrementó la persecución contra presuntos abigeos que la mayoría de las veces no obtuvieron más sanción que la reprimenda de los propietarios, pues en el fondo el robo de cerdos parecía ser insignificante en comparación con el robo de ganado mayor.17
Ya fuera con amor u odio a los puercos, la sociedad rural mexicana comprendía su valor alimenticio y económico. Tales sentimientos o impresiones encontradas tiempo después se refrendaron en el imaginario peninsular del siglo XVIII al descubrir en el cerdo un animal “inmundo” que, pese a ser el “más sucio e indócil”, su carne era de las más útiles y sabrosas.18
Es difícil imaginar a la sociedad rural del siglo XIX sin la compañía de animales no tanto para la producción, el abastecimiento o el consumo doméstico, pues a veces simplemente representaron un patrimonio modesto que podía resolver algún imprevisto financiero. El cerdo fue precisamente una de aquellas bestias que por su extendido consumo popular tuvo un valor que osciló entre los dos o tres pesos (aproximadamente una semana de jornal de un peón de hacienda).19 Asimismo, la porcofilia del México rural podía incluir, como lo ha detallado Marvin Harris, “el sacrificio obligatorio de cerdos y su consumo en acontecimientos especiales”.20 De acuerdo con la descripción del visitador José Menéndez Valdés, de finales del siglo XVIII, la cría y engorda de cerdos ya estaba muy extendida en la intendencia de Guadalajara, particularmente en pueblos como Amatitán, Mascota, La Barca, La Encarnación, Nochistlán y Cuquío.21 De acuerdo con Eric van Young, hacia el final del siglo XVIII la producción y el consumo de la carne de res se estancó, e incluso se redujo, ante el incremento de sus precios, lo cual generó que algunos productores y tratantes de reses optaran por el giro agrícola frente al nuevo uso que se le dio a la tierra en los primeros años del siglo XIX. Esta situación hizo que el consumo de la carne de cerdo aumentara todavía más, a cuya producción y venta se dedicaba un número cada vez mayor de pequeños productores o rancheros que comenzaron a abastecer a la ciudad de carnes y lácteos derivados del cerdo, la cabra y el pollo.22
Más adelante, y como sostiene Patricia Arias, la modernización que se estableció durante el Porfiriato en varios puntos de Jalisco tras la extensión del ferrocarril provocó que varios arrieros tuvieran que buscar nuevas formas de subsistencia, combinando su oficio con la compraventa de gallinas y puercos.23 La abundancia de puercos criollos sueltos y de semillas y cereales en las regiones de Michoacán, Guanajuato y Jalisco permitió que su engorda fuera relativamente fácil al grado de que casi cualquier sector social del campo llegó a contar con su propio corral o chiquero. Así, se multiplicaron los puerqueros, quienes, al conocer los caminos de esa extensa región, establecieron un mercado singular que a finales del siglo XIX fue el epicentro de la ganadería porcina mexicana.24 Como sucedió con varios tratantes de carnes, la bonanza porcina pudo haber permitido que quienes se dedicaban a ese ramo compraran o tomaran puercos ajenos y, por tanto, ensancharan su propio comercio a expensas de algunos productores.
Al ser un comercio de menor cuantía y de escasa o nula regulación, el consumo del cerdo fue muy extendido en pueblos y villas, ya fuera por medio de robo, trueque o compraventa. La base de esas economías locales muchas veces estuvo en manos de mujeres que tuvieron la posibilidad de establecer un pequeño abasto de carne, el cual, incluso desde inicios del siglo XIX, se fue reconociendo como una actividad femenina. En esa labor, por supuesto, también estaba la cocina, pues el puerco era apreciado por su grasa (manteca) y por el aprovechamiento que se hacía casi de toda su carne en la preparación de carnitas, chicharrón, adobos, tamales y pozole.25 Por ejemplo, los indígenas de Tuxpan, al sur de Jalisco, tuvieron inclinación por la cría de asnos y cerdos; sin embargo, el cuidado de estos últimos quedó a cargo de las mujeres que generalmente lo hacían en los corrales de las casas, pues en los campos los puercos causaban graves perjuicios sobre las siembras y semillas. Aunque fue un animal muy indispensable para la vida diaria, que se criaba y mantenía sin grandes recursos (pues bastaba alimentarlo con maíz podrido y desechos domésticos), el cerdo fue causa “de muchas desavenencias entre los indios, cuando se mete en plantíos ajenos y los perjudica”.26 No en vano, bien valdría recordar algunas de las sátiras consejas del alcalde de Lagos que reunió Alfonso de Alba a través de la tradición oral, en donde se decía que quien tuviera puercos “que los amarre y el que no que no”. De acuerdo con de Alba, aquella singular ordenanza obedecía a que “las gentes tenían la imprudente costumbre de amarrar a los cerdos… ¡pero sólo a los ajenos!”.27
En la segunda mitad del siglo XIX la gente se quejaba de la costumbre que se tenía de engordar cerdos y de salir a bañarlos diariamente a los arroyos, dejando las calles sucias. En respuesta, por ejemplo, el ayuntamiento de Ahualulco (Jalisco) prohibió a los propietarios hacer engordas de cerdos en las calles.28 En otro momento el presidente municipal expuso que la escuela de niñas estaba en completo abandono debido a que la preceptora tenía cerdos dentro del establecimiento, razón por la cual fue cerrada la institución.29
De acuerdo con Marvin Harris, aquella aversión que se tenía, y aún se tiene, hacia los cerdos, particularmente desde su fundamento sanitario y de consumo, tiene antecedentes históricos que pueden remitirse a las antiguas poblaciones del Oriente Medio, cuando entre los judíos y musulmanes se convirtió en una bestia abominable, llevando la repulsa a un extremo religioso. Para Harris y otros antropólogos involucrados en la ecología cultural, ese rechazo podía provenir desde mucho antes, cuando para los pastores nómadas la cría de puercos resultaba casi imposible por los costos de mantener una bestia que requería de un ecosistema menos árido y cálido. La deforestación de los bosques y la carestía de tierras de cultivo volvieron casi imposible la cría porcina en buena parte de esa región donde se volvió indeseable. Una aversión que se acentuó cuando los seres humanos tuvieron que competir con los cerdos por los mismos productos vegetales para lograr su subsistencia. En el siglo XIX, cuando ese paradigma adverso o tabú se había extendido y establecido en el mundo occidental, los avances de la medicina y la parasitología dieron con la estrecha relación entre la triquinosis con el consumo de la carne de cerdo mal cocinada.30 Al final, y para ese momento, el rechazo hacia el consumo de la carne de cerdo era también parte de un proceso identitario y hasta una manifestación civilizatoria.
Tal estado de prejuicios y paradigmas también estuvo presente entre los viajeros que llegaron a México; entre ellos fue constante la comparación con Europa y Estados Unidos y la exotización de las costumbres y de la gente que observaron para deleite y curiosidad de sus lectores, quienes no conocían el terreno mexicano. Por ejemplo, a mediados del siglo XIX, el explorador alemán Carl Christian Sartorius, cuya visita se extendió por el altiplano central mexicano, elaboró una detallada descripción sobre el paisaje y los recursos naturales, lo mismo hizo sobre los indígenas, los mestizos y la vida en la ciudad de México. Sin embargo, al final de su obra, también hizo algunos comentarios acerca de la ganadería y de ciertos animales en particular. Así, llamó su atención que el cerdo fuera abundante y muy popular entre los mexicanos; y como todo hombre perteneciente a la cultura que aborrecía al cerdo por sus consideraciones sanitarias, recomendó su prohibición en México, justo como hicieron “Moisés y Mahoma”. Le extrañó que hubiera un excesivo consumo de su grasa, la cual era muy nociva para el organismo. Pese a ello, encontró que los usos del cerdo estaban muy diversificados y tenía mucho provecho en la industria de jabones o en la producción de jamones; era una bestia que estaba presente casi en cada hogar del campo mexicano, en donde los cerdos convivían con sus propietarios hasta ser sacrificados o vendidos para su consumo bajo distintas preparaciones. Finalmente, destacó que Jalisco, Michoacán y el valle de Toluca sobresalían por ser los principales productores del país, al grado de engordar hasta mil cerdos cada año.31 Algunos años después la condesa Paula Kolonitz, quien llegó como parte del séquito que acompañó a la emperatriz Carlota, en tiempos del Segundo Imperio, hizo referencia implícita al cerdo tras lamentar que casi todos los alimentos se cocinaban con su grasa, algo que a su consideración no se adaptaba a su estómago y al de quienes iban dirigidos sus comentarios, los cuales elaboró después de una estancia de seis meses en la ciudad de México.32
Reportes desde el occidente de México
El puerco fue un animal doméstico que se articuló dentro de la vida de la sociedad mexicana, particularmente entre los sectores populares del campo. Esa estrecha relación se puede demostrar en las visitas de algunos viajeros que llegaron al occidente de México a lo largo del siglo XIX. Una de aquellas interesantes impresiones se puede obtener de las memorias del abogado y comerciante británico Alexander Clark Forbes (precursor de la Compañía Barrón y Forbes que tuvo elevada influencia en el comercio de Tepic),33 quien quedó maravillado por los paisajes que encontró a lo largo del río Santiago a su paso por Tepic y de la exótica atracción que encontró en los indígenas de la zona por su uso del arco y la flecha. Forbes también encontró interesante la manera en que la población de Tepic guardaba una relación singular con sus animales, particularmente con aves, perros y cerdos, los cuales había casi por todas partes; gracias a animales carroñeros como los zopilotes y los cerdos la villa se mantenía relativamente limpia. Sin embargo, la proteína animal que más se consumía era la de res, no así la de cerdo, de la cual se aprovechaba particularmente la manteca.34 Llama la atención cómo durante el siglo XIX ya era posible observar que en algunas regiones de México la carne de cerdo volvía a ser considerada para el consumo popular, justo como sucedía en Europa. Sin embargo, se debe mencionar que, aunque esa proteína fue la que introdujeron en primer lugar los españoles inmediatamente después de la Conquista, en el siglo XVII el ganado vacuno adquirió mayor fuerza y preferencia por los ganaderos novohispanos.35 De acuerdo con Mark Essig, así como el puerco fue perdiendo importancia en la ganadería novohispana, fue todo lo contrario en las colonias inglesas del norte de América, donde se volvió un producto esencial de exportación y se valieron de su pestilencia para ahuyentar a los indios y preparar el terreno para la expansión inglesa.36
Así, el siglo XIX puede identificarse como el de la reincorporación del puerco a la dieta popular, particularmente en el México rural, razón por la cual no extraña que algunos otros viajeros lo encontraran ampliamente distribuido y muy presente por los campos y caminos en sus trayectos. Como ejemplo de esta clase de testimonios se pueden mencionar las memorias de viaje que hizo en 1850, a su paso por los Altos de Jalisco y el Bajío mexicano, la soprano inglesa Anna Bishop, en compañía de su esposo, el compositor francés Nicolas Charles Bochsa. En su viaje hacia la ciudad de Querétaro, llamó la atención de Bochsa ver algunos cerdos sin pelo, por lo que preguntó a su cochero por el peculiar espécimen. Don Pepe, el cochero, aprovechó para liarle una broma al decirle que la naturaleza había constituido a los puercos mexicanos de esa forma. Inmediatamente, y sin querer abusar de la ingenuidad del compositor, le reveló que aquellos puercos no estaban vivos, pues sus cueros se rasuraban para llenarlos de pulque. Al ver que se les daba tal uso a los puercos, Bochsa se llevó una errónea impresión de los mexicanos, pues consideró que, si utilizaban así a esas bestias, era porque no le tenían el mismo agrado como los judíos.37 No obstante, lo que ignoraba Bochsa era que se encontraba en una región en donde el cultivo del agave quedó muy asociada con la producción del pulque, consumo que estaba mucho más arraigado en el centro del país.
Al respecto también debe mencionarse la descripción de Albert S. Evans, periodista estadounidense que acompañó a William H. Seward en un viaje llevado a cabo entre 1869 y 1870 desde la costa de Colima hasta la ciudad de México. Seward fue secretario de Estado de Abraham Lincoln, tras cuya muerte trató de mantener lazos con el gobierno mexicano en plena república restaurada. Las descripciones de Evans son de los pocos registros de viajeros que comentan con mayor detalle sobre el occidente de México, esto también debido a que Seward y Evans fueron escoltados por las fuerzas de seguridad que cada estado les proporcionó hasta llegar a la ciudad de México, razón por la cual fueron hospedados y atendidos como visitantes distinguidos por las elites y extranjeros residentes de cada localidad. La mirada de Evans se detuvo en algunos momentos en los paisajes, las costumbres, los caminos, la comida y la vestimenta de la gente que les tocó ver a su paso.
Al igual que al compositor Bochsa, a Evans también le llamó la atención la manera en que se aprovechaba la piel de los cerdos para crear bolsas de cuero que servían para transportar el aguamiel, esto bajo una técnica singular. Las bestias, una vez sacrificadas, eran atadas de la cola a un poste y apaleadas hasta que la carne y los huesos pudieran retirarse como una pulpa por la parte del cuello y las patas (Figura 1).38 Asimismo, tras su visita a las minas de Guanajuato, también le sorprendió ver que con esas mismas pieles se transportaba el agua desde el fondo de las minas hasta la superficie, labor que realizaban especies de “hombres tarántula”, de acuerdo con la apariencia que tenían al ir deslizándose con pies y manos entre las rocas desde una profundidad de 600 pies.39
Fuente: Evans, Our Sister Republic A Gala Trip Through Tropical Mexico in 1869-70. Hartford: Columbian Book Company, 1870, 245, acceso 13 de diciembre de 2020, https://archive.org/details/oursisterrepubli01evan
Al final de sus memorias de viaje, Evans trató de plasmar algunas conclusiones o ideas que condensaban la realidad que le tocó vivir en México, a través de episodios o anécdotas que representaban la vida y costumbres de su gente; algunas que incluso le parecieron divertidas e inquietantes. Cuando cruzó por las montañas de Jalisco no dejó de llamar su atención el momento en que un ranchero humilde y desaliñado se encontraba afanosamente luchando por conducir un cerdo al mercado. Atada la bestia a una de sus patas, se resistía a seguir el camino por el que le llevaba aquel hombre. Por más que le forzaba a seguir a punta de azotes con una vara, el porquero sólo avanzaba en círculos detrás del cerdo. Evans suponía que si el porquero cambiaba de mano de vez en cuando para azotarlo, el cerdo seguiría en línea recta, pero esa escena le pareció casi una metáfora que le llevó a cuestionar la psicología del habitante del México rural, en el caso del porquero, demostrando su arraigo a una cultura movida por la obstinación. El suceso que le tocó ver en aquella ladera solitaria podía representar “los interminables ciclos de la eternidad” de la sociedad mexicana. Evans tuvo el impulso de sugerir al porquero que cambiara su táctica, pero le parecía que al hacerlo interfería con ese ciclo que sintetizó, entre un ranchero y su puerco, como la “línea de la belleza” (Figura 2).40
Fuente: Evans, Our sister republic. A Gala Trip Through Tropical Mexico in 1869-70. Hartford: Columbian Book Company, 1870, 504
A mediados del siglo XIX el médico francés Ernest Vigneaux llegó a México en calidad de secretario privado del conde Gastón Roausset, quien atentó contra el gobierno del estado de Sonora por acciones de contrabando e intentos separatistas. Por tal razón, Vigneaux fue hecho prisionero al igual que todos los tripulantes de la goleta la Belle. A diferencia de Roausset, quien permaneció prisionero en Sonora donde al final fue pasado por las armas, Vigneaux debió ser trasladado a la ciudad de México para resolver su situación ante el presidente Antonio López de Santa Anna. Sin embargo, ese encuentro no sucedió, pues al llegar a Guadalajara tuvo la gracia de ser liberado por el gobernador de Jalisco debido a la intermediación de algunos comerciantes franceses de aquella ciudad. No obstante, para abandonar el país, Vigneaux debía viajar al puerto de Veracruz para abordar la embarcación que había preparado el ejército francés.41
Antes de llegar al centro del país, Vigneaux se dio el tiempo de conocer y tratar de cerca a los habitantes de los Altos de Jalisco y del Bajío, con lo cual se formó una representación particular e interesante de las costumbres de la sociedad rural. En este último punto llamó su atención el buen trato que recibió de la gente y la “ignorancia prodigiosa” de algunos vaqueros que ejecutaban audacias ecuestres. Decía que eran “ignorantes” e incapaces de interpretar siquiera un mapa y fue informado de que también eran “muy brutos”. Al llegar al rancho de las Codornices, enclavado en el pueblo de San Francisco del Rincón, quedó impresionado por un espectáculo que efectuaban otros personajes, quienes igualmente llamaron su atención. Se trataba de una charreada en la que otros “caballeros intrépidos”, ataviados de forma española, demostraban sus virtudes en el manejo de la reata y en su manera de cabalgar. Poco después, al llegar a la hacienda del Comedero, dio con lo que a su parecer eran los contrastes de la sociedad rural: los peones y los rancheros.
Según Vigneaux, el peón mexicano era un siervo, más de hecho que de derecho, y en nada se parecía al ranchero. Aquél apenas si vestía, era indolente y actuaba con la mínima capacidad moral e intelectual. Era rencoroso, rampante y de sus filas salían aquellos léperos y vagos que asolaban las ciudades. El ranchero, en cambio, era la vitalidad del país, “el futuro de sus instituciones, de su autonomía, porque él es francamente republicano y patriota”. En él destacaba la virilidad y su buen sentimiento de independencia; no era déspota como los citadinos. Se mantenía apegado a ciertas creencias religiosas y a vivir de lo que le daba la tierra. La virtud del ranchero, insistía, se debía a su abandono, dado que el hombre del campo no había estado cegado por el fervor furioso que producen las ciudades. Era hospitalario, leal y amoroso con su familia. Era tal la predilección de Vigneaux por este tipo de personaje rural, que con un poco más de instrucción, pensó, esos rancheros llegarían a constituir el nuevo temperamento de México.42
Como contraste, también hizo referencia a los indios y sus costumbres; particularmente a las mujeres que observó a su paso por Tepic. Comentó sobre la indumentaria y aspecto físico de las mujeres de los soldados, a quienes encontró miserablemente vestidas y seguían a sus esposos en todo momento, eran “valientes y entregadas”, serviciales. Entre ellas hablaban una lengua extraña, una mezcla entre indígena y español. En su trato hacia ellas, siempre le demostraron una “gravedad melancólica”, pues, aunque sonreían con un ligero gesto, nunca lo hacían abiertamente, lo cual, supuso, era una característica de la raza indígena.43
A su paso por las villas de Ahuacatlán e Ixtlán del Río (entre los actuales límites de los estados de Nayarit y Jalisco), encontró la particular preferencia que se tenía por la posesión y el consumo de los puercos, al advertir que los campos se encontraban repletos de ellos y con los que se hacía gran comercio. Incluso había tantos en los campos que cualquiera los podía tomar para su provecho. Atraído por esa especie, refirió que muchos eran tan hábiles, musculosos y de las mejores proporciones, que tenían la apariencia de jabalíes. Aunque la charcutería porcina estaba lejos de tener la calidad de los tocinos y jamones europeos, las bestias eran rosadas y limpias, como aquellas, señaló, que en los Pirineos describió Hippolyte Taine, quien poco tiempo antes había publicado su Voyage aux Pyrénées (1855), obra por la que muy posiblemente se sintió grandemente influido Vigneaux para hacer su propia memoria de viaje.
Al respecto, bien vale abrir un pequeño paréntesis sobre la obra de Taine, quien pretendió captar aspectos que se vinculaban con las descripciones naturalistas de los primeros años del siglo XIX: las costumbres, la vestimenta, la comida, el paisaje, la vegetación y la fauna. En un capítulo de su Voyage dedicado a las plantas y animales, Taine se detuvo para detallar cómo el clima, las montañas y los bosques de los Pirineos eran hogar de diversas especies animales, como los grandes osos que, pese a demostrar gran ferocidad, eran animales bellos, solitarios y perfectamente adaptados a la nieve; a pesar de ello, eran presa continua de los cazadores. También estaban los rebecos que, al igual que los osos, demostraban gran habilidad para trepar entre las rocas. Cabe mencionar que Taine atribuía a cada especie una personalidad, pues si los osos eran bravos, prudentes y estimables, las cabras eran resignadas y tristes en tanto que estaban más expuestas a trato humano.
Posteriormente, Taine se ocuparía de los cerdos, a su consideración el animal “más feliz de la creación”. Tanto así que el pintor y grabador holandés Karel Dujardin (1626-1678) los había representado como una bestia que gustaba de la pereza.44 A diferencia de otros cerdos, los de los Pirineos no se revolcaban en el lodo, eran “muy limpios” y vivían en las playas. Más bien le parecieron animales simpáticos, con una nariz graciosa y un hocico expresivo; con una cola en forma de sacacorchos que se retorcía “fantásticamente”. Sobre su personalidad, sus ojos eran taimados y firmes.45 Tal fue la caracterización que hizo Taine de los cerdos, que el famoso ilustrador francés Gustave Doré buscó plasmarla en una posterior edición del Voyage (1873) (Figura 3).
Fuente: Taine, Voyage aux Pyrènèes (París: Librairie Hachette et Cia., 1873), 390, acceso 18 de diciembre de 2020, https://archive.org/details/voyageauxpyr00tain
Una vez hecha esa comparación, Vigneaux afirmó que los cerdos del occidente mexicano eran en resumidas cuentas todo lo contrario de aquéllos de los Pirineos: eran glotones, audaces, violentos, insolentes, nauseabundos. Al final, solamente se contentó con decir que, al menos en Europa, los sistemas de alimentación ya eran muy distintos y mucho más saludables, en comparación, por supuesto, con los de México.
Durante los últimos años del siglo XIX fue mayor el número de viajeros extranjeros que llegaron a México, particularmente atraídos por la estabilidad económica y la promoción que tenía el país en el exterior cuando aún se mantenía el régimen porfirista, el cual incrementó la inversión y especulación extranjeras. Así, las memorias de estos viajeros servirían para futuros visitantes y curiosos que encontrarían en México un destino con diferentes escaparates atractivos. Al menos para el caso de Jalisco, algunos hablaron de sus lagunas, valles y ríos. También les llamó la atención las costumbres de la gente, su indumentaria y artesanías, la imagen de la mujer indígena, las habilidades de los rancheros y los contrastes entre las elites y los sectores populares. A la mayoría particularmente le llamó la atención la ciudad de Guadalajara, de la cual resaltaban sus bellos inmuebles eclesiásticos, pese a que la ciudad no contara con una arquitectura extraordinaria. De igual manera se destacaron los paseos fuera de la ciudad, como a San Pedro Tlaquepaque, la laguna de Chapala o las cascadas de El Santo de Juanacatlán que, dicho por Edward Gibbon, eran el “Niágara mexicano”.46
Un paseo de esas características también lo tomó a inicios del siglo XX el periodista estadounidense Phillip Terry, quien, después de haber visitado algunas poblaciones cercanas a la laguna de Chapala, constató la majestuosidad de las cascadas de Juanacatlán que anteriormente había descrito Gibbon. Atestiguó la diversidad natural del entorno con una vegetación y una fauna que hacían posible el curso del río Santiago. Ese paisaje lo completaba incluso la gran cantidad de cerdos “semi-anfibios” que se paseaban libremente y se introducían en las partes bajas del río para alimentarse de las raíces de los lirios. Aquellos que no tenían suerte eran arrastrados por la fuerza del río; no obstante, la presencia de aquellas bestias dentro del agua engañaba a sus ojos, pues al quedar inmóviles por largo tiempo, parecían grandes piedras basálticas.47
La abundancia de puercos en el paisaje rural jalisciense dio pie a que, desde los primeros años del siglo XIX, distintos ayuntamientos se inclinaran por el cobro de impuesto de hasta dos reales sobre la matanza de cada cerdo que se registrara en sus municipalidades. Así, de 1827 a 1829 los ayuntamientos de Sayula, Adobes, Compostela, Tizapán el Alto, Santa Anita, Chiquilistlán, Tonila y Tapalpa crearon tal arbitrio particularmente para el establecimiento de escuelas de primeras letras.48 Como lo pueden revelar algunas fuentes, los porqueros al parecer no tenían suficiente control sobre sus bestias, a las cuales dejaban andar libremente en la poblaciones, provocando la molestia de los vecinos debido al ambiente nauseabundo que generaban; sin embargo, su giro parecía tan lucrativo que el Congreso de Jalisco dispuso en 1830 que todos aquellos que cebaran cerdos quedaban obligados a presentarlos antes de matarlos tanto en las garitas como en las oficinas de rentas para pagar por tal derecho.49 Eran tantos los cerdos que andaban por las calles y vecindarios que, por ejemplo, en 1849 el subprefecto de Zapopan solicitó al Congrego del estado atribuciones para poder tomar control sobre los cerdos de sabana o que vagaban.50
El problema persistió, pero parecía que el malestar que generaba la presencia de tantos cerdos por las calles no se comparaba con el contrabando que distintos porqueros mantenían al no declarar el total de sus bestias destinadas a la matanza, la cual hacían generalmente de manera clandestina en haciendas y ranchos en detrimento de las rentas del estado. Así, desde 1854 el gobierno del estado giró instrucción al administrador de rentas y sus empleados para redoblar la vigilancia en todas las fincas rústicas de los municipios donde no sólo se mataran cerdos, sino también donde se criaran y cebaran.51 Aquella práctica de dejar a los cerdos sueltos se refrendó en una ley general de hacienda que el Congreso del estado elevó pocos años después, ya que en una de sus leyes se declaró que aquella clase de cerdos que andaban libremente quedaban exentos del pago de alcabala.52 Bajo tal medida acotada por la ley hacendaria, los cerdos se multiplicaron en los campos y caminos, lo cual provocó en algunos un malestar y, en otros, la posibilidad de adquirir un bien mostrenco para satisfacer alguna necesidad o, en el peor de los casos y que más preocupó a la autoridad, establecer un comercio ilegal. Es justo ese mismo marco legal el que debía explicar a aquellos viajeros la abundancia de cerdos en los campos y caminos.
Tal fue el mundo de posibilidades que, por ejemplo, el reglamento de policía de Lagos de Moreno de 1881 destacó la necesidad de asegurar los cerdos que se encontraran sueltos por las calles, y uno de los propósitos era evitar que éstos cayeran en propiedad y mercados ilegales. Si el dueño no aparecía, los cerdos se pondrían en subasta pública y su producto sería destinado a los fondos municipales. Pero si alguien llegaba a reclamarlos como su propiedad, debía demostrarla y pagar los gastos que hubieren generados los animales durante el depósito.53
Conclusiones
Los estudios históricos sobre la relación de los seres humanos con su entorno natural son una agenda que poco a poco se ha atendido en la historiografía mexicana, particularmente en relación con el medio ambiente y la explotación de los recursos naturales. Se ha indagado sobre la acción que se ha ejercido sobre las tierras, los montes y las aguas; en el mismo sentido, sobre la producción ganadera y cómo la industria pecuaria se estableció dentro de cada una de las regiones de acuerdo con las particularidades del entorno. Sobre esto último, el presente estudio intenta abonar conocimiento sobre una producción que, en apariencia, no tuvo el mismo valor por los grandes productores, pues durante el periodo colonial el ganado menor careció de la misma demanda que la carne vacuna. De igual manera, al anunciar esta brecha de estudio, se resalta que detrás de una economía agropecuaria que se arraigó en el país a todo lo largo del siglo XIX, se extendió una relación singular de las poblaciones rurales con los animales que les eran imprescindibles para su subsistencia.
En el caso particular de los cerdos, su presencia fue notoria en la pluma de algunos viajeros, incluso en aquellos que no esperaban tener un encuentro con esa clase de animales. Para Albert Evans el vínculo entre la sociedad rural y aquella bestia resultó tan estrecho que conformó parte de su cultura y temperamento. Es evidente que las memorias de viajeros sólo ofrecen una pequeña mirada sobre la sociedad que habitó el campo mexicano; mirada que posiblemente deberá combinarse con otro cúmulo de fuentes, las cuales, en el ámbito local, permitan identificar a actores sociales específicos en el suceder de su vida cotidiana, ya sea como productores, propietarios, consumidores, tratantes o abigeos. El cerdo es un animal que ha acompañado a la sociedad mexicana, la cual, lejos de repudiarlo, lo ha aprovechado al máximo, incluso de maneras que sorprendieron a algunos visitantes.
La literatura de viajes es un tema del que todavía no se ha investigado lo suficiente para el occidente de México. Muestra de ello es que las memorias de algunos de los viajeros que pisaron ese territorio aún son poco conocidas y estudiadas, más por el hecho de que no se han traducido al español, salvo la selección llevada a cabo por algunos historiadores. Tanto la obra de Ernest Vigneaux como la de Albert Evans y la de Alexander Clark Forbes aún se mantiene en su idioma original y tienen todavía mucho que decir, aunque bajo una mirada muy subjetiva, sobre las costumbres y la vida cotidiana de una sociedad rural que se encontraba distribuida desde el antiguo territorio de Tepic hasta el Bajío mexicano.