Introducción
La constante presencia de un discurso moral en el siglo XIX ha sido una problemática poco atendida dentro de los “años olvidados”, aunque ya no tanto gracias a diversos estudios, como ha advertido Alfredo Ávila.1 La historiografía nacional generalmente ha desdeñado no sólo la relevancia sino la significación de las virtudes como reguladoras de conductas y legitimadoras de instituciones. Existen referencias dentro de volúmenes que abordan distintas temáticas, pero es difícil encontrar estudios específicos sobre la arista ética en el discurso político. La recurrente preocupación por los valores ha sido usualmente ponderada en México, al igual que en otros países, como una reminiscencia retórica originada en un excesivo apego a la fe cristiana.2 No obstante, la reflexión moral, de notable historia en el mundo ibérico, es incentivada tanto por el movimiento ilustrado como por la doctrina jusnaturalista y, destacadamente, por la economía política. En tal horizonte, la consumación de la independencia y la formación del Estado constituían un fértil acicate para la meditación ética.
La temática corresponde tanto a una inquietud política en el grupo gobernante como a una patente controversia en la opinión pública. Se trata, por un lado, de la construcción de la obediencia al Estado nacional y, por el otro, de la elucidación del origen de la virtud como norma de comportamiento. En realidad, los dos puntos están interrelacionados. Porque en aquel momento se considera que la rectitud facilita la subordinación mediante la interiorización de la obediencia. Es decir, el empeño implica una preocupación por la sujeción del ciudadano a las autoridades. Así, la moral, entendida como el conjunto de obligaciones para con Dios, la sociedad y uno mismo, es no sólo parte sino fundamento de la gobernanza. En suma, el objetivo del presente texto es doble: llamar la atención sobre la cuestión moral, que no siempre es atendida,3 y examinar la articulación entre virtud y obediencia, pocas veces explorada. Las fuentes empleadas son de tres tipos: la opinión pública, el discurso parlamentario y la acción gubernativa, las cuales dialogan, se aluden y se interpelan.
El artículo se divide en cuatro apartados. El primero estudia la necesidad de la virtud cívica para el buen funcionamiento del código político en los primeros años de la república federal. Desde los debates constituyentes hasta los manifiestos presidenciales, se enfatizaba la interacción entre política y moral. El segundo aborda el deterioro de la esperanza en una convivencia armónica y una sociedad obediente a la autoridad a partir de la vigencia de la constitución y la prevalencia de la virtud. El tercero analiza elementos distintivos y ciertas consecuencias discursivas de la enunciación de una moral universal por parte de medios masónicos, sobre todo en relación con la relevancia del catolicismo en la vida del país. Por último, se expresan algunas conclusiones.
La virtud y la constitución
Desde la consumación de la independencia en 1821 hasta la abdicación de Iturbide en 1823, la problemática moral fue visible en la opinión pública.4 No obstante, la elaboración tanto del acta constitutiva como de la constitución federal de 1824 evidenció la relevancia de la ética en la construcción de la república. La legislatura constituyente fue no sólo un escenario donde se formulaban propuestas, sino un entramado de voces alrededor de variados horizontes. Como sucedería en el futuro, la querella sobre la tolerancia detonó el debate sobre la moralidad.5 Para Juan de Dios Cañedo, diputado por Jalisco, la libertad de conciencia facilitaría la inmigración y, a su vez, la llegada de extranjeros no católicos incentivaría la purificación de la ética cristiana. El argumento no era novedoso y estaba en sintonía con otros pensadores como Vicente Rocafuerte y José Joaquín Fernández de Lizardi. La competencia por el mercado espiritual y la comparación entre las conductas de los ministros religiosos conllevaría a una mejora de las costumbres. El argumentario de Cañedo fue rebatido con vehemencia. Para José Ignacio González Caralmuro, legislador por el Estado de México, el buen estado moral de las naciones con libertad de conciencia se debía no a la tolerancia de cultos sino a la efectividad de las leyes, las cuales eran obedecidas por los ciudadanos y hechas cumplir por las autoridades.6 Por su parte, José Miguel Guridi y Alcocer, legislador por Tlaxcala, aducía como ilusorio que la tolerancia indujera a la perfección en la vida pública. La diversidad en las creencias no propiciaba una mayor rectitud en los hábitos.7 El alcance de la disputa fue limitado, pero revela una palpable preocupación en los miembros del constituyente.
Por su parte, Lorenzo de Zavala, al presentar la carta política como presidente de la legislatura, explicaba que el pueblo “sabía” que sin moral no había ni podía haber “orden, tranquilidad, paz, independencia ni libertad”.8 Desde las entidades también se enfatizaba la preeminencia de la virtud como parte vital de la confederación. El congreso neoleonés imploraba a los ciudadanos perseverar en la religión, porque así brillaría “la moral con todo el realce de las virtudes”.9 El catolicismo abría los horizontes del porvenir porque poseía las llaves de la eternidad. Si desde el norte mexicano se apelaba a la fe, desde el Bajío se solicitaba el apoyo del cura. La legislatura de Guanajuato exponía que contaba para el éxito de la nación con el clero católico, “depositario de la moral santa y de los intereses de la virtud”.10 Desde el sureste el joven gobernador de Yucatán, Antonio López de Santa Anna, interpelaba a los “escritores públicos” para que contribuyesen con sanas doctrinas y máximas de buena política.11 Así, tanto desde la capital como desde la provincia se reputaba indispensable “la severa observancia de las reglas de la moral”.12 La conformación de los referentes cívicos era una responsabilidad compartida entre estados y jurisdicciones.
Zavala explicitaba con claridad sus peticiones a los mexicanos. Al proclamar la constitución, encontraba indefectible un “religioso respeto a la moral”. Pero a diferencia de algunas voces, el peninsular ubicaba parte del origen de los principios éticos no en la confesión cristiana, sino en los Estados Unidos.13 Los valores, luminosos en los ciudadanos estadounidenses, procedían no del catolicismo de Roma sino de la intimidad del hombre. Para el yucateco, la fe en las promesas, el amor al trabajo y el respeto a los semejantes eran las fuentes de la rectitud. Pero tales exigencias se insertaban dentro de un imperativo mayor: el respeto a la carta política: “sin estas virtudes, sin la obediencia debida a las leyes y a las autoridades, sin un profundo respeto a nuestra adorable religión, la Constitución es inútil”. La moralidad y el acatamiento, tanto de la legislación naciente como de la fe establecida, serían el fundamento del orden político, ya que la subsistencia de la carta magna dependía del “ejercicio de las virtudes públicas y privadas”. Por tanto, el constituyente solicitaba a las legislaturas locales inculcar en los mexicanos “las reglas eternas de la moral y del orden público”. Más allá de la referencia contigua a “nuestra adorable religión”, pareciera que Zavala omite el origen trascendente de la moral. Este era un recurso discursivo de Zavala porque no podía mostrarse abiertamente en el protoprotestantismo.
Promulgado el código político, Victoria asumía el ejecutivo federal en medio de numerosas aspiraciones. Según Vicente Guerrero, Victoria estaba autorizado para hacer el bien pero “privado de hacer el mal”.14 La magistratura tenía un componente axiológico. El caudillo aconsejaba al presidente que no debía “tener más riquezas ni más placeres” que el resto de los ciudadanos, pero “sí más sabiduría, más virtudes y más gloria", porque el ejercicio de dichos atributos facilitaría la obediencia de los mexicanos.15 Una igualdad aleccionadora era indisociable de una superioridad ética. Más aún: Victoria exponía que aceptaba la presidencia impulsado por una “ciega obediencia”. Hombre sumiso ante la aclamación del pueblo, revelaba que “la sana moral” se difundiría en todo el territorio mexicano16 y atestiguaba que no podía “existir gobierno sin subordinación a los intereses del estado”.17 Conforme ejercía el poder, Victoria precisaba su visión. En diciembre de 1824 aducía que la benigna “religión de Jesús” “va a ser, como fue siempre, el apoyo más firme de la moral, de la obediencia”.18Victoria, el insurgente y el republicano, el guerrillero oculto en la jungla y el hombre elevado a la presidencia, convergía con el discurso eclesiástico. El canónigo Francisco Pablo Vázquez, futuro obispo de Puebla, también ponderaba que “la fe y la virtud crecen a la sombra del Estado y las leyes civiles tienen el más exacto cumplimiento bajo la protección de la Iglesia”.19 La tendencia a la exaltación de la moral como clave de la subordinación persistiría durante los años siguientes. No obstante, la situación conduciría a un nuevo tono en la opinión pública, más apremiante, menos confiado y muy incisivo.
La convergencia entre autoridades civiles y eclesiásticas no era gratuita: el Estado y el sacerdocio coincidían en el imperativo del acatamiento. La lucha por la independencia había afectado los resortes de la subordinación tanto en el orden civil como en el ámbito religioso. Más allá de la subordinación, Timothy E. Anna ha estudiado la erosión de las autoridades en el crepúsculo de la Nueva España y la desestructuración del control ibérico sobre el territorio.20 A su vez, Brian Connaughton ha descrito que entre los retos de la jerarquía en el albor de la república se encontraba, precisamente, el disciplinamiento de los párrocos.21 Además, al parecer los civiles se resistían cada vez más a la vigilancia conductual de los pastores, fenómeno enunciado con frecuencia como “desmoralización”. Es decir, tanto los gobernantes civiles como los jerarcas eclesiásticos enfrentaban un desafío similar. Se trataba de la tensión entre orden y libertad, que tantos desvelos causaría y que no era simple retórica. La moralidad y el acatamiento estructuraban parte no sólo del discurso sino también del imaginario. El presidente ejercía el poder político pero también encabezaba un magisterio ejemplarizante. Pero no se trataba de un simple ripio conceptual, sino de un interés plenamente justificado. Se creía que un gobernante justo y modélico sería seguido por la ciudadanía de forma libre y espontánea. La vida institucional de la república acrecentaba una inquietud visible desde la emancipación. Si la independencia había alcanzado la libertad política, la virtud lograría el sometimiento cívico. El Estado se definía como exclusivamente católico y por tanto el enfoque religioso era conceptuado como la pauta conductual del país. Cabe añadir que la celebración del código político no ocultaba una inquietud constante: la necesidad de la virtud para el cumplimiento de la ley. Por tanto, no se considera a la norma jurídica como un elemento transformador por sí mismo, ni como una acción suficiente para obtener una mutación nacional. En tal horizonte, ya aparecían rumores de discordia en torno al fundamento trascendente de los valores sacralizados por el discurso político.
La crisis de la esperanza
La constitución de 1824 abría el proceso de institucionalización del país. El ejecutivo federal estaba sometido a las restricciones tanto de los estados como de las cámaras. Escaso de facultades políticas y con exiguos recursos económicos, debía hacer frente a las amenazas externas y las disconformidades internas. Victoria asumió una búsqueda de equilibrio, que en realidad se fundamentaba, hipotéticamente, en el supuesto de la unanimidad. Los axiomas compartidos conducirían a idénticas finalidades. En este momento, orientado más hacia la representación que hacia la democracia, como ha mostrado Aguilar Rivera, la diversidad política era una amenaza ética al destino nacional.22 Se pretendía que el representante popular debía ser un hombre eminente. Unidos por la independencia y congregados en torno a la república, los políticos debían construir el bien común antes que expresar con vigor la diversidad ideológica. La aspiración a la unanimidad estaba fundamentada, por lo menos en parte, en la moral católica, que proyectaba idéntica luz sobre el mismo país.
Sin embargo, las ilusiones nacidas tanto de la consumación de la independencia como de la proclamación de la república se desgastaban con rapidez. Las dificultades en la conducción del país empezaban a generar dudas en los gobernantes de la nación. El diputado Miguel Valentín se refería a la distancia “inmensa” que existía entre jurar la constitución y obedecerla.23 Desde el occidente se insistía en la necesidad de la plena observancia a la ley. El gobernador de Jalisco Prisciliano Sánchez expresaba en una circular que “inútiles son las leyes cuando el cumplimiento se ve con indiferencia”.24 El congreso de San Luis Potosí efectuaba una lectura ética de los trastornos estatales y describía un cuadro terrible explicable a partir de la “moral corrompida”.25 El ministro de Justicia afirmaba: “Sin virtudes y sin luces, o no se emprenden las reformas saludables, o corren el riesgo de sufrir un efecto absolutamente contrario a su objetivo”.26 Los atributos, que se habían dado por sentados, emergían ahora como los elementos faltantes dentro del panorama cívico.
Las incertidumbres políticas alternaban con los exhortos éticos. Bernardo González Pérez de Angulo, presidente del Congreso de la Unión en 1826, sostenía que “La religión y la moral son los ejes de la felicidad pública: conservad en firme apoyo los deberes del hombre y del ciudadano”.27 Las obligaciones se sustentaban en una visión trascendente generadora de referentes ciudadanos. En tal contexto, no era sorpresivo que la celebración de San Felipe de Jesús se sumara al calendario de fiestas nacionales. De acuerdo con Miguel Valentín, presidente del congreso federal, la nación sólo avanzaría en la búsqueda del bien común a partir del ejercicio de la virtud republicana y de la renuncia a las pasiones individuales. Axiomas como “la pureza, eficacia, unanimidad” debían ser “la guía, la antorcha, el alma” de los diputados.28
Los desafíos y las desesperanzas conducían a una intensa búsqueda de responsables. Uno de los segmentos incriminados fueron los vagos. La legislación respectiva no resultaba nueva y se remontaba a las reformas borbónicas. No obstante, en un hilo de continuidad dentro de la conflictiva situación, Victoria opinaba que las leyes sobre vagos mejorarían “sensiblemente la moral pública” y la preservarían “de los ataques que esa clase de hombres le dan continuamente por sus vicios y ociosidad”.29 “Esos hombres”, de rostro cotidiano y conducta conocida, se transformaban en algunos de los culpables de los problemas de la república. Ajenos a los principios, eran extraños a las virtudes. De escasa vestimenta y pobre formación, de nula iniciativa y escasa sumisión, sin trabajo conocido ni interés público, el vago era visto como el anverso del ciudadano. Era la pesadilla del sueño cívico, sobre todo en un país carente de industria y con un comercio muy limitado.
Frente al hombre pernicioso, se comenzaba a perfilar su antagonista: el inmigrante extranjero. Visto como vital y honesto, sumiso y a la vez emprendedor, amante del trabajo y apasionado del orden, era al mismo tiempo el futuro colonizador de un país extenso pero vacío, así como un pedagógico ejemplo de apropiada conducta. Por tal razón, la Junta de Fomento de la Baja California pedía que la colonización fuera protagonizada no por vagos o delincuentes, sino por “familias laboriosas, bien morigeradas y de sentimientos patrióticos, porque así, a través de las generaciones”, “se arraigará el amor al trabajo, a la virtud y a la patria”.30
El problema del asentimiento era común y se barajaban algunas soluciones. Victoria meditaba que la libertad de prensa contribuía a las “mejoras del sistema moral”.31 La opinión pública desnudaría vicios y denunciaría abusos, favoreciendo la depuración de los comportamientos. Un defensor ostensible de tal postura era un escritor y periodista: Fernández de Lizardi. El Pensador alegaba frecuentemente que el horizonte republicano mejoraría con la libertad de prensa, la cual se erigía en un ministerio ético de índole civil.32
Otro camino para la promoción del acatamiento era el intachable proceder del hombre público y, particularmente, del soldado nacional. De tal manera, el presidente demandaba a los militares que fueran “modelo de las virtudes en el seno de las familias”.33 Si el primer compromiso del hombre de armas era la debida obediencia, era comprensible prever que su íntimo ejemplo dentro de la crianza familiar vigorizaría la sumisión en el ámbito de la política. Se conceptuaba que la escuela tendría un influjo positivo en el cuerpo social. Así, para Victoria, “el poder ejecutivo no ha podido ni puede perder de vista la moral y la ilustración”.34 Instruir equivalía no sólo a divulgar conocimientos sino también a imbuir principios. Es conocido el impulso del gobierno federal a la escuela lancasteriana. El duranguense creía que dicha escuela estaba sumamente relacionada “con la moral y la política”.35 El colegio no era un espacio de asepsia ideológica sino de formación cívica. Juan José Espinoza de los Monteros, ministro de Relaciones, elogiaba al Colegio de Niñas de San Ignacio, fundado en 1776, donde “doce colegialas de virtud, de ciencia y moralidad enseñan doctrina cristiana”, a 300 “niñas pobrecitas [sic]” .36 Sin embargo, no todos los gobernantes eran tan optimistas como el ministro. El vicegobernador en ejercicio del estado de Oaxaca apuntaba en su Memoria sobre la gestión de 1828 que era muy difícil dotar de presupuestos a las escuelas para así encontrar “sujetos” con los atributos necesarios para dirigir a los jóvenes.37
La instrucción pública debía ser una educación ética. Al dar a conocer la constitución del estado, el poder ejecutivo de Querétaro acentuaba que la nueva legislación incluía el mandato de formar un Catecismo con los derechos y las obligaciones del hombre.38 Un informe de la Academia de Primera Enseñanza percibía una laguna en la instrucción: la falta de un amplio catecismo. Alegaba que el documento existente, aunque no especificaba cual, omitía la esfera civil y era insuficiente en el aspecto religioso.39
La opinión pública, que formaba parte de ese dado de tres caras descrito por Brian Connaughton,40 se fortalecía no como una mera expresión de la libertad de prensa sino como un elemento primordial en la gobernanza. Así, algunas Memorias gubernamentales tanto federales como estatales comenzaron a tener un apartado al respecto.41 El vigor de la prensa se manifestaba, en el caso del Distrito Federal, a través de diarios como El Sol y El Águila Mexicana, así como por múltiples folletos. Abundaban las críticas a los gobernantes por la conflictiva situación del país. Las reprimendas eran emitidas desde una presunta objetividad moral y articuladas mediante un lenguaje ético. Un papel que censuraba a los miembros del gabinete apetecía ministros “justos, sabios, moderados y virtuosos”, con talento y entendimiento, justicia y rectitud, experiencia y buenas costumbres.42 Más allá de ciertas utopías, estas expresiones revelaban una creencia patente: los gobernantes deberían ser hombres ejemplarizantes y ejercer una pedagogía pública. El ministro debería ejercer un ministerio moral.
Sin embargo, la paulatina agudización de los disensos comenzó a alumbrar algunas opciones de mejora menos radiantes y más restrictivas: la regulación de la libertad de imprenta.43 Sebastián Camacho, veracruzano y ministro de Relaciones, se quejaba de los excesos de dicha libertad, tales como la “inmoralidad” y el “furor de las pasiones”.44 Ahora ya no sólo la vagancia ponía en peligro a la sociedad, sino que la disensión colocaba en riesgo al país. Por esta razón, entre otras, en la Cámara de Diputados se integró una comisión encargada de reglamentar el alcance de la prensa. El ministro de Justicia, Lucas Alamán, aseguraba que dicha norma preveía la censura en materia de dogma religioso y sagradas escrituras. No obstante, también pedía incluir la temática moral.45 Un poco después, solicitaba regular la libertad de imprenta “poniendo a cubierto los principios de la religión y de la moral, el respeto a las leyes, la obediencia a las autoridades…”46Así, el guanajuatense enunciaba un perfil del conservadurismo mexicano. La libertad de prensa amagaba tanto la presunta unanimidad en el pueblo como la supuesta bondad de la nación.
En un clima de confianza menguante y una búsqueda progresiva tanto de presuntos culpables como de supuestas esperanzas, la opinión pública empezaba a interrogarse sobre las causas de los problemas. Las dificultades políticas se tornaban en dubitaciones éticas. Si como argüía el doctor José María Luis Mora era el momento decisorio para evitar la ruina de la república, resultaba un deber de todo mexicano contribuir al fortalecimiento de la nación “si conserva algunos principios de moralidad”.47
La virtud universal y la doctrina masónica
La controversia en la opinión pública se acentuó muy pronto y uno de los temas discutidos fue la intolerancia religiosa. La Gaceta Diaria de México, diario oficial del gobierno, reprodujo en 1825 un artículo firmado por “Un americano libre”, seudónimo de José María Blanco White, liberal español exiliado en Londres y atento al acontecer iberoamericano. El texto defendía la libertad de culto y elucubraba sobre la temática ética. Argumentaba que era un error creer que las leyes civiles “pueden suplirse por la religión y la moral”.48 Desde la perspectiva acendradamente liberal del español, los nexos entre legislaciones y creencias, preceptos y conductas, formaban un equívoco porque constituían elementos distintos y no conjugables. Quizá más cercano a un liberalismo europeo que concebía la ley más como una garantía de la autonomía individual que como una expresión de la visión comunitaria, alegaba que el siglo XIX sabía diferenciar “las leyes civiles de los preceptos, y la religión de la moral”. Las normas jurídicas no propagaban axiomas éticos ni se asentaban en sistemas axiológicos. Las creencias no eran la matriz de los principios y las leyes eran autónomas de las religiones.
El escrito del pensador inglés, quizá más afín a un liberalismo ortodoxo que a un republicanismo clásico, fue discutido en la opinión pública. La separación entre fe y virtud expresada desde el Diario Oficial implicaba una querella, sumamente significativa, en torno a la aceptación de la mancomunidad ético-política entre visión católica, legislación nacional y conducta civil. El artículo anticipaba una constante discusión dentro del México decimonónico. Las sombras de este debate intenso, aunque intermitente, se proyectarían sobre otras disputas, como la de la forma de gobierno o la definición de la ciudadanía.
Durante el periodo estudiado, Guadalajara fue un centro irradiador de pugnas y propuestas. Como ha mostrado Brian Connaughton, dicha urbe tenía un significativo itinerario en torno a la discusión de los postulados reformistas y a la reformulación de los discursos eclesiales.49 Destacan al respecto dos publicaciones: El Nivel y El Defensor de la Religión. El Nivel formaba parte de la constelación de publicaciones de raigambre masónica advertibles en Jalisco al menos desde La Estrella Polar. A su vez, El Defensor era un síntoma de “la creciente conciencia del alto clero sobre la necesidad de precisar tanto la modalidad discursiva como la ubicación institucional de la Iglesia frente al Estado y la sociedad”.50 En dicha publicación participaban los futuros prelados Pedro Espinoza y Pedro Barajas, obispo y primer arzobispo de Guadalajara (1854-1866) y primer obispo de San Luis Potosí (1855-1868), respectivamente. Los dos periódicos no sólo fueron claramente distintos sino evidentemente contrapuestos. No obstante, partían de un supuesto compartido: la relevancia de la ética en la política y la necesidad de la rectitud en el país. Más que extremos irreconciliables dentro de un panorama dicotómico de batallas irresolubles, se trata de una discusión que en realidad era un conjunto de respuestas al horizonte de desazón de la república confederal. Los dos pugnan entre sí, pero ante todo se dirigen no al pueblo mexicano sino al público “imparcial”, susceptible no sólo de aquilatar sus argumentos sino de hacer eco de sus proposiciones. Se decían profundamente cristianas y exigían transformaciones paralelas en los comportamientos de los mexicanos. El objetivo común era la mejora de la conducta, aunque ciertamente desde ópticas distintas. No era un combate metafísico entre luz y oscuridad, avance y arcaísmo, ni entre la salvaguarda de axiomas vetustos y la búsqueda de conductas “modernas”. Se trata de la enunciación de diferentes fundamentaciones para lograr la optimización de las prácticas cívicas. Pero ambas seguían concibiendo la política en términos axiológicos y continuaban analizando la realidad en clave ética.
En aquellos años donde un sentido de crisis y un sentimiento de esperanza se superponían en un mismo horizonte de novedad y sinsabor, desde Jalisco se aventuraba una propuesta política. El Nivel se interrogaba sobre la pertinencia de haber incluido la intolerancia religiosa en la constitución federal. La respuesta era negativa, pero la argumentación alcanzaba los linderos de la virtud. La publicación subrayaba la vertebración entre pluralidad religiosa y diversidad axiológica. Aseguraba que todas las religiones “civilizadas” coincidían en prohibir el perjurio y el homicidio, el hurto y el adulterio, los robos y las mentiras, las injurias y los insultos.51 De este hecho derivaba una conclusión evidente:
Que la moral pública, no es una cosa peculiar de la religión católica, ni un resultado suyo [subrayado original], sino del pacto social que dicta el derecho de gentes. No es efecto de la revelación ni del ministerio, sino de la necesidad de vivir los hombres unidos” y en paz.52
Es de advertir la alusión al iusnaturalismo como fundamento de índole universal.53El Nivel contendía con el origen religioso de la virtud y retiraba el monopolio ético al episcopado. La moral era anterior a la fe y no era un atributo exclusivo de la fe cristiana. La universalidad de los axiomas por encima de tiempos históricos provenía del acuerdo social acorde al derecho de gentes, instituido a partir de un sustrato general y asegurador de la dignidad humana más allá de latitudes terrenas. La igualdad jurídica de los hombres se asentaba en la igualdad intrínseca de los individuos por encima de opiniones y procedencias. Personas con diferentes dogmas pero con los mismos referentes tendrían los mismos derechos en todos los países.
La presencia del iusnaturalismo en el devenir ético también era advertible en la regulación educativa de algunas entidades. A finales de 1827 se publicaron ciertas regulaciones del flamante Instituto Literario del Estado de México. Firmado por Vicente José Villada, el documento establecía que entre las cátedras “que pueden ponerse en el colegio” se contaban las de “Teología natural, neumatología y moral universal”. Sin embargo, más adelante el texto se inclinaba por establecer únicamente la cátedra de Moral Universal, que era “el verdadero derecho natural”. En la entidad dirigida por el yorkino Lorenzo de Zavala, la virtud universal desplazaba a la teología moral en el ámbito de la instrucción reformista. El hecho es un signo de la ya advertible identificación entre la ética universal y el pensamiento iusnaturalista.
El Nivel postulaba una ética universal presente en todos los hombres y todos los tiempos, beneficiosa tanto para la persona como para la sociabilidad.54 Dada su presencia y pertinencia en cualquier civilización, la virtud universal era el modelo para la vida pública. El Nivel razonaba que cada culto tenía sus ritos y prácticas. En consecuencia, la religión era una “moral privada” sin mayor vínculo con el conjunto de la sociedad, perfilándose así una postura notoriamente heterodoxa.55 El medio tapatío distingue con nitidez entre la ética pública de las sociedades y la regulación privada de las creencias. Debido a la generalidad de las referentes conductuales no era necesario que una fe dictase los preceptos convenientes para las naciones, ni que una jerarquía pautara los comportamientos. El espacio público era virtuoso por naturaleza; el espacio privado era espiritual por elección. Por tanto, no era indispensable una fe única para que hubiese una ética compartida. El Nivel cerraba el círculo de su argumentario respecto a la tolerancia aduciendo, en función de lo anterior, que como existe una moral universal, el estado civil no debía preocuparse por la uniformidad religiosa. Dada la existencia de una base común en todos los hombres, lo dañoso o conveniente de la autonomía confesional era un asunto no ético ni dogmático sino de derecho público.56 La publicación borraba la dimensión axiológica del debate sobre tolerancia, queriendo eliminar temores asegurando preceptos: la diversidad religiosa no conduciría a la degradación ni a la decadencia, ni al predominio de las pasiones ni a la subyugación de los creyentes. La tolerancia era un debate civil y, por tanto, la moral no era un asunto eclesiástico.
La querella no fue, en principio, demasiado evidente. Pero El Nivel, símbolo masónico de la igualdad,57 no se percibía como un ente aislado al defender el deslinde ético que conducía a un énfasis civil dentro de la discusión pública. Elogiaba sin nombrar a muchos “escritores liberales”, quienes habían abierto “la mina fecunda de la moral”, mientras que otros habían mostrado la virtud con enorme sensibilidad. Medios e individuos favorables constituían una “masa de luz”, que era al mismo tiempo “un sol moral”.58 Las alusiones masónicas resultan manifiestas y testifican el influjo librepensador en la prensa periódica. La masonería tomaba en aquel momento un peculiar impulso en vista de la renovación de la Cámara de Diputados de 1826 y del ascendiente que tenía sobre buena parte de los grupos políticos.59 El predominio de las logias yorkinas propiciaría la expulsión de los españoles en 1827. En este contexto, las coincidencias de El Nivel con los postulados masónicos resultan sugestivas y no son excepcionales. Un comunicado, firmado con seudónimo, fue publicado en el Correo de la Federación del doctor Mora. El texto presentaba sin rubor algunos principios de la orden. El objetivo era la confesa vindicación de la masonería yorkina. Testificaba que era un “axioma moral” “que la masonería es por esencia virtuosa: es eminentemente religiosa y de consiguiente benéfica”. Idénticos valores eran aplicables a todos los hombres. Así, la virtud universal permite la igualdad plena no sólo en el taller masónico sino en la sociedad entera. Unos mismos referentes son los fundamentos de unos mismos derechos. La igualdad jurídica es, ante todo, una igualdad ética.60
Además de ser útiles, “los principios de moral de los masones eran puros e inalterables” y “eran aplicables a todas las naciones y a todas las religiones”.61 Un gran beneficio de la institución masónica era que “dispone a los hombres a sus deberes sociales”. Así, el texto explicitaba la creencia en una virtud universal, que permitía la universalidad de la orden, divulgaba la igualdad entre los hombres y aseguraba la rectitud por encima de la religión. Dado que la ética era anterior al culto, el librepensador era tolerante y cosmopolita: respetaba las distintas confesiones, entendidas como hechos privados, y reclamaba la formación de hombres modélicos, indispensables en las naciones modernas. Dentro de tal horizonte, resultaba preciso trabajar en la “mina” de la conciencia más que repetir oraciones en los altares. La doctrina masónica propiciaba la subordinación de los ciudadanos a las autoridades civiles, al tiempo que deslegitimaba el origen trascendente de los valores sociales. Sin embargo, reiteraba que entre los masones no había ateos. Los librepensadores eran creyentes libres que ejercitaban la bondad a partir del desinterés: “La masonería mejora el carácter del hombre por los estímulos del honor y de la complacencia que se siente en la práctica del bien”. No necesitaban amenazas divinas ni recompensas celestiales. De tal forma, la virtud universal incentiva el cumplimiento de la norma civil. Asimismo, construía una identidad ética en el hombre, justo en el momento en que se pretende una identidad nacional en el mexicano. La postulación de una ética universal conducía a la relativización de la Iglesia católica.
Otra publicación, llamada sugestivamente El Oriente, introducía algunos matices, pero reafirmaba tanto las conclusiones de El Nivel como las percepciones de El Correo. Fundado por Sebastián Camacho, El Oriente reproducía el discurso de Simón Bolívar en la presentación del proyecto de constitución para Bolivia. En aquel momento en que la información era con frecuencia indisociable de la opinión, aseveraba que la moral tenía un origen divino y que el sacerdote debía enseñar la virtud, “la ciencia del cielo”. Es conveniente insistir en que se alude a una deidad indeterminada y no a una confesión en particular. El ser del universo, acaso un Dios entendido como arquitecto y no un Jesús imaginado como profeta, era el origen de los preceptos. El discurso reconocía que Dios y sus ministros eran autoridades en el campo religioso, “pero de ningún modo (mandan sobre) el cuerpo nacional que dirige el poder público a objetos puramente terrenales”.62 Otro diario de tendencia yorkina y editado por José Manuel de Herrera era más contundente. El Amigo del Pueblo señalaba que el país no mejoraría: “Mientras no se reduzca al clero católico [subrayado original] a los confines de su misión, haciéndole acomodar enteramente sus máximas y su conducta a las reglas del evangelio”.63 Ahora, la autoridad civil sería la responsable de purificar al ministro religioso. Asumido como desviado del mensaje primigenio, el pastor debía ser reconducido hacia los cauces de la virtud mediante la acción correctora del gobierno civil, conceptuado como guardián último de la ortodoxia ética. El periódico sopesaba la procedencia celestial de los valores y circunscribía el poder de la jerarquía a la intimidad de los creyentes. Juzgaba que:
Las luces que recibimos de la moral cristiana no son ciertamente un principio de jurisdicción para la Iglesia: si lo fuesen, diríamos que la Iglesia tiene derecho para gobernarlo todo, pues [aduciría] que su moral universal se extiende a todo y no deja nada indiferente en los actos humanos.64
Así, el espacio social sería regido por la autoridad civil y la gobernanza sería posible gracias a la virtud universal, uno de cuyos referentes primordiales era el acatamiento. La secularización de la ética religiosa implicaba la secularización del espacio público. El monopolio confesional sobre los valores implicaba una autoridad extendida sobre los ciudadanos. En contraste, el desacoplamiento entre virtud y creencia permitía no sólo la libre discusión sobre la tolerancia religiosa, sino también el fortalecimiento de la soberanía civil sobre la sociedad. La ética universal aseguraba la decencia en la nación, al tiempo que circunscribía la fe a la privacidad de la conciencia.
No obstante la relevancia de la doctrina masónica en la disputa ética, los propios medios librepensadores matizaron la preeminencia de tal influjo. El Oriente publicó un texto crítico de la práctica masónica. Tomado de la Gaceta del Gobierno de México, enfatizaba el valor de la virtud universal por encima de la orden librepensadora: “La profesión de los buenos principios, la práctica de la moral más pura y la consoladora filantropía, son las que deben formar entre los hombres una sociedad escogida, sin necesidad de misterios para instruirse, ni designios para reconocerse, ni de juramentos para auxiliarse”. Frente a una gestualidad vacía crecientemente semejante a la ritualidad externa del culto católico, reivindicaba el poder de la virtud genuina más allá de los excesos y las carencias de las instituciones humanas.65
Fernández de Lizardi había participado del diálogo editorial desde el inicio de la vida independiente de la nación. En la disputa sobre la francmasonería había divulgado la existencia de axiomas universales anteriores e independientes de los dogmas. En el horizonte de la epidemia que asolaba al Distrito Federal hacia 1825, el Pensador Mexicano alababa una donación del embajador británico Henry George Ward. Al mismo tiempo, censuraba que, según él, diputados nacionales y jerarcas católicos eludían apoyar a la población enferma. En tal contexto, subrayaba que los “herejes” eran más benéficos que los párrocos. Se burlaba de quienes aducían que “las virtudes de los ingleses y de cuántos no pertenecen a la Iglesia romana no son teológicas ni cristianas, sino cuando mucho morales”.66 Para el autor de El Periquillo Sarniento existen referentes válidos por encima de las confesiones religiosas, y los hombres se autodefinen más por sus actos y atributos que por sus ritos o creencias. La utilidad de las personas era más determinante que sus confesiones.
La divulgación de la doctrina masónica generó una respuesta puntual.67 Un papel descalificaba los preceptos de otras religiones y defendía la virtud nacida del catolicismo.68 Otro folleto, publicado en Jalisco, condenaba a El Nivel e interpretaba sus postulados de forma peculiar. Creía que dicho medio postulaba que “la potestad secular debe ser el único director de la religión”, en un atisbo del control civil sobre el espacio ético.69 Otra publicación de Guadalajara defendía que la interpretación de la moral era una potestad católica.70 Con un tono menos accesible y más doctrinario, El Defensor de la Religión insistía en que “la existencia de Dios es el primer fundamento de la moral”.71 El periódico acudía a las autoridades canónicas y a las resoluciones conciliares para apuntalar la rehabilitación de la virtud no sólo como enseñanza divina, sino también como monopolio interpretativo del episcopado católico.
El debate presente durante la presidencia de Victoria no se circunscribió a los medios defensores de la Iglesia. Tanto El Águila Mexicana como El Sol abordaron el tema, aunque con distintos matices y contrastante intensidad. El Águila, de filiación yorkina, propuso una explicación de la vestidura trascendente de la virtud más que un reconocimiento de la Iglesia como intérprete de la moral. A través de la publicación de un discurso de Jean -Étienne- Marie Portalis,72 reconocía una “moral previa”, cuyos fundamentos eran compartidos por todas las religiones. Pero los preceptos, decía, requieren de ceremonias que los santifiquen e interioricen en los pueblos. Los axiomas, aunque válidos por sí mismos, necesitaban de ritualidades”.73 Así, el periódico funda una articulación entre la moral “previa” existente en todos los pueblos y la fe religiosa predominante en las naciones. El cristianismo se vuelve un medio de divulgación antes que un origen indiscutible.
En cambio, El Sol fue tanto más insistente cuanto más incisivo que El Águila. El diario próximo a los escoceses definía la moral como la forma de disponer la vida de modo que el hombre cumpla con los deberes para con el “criador”, el prójimo y el hombre consigo mismo. La explicitación no era novedosa, pero ratificaba el imperativo de las obligaciones. También argüía contra la ética basada en el interés “de Rousseau y Helvetius”.74 Incluso, alegaba que la política era parte de la ética porque las dos buscaban el bien de la comunidad. En este aspecto, el diario capitalino conceptuaba una percepción bastante extendida. El Amigo del Pueblo escribía que “Los antiguos pensaban que la moral es la base de la política; que sin costumbres no hay leyes ni felicidad”.75 Se trata de la actualización del dicho romano respecto a que no había leyes sin costumbres, enunciado literariamente por oradores como Cicerón y recreado por Montaigne y Montesquieu. Por la misma época, el doctor Mora citaba al ensayista francés para explicar qué era la virtud y su articulación con la república.76 La presencia discursiva de la antigüedad clásica era recurrente. Pero El Sol detallaba que, a pesar de la segura existencia de hombres ejemplares entre los helenos y latinos, era indiscutible que sin la religión católica “no puede haber buena moral” (subrayado original).77 Por tanto, resultaba patente que la política y la ética estaban hermanadas bajo la fraternidad de la fe.
El Sol incluso pormenorizaba tanto algunos preceptos como su respectiva traducción en términos políticos. La cosmovisión cristiana prescribía a los dirigentes obligaciones para con la religión y la sociedad. El cumplimiento de tales exigencias permitía a los gobernantes poseer la “fuerza moral” necesaria para hacerse obedecer, sobre todo si el pueblo notaba que el político empleaba su jurisdicción en “beneficio común”.78 La autoridad moral nacía de un ejercicio de congruencia y fomentaba el hábito de la sumisión: era una relación de confianza entre dirigentes y ciudadanos. La insistencia en la moral era una forma de control sobre las prácticas políticas indisociables de la soberanía popular.
En El Sol la censura de una ética universal fue bastante común. Mediante un escrito de Mr. Formey, secretario de la Real Academia de Berlín, negaba que los estoicos hubiesen postulado una moral sin religión. El texto aducía que en Epicteto y Marco Antonio había bellas máximas y útiles preceptos, pero no una moral verdadera porque tales directrices carecían de cimientos absolutos. Los valores estoicos tenían como único “fomento” “el orgullo y la desesperación”, en lugar de las amenazas y las recompensas. La refutación del estoicismo equivalía a una impugnación de toda la antigüedad. La conclusión era evidente: “La moral por más moral que sea jamás influirá en las costumbres sino en cuanto parte de una religión; y he aquí por qué mudó el cristianismo en este punto la faz de la tierra”. Una virtud postulada por la filosofía gentil, divulgada por la literatura pagana y ajena a un horizonte salvífico era no sólo completamente inviable, sino imposible de generalizar entre los pueblos del mundo. Una ética universal sin fundamento teológico jamás llegaría a ser una ética general.79
En suma, tanto El Águila como El Sol participaron con intensidad en la disputa. Sin embargo, la coincidencia envuelve pluralidad. Los dos abordan la cuestión desde la óptica de la gobernanza. Pero El Águila es más contenida y, al parecer, más pragmática: las religiones son necesarias porque resultan útiles. En cambio, El Sol se explaya en la vinculación entre fe, moral y política. Defiende el origen trascendente de los principios, a la vez que los aplica a la realidad terrena de las naciones.
La discusión había tenido un cariz visiblemente masónico. No obstante, la querella también estaba presente en el ámbito legislativo, no necesariamente exento del influjo librepensador. El debate en torno a la Ley de Naturalización en el Senado fue el motivo para el abordaje de la temática. En el contexto de numerosos exhortos para decretar la expulsión de los españoles, el artículo segundo de dicho proyecto establecía que el extranjero debía presentar ante la autoridad civil su fe de bautismo para comprobar su condición de católico. En caso de no tenerla, procedía acudir ante un juez de distrito para acreditar que era un creyente de buena conducta.80 El senador Cañedo se opuso a tal proposición. Adujo que si bien el texto constitucional había instituido la intolerancia religiosa “no previene que cada uno de los individuos de la nación mexicana profese precisamente la religión católica apostólica romana”. Así, distinguía entre la fe del país y la confesión de la persona, y entre la oficialidad de un culto y la práctica de la conciencia. El tapatío afirmó que existían muchos hombres profesantes de la religión “reformada” de “costumbres puras”. Es decir, un comportamiento modélico era posible fuera del ecosistema católico.
En contraste, algunos legisladores reiteraron que no había moralidad fuera del catolicismo y que “no debíamos conformarnos con virtudes estoicas”. Se alegó que resultaba indispensable que los extranjeros se condujeran como católicos. También se arguyó que el catolicismo era necesario para considerar a los naturalizados igual que a los mexicanos, porque los derechos eran inseparables de dicha religión. Así, la creencia era indisociable de la ciudadanía e incluso de la nacionalidad. No había divorcio posible entre los referentes que hacían viable la concordia y la fe protegida por el Estado. Cañedo precisó que “lo que importa en la sociedad y debe procurar el legislador es la buena conducta de sus individuos”. El estado civil se transformaba en un vigía conductual. El elemento determinante no era la íntima convicción de un hombre, sino su acción cotidiana en el horizonte comunitario. Pero Cañedo agregaba que el gobierno no podía investigar si la conducta emanaba de una “sólida virtud, o sólo de motivos de conveniencia”.81 La autoridad pretende un correcto proceder, pero sin inquirir el origen de tal actuación. Importa la acción pública de índole positiva, no la motivación subjetiva del hombre en sociedad. Al Estado concernía el efecto conveniente, no el relato religioso. Zavala convino “sustancialmente” con Cañedo, aunque eludió comprometerse demasiado. Alguna secuela tendría la intervención del jalisciense. El artículo fue aprobado con una precisión: se refería a la “conducta moral y política” de los solicitantes, sin mencionar el elemento religioso. Así, en el litigio sobre la naturalización se habían abordado al menos dos problemáticas: la estructuración entre fe y virtud en vista del comportamiento de los mexicanos, y la relevancia de la conducta idónea más allá de creencias íntimas e incentivos particulares. Por distintos senderos, una parte del discurso parlamentario exploraba fundamentaciones no trascendentes para la consagración de valores disciplinantes.
Conclusiones
La construcción de la república federal a partir de la promulgación de la carta política de 1824 estuvo acompañada de un énfasis discursivo en la temática ética como guía del orden político. Tal inquietud es visible en las alocuciones parlamentarias, folletos y periódicos de distintos estados, así como en expresiones del poder ejecutivo tanto local como federal. Se abordaba el tema de la moralidad y el problema de la sumisión con el propósito de unir principios con conductas y lograr que la virtud, ya fuese religiosa o universal, propiciase la sujeción ciudadana al orden civil.
El deterioro nacional contribuyó al surgimiento de una serie de posturas favorables a una fundamentación cultural de la virtud disímil a la proveniente de la teología. Se postula la existencia de valores universales presentes en todos los seres humanos. Así, la religión cristiana dejaba de ser el origen absoluto de los referentes colectivos y la Iglesia católica la intérprete de la moralidad. A partir de la perspectiva estudiada, es factible aducir, como hipótesis de trabajo, que la soñada unanimidad en torno a un mismo criterio valorativo estaba un tanto fracturada desde la raíz. No obstante, cabe precisar que no se pretende sustituir principios, sino fundamentarlos y convertirlos en generadores de conductas orientadas hacia la obediencia y la utilidad.
El discurso del ejecutivo federal presenta una continuidad en cuanto al énfasis no sólo trascendente sino católico de la virtud. Se advierte, en consecuencia, una disonancia entre el mensaje del poder ejecutivo y una parte de la opinión pública. Distintos medios masónicos de diferentes lugares participaron en la querella pero no de forma unívoca, enfatizando el valor de la conducta apropiada y el apego a la norma civil por encima de incentivos y amenazas celestiales. La noción de utilidad recorre los argumentarios y perfila posiciones no contrapuestas pero sí discordantes. Por un lado, se prioriza el efecto práctico de la virtud; por el otro, se enfatiza el objetivo último de la salvación. No son posiciones excluyentes pero sí diferenciables. Cabe añadir que dicha controversia era una disputa por el espacio social.
A partir del análisis ético, es factible postular que para estos años la opinión pública y el poder político consideran posible que tanto gobernantes como instituciones puedan forjar una apropiada ciudadanía. Durante las décadas siguientes, ante las crisis de la nación, los liberales en ocasiones juzgarían que el fallo se encontraba en los hombres y no en las constituciones, mientras que los conservadores valorarían que el problema eran las constituciones y no los mexicanos.82 Pero para este temprano momento de la república, en que no hay aún distinciones tajantes, tampoco hay dicotomías evidentes: gobernantes probos, mexicanos éticos y leyes apropiadas construirían tiempos mejores. Las instituciones fundaban ciudadanía y la ciudadanía podía interactuar con las instituciones.
Asimismo, el énfasis en la virtud como elemento decisivo para el cumplimiento de la constitución y el funcionamiento del país permite relativizar una expresión común en la historiografía. Expresada, entre otros, por Charles A. Hale y Luis Medina Peña, tal postura ha señalado que “la historia política del México de la primera parte del siglo XIX puede ser explicada por el afán de lograr la felicidad de la nación sólo con el diseño de la forma óptima de gobierno”.83 Sin embargo, los hombres decimonónicos sabían de la insuficiencia de las estructuras legales sin el indispensable acompañamiento de conductas eminentes pautadas por valores morales. Las leyes sin virtudes resultaban estériles.
Del optimismo al desconcierto, el periodo comprendido entre 1824 y 1828 ofrece una perspectiva institucional en torno a la significación de la virtud católica en el funcionamiento del Estado nacional. Más que el conflicto entre una estrecha axiología de raigambre religiosa y un clarificado intento de secularización ética, el periodo atestigua un amplio espectro de opiniones en torno a la procedencia y la relevancia de los valores en la reconfiguración de los comportamientos. La temática moral no es un capítulo adyacente del tópico sobre la disputa entre la Iglesia y el Estado. Algunos de los más vehementes protectores de la índole trascendente de la virtud son los gobernantes civiles, y muchos de los partidarios de una ética universal se proclaman católicos practicantes. Se trata del proceso de desacoplamiento entre valores y creencias en favor de una conducta juzgada útil para la sociedad profana. Si bien en el discurso oficial predomina el enfoque religioso, la visión ético-política de los segmentos gobernantes está claramente a discusión. Más que un conjunto de fuegos retóricos, la problemática es una suma de conversaciones entre personas de distintas procedencias empleando el mismo lenguaje de las inquietudes no sólo espirituales sino políticas. Así, la moralidad es una preocupación constante no sólo por motivos religiosos, sino en buena medida por imperativos prácticos concernientes a la gobernabilidad de la nación.