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Perfiles educativos

versión impresa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.27 no.108 Ciudad de México ene. 2005

 

La epistemología
de la diferencia en la formación educativa*

 

ANITA GRAMIGNA**

 

Resumen

Este trabajo parte de una semántica de las nociones implicadas en el ámbito pedagógico de la marginalidad para evidenciar la centralidad ontológica de la diferencia. Así contemplado, el encuentro con la diferencia pone en movimiento el proceso de construcción, organización y remodificación del conocimiento. Esta noción alude tanto a la multiplicidad de experiencias como a la pluralidad de enfoques y estilos cognitivos. Al aprehender en nuestro interior la pluralidad que nos constituye deviene entonces lo múltiple, que da paso a la comprensión del otro, de lo diverso. La noción de diferencia nos lleva a su connotación epistémica, a la historia pluridisciplinar de los mestizajes que se vuelve una base para la reflexión sobre la educación. Asimismo, el problema del margen nos impone la toma de conciencia de los giros sociales de las llamadas éticas aplicadas.


Abstract

This article is based on a semantics of the concepts implied in the pedagogical domain of marginality in order to highlight the central importance, from an ontological point of view, of difference. According to this perspective, the encounter with difference sets in motion the process of construction, organization and modification of knowledge. This idea has to do with the multiplicity of experiences and cognitive styles. By understanding within ourselves the plurality of which we are made up we create a space for the multiplicity to be, which leads to the understanding of the other, of what is different. The concept of difference leads us to its epistemical connotations, to the multidisciplinary story of crossbreeding which becomes a starting point for the reflexion about education. In the same way, the problem of margins forces us to become aware of the social shifts of the so-called applied ethics.

 

Palabras clave: Diferencia / Marginalidad / Otredad / Formación / Reciprocidad / Ética / Epistemología
Keywords: Difference / Marginality / Otherness / Training / Reciprocity / Ethics / Epistemology

 

Recepción: 19.08.2004 /
aprobación: 31.05.2005

 

Una versión de este ensayo se presentó el 4 de noviembre de 2004 en el seminario Verso un;ecologia delle differenze: le relazioni educative nell;alterità, en la Facoltà di Lettere e Filosofia de la Universidad de Ferrara.

 


DENSIDAD FORMATIVA

La semántica de los conceptos, de las categorías, de las claves de lectura implicadas en la jerga pedagógica de la marginalidad evidencia la centralidad, por así decirlo, constitutiva, ontológica, de algunas nociones. Nos parece que entre las más importantes está la de diferencia que, como trataremos de mostrar, representa un conjunto semántico plural. La categoría se presenta de inmediato como un conjunto de conceptuaciones que se aluden recíprocamente, que declinan los significados en ulteriores diferenciaciones implícitas, las cuales finalmente se desvanecen una en la otra para dar vida a nuevas proposiciones: diversidad, alteridad, desviación, extrañeza, márgenes, por mencionar sólo algunos deslizamientos semánticos mayores. Se trata, tomando prestada una metáfora de Bauman (1992),1 de un microcosmos de significados o, mejor aún, de un hábitat (véase Hannerz, 2001) en la medida en que implica la posibilidad abierta de la mutación, y por consiguiente, de una extensión de significado.

Consideramos que esta categoría –o conjunto semántico de categorías– es de fuerte densidad formativa, no solamente desde un punto de vista epistemológico, en cuanto pensamos que fundamenta estructuralmente el fenómeno educativo desde su surgimiento, sino también desde un punto de vista propiamente educativo en las prácticas y en los proyectos, porque el encuentro con la diferencia pone en movimiento el proceso de construcción, organización y recodificación del conocimiento.

La noción de diferencia, ampliamente explorada desde muchos puntos de vista,2 alude tanto a la multiplicidad de experiencias que se encuentran en la base de cada proyecto educativo, como a la pluralidad de enfoques y estilos cognitivos, en fin, de alfabetos –por lo tanto de inteligencias (véase Margiotta (ed.), 1997)– implicados en el proceso de la construcción y organización del saber. Por lo demás, como se sabe, por norma la relación educativa institucionalizada –escuela, familia y otras agencias educativas– se entreteje entre sujetos que, por su papel y por experiencia, son diferentes y que de modo recíproco, precisamente en diversos niveles, se activan en ese intercambio o diálogo que siempre preludia a la educación. También la formación no institucionalizada, aquella que se lleva a cabo, por ejemplo, en los márgenes o más allá de los márgenes de la vida civil o de la tolerancia social, está compenetrada con esta instancia, no sólo en la medida en que difiere de la educación formal y/o institucional, o simplemente de aquélla considerada “buena” en cuanto que regula y/o es adherente a la ideología oficial generalizada, sino también en cuanto se vale de una secuencia formativa y autoformativa totalmente plegada sobre la múltiple alteridad de competencias, papeles, técnicas, valores y, sobre todo, lugares. Una alteridad que se realiza en la alternativa respecto a la praxis y a la finalidad educativa de la sociedad civil.3

La condición de proceso de la formación nace en la relación (Gramigna, 2004) que se da desde los primeros instantes de vida del niño; se instaura en el binomio madre/hijo, que es una primera manifestación de la diferencia y que ritma esa energía del deseo entre potencialidad y límite que el sujeto experimenta desde el principio. Y he aquí otra gradación de la diferencia que se complejizará con el paso del tiempo en el multiplicarse de las relaciones y de las experiencias. Hemos llamado formación al “tomar forma” de esa energía “deseosa” que, como se ha dicho, nace en la relación con el conflicto entre el deseo de expansión de la propia satisfacción y su límite. En ella, en la relación, la formación se desenvuelve a lo largo de la vida, en el encuentro y en la metabolización de muchas diferencias. En otro lugar (Gramigna, 2004) hemos explicado cómo, de acuerdo con nuestra perspectiva y apoyados por un autorizado debate, la capacidad de relacionarse es constitutiva, no sólo de la educación, sino del sujeto en particular, del ambiente social, cultural y natural en el que habita y que, al mismo tiempo, lo habita. Una relacionalidad, por lo tanto, que anticipa y funda la identidad múltiple de cada uno de nosotros, y por consiguiente nuestra íntima y constitutiva diferenciación, la cual a su vez genera diferencias en cuanto cambia con la “danza”4 policromada de la armonía de relaciones interdependientes en la relación yo-mundo.

Además, un elemento central de la instrucción escolar tradicional, crucial en el pensamiento llamado abstracto y estrechamente interrelacionado con la escritura,5 es el análisis, o sea la capacidad de distinguir los segmentos constitutivos de un fenómeno o de un sistema, de aprehender, en suma, las diferencias. No hay análisis sino en el atento examen de las diferencias. Aquí, a propósito de análisis, concepto y abstracción, se nos plantea otro problema de no escasa importancia: la ambigüedad semántica del símbolo –de cada símbolo– que se dilata en su propia conceptuación y que anuncia su propia intrínseca pluralidad de significados, es decir, una vez más, la ontología diferencial que lo genera. Así, cada paradigma anuncia el riesgo de la confusión y de la indeterminación en la multiplicidad que lo compone, pero también contiene la semilla de la generatividad en la proliferación de significados que enriquecen su espectro semántico. Cada significado, en efecto, está conectado con los otros en una red que se amplía con el desenvolvimiento de la historia misma de los términos y de los conceptos.

De tal modo, esta doble valencia de la categoría –caos y generatividad– tiene fuertes implicaciones; sea sobre la praxis formativa; sea sobre sus teorizaciones; sea, en fin, sobre las implicaciones sobreentendidas, sobre las ideologías escondidas, sobre los movimientos inconscientes de nuestras acciones, sobre las emociones, sobre los prejuicios y sobre las necesidades. Hoy más que nunca, en la difusión de oportunidades de desarrollo y de riesgos sociales ligados al fenómeno de la globalización, los ejemplos de estas implicaciones se multiplican. Por un lado, todos, a más voces, gritan el valor de la diferencia en una sociedad que cada vez se connota más como multicultural y multiétnica. También gritan fuerte quienes hacen de la propia diferencia la bandera integralista de una presunta superioridad o pureza. Se valora la diferencia para acoger al otro, lo extranjero, lo diverso, lo extraño, pero también para homologarlo o para rechazarlo. Algunas veces lo rechazamos aun cuando consideremos que es conveniente para todos; a él en primera instancia, para insertarlo, integrarlo, alfabetizarlo, para desactivar el potencial herético de su diferencia. En ocasiones no somos plenamente conscientes de ello, por ejemplo, en el lenguaje cotidiano solemos hablar de lo diverso con una connotación negativa, con un sentido implícito de alarma, con un movimiento involuntario de alejamiento. Muy a menudo, más allá de nuestras intenciones, lo diverso es percibido como harto más peligroso que lo diferente, casi sin que nos demos cuenta. Lo diverso se asemeja a lo desviante que, a su vez, hace avizorar el riesgo del desorden social, del crimen, del terrorismo. En este caso, frecuentemente el diverso-desviante es también extranjero, quien todavía es aún preferible al ser extraño porque, a diferencia de este último, reclama en nuestra memoria el valor de la hospitalidad, del acoger, del dar. El extraño, en cambio, pertenece a otro ambiente o, si vive al lado, lo hace en una condición de marginalidad; en una cierta medida y en un cierto grado, trabaja más allá de ese margen significante que nuestra identidad cultural ha trazado. Puede ser o convertirse en un marginal; el deslizamiento de significado es imperceptible, pero produce consecuencias colosales, a menos que se recorra en sentido inverso el camino trazado y se aprehenda en su extrañeza la semilla generativa de nuestra identidad plural, y en esta afinidad o desafinidad, se encuentre la señal de un reconocimiento y el impulso del acoger. De hecho, el diversodesviante- extranjero-extraño se asemeja al herético y puede anunciar una ruptura epistemológica interesante, una evolución productiva, un progreso, un diálogo.

El múltiple más a menudo se asocia a una valoración positiva, sobre todo cuando aparece en el fondo, por ejemplo, ambiental, de una riqueza por tutelar: es el caso de la biodiversidad, o de la multiculturalidad que, en el imaginario colectivo, asumen un papel genérico de defensa contra la degradación ambiental y de homologación cultural. Y a pesar de todo, la homologación cultural aparece como un logro deseable cuando, por ejemplo, protestamos contra la esclavitud o la lapidación de una mujer culpable de haber concebido un hijo fuera del matrimonio.

Muchas veces predicamos el valor de la diferencia, todos involucrados en el esfuerzo de socializarla para restarle poder a la tensión subversiva, normalizando lo diverso y complaciéndonos de nuestra democrática y supuestamente generosa identidad cultural, sin detenernos en las implicaciones y las consecuencias éticas y educativas de lo que vamos afirmando, ni en las contradicciones que, obstinadas, se agitan en este conjunto de significados y, algunas veces, en nuestros propios comportamientos. El análisis de estas implicaciones es –debe ser– un objetivo formativo permanente no sólo para trazar las bases de un discurso de pedagogía de la marginalidad, y más en general de pedagogía social, sino, antes que nada, para recoger los puntos de referencia en el esfuerzo de orientación y de lectura de nuestro mundo y de sus felices o dramáticas diferencias. Se trata de un obra de continua concientización, de autoanálisis y de deconstrucción de la ideología formativa sujeta a los valores y a las prácticas del consumismo imperialista, que debemos proponer a nuestros interlocutores –si es verdad que somos profesionistas de la formación, en la escuela o en lo social– y, constantemente, a nosotros mismos.

A propósito de consumismo, hemos hablado de identidad cultural, pero también están la sociopolítica y la geoeconómica que nos remiten a una única instancia: la económica, así como la irreductible multiplicidad de las identidades individuales remite a una evolución de la especie humana. Tales observaciones son de no poco valor para las consecuencias que esta conciencia puede tener sobre la reflexión epistemológica del dispositivo pedagógico, sobre sus implicaciones éticas y sobre las opciones políticas que requiere.


CONNOTACIÓN EPISTÉMICA

La densidad formativa de este ambiguo conjunto semántico que llamamos diferencia nos induce a buscar su connotación epistémica. El requerimiento nos viene de Morin (1994, 1993, 2000, 2001 y 1989), de la propuesta de una historia pluridisciplinar de las contaminaciones, de los mestizajes, de las contingencias imprevistas que se encuentran en la base de su reflexión sobre la educación. La vida es creadora de diferencias, la reproducción acontece siempre de un modo diverso, la identidad individual es un proceso complejo. La teorización del estudioso pone el acento en el carácter procesual de las diferencias –biológicas, culturales, tecnológicas, sociales– en la convivencia, los entrecruzamientos, la negación, la supervivencia de causas, incidentes, imprevistos... que nos hacen recordar las que Margiotta (2002) define como las “funciones latentes” de la educación, que se refieren a la compleja, orgánica condición de incidental, de un lado, de la evolución humana y, del otro, de la formación. Las variantes que intervienen, con frecuencia imprevistas, son múltiples y fundamentan tanto la evolución de la especie humana, con su variedad cultural, cuanto la formación. Una vez más, el destino del hombre está totalmente en juego sobre el tema de la diferencia que marca su desenvolvimiento como especie y como individuo. Y deletrea su “ser en el mundo”.

En El ser y el tiempo, de 1927, Heidegger (véase 1976)6 nos muestra cómo la existencia humana, lejos de representar “una” realidad fija, consiste en un conjunto plural de posibilidades entre las cuales el hombre debe elegir. El sujeto es aprehendido en su ontológica posibilidad y proyectualidad porque la existencia está en la trascendencia de la realidad en vista de sus posibilidades. En este escoger y devenir ubicamos el sentido de la educación que, como hemos visto, dilata el espectro de sus posibilidades más allá del proyecto, en sus funciones latentes y en las imprevistas. El individuo heideggeriano “constituye” –es decir, proyecta– la realidad a partir de una pluralidad de significados, los cuales están en la base de su proyecto existencial; en efecto, la existencia misma es apertura hacia esta multiplicidad y por lo tanto no puede dejar de ser relacional. La relación “auténtica”, para el filósofo alemán, se realiza en el “tomar en consideración” al otro, o sea en el ayudarlo a realizar su propio ser, a encontrarse a sí mismo, o, por subrayar las implicaciones pedagógicas de estas reflexiones, a construir las orientaciones en el mundo de los recorridos de significación que le permitan construir-descubrir-exaltar los propios talentos. Efectivamente, la “trascendencia existencial” es, antes que nada, un acto de “comprensión” de la realidad. Este proceso de orientación en el mundo y de construcción de sí mismo, que nosotros llamamos educación, presupone el “cuidado” que, en la reflexión heideggeriana, responde a la estructura fundamental del “ser en el mundo” (Gramigna, 2004). Por lo demás, hemos tratado de explicar cómo, en nuestra reflexión, el “cuidado” se encuentra, desde un punto de vista epistemológico, en el corazón del proceso educativo, y cómo este cuidado puede fundar la pedagogía en la solidaridad.

La solidaridad se plantea aquí como un principio narrativo para una hermenéutica de fuerte densidad formativa que puede ayudarnos a individualizar-construir una orientación de valores que contraste con la confusión de la estación caótica y fragmentada que llamamos de lo posmoderno (véase Vattimo, 2003), y que muestra, con el ocaso de las grandes narrativas, del iluminismo, idealismo, marxismo, etc., la precariedad lógica de cada fundacionalismo, pero, al mismo tiempo, agita la pesadilla de los fundamentalismos, sean éstos de religión o de mercado. También aquí, la clave de lectura que la diferencia nos aporta, como perspectiva, parece ofrecer un camino para huir al desencuentro estéril entre las fracciones opuestas: aquellas que, de un lado y del otro, agitan la bandera del pensamiento único, de un solo modelo de desarrollo, de una verdad, de una realidad. Pensemos en el famoso ensayo La condición posmoderna (1979) de Jean-François Lyotard (Vattimo, 1997), que muta el término “posmoderno” inicialmente aplicado al arte indicando, con ello, el fin para el hombre contemporáneo de los “metarrelatos” que totalizaban una única visión del mundo. Es el tiempo, escribe el filósofo francés, de narraciones locales, breves, que demanden formas de consenso microsocial, ligadas a las contingencias, intolerantes de las “organizaciones totales”; narraciones que presupongan el diálogo y la concertación continua y, por lo tanto, la toma de conciencia de las responsabilidades individuales. No existe una cosmogonía que pueda explicar la sociedad compleja; existe una red de narraciones que se entrecruzan en diversos niveles de explicación, de construcción, de lectura.

Estas reflexiones nos ayudan a explorar la categoría de la diferencia en sus profundas implicaciones teóricas y, frente a las cuestiones de la más apremiante actualidad, a tomar conciencia de sus implicaciones ideológicas. Creemos que esto representa un ineludible objetivo educativo. Por lo demás, estamos convencidos de que la búsqueda pedagógica no puede evitar un trabajo continuo de esclarecimiento y deconstrucción, no sólo con el propósito de apoderarse profundamente de los instrumentos teóricos, sino sobre todo para iluminar las consecuencias, a menudo ocultas, que actúan sobre la praxis formativa. Así, una tarea imprescindible de todas las instituciones formativas parece ser la de filtrar y vincular las diferencias mediante la adopción de enfoques, puntos de vista, ámbitos disciplinares diversos, con el fin de elaborar mapas cognitivos amplios y flexibles (Margiotta, 1997) capaces de conectar la particular diferencia en el más amplio sistema de un significado, un fenómeno, una trayectoria, una interpretación. Es una perspectiva de carácter hermenéutico que puede ayudarnos –y ayudar a nuestros jóvenes– a “leernos” en nuestra identidad plural y, al mismo tiempo, puede hacer emerger nuevas ideas de comunidad y de participación social. Con este propósito, es importante que el sujeto se “descubra” como protagonista activo en un circuito de interdependencia amplio, en el cual construya su propio itinerario existencial y cultural. El tema epistémico de la diferencia encuentra aquí razones de aplicabilidad, tanto desde un punto de vista estratégico como de contenido.

En cuanto a la estrategia, pensamos en un saber multi y transdisciplinar y en mapas cognitivos abiertos a continuas recodificaciones para ámbitos complejos de indagación, problemáticos y mutables. Solamente este tipo de enfoque del conocimiento nos puede ayudar a particularizar las informaciones que de vez en vez resultan útiles para afrontar la complejidad. En cuanto a los contenidos, la hipótesis de una “antropología compleja” –conducida por Morin y retomada por Bocchi y Ceruti (2004)– que sepa colocar al individuo dentro de una historia evolutiva de la especie humana y de su saber a la luz del paradigma de la diferencia, nos parece que puede proporcionarnos mucho material de trabajo. La referencia es a un concepto de conocimiento como proceso de construcción en medio de retos de experiencias individuales y colectivas en continua evolución. La traducción en términos didácticos de esta epistemología resulta a cual más concreta:

Citamos, antes que nada: para los saberes históricos la necesidad de elaborar el cuadro de una historia europea que no anule, sino que más bien contextúe y valore la experiencia de la historia italiana; para los saberes literarios, la necesidad de delinear las ideas de fondo de un enfoque comparativo respecto a las literaturas europeas y mundiales, a modo de contextuar y valorar a su vez la experiencia de la literatura italiana; para los saberes científicos, una “integración de los especialismos para proveer una visión de conjunto de las mayores problemáticas ecológicas y así sucesivamente [...] Sin embargo, al lado de la integración de cada uno de los recorridos disciplinares es necesario, también y sobre todo, elaborar una articulación de los saberes respecto a la dimensión global que provea un cuadro de conjunto de los procesos que interesan al objeto planeta tierra” (Chiodi, 1974, pp. 49 y 50).

Se perfila una dimensión transversal del saber cuyas narraciones aprehendan las relaciones entre local y global, individuo y colectividad, economía y ecología, por medio de una red de disciplinas interconectadas, con el fin formativo de elaborar las normas que hagan sostenible la diversidad biológica, cultural, económica, para que la “otra” experiencia pueda ilustrar incluso nuestra singular y múltiple peculiaridad.

La connotación epistémica de la diferencia en educación se encuentra estrechamente relacionada con el origen etimológico del término.

Differre, del latín, como eficazmente nos ha ilustrado Derrida (1997 y 1971), implica un movimiento tanto en el tiempo –diferir– como en el espacio –diferenciar– y, por consecuencia, expresa ya desde la etimología su naturaleza polisémica. El autor subraya cómo esta connotación representa la causalidad constituyente generativa en las conceptuaciones, las cuales resultarían de procesos de escisión provocados precisamente en esta tensión que los origina. En efecto, diferencia es un concepto, pero también una cualidad de los fenómenos en lo que presupone y representa la posibilidad de la conceptuación.

El filósofo francés plantea aquí un análisis lingüístico; sin embargo, la reflexión sobre la diferencia nos parece muy interesante incluso con el propósito de una exploración de la epistemología pedagógica. Es evidente que los procesos formativos se devanan en movimientos de tiempo y de espacio, que por lo tanto generan diferencias en la proliferación de los saberes, de los métodos de conocimiento, en los contenidos. Pero lo que nos parece oportuno poner de relieve es la consecuencia sobre el plano educativo de esta tensión generativa de la diferencia entendida como cualidad de los fenómenos. El saber mismo, el sujeto, el mundo, son constitutivamente una danza iridiscente de relaciones interrelacionadas, por decirlo, una vez más, a la manera de Bateson. Y es en este juego danzante que se desliza el flujo formativo.

En un intento de síntesis extrema podemos afirmar que el sujeto está entretejido de diferencias que lo generan desde el momento de la fecundación y a lo largo de toda la vida. La generatividad, así como la formación, conduce a un movimiento interrelacionado entre una multiplicidad de elementos que se devana precisamente en el tiempo y en el espacio. Ésta produce y es producida tanto por el encuentro entre diferencias como por su proliferación. La educación no puede dejar de considerar esta imparable tensión que, por lo demás, la constituye y que nos invita, una vez más, a ampliar la mirada sobre una perspectiva ecológica o, para decirlo en la jerga estrictamente pedagógica, sistémica. El encuentro con las diferencias, el análisis, la concientización de las implicaciones epistémicas debe permanecer como un objetivo formativo y autoformativo constante porque nos permite construir las conexiones útiles para orientarnos en el mundo de la complejidad, pero también representa el instrumento, que jamás es retórico o instrumental, del recuerdo, intersección y encuentro de los ámbitos disciplinares en la escuela y en la investigación. Los saberes y procedimientos deben ser explorados a la luz de esta categoría con el fin de aprehender de lleno la significación profunda y, al lado de ésta, las implicaciones para la praxis educativa.


PRAXIS FORMATIVA Y HERMENÉUTICA

Las implicaciones de la praxis en esta exploración de la pedagogía mediante la categoría de la diferencia se refieren, obviamente, a los comportamientos, su concientización y su evolución. El comportamiento está ampliamente condicionado por la mirada, por su direccionalidad y por su conocimiento. Por mirada entendemos el modo de ver y/o ocultar la realidad; en ello subrayamos, en suma, el implícito y frecuentemente oscuro componente ideológico. Así, nuestra propuesta de una instrucción escolar intercultural presupone, por ejemplo, un modo de observar las culturas con una intencionalidad más estética que interesada en establecer en ellas la cuota de verdad. La estética, de hecho, no busca la universalidad en una cultura sino más bien los signos paradigmáticos de alto espesor simbólico, onírico, artístico, en sus manifestaciones. Por lo demás, en una sociedad pluriétnica, la mirada estética es la única que nos permite conciliar la paz social con la libertad:

La conciliación de paz y de libertad en el mundo posmoderno o moderno tardío puede realizarse sólo al precio del predominio de la estética sobre la verdad objetiva. Los estilos de vida y las diferentes éticas pueden convivir sin conflictos sanguinarios sólo si se consideran, precisamente, como estilos no recíprocamente excluyentes, sino compatibles con los estilos artísticos reunidos en una colección (Vattimo, 2003, p. 67).

Una mirada tal no excluye, valora las diferencias como signos irrepetibles y auténticos, es capaz de aprehender los significados en la diferencias respecto a la propia identidad cultural, ética, social. Se trata de una orientación de la observación que no parte del propio punto de vista tomado como exclusivo o como detentor del máximo significado, sino que puede cambiar de lugar el haz de luz de una direccionalidad determinada hacia la búsqueda de otros significados que la puedan enriquecer. Se trata de una orientación participada que esté en grado de ejercitar en el sujeto una autobservación constante, lúcida y apasionada, capaz de cambiar el propio punto de vista y de aprehender, al mismo tiempo que las sugerencias de la sensibilidad, los componentes afectivos y relacionales de las instancias culturales.

Educar la mirada en dirección multicultural e intercultural significa “trascender” el sentido de un camino centrado en sí mismo por un destino compartido, mediante el conocimiento de cómo y de cuánto la dirección pueda excluir o abrazar, aprehender los contenidos, y la posibilidad de producirlos o negarlos, afinar una tensión ética, afectiva y estética de hermandad universal. Nos parece que esto puede constituir un importante fundamento de una razón sensible y cálida. Se requiere una razón que sepa disolver el sentido de confusión que nos ha dejado, desde el fin del fundacionalismo, en la hermenéutica de las diversas corrientes de cultura que convergen en nuestra sociedad. Los encuentros de las diferencias, esos que preludian los espacios de diálogo, convivencia o desencuentro, tienen necesidad de narraciones, y es precisamente la escuela, junto con otras agencias formativas, junto con los movimientos y los centros sociales, quien debe construir los instrumentos, las ocasiones y las sugerencias de tales narraciones. Y la política puede hacer mejor su trabajo al leer y construir la historia de la posmodernidad sin tener que sucumbir a los imperativos del mercado, de un único modelo de mercado, porque su función es otra.

Estamos hablando de una hermenéutica deconstructiva que vence tanto el determinismo de las reconstrucciones a posteriori, como el nihilismo de la secularización, en una narración que interpreta al otro como parte de sí mismo, semilla fecunda de esa relacionalidad que “danza”7 en nosotros y en la relación con el mundo que habitamos y que nos habita. La relación es el hilo conductor epistemológico y ético de nuestra hermenéutica. Una formación capaz de aprehender la cultura occidental en su propia identidad plural y evolutiva, que conoce el valor educativo de la diversidad y el papel estratégico del diálogo para crear espacios de encuentro entre sujetos que, en vista de su trans-formación, se empeñan en dar un nombre al mundo (véase Freire, 1973).

Esta orientación de la mirada huye del modelo de integración tantas veces proyectado en la política escolar, que tiende a reducir las minorías a imágenes y similitudes del Estado, casi monolítico, que las acoge. Esta “integración” puede, temporalmente, apaciguar algunos problemas de desencuentro entre la diversidad pero no pone nunca en juego los presupuestos, las implicaciones ideológicas, la presunta centralidad de significado de una cultura y la presunta marginalidad no-significante de otra. No resuelve la cuestión de fondo. La integración es diálogo, dialéctica, confrontación, crecimiento, narración. Esto no significa tener que abandonar nuestra cultura cívica. Se trata, en vez de ello, de tomar conciencia de sus profundas implicaciones ideológicas, de la direccionalidad de las miradas, precisamente, y de los juicios de valor implícitos que pueden aplastar al otro, al diferente, al extranjero, en una suerte de peligrosa no-significación.

Italia, como cada país, ha formalizado mediante leyes, programas y currículos escolares, la manera de discutir las cuestiones, de afrontar los conflictos, de resolver los problemas de las minorías y frecuentemente de establecer su interés, junto con lo que es definido “común”. A la luz de esta cultura cívica, según este modo de ver, se enseñan la historia, la religión, las ciencias sociales, los saberes escolares en general, comprendidos el deporte y la educación física. Creemos que debemos plantearnos el problema del modo en que los estudiantes extranjeros responden a esta estructura ideológica de enseñanza, antes que nada siendo nosotros conscientes y después, lo dijimos, iniciando narraciones nuevas dentro de “una red elástica e interdependiente de identificaciones múltiples” (Bauman, 2003, p. 144) que perciba a la cultura como el resultado de diferencias que, lejos de ser absolutas, son relacionales y fecundas. Creemos, en fin, que debemos plantearnos el fin concreto de hacer que cada estudiante, cada joven italiano o extranjero, pueda encontrar fuertes elementos de identidad en el mundo y en el tiempo que habita. Este ineludible objetivo educativo es alcanzable sólo si la formación que vivimos nos lleva a interpretar nuestra identidad en la armonía de las diferentes pertenencias que la generan y en la conciencia íntima y profunda de pertenecer, antes que nada, a la gran familia de la humanidad. Se trata de una formación que es proyectualidad trans-formativa, que actúa sobre la conciencia individual y que puede cambiar a la sociedad.


DE LA DIFERENCIA AL MARGEN

Hemos visto que la noción espistémica de diferencia es en realidad una intersección de itinerarios de significaciones y, por lo tanto, queda en el centro de una constelación de conceptos. El de margen es, entre éstos, posiblemente el más cercano, como consecuencia, por así decirlo, lógica, en cuanto la diferencia inaugura confines entre los significados y por lo tanto crea los márgenes. Este trazo, como escribía Borghi, plantea las condiciones de la marginación: “la construcción de la relación entre in y out, entre dentro y fuera, representa históricamente y conceptualmente el motivo fundador de la idea de la marginación” (Borghi, 1997, p. X).

El pensamiento que niega la posibilidad ontológica y ética de la diferencia –el pensamiento fundamentalista–, como nos ha enseñado Heidegger, es violento, en cuanto se apoya en nociones totalizantes organizadas en sentido jerárquico. La negación ontológica de la diferencia se funda sobre la unicidad y sobre la estabilidad de la realidad, del sujeto y del saber. Pero paradójicamente, justo esta unidad definida y estable produce esa diferencia que teme como un mal radical. De hecho produce verdades absolutas, por lo tanto, contrariamente, hipotetiza y hace temer la existencia de errores absolutos, según una dialéctica de tipo conflictual más que concertacionista porque mira a la supresión del fenómeno particularizado como un mal radical. Puede decirse, por citar a Derrida, que la diferencia es antes que nada, un arqui-suceso, una estructura original a la cual la historia pertenece. Por consiguiente, la diferencia sería constitutiva del ser desde su origen y por lo tanto las diferenciaciones que definen la aventura humana tienen origen en la diferencia misma. De este modo, el filósofo francés quiere llevar a sus consecuencias extremas la crítica a la metafísica inaugurada por Nietzsche y continuada por Heidegger,8 pero ahora no es éste el asunto, sino la persistencia de esta categoría aun cuando las ideologías oficiales tiendan a negarle valor fundante y ético.

Si la realidad es esencialmente monolítica, sus diferencias son divergencias, por lo tanto fenómenos por cancelar o, en el mejor de los casos, por corregir y, de cualquier manera, por marginar. Cierto, la historia nos muestra cuáles son las visiones del mundo totalizantes que han forjado sociedades sólidamente divididas en grupos, clases, castas que configuraban –y configuran– diferencias económicas y de comportamiento. Sólo que esas diferencias representaban categorías sociales que habían perdido el poder de su carácter subversivo en cuanto funcionales para el mantenimiento de aquel orden simbólico, militar, político, económico, religioso, etc. La sociedad misma no era tomada como un tejido de diferencias, ni las diferencias estaban marcadas en su despliegue histórico y de época. Éstas, de hecho, podían subsistir dentro de ese conjunto organizado de símbolos que representaba y producía el significado, y que marcaba la organización social. Fuera de aquel confín, el significado –humano, cultural, ético– no podía –y no puede– tener lugar o, cuando mucho, es irregular, muy cercano al ser o al devenir desviante.

Si la diferencia individualiza y al mismo tiempo produce ulteriores diferenciaciones, la negación de su valor, por así decir ontológico, fundador de la realidad, del ambiente natural, de la sociedad, del hombre, como de sus profundas implicaciones éticas, lleva al ocultamiento de los fenómenos considerados divergentes y, más frecuentemente, también como consecuencia de tal ocultamiento, realiza su marginalización; muy seguido, los criminaliza. Estos procesos, en realidad, exaltan el valor opositor de lo diferente exacerbando la cuota de divergencia y, por lo tanto, paradójicamente, enfatizando precisamente la diferencia.

El juicio negativo sobre la diferencia pone de relieve el potencial de diversidad aprehendida no tanto en sus posibles pliegues dialógicos o dialécticos cuanto en los antiéticos. Tal ideología, que sólo aproximadamente y para simplificar hemos llamado integrista, se relaciona con la diferencia mediante una retórica del disentir, de la hostilidad, de la contraposición en cuanto niega, con el valor ontológico de la diferencia, lo que se refiere a la relacionalidad, y sustancialmente afirma la validez universal –o, como recientemente han dicho importantes personajes políticos, la superioridad– de un único modelo, sea éste de pensamiento, de religión o de mercado, poco importa. Por lo demás, se trata de una retórica cuyo método tiende más a la contraposición que a la concertación; su estructuración crítica, más a la jerarquía que a la paridad; su enfoque gneoseológico, más a modelos únicos que a mapas mentales capaces de recodificarse frente a la multiplicidad de las experiencias.

El juicio de valor negativo sobre la diferencia refuerza la incomunicación entre los fenómenos no sólo porque tiende a no aprehender su sistémica y orgánica relacionalidad, sino también porque produce entre éstos rígidas barreras. Establece márgenes y, consecuentemente, favorece los procesos de marginación, coherentes, por lo demás, con la retórica opositora de los diversos fundamentalismos. Si la diferencia dibuja los confines entre los significados y los fenómenos, o directamente los particulariza dentro de un único significado o fenómeno, el juicio de valor negativo sobre ella transforma los ámbitos circunscritos desde estos márgenes en zonas francas de no-significación o de error absoluto. Las zonas francas, se sabe, gozan de una jurisdicción diferente de la prevista, por ejemplo, entre los confines territoriales de los estados. Por lo tanto, permaneciendo siempre sobre un nivel de abstracción, podemos comprender cómo las reglas que gobiernan el paisaje de significaciones marginales son muy diversas de las otras, no sólo porque sus habitantes quizá rechazan esas normas, sino también porque a menudo son sancionadas a partir de un punto de vista central y, por consecuencia, son las normas mismas las que rechazan a los diversos, a los marginales, a los “periféricos”.

Los marginales –escribe Simonetta Ulivieri– son aquellos a los que no les es reconocida la plenitud de derechos, etimológicamente son definidos como los que no están en el texto, pero que están en los márgenes de la página; es más, constituyen, frente a la página principal, codificada, una página secundaria, desordenada, que sigue criterios diversos y divergentes (Ulivieri, 1997, p. 3).

En el fondo, los diversos colonialismos, mientras dicen volver a difundir “la civilización” –hoy en cambio se habla de “exportar la democracia”–, divulgando la filosofía jurídica del país dominante y, muy frecuentemente, sus propios intereses económicos, jamás han ampliado las mismas garantías de las que gozaban los citadinos que venían de esos países o que habitaban en ellos. Pero también en el interior de una nación, de una sociedad, de una comunidad, existen zonas francas, existen los márgenes más allá de los cuales son vigentes reglas diversas donde se querría imponer las mismas normas sociales mientras se niegan, a menudo, las mismas garantías. Es el caso de las “bindonvilles” en las ricas ciudades del Occidente industrializado, de los “cinturones de pobreza” de las metrópolis mexicanas, de las “comunas” colombianas, de las “favelas” brasileñas, de las periferias desoladas de Calcuta, de los barrios de barro de muchos países árabes, de la “ciudad de los muertos” del Cairo, etc. La sociedad civil trata de combatir el robo, droga, prostitución, esclavitud, explotación, busca vencer –o dice querer hacerlo– la perpetua violación de los derechos humanos que aquí dolorosamente se consuma bajo los ojos de todos. Sin embargo, no está aún en grado de garantizar servicios sociales, asistencia sanitaria, instrucción, un lugar sano en donde vivir, un trabajo regularmente retribuido, comida suficiente para no tener hambre, agua... Algunos de estos aspectos esenciales del vivir civilmente y, a veces, todos juntos, faltan. En estos rincones oscuros de nuestro mundo globalizado las grandes multinacionales occidentales reclutan mano de obra infantil a bajo costo para producir los objetos de deseo de los adolescentes de todo el mundo –zapatos y ropa deportiva de marca, balones de futbol, juguetitos para regalar a los ignorantes niños que consumen sus aburridas comidas en los fast food–, para trabajar el tabaco, para excavar en las minas, etc. En Occidente, donde rige la democracia, en tanto que la gente puede ir a votar, las leyes prohíben el empleo de niños trabajadores, la utilización de sustancias tóxicas, el trabajo que no esté garantizado por reglas sindicales etc., pero permiten la comercialización de esos productos sin ningún impedimento jurídico y garantizando ganancias altísimas a las empresas que los producen. Se trata evidentemente sólo de algunos ejemplos de zonas francas en situación de marginalidad; el elenco, desafortunadamente, es mucho más amplio y, con el incremento del proceso de globalización de los mercados, en continua extensión: según los cálculos, que surgieron del Cuarto Foro Mundial de Mumbay (ex Bombay) realizado el 20 de enero del 2004, son por lo menos 300 millones los menores de edad en todo el mundo forzados a trabajar a menudo durante 10 y 12 horas al día (véase Forbice, 2004, p. 13). Con base en datos de la ILO (International Labour Organization), 73 millones de niños constreñidos a trabajar tienen menos de 10 años; cada año, a causa de accidentes, mueren 22 000, la mayor parte carece de cualquier protección legal o seguro. En Italia, en el 2003 los niños que evadían la obligatoriedad escolar para trabajar eran 144 000; en el 2004 habrían aumentado a 400 000, de los cuales solamente 50 000 son inmigrantes (véase Forbice, 2004, pp. 22-25). La globalización expresa tendencias marginalizantes: en los últimos años las zonas de pobreza en el mundo han aumentado al igual que la distancia entre países ricos y países pobres, pero también dentro de cada nación la brecha se abre.

La cuestión de los márgenes plantea problemas pedagógicos de no poca importancia, no sólo desde el punto de vista práctico, como fácilmente se puede inferir, sino también desde una perspectiva teórica y epistemológica. En efecto, si por motivos de temor, de escasa identidad, de incertidumbre cultural, o de sólida convicción ideológica, etc., tendemos a abrigar la idea integralista, la que nos hace considerar preferible, por ejemplo, un mundo donde se ejerce un único modelo de gobierno llamado inapropiadamente democracia y regido por un único sistema económico llamado neoliberal, entonces las diversidades respecto a este mundo feliz se vuelven no sólo molestas, sino, además, peligrosas; en una palabra: subversivas y aun “antidemocráticas”.

Como consecuencias macroscópicas en el plano formativo se exporta al mundo este modelo de civilización que educa a los ciudadanos “democráticos” en el consumo, pero también se instruye en este sentido a los inmigrantes y a sus hijos, las minorías culturales, los marginados sociales, los nómadas en tránsito, los desaventajados y los diversos de todos los tipos, etc., en las agencias formativas y mediante las leyes que el Estado establece. Naturalmente, la ecuación regiría también si hubiéramos tomado como ejemplo de un mundo único deseado a cualquier otro integrismo de tipo islámico, cuáquero, mormón, católico, sionista, o incluso estalinista, nacionalsocialista, maoísta, fascista, etc. Hemos optado por el neoliberal porque es el que tenemos ante los ojos y porque se presenta, como todos los integrismos, como un dato de hecho de la realidad y no como una de sus opciones o claves de lectura. En fin, porque se nos muestra aún muy lejano de una democracia cuyos ciudadanos sean verdaderamente libres de escoger, y donde los derechos humanos sean una garantía para todos. El punto de vista neoliberal se presenta a nuestros ojos como el centro significante que traza los márgenes. Se trata, evidentemente, de un centro ideológico, como siempre son los centros (véase Trisciuzzi, 1997).

En cuanto a la exportación de nuestro modelo de civilización y, por lo tanto, de formación en territorios de los que carecen de él – sea que éstos estén dentro de nuestra sociedad o lejanos–, es evidente que tal “exportación” puede verificarse sólo a partir de un no reconocimiento del valor de esa civilización y de la formación que ahí se vive. Se trata de la que hemos llamado no-significación, un comportamiento que, en esos territorios, niega sustancialmente la presencia de significado y la posibilidad de elaborarlo. Por significado entendemos cultura, afectos, saber, belleza, ethos... Así, en perfecta buena fe, impartimos las reglas del vivir civil, como si esos sujetos fueran una tabula rasa dónde dibujar, en el menor tiempo posible, la fisonomía cierta del hombre y de la mujer considerados civiles. Y sin embargo, los espacios de la marginalidad pueden producir indudables ventajas, por ejemplo económicas, precisamente a esa sociedad civil que afirma quererlos integrar, reeducar, democratizar. En este caso, los marginales son doblemente útiles tanto a los fines ideológicos en la retórica política y educativa cuanto a los fines económicos. En este caso es presumible usar tiempos muy largos en la planeación de los niveles de desarrollo, integración y formación.


MÁS ALLÁ DE LOS MÁRGENES

Las opciones didácticas que siguen estos presupuestos ideológicos nacen de no considerar como tal la formación que hasta ese momento el sujeto ha vivido en su tejido cultural, sea éste el camino tortuoso en las periferias del tercer mundo, o el camino desviado del Occidente o el de cualquier salón de la buena sociedad. Todo lo que no se inscriba en la educación considerada “buena” por el contexto civil no sería considerado educativo.9 Y por lo tanto se parte nuevamente de cero. O, cuando mucho, se trata de cancelar los signos de contaminación. Naturalmente, cualquier sujeto ha vivido, desde el nacimiento, una experiencia formativa: ha adquirido competencias, orientaciones, habilidades, ha forjado sueños, fantasías, proyectos, ha deseado, amado, sufrido... También las competencias, precisamente las consideradas negativas o degradantes, son competencias. Es más: las experiencias –y las habilidades– han sentado las bases de procesos identidarios que difícilmente el sujeto está dispuesto a desconocer. Creemos que la percepción por parte del interlocutor –en la relación educativa, pero también en la política, económica– de la propia no-significación constituye una causa importante en la falla de muchos proyectos reeducativos (véase Bertolini y Caronia, 1993). Esa causa tiene raíces ideológicas en la visión del mundo; epistemológicas, en la concepción de la formación y del conocimiento; didácticas, en el descuido de las habilidades, los lenguajes y las inteligencias, que también actúan en las experiencias consideradas negativas.

Hemos ilustrado en otras ocasiones (véase Gramigna y Righetti, 2001) cómo importantes fermentos culturales, incluso en géneros artísticos o musicales propiamente dichos, han florecido más allá de los márgenes que circunscriben los territorios de la no-significación. Entre otras cosas, el desencuentro con la sociedad civil ha generado reflexiones que hoy están en la base de nuestra identidad cultural; a menudo los pensadores más innovadores han estado en los márgenes de la tradición científica y cultural en la que vivían, o bien abiertamente en contraste con ella. Pensemos en Marx y Freud, por citar sólo algunos casos macroscópicos, o en Freire, Basaglia, Pasolini, De André, por recordar algunos grandes intérpretes de la diferencia más cercanos a nosotros.

Quizá las potencialidades generadoras se exaltan justo donde es posible el entrecruzamiento de diferentes líneas de pensamiento, comprendidas las que se consideran marginales, subculturales o contraculturales. A lo mejor podemos comenzar a pensar el margen como un gran laboratorio de ideas, alternativas, enfoques, como ocasión de encuentro entre corrientes de significado, como ambiente de germinación de los procesos culturales:

La diversidad cultural –escribe Marglin– puede ser la llave de la sobrevivencia de la especie humana. De la misma manera en que los biólogos defienden especies exóticas, como los caracoles de mar, por conservar la variedad del pool genético [...] nosotros deberíamos defender las culturas exóticas con el fin de conservar la variedad de las formas de comprensión, creación y expresión que la especie humana ha logrado generar (Marglin, 1990, pp. 15-17).

La biodiversidad, hoy más que nunca amenazada por las exigencias del mercado globalizado, no es sólo el presupuesto para la tutela del ambiente sino también para la convivencia cultural y social. Así, las intolerables condiciones de vida de buena parte de la población mundial, la negación de las tradiciones culturales de las minorías, la expropiación de los bosques, de tierras y de agua por parte de los gobiernos a favor de las empresas y en daño de las poblaciones indígenas, producen salidas catastróficas tanto desde el punto de vista ambiental como del cultural y político.

Nuestra propuesta es habitar pedagógicamente los espacios que se entrecruzan entre las diferencias, es decir crear diálogos para poder encontrar al que desea cambiar las cosas, para mirar el margen como una ocasión y no solamente como un riesgo. Habitar pedagógicamente significa, para nosotros, aprehender las implicaciones formativas –las raíces, los imprevistos, las consecuencias– en todos los espacios del mundo, para volver al mundo menos violento y para trazar de nuevo líneas de significación existencial en todos los recorridos humanos. Líneas sobre las cuales la reflexión científica está llamada a comprometerse siempre. Una educación para la paz empieza aquí. Inicia desde el margen; del conocimiento, de su semántica profunda. Es ahí donde nace la formación. La pedagogía de la marginalidad no puede agotarse en la reflexión teórico-práctica sobre los sujetos marginados con el fin de una reeducación que preludiaría su integración. Esto es aún muy poco. Es una mirada colonialista y violenta incluso cuando es generada con las mejores intenciones. La pedagogía de la marginalidad es una reflexión que se expresa en trescientos sesenta grados porque se refiere a todos, también quienes no están, o no se sienten amenazados por el margen. Las motivaciones supeditadas a esta afirmación no son sólo de orden epistémico y estratégico, en cuanto derivadas de una visión sistemática de la formación y de los fenómenos en general; son también de carácter ético, de opciones de campo y, aun antes, de conocimiento pleno de la semántica profunda de las categorías que utilizamos, y de los márgenes que en virtud de éstas trazamos.

La mirada puede herir, excluir, cuidar, acoger: “es nuestra mirada la que encierra a menudo a los otros en su más estrecha pertenencia, y es también nuestra mirada la que puede liberarlos” (Maalouf, 1999). Los discursos construyen muros entre las personas, o también puentes. Perpetúan prejuicios o liberan el pensamiento. Nuestra identidad se construye durante toda la existencia y se trans-forma mientras se enriquece de encuentros, pertenencias, diferencias: el sujeto es relación y plural. Tomar conciencia de ello nos ayuda a reconocer al otro, al diferente, al marginal como parte, por pequeña que sea, de nuestra propia identidad, al adquirir la conciencia de nuestras muchas pertenencias. Necesidades y sueños se expresan y afrontan en formas diversas dependiendo de la época, circunstancia, lugares, edad de la vida y también nos hermanan en la pertenencia común al género humano: la educación debe ayudar a docentes, educadores, jóvenes y adultos a saber imaginarse en el lugar del otro, a desarrollar esa imaginación empática que orienta al sujeto a interpretar, con la cultura del otro y su especifidad, el mundo.

Es esto un objetivo de gran interés educativo porque este conocimiento está en el corazón de las capacidades relacionales que cada formador, educador y docente debería poseer como requisito fundamental. Tales capacidades implican la cualidad empática y racional de relacionarse con el otro a partir del otro que está en nosotros, mediante una obra constante de clarificación de las emociones, de las motivaciones, de los temores que recorren en las relaciones, in primis, en las formativas. Pero este proceso de diafanización no puede prescindir de una concertación sobre los propios puntos de vista ni de una exploración de los conceptos que pueblan tanto el lenguaje cotidiano como el vocabulario científico.

Un objetivo preliminar es, entonces, el de educar para reconocer las diferencias en la propia identidad con el fin de comprender cómo las mismas diferencias, en otros contenidos y también con nuestra contribución, pueden generar procesos de marginalización debido a un deslizamiento de los significados que sólo la búsqueda de paradigmas puede gobernar. Creemos que este proceso de concientización anticipa cada ineliminable intervención de mediación cultural en los procesos de integración, sea ésta propiamente escolar o más ampliamente social. La obra de mediación puede intervenir también durante esos dolorosos procesos de marginalización que se desarrollan entre los grupos de pares, en las clases escolares que generalmente son comprendidas en el fenómeno de la bulimia, si se trata de menores, o del acoso sexual, cuando los protagonistas con adultos. También en estas dolorosas circunstancias, la mediación del conflicto implica, como en la cultural, la capacidad de encontrar un punto de encuentro y actúa sobre la posibilidad de una comunicación empática entre los sujetos involucrados (Gramigna, 2003). Se precisa un plano de familiaridad entre las diferencias que construya puentes en los confines y las barreras y que ayude a la sociedad civil a habitar los márgenes. Con este propósito la conexión entre posiciones, proposiciones y puntos de vista debería seguir la toma de conciencia de las implicaciones conceptuales. Mediar la diversidad para matizar el malestar de la marginación implica, sobre todo, educativamente, saber construir conexiones, superar el conflicto en el diálogo, construir relaciones, elaborar los símbolos y los conceptos para entretejer una comunicación. Y esto es una tarea formativa. Escuela, instituciones educativas, centros sociales, movimientos, ONG, tienen esta función pedagógicosocial de ayudar a los sujetos a reapropiarse de las relaciones más allá de las barreras y de la normatividad social.

La propuesta es la de afinar en docentes, formadores, operadores sociales –y en sus interlocutores– los presupuestos que están en la base de las técnicas de mediación y de concertación en los grupos educativos, en las clases, en los centros de ayuda, en los asilos, en la calle... Consideramos que las potencialidades operativas deben partir de un análisis constante de los paradigmas conceptuales. Con este propósito puede ser útil proponer a los sujetos que viven en situaciones de marginalidad condiciones propicias a la reflexión a partir de recorridos representativos de ámbitos y personajes que ayuden a articular y a confrontar sistemas de significados diversos. Representan algunos ejemplos emblemáticos los materiales de laboratorio propuestos por Marco Righetti. La literatura, en fin, nos ofrece diversas pistas para una lectura irónica de nuestra especifidad cultural, casi como si un observador extraño nos mirase de manera que los diversos, los extraños, los marginales, fuéramos nosotros. Pensemos en las Cartas persas de Montesquieu, de 1721; en los famosísimos Viajes de Gulliver de Jonathan Swift, de 1726; en la observación sobre la “locura del hombre occidental” expresada por el jefe polinesio Tuiavii di Tiavea en el agradabilísimo relato El papalagos, de 1920.

Otra experiencia interesante en relación con estos propósitos es la autobiografía reflexiva, porque conecta elementos contingentes y personales con el contexto social:

Para narrar la propia vida son necesarias muchas operaciones cognitivas diversas, como colocarse en el espacio y en el tiempo, buscar reconstruirse nexos, causas y motivaciones, recomponer fragmentos y detalles, excavar en la memoria, confrontarse con un proyecto, dar sentido a los sucesos mediante su propia socialización, para atribuir un significado a la totalidad de la narración y presentarla al mundo como documento con el cual acreditar la propia identidad (Ceccatelli, 2003, p. 13).


DESVENTAJA SOCIAL Y OPORTUNIDAD FORMATIVA

Así, si continuamos observando el margen desde el centro y no intentamos nunca mover la dirección de nuestra mirada, podemos ser inducidos a considerar que la marginalidad es necesaria para mantener un determinado orden social y, por lo tanto, debe ser gobernada-ghetizada-controlada con el fin de contener las tensiones subversivas, pero también de conservar el orden social que, en algún modo, la utiliza. Es el caso, antes citado, de las multinacionales que explotan la mano de obra infantil, pero existen ejemplos aún más alarmantes de violación del derecho humanitario perpetrado por obra de centros de poder pertenecientes a las naciones industrializados que dañan a los países más pobres (Gramigna y Righetti, 2004). Y sin embargo, existe una mirada inconscientemente ideológica de quien, con buena fe, cree que el centro es la realidad y que por lo tanto la marginalidad, con toda su carga de malestares, puede ser removida. Pero, en este deseo de borrar el dolor que se vive en los márgenes de la sociedad civil, se esconde, una vez más, una orientación colonialista que priva de valor al que vive más allá de esos márgenes, como si ahí no existieran, junto al sufrimiento, a la desventaja, a la desviación, saberes, emociones, significados que pueden anticipar una vida diferente y un mundo mejor. Los éxitos de tal orientación en el plano formativo son inevitables porque esta mirada genera proyectos, itinerarios, currículos, prácticas educativas que no toman en cuenta esos saberes, emociones, significados. Se define así la no-significación de aquellos a los cuales nos dirigimos y se niega, con su identidad, el derecho a la autodeterminación. Desde un punto de vista metodológico, en fin, se construyen los monólogos, los diálogos fingidos donde se habla solamente la lengua y la cultura del más fuerte, del que viene del centro, porque éste, simplemente, no conoce la lengua y la cultura que está al margen. Creo que los investigadores, los docentes, los formadores, los operadores que trabajan en la calle; todos los que, con diversas funciones, se ocupan de las emergencias formativas de la más apremiante actualidad, no pueden permitirse esta ignorancia. Entrelazar diálogos, buscar espacios de familiaridad, empatía, intercambio, implica el conocimiento de las formalizaciones, de los alfabetos, de las metáforas que nacen en los márgenes de nuestra sociedad (Gramigna (coord.), 2003). Y el deseo de elaborar, también por medio de éstos, nuevos escenarios de sentido del mundo. La formación que proyectamos para los marginales está destinada a fracasar si mientras tanto no nos trans-forma también a nosotros mismos.

Son muchas las formas, los matices y los niveles de marginación y/o soledad que el sujeto puede alguna vez, a veces de modo transitorio, llegar a vivir (véase Izzo et al., 2003), y es evidente que cada situación, contexto, contingencia requiere una intervención educativa y autoeducativa específica. Sin embargo, pensamos que, en la base de tal ineludible especifidad, debe estar este trabajo preliminar de conocimiento del otro y de concientización de sí mismo. El problema es, evidentemente, filosófico además de pedagógico. La exploración de las categorías, el estudio de su evolución y del pensamiento que las atraviesa son, de hecho, objetivos propiamente filosóficos, pero en las finalidades formativas asumen una connotación de evidente carácter pedagógico. Sin embargo, esta perspectiva interdisciplinar también tiene necesidad de una reflexión ética y de una relativa concientización que sea capaz, mediante tal reflexión, de definir al sujeto en su relación con el ambiente social, natural y cultural que habita y que lo habita. Es preciso dar un sentido al nexo social y huir de las quimeras de aquel narcisismo individualista sobre el cual se funda la molicie del consumismo.

El problema del margen, en fin, nos impone dramáticamente la toma de conciencia de los giros sociales y formativos de las llamadas éticas aplicadas: bioética, ética ambiental, ética de los negocios, ética de los medios masivos de comunicación... Porque las grandes cuestiones que atraviesan el debate científico y político de la posmodernidad –manipulaciones genéticas, degradación ambiental, económica, cultural– a menudo tienen ahí sus efectos macroscópicos. No es casual, en efecto, que un gran número de clínicas y centros médicos especializados en el trasplante de órganos se encuentren precisamente en los límites de las zonas más degradantes y marginales de las grandes ciudades de América Latina. Porque ahí (véase Forbice, 2004, pp. 167 y 168), en las favelas, viven niños en un estado de total libertad, de modo que no aparecen en ningún registro de la población. Es en los cinturones de pobreza que circundan a las grandes metrópolis del tercer mundo y, a menudo también de los países desarrollados de Occidente, en donde son enroladas bandas de muchachos killers, o narcotraficantes, que son reclutados de los países más pobres con la violencia los baby soldados, que niñas/ niños y jóvenes son esclavizados por la prostitución; según los datos de UNICEF, son cerca de seis millones los menores explotados sexualmente (véase Forbice, 2004, p. 134). Los fenómenos migratorios han acentuado el fenómeno, han trazado los márgenes incluso donde en un tiempo no lejano reinaba una reconfortante normalidad y han desencadenado conflictos no sólo en razón de un aumento exponencial de la delincuencia, sino también por la modificación del carácter, de las costumbres, de los lenguajes, de las relaciones intersubjetivas. Han fortalecido el temor a la diferencia (Pinter, 2003, pp. 31-33). Han evocado la amenaza del regreso de antiguas enfermedades que los países industrializados, gracias a las vacunaciones, han desterrado; tal es el miedo a una contaminación cultural, religiosa, del comportamiento.

Desde el margen clama la necesidad de conferir a los problemas, a las cosas, a los procesos, un fundamento de inteligibilidad que nazca de una reflexión sobre los principios, sobre las reglas de comportamiento que guían la moral del individuo, de la política, de la economía. Clama la urgencia de una deconstrucción de la información de los medios de comunicación, de la retórica de gobierno de la cosa pública, de la moral de mercado. Es importante desarticular sus estructuras, desmontar los principios, llegar a las consecuencias últimas de los mensajes implícitos, de las implicaciones sobreentendidas, de las comunicaciones ausentes o desviadas. Es precisamente a partir del margen que se vuelve más evidente la cuestión de la ética, en un tiempo que, mientras oculta sus horrores en el deslumbrante e ilusorio mundo de los hipermercados, desintegra el vínculo social con el triunfo del individualismo. Como nos sugieren Apel y Habermas, es necesario fundar una macroética que signe el sentido de un vivir social, y educar en una ética de la responsabilidad que oriente al sujeto (véanse Habermas, 1986 y 1989; Apel, 1992, y Jonas, 1993). Se requiere una ética que nos ayude a comprender el sentido profundo del margen, sus raíces económicas, sus ropajes ideológicos, sus itinerarios educativos.

 

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- (1997), Tecnica ed esistenza. Una mappa filosofica del Novecento, Turín, Paravia.         [ Links ]

- (1980), Le avventura della differenza, Milán, Garzanti.         [ Links ]

VIGOTSKIJ, L.S. (1954), Pensiero e linguaggio, Florencia, Giunti e Barbera.        [ Links ]

 

* Traducción: Aldo Mier Aguirre; revisión conceptual: María Esther Aguirre Lora, investigadora del CESU-UNAM.

** Doctora en Educación. Es profesora de pedagogía social y pedagogía de la marginalidad en la Facoltà di Lettere e Filosofia de la Università di Ferrara, Italia. Entre sus más recientes publicaciones están Manuale di pedagogia sociale, Roma, Armando, 2003, y en coautoría con M. Righetti, Diritti umani. Percorsi formativi nella scuola e nel sociale, Pisa, ETS, 2004. Correo electrónico: anita.gramigna@unife.it

1. El autor se refiere a las diferencias coexistentes en una cultura.

2. Por necesidad de síntesis aquí citamos sólo algunos momentos paradigmáticos del debate contemporáneo sobre la diferencia en el ámbito de las llamadas ciencias humanas; para una revisión más amplia, véase “Itinerari bibliografici” al final de Derrida, 1997, así como Derrida, 1971; G. Vattimo, 2001; Ambrosini y Salati, 1997; Cambi, 1997, 1987, 2001; Salmeri, 2003.

3. Profundizamos estas reflexiones en Gramigna, 1998, y en Gramigna y Righetti, 2001.

4. Nos referimos a una conocida expresión de G. Bateson, en Bateson, 1984, p. 27.

5. Respecto al nacimiento del pensamiento abstracto en el encuentro con el alfabeto fenicio y la consolidación de la escritura en el mundo antiguo, véase B. Lorè, 1999; respecto a la relación pensamiento-lenguaje, véase L.S. Vigotskij, 1954. Profundizamos esta reflexión en Gramigna y Righetti, 2002.

6. Para contextuar la problemática véase P. Chiodi (ed.), 1974.

7. Me refiero, una vez más, a Bateson.

8. Para profundizar en estas temáticas, véase Vattimo, 1980.

9. Profundizamos esta reflexión en Gramigna, 1998 y en Gramigna y Riguetti, 2001.

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