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Perfiles educativos
versión impresa ISSN 0185-2698
Perfiles educativos vol.29 no.118 Ciudad de México ene. 2007
Editorial
Cuando en un futuro los historiadores de la educación caractericen el periodo que hoy estamos viviendo en el campo de la educación, seguramente considerarán que el eje que articuló los llamados programas de calidad de la educación fue la evaluación, en todas sus formas y manifestaciones. Las evaluaciones son la manera en que el sistema educativo, las autoridades educativas y los especialistas asumieron no sólo con el fin de señalar las deficiencias de la educación, sino con el de ocultar la falta de una perspectiva pedagógica para mejorar el proceso de enseñanza y aprendizaje de los estudiantes en todos los niveles. La evaluación es utilizada por ellos como una evasión del estudio sistemático de los grandes problemas de la educación, e implica una escuela socialmente en entredicho, un currículo (de primaria, secundaria, bachillerato y licenciatura) pensado para niños y jóvenes de principios del siglo XX, pero no para quienes viven la era de la información, y quienes, como es la realidad de los países latinoamericanos, viven en condiciones de pobreza y pobreza extrema. Como lo documentó la prensa, el alumno que utilizó pegamento para quedarse adherido a su cama con tal de no volver a la escuela a inicios de este año es quizá la mejor expresión de este fracaso institucional, social y educativo.
Pero es necesario tener presente que el tema de la evaluación de los aprendizajes surgió posteriormente a que en el siglo XIX apareciera la calificación, en la conformación de los estados nacionales y sus sistemas educativos. La evaluación del aprendizaje, tal como lo ha mostrado la investigación educativa, es el resultado de la necesidad que tuvieron las sociedades industrializadas de generalizar un control en el sistema escolar. El vocablo aparece a mediados de la década de los años cuarenta del siglo XX, y las primeras instituciones que aplican exámenes a gran escala y alcance internacional lo hacen en los años cincuenta de ese siglo. No se trata de un tema pedagógico de origen, sino de una problemática ligada a la burocratización de la enseñanza.
La evaluación tiene hoy en el sistema educativo un lugar técnico, de control y certificación de logros, de selección y distribución de sujetos. Se significa como espacio donde se obtienen conocimientos "objetivos" sobre los saberes del estudiante, las capacidades de los maestros y la "calidad" de los programas y las instituciones.
Sin embargo, con esta centralidad de la evaluación se invierte el problema conceptual en el debate educativo y se trastoca por un problema técnico. Y, entonces, se pervierte la acción en el aula: los maestros preparan alumnos para resolver eficientemente exámenes y los estudiantes se interesan por "pasar el examen". Las relaciones pedagógicas no se fincan más en el deseo y en el placer de saber; se asiste a la escuela para acreditar. Se va quedando atrás la relevancia del debate conceptual, de la génesis de preguntas originales, de estudiar las deficiencias y aportes de los métodos de enseñanza, la selección de contenidos, la adquisición de fuentes para el estudio, los hábitos de trabajo intelectual de los estudiantes, el carácter intelectual del trabajo académico.
La evaluación debe ser vista desde otras perspectivas. La dimensión formativa de ésta debe ser repensada como función básica para poner en marcha procesos de reflexión personal, toma de decisiones, elaboración de intenciones y de proyectos, en situaciones donde el encuentro con los otros (estudiantes y maestros) resulta definitorio.
Conocer y promover los procesos de conocimiento en cada sujeto es un problema de orden psicopedagógico y un aspecto nodal de la evaluación. Ésta, ligada al aprendizaje, se vincula con los fines educativos, y desde ahí cuestiona su limitación como mecanismo de control y selección (medición-certificación/acreditación); esos fines pueden ser el desarrollo de capacidades para el manejo de información, lograr independencia de criterios, construir juicios y conceptos, expresar ideas, solucionar problemas y cuestionar preceptos.
Presionados por la lógica que hoy articula evaluación con financiamiento, los sujetos educativos y las instituciones de enseñanza se ven inmersos en una espiral vertiginosa de cambios, innovaciones y evaluaciones, que no están sustentados en el análisis conceptual riguroso de sus implicaciones, alcances y límites.
En su Didáctica magna (1657) Comenio liga el examen al método; cuando el alumno no aprende, ello sugiere al maestro que revise su método, su instrumento central de trabajo para apoyar el proceso de aprendizaje; tal es su tarea.
El examen aparece hasta el siglo XIX y en el siglo XX se lo usa para promover y calificar el desempeño estudiantil, y no como un aspecto del método ligado al aprendizaje. La acreditación pervierte la relación pedagógica cuando centra en su obtención el esfuerzo de maestros y alumnos.
Esta "inversión metodológica" y su reduccionismo técnico -teorías de la medición de la psicología experimental- han ido conformando una pedagogía del examen que, siguiendo a Ángel Díaz Barriga (1994), se articula en función de la acreditación y descuida la formación y el aprendizaje, uniforma lo singular en la lógica del proyecto eficientista y de control de la modernidad.
Es en este punto que consideramos el tema del cambio incesante y el quehacer del docente. Esta búsqueda continua de innovación sin reflexión conceptual, asumiendo modas (aprendizaje por competencias, basado en problemas, significativo, relevante, flexible), puede estar llevando a aplicaciones técnicas sin el suficiente fundamento conceptual. Tal carencia de vinculación teoría-técnica dificulta en algunos casos la generación de adaptaciones a contextos particulares y condiciones específicas en que se desarrollan los procesos de enseñanza y aprendizaje; en otros, lleva a incoherencias, a implementar innovaciones con ligereza, pero sin lograr transformaciones consistentes, de mediano y largo plazo, en la enseñanza.
La docencia no se ha constituido en México como una tarea con identidad sólida, en el sentido de las exigencias derivadas de una condición profesional, como la responsabilidad frente al aprendizaje de los estudiantes, la defensa para la elección del método (Comenio) o el sistema de enseñanza en función de los temas objeto de aprendizaje y de las peculiaridades de cada grupo escolar, para favorecer condiciones para el aprendizaje. El quehacer docente se vive más como un empleo, en una línea de producción, sin una imagen integrada.
Y eso, entre otros factores, se debe a un problema de carencia formativa de los maestros -tanto en su formación inicial como en su ejercicio- que vincule teoría-técnica; se ha privilegiado una capacitación técnica y aplicativa, que no se funda en los desarrollos conceptuales de origen, lo que imposibilita que los maestros cuenten con conceptos y orientaciones para informar decisiones de enseñanza, de adaptaciones a su contexto escolar y estudiantil.
Los profesores requieren de las herramientas y el contexto que los estimule a asumir los riesgos que implican los cambios en sus modos de trabajo, no solo para fundar y actualizar el conocimiento pedagógico, sino para desarrollar su autonomía profesional y su capacidad para plantear problemas, discutir soluciones, tomar decisiones, en fin, para hacer de la docencia una actividad intelectual.
Necesitamos una formación con mayor rigor científico, que aporte herramientas teóricas y metodológicas para conocer e intervenir los problemas reflexiva y críticamente, que permita mirar los fenómenos educativos y pensarlos de manera problematizadora, interrogativa, para desde ahí guiar el trabajo educativo. Es menester una formación que provea mediaciones explicativas, con responsabilidad social e histórica, que oriente con solidez el cambio y la innovación en el terreno educativo.
Lourdes M. Chehaibar Náder
Enero de 2008
REFERENCIA
Díaz Barriga, Ángel (1994), "Una polémica en relación al examen", Revista Iberoamericana de Educación , OEI, pp. 161-181