Introducción
No hay duda de la centralidad de la práctica en el estudio de la educación; de hecho, es difícil pensar que éste pueda prescindir del abordaje de la práctica educativa, ya que se trata de un proceso social que adquiere su sentido en el despliegue cotidiano de un conjunto de acciones y actividades dirigidas a preservar y transformar la tradición, la cultura, la vida social.
Aunque a la luz de los desarrollos de la filosofía de la ciencia se ha transformado profundamente el sentido de lo que es la práctica, y de la forma de comprender las relaciones entre teoría y práctica, no siempre es del todo claro si (y cómo) estos cambios conceptuales en el terreno filosófico se ven reflejados y transforman los modos de analizar la teoría educativa y su papel en el campo educativo y de la Pedagogía.
En el presente escrito se pretende argumentar en torno a la relevancia de la “práctica”, a partir de ubicar algunas de las transformaciones en la noción de práctica educativa derivadas de la reflexión filosófica de la educación. Y esto se hará en dos sentidos entramados entre sí: como una forma de abordaje o enfoque analítico -como lente-, y como unidad de análisis ontológico, epistemológico y sociohistórico del campo de la educación y la Pedagogía -como objeto-. El primer sentido refiere a la tarea meta-práctica que conlleva el estudio de la educación a partir de una teoría de alcance intermedio (Merton, 1980) como es la “teoría de las prácticas”; mientras que el segundo se refiere a la práctica como realización empírica.
En un primer momento, se describe brevemente el contexto de discusiones que han enmarcado el llamado “giro hacia la práctica” en filosofía de la ciencia y en filosofía de la educación. Para ello, se reposiciona la relación entre teoría-práctica, se aportan elementos dirigidos a superar una visión de la práctica como “teoría aplicada”, y se reconceptualiza la práctica educativa como un enfoque metodológico y epistemológico que permite analizar y comprender tanto la estructuración de lo educativo, como la generación y distribución de conocimiento en el campo de la educación.
En un segundo momento se sintetiza la propuesta de Kemmis (2010) y Kemmis et al. (2014) quienes, basados en el trabajo de Schatzki (2002; 2010; 2012), describen a la educación como un complejo de prácticas imbricadas entre sí, y a la práctica como una unidad analítica del campo de la educación y la Pedagogía. Esta aproximación sugiere, a su vez, repensar a la Pedagogía en su carácter de actividad científica, pues desde un enfoque del conocimiento basado en la noción de prácticas, la Pedagogía puede perfilarse también como una práctica educativa, misma que forma parte de la arquitectura mediante la cual se describe (y tiene lugar) la educación en su conjunto, más que como la ciencia generadora de teoría que, al ser aplicada, dará fundamento a la práctica.
Finalmente, en un tercer momento se delinean algunas de las principales contribuciones teóricas y metodológicas derivadas de asumir la “práctica educativa” como forma de abordaje y unidad onto-epistemológica y sociohistórica en el estudio de los procesos educativos. Aproximarse a la práctica como unidad analítica realizada empíricamente, es una forma de abordaje teórico-práctico que da cuenta de la dinámica y del cambio educativo en un nivel potencialmente más fino del que permiten las nociones de tradición, paradigma o marco de investigación.
La nueva filosofía de la ciencia y el reposicionamiento de la relación teoría-práctica en el campo educativo
En el campo de la educación y la Pedagogía, el trabajo de Wilfred Carr (1995; 2006) puede ser ubicado como una propuesta de comprensión del desarrollo del conocimiento educativo que busca recuperar los aspectos más relevantes del contexto de transformación de las representaciones filosóficas de la ciencia de mediados del siglo XX.
Para Carr (2006), la teoría educativa debe comprenderse a la luz de la nueva filosofía de la ciencia; esto implica dejar de concebirla como un conocimiento que deriva de alguna fuente autoritaria, externa e independiente de alguna tradición, y admitir que la teoría educativa se genera en las prácticas educativas.
Hasta los años cincuenta del siglo pasado, la filosofía de la ciencia de la tradición anglosajona se desarrollaba sobre el supuesto de que la ciencia, en tanto actividad preponderante propia de la modernidad, se distinguía como camino intelectual por constituir un modo privilegiado de conocer el mundo y transformarlo. Como lo expone Pérez-Ransánz (1999), el método científico se consideraba este poderoso modo de acceder a la realidad, mediante un conjunto de principios o reglas que, en su aplicación, aseguraban un riguroso control de calidad para evaluar objetivamente las hipótesis y teorías que se proponen en el quehacer de toda ciencia.
La llamada “filosofía clásica de la ciencia” configuró, así, una concepción de la ciencia con base en las siguientes tesis mínimas (Pérez-Ransánz, 1999):
1. Hay un criterio general de demarcación que permite identificar lo que cuenta como ciencia.
2. Es posible distinguir con nitidez a la teoría, respecto de la observación (es decir, la base observacional es neutra).
3. Las teorías científicas tienen una estructura deductiva rígida y progresan de forma acumulativa y lineal.
4. Los términos científicos son definibles de manera precisa.
5. Todas las ciencias empíricas, naturales o sociales, deben emplear básicamente el mismo método.
6. Hay una distinción entre el contexto de justificación y el de descubrimiento, y sólo el primero da cuenta del conocimiento científico.
A partir de los años sesenta, y derivado sobre todo de la atención puesta a la dinámica sociohistórica del desarrollo del conocimiento científico, la llamada “nueva filosofía de la ciencia” configuró una concepción de la ciencia que contrastaba con los posicionamientos filosóficos clásicos en tanto que, en esta perspectiva (Pérez-Ransánz, 1999):
1. No hay un criterio universal de demarcación que permite identificar lo que cuenta como ciencia.
2. No es posible distinguir con nitidez a la teoría de la observación (la observación está cargada de teoría).
3. Las teorías científicas no necesariamente tienen una estructura deductiva rígida, ni progresan de forma lineal y acumulativa.
4. Los términos científicos no son definibles de manera precisa.
5. No todas las ciencias empíricas, naturales o sociales, deben emplear el mismo método.
6. No hay distinción entre el contexto de justificación y el de descubrimiento.
A partir del desarrollo de las nuevas corrientes filosóficas de la ciencia, se volvió claro que para la comprensión de cualquier actividad generadora de conocimiento científico no bastaba con el análisis y la reconstrucción lógica de las teorías, sino que para entender cómo se genera el conocimiento científico, y si es racional la aceptación de una hipótesis, se debería tomar en cuenta que la ciencia se hace siempre desde una perspectiva determinada, desde cierta forma de ver e interactuar con el mundo y asumiendo una serie de compromisos teórico-metodológicos (es decir, que no hay una ciencia fuera de la historia y la cultura, libre de presupuestos).
Las teorías científicas, nos recuerda Pérez-Ransánz (1999), se generan y desarrollan, siempre, dentro de tradiciones o marcos de investigación que abarcan un conjunto de compromisos o supuestos básicos que comparte una comunidad de especialistas en un campo científico.
Por consiguiente, en la nueva filosofía de la ciencia, representada por los trabajos sobre la ciencia realizados por autores tales como Thomas Kuhn, Robert Merton y Larry Laudan, entre otros, las unidades básicas de análisis para el estudio de la ciencia dejan de ser las teorías científicas y en su lugar se introducen las nociones de marcos de investigación, tradiciones o paradigmas. Estos marcos han de pensarse constituidos por el conjunto de compromisos que condicionan la manera de conceptualizar la experiencia y de clasificar los fenómenos por parte de los científicos. Estos compromisos son de tipo:
• Pragmáticos: aquellos criterios que definen y establecen, por ejemplo, cuál es el interés de construir una teoría y qué se espera de ella, qué problemas busca resolver.
• Ontológicos: aquellos que definen, por ejemplo, qué tipo de entidades se pueden postular como existentes.
• Epistemológicos: aquellos que establecen, por ejemplo, a qué criterios se deben ajustar las hipótesis para calificar como conocimiento legítimo.
• Metodológicos: aquellos que demarcan, por ejemplo, qué técnicas experimentales y qué herramientas formales se consideran más adecuadas o confiables según ciertos criterios de evaluación.
• Conceptuales: que aluden, por ejemplo, a las leyes teóricas fundamentales que condicionan las conceptualizaciones sobre el mundo que se consideran aceptables en un momento y espacio dados.
La relevancia de estos compromisos es tal, que hoy se asume que ninguna teoría puede desprenderse de las tradiciones de quienes las desarrollan, y que para explicar el progreso de la ciencia en la historia es preciso dar cuenta de los cambios en sus paradigmas; ambos planteamientos constituirán, por excelencia, la base del modelo de T. Kuhn para el cambio científico.
Para Carr (2006), el concepto de teoría educativa -como el de práctica- no puede mantenerse al margen de estas transformaciones en los modos de entender la ciencia. La teoría educativa, en tanto concepto epistemológico, tiene una historia, y en tanto que se trata de un concepto clave para entender la epistemología en el campo de la educación, la tarea de esclarecer su significado a la luz de la historia es fundamental para comprender cómo se construye y distribuye el conocimiento educativo y pedagógico.
Con miras a lograr este propósito, Carr (1995; 2006) argumenta cómo la idea de teoría educativa prevaleciente por mucho tiempo en la filosofía de la educación, corresponde a un concepto que se hereda de los siglos XVIII y XIX, en los que se aludía a la “teoría” como una clase de conocimiento que buscaba satisfacer estándares universales de objetividad. Entendida de esta manera, el desarrollo de la teoría educativa fue considerado como la vía mediante la cual el proceso social de la educación, que parecía hasta entonces depender de ciertas costumbres, hábitos, tradiciones y dogmas arraigados a nuestras prácticas e instituciones, ahora dependería más de un conjunto de criterios impersonales de racionalidad, objetividad y verdad.
En su primera forma institucionalizada, nos dice Carr (2006), la teoría educativa fue esencialmente filosófica en su carácter y estaba definida en términos de ciertos textos filosóficos influyentes que explicaban ciertas doctrinas educativas. Respaldada por los planteamientos del positivismo lógico de la filosofía clásica de la ciencia, en los textos de Adams (1928) y O’Connor (1957), entre otros, la teoría educativa se entendía como la base -teórica- (y justificación) de una práctica educativa exitosa -empírica-.
Con los trabajos de Hirst (1983) y Peters (1973), la teoría educativa agregó a su carácter filosófico las aportaciones derivadas de otras disciplinas como la historia, la sociología y la psicología, las que en su concurrencia constituirían los principios racionales que pueden determinar y guiar lo que debe hacerse en las actividades educativas (Carr, 2006).
Situadas en este conjunto de tesis positivistas se encuentran, en suma, aquellas formas de entender la teoría educativa como
…la elaboración sistemática de conocimiento pedagógico que frecuentemente se realiza al amparo de investigadores y académicos en las universidades [y a la práctica como] …el cuerpo a cuerpo del trabajo cotidiano del profesorado en los centros educativos de los diferentes niveles, sobre todo en las aulas, pero también fuera de ellas… la práctica estaría constituida por todo el repertorio de comportamientos, acciones, actitudes y valores manifestados por los docentes en sus centros de trabajo, y más concretamente, en las aulas…. (De Álvarez, 2015: 175).
Hasta los años ochenta, a la par del desarrollo de la nueva filosofía de la ciencia, la teoría educativa logró conceptualizarse sobre la base de las tesis post-positivistas, a partir de las cuales se cuestiona esta dicotomía teoría-práctica y se reivindica la noción de práctica educativa para comenzar a hablar de una teoría práctica en la cual los practicantes de la educación, de manera reflexiva, exponen y examinan críticamente las teorías implícitas puestas en acción en su propia práctica cotidiana.
Si bien Carr (2006) radicaliza su postura al proponer que la tarea de constituir la llamada teoría educativa “ha llegado a su fin”, este autor logra ubicar históricamente el lugar que ocupa la manera de conceptualizar la teoría educativa, tanto en la filosofía clásica de la ciencia (como un conocimiento desincorporado de la práctica) como en la nueva filosofía de la ciencia (como conocimiento incorporado a la práctica, que describe, justifica, orienta y norma las prácticas educativas).
A partir de los estudios de la nueva filosofía de la ciencia (que Carr caracterizaría como post-positivistas y post-fundacionistas), la teoría educativa, en efecto, deja de concebirse solamente como algo abstracto, general e independiente del contexto (desligado de la práctica a la cual sólo norma o afecta) para dar paso a una visión de conocimiento concreto, particular y dependiente del contexto (ligado a la práctica) a partir del cual puede explicarse y comprenderse lo educativo.
Para Carr (2006) es posible hablar de un proyecto fundacionista de la teoría educativa, en el que se pueden distinguir dos grandes objetivos, uno filosófico y uno práctico, a saber: a) identificar las bases epistemológicas para que la teoría educativa permita que la práctica educativa se erija sobre principios racionales, esto es, que dicha práctica cuente y se norme con bases objetivas más allá de las meras creencias locales y parroquiales que no han sido examinadas o evaluadas lógicamente y; b) reemplazar las creencias contextualmente dependientes, subjetivas de los practicantes, respecto de la educación con conocimiento objetivo, independiente del contexto y generado por una teoría aplicable de manera universal (que a su vez conllevaría a mejorar la práctica educativa).
Estos dos grandes objetivos adquieren un nuevo sentido con la incorporación de los argumentos filosóficos post-fundacionistas en el debate acerca de la naturaleza y estatus del proyecto de teoría educativa. Carr (2006) hace explícito cómo en el post-fundacionismo, la noción de teoría debe abordarse “en situación”, es decir que, en tanto no hay una posición epistemológica privilegiada que nos permita trascender las particularidades de nuestra tradición y cultura, y que, dado que el conocimiento nunca es desinteresado o independiente del contexto, sino que siempre está situado en un discurso históricamente contingente, desde la nueva filosofía de la ciencia, la teoría educativa es, por consiguiente, resultado, producto y proceso constituido en prácticas educativas históricamente situadas, locales, dependientes del contexto y embebidas en matrices de valores, normas y creencias dinámicas y cambiantes.
Esto replantea, por consiguiente, los objetivos de la teoría educativa como conocimiento objetivo, independiente de la práctica y dirigido a gobernarla desde un punto de vista neutral, puesto que, a partir de ahora la teoría educativa debería entenderse ella misma como una forma de práctica:
Cualquier perspectiva crítica que tengamos de nuestras prácticas estará siempre basada en otras de nuestras prácticas… nuestras suposiciones y creencias no pueden ser objeto de nuestro teorizar práctico porque ellas proveen la precondición indispensable de nuestro teorizar práctico; que como sea que se construye, la teoría educativa no puede nunca permitirnos ocupar una posición desde fuera de nuestras creencias prácticas porque las creencias constituyen el contexto necesario dentro del cual la teoría educativa toma lugar… El postfundacionismo… es una tesis explicativa acerca de cómo emerge el conocimiento objetivo… (Carr, 2006: 150).
Si la teoría educativa no puede desprenderse de la práctica, y si ella misma es una práctica; si la justificación de teorías en toda ciencia no es independiente de los supuestos teóricos de un paradigma, ¿cuál es entonces el papel práctico de la teoría educativa? ¿Cómo entender las relaciones entre teoría y práctica? ¿Qué entender por práctica educativa y qué relevancia tiene ésta en la generación y distribución de conocimiento pedagógico y educativo?
En lo que sigue se sintetizarán algunos aportes que, desde el giro pragmático y las teorías de las prácticas, permiten repensar a la “práctica” como una unidad de análisis ontológico, epistemológico y sociohistórico del campo educativo y la Pedagogía.
La práctica educativa como unidad analítica del campo de la educación y la Pedagogía
La comprensión de la teoría educativa como práctica conlleva transitar de la idea de conocimiento como algo que se puede adquirir, almacenar y convertir (perspectiva objetivista o commodity/possession perspective), hacia la idea de conocimiento como actividad/práctica de conocer (perspectiva basada-en-la-práctica o community perspective) (Valladares y Olivé, 2015).
Como lo describen Valladares y Olivé (2015), en la perspectiva basada-en-la-práctica, el conocimiento se vuelve indeterminado, preserva siempre una dimensión tácita y se manifiesta localmente en prácticas o actividades.
La práctica como condición del conocimiento ha devenido en lo que hoy podría llamarse una filosofía de la ciencia centrada en las prácticas, según la cual el quehacer científico es un “…abigarrado complejo de prácticas a través de las cuales se articula nuestra experiencia en diferentes tipos y organizaciones de normas y conceptos que muchas veces entran en tensión…” (Martínez y Huang, 2015: 19).
Como se planteó en el apartado anterior, en la medida en que se rechaza el concepto tradicional de objetividad científica de la filosofía positivista de la ciencia y se adopta a las prácticas (y no a los aspectos teóricos) como puntos de partida para entender los procesos de conocimiento (en este caso pedagógico y educativo), la teoría educativa deja de reducirse a un conjunto de representaciones teóricas sobre lo educativo, porque también “tienen que considerarse los presupuestos atrincherados en las habilidades y técnicas de los investigadores, así como las condiciones materiales de su investigación” (Martínez y Huang, 2015: 75).
Desde una perspectiva del conocimiento basada-en-la-práctica, la teoría educativa como resultado de la investigación científica acerca de la educación, y la educación entendida como un conjunto de prácticas, asumen las tesis propias del post-fundacionismo descrito líneas arriba por Carr (2006) y Pérez-Rasánz (1999). Entre ellas que:
a) la observación científica no es neutra, sino que está influida por consideraciones prácticas y por las habilidades de un observador;
b) los conocimientos anteriores, que los científicos toman como punto confiable de partida, no son acumulativos y son modificados por el contexto material, por el contexto educativo y otro tipo de contextos propios del ámbito en el cual se despliegan esas habilidades;
c) el lenguaje de las teorías científicas puede ser preciso, pero eso contribuye sólo parcialmente al entendimiento que los científicos tienen del mundo;
d) el significado de lo que dice un científico está determinado parcialmente por las prácticas en las que éste está involucrado;
e) los científicos normalmente no ponen a prueba las teorías, sino que las usan para encontrar nuevos fenómenos y refinar estas teorías;
f) el descubrimiento y la justificación no son actividades separadas, sino diferentes aspectos de la actividad de investigar (Martínez y Huang, 2015).
A pesar de su creciente relevancia para entender la teoría y la investigación educativas, de acuerdo con Peters (2015), el término de prácticas con frecuencia se presupone como autoevidente y pocas veces se clarifica su sentido.
Enmarcado en el trabajo de autores clásicos como Karl Marx, Hannah Arendt, John Dewey, Martin Heidegger, Ludwig Wittgenstein y Paulo Freire, entre otros, para Peters (2015) es posible hablar de un “giro hacia la práctica” en las humanidades y ciencias sociales, caracterizado por la tesis central de que las prácticas, como realizaciones empíricas, son los andamios que se requieren para el avance del conocimiento; en el caso específico de la Pedagogía y el campo educativo, del conocimiento pedagógico y educativo (Kemmis, 2010).
Si uno se remonta al pensamiento griego para aproximarse al concepto de práctica, es posible identificar tres clases aristotélicas de conocimiento: la teoría (dirigida a la búsqueda de la verdad); la poiesis (orientada a la producción) y la praxis (cuyo fin es la acción); asimismo puede distinguirse entre euraxia (buena praxis) y dispraxis (mala praxis). Entre estas clases de conocimiento, lo que diferencia a la razón práctica de la teórica, enfatiza Peters, es que la primera está dirigida hacia un resultado (fin) práctico, y especialmente moral; y que éste es resultado de una acción, más que de una proposición o creencia, como en la razón teórica. La razón práctica se expresa en el desarrollo global de la acción, sopesando medios y fines, y valorando y decidiendo cómo vale la pena proceder para alcanzar un fin que no puede materializarse, sino sólo hacerse, en el sentido de que dicho fin sólo puede realizarse a través de la acción, y sólo existe en la acción misma, a diferencia del fin que persigue la poiesis (Carr, 1995).
Para Carr (1995: 95) la distinción griega entre teoría y práctica no es una distinción entre “conocimiento y acción, pensar y hacer, saber qué y saber cómo”. Como hace notar Kemmis (2010: 9), en Aristóteles la práctica puede entenderse como “acción que está moralmente comprometida, orientada e informada por las tradiciones en un campo”. De acuerdo con este autor, esta visión contrasta con la de Marx y Engels, para quienes las formaciones sociales, las ideas, teorías y conciencias emergen de la praxis social, la cual es entendida como el conjunto de las acciones sociales, morales y políticas de los individuos y colectivos que producen y reproducen la historia. En tal sentido, en la visión marxista la acción social entendida como praxis es la que hace y produce la historia. Siguiendo a Kemmis, en el mundo anglosajón el término praxis es usado muchas veces en el sentido aristotélico, mientras que en Europa se le usa más en el sentido hegeliano, postmarxista.
En el ámbito educativo, en general, la praxis puede entenderse en un sentido tanto aristotélico como marxista: primero como acción educativa que está moralmente comprometida e informada; y segundo, como acción educativa productora de historia, en cuanto a que ayuda a formar, transformar y estabilizar las condiciones para la vida común (las ideas, conciencias y compromisos de los individuos y las formaciones sociales).
Carr (1995), por su parte, también se aproxima a la comprensión de lo que es una práctica a partir de vincular cómo diferentes epistemologías de la investigación conllevan diferentes maneras de entender la práctica.
Así, la investigación empírico-analítica adoptará una relación en términos objetivistas con la práctica (tercera persona), como un objeto de investigación externo al investigador. La investigación hermenéutico-interpretativa, por su parte, adoptará una relación en términos subjetivistas (segunda persona) con la práctica para describirla como la(s) acción(es) de otra persona (quien, en el mismo sentido que el investigador, se identifica como sujeto). Finalmente, la investigación crítica-emancipadora adoptará una relación de primera persona con la práctica, en tanto reconoce que la propia acción y la propia participación son ya una práctica que está inmersa en arreglos socioculturales específicos, en función de la comunidad, grupo o tradición a la que pertenece el investigador.
Para Schatzki (2002; 2012) cualquier fenómeno social puede considerarse una red de prácticas. De acuerdo con este autor, quien sostiene una visión ontológica de las prácticas, es posible identificar en ellas algunos aspectos en común. Las prácticas: a) como realizaciones empíricas (unidades ontológicas), se tratan siempre de un conjunto organizado de diferentes acciones llevadas a cabo por agentes concretos; b) como enfoque de investigación (unidades epistemológicas y sociohistóricas), dan cuenta de la vida humana y de sus fenómenos sociales, mismos que pueden entenderse, en última instancia, como un conjunto organizado de prácticas; c) como unidades ontoepistémicas, recuperan los componentes culturales, materiales, tácitos de la vida humana.
Este último aspecto de las prácticas también es resaltado por Peters (2015), para quien la idea de culturas (en plural) resulta de gran importancia en la teorización sobre las prácticas, en tanto que refiere a cómo las actividades sociales (entre ellas, las educativas) implican compromisos con-otros-en-el-mundo. Las teorías de las prácticas concuerdan en que la actividad humana está siempre incorporada y mediada por artefactos, objetos naturales, culturales e híbridos.
De acuerdo con Schatzki (2012), una práctica es un conjunto de haceres y decires dispersos espacio-temporalmente que se organizan y conectan a través de relaciones que pueden ser de causalidad, prefiguración, constitución, intencionalidad e inteligibilidad, y cuya estructura es teleológica en la medida en que las actividades humanas sean inherentemente temporales y estén motivadas por fines.
Según Hicks y Stapleford (2016), basados en los aportes de Alasdair MacIntyre sobre la noción de práctica, ésta hace referencia a un conjunto de actividades complejas, colaborativas, socialmente organizadas, sostenibles y orientadas por fines. Muchas actividades humanas pueden ser entendidas como prácticas, y entre ellas destacan las actividades educativas y las ciencias.
Un rasgo característico de las prácticas es su estructura normativa; esta estructura se expresa como una unidad sociológica, histórica, política y filosófica en cuanto que determina los límites de lo que es la práctica misma, por ejemplo, al establecer lo que cuenta como legítimo de hacer o decir en un momento dado y en cierto conjunto de acciones, o bien al definir el conjunto de individuos que son quienes comparten las mismas normas y las mismas interpretaciones de las normas en un contexto particular.
Con base en las aportaciones de Schatzki, Olivé (2007) ofrece una visión sintética y comprehensiva de lo que es una práctica. Para este autor, una práctica se entiende como un sistema dinámico que incluye analíticamente los siguientes elementos, los cuales están íntimamente relacionados e interactúan entre sí:
• Los agentes (individuos) que participan de una práctica (con capacidades y propósitos comunes que coordinadamente interactúan entre sí y con el medio natural).
• Las formas/modos de participar de estos agentes y que se expresan en sus múltiples acciones dentro del contexto de una práctica, y que van desde investigar, observar, medir, enunciar, inferir, probar, demostrar, experimentar, publicar, etc., hasta evaluar, enseñar, aprender, planear, disponer, ordenar, castigar, entre otros.
• Las representaciones, creencias y valores que guían a los agentes y que los conducen a realizar tales acciones dentro del marco de una u otra práctica.
• Los fines que persiguen los agentes que participan de una práctica.
• El medio o entorno del cual forma par-e la práctica y en donde los agentes interactúan con otros agentes (y objetos), para constituir y transformar el mundo mediante sus acciones e interacciones.
• Los recursos y objetos (herramientas, tecnologías, artefactos) que usan los agentes para el logro de sus fines y propósitos (y que pueden ser recursos biológicos -seres vivos- y no biológicos -culturales, económicos, históricos, entre otros-).
Estos componentes propuestos por Olivé, coinciden con los elementos que Martínez y Huang (2015) identifican también para las prácticas, a saber: a) las habilidades; b) las estructuras cognitivas propias de quienes participan de una práctica; c) los materiales que median la integración de capacidades y estructuras cognitivas; d) los diferentes valores y normas que estabilizan e integran una práctica; y e) los fines de dicha práctica, que constituyen la manera coherente en que esta práctica expresa su estructura normativa como un todo (como un proyecto complejo, coherente y unitario).
Para Kemmis et al. (2014) las prácticas son inherentemente interactivas y, a diferencia del planteamiento de Lave y Wenger (1991), implican comunidades e individuos que interactúan unos con otros en espacios intersubjetivos. Pensar en prácticas como un enfoque en el campo educativo y de la Pedagogía implica, para estos autores, una manera de reconceptualizar la educación y los sitios donde ésta ocurre.
Las teorías de las prácticas, afirma Kemmis, ofrecen una ontología (y epistemología) social en la que la educación se interpreta como un complejo de prácticas imbricadas unas a otras, esto es, una “ecología de prácticas”.
Basado en los trabajos de Schatzki (2002; 2010; 2012), Kemmis retoma la noción de práctica como sitio de lo social:
El sitio de lo social es un contexto humano específico de coexistencia: los lugares donde la vida social ocurre… Teorizar sobre la socialidad a través del concepto de un sitio social es sostener que el carácter y la transformación de la vida social están intrínsecamente enraizados en el sitio donde toma lugar… el sitio-contexto está compuesto de un conjunto de órdenes y de prácticas… Schatzki (2002: xi).
Las prácticas de educación se entienden, así, como la confluencia, en un proyecto educativo coherente, de nuevas formas de entender (decires), nuevos modos de acción (haceres) y nuevas maneras en las cuales las personas se relacionan unas con otras (relaciones) en espacios de intersubjetividad. Estos espacios son tangibles y se configuran y conforman a partir de tres clases de arreglos que, según Kemmis y colaboradores, “ya existen en alguna forma” (y que pueden ser transformados) en cualquier situación social. Se trata de tres distintas clases de medios en los cuales los seres humanos nos encontramos y expresamos nuestra socialidad, y a través de los cuales participamos en sociedad y reproducimos colectivamente el mundo como lo conocemos (Kemmis et al., 2014; Edwards-Grove y Kemmis, 2015):
1. Arreglos culturales-discursivos, que existen en la dimensión del espacio semántico, y que permiten y limitan -o constriñen- la manera de expresarnos en el medio social del lenguaje (y los símbolos), lo que es relevante decir, el discurso que es apropiado para describir, interpretar y justificar una práctica.
2. Arreglos materiales-económicos, que existen en la dimensión física del espacio-tiempo y que permiten y limitan lo que podemos hacer en el medio del trabajo y de la actividad (esto incluye a los recursos materiales que hacen posibles las actividades que tienen lugar en el curso de una práctica, y que constriñen los haceres característicos de la misma).
3. Arreglos socio-políticos, que existen en la dimensión del espacio social y que permiten y limitan las relaciones (conexiones, demandas) en el medio social del poder y la solidaridad (esto incluye a los recursos que hacen posible las relaciones entre agentes humanos y no humanos que ocurren y concurren en una práctica y que constriñen las relaciones posibles en la práctica, por ejemplo, las reglas y roles de una organización, los acuerdos prácticos de una comunidad, los marcos institucionales, entre otros).
Estas tres clases de arreglos o dimensiones de la socialidad se sostienen unos a otros y dan lugar a un complejo de prácticas de varios tipos:
El medio social del lenguaje, del trabajo de la actividad, y del poder y la solidaridad [las prácticas] no son sólo espacios donde nos encontramos, sino espacios donde nos encontramos unos a los otros y nos configuramos entre nosotros, los unos a los otros… (Kemmis et al., 2014: 5).
Esto significa que una práctica es un sitio de lo social (Kemmis et al., 2014), en la medida en que representa el sitio donde ciertas clases de significados son posibles (los decires del espacio semántico); donde ciertas acciones pueden ser hechas (los haceres del espaciotiempo), y en el cual ciertas relaciones pueden ocurrir entre agentes humanos y no humanos (las relaciones de toda dimensión social).
Ahora bien, entender la educación a la luz de las prácticas, implica también una manera de entender conceptualmente -y de abordar metodológicamente- la teoría educativa, y sobre todo, el cambio educativo, en tanto no podemos entender y/o transformar las prácticas si no entendemos y/o transformamos primero los arreglos en los espacios intersubjetivos que les dan soporte.
Esto conlleva a que, para transformar las prácticas, hay que configurar nuevas maneras de entender el mundo que sean comprensibles a través de nuevos discursos; nuevas maneras de hacer las cosas y, por tanto, nuevos arreglos materiales y económicos que les den sustento a estas formas de proceder, así como nuevas maneras de relacionarnos unos a otros, y nosotros con las disposiciones sociomateriales y políticas que nos configuran.
El cambio educativo, esto es, el cambio en una práctica implicará, pues, la transformación en algún nivel de sus condiciones de posibilidad, el cambio del andamiaje, del nicho o lugar donde confluyen las tres clases de arreglos de la socialidad abordadas líneas arriba.
A la arquitectura tridimensional de las prácticas, Kemmis et al. (2014) añaden, así, la idea de una “ecología de prácticas” como una metáfora onto-epistemológica que permite entender, de manera integral, y en su conjunto, a la educación, su teoría y el cambio educativo.
La ecología de las prácticas en educación, para este autor, hace referencia a un complejo interdependiente de cinco tipos de prácticas educativas, cada una de ellas configurada, a su vez, por las tres clases de arreglos sociomateriales que dan a las prácticas su carácter local, contextualmente dependiente e históricamente configurado (Kemmis et al., 2014):
1. Prácticas de aprendizaje (de los estudiantes): se refieren a aquellas en las que los estudiantes se implican para conocer cómo iniciarse, enrolarse y formar parte de otras prácticas (sociales).
2. Prácticas de enseñanza: se refieren a cómo involucrar a estudiantes en procesos de aprendizaje de prácticas sustantivas para la socialidad (nuevas prácticas como leer o escribir) o en otras prácticas de aprendizaje (la práctica misma de aprender, por ejemplo).
3. Prácticas de formación docente o aprendizaje profesional: aluden a cómo profesores y administrativos desarrollan una cultura del cuidado del otro y de la colaboración; en ella se ejercitan responsabilidades de agentes colegiados y trabajo conjunto para que los mismos profesores puedan aprender unos de otros e implicarse en prácticas de enseñanza.
4. Prácticas de dirección y gestión de la educación: comprenden el conjunto de prácticas orientadas a cambiar las cinco clases de prácticas educativas, a través de la transformación de los componentes (arreglos) de las arquitecturas donde las prácticas educativas tienen lugar.
5. Prácticas de investigación: son prácticas de cambio de otras prácticas educativas, pero a diferencia de otros tipos de prácticas, en éstas la vía de cambio es el entendimiento y estudio acerca de cómo se conforman y transforman (be and become) las comunidades de aprendizaje en la educación. Estas prácticas investigativas proceden a través de la reflexión crítica y la evaluación de las diferentes (otras) prácticas educativas, mismas que pueden ser más amplias e incluir la participación de otros agentes con diferentes perspectivas, como las comunidades los padres, los estudiantes, los investigadores y los profesores, entre otros.
El conjunto de estos cinco tipos de prácticas da sentido a la educación (y a lo educativo) en su confluencia en un proyecto educativo distinguible. La cualidad de conjuntarse en un proyecto educativo único es fundamental para identificar clases particulares de prácticas (sus decires, haceres y relaciones particulares), así como los arreglos culturales-discursivos, económico-materiales y socio-políticos (existentes, de hecho, de manera independiente de las prácticas) que conforman su andamiaje.
Cada proyecto educativo daría cuenta de una estructura teloafectiva que resulta de la arquitectura de las prácticas que se imbrican y despliegan en ecologías diversas, en un momento y espacio sociohistórico específico.
En suma, el esquema que Kemmis (2010)y Kemmis et al. (2014) proponen para entender la práctica educativa (como unidad de análisis -empírico, interpretativo y crítico- de la educación), incluye:
a) A la práctica como una forma de actividad humana, cooperativa, socialmente establecida, cuyo andamiaje es sostenido por ciertos arreglos socio-políticos, económico-materiales y discursivoculturales que condicionan las acciones y actividades (haceres), discursos (decires) y relaciones que se conjuntan en un proyecto educativo distinguible.
b) Este proyecto es formado por, y a la vez conforma, el conjunto de tradiciones de prácticas que permiten la reproducción y cambio de lo social, y que al encapsular la historia de lo que ocurre en una práctica educativa, actúan como registro y memoria colectiva de dicha práctica y de su confluencia en proyectos educativos variables.
Con esta lógica que conjuga arquitecturas de prácticas y ecologías de prácticas, estos autores posibilitan una forma de teorizar la educación que, además de ser congruente con los avances de la filosofía de la ciencia postpositivista, se muestra empíricamente potente para entender (y orientar) la transformación de la educación y sus prácticas. Esto es, proporciona la teoría-práctica educativa necesaria para explicar, interpretar, decidir, prescribir y ordenar la práctica de la educación, en su realización empírica, en la medida en que las cinco clases de prácticas descritas arriba pueden simultáneamente considerarse como prácticas. En ellas: a) ocurre el proceso educativo; b) se deja registro socio-histórico-material de la educación y del cambio educativo; c) se genera conocimiento (pedagógico) sobre sí mismas -en tanto prácticas- y sobre el resto de las prácticas con las que se imbrican.
Al respecto de este último aspecto (de carácter epistemológico), vale la pena destacar que la interrelación entre las cinco clases de prácticas de todo complejo educativo conlleva, ciertamente, a identificar algunas características fundamentales para comprender cómo se genera, distribuye, evalúa y aprovecha el conocimiento pedagógico (de y acerca de la educación) en tanto que en una ecología de prácticas educativas siempre confluyen diferentes agentes (humanos y no-humanos), que interactúan en actividades epistémicas y no epistémicas que se sostienen unas a otras, y que dan forma a un proyecto educativo-pedagógico específico.
Las prácticas de enseñanza, ejemplifican Kemmis et al. (2014), pueden volverse parte de la arquitectura de las prácticas de aprendizaje de los estudiantes. Esto significa que los decires, los haceres y las relaciones (con sus arreglos específicos, culturales-discursivos, materiales-económicos y socio-políticos), que constituyen la práctica de enseñanza, se vuelven parte de las condiciones que posibilitan y constriñen las prácticas de aprendizaje en un sitio específico.
Vale la pena resaltar que esta comprensión de las prácticas como espacios recursivos y de resignificación se acerca mucho a los planteamientos de Anthony Giddens (1997), al respecto de cómo una estructura social que forma a los agentes contribuye también a formar la estructura misma, en un proceso circular denominado como “estructuración” (Spiegel, 2006). En este proceso, de manera dual, las propiedades estructurales de los sistemas sociales son, a la vez, medios y resultados de la práctica que ellas mismas organizan de manera recursiva.
Este atributo de “recursividad” significa, como señala Spiegel (2006), que los agentes sociales no sólo participan de las prácticas, sino que continuamente las recrean (en tanto agentes), es decir, nunca reproducen perfectamente sus componentes constitutivos, sino que dejan abierto el camino para el cambio social y, simultáneamente, conservan la tradición y el espacio de lo social.
Kemmis et al. (2014) sintetizan una variedad de experiencias educativas que sirven como evidencias empíricas que muestran la riqueza de la metáfora biológica sobre las “ecologías”. Estos autores ilustran cómo algunas prácticas se alimentan de otras; esto es, cómo éstas pueden sostener (a manera de simbiosis) o bien sofocar otras prácticas. Incluso hablan de diferentes ecologías de prácticas en función de qué tan hospitalarias son entre sí.
Kemmis et al. (2014) ilustran, también, cómo la forma y contenido de una práctica puede organizar y cambiar la forma y contenido de otra práctica y distribuir sus componentes estableciendo flujos entre ellos, de modo que la continuidad y reproducción de una práctica educativa o, incluso, del proyecto educativo del que forma parte, dependerá de la red de sus interdependencias, de los atrincheramientos entre prácticas y de su capacidad de estabilizarse socio-históricamente.
Por consiguiente, al hablar de ecología de las prácticas se hace referencia a que las prácticas y sus arquitecturas, al mismo tiempo que conforman, son conformadas por las prácticas y arquitecturas de otras prácticas, todo lo cual da sentido a lo educativo. Esto presupone, por supuesto, pensar que también la Pedagogía como ciencia es una práctica (meta-práctica) que constituye parte del complejo educativo en la forma como se le ha caracterizado en este escrito.
Aportaciones del enfoque de la “práctica educativa” para el análisis ontológico, epistemológico y socio-histórico del campo educativo y de la Pedagogía
De acuerdo con Hicks y Stapleford (2016), desde el año 2000 hay un creciente porcentaje de artículos de investigación en ciencias sociales y humanidades que contienen repetidamente el término “práctica(s)” en su contenido o citaciones.
A pesar de que el término aparece cerca de 40 veces en el trabajo de Kuhn sobre la Estructura de las revoluciones científicas, éste se volvió un concepto analítico en los estudios de historia y filosofía de la ciencia a partir de los años setenta y ochenta.
Como señala Scahtzki (2012), los abordajes analíticos basados en el enfoque de las prácticas permitieron reconectar el mundo de lo humano en la forma de una red de actividades con dimensiones morales, políticas, históricas, materiales y culturales.
Particularmente en el estudio de las ciencias, el auge del enfoque en las prácticas visibilizó los componentes materiales, culturales y experimentales de los procesos de generación de conocimiento; lo que se creía que era el contexto externo de las ciencias, es considerado ahora constitutivo de las ciencias mismas, en un momento y tiempo dados.
En el ámbito educativo, este giro hacia la práctica ha permitido una caracterización de la teoría educativa -como toda labor científica (generadora de conocimiento)- como una actividad y no como un cuerpo de conocimiento desincorporado de la vida humana y del terreno concreto en que se materializa lo educativo. El enfoque de las prácticas ha representado una invitación a (re)pensar en una ciencia y teoría educativa como práctica de abordaje y estudio de la práctica educativa (una meta-práctica).
Como unidad de análisis sociohistórico de lo educativo, el estudio de las prácticas educativas y sus ecologías ofrece una forma de ordenar el pasado, de entender el presente y de proyectar el futuro de la educación y de la Pedagogía.
Mediante un desplazamiento del centro de atención de la investigación histórica que va desde las representaciones abstractas y totalizantes de “cultura, Estado y sociedad” hacia el terreno de la práctica y la vida cotidiana, como lo refiere Spiegel (2006), la estrategia analítica basada en las prácticas educativas descentra el papel de los agentes que, en el desarrollo de la educación, generalmente se han pensado de manera monolítica, abstracta y deslocalizada.
Este descentramiento conlleva un cambio en la forma de aproximarse al estudio del cambio educativo y al análisis de las políticas educativas, al destacar los diferentes niveles, arreglos y configuraciones locales y materiales que subyacen a los complejos educativos y que definen, de manera puntual, sus trayectorias diferenciales.
Como lo muestran Kemmis et al., las cinco clases de prácticas que conforman el terreno de lo educativo (sobre todo las prácticas de enseñanza-aprendizaje) han tenido lugar históricamente en una u otra forma antes del surgimiento de la educación masiva, pero: “Una vez que ésta emergió, y conforme el proyecto de construcción de la nación tuvo lugar en diferentes sociedades occidentales, las relaciones entre estas prácticas se volvieron más organizadas, más elaboradas y más orquestadas entre sí…” (2014: 51).
El entendimiento histórico del proceso educativo que surge a partir de la noción de práctica educativa permite, de esta manera, construir narrativas acerca de cómo la educación de nuestros días ha sido resultado de una mayor o menor imbricación de ciertas prácticas que fueron atrincherándose mutuamente y considerándose necesarias unas a las otras en diferentes proyectos específicos; proyectos que, en última instancia, respondían a los arreglos sociopolíticos, económico-materiales y discursivo-culturales del momento:
El aprendizaje de los estudiantes se pensó dependiente de la enseñanza, la enseñanza dependiente del desarrollo profesional continuo y el aprendizaje profesional de docentes, las escuelas y los sistemas educativos necesitaron estar regulados por políticas educativas y administrativas y por distintas clases de dirección, y todas estas prácticas necesitarían ser investigadas y evaluadas, mejorando y potenciando sus conexiones e interrelaciones a través de la investigación y la evaluación… (Kemmis et al., 2014: 51).
La historia de la educación que puede construirse desde esta perspectiva teóricometodológica responde más a una historia social y cultural, descentrada de las grandes categorías analíticas de las ciencias sociales y enfocada más en dilucidar las trayectorias específicas que dejan registro en los encuentros y desencuentros entre prácticas educativas de distintos tipos, mismas que, en calidad de piezas de engranaje, confluyen y configuran proyectos educativos particulares que, a su vez, constituyen el complejo de la educación como la conocemos en el presente.
Para MacIntyre, como señalan Hicks y Stapleford (2016), las prácticas son fundamentalmente empresas históricas; no sólo porque al estar embebidas en contextos particulares cambian con el tiempo, sino sobre todo porque en su carácter de espacios intersubjetivos, las prácticas necesaria y continuamente reestructuran, reinterpretan y reconfiguran su propia historia:
Ser parte de una práctica significa [para MacIntyre] colocarse en una tradición1 para interpretar el pasado y asumir una relación específica con éste. Los límites de una tradición no son fijos, ni se puede reconocer en ellos un núcleo invariable para todo tiempo y espacio… En los términos de MacIntyre “una tradición viva es un argumento históricamente extendido y socialmente incorporado, y este argumento es en parte sobre los bienes que constituyen dicha tradición…” (Hicks y Stapleford, 2016: 24).
La identificación y análisis de las arquitecturas de las prácticas y las metaprácticas que conforman el trabajo de los educadores a través de distintas culturas y momentos históricos, hace también de la práctica educativa, como unidad de análisis sociohistórico, una herramienta analítica potente para investigar las diferencias contextuales entre prácticas educativas de distintas tradiciones, y para conocer cómo diferentes tipos de prácticas evolucionan y se mantienen estables o desaparecen en el proceso de consecución o trasformación de los fines propios de las diferentes tradiciones (Martínez y Huang, 2015).
Una tradición, desde este punto de vista, puede, a su vez, entenderse como una serie de prácticas que han coevolucionado como resultado de su acoplamiento en agendas de investigación en el pasado y que se proyectan a futuro como marco de investigaciones posibles (Martínez y Huang, 2015).
Como enfoque de análisis ontológico y epistemológico de lo educativo, una perspectiva basada en las prácticas permite dar cuenta de cómo se constituye lo educativo, cómo se conoce acerca de ello, y las formas en que se genera conocimiento sobre lo educativo. Mediante el estudio de las conexiones e interacciones que priman entre prácticas educativas es posible comprender y explicar los flujos entre componentes de prácticas educativas y sus influencias y determinaciones para orientar, impulsar o resistir el cambio educativo configurando trayectorias específicas de la educación del pasado, del presente y del futuro.
La práctica como unidad analítica es, así, un dispositivo metodológico para rastrear las fronteras de diferentes complejos educativos, entendidos como conglomerados de prácticas, y para delimitar y caracterizar sus componentes, arreglos y comportamientos.
Como señalan Kemmis et al. (2014), desde el surgimiento de la educación masiva hay un diseño y desarrollo del proceso educativo que responde a las interdependencias entre prácticas; cualquier cambio en educación implica, por lo tanto, un cambio en las cinco clases de prácticas, en sus componentes (arreglos) y en las relaciones que establecen unas con otras.
En función de ello, habrá arreglos sociopolíticos, culturales-discursivos y económico-materiales que se muestran más susceptibles al cambio que otros, por lo que algunas prácticas denotarán mayores resistencias a las reformas educativas que otras. El análisis empírico de las prácticas, en este sentido, puede permitir una caracterización de la resiliencia diferencial de ciertas prácticas a modo de observar cuáles de éstas, de entre los cinco tipos que conforman los complejos educativos en un espacio-tiempo determinado, se muestran más promotoras que otras del cambio, la innovación y la divergencia.
Smith et al. (2010) hablan de arquitecturas de prácticas habilitantes para referir a aquellos arreglos sociopolíticos, culturales-discursivos y económico-materiales, que de manera relacional a otras prácticas tienden a ampliar sus posibilidades de cambio y orientar el movimiento de lo educativo hacia ciertos fines socialmente proyectados.
La noción de arquitecturas relacionales, además de reivindicar la presencia de la pluralidad y el papel crucial de las interacciones y relaciones en los ámbitos educativos, representa también una oportunidad tanto de caracterizar las estructuras normativas de las distintas clases de prácticas, como de sistematizar las redes de prácticas (sobre todo aquellas de investigación pedagógica) que impactan mayormente en las actividades de los practicantes de la educación.
Para Hicks y Stapleford (2016), la historicidad de una práctica deriva de su carácter normativo, pero no sólo eso. Si bien este carácter normativo de las prácticas permite una comprensión de las materialidades que definieron el pasado y el presente educativo, también se vuelve fundamental para entender los aspectos epistemológicos que configuran la generación de conocimiento en, sobre y para lo educativo.
Como señalan al respecto Martínez y Huang (2015), la normatividad está implícita y distribuida en la geografía o arquitectura de las prácticas que se norman mutuamente en diferentes aspectos que se establecen a través de la historia de las prácticas humanas.
Por consiguiente, a través del análisis (empírico, sobre todo) de los componentes de las prácticas descritos por Olivé (2007) es posible caracterizar (sociohistórica y epistemológicamente), por ejemplo: cómo los fines, métodos y estándares normativos de una práctica pueden migrar hacia otra práctica; las clases de conflictos (de valores, ideológicos, políticos) que se establecen entre unas y otras prácticas; los conjuntos de estándares que se usan para la producción de nuevo conocimiento educativo; las formas en cómo se valorizan e interpretan los fines de la educación; las herramientas metodológicas que se consideran valiosas y legítimas en ciertos arreglos sociopolíticos, económico-materiales y culturalesdiscursivos; y las condiciones en las que se generan diferentes clases de conocimientos pedagógico-educativos (Hicks y Stapleford, 2016). Como señalan Martínez y Huang:
Las diversas comunidades, aunque usen las mismas palabras para caracterizar sus fines, los recortan de maneras diferentes, dependiendo en buena medida de las técnicas y artefactos (modelos e instrumentos) propios de cada práctica… Es en la participación en prácticas científicas donde se heredan estándares y normas a través de los procesos de aprendizaje que transforman a los participantes en expertos… (2015: 88).
De igual manera, dar cuenta de estos componentes puede resultar útil no sólo para delimitar hasta dónde llega una práctica educativa, sino para describir cómo dicha práctica forma y transforma tanto al (los) que la realiza(n), como al complejo ecológico de prácticas donde la educación ocurre. Tal práctica, en tanto, requiere de un trabajo empírico que permita identificar cómo ciertas normas específicas de una práctica particular se ajustan y relacionan con ciertos contextos sociales, históricos y geográficos particulares (Hicks y Stapleford, 2016).
Si la práctica transforma el mundo donde se lleva a cabo, y al hacer esto se aproxima explícitamente a la visión marxista de la praxis, en el sentido de que toda práctica hace historia, los estudios de prospectiva educativa no podrían prescindir de un abordaje basado en prácticas educativas, en la medida en que:
…la agenda de transformación necesita apuntar al cambio de estas prácticas, y no sólo concentrarse en una de ellas a la vez. En tanto su interdependencia ecológica, la transformación del sistema educativo requiere la transformación de estas cinco clases de prácticas y las arquitecturas en las que éstas se sostienen… (Kemmis et al, 2014: 51).
El propio Latapí, al reflexionar sobre la influencia de la investigación educativa en la política educativa, reconocía el valor de lo “micro” como una forma de acercamiento a la operación cotidiana del sistema escolar y como una aproximación necesaria para “hacer que las reformas perduren”; comprender y transformar la realidad de las aulas implica identificar “… las innovaciones en pequeña escala y la introducción de las ‘buenas prácticas’ en procesos de reforma educativa que se basan en el convencimiento boca a boca de maestros por maestros…” (Latapí, 2008: 7).
En suma, la teoría de las arquitecturas de prácticas ofrece una manera localista, historicista y pluralista (Martínez y Huang, 2015) de teorizar acerca de la educación y la Pedagogía que reconecta la praxis individual y la colectiva como expresiones de los propósitos de la educación; que reconceptualiza la forma de entender la teoría y la práctica; y que posiciona a esta última como unidad de análisis para un estudio (empírico, crítico, interpretativo) de una educación situada, esto es, anclada en contextos locales, con arreglo a ciertos conjuntos de normas, valores y creencias que condicionan y diversifican la manera de conceptualizar la educación a través de tiempos y lugares diferentes.
Localista, en tanto que permite identificar las normas locales propias de prácticas educativas específicas y sus intercambios y flujos con otras prácticas, para configurar, así, proyectos educativos distinguibles; historicista, en la medida en que estas normas se sitúan, estabilizan y cambian en contextos históricos particulares; pluralista, porque en diferentes prácticas habrá distintos tipos de estándares para identificar aquello que se considera legítimo (de comprender y explicar o de contar como explicación o prescripción) dentro del campo educativo.
No se trata, pues, de pensar que la educación en el post-positivismo puede prescindir de una teoría educativa, sino de comenzar a mirar, desde la perspectiva basada-en-prácticas, nuevas maneras de aproximarse a lo educativo en sus contextos sociales, históricos, culturales y, sobre todo, epistemológicos.