Introducción
El aprendizaje cooperativo (AC) no es un recién llegado al mundo de la educación; por el contrario, ha sido objeto de multitud de investigaciones debido a su efectividad en relación con los logros académicos y con el desarrollo afectivo, cognitivo y social del alumnado (Trujillo y Ariza, 2006). En este sentido, el AC representa una de las prácticas educativas que se han implementado con más éxito en las últimas décadas (Johnson y Johnson, 2009). Su utilización como metodología y práctica alternativa a la enseñanza tradicional ha demostrado su eficacia en cientos de estudios en todo el mundo (Slavin, 2011). De hecho, se estima que son tan importantes las aportaciones del AC que está considerado como una herramienta metodológica capaz de dar respuesta a las diferentes necesidades que presentan los individuos del siglo XXI (Johnson y Johnson, 2014).
Vivimos en un mundo globalizado en el que la adquisición de habilidades para la cooperación resulta imprescindible. Según Santos et al. (2013), la convivencia de una gran diversidad de personas en las sociedades actuales ha puesto de manifiesto la necesidad de que todas ellas sean capaces de cooperar entre sí. Esta diversidad ha hecho que el profesorado con frecuencia se sienta rebasado por la heterogeneidad existente en las clases y por la exigencia de proporcionar una adecuada atención a todas las necesidades de sus alumnos (Muñoz et al., 2016). En dicha situación, el AC -en tanto herramienta útil para responder a la diferencia- ha provocado altas expectativas en lo que a la resolución de problemas educativos se refiere (López y Acuña, 2011).
No obstante, voces críticas hacia este modelo advierten de que quizás habría que ponderar las esperanzas puestas en el AC como elemento capaz de remediar, a modo de panacea, todas las dificultades que surgen en el ámbito de la educación (Cobas, 2016). La realidad de nuestro sistema educativo es que la cultura de colaboración brilla por su ausencia y lo que prima es la competitividad, la jerarquización y la exclusión de las personas que están menos capacitadas (Imbernón, 2000; Lorente, 2006). Así pues, cabría plantear el interrogante acerca de cómo una ciudadanía que ha sido educada para competir, puede llegar a cooperar. A este respecto, Moriña (2011: 202) afirma que “no sólo se coopera para aprender, sino que previamente se tiene que aprender a cooperar”. Por su parte, Riera (2011: 147) se refiere a la metodología del aprendizaje cooperativo como “un recurso para atender a la diversidad, pero también como contenido a aprender, teniendo en cuenta la pluralidad de diferencias individuales y realidades personales que abarca un modelo educativo inclusivo”. Con base en lo anterior, creemos que debería revalorizarse la enseñanza del AC desde la etapa infantil hasta la universitaria, considerándolo como contenido transversal del currículo, con vistas a la formación de una ciudadanía crítica y responsable, acorde con el modelo de renovación pedagógica al que toda sociedad plural y democrática debiera aspirar.
Asimismo, hay que reconocer que los programas cooperativos se utilizan desde hace ya bastante tiempo como vehículo para la inclusión en las escuelas (Putnam, 1998). Evidentemente, esto ha hecho que el AC se considere actualmente como un método de buenas prácticas que es apto para, entre otros aspectos: 1) responder a las necesidades de todo el alumnado y promover que todos y todas pueden participar y sentirse valorados (Pujolás, 2008; 2012); 2) aportar al profesorado una metodología útil que le permita superar aspectos como la dificultad de adaptación a la diversidad, el comportamiento disruptivo o la falta de motivación hacia el aprendizaje (Gillies y Boyle, 2006); y 3) generar un clima favorable en el aula para la inclusión real del alumnado inmigrante (León et al., 2011).
En el campo de la investigación educativa se encuentran experiencias de cooperación entre iguales que utilizan esta metodología como recurso eficaz para la educación inclusiva (Heredia y Duran, 2013; Lata y Castro, 2016); el AC ayuda a imaginar un aula inclusiva, pues resulta difícil pensar en una escuela que sea inclusiva si en ella no se llevan a cabo prácticas colaborativas (Moriña y Parrilla, 2006). Recientemente, Azorín y Ainscow (2018) han señalado la importancia de guiar a las escuelas en su viaje hacia la inclusión, un trayecto en el que ineludiblemente el AC, y los valores que implica, cumplen un papel destacado.
El objetivo de este ensayo es abordar la evolución que ha tenido el concepto de AC desde su aparición en la literatura especializada y describir los distintos elementos que lo conforman, así como las técnicas, grupos y modelos que se han formulado en torno a dicha temática. Paralelamente, el trabajo que aquí se presenta pone el foco de atención en la formación del profesorado en el método de aprendizaje cooperativo (MAC), ya que consideramos que el dominio de este método es un elemento esencial para el adecuado desempeño laboral. Por último, se reflexiona -desde un sentido crítico- acerca de las ventajas que se derivan de la aplicación del MAC en las aulas, y de las resistencias con las que se encuentra el colectivo docente cuando trata de utilizar este método en el campo de la enseñanza.
Evolución conceptual
Como puede verse en el Cuadro 1, el concepto de aprendizaje cooperativo ha ido evolucionando con el paso de los años. Las diferentes investigaciones que ofrece la literatura sobre esta temática ponen de manifiesto las finalidades que se le han asignado al AC en la línea del tiempo que va desde finales de los años cuarenta del siglo XX, cuando este método se conceptualizaba cercano a la búsqueda de la eficiencia, hasta nuestros días, que se valora como estrategia para la inclusión.
Finalidad | Enfoque | Definición |
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Correlación positiva de logros | Condicional | Desde el punto de vista de la psicología social, Deutsh (1949), según la perspectiva de Kurt Lewin, define una situación social cooperativa como aquélla en la que las metas de los individuos separados van tan unidas que existe una correlación positiva entre sus logros, de modo que un individuo alcanza su objetivo sólo si los otros miembros también alcanzan el suyo. |
Objetivos compartidos | Grupal | Para Johnson y Johnson (1991), cooperar significa trabajar juntos para lograr objetivos compartidos. Posteriormente, Johnson et al. (2013) amplían esta definición indicando que el AC es el uso de pequeños grupos con el objetivo de que los estudiantes trabajen juntos y maximicen su propio aprendizaje y el de los otros, lo que implica, intrínsecamente, la adquisición de contenidos curriculares junto con el desarrollo de habilidades asociadas a este respecto. |
Santos et al. (2009: 291) aluden al concepto de AC como “un enfoque pedagógico en el que se da una estructuración tal del aprendizaje que grupos heterogéneos de alumnos pueden trabajar juntos hacia el logro de una meta compartida en el mismo proceso de aprendizaje” (cursivas añadidas). Por tanto, cada estudiante no se responsabiliza de forma única y exclusiva de su aprendizaje, sino también del de los otros miembros del grupo. | ||
Según Muñoz et al. (2016: 139), “el aprendizaje cooperativo es un enfoque pedagógico donde los estudiantes trabajan en pequeños grupos heterogéneos para conseguir una meta común” (cursivas añadidas). | ||
Cobas (2016: 161) indica que “el aprendizaje cooperativo es una estrategia, a la par que metodología de innovación, que promueve de forma activa la participación del alumno, basado en la ayuda mutua y bajo la dirección activa del profesor”. Por consiguiente, puede resumirse que constituye un método docente donde el aprendizaje es de todos y para todos, con la participación en pequeños grupos y el desarrollo de la enseñanza sobre la base del trabajo en grupo. | ||
Interacción | Relacionista | Por otra parte, Kagan (1994) sostiene que el AC tiene que ver con una serie de estrategias instruccionales que incluyen la interacción cooperativa de estudiante a estudiante, utilizando como leitmotiv para ello un tema, que se convierte en parte integral de su proceso de aprendizaje. |
En esta misma línea, Lobato (1998) entiende el AC como un enfoque interactivo que implica que los estudiantes aprendan unos de otros. | ||
Cooperar para aprender | Motivacional | Para Pujolás (2004: 98), “la estructuración cooperativa del aprendizaje supone la organización de la clase de tal manera que los alumnos tengan la oportunidad de cooperar (ayudarse los unos a los otros) para aprender mejor los contenidos escolares, y aprender al mismo tiempo a trabajar en equipo” (cursivas añadidas). Un tiempo después, Pujolás (2008: 14) completa esta definición indicando que el AC puede ser definido como “el uso didáctico de grupos reducidos de alumnos y alumnas (generalmente, de cuatro a cinco) que trabajan en clase en equipos, con el fin de aprovechar la interacción entre ellos mismos y aprender los contenidos curriculares cada uno hasta el máximo de sus capacidades, y aprender, a la vez, a trabajar en equipo”. |
Responder a la diversidad | Inclusivo | Recientemente, la Fundación Mapfre (2016: 3) publicó El trabajo cooperativo como metodología para la escuela inclusiva, donde se admite que la inclusión educativa plantea: 1) la diversidad como un aspecto natural e inherente a la humanidad; 2) la diferencia como un valor y 3) la enseñanza como un reto al que se enfrenta el profesorado, que debe garantizar una respuesta de calidad. En este contexto, el AC se presenta como “una de las herramientas que pone en marcha y desarrolla la transmisión de estos valores indispensables para la vida en sociedad, una sociedad diversa en cuanto a aptitudes, creencias y culturas”. |
Las finalidades que contempla el aprendizaje cooperativo son: 1) la correlación positiva de logros; 2) la adquisición de objetivos compartidos; 3) el desarrollo de procesos de interacción; 4) la cooperación como elemento clave para el aprendizaje; y 5) la respuesta a la diversidad. Esta clasificación del AC nos permite ubicar los diferentes enfoques por los que ha ido transitando ese concepto, desde sus inicios hasta la actualidad: se parte de una situación cooperativa condicional, inherente a este proceso; es grupal, es decir, prima la organización del trabajo mediante grupos heterogéneos con objetivos compartidos; es relacionista, ya que un elemento fundamental es la relación interactiva que se produce en el equipo cooperativo; es motivacional, en tanto que parte de la visión del método como oportunidad para generar un impulso positivo hacia el aprendizaje; y es inclusivo, ya que se utiliza como un medio para responder a la diversidad del alumnado. Asumimos, pues, que los MAC actúan como “estrategias sistemáticas que pueden ser utilizadas en cualquier curso o nivel académico y aplicarse en la mayoría de las asignaturas de los currículos escolares” (Cordero y Luna, 2010: 195).
En este punto conviene distinguir entre aprendizaje cooperativo y aprendizaje colaborativo. Durán (2015) afirma que en el aprendizaje colaborativo los propios participantes: 1) organizan la interacción dentro del grupo; 2) eligen a sus compañeros o colegas; 3) tienen una motivación alta para lograr el objetivo; y 4) disponen de habilidades sociales para trabajar en equipo. En esta dirección, Durán y Monereo (2012) matizan que el aprendizaje colaborativo se caracteriza por un formato menos estructurado y más simétrico, donde: 1) las tareas son definidas por los integrantes (no por el profesorado); 2) la responsabilidad es individual y grupal (mientras que en el cooperativo se divide entre los componentes del grupo); y 3) el trabajo es conjunto, lo que implica que raramente se divide, como sí sucede en el caso del AC.
Elementos de la estructura cooperativa
Los cinco elementos principales que toda estructura de AC debe contener son los siguientes (Johnson y Johnson, 1987, 2009; Johnson et al., 1999; 2013):
Interdependencia positiva mutua. Esta característica se pone de manifiesto cuando los integrantes del grupo sienten que están vinculados con los demás de forma que no pueden alcanzar el éxito si el resto tampoco lo hace. Esto supone que los componentes del grupo dependen unos de otros para lograr el objetivo de aprendizaje. Según advierten González et al. (2011), entre las claves del éxito del AC se encuentra romper con los esquemas de aprendizaje de naturaleza competitiva (yo gano si tú pierdes) e individualista (yo gano o pierdo independientemente de lo que te pase a ti). En definitiva, se trata de defender las metas comunes y personales para garantizar la percepción de logro individual y grupal. Gavilán y Alario (2012) opinan que cuanto mejor esté establecida la interdependencia positiva, con mayor facilidad se producirá el conflicto cognitivo. Este conflicto surge cuando las opiniones o ideas que aportan los demás son incompatibles con las nuestras, lo que nos conduce a tratar de llegar a un acuerdo a través de una discusión en la que se defienden distintos puntos de vista, se contrastan opiniones variadas y se justifican razonamientos diversos. Al respecto, Gavilán (2009) afirma que la necesidad de resolver el conflicto es lo que lleva a la búsqueda de información, a la reconceptualización del conocimiento, y al cuestionamiento de lo ya sabido.
Interacción promotora (también denominada “cara a cara” o “simultánea”). Con respecto al proceso de interacción, Kagan (1994) afirma que la suma de las partes que interactúan es mejor que la suma de las partes. Para que este tipo de interacción pueda producirse, debe darse un contacto presencial entre los miembros del equipo de trabajo. Concretamente, este elemento consiste en ayudar, alentar, favorecer o elogiar al compañero o compañera el esfuerzo que hace por aprender, con el objeto de contribuir al avance del grupo. Según indican Torrego y Negro (2012), los estudiantes necesitan relacionarse, interactuar, sostener y promover los esfuerzos de aprendizaje de sus iguales. Por tanto, los miembros del grupo tienen que estar en contacto unos con otros durante la tarea, activándose mutuamente. El fin último es que los componentes que forman parte de estos equipos se animen y apoyen durante el trabajo. En esta dirección, Kagan (1994) hace referencia a que la interacción ha de ser simultánea para que se den las conexiones necesarias entre los estudiantes durante la realización de la tarea. No obstante, hay que saber identificar los diversos resultados que se obtienen al trabajar de forma grupal: no es lo mismo el trabajo en equipo cuando el resultado final se obtiene a través de una interacción, que cuando las aportaciones de cada persona solamente se suman al resto de trabajos del grupo (Pedreira y González, 2014).
Responsabilidad individual y grupal. El AC está basado en la idea de la reciprocidad del esfuerzo, lo que pone la mirada no sólo en el progreso individual, sino también en el colectivo. De este modo, se incide en la importancia del compromiso personal para que los demás mejoren su aprendizaje. A este respecto, García et al. (2001) afirman que este elemento se materializa en la práctica cuando cada miembro del grupo aprende a detectar quién necesita más ayuda y estímulo para completar la tarea. Hay, por lo tanto, una responsabilidad personal y un rendimiento individual, puesto que cada miembro del grupo es responsable de una parte del trabajo global. Para Fernández (2017), es necesario comprender que cada componente del grupo tiene una responsabilidad directa de una parcela del trabajo global del grupo, y que debe responder a ella en beneficio del mismo. En este caso, cada miembro ha de desarrollar y cumplir con los compromisos adquiridos para la culminación de la tarea propuesta.
Procesamiento grupal (se refiere a un proceso de autorregulación y de autoevaluación del grupo). Este elemento se relaciona con el momento de la evaluación o valoración del aprendizaje, conductas, relaciones, actitudes y habilidades de las diferentes personas que forman parte del equipo. En este apartado se alude a tres tipos de evaluación implicados en el aprendizaje cooperativo: 1) evaluación del aprendizaje individual o grupal; 2) evaluación entre iguales (coevaluación); y 3) autoevaluación. Para comprender esta clasificación, resulta útil contar con la descripción que proponen Johnson y Johnson (2014: 16):
La evaluación individual implica reunir información sobre la calidad o la cantidad del cambio experimentado por un alumno, mientras que la evaluación en grupo reúne información sobre la calidad o la cantidad del cambio experimentado por un grupo en su conjunto. La evaluación la puede llevar a cabo el proceso, pero también los compañeros de clase y uno mismo. La coevaluación se produce cuando son los compañeros los que recaban información sobre la calidad y la cantidad del cambio experimentado por un alumno. La autoevaluación se da cuando una persona reúne información sobre la calidad o la cantidad del cambio experimentado por ella misma.
De acuerdo con la temática de la evaluación, algunos instrumentos que han sido elaborados recientemente para valorar las experiencias de AC son los siguientes: el cuestionario ACOES (análisis del trabajo cooperativo en educación superior) de García et al. (2012); la escala de aplicación del aprendizaje cooperativo (Atxurra et al., 2015); el cuestionario de aprendizaje cooperativo de Fernandez et al. (2017); y el cuestionario de potencia de equipos de aprendizaje (León et al., 2017).
Habilidades interpersonales o grupales (también denominadas habilidades sociales, comunicativas o cooperativas). Este tipo de habilidades se utiliza durante el trabajo en grupos de personas que presentan un perfil heterogéneo de intereses, necesidades y capacidades (Traver y Rodríguez, 2010). Son habilidades que tienen que ver con el liderazgo social y con la destreza para entenderse y coordinarse con los demás, generar confianza y saber gestionar los conflictos. Con respecto a esto, Moya y Zariquiey (2008) subrayan la importancia de abordar tres dimensiones básicas dentro del AC: la colaboración, el diálogo y la resolución pacífica de conflictos. Precisamente, para que el grupo tenga éxito tienen que darse estas actitudes y destrezas. Fruto de todo el trabajo anterior, el alumnado desarrolla aspectos que son elementales en la relación con otros, como saber escuchar, respetar los turnos de palabra o criticar ideas de forma constructiva. En consecuencia, los componentes del grupo desarrollan habilidades de comunicación interpersonal (animar, felicitar, escuchar activamente), para la gestión (respetar, compartir, gestionar, mediar) y de liderazgo (orientar, explicar, sugerir, dirigir). El dominio de estas habilidades permite que los estudiantes aprendan a comunicarse, a organizar el trabajo, a tomar decisiones de manera consensuada, a alcanzar acuerdos, a evaluar las tareas realizadas y a valorar sus relaciones con el resto de los miembros del grupo. Todo ello se hace a través de la enseñanzaaprendizaje de técnicas de escucha activa, de participación y de debate.
A los cinco elementos constitutivos del AC, Kagan (1994) añade la igualdad de oportunidades de participación (también denominada participación equitativa); implica que el docente debe crear estructuras de trabajo en el aula que garanticen que todos los estudiantes de un grupo tengan participación en la tarea, puesto que a la hora de formar grupos para trabajar hay que propiciar que todos y todas puedan intervenir. Esto se corresponde con la labor de reflexión y de planificación que desempeñan los docentes para garantizar que dicha igualdad está presente en la dinámica de trabajo del grupo cooperativo. En relación con esto, González et al. (2011: 192) plantean que:
La cooperación estimula y exige la igualdad de oportunidades, en donde todos sus componentes tienen un papel de relevancia y en donde cada cual es reconocido como participante valioso, independientemente de su sexo, origen étnico, religión o situación socioeconómica. Pero previamente, cooperar se edifica a partir de la igualdad en el trato y en dignidad, sin negar o eliminar las diferencias en capacidades, ritmos cognitivos o talentos, más bien reconociéndolos y aprovechándolos pedagógicamente.
En síntesis, no debe pasarse por alto que los contextos heterogéneos donde tienen lugar las prácticas de AC contribuyen a desarrollar la tolerancia y otorgan verdaderas oportunidades de construir relaciones de igualdad (Díaz-Aguado, 2003).
Técnicas, tipología de grupos y modelos
Se han formulado muchas técnicas para el desarrollo del AC, por ejemplo (Trujillo y Ariza, 2006; López y Acuña, 2011): student team learning (STL), student teams achievement divisions (STAD), teams games tournament (TGT), team assisted individualization (TAI), cooperative integrated reading and composition (CIRC), rompecabezas (Jigsaw), aprendiendo juntos (learning together), investigación de grupo (group investigation), y cooperación guiada (scripted cooperation, SC). Todas ellas ponen en valor la puesta en marcha de procesos de cooperación en el escenario escolar. En este sentido, es importante adquirir conciencia de la diversidad de propuestas que se encuentran a disposición del profesorado para su aplicación en las aulas.
Con respecto a los grupos de aprendizaje, Johnson et al. (2006) diferencian cuatro tipos:
Grupo de pseudoaprendizaje. Sus integrantes acatan la consigna de trabajar juntos, pero cada uno ve a los demás como rivales y se centra en sus metas individuales, sin conseguir, por tanto, una identidad grupal.
Grupo de aprendizaje tradicional. Sus miembros trabajan juntos y se reparten las tareas, pero éstas no requieren un trabajo conjunto y habitualmente cada uno espera sacar algo del intercambio con los otros.
Grupos cooperativos. Sus miembros trabajan juntos de buen grado, emplean diferentes técnicas y dinámicas grupales, comparten un objetivo común, entienden que su rendimiento depende del esfuerzo colectivo, promueven el buen rendimiento de los demás y se prestan apoyo mutuo, lo que los motiva.
Grupo de AC de alto rendimiento. Reúne las características del anterior, pero se diferencia de él por el éxito del grupo y por su elevado nivel de compromiso recíproco. Este tipo de grupo suele ser escaso porque la mayoría de los grupos no llega a alcanzar tal nivel de desarrollo en términos de cooperación.
Junto a la concreción de estos grupos en torno a la investigación sobre AC han ido apareciendo en los últimos años distintos modelos que ofrecen orientaciones sobre cómo proceder para la aplicación de estructuras cooperativas de manera efectiva. Un ejemplo de ello es el trabajo de Velázquez (2015), que ha dado forma a una secuencia de acciones a través de su enfoque de co-pedagogía (o pedagogía de la cooperación) en el que identifica cinco fases: 1) provocar un conflicto; 2) desarrollar los principios de la lógica de la cooperación; 3) aplicar la lógica de la cooperación; 4) aprender a través de la cooperación; y 5) generar aprendizaje autónomo.
Finalmente, Slavin (2014) plantea la existencia de cuatro perspectivas teóricas: 1) motivacional, que se relaciona con la estructura de la meta desarrollada por los docentes en las diferentes tareas planteadas, ya que ésta es la que consigue motivar a los estudiantes hacia el aprendizaje; 2) cohesión social, donde las relaciones que se establecen entre los miembros de un grupo son las que consiguen que se ayuden unos a otros a aprender; 3) cognitiva, que señala que, para aprender, los estudiantes deben realizar una reestructuración cognitiva de los nuevos contenidos; y 4) del desarrollo, en la que la interacción entre estudiantes con diferentes niveles de desarrollo en distintos aspectos logra estimular en mayor medida las capacidades de cada individuo por sí solo.
Más recientemente, Fernández (2017) presentó el denominado ciclo del aprendizaje cooperativo, que consta de tres fases, imbricadas unas en otras:
Creación y cohesión de grupo. El objetivo principal de esta fase es construir grupos/clases donde todos los estudiantes aprendan que pueden trabajar unos con otros, mientras comienzan a experimentar las “bondades” de cooperar con otras personas. Esta primera fase se divide en cuatro subfases: presentación, rompehielos, confianza y autoconocimiento.
El AC como contenido para enseñar y aprender. El propósito de esta fase es enseñar al alumnado a usar este método a través de fáciles y simples técnicas.
El AC como recurso para enseñar y aprender. Si el docente ha seguido el ciclo, en este punto los estudiantes ya tienen cierta experiencia de trabajo en contextos cooperativos; por lo tanto, pueden plantearse estructuras de clase donde ellos se vean reforzados a cooperar de manera regular.
Por último, en este contexto de estudio es también destacable el trabajo de Pujolás (2009), quien formuló el denominado grado de cooperatividad de un grupo para indicar hasta qué punto este colectivo tiene la cualidad (el atributo) de cooperativo, y concluye que esta eficacia depende de dos variables: la cantidad de tiempo que un grupo trabaja en equipo; y la calidad de este trabajo según una serie de factores basados en los elementos fundamentales del AC.
La formación del profesorado en el MAC
Para que el AC sea un método utilizado en los centros educativos, el profesorado debe adquirir previamente una adecuada formación basada en el uso de estrategias para la cooperación (Santos et al., 2009). Según Moriña (2011), es prioritario que a los procesos de puesta en práctica del AC le acompañen actuaciones de asesoramiento y de formación, con el objeto de que el docente se sienta más seguro a la hora de introducir cambios metodológicos en su aula. En ocasiones, el desuso de este método en la enseñanza radica en la escasa formación que el profesorado recibe sobre este tema durante su titulación universitaria. De hecho, se ha llegado a afirmar que la puesta en práctica del AC no está al alcance de las habilidades adquiridas por los docentes en su formación inicial (Goodyear y Casey, 2015). Es por ello que cada vez es más evidente la necesidad de propiciar espacios, recursos, medios y horarios para incorporar esta metodología a la formación inicial docente (León y Latas, 2007), sobre todo si lo que se pretende es que posteriormente los futuros docentes la apliquen en su práctica profesional. En cualquier caso, pese a que en el ambiente de la educación superior siguen primando las clases magistrales, debe admitirse que las investigaciones de los últimos años están revitalizando el empleo del AC en el contexto académico universitario (Barba et al., 2012; Carrasco y Giner, 2011; Domínguez et al., 2012; Guisasola et al., 2013; Pegalajar y Colmenero, 2013). En este campo, destaca la propuesta de formación del profesorado universitario en el MAC de Cordero y Luna (2010); la experiencia de formación en AC para estudiantes del máster del profesorado (futuros docentes) de Palomares y Chisvert (2016); así como el trabajo de Gil (2015), en el que se exploran con acierto las percepciones del alumnado acerca de este método.
En suma, diferentes profesionales de la educación aluden a la importancia de la formación del profesorado en la implantación de técnicas de AC en el aula (Lago et al., 2015b; Pérez et al., 2009). Desde nuestro punto de vista, sin embargo, no podemos quedarnos en la retórica de que la insuficiente formación inicial que recibe el profesorado justifica que el AC no sea utilizado todo lo que debiera en las escuelas, puesto que desde los propios centros educativos también pueden planificarse procesos de formación docente. Por lo tanto, tal y como indica Fernández (2017), quienes nos encontramos en el terreno de la formación y de la investigación tenemos la obligación de desarrollar y proporcionar estructuras que faciliten la labor de implementación de este tipo de modelos.
En esta línea, el trabajo de Pedreira y González (2014) aborda una experiencia de formación de docentes en un centro escolar durante tres cursos académicos consecutivos mediante un plan de mejora compuesto por las siguientes etapas:
Introducción. El primer año consistió en una formación teórica sobre el MAC. En esta fase se programaron las primeras prácticas, que fueron realizadas de forma más esporádica que sistémica. Ello implicó cambios en la estructura de las aulas y nuevas experiencias en las que se introdujeron dinámicas de cohesión de grupos.
Generalización. Tras la fase de introducción, se acometió la generalización del AC de manera que en la práctica el centro educativo asumió una mayor autonomía. Ello incluyó la incorporación de este método en las unidades didácticas o programaciones docentes. A lo largo del curso se hizo gran hincapié en los planes de equipo y en las carpetas de aula.
Consolidación. En esta última fase el proceso de formación se vinculó con la modalidad de seminario permanente. Así, se afianzó todo aquello que se había aprendido en los cursos precedentes y, paralelamente, este tercer año sirvió de antesala para la implicación de otros proyectos educativos que entroncaron con la filosofía del AC.
Sin duda, esta experiencia formativa podría extrapolarse a otros entornos escolares. En definitiva, coincidimos con León et al. (2011), quienes reivindican el AC como un contenido esencial en la formación inicial del profesorado, no sólo por sus efectos positivos sobre las variables académicas, afectivas y sociales que promueve este método (a las que nos hemos referido anteriormente), sino también porque supone una alternativa metodológica a modelos más directivos e individualistas que generan deficiencias formativas en el alumnado, tales como dependencia intelectual, inseguridad en la solución de situaciones, nula participación y escasa capacidad crítica y de reflexión.
Resistencias al uso del AC en la enseñanza
A pesar de los resultados de estudios que avalan los beneficios del MAC, hay que reconocer que no se utiliza con la frecuencia que sería deseable en los centros educativos. Muchos docentes manifiestan trabajar con este método en sus clases, pero sólo una minoría lo hace de forma continua, más allá de ocasiones puntuales (Velázquez, 2015). Algunas de las causas por las que sucede esto, según Moriña (2011: 202) son las siguientes:
A veces existe desconocimiento o falta de formación al respecto. Otras veces se cree que la mejor forma de enseñar es a través de métodos tradicionales centrados en el profesorado. Otra explicación puede ser que se considere que no es posible gestionar la diversidad de las aulas y, por lo tanto, no se perciba la necesidad de cambio. Y en otras ocasiones se puede confundir aprendizaje cooperativo con trabajo en grupo; pero, como sabemos, simplemente poner a los alumnos y alumnas en grupos y decirles que trabajen juntos no es suficiente.
Por su parte, León et al. (2011) advierten que entre los motivos del escaso uso del AC en las aulas se encuentran los siguientes: formación pedagógica insuficiente del profesorado, inercia de la enseñanza tradicional y preocupaciones con respecto a la pérdida de control sobre la clase y a no cubrir todo el programa porque las actividades cooperativas llevan más tiempo, así como la responsabilidad por una evaluación justa.
Algunos de los problemas, miedos y errores que se han señalado para explicar su limitado uso son los siguientes (Fernández et al., 2013; Omeñaca y Ruiz, 1999):
La tendencia a reproducir planteamientos didácticos vividos como estudiante o recibidos en la formación docente inicial. Hasta hace un tiempo, el AC no era un planteamiento metodológico que se reforzara en las escuelas, ni tampoco en las universidades.
El uso desmedido de la competición como elemento motivador incluso en las actividades cooperativas. A veces la motivación puede causar un efecto contrario del que se pretende.
Las reticencias a un cambio de rol docente que se identifica con una “pérdida del control de la clase”. Cooperar supone hablar, discutir, reflexionar en voz alta, factores que erróneamente pueden asociarse con la ineficacia docente por no poder “controlar la clase”.
Las reacciones negativas ante los compañeros y compañeras de grupo por no “lograr ser los primeros” en las actividades. A pesar de que las tareas propuestas pueden no haber sido planteadas de manera competitiva, pervive en los estudiantes el sentimiento de “terminar antes que otros”.
Síntesis sobre las ventajas que tiene la aplicación del AC en las aulas
A modo de conclusión, en este artículo se presenta un ensayo que recupera información relevante sobre el AC y reflexiona acerca de las resistencias y formas de promover el uso de este método en el proceso de enseñanzaaprendizaje. Es cierto que cada vez son más las publicaciones recientes que abordan experiencias prácticas basadas en estructuras cooperativas (Camilli et al., 2012; Fernández y Méndez, 2016; Tirado et al., 2011; Lavega et al., 2014; Gómez y Hernando, 2016; Vergara, 2012), lo que da cuenta del interés que despierta este campo de estudio. De igual forma, tal y como se expone en este último apartado, son abundantes las investigaciones que avalan con rigor y evidencia empírica suficiente las ventajas que tiene el uso del AC en las aulas. En diferentes estudios este método se presenta como una estrategia innovadora que puede ayudar a resolver los problemas más acuciantes del ámbito educativo, como el fracaso escolar, la falta de motivación hacia la enseñanza, la relación autoritaria profesor-alumno, el maltrato entre iguales y la necesidad de abordar la multiculturalidad (León et al., 2016).
Según Domingo (2008), entre las bondades del AC destaca que los estudiantes se involucran en su propio proceso de aprendizaje, se implican con la materia de estudio y con sus iguales, e incrementan el nivel de aprendizaje mediante la interacción. En esta línea, Slavin (1991) explica que al aplicar el MAC se mejoran el rendimiento y las relaciones interpersonales, se desarrollan destrezas de pensamiento y se incrementan las habilidades de colaboración. Otros trabajos revelan su influencia en la mejora del desarrollo académico, personal y social del alumnado (Santos y Slavin, 2002; Pérez y Poveda, 2008). Evidentemente, cuando se hace uso de este método lo que se busca es romper con el individualismo tradicional del aprendizaje que desde tiempos remotos se ha venido ejerciendo en la educación (Blanco, 2009), así como disminuir la exclusión y la violencia, mejorando con ello la convivencia escolar en el aula (Díaz-Aguado, 2006). A este respecto, Johnson y Johnson (2000) afirman que el AC es una herramienta que mejora las relaciones entre los diversos grupos de estudiantes y proporciona una mayor atracción interpersonal.
Por otro lado, la estructuración cooperativa de las actividades de aprendizaje favorece que se asuman responsabilidades, contribuye a la educación para la democracia y promueve un sentimiento de estima hacia la heterogeneidad. Desde el punto de vista de la atención a la diversidad, el AC impulsa actitudes más positivas hacia la diferencia. Asimismo, trabajar en estructuras cooperativas aumenta la sensibilidad social y la empatía hacia los demás, se asume la capacidad de liderazgo, cooperación, solidaridad y búsqueda del bien común, y disminuye el egocentrismo (Gracia y Traver, 2016; Martínez, 2013; Lago et al., 2015a; Ruiz et al., 2012; Valdebenito y Durán, 2013). En esta misma dirección, León y Latas (2007: 274) afirman que “el aprendizaje cooperativo constituye una metodología eficaz para desarrollar el sentido crítico y de tolerancia, trascendiendo lo estrictamente académico y facilitando la práctica de hábitos de cooperación, solidaridad y trabajo en grupo”. Para terminar, hacemos eco del trabajo de Oberto (2014), en el que se concluye que el AC es importante porque: 1) permite al alumnado desarrollar habilidades sociales; 2) posibilita al profesorado aumentar el rendimiento estudiantil y asegurar el logro de los objetivos de la instrucción; y 3) hace que el país en su conjunto se beneficie de tener ciudadanos dispuestos a trabajar en equipo para construir una sociedad mejor.