Introducción1
En los últimos 50 años la protección ambiental ha tenido un desarrollo discontinuo a nivel mundial, tanto como resultado de circunstancias cambiantes y esfuerzos desiguales, como de políticas internacionales que han quedado, las más de las veces, a expensas de los dogmas económicos neoliberales fortalecidos con la globalización. Estas políticas han erosionado numerosos logros alcanzados en las décadas de los años ochenta y noventa del siglo pasado, y con ello se ha difuminado gran parte del peso relativo adquirido por el medio ambiente en los procesos de toma de decisiones y en las prioridades sociales. Lo anterior principalmente a partir de la crisis que deprimió las finanzas mundiales desde los años 2008 y 2009, y las políticas mal llamadas de “austeridad” con las que se ha intentado responder radicalizando el modelo económico que, paradójicamente, está en las raíces más profundas de dicha crisis.
Latour es aún más pesimista en la lectura de la coyuntura actual. Para él, lejos de ser una consecuencia ineluctable de la crisis económica, puede constituir un resultado buscado de la misma:
…las élites han estado tan persuadidas de que no habría vida futura para todo el mundo que decidieron desembarazarse, lo más rápido posible, de todos los lastres de la solidaridad: he ahí la desregulación. Que había que construir una especie de fortaleza dorada para el pequeño porcentaje que lograría estar a salvo: he ahí la explosión de las desigualdades. Y que, para disimular el egoísmo craso de esa fuga del mundo común, había que rechazar de plano su motivación original: he ahí la negación del cambio climático (Latour, 2019: 35).
Al igual que la política ambiental en su conjunto, la educación ambiental ha estado sometida a las restricciones de la modernidad. De una educación con claros tintes de alfabetización ecológica promovida por el Programa Internacional de Educación Ambiental (PIEA, UNESCO) de 1975 a 1995, se pasó a una educación para el desarrollo sustentable, alineada con los planes de negocios de corporaciones y países ricos e ideada para mantener la premisa del crecimiento en el centro del modelo de desarrollo, así como la ruta aspiracional de pertenencia a la sociedad de consumo prohijada por los países en desarrollo (González Gaudiano y Meira Cartea, en prensa). Tal oscilación discursiva ha contribuido a evitar que arraigue en la población el cambio cultural respecto a una relación respetuosa con el medio ambiente, incluso entre aquellos segmentos que desde edades tempranas recibieron el influjo de sistemas educativos presuntamente enverdecidos, como prácticamente todas las personas menores de 40 años. Los cambios culturales son procesos lentos, como flujos laminares, que requieren de una persistencia de propósitos convergentes.
Desde hace varias décadas, diversos estudios confirman que la “ambientalización” de los niveles y modalidades educativas ha sido fallida (Lotz-Sisitka y Ketlhoilwe, 2013; Cordeiro et al., 2013; González Gaudiano et al., 2015) o que ha tenido logros muy limitados, principalmente en los niveles educativos más altos de los sistemas educativos actuales. Se fomentaron procesos curriculares parciales y sesgados, centrados principalmente en la adquisición de competencias cognitivas y con escasa capacidad docente y discente para poner en marcha aprendizajes significativos mediante estrategias didácticas, situadas y pertinentes, de construcción de sentido. Los precarios resultados obtenidos no han podido competir con el poder invasivo de los mensajes en dirección contraria inducidos por el marketing a través de los medios convencionales de comunicación y, cada vez más, desde y en las redes sociales. Como resultado de esta trayectoria, la educación ambiental ha pasado de ser un área emergente de gran potencial dentro y fuera de la escuela entre los años setenta y noventa del siglo pasado, a ver reducida significativamente su capacidad presupuestal, institucional, humana y política.
Ha sido el agravamiento del cambio climático, evidenciado por la ciencia como uno de los grandes retos del siglo XXI, si no el más grande, lo que ha venido a alterar el itinerario trazado de una muerte anunciada por abandono institucional y desaparición forzada. En efecto, es notable la creciente activación de la sociedad en torno a la importancia de este fenómeno, lo que ha contribuido a insuflar una bocanada de aire fresco también para la educación ambiental. Empero, puede constatarse cómo muchas propuestas para la praxis educativa comienzan a orientarse en la misma dirección que ha sido problemática y problematizada en la educación ambiental. El presente artículo pretende aportar en la discusión de estas tendencias y revisar algunas posibilidades más fecundas en términos pedagógicos, a fin de fortalecer capacidades y disposiciones individuales y colectivas para auspiciar cambios significativos que contribuyan a evitar los peores escenarios posibles de la crisis climática.
El cambio climático
El cambio climático es un fenómeno global de creciente interés científico, político, social y mediático, porque sus repercusiones afectan y alteran prácticamente la totalidad de las actividades humanas (IPCC, 2014; Schewe et al., 2019). De igual forma, perturba el funcionamiento de la biosfera y la integridad de los ecosistemas en su conjunto, con impactos variados en el soporte vital de los ciclos biogeoquímicos. Es también un espacio de disputa y polarización política en el que demasiadas veces imponen sus condiciones los intereses económicos, sin importar la progresiva vulnerabilidad que el fenómeno genera, sobre todo en las zonas tropicales y las regiones de mayor pobreza (Bell et al., 2011).
Dichos intereses han promovido estrategias diversas para retrasar la adopción de las políticas de respuesta requeridas ante la magnitud y complejidad del problema, y con ello han inducido dudas y escepticismo en la sociedad para contrarrestar la evidencia científica disponible, y han desacreditado las llamadas de apremio a actuar de manera decidida con la urgencia debida (Oreskes y Conway, 2018). Actualmente, aunque ya es difícil cuestionar en la esfera pública que las causas del cambio climático derivan inequívocamente de las actividades humanas, los perniciosos intereses del negacionismo climático y el poder económico y político de los poderes fácticos que se ocultan detrás (liderados por el Instituto Hertland, Koch Industries y Exxon-Mobil) (Klein, 2014; Oreskes y Conway, 2018), continúan presionando a la baja los escenarios estimados sobre el comportamiento de las variables climáticas en el futuro próximo (Brysse et al., 2013; Lewandowsky et al., 2015), así como para limitar el alcance de las políticas de adaptación y mitigación necesarias para minimizar la amenaza y paliar sus consecuencias.
Aunado a lo anterior, ha habido una proliferación mediática impropia y distorsionada sobre el fenómeno (mediadores, comunicadores, agendas mediáticas, etc.), con un alto grado de desconocimiento, con marcados sesgos de interpretación y varias zonas oscuras en la representación social del cambio climático que nutren la indiferencia social. Por ende, el tema tiene un escaso peso en las prioridades sociales y políticas (Meira Cartea, 2009; González Gaudiano y Meira Cartea, 2009). Todo ello contribuye a la incapacidad colectiva para encarar condiciones actuales y futuras que irán empeorando en la medida que continúen dependiendo de decisiones y aspiraciones gobernadas por el imperativo del crecimiento económico, en el crepúsculo de un sistema basado en el consumo intensivo de hidrocarburos, que se resiste a morir y nos conduce al colapso.
Así, nos encontramos frente a la urgencia de transformar radicalmente el modelo energético basado en el uso intensivo de hidrocarburos fósiles, pero la mayoría de la gente no se ha dado cuenta, o no se quiere dar cuenta. Pocos perciben las implicaciones presentes y futuras del cambio climático en su vida diaria y muchos de los que sí lo hacen prefieren “refugiarse” en el confort que aún les ofrece el sistema (Maibach y Leiserowitz, 2009). Es claro que la educación no podrá sola con el colosal desafío de hacerse cargo de un cambio tan drástico, pero la transición energética tampoco podrá lograrse sin realizar transformaciones en las dimensiones sociales, culturales y éticas del problema, cuyo avance sólo se conseguirá mediante cambios sustantivos en los procesos educativos vigentes.
El asunto de la transición energética es complejo porque, en primer lugar, es preciso convencer a la población de que el costo de no actuar será mucho mayor en el futuro, debido a que los beneficios económicos globales de la inacción son capitalizados y privatizados por parte de los grandes operadores del mercado -multinacionales y fondos de inversión-, pero sus consecuencias se socializan, son de corto, mediano y largo plazos y de impactos locales en la vida de las personas (IPCC, 2014; 2018). En segundo lugar, también es fundamental tomar en cuenta -y este punto ha sido debatido durante décadas- que no todos los países y la población llegamos igual a este momento; son las condiciones socioeconómicas y políticas preexistentes, históricamente determinadas, las que impiden tomar previsiones para reducir factores de riesgo y vulnerabilidad, así como por los impactos diferenciales del fenómeno. Ello ante la posibilidad de que se conduzca indebidamente la transición y se perjudique así a los países y grupos de población menos desarrollados, lo cual profundizaría aún más la inequidad y aumentaría la brecha de desigualdad entre unos y otros, al lastrar sus opciones para satisfacer sus necesidades. De este modo, el cambio climático contribuye significativamente -y puede hacerlo más aún- al rezago, a la desigualdad y a la vulnerabilidad social, amplificándose la de por sí injusta naturaleza de la geografía humana (Adger et al., 2006).
Por todo lo anterior, encontramos que el cambio climático es un fenómeno de gran complejidad por su precaria visibilidad y prioridad política y social. Sabemos que mientras el fenómeno no sea reconocido como un factor real e importante en la vida de las personas (Lezama, 2008; Wolf y Moser, 2011), no suscitará la presión y adhesión pública a medidas de mitigación y adaptación, ni se incrementará su peso relativo en la jerarquía de prioridades de las agendas política y social, mutuamente condicionadas. Pero no es fácil encarar políticamente las causalidades sistémicas de un problema que no se asume como una crisis estructural (Klein, 2014), aunque desafía las bases económicas, políticas, sociales y culturales del sistema que lo genera. De ahí el énfasis que los gobiernos ponen a medidas paliativas, efectistas, analgésicas, tales como administrar los desastres en vez de gestionar los riesgos; sobrevalorar la adaptación frente a la mitigación, u otorgar mayor atención a los fenómenos extremos (por su intensidad, duración, frecuencia y trayectoria) de gran cobertura mediática, en lugar de a los eventos graduales (nivel de mar, patrones de lluvia, cambios fenológicos, etc.) que son más peligrosos y permanentes; o el desdén a las medidas de adaptación social centradas en el desarrollo de capacidades, para priorizar enfoques de adaptación superficiales desde la óptica de la construcción de infraestructuras, que responde (otra vez) a la oportunidad para hacer negocios de la deriva civilizatoria.
El cambio climático también es de gran complejidad epistémica por su carácter global, acumulativo, desigual, no-lineal, ubicuo, persistente, radical, contra-intuitivo, etc. Para este fenómeno el conocimiento científico disponible es insuficiente, ya que cuestiona las fronteras y articulaciones de las disciplinas y carece de modelos de escenarios a escala regional y local para estimar con total fiabilidad consecuencias futuras.
Adicionalmente, la población posee representaciones sociales del cambio climático sesgadas, incompletas, con prevalencia de conceptos erróneos e ideas previas, así como de sobre-simplificación de los procesos (Höijer, 2010; Wolf y Moser, 2011; Smith y Joffe, 2012; Moloney et al., 2014). Si, como dijo Robert Oxton Bolt (cit. en Pérez Gellida, 2013: 2), “una creencia no es simplemente una idea que la mente posee, es una idea que posee a la mente”, algo en lo que sí pueden contribuir significativamente la educación y la comunicación es en cambiar las representaciones sociales del cambio climático, sobre todo cuando se cree que:
El problema es demasiado inmenso y complejo para poder hacer algo como individuos y a escala local o comunitaria.
La ciencia y la tecnología acabarán por encontrar algún modo de resolverlo sin necesidad de modificar el rumbo de la humanidad.
Su solución es responsabilidad principal de los países ricos y las corporaciones que generan la mayor parte de los gases de efecto invernadero.
El problema es de otros y está distante en el tiempo y el espacio, por lo que no afecta a mi calidad de vida o a la de quienes son próximos a mí.
No vale la pena renunciar al confort del estilo de vida actual, considerando que mis aportaciones son insignificantes frente a la magnitud del problema.
Los científicos no se ponen de acuerdo sobre la urgencia de actuar, porque no se poseen todos los datos y todavía persisten muchas incertezas.
¿Cómo educar para el cambio climático?
La educación para el cambio climático (en adelante, EpCC) es una necesidad impostergable no sólo por la magnitud y complejidad del problema, sino también por el ritmo con que evolucionan los indicadores que se están monitoreando sobre el mismo (415.70 ppm CO2 en mayo de 2019, con varios días por encima del máximo del año anterior).2 Sin embargo, frente a la presencia de ideas previas, teorías ingenuas y conceptos erróneos o distorsionados sobre las causas del CC (Meira Cartea, 2009; González-Gaudiano y Meira Cartea, 2009), y a sabiendas de que la mayoría de los jóvenes no comprenden la ciencia climática básica (Leiserowitz et al., 2011; Shepardson et al., 2009; Taber y Taylor, 2009), muchos educadores consideran que su trabajo ha de orientarse a proporcionar información científica fiable sobre las ciencias del clima (Monroe et al., 2017). En otras palabras, a alfabetizar sobre el clima.
Monroe et al. (2017) señalan que, en menor número, otros educadores intentan desarrollar habilidades de pensamiento crítico para ayudar a que se entiendan las fuentes del conflicto del CC o a insistir en la necesidad de formar capacidades para la resolución de problemas con la participación de los jóvenes en proyectos locales para mitigar y adaptarse; y unos pocos admiten la relevancia de los aspectos psicosociales, evolutivos y éticos del fenómeno. Todos éstos se orientan en mayor o menor medida a educar para el cambio (Vaughter, 2016). Esa doble aproximación es recuperada por Mckeown y Hopkins (2010), quienes reconocen que la EpCC tiene dos partes claramente diferenciadas: educar sobre el clima y educar para el cambio.
Educar sobre el clima
La primera parte, educar sobre el clima, implica, como ya se señaló, una alfabetización climática, ecológica o científica. Su abordaje es competencia principal de las ciencias naturales -y de la didáctica aplicada de estas ciencias- y consiste en transponer información que genere conocimientos sobre la composición y los procesos atmosféricos para entender la interrelación del sistema climático en el espacio y en el tiempo (Dupigny-Giroux, 2017). Este enfoque es similar al que ha concentrado la mayor parte de los esfuerzos en materia de educación ambiental, esto es: incorporar al medio ambiente como un eje del currículo escolar traducido en fortalecer los contenidos programáticos, vistos como consustanciales a las ciencias naturales, con apoyo de la formación de profesores, el diseño de materiales didácticos, etc.
La alfabetización científica, en cualquiera de sus aproximaciones temáticas (ecológica, climática, energética, hídrica, etc.), parte de la premisa del déficit informativo, común en el ámbito político y periodístico (Sotelo y Sierra, 2008). Esta premisa se fundamenta en el supuesto de que, en la medida en que las personas adquieran información -prioritariamente científica- sobre los asuntos que les conciernen, en esa medida cambiarán sus actitudes y comportamientos sobre tales asuntos y tenderán a actuar coherentemente, como sujetos racionales, y a adoptar las mejores decisiones respecto de ellos.
Sterling (2001) ha cuestionado fuertemente las bases cognitivas de este enfoque, que considera mecanicista y reduccionista, así como la forma transmisora como se ha operacionalizado en los sistemas educativos, particularmente cuando se ha asociado a la educación ambiental. En realidad, aunque las ciencias sociales desdeñaron durante mucho tiempo al conocimiento del sentido común -también llamado conocimiento cotidiano o lego-, ahora sabemos que las decisiones se toman en función de un proceso intersubjetivo que culmina en representaciones sociales, las que constituyen una forma a través de las cuales se consensa socialmente el sentido común. Este conocimiento se refiere al mundo como es -lo objetiva desde el punto de vista de quien comparte la representación- y no como aparenta ser. Es decir, no genera modelos de la realidad, sino para la apreciación e interpretación de la realidad, con consecuencias pragmáticas en el comportamiento individual y -en la medida en que son construidas y compartidas socialmente- también colectivo. Las representaciones sociales no constituyen ideas para la acción, sino para actuar (Wagner y Hayes, 2011). De ahí que las decisiones sobre nuestra vida cotidiana las tomemos desde las representaciones sociales, y que pocas veces, o de forma superficial, recurramos al conocimiento científico que poseemos para hacerlo.
Las representaciones sociales se asumen como un corpus organizado de conocimientos que permiten hacer inteligible la realidad física y social; se originan a partir del intercambio de comunicaciones con el grupo social (conocimiento de sentido común). Constituyen conjuntos relativamente estructurados de nociones, creencias, imágenes, metáforas y actitudes con las que los individuos descubren, interpretan y organizan la realidad (tanto material como simbólica) en la que se desenvuelven, definen las situaciones y llevan a cabo determinado plan de acción (Moscovici, 1979; 1986). Esto ha tenido un impacto directo en la forma de ver el hecho educativo, al comprender que las representaciones sociales median entre el individuo y el mundo social, dotan a los objetos y acontecimientos de un significado social que permite la comunicación y brindan a los miembros de un grupo orientaciones para la acción, seguridad e identidad de pertenencia.
De la misma forma que los actores políticos estudian ahora los perfiles (formas de representación de rasgos ideológicos) de sus potenciales votantes para canalizar de manera más certera la propaganda electoral, los educadores tendríamos que conocer mejor las representaciones sociales de nuestros alumnos para tener mejores efectos en nuestras estrategias pedagógicas y comunicativas. Ello debido a que las representaciones sociales son constitutivas (ontológicas), es decir, tienen la capacidad de crear la realidad (son performativas, en el sentido de Austin, 1955; Lyotard, 1992; Butler, 2007; etc.); en nuestro caso, la realidad del cambio climático, sus causas y consecuencias, así como definir el brío y la orientación de las predisposiciones y actitudes que las personas tienen para actuar.
Los conocimientos científicos que tienen resonancia pública suelen reciclarse como sentido común, y conservan una parte de su contenido y coherencia estructural, pero en una selección de fragmentos que responde a las necesidades y las guías culturales de referencia con la condición de que no entren en conflicto con valores del conocimiento previo (Wagner y Hayes 2011). Kahan et al. (2012) denominan “cognición cultural” al proceso mediante el cual las personas incorporan a su estructura cognitiva información nueva sólo si valida sus creencias previas; esta incorporación se produce de manera precaria e incompleta con base en la lógica del sentido común, no en la de la ciencia. Si la información nueva se percibe como amenaza a su sistema de creencias, tiende a ser rechazada. Esto es lo que ha sucedido en la identificación entre el cambio climático y el deterioro de la capa estratosférica de ozono. Ambos fenómenos se asocian erróneamente en individuos de muchos países (Ungar, 2007; Capstick et al., 2014; Meira Cartea, 2015a), porque el cambio climático pudo acomodarse en la estructura sociocognitiva previa sobre el “agujero” de la capa de ozono sin modificarla sustantivamente. Esta reiteración universal ha contribuido a revelar dispositivos significativos sobre cómo se procesan representacionalmente los contenidos científicos.
A pesar de toda la información científica que circula en los medios sobre el cambio climático, la interesada disputa sobre su origen y gravedad ha inducido dudas y confusiones deliberadas, porque la presencia del fenómeno cuestiona radicalmente los sistemas de creencias impulsados por el modelo económico y la ideología política dominante. Diversos estudios muestran la compleja relación entre el nivel de educación y el desarrollo de actitudes proclimáticas (Brechin, 2010; Ortega-Egea et al., 2014; Leiserowitz et al., 2019). De este modo, las personas con ideología “igualitarista” (que lucha por la justicia social, la imparcialidad y la no discriminación de las personas, al margen de su raza, etnia, religión, sexo u orientación sexual, etc.) suelen ser favorables al consenso científico sobre el cambio climático, con independencia de su nivel educativo. Inversamente, aquéllos con personalidades “jerárquicas” e “individualistas” (que se oponen a las políticas hacia las minorías y contra la pobreza, que respaldan a la empresa privada y con fuertes convicciones acerca de que cada quien obtiene lo que se merece) rechazan ese mismo consenso científico (Komatsu et al., 2019). En estas personas con un fuerte individualismo, la preocupación por los riesgos climáticos es inversamente proporcional a su conocimiento científico (Hornsey et al., 2016). Aunque parezca paradójico, en estos casos mayor educación no genera mayor preocupación ambiental (Kahan et al., 2012; Ming et al., 2015). Así, nada indica que la alfabetización científica conduzca automáticamente al cambio de comportamiento y a la acción proambiental (incluso si influye en las actitudes) y, menos aún, a la eficacia colectiva (Leiserowitz et al., 2012; Allen y Crowley, 2017).
Educar para el cambio
La segunda parte de la ecuación significa educar para el cambio. Aquí, en el marco de lo que hemos venido presentando, es preciso definir el tipo de cambio a promover: ¿qué cambio?, ¿de la escuela?, ¿del sistema?, ¿del modo de vida? Cualquiera de las preguntas y sus respectivas respuestas caen dentro del ámbito de las ciencias sociales, aunque con un enfoque inter y transdisciplinario. Gran cantidad de literatura actual (Taibo, 2016; Diamond, 2006) explora la radicalidad de dicho cambio. Hemos agrupado algunas de ellas por motivos didácticos, pero habría que establecer que no son excluyentes entre sí, sino que suelen encontrarse posturas mixtas entre algunas de ellas.
Cambiar para corregir los desajustes del sistema. Esta postura ve el problema del cambio climático como una anomalía que puede ser corregida. Se percibe como oportunidad de negocios para impulsar una economía verde que armonice el crecimiento económico con el consumo de los recursos naturales como principio estratégico (desacoplamiento); se enfoca en difundir un mercado de compensaciones voluntarias de emisiones por parte de las empresas, impulsar desarrollos tecnológicos ecoeficientes y demandar regulaciones que apoyen ventajas competitivas, etc. Su base teórica es la curva de Kuznets, que examina la relación entre crecimiento económico y calidad ambiental, lo que justificaría desacoplar la actividad económica de las emisiones de CO2, desmaterializando y mejorando la eficiencia energética. Fortalece la idea de que el problema puede ser resuelto tecnológicamente; utopismo tecnológico que, entre otros, ha dado origen a un movimiento llamado “ecomodernismo”.3 A nivel de educación, se reforzaría la alfabetización científica, lo que constituiría una huida hacia adelante; más de lo mismo, pero recargado. Lamentablemente, como hemos dicho antes, es la respuesta institucional más usual.
Cambiar para adaptarnos. El reciente énfasis en la adaptación se ha generado a partir de la evidencia de que el cambio climático ya está produciendo y producirá, sin posibilidad de evitarlas, alteraciones importantes. Nada de lo que hagamos hoy impedirá que se agudicen algunas condiciones, dado que aún si detuviéramos de inmediato las emisiones de carbono, las temperaturas globales seguirían incrementándose durante décadas por la inercia de sus efectos acumulativos en la atmósfera. De ahí que no basta con insistir en la mitigación, sino que hay que adaptarnos a los cambios inevitables para reducir los riesgos de la población más vulnerable. A nivel educativo se promueve la reducción del riesgo de desastres -no se limita al cambio climático, sino que incluye conflictos armados y otras causas-. Se impulsa la escuela segura (acceso equitativo, inclusivo y seguro) y el desarrollo de capacidades de resiliencia social para reducir riesgos en los programas de preparación, respuesta y recuperación (UNISDR, 2015; 2019).
Cambiar para la agencia humana. El dilema de la relación entre la acción humana y la estructura social es uno de los enfoques contemporáneos en teoría social que ha dado origen a una teoría de la estructuración. Privilegia el papel activo del agente para entender la capacidad que cada persona tiene para hacer cosas -y no sólo la intención de hacerlas- para producir un efecto. La acción es vista como la duración continua de una conducta con intención y reflexividad -no un acto momentáneo- para introducir cambios en la vida social, mediante una variedad de actividades de auto-empoderamiento (Mangabeira, 1987). Niega que la conducta humana sea el producto de fuerzas no comprendidas ni gobernadas por los actores (estructura). Destaca la acción transformadora de la acción humana (constituida y constituyente) (Giddens, 1996). En materia de cambio climático, cuestiona los argumentos que aducen que el problema es tan colosal que no es posible contribuir de manera individual a resolverlo. En educación implica el desarrollo de destrezas en la persona para facilitar el seguimiento autorreflexivo de sus acciones para incrementar la capacidad de agente -su poder como el elemento mediador entre los propósitos de la acción y el logro de los resultados esperados- para intervenir en el curso de los eventos y alterarlos, a través de su acción política mediante dos elementos “conciencia práctica” y “contextualidad de la acción”. Es el caso de Greta Thunberg, estudiante sueca de 16 años, cuya acción humana individual ha tenido repercusiones en miles de estudiantes y ha dado origen al movimiento fridaysforfuture.
Cambiar para participar en la transición socio-ecológica. Esta propuesta de cambio se sustenta en la necesidad de sustituir la matriz energética que nutre al desarrollo actual, en crisis por la creciente e insostenible demanda de flujos de energía y materiales para mantener un crecimiento sostenido. La transición socio-ecológica se configura en propuestas diversas, tales como la biomimesis, la economía circular de la “cuna a la cuna”, el factor 4 (duplicar resultados con la mitad de recursos), la ecología industrial y la economía azul (diseño regenerativo, permacultura), entre otras. Aquí también se inscriben iniciativas locales que apuntan tanto a configurar “desarrollos alternativos” como “alternativas al desarrollo”. Todas coinciden en: a) el énfasis en lo local-regional; b) la reivindicación de la autonomía comunitaria; y c) el rechazo de modelos universalmente aplicables (reivindicación del conocimiento y saberes situados) (García, 2006). Una de las más conocidas es el “movimiento de iniciativas de transición” con base en el reconocimiento del declive de la era industrial generado por el cenit de la explotación petrolera y de la amenaza climática. Propone fortalecer la producción y la autosuficiencia local (energética, alimentaria, monetaria, etc.), aprovechar sustentablemente la energía y los bienes naturales y dar prioridad a la colectividad, así como recuperar destrezas pretéritas que puedan ser funcionales para la vida y la relación armónica con la naturaleza. Su discurso educativo apenas se ha explicitado, pero el movimiento se organiza a través de la formación de redes de comunidades (barrios, municipios, universidades, etc.) con estrategias de acción social que recurren a métodos análogos a la educación popular y la pedagogía social y comunitaria. Busca ampliar la base social y compartir experiencias, competencias y herramientas que sostengan los procesos de transición ecosocial a nivel comunitario, al movilizar y empoderar a grupos humanos y organizaciones para crear otros conocimientos y competencias (Hopkins, 2008; Pardellas et al., 2017). Todo ello para buscar una transición ordenada, de decisiones voluntarias, con el máximo consenso posible, sin sufrimiento (al evitar la emergencia de conflictos sociales), y celebrando, colectiva y públicamente, los pequeños y grandes logros hacia “menores consumos de energía y materiales, y menor generación de residuos. Es decir, un camino hacia la autocontención, la suficiencia y la interiorización de los límites” (Azkarraga et al., 2012: 15).
Cambiar para descarbonizar. Asociado con el anterior, la descarbonización de la economía se enfoca en introducir cambios para alcanzar la neutralidad de emisiones de gases de efecto invernadero, maximizar la generación y el uso de energías de fuentes renovables, evitar el desperdicio energético en consumos innecesarios y sustituir vectores energéticos -consumo de productos petrolíferos- en la producción, distribución y consumo en la vida diaria. La propuesta induce el uso de coches eléctricos y la reducción del consumo eléctrico en los hogares, el transporte de mercancías por ferrocarril eléctrico o por camiones que empleen gas natural, así como la eliminación de subsidios al carbón para generar electricidad, entre otras. A nivel educativo, se expresa en el desarrollo de medidas para inducir los cambios asociados a la reducción progresiva de emisiones en todas las esferas de la vida. Generalmente se encuentra asociado al desarrollo tecnológico bajo en carbono, aunque existen propuestas de adaptación al cambio climático y de recuperación de usos y costumbres bajos en carbono que han caído en desuso por la modernidad.4
Cambiar para el decrecimiento. El decrecimiento es una propuesta que cuestiona una de las premisas del liberalismo económico centrado en el crecimiento, para impulsar una mejor relación con el ambiente y de los seres humanos entre sí. No se ve a sí mismo como una alternativa de desarrollo, sino como una alternativa al desarrollo. Implica modificar, de manera radical, las bases materialistas y el imaginario que sostienen la actual sociedad de consumo, mediante una transición social y económica cimentada en recursos disponibles limitados (Latouche, 2008; Taibo, 2011). Se vincula con otras propuestas asociadas a la simplicidad voluntaria, tales como la frugalidad, el buen vivir, la autocontención con regulación democrática, la vida simple, que sostienen la escala reducida, la relocalización productiva y la suficiencia y la sobriedad como valores principales de los estilos de vida. Parten de la necesidad de reconocer la existencia de otros principios y valores con presencia en la humanidad desde hace mucho tiempo en distintas tradiciones (sumak kawsay, sumak qamaña, ñande reco, en los países andinos; ubuntuen África; svadeshi, swarajyapargramaen la India; el tequio en México; la minga en territorio amazónico, etc). A nivel educativo, significa promover, dentro y fuera de la escuela, un estilo de vida ético, no materialista, recuperando también la dimensión espiritual de la vida, poco exigente en demanda de energía y materiales, que incluya los derechos tanto de las personas como de los demás seres vivos de la naturaleza.
La educación para el cambio climático implicaría, en principio, definir: a) qué tanto queremos cambiar y en qué dirección; b) qué tanto estaríamos dispuestos a renunciar al confort que nos ofrece el estilo de vida actual frente las amenazas que se ciernen sobre todos y cada uno de nosotros; y c) cuánto más podemos continuar procrastinando las decisiones que como individuos y sociedad ya tendríamos que haber tomado.
Esclarecer el concepto de colapso puede ser útil para entender la realidad que enfrentamos y la oportunidad de alinear la educación ambiental con la radicalidad del cambio social necesario. Taibo (2016) lo entiende como una conmoción que provoca profundas alteraciones en la satisfacción de necesidades básicas, reducciones significativas en el tamaño de población, pérdida de complejidad en todos los ámbitos, desaparición de instituciones y quiebre de las ideologías legitimadoras y de medios de comunicación existentes, entre otros rasgos. Aclara también que el colapso puede ser un proceso rápido o lento, y que puede afectar al todo o a algunas de sus partes al mismo tiempo. Recuperando las aportaciones del físico David Korowitz, el autor señala que puede haber “tres trayectorias posibles: una decadencia lineal, otra oscilante y un colapso sistémico” (Taibo, 2016: 29). Según esta taxonomía, algunas formas de colapso ya se encuentran presentes en varias regiones del planeta. Pensar una educación ambiental -o la educación, sin adjetivos-“sobre”, “en” o “para” el colapso socio-ambiental puede parecer una contradicción absoluta. La educación, al menos la educación crítica de orientación humanista y socialmente emancipadora, se fundamenta en un principio de esperanza y aspira, como eje antropológico fundamental, a la mejora de la vida humana, individual y colectiva. Un enfoque pedagógico más ortodoxo, optimista y liberador puede entrar en conflicto filosófico, ideológico y práxico con una pedagogía centrada o condicionada por la idea o la posibilidad -o la realidad- del colapso socio-ambiental.
Como puede inferirse de esta perspectiva “colapsista”, la educación para el cambio climático deviene en una operación delicada en términos pedagógicos, porque a pesar de los retos a enfrentar en el marco de un sistema que ya no da más de sí, se hace preciso crear incentivos y generar posibilidades para encarar trayectorias civilizatorias críticas. Un enfoque pedagógico más optimista -o voluntarista- puede tener ventajas psicológicas favorables a su aceptación por parte de sociedades avanzadas que tienen aversión al riesgo y a la inseguridad, pero no es posible seguir abordando un problema tan complejo con paliativos, simulaciones y aproximaciones superficiales que no van a la raíz. Numerosas propuestas didácticas de este tipo de intervención circulan en las redes como formas de eludir las causas que originan el fenómeno, como formas de distraer haciendo como que se hace. Si bien la fatalidad, el pesimismo y la desesperanza suelen ser consideradas emociones antipedagógicas (Feinberg y Willer, 2011; Grotzer y Lincoln, 2007; Wolf y Moser, 2011), porque hacen que la persona se sienta abrumada, indefensa y culpable, y que evite involucrarse (Norgaard, 2011), es preciso superar las barreras creadas en las escuelas por la ideología neoliberal y el sistema económico para abordar el fondo del problema (Klein, 2014; Hursh et al., 2015; National Center of Science Education, 2012).
Sin embargo, pese a su importancia se observa una ausencia inexplicable de discusión acerca de las dimensiones sociales del cambio climático en congresos, asociaciones y estudios educativos. Henderson et al. (2017) afirman que la carencia de investigación social y educativa sobre el cambio climático y sobre cómo abordarlo pedagógicamente a nivel individual y colectivo es un silencio que da forma a una negación organizada de cara a esta nueva realidad fundacional. En el caso del cambio climático -y en algunos otros-, la inacción nos vuelve cómplices o, más aún, verdugos, dada la injusticia climática existente. Esa mayoría de educadores e investigadores educativos que permanece distante y ajena al problema, confirma lo que se reconoce como paradoja de Giddens (2010: 12), según la cual, “como los peligros que representa el calentamiento global no son tangibles, inmediatos ni visibles en el curso de la vida cotidiana, por muy formidables que puedan parecer, muchos se cruzarán de brazos y no harán nada al respecto”, y cuando quieran hacerlo será demasiado tarde.
Propuestas para propiciar una educación para el cambio climático
En este escenario general de silencio pedagógico sobre la amenaza climática comienzan a surgir propuestas de educación para el cambio en las que se observa una gran coincidencia de que ésta no ha de ser sólo alfabetización climática y no ha de estar centrada únicamente en lo cognitivo (Allen y Crowley, 2017; Kahan et al., 2012, Shepherd y Kay, 2012). En este sentido, varios autores enfatizan la importancia de propiciar respuestas emocionales (Lombardi et al., 2013; Feinberg y Wiler, 2011), pero éstas han de organizarse en torno de:
situaciones locales y preocupaciones cotidianas, y acompañarse de opciones claras de acción (O’Neill y Nicholson-Cole, 2009);
las identidades colectivas, que tienen una mayor influencia en los comportamientos y creencias de una persona que su conocimiento científico. No todas las propuestas valen para cualquier contexto (Allen y Crowley, 2017);
el aprendizaje participativo y situado (Bangay y Blum, 2010; Kulnieks et al., 2013);
enfoques pedagógicos basados en la investigación (Hestness et al., 2011) que fomenten la intervención de los estudiantes en proyectos para que puedan aprender rutas alternativas de producción de alimentos y crear comunidad (Dillon et al., 2016);
lo personal, es decir, experiencias previas en desastres, reflexión sobre la propia práctica, situaciones significativas que conecten la abstracción del cambio climático con la vida cotidiana. Aquí, la adaptación y la resiliencia pueden verse como un proceso iterativo, mediante el que se aprende haciendo;
el rol político de la ciudadanía (Leal Filho et al., 2010; Herman, 2015) para fortalecer el sentido de responsabilidad, de autonomía y de agencia humana;
la acción como medio no sólo para el aprendizaje de procesos políticos democráticos, sino para superar sentimientos de angustia, desesperanza y miedo, así como para adquirir confianza en los demás (Ojala, 2012).
En el caso de la reducción de vulnerabilidad ante desastres, Muttarak y Lutz (2014) admiten que la educación es más importante incluso que los ingresos por sus impactos directos e indirectos. La EpCC nos vuelve más resilientes. De igual modo, para procesos educativos en el ámbito escolar, la EpCC ha de situarse en el centro de la práctica curricular (White House, 2013), para asumirla como palanca de cambio social y construcción de futuros alternativos (Henderson et al., 2017; Ojala, 2015). En esta tarea se enfatiza que es necesario atender los conceptos erróneos comunes (Shepardson et al., 2009; Taber y Taylor, 2009), que derivan de teorías ingenuas, de ideas previas, de errores didácticos y de fuentes de información no acreditadas, entre otras.
Allen y Crowley (2017) proponen tres principios de aprendizaje para impulsar la eficacia colectiva, la identidad y el sentido de responsabilidad:
Participación en deliberaciones, conversaciones y actividades continuas (simuladas o de la vida real) como apoyo y fuente de aprendizajes significativos y para el cambio y la toma de decisiones, para ampliar las visiones del mundo y fortalecer la idea de involucrarse en formas de vida que tengan en cuenta el cambio climático. Asimismo, la participación promueve el cambio conceptual y facilita enfrentar los problemas interconectando cognitiva y emocionalmente los desafíos difíciles.
Pertinencia. Permite que las personas vean por qué deben preocuparse y cómo pueden adoptar decisiones basadas en nuevas experiencias e información. La pertinencia o relevancia se comunica a través del encuadre, o sea, la forma en que la información se articula con las experiencias y conocimientos de los estudiantes. Es deseable que el encuadre aborde experiencias directas y locales y se personalice en función de las ideologías de los participantes.
Interconexión. Las experiencias de aprendizaje interconectadas favorecen aprendizajes duraderos. Para la EpCC, la interconexión favorece la comprensión relacional entre las ciencias del clima y las dimensiones sociales. Es decir, conviene aplicar un enfoque de sistemas en vez de tratar el problema con base en segmentos aislados, puesto que permitirá una mejor comprensión no sólo de las partes en sí, sino de sus interconexiones, lo que les permitirá a los estudiantes imaginar resultados y comportamientos futuros, así como pensar creativamente sobre cómo relacionarse con los sistemas.
Dada la premura de actuar para evitar los peores escenarios posibles del colapso climático, es preciso manejar la estrategia de un currículo de emergencia climática que acompañe, socialice y refuerce las políticas climáticas de adaptación y mitigación para evitar los peores escenarios posibles de un clima desbocado a finales de este siglo (González Gaudiano y Meira Cartea, en prensa; Meira Cartea, 2019). Ello debido a que el currículo convencional organizado en disciplinas no es apto para la educación para el cambio climático. De hecho, un análisis superficial de los currículos nacionales vigentes en prácticamente todo el mundo permite ver que el cambio climático está presente de forma puntual, sin la relevancia que requiere su potencial de amenaza, e incorporado más como tema que como problema (UNESCO, 2016; Colliver, 2017; Meira Cartea, 2019). Esta carencia no permite trabajar sistémicamente las interconexiones e intervenir en experiencias de aprendizaje articuladas entre sí.
A efecto de superar algunas de las limitaciones del currículo, se pueden aprovechar las redes intra e intercomunitarias con visiones y propósitos compartidos (Snyder et al., 2014; Collins e Ison, 2009). La propia complejidad del fenómeno y la incertidumbre de las formas de respuesta requieren de currículos y pedagogías que permitan a los estudiantes explorar la naturaleza del problema, debatir sobre las vías apropiadas para avanzar y tomar decisiones positivas (Stevenson et al., 2017).
En suma, educar para el cambio climático implica prepararnos para el desastre -para minimizarlo a escala local y global y para adaptarnos a las consecuencias inevitables- mediante decisiones informadas sobre la situación imperante con predicciones de un futuro complicado e inminente. Para ello requeriremos enfoques, metodologías y herramientas que aún no están en las aulas de forma generalizada. Los objetivos de este nuevo programa pedagógico-ambiental deben ser:
enseñar y aprender a transitar hacia la descarbonización y el decrecimiento;
aprender a formular planes de contingencia, simulacros de evacuación, alertas tempranas, ejercicios participativos, mapas de riesgo, investigación basada en evidencias;
impulsar buenas prácticas de responsabilidad socio-ambiental y sentido de autoeficacia y de eficacia colectiva;
manejar la incertidumbre y aprender a preguntar más que a responder, con formación docente, desarrollo de currículos integrados, materiales didácticos persuasivos y tecnologías ad hoc, entre otros.
La eficacia colectiva es la convicción de que las acciones de uno, en combinación con las de la propia comunidad, y las de aquéllos con quienes se comparten valores y modelos sociales alternativos, tienen la capacidad de producir el impacto deseado en la transformación del estado de cosas. Consideramos que éste es un momento crítico en el que debemos pensar en la eficacia colectiva de nuestra acción educativa para fortalecer la capacidad y la disposición de las personas y las comunidades a lograr cambios significativos en aquellos asuntos, como el cambio climático, que afectan nuestras propias vidas y que las seguirán afectando cada vez más durante mucho tiempo.
Si se acepta en lo fundamental este escenario, con los matices que se quieran aportar, puede ser necesario repensar el papel de la educación ambiental fuera del aparente confort del desiderátum del desarrollo sustentable que impulsa la Agenda de la ONU como marco político guía para 2030. Frente al horizonte optimista y contradictorio (Meira Cartea, 2015b) de un crecimiento verde que desacople desarrollo y degradación ambiental en una economía que aspira a ser circular -el neorrelato del desarrollo sustentable y de la educación para el desarrollo sustentable-, se puede imponer un marco diferente que interpele sobre la posible condición póstuma de la humanidad y la necesidad de reconstruir las relaciones sociedad-ambiente desde otros prismas económicos, éticos, sociales, culturales y, consecuentemente, también pedagógicos y de la praxis educativa (Romero et al., 2019). Marina Garcés define la condición póstuma de la modernidad contemporánea como el “tiempo del todo se acaba”, en el que “estamos en proceso de agotamiento o de extinción. Quizá no llegue a ser así como especie, pero sí como civilización basada en el desarrollo, el progreso y la expansión” (Garcés, 2017: 13). Es decir, estamos en el tiempo del colapso, del choque entre una forma de concebir el desarrollo y la evolución de la humanidad, con la capacidad del contenedor terrestre para alimentar, en su sentido más material y objetivo, esas expectativas que están en el centro de las utopías de la modernidad, transformadas por su propio éxito aparente en una distopía que nos amenaza.
La utopía de la modernidad está chocando con los límites de lo vivible; límites que son, como ya anunciaba la Declaración de Cocoyoc en 1974 (PNUMA-UNCTAD, 1981), externos, asociados a un marco vital que es objetivamente limitado; e internos, asociados con la satisfacción digna de las necesidades de todos los seres humanos. El choque con los límites de lo vivible es ya, para gran parte de la humanidad, fuente de sufrimiento, de incertidumbre, de angustia y de inseguridad. Como afirma Marina Garcés, “Nuestro tiempo ya no es el tiempo de la posmodernidad sino el de la insostenibilidad. Ya no estamos en la condición posmoderna, que había dejado alegremente el futuro atrás, sino en otra experiencia del final, la condición póstuma” (Garcés, 2017: 16). Reconocer el estado de colapso del modelo civilizador que ha guiado la marcha de la humanidad durante los últimos dos siglos y actuar en consecuencia obliga a romper las cadenas que han mantenido la praxis de la educación ambiental presa del mito prometeico del crecimiento económico como desarrollo. De este modo, proponemos pensar -o repensar- la respuesta educativa a la crisis ambiental desde esta condición póstuma y desde la posibilidad que nos ofrece de construir una praxis educativa consciente de las causas profundas de la insostenibilidad ambiental y social del modelo de desarrollo hegemónico para intentar encontrar nuevos horizontes dentro de los límites internos (éticos) y externos (materiales) de la humanidad.