Aristides has a way of taking well known literary passages and giving them an entirely new interpretation.
Oliver 1953, p. 940
Crede mihi, amice, Barbaria nulla Barbaria est, prae haec Westphalia.
Amigo mío, créeme, no hay tierra más bárbara que esta de Westfalia.
Lipsio a Jan van Hout
ILE II, 86 10 13, desde Oldenburg
Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca. A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar. Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue estarnos arrimados debajo del tejaván, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Rulfo, “Es que somos muy pobres”, 2016, p. 127
No existe, en el canon de la literatura clásica, un texto sobre el imperialismo romano como el Discurso a Roma de Elio Aristides.2 Por su voluntad programática, por su naturaleza sintética y por la densidad de las perspectivas que ofrece, el texto ha ocupado desde antaño un lugar central en las reflexiones sobre dicho imperialismo. La literatura historiográfica antigua, desde Polibio a Amiano Marcelino, conserva análisis de distintos momentos en la construcción del Imperio romano y, por ello, aporta argumentos relevantes sobre esto.3 El Discurso a Roma de Aristides, en cambio, se construyó como un discurso primordialmente teórico, con la vocación de describir y elogiar las formas esenciales del sistema imperial romano, las potencialidades del mismo, sus logros y originalidad respecto a precedentes inmediatos.
El Estado romano quedó definido por este texto como el modelo ideal de una formación imperial desde el punto de vista político, económico y social. La totalidad de los argumentos aristideos se ha consagrado en la descripción tópica del modelo imperial.4 El Imperio romano, espacio de paz, prosperidad y orden, es el paradigma de la gestión de lo público en el mundo civilizado (36). Roma es un universo político y económico, abierto y generoso, que “nunca ha repudiado a nadie” (62). Integrando lo mejor de cada país, el Imperio es capaz de crear una identidad común reforzada por lazos comerciales que unen la ecúmene bajo el liderazgo romano (59). Roma anula envidias al ofrecer a cada cual una vía propia de promoción social, económica y política (65). Además, la seguridad que dimana de la hegemonía romana es capaz de llegar más allá de las propias fronteras del Imperio. El Imperio de los romanos ejerce un influjo benéfico sobre los extranjeros que son instruidos en la vida civilizada y emulan los comportamientos públicos y privados aprendidos de Roma (81, 94):
[S]e podría creer que antes de vuestro Imperio la confusión reinaba de norte a sur y que el azar era la guía, pero que, cuando vosotros os pusisteis al mando, los desórdenes y las disensiones cesaron, y el orden total y una luz brillante se apoderaron de la vida y del régimen político, las leyes se hicieron visibles, y los altares de los dioses recibieron la fe de los hombres (trad. J. M. Cortés).5
Desde los primeros momentos de su historia editorial, se ha reconocido la centralidad del texto para la comprensión de la Roma imperial. Las primeras impresiones del Discurso a Roma proceden de las prensas de Aldo Manucio, protoimpresor veneciano y fundador de la Academia aldina (ca. 1449-1515). Fue en su entorno donde se definieron para el mundo occidental los primeros significados del texto. Para la editorial aldina trabajó Giovanni Battista Cipelli (Johannes Baptista Egnatius, 1478-1553), profesor en Venecia, corrector de la casa aldina y autor de un comentario de la Historia Augusta. Los intereses histórico-anticuarios de Egnatius estaban orientados principalmente hacia la historia de la Roma imperial.6 En 1513, dentro de un volumen con piezas oratorias de Isócrates dedicado al propio Egnatius se encuentra la editio princeps del Discurso a Roma de Aristides.7 La primera traducción latina de este discurso, obra de Escipión Forteguerri, llamado Carteromaco (1466-1515), fue publicada póstumamente en 1519 en sendas obras con fuentes históricas relativas a la historia del Imperio romano que aparecieron de modo simultáneo en Venecia y Florencia.8 De nuevo la figura de Egnatius estuvo detrás de este trabajo. El volumen contenía un De caesaribus confeccionado por Battista, las biografías imperiales de la Historia Augusta junto a sus notas y traducciones latinas de los libros de la Historia Romana de Dion Casio dedicados a Trajano y Adriano. Incluida como colofón de esta suma de biografías imperiales, la traducción de Carteromaco del A Roma de Aristides ofrecía un contrapunto teórico sobre el significado del Imperio romano, complemento ideal de la versión puramente evenemencial que las biografías de los emperadores presentaban para la misma época.9
Una generación más tarde produjo el Humanismo europeo una versión alternativa al trabajo que el foco aldino desarrolló sobre el Discurso a Roma de Aristides: la traducción latina de Willem Canter (Guilielmus Canterus, 1542-1575).10 Impresa en 1566, la versión de Canter de todo el corpus aristideo no es sólo un trabajo de sorprendente precocidad —el traductor tenía 24 años en 1566—, sino un monumento literario sin precedentes y un hito esencial en la historia de la recepción de la obra de Elio Aristides. La traducción fue dedicada al emperador Maximiliano II de Habsburgo y se convirtió en el trabajo canónico sobre Aristides hasta mediados del s. XVIII. Este hecho quedó refrendado cuando Paul Étienne (Paulus Stephanus, ca. 1566-1627), impresor de Ginebra, incluyó la traducción de Canter en su edición griega de los Discursos de Aristides aparecida en 1604.11 La influencia de esta versión ha sido enorme y duradera. Prueba de ello son los efusivos y, sin duda, merecidos elogios que Juan Jacobo Reiske, Bruno Keil y James H. Oliver le tributaron en estudios dedicados a Aristides elaborados en muy diferentes momentos históricos.12
La traducción de Canter está acompañada por unas breves notas críticas marginales y un curioso apéndice bilingüe (Gnomologia graecolatina sive sententiae insigniores breviter ex Aristides collectae). Dicha Gnomologia, en la que se reseñan frases de sabiduría memorable espigadas de toda la colección aristidea, permite comprender cuál fue la orientación de la lectura canterana de la obra de Aristides. Del Discurso a Roma se extraen tres máximas: “no es posible obedecer rectamente si los príncipes gobiernan mal” (Or., 26.23), “para quienes no tienen poder, ciertamente, no es provechoso gobernar” (Or., 26.68) y “no deben hacer los jefes de hombres de modo distinto a los domadores de caballos: deben averiguar el carácter de cada cual y gobernarlo según el mismo” (Or., 26.96).13 Canter entendió el Discurso a Roma como depósito de dicta y arcana imperii, con lo cual, abundando en la aproximación que ya se había planteado desde el entorno aldino, el A Roma de Aristides se consolidó como un manual de teoría política. Tal perspectiva ha definido en buena medida la lectura del texto que se hizo desde el Humanismo.
El aprovechamiento humanístico más sistemático del Discurso a Roma de Aristides como fuente histórica y discurso político sobre el Imperio romano se debe a Justo Lipsio (Iustus Lipsius, 1547-1606). Su obra Admiranda sive de magnitudine romana libri IV (pr. 1598) es la versión humanística de lo que en su día fuera la intención del propio Aristides: describir y elogiar el Imperio romano.14 La huella del Discurso a Roma es muy significativa en Admiranda. Además de citar varios pasajes del texto aristideo, Lipsio construyó capítulos completos de la obra a partir de una estructura derivada, en última instancia, de ideas presentes en el Discurso a Roma. Por ejemplo, cada uno de los 4 libros de Admiranda elogia un aspecto admirable de la grandeza de Roma: su estructura militar en el libro I, sus recursos económicos en el II, sus obras públicas en el III y la virtud de sus hombres en el IV. En el primero de esos 4 libros la presentación del dispositivo militar romano que realiza Lipsio está directamente inspirada en la descripción que Aristides hace de este mismo asunto en las secciones 78 a 81 de su Discurso a Roma. Según Elio Aristides, fuerzas militares y colonias se combinaron en el proyecto defensivo del Imperio romano. Lipsio dedica los capítulos 4, 5 y 6 de Admiranda a describir ambas instituciones. Por lo demás, textos del discurso de Aristides son citados a lo largo de toda la obra por Lipsio para elaborar en clave humanística la utopía histórica y política romana.15
Justo Lipsio, que conoció a Canter en Lovaina y al que, por cierto, llegó a plantearse convertir en un personaje de alguno de sus diálogos anticuarios,16 citó a Aristides en latín, aunque en notas marginales al texto incorporó algunos conceptos en el griego original.17 Pienso que la traducción lipsiana es el resultado de una revisión de la traducción de Canter a partir del texto original griego. No obstante, al menos en un caso concreto, la traducción de los pasajes aristideos elegidos por Lipsio es a todas luces independiente de la versión de Canter. Creo, por ello, que es pertinente considerar a Lipsio como una etapa distinta en la recepción humanística de Aristides. En este sentido, las citas del discurso presentes en el último capítulo del libro IV, con el que se cierra la alabanza lipsiana de Roma y se remata todo el proyecto de los Admiranda, tienen una relevancia particular. Precisamente la investigación que aquí propongo afecta a la historia de una de las citas utilizadas en la sección final del tratado lipsiano.
En efecto, el objetivo de este artículo es presentar cómo se ha construido, en el contexto científico que acabo de mostrar, el significado de un pasaje concreto del Discurso a Roma de Aristides. Me propongo revisitar el Discurso para analizar el sentido que viene atribuyéndose al único pasaje del texto en el que Aristides quiso señalar de modo explícito quiénes eran los enemigos de la utopía imperial romana. En el párrafo 70 del Discurso se expone de modo sucinto la actitud de los adversarios de la paz romana: getas, libios y habitantes del mar Rojo son presentados como la encarnación etnográfica de todo aquello que Roma ha logrado evitar. Creo que una mala puntuación del pasaje y una insuficiente comprensión de los conceptos utilizados para describir el comportamiento de estos pueblos han impedido desentrañar completamente el alcance de este pasaje que, como todo el Discurso, posee un profundo calado programático. La traducción castellana más autorizada mantiene el significado que se le ha atribuido al texto, al menos, desde la traducción latina de Carteromaco:
No se cree, además, que hubiese guerras, si es que alguna vez las hubo, sino que, por el contrario, las noticias que hay sobre ellas se escuchan por la mayoría en calidad de mitos. Pero si, tal y como es natural en un imperio tan grande e inmenso, en alguna parte de la frontera se traba combate a consecuencia de la locura de los getas [παρανοίᾳ Γετῶν], o del infortunio de los libios [δυστυχίᾳ Λιβύων], o de la demencia de aquellos que viven en las cercanías del Mar Rojo [κακοδαιμονίᾳ τῶν περὶ τὴν ἐρυϑρὰν ϑάλατταν], pueblos que son incapaces de hacer uso de los bienes que poseen [ἀγαϑοῖς παροῦσι χρήσασϑαι μὴ δυναμένων], simplemente como mitos pasan rápidamente tanto las guerras mismas como las historias derivadas de ellas. Tan grande es vuestra paz, aunque para vosotros la guerra es una institución ancestral (trad. J. M. Cortés).18
Los getas, los libios y los pueblos del mar Rojo son los agentes de alteridad en la retórica imperial de Aristides y constituyen el particular eje del mal en la cosmovisión romana que presenta el rétor griego. La παράνοια de unos, la δυστυχία de otros y la κακοδαιμονί α de los últimos son los rasgos empleados por Aristides para explicar las razones de esta alteridad radical. A mi juicio, la versión que se ha aceptado recoge una tradición en la forma de comprender el texto que, con la única excepción de Lipsio, no ha interpretado el pasaje en los términos adecuados que deseo presentar inmediatamente.
En el texto griego no se ha detectado ninguna alteración durante el proceso de transmisión que pueda haber generado significados divergentes, por lo que éstos proceden de la diferente comprensión del texto por parte de quienes lo han traducido.19 Por lo general, estas traducciones inciden en circunstancias particulares de cada uno de los tres pueblos señalados por Aristides. La παράνοια de los getas (amentia según Carteromaco, insania para Canter y Lipsio, madness según Oliver, Tollheit para Klein, follia según Gómez, folie para Pernot y locura según Cortés) no ha dado problemas de traducción. En cambio, la δυστυχία de los libios encierra en el original cierta polisemia que es difícil recoger en un solo término (infortuna según Carteromaco, infortunium para Canter, miseria según Lipsio, misfortune para Oliver, missliche Lage según Klein, dissort para Gómez, infortune según Pernot e infortunio para Cortés).20 De forma similar la κακοδαιμονί α atribuida a ciertos habitantes del mar Rojo puede albergar varios significados que han sido recogidos de distintas maneras por quienes han decidido traducir el concepto (malum fatum según Carteromaco, infelicitas para Canter y Lipsio, wickedness según Oliver,21Elend para Klein, perversitat según Gómez, égarement para Pernot y demencia según Cortés) (véase cuadro).22
Por otro lado, a estos problemas concretos de traducción de conceptos creo que hay que añadir una deficiente comprensión del colofón del pasaje. Su significado no ofrece dudas (“pueblos que son incapaces de hacer uso de los bienes que poseen”).23 No obstante, en mi opinión, debe revisarse su vinculación con el resto del texto del que depende. En vez de asignar este comportamiento de modo genérico a getas, libios y habitantes del mar Rojo,24 considero que esta incapacidad hay que entenderla como un rasgo propio de los habitantes del mar Rojo. Desde mi punto de vista, el texto debe entenderse del siguiente modo:
Cuadro
ARISTIDES, Or., 26.70 | CARTEROMACO 1519, p. 294r | CANTER 1566, p. 119 | LIPSIO 1598, p. 213 | OLIVER 1953, p. 902 | KLEIN 1983, p. 102 | GÓMEZ 1986, p. 156 | CORTÉS 1995, pp. 249-250 | PERNOT 2007, pp. 94-95 |
παράνοια | amentia | insania | insania | madness | Tollheit (der Daker) | follia | locura | folie |
δυστυχία | in fortuna [sic]/infortuna | infortunium | miseria | misfortune | missliche Lage [posición precaria] | dissort | infortunio | infortune |
κακοδαιμονία | malum fatum | infelicitas | infelicitas | wickedness (rather than wretchedness) | Elend | perversitat | demencia | égarement [delirio, aturdimiento] |
aTraducciones propuestas παράνοια δυστυχία y κακοδαιμονία de Aristid. Or., 26.70.
Pero si, tal y como es natural en un imperio tan grande e inmenso, en alguna parte de la frontera se traba combate por la locura de los getas, la miseria de los libios, o la desgracia de los habitantes del mar Rojo que no han aprendido a usar sus favorables condiciones y recursos, simplemente como mitos pasan rápidamente tanto las guerras mismas como las historias derivadas de ellas.25
Esta propuesta se basa en la traducción lipsiana y en el contexto literario con el que Lipsio comentó el pasaje en sus Admiranda. El capítulo donde incluyó la cita de Aristid., Or., 26.70, el último de toda la obra, es una alabanza general del Imperio romano. Junto a la paz romana y la integración imperial, Lipsio elogia en este apartado la prosperidad asociada al modelo imperial. El Imperio romano abrió rutas a mercaderes, estimuló la creación de negocios y la libertad de comercio, hizo retroceder la naturaleza agreste. Dicho autor, en efecto, se dio cuenta de que en el texto aristideo se estaba mostrando todo lo contrario y, a mi juicio, quiso entender las formas de alteridad presentadas por Aristides como distintas formas de pobreza.26
Para comprender el texto de modo preciso me propongo analizar la construcción del período en el que se inserta en función de un crescendo temático, mecanismo retórico que, por lo demás, no es infrecuente en otros pasajes del Discurso.27 En este caso concreto, Aristides estaría presentando tres tópicos étnicos para comprender realidades socioeconómicas asociadas a comportamientos propios de pueblos pobres sometidos a Roma. Creo que únicamente la traducción lipsiana ha sabido entender este hecho y su presencia en una obra divulgativa como los Admiranda ha limitado la repercusión de semejante descubrimiento. Para elaborar este pasaje, Aristides transformó conceptos fraguados en la etnografía helenística de sentido fuertemente paradoxográfico en categorías sociopolíticas útiles en la retórica de la alteridad contemporánea, así como para el discurso de integración imperial romano, registros ideológicos y literarios ambos a los que pertenece, sin duda, su Discurso a Roma. Considero por ello que no es necesario buscar en este pasaje referencias precisas a conflictos militares romanos contemporáneos al Discurso.28 Aunque la desembocadura del Danubio en la que se asentaron los getas, el norte de África líbico o las costas del mar Rojo fueran escenarios de choques concretos con poblaciones rebeldes en tiempos de Elio Aristides, estimo que detrás de este pasaje aristideo es preciso —y posible— analizar el bagaje literario y político sobre el que reposó la formación retórica de Aristides. El autor del Discurso a Roma supo acomodar este bagaje a las necesidades históricas y retóricas que el imperialismo romano formuló y de las que él mismo se convirtió en ideólogo y crítico.29
I. Los locos getas
Habitantes de las bocas del Danubio, una de las fronteras más salvajes que conoció la Antigüedad, los getas también tuvieron un lugar —discreto, pero significativo— en la literatura clásica. Heródoto dedica varios párrafos en los libros 4 y 5 a explicar sus costumbres. Arqueros getas a caballo aparecen fugazmente en Tucídides.30 En época augústea, Ovidio, durante su exilio en Tomis, sufrió y describió la rústica y primitiva “muchedumbre de getas en calzones” con la que tuvo que convivir.31 En la Geografía de Estrabón, una importante sección presenta el territorio, las costumbres y la historia reciente de este pueblo.32
Tal y como los retratan las fuentes antiguas, los getas son un grupo típicamente bárbaro y refractario a la civilización.33 Las descripciones que de los mismos nos han llegado los sitúan en la frontera física y cultural del clasicismo grecorromano: en la desembocadura del Danubio, junto a otros pueblos vecinos con los que la moderna historiografía occidental ha intuido algún tipo de parentesco. Los getas, emparentados o no con tracios, dacios e incluso godos, fueron presentados como bárbaros, y su condición se refleja en algunos elementos iconográficos típicos.34 La elección de la locura como rasgo característico para definir a los getas e incluirlos en el imaginario de la alteridad establecido por Aristides constituye, no obstante, un elemento singular. A mi juicio, la locura de los getas no resulta de la generalización de un tópico más sobre la barbarie, sino que es el producto de la reelaboración por parte de Elio Aristides de extraños comportamientos concretos atribuidos a este pueblo. Tales actitudes definen una comunidad con inclinaciones irracionales, lo cual dificultaría su participación en el proyecto de construcción de un espacio económico y social abierto impulsado desde Roma. Creo que estos hábitos están comprendidos en el concepto παράνοια (locura) empleado por Aristides y justifican la inclusión de los getas en el tríptico aristideo de enemigos de la civilización romana. Evidentemente, Elio Aristides tuvo que descubrir esta información en las fuentes literarias que nutrieron su discurso. Veamos brevemente a partir de qué pudo él definir la locura de ese pueblo.
Los getas comparecen por primera vez en las Historias de Heródoto resistiéndose a la invasión de los persas. Aunque fueron sometidos por Darío en su famosa expedición contra los escitas, los getas presentaron entonces unas curiosas credenciales etnográficas:
Antes de llegar al Istro, Darío sometió previamente a los getas, que se creen inmortales [αἱρέει Γέτας τοὺς ἀϑανατίζοντας]. Pues resulta que los tracios que ocupan Salmideso y los que están establecidos al norte de las ciudades de Apolonia y Mesambria (que reciben, respectivamente, el nombre de escirmíadas y nipseos) se rindieron a Darío sin presentar batalla, en cambio, los getas, que son los tracios más valerosos y más justos, se obstinaron en una imprudente resistencia y fueron reducidos en seguida (trad. C. Schrader).35
Según Heródoto, los getas se caracterizaban por creerse inmortales. Creo que es posible vincular la relación con la muerte de los getas con hábitos relacionados con el desprecio de la vida terrenal de otros pueblos tracios, costumbres que el propio historiador se encarga de señalar. Por ejemplo, los trausos, otro pueblo de Tracia, muestran ciertos comportamientos rituales que se pueden asociar con las creencias getas:
[C]on ocasión del nacimiento y de la muerte de uno de los suyos, obran como sigue: en el primer caso, los parientes del recién nacido toman asiento a su alrededor y se lamentan ante la serie de males que, por el hecho de haber nacido, deberá sufrir la criatura enumerando todas las desventuras propias de la vida humana, en cambio, al que fallece le dan sepultura entre bromas y manifestaciones de alegría, alegando que, libre ya de tan gran número de males, goza de una completa felicidad (trad. C. Schrader).36
Mostrar alegría ante la muerte y tristeza por los nacimientos es un comportamiento ilógico que, quizá, habría que vincular con un conjunto de instituciones propias de los pueblos danubianos según las cuales una vida más allá de la muerte les lleva a despreciar la vida terrenal. Por ejemplo, en los Deipnosofistas de Ateneo de Náucratis, tratado erudito del s. IV d. C., se ha conservado una noticia sobre un curioso juego tracio que viene a abundar en el desprecio por la vida de estos bárbaros de la desembocadura del Danubio:
Por su parte, Seleuco dice que en los banquetes algunos tracios juegan a ahorcarse, tras colgar un dogal de un lugar elevado, bajo el cual sitúan en perpendicular una piedra que pueden hacer girar fácilmente quienes suben encima. Pues bien, lo echan a suertes, y al que le toca se sube a la piedra sosteniendo una pequeña hoz, y coloca el cuello en el dogal; otro viene y mueve la piedra. Y el que está colgado, si no se da prisa en cortar la cuerda con la hoz mientras la piedra se mueve, muere, y los otros se ríen, considerando una diversión la muerte de aquél (trad. L. Rodríguez-Noriega Guillén).37
Estos tracios suicidas comparten con los getas el espacio de la demencia irracional con una serie de instituciones que los alejan de una vida ordenada basada en la familia, el trabajo del campo regulado por los ritmos de la naturaleza y la paz que la civilización garantiza. Nada de esto es prioritario entre los habitantes del bajo Danubio. Según Heródoto, los tracios venden a sus hijos, consideran infamante trabajar la tierra y decoroso vivir de la guerra y del pillaje (Hdt., 5.3.6). En esta región, gracias a los textos de Heródoto, es posible encontrar toda una inversión de los valores de la civilización, inversión que creo que Aristides definió como locura y asignó a los getas.
En época romana, Estrabón se encontró con unos getas en proceso de integración en la esfera imperial. De hecho, gracias a él sabemos que su asentamiento al sur del Danubio se debía a una medida adoptada por Augusto que decidió trasladar a 50000 getas a Tracia desde su hogar original al norte del río (Str., 7.3.10). Por lo demás, nada dice Estrabón de los comportamientos irracionales expuestos por Heródoto de los pueblos de la región. En cambio, describe la situación política y económica de los getas bajo los reinados de Dromiquetes (s. III a. C.) y de Berebistas (s. I a. C.).
Dromiquetes tuvo que hacer frente a Lisímaco, uno de los diádocos, ante el cual “mostró su propia pobreza y la de su pueblo, así como su autosuficiencia”.38 Estrabón añade que pueblos de la zona, galactófagos y abios, son los más justos precisamente por su propia pobreza:
al ser sencillos en sus modos de vida y no dedicarse al comercio, gozan de buen gobierno entre sí y, al tener en común todos sus bienes, mujeres, hijos y toda descendencia, son invencibles e irreductibles para los de fuera, ya que no poseen nada por lo que ser esclavizados.39
Berebistas, por su parte, trató de modificar la dinámica histórica en la que estaban inmersos los getas y lo logró, al menos, durante un tiempo. Para civilizar a su pueblo y convertirlo en un protagonista digno de la política contemporánea, él recurrió a la figura de un influyente líder religioso con el que consiguió intervenir desde el horizonte de la religión en el comportamiento de sus súbditos:
Berebistas, tras haberse hecho cargo de la dirección del pueblo, levantó la moral de la gente, que estaba decaída por las numerosas guerras, y logró alcanzar tal grado de prosperidad a base de entrenamiento, disciplina y obediencia a sus órdenes [καὶ τοσοῦτον ἐπῆρεν ἀσκήσει καὶ νήψει καὶ τῷ προσέχειν τοῖς προστάγμασιν], que en pocos años se había hecho con un gran imperio, sometiendo al yugo geta a la mayoría de sus vecinos. Ahora comenzaba a ser digno de temer para los romanos, dado que cruzaba sin reparo el Istro y saqueaba Tracia hasta Macedonia e Iliria; devastando no sólo a los celtas que estaban mezclados con tracios e ilirios, sino también causando la completa desaparición de los boyos, gobernados por Critasiro, y de los tauriscos. Para lograr la docilidad del pueblo [πρὸς δὲ τὴν εὐπείϑειαν τοῦ ἔϑνους] contaba con la ayuda de Deceneo, el adivino, el cual había viajado por Egipto y había aprendido a interpretar ciertos signos, siendo al poco tiempo proclamado dios, como dijimos cuando narramos la historia de Zalmoxis. Prueba de su docilidad es que fueron convencidos para talar el viñedo y vivir sin vino. Por cierto, Berebistas fue derrocado por ciertos individuos que se habían sublevado contra él, antes de que los romanos enviaran un ejército en su contra (trad. M.ª J. Meana Cubero, F. Piñero, J. Vela Tejada y J. Gracia Artal).40
Los getas de Estrabón dejaron de habitar el espacio de la locura irracional en el que los situó Heródoto, para vivir una de sus consecuencias: la pobreza. Sólo de modo efímero, fueron llevados a una posición preeminente, pero esa preeminencia fue únicamente posible cuando los getas adoptaron una forma de sometimiento que los hacía depender de su rey y del adivino Deceneo: la práctica de un ejercicio físico sistemático (ἄσκησις), un autocontrol disciplinado de sí mismos (νῆψις) y el sometimiento a las órdenes del rey (προσέχειν τοῖς προστάγμασιν) dieron lugar a la docilidad (εὐπείϑεια) con la que se convirtieron en instrumentos de otros y que, de modo significativo, les obligó a vivir sin la civilizada compañía del vino.
Los getas, en definitiva, tal y como los pudo encontrar Aristides en las fuentes, ofrecían una antesala ideológica a la pobreza. La locura es un elemento de incompatibilidad con la integración imperial y genera la miseria que Roma viene a erradicar. De hecho, en el fragmento aristideo, la miseria, sin más, es el segundo rasgo propio de los enemigos de la civilización y puede glosarse con la geografía de Libia y la historia de alguno de los pueblos que han logrado sobrevivir en ella.
II. Los míseros libios
Que Libia era un territorio pobre es un hecho repetido en la literatura antigua tanto en Heródoto como en Estrabón.41 La pobreza libia es, por lo demás, de un tipo particularmente severo y ofrece un aspecto especial: es la propia geografía física de la zona la que la motiva. Libia presenta un tipo de pobreza natural, una miseria impuesta por un medio físico hostil y árido, que cuando permite la vida sólo lo hace para ser ocupado por fieras salvajes.42 En ella, las comunidades humanas que la habitan difícilmente pueden construir formas de prosperidad propias de una vida civilizada. En los márgenes del Sahara, “un arenal terriblemente árido y totalmente desierto” (Hdt., 2.32.4) viven, por ejemplo, pueblos de pastores seminómadas como los nasamones que, en medio de unas condiciones ecológicas muy adversas, han desarrollado formas de supervivencia basadas en el pastoreo, la recolección del fruto de la palmera y el consumo de insectos:
Con los citados ausquisas lindan, hacia el oeste, los nasamones (se trata de un pueblo importante), que, en verano, dejan sus rebaños cerca del mar y suben a un lugar llamado Augila para recolectar dátiles, pues en ese paraje las palmeras crecen por doquier, siendo además, enormes y todas esquilmeñas. También cazan langostas: después de dejarlas secar al sol, las trituran y las espolvorean sobre la leche, bebiéndosela acto seguida (trad. C. Schrader).43
Otros pueblos vecinos de estos nasamones, los psilos, no fueron capaces de sobrevivir en semejante contexto y desaparecieron, irremisiblemente aniquilados por el territorio:
Vecinos de los nasamones son los psilos, que resultaron totalmente aniquilados de la siguiente manera: las ráfagas del viento del sur les habían secado sus depósitos de agua, por lo que todo su territorio, que se halla en el interior de Sirte, carecía de agua. Entonces ellos estudiaron el caso y, de común acuerdo, salieron a luchar contra dicho viento (y me limito a repetir lo que cuentan los lidios); pero, cuando se encontraban en el desierto, se desató el viento del sur, sepultándolos bajo montones de arena. Como este pueblo resultó aniquilado, son los nasamones quienes ocupan su territorio (trad. C. Schrader).44
Naturalmente, el norte de África ofrecía excepciones a esta norma. Los asentamientos griegos en Cirenaica y fenicios en Cartago fueron enclaves de prosperidad aceptable, la región de Cínipe “iguala a la mejor región en la producción del fruto de Démeter” (Hdt., 4.198.1) y por ello quedaba al margen del resto de Libia. No obstante, la tónica habitual en este continente es la que marca una suerte de pobreza impuesta por la ecología, en la que una situación de sequía endémica, suelos rocosos y escasa población no pueden generar más que formas marginales de sociabilidad (Str., 2.5.33). La pobreza de Libia no se puede imputar a los libios que bastante hacen alcanzando una trabajosa supervivencia gracias al aprovechamiento de los escasos recursos que proporciona la tierra. Es la suya una miseria estructural, reflejo de un medio geográfico donde resulta imposible imponer las formas civilizadas de sociabilidad, economía y política romanas. Con justicia y por razones naturales, a la desértica Libia se le puede situar en la frontera de la ecúmene.
Por fortuna, la miseria derivada del medio físico líbico es un hecho excepcional. No todos los contextos geográficos ofrecen tan escasas posibilidades a la civilización humana y, por lo general, Roma posee herramientas para aprovechar la mayoría de los espacios a los que la llevó su expansión por el Mediterráneo. En esas circunstancias son otros los obstáculos que deben ser salvados. En el texto aristideo se establece un tercer nivel de incompatibilidad con el proyecto civilizatorio encarnado por los romanos: la pobreza derivada de las formas de vida de comunidades preexistentes que se muestran incapaces de aprovechar medios físicos más favorables. Elio Aristides encontró este rasgo entre ciertos habitantes del mar Rojo, que, a pesar de ocupar ricas regiones, no habían alcanzado unos niveles de vida acordes con las formas clásicas de bienestar y civilización. Ésta es la razón por la cual el Discurso a Roma les impone la mancha de la incompetencia.
III. Los desgraciados habitantes del mar Rojo
En torno al mar Rojo se desarrollaron las grandes civilizaciones antiguas del Próximo Oriente: Egipto, Mesopotamia y Siria. No obstante, los países de la región siempre han constituido una zona fronteriza por razones geográficas y económicas.45 Los territorios del mar Rojo quedan al margen de los comunes aprovechamientos agrarios del mundo mediterráneo. En cambio, la costa oriental egipcia y la occidental arábiga del mar Rojo comparecen en las fuentes clásicas en exposiciones relacionadas con el gran comercio transcontinental que, a través de él, iba desde el Mediterráneo hasta las costas del Índico. Éste es el contexto en el que vivieron sociedades de distinta índole que también fueron objeto de descripciones etnográficas de repercusión notable en el imaginario antiguo y moderno.46
La Antigüedad nos ha legado dos descripciones del mar Rojo y de los pueblos que entonces lo habitaban. Existe, por un lado, un Periplo del mar Eritreo anónimo fechado en época imperial romana (s. I d. C.). Es un “tratadillo náutico-mercantil” en el que se describen las factorías y mercados que podían encontrarse a lo largo de sus costas en un eventual itinerario hacia el Índico, así como los productos que allí era posible intercambiar y la naturaleza más o menos sociable de los bárbaros que ocupaban la región y de los mercaderes con los que había que negociar. Estos contenidos han llevado a la crítica moderna a concebir el Periplo como un tratado técnico poco elaborado desde el punto de vista intelectual: una “guía adecuada para comerciantes”.47
Independientemente de la descripción del mar Rojo que contiene el Periplo, existe toda una tradición sobre la etnografía del mar Rojo que depende de un autor del s. II a. C.: Agatárquides de Cnido. Éste, que trabajó en la corte ptolemaica, como Megástenes, que lo hizo al servicio de los seléucidas, forma parte de un grupo de autores helenísticos que abordaron temas geográficos y etnográficos con una intención “más o menos paradoxográfica”.48 Esta literatura se ha conservado en un estado muy fragmentario por medio de citas y extractos en autores posteriores. Del trabajo de Agatárquides, conocido como De Mari Erythraeo, han sobrevivido pasajes más o menos extensos en Diodoro de Sicilia, Estrabón (a través de Artemidoro de Éfeso), Flavio Josefo, Plinio y Eliano.49 No obstante, el conocimiento actual de la descripción que Agatárquides realizó del mar Rojo se debe fundamentalmente a los extractos que hizo de ella el patriarca Focio en el códice 250 de su Biblioteca (s. IX d. C.).50 Lo que ha quedado de esta obra gracias al resumen de dicho patriarca, particularmente lo relativo al libro V, permite tener una idea bastante precisa de la descripción que Agatárquides elaboró de la región. Pienso que varios conceptos empleados por dicho autor en su obra están en el origen de la κακοδαιμονί α (desgracia) que Aristides atribuye a los habitantes de la zona en el párrafo 70 del Discurso a Roma.
Las costas del mar Rojo estaban habitadas según Agatárquides por un sinnúmero de extraños pueblos. La mayor parte de los que están ubicados en la costa africana y en las islas eran salvajes primitivos y recibían denominaciones a partir de algún rasgo identitario relacionado con sus hábitos alimenticios: los devoradores de pescado ocupaban zonas costeras hasta la propia India (5.31); los comedores de tortugas vivían en el enigmático archipiélago disperso (5.47); hacia el extremo sur y el cuerno de África, se encontraban los devoradores de madera (5.51), los comedores de semillas (5.51), los comedores de elefantes (5.55), los comedores de avestruces (5.57), los comedores de saltamontes (5.58) o los ordeñadores de perros (5.60). En la costa arábiga y yemení vivían grupos más desarrollados, pero no menos exóticos que sus vecinos: los bitemaneos (5.89), los debeos (5.95), los alileos (5.96), los casandres (5.96) y los afortunados sabeos (5.97-99, 102).
Agatárquides, como buen representante de la etnografía helenística, presta una atención especial a los hábitos de cada uno de estos pueblos. Sus costumbres son expuestas sucintamente y se relacionan con el clima y el contexto geográfico en el que viven, así como con las formas de vida que el medio impone. De este modo se construyen, en torno a cada pueblo, diferentes modelos de comportamiento colectivo. Aunque en apariencia el mar Rojo generó diferentes modelos, existen rasgos comunes entre las formas de vivir de sus habitantes. Básicamente los salvajes de la costa africana viven de un modo sencillo y despreocupado, disfrutan de unas condiciones climáticas por lo general apropiadas (en ocasiones inmejorables), pero no muestran ningún interés por extraer de ellas unas condiciones de vida acomodada: son los “hombres impasibles” de sintomática apatía.51 Los pueblos de la costa árabe, por su parte, gozan de una extraña felicidad. Disponen de abundantes provisiones de oro que obtienen con facilidad, pero ignoran el esfuerzo y las artes que requiere su producción en otros lugares. Viven en bosques de aromas, embriagados por los perfumes que destilan árboles exóticos. El árbol del bálsamo, la mirra, el incienso o el cinamomo que una naturaleza benévola ha plantado sin mediación humana están, en efecto, en el origen de la reconocida prosperidad de la región. Empujados, en fin, por una riqueza inmoderada conseguida sin trabajo, la molicie se ha instalado entre estos “señores de todo bienestar” que corren el riesgo de que otros se adueñen de los medios que les han proporcionado su cómoda existencia. Veamos cómo se define en cada caso la singular combinación de apatía y felicidad que impera entre los habitantes del mar Rojo.
Los devoradores de pescado, los famosos ictiófagos, representan de modo específico los tópicos del primitivismo complaciente, amoral y apático de los habitantes del mar Rojo.52 Viven desnudos y, “aunque tienen conocimiento del placer y del dolor físico, no tienen ni la más mínima conciencia del bien y del mal” (5.31). Ellos disfrutan de la vida en auténtica comunión con la naturaleza:
Usan [los ictiófagos] una manera de beber mucho más extraordinaria. A lo largo de cuatro días están para sus cacerías, y sus cantes inarticulados y sus reuniones que tienen para divertirse, puesto que carecen de preocupación alguna para conseguir alimento [διὰ τὴν εὐκοπίαν τῆς τροφῆς]. Mas al quinto marchan para beber hasta un lugar al pie de los montes, a los manantiales de los nómadas, en los que abrevan los rebaños. El viaje se inicia por la tarde. Tras alcanzar los abrevaderos de los nómadas hacen un círculo en torno al pilón, y apoyando sus manos en la tierra y de rodillas beben a la manera de los bueyes, no de un solo trago, sino haciendo varias pausas. Y tras llenar sus vientres de líquido como si fueran tinajas, con dificultad se encaminan de vuelta hacia el mar. Así regresados durante aquel día nadie gusta ni de peces ni de otra cosa, sino que yacen con sensación de plenitud y jadeantes, con una pesadez semejante en cierta medida a la de la embriaguez. Mas al día siguiente vuelven a la forma de vida ya descrita. Y esto sucede a lo largo de su vida de forma cíclica, sin pensar en ocupación ni preocupación alguna [Καὶ τοῦτο κύκλῳ διὰ βίου γίνεται, πρὸς ἀσχολίαν καὶ μέριμναν οὐδενὸς ἀποβλεπόντων αὐτῶν πράγματος]. Y gracias a la simplicidad de su dieta [διὰ τὴν ἁπλότητα τής διαίτης] raramente caen enfermos, y alcanzan tantos más años cuanto tienen un modo de vida menos fatigoso que el resto de los hombres [ὅσῳ περ ἀπονωτέραν τῶν λοιπῶν ἔχουσι τὴν ἀναστροφήν] (trad. L. A. García Moreno).53
La imagen de apacibles rebaños de ictiófagos acudiendo al atardecer a abrevaderos naturales para saciarse “como bueyes” ofrece al lector la idea de un grupo primitivo y pretecnológico que vive en un estado primigenio y natural. La vida la hace posible la abundancia de pescado en la región. El pescado, capturado sin esfuerzo y cocinado al sol, es el fundamento de una dieta tan sencilla como los propios ictiófagos. Por lo demás, en su rutina inalterada no cabe ni la crisis ni el progreso, sino un pasar cíclico al margen del tiempo histórico. Es posible que las formas de vida de estos salvajes resulten de la definición de elementos por oposición a los significados atribuidos a la civilización.54 Pero también es posible que los geógrafos helenísticos encontraran en las sociedades prepolíticas del sur del mar Rojo estructuras ideológicas originales con las que se describió un estado en la sociabilidad humana diferente del propio:
Mientras nuestra forma de vivir ha sido basada por nosotros tanto en cosas superfluas como en necesarias, los mencionados pueblos de los “comedores de peces” han excluido, dice, todo lo innecesario, aunque no les falta nada de lo conveniente, porque en lo que respecta a su forma de vida han sido guiados por una senda divina, no por la que ha falseado la naturaleza mediante ideas inciertas [οὐ τᾐ παρασοφιζομένῃ ταῖς δόξαις τὴν φύσιν]. Pues al no desear el poder acontece que no se afligen en luchas competitivas e infortunadas; y al no desear la riqueza no hacen mucho mal a otros ni tienen sufrimientos innecesarios. Y al no levantar odios mayores en perjuicio de la integridad de un enemigo tampoco se hunden en las desgracias propias. Y al no hacer expediciones marítimas, abusando de su vida por afán de lucro, tampoco miden su infortunio por los accidentes de la vida. Sino que al necesitar poco desean poco, y al tener suficiente no anhelan más. Lo que turba a cada uno no es lo desconocido, puesto que no está presente, sino lo que se desea, cuando por casualidad se retrasa y el deseo presiona. Por tanto, aquel que tiene todo lo que desea será feliz según la lógica de la Naturaleza, no según la de las ideas dudosas [οὐ κατὰ τὸν τῆς δόξης]. No dictan justicia según leyes positivas: pues ¿qué necesidad hay de atarse a una ordenanza siendo posible tener un buen orden sin leyes políticas? [Νόμοις δὲ οὐ δικαιοῦνται· τί γὰρ δεῖ προστάγματι δουλεύειν τὸν χωρὶς γράμματος εὐγνωμονεῖν δυνάμενον;] (trad. L. A. García Moreno).55
En este texto se presenta una ecuación fundamental para entender el pensamiento social antiguo.56 Agatárquides maneja dos conceptos clave de la filosofía griega (φύσις y νόμος) que poseen un largo bagaje a sus espaldas y los articula en su discurso etnográfico para definir la siguiente polaridad: por un lado la utopía natural y prepolítica de los ictiófagos que permite olvidar las contingencias sociales en un entorno geográfico donde las necesidades humanas básicas quedan satisfechas sin ninguna acción consciente; por otro lado, el universo sofisticado, incierto y competitivo del observador en el que se hace necesario emplearse activa e intelectualmente para satisfacer nuevos deseos y ambiciones. La consciencia de la propia condición, la urgencia con la que sobrevienen nuevas necesidades y cierta frustración generada al constatar que el deseo siempre se sacia de modo diferido hacen de este hombre afanoso y postnatural un espectador insatisfecho ante la condición del hombre natural que, situado por la naturaleza al margen de los deseos, puede recrearse en las sensaciones de la vida.
El sencillo pasar de los ictiófagos de la costa occidental del mar Rojo se combina con unas condiciones naturales y unos aprovechamientos económicos mucho más ventajosos en la descripción de Agatárquides de la costa oriental. Allí la fecundidad de la tierra y el valor de los recursos que ésta producía estuvieron en el origen de otra forma de bienestar apacible. La felicidad de los árabes del mar Rojo se convirtió en proverbial en la propia Antigüedad, pero estaba asociada a ciertos riesgos para la vida humana:
Después del golfo llamado Laianita, en cuyo entorno habitan árabes, está la tierra de los Bitemaneos, mucha y llana, y toda irrigada y profunda, y sólo con grama, el trébol de Media y un loto con una altura semejante a la del hombre; todos los frutos son fijados por la misma tierra y no se cultiva ningún otro. Por ello en ella hay muchos camellos salvajes, muchas manadas de ciervos y gacelas, muchos rebaños de ovejas y una cantidad incontable de mulos y de bueyes. Pero estas ventajas van en paralelo con un mal opuesto; pues al mismo tiempo la tierra alimenta una multitud de leones, de lobos y de panteras, como si las ventajas naturales de la tierra fueran la causa de la miseria de sus habitantes [ὡς εἶναι τὸ τῆς χώρας ἐπίτευγμα τοῖς οἰκηταῖς αἴτιον ἀκληρίας] (trad. L. A. García Moreno).57
La región de los bitemaneos con todas sus posibilidades se vuelve semejante a la hostil Libia por un exceso contrario al de aquélla: sin necesidad de la mediación del hombre, el territorio ha generado vida vegetal y animal sin cuento, una biocenosis que disputa el espacio a las sociedades humanas. En la Libia desértica, la miseria es la mejor de las condiciones posibles, en las exuberantes regiones árabes del mar Rojo, la propia feracidad del territorio se convierte en un obstáculo. La diferencia entre ambas regiones se encuentra en las ventajas que el trabajo y la organización social podrían generar en cada una de ellas. En Libia sólo es posible alcanzar un elemental nivel de supervivencia, en las costas árabes del mar Rojo, su ocioso bienestar condena a los pueblos que lo habitan a un sopor anodino. Por la ignorancia, inexperiencia y falta de disposición de sus habitantes, parte del territorio sigue baldío e improductivo. Por ejemplo, los árabes debeos, alileos y casandres no han aprendido a explotar adecuadamente los recursos que el paisaje les ofrece:
La región vecina a esta tierra montañosa la habitan los debeos, unos nómadas y otros agricultores. Por medio del país discurre un río con tres lechos, que arrastra pepitas de oro con tanta evidencia y abundancia que el légamo arrastrado en su desembocadura brilla desde lejos. Pero los que habitan el país ignoran el trabajo de este [Οἱ δὲ τὸν τόπον οἰκοῦντες τῆς μὲν ἐργασίας εἰσὶ τῆς τοιαύτης ἄπειροι].58 […] Vecinos de éstos son los alileos y casandres, y poseen una tierra en absoluto semejante a las descritas con anterioridad. Pues el aire no es ni frío ni seco ni tórrido, y además enseña una nube blanda y espesa de la que surgen lluvias y tormentas propicias incluso en verano. La mayor parte del país produce de todo, pero ocurre que no toda es objeto de cultivo a causa de la inexperiencia de la gente [τῶν λαῶν ἀπειροτέρων ὄντων] (trad. L. A. García Moreno).59
Todos los elementos que caracterizan la etnografía de los habitantes de las costas orientales del mar Rojo (exuberante naturaleza y prosperidad, despreocupación e incompetencia), quedan resumidos en las circunstancias en las que se desarrolla la vida de los sabeos de la Arabia meridional:
Inmediatamente contiguo es el pueblo de los sabeos, el más grande de Arabia y dueño de todo tipo de bienestar [παντοίας κύριον εὐδαιμονίας]. Pues tanto la tierra da todo lo que entre nosotros sirve a la vida, como los cuerpos de sus habitantes son los más bellos. Se sirven de multitud de innumerables rebaños. Un perfume domina toda la costa, procurando a los que arriban un placer superior al que se pueda ver o describir. Pues ciertamente junto al mismo mar crece una gran cantidad del árbol del bálsamo, el canelo, y otra planta que recién cortada es el más dulce goce para los ojos, mas al pasar un tiempo se marchita rápidamente, de modo que la utilidad de la planta desaparece antes que su lozanía pueda llegar hasta nosotros. En el interior se escalonan fragosos y grandes bosques: los árboles muy altos de la mirra, y del incienso, y también el cinamomo, la palmera, y la caña y otros semejantes, de modo que no se puede mostrar con la palabra lo que sucede en los que han respirado las esencias de este tipo. […] De tal modo que muchos llegados allí a olvidar las contingencias humanas imaginan gustar de la ambrosía, buscando un nombre apropiado para sus máximas sensaciones. En los bosques de los aromas hay un tipo de serpiente diferente a todos, como si la fortuna envidiara tan grandes dones y mezclase la desgracia con el bien, para que al final nadie tenga una soberbia propia de los Titanes y menosprecie a la divinidad a consecuencia de la posesión de los dones de la fortuna, sino que se eduque con la contraposición y el recuerdo de sus contrarios. Entre los mismos sabeos el olor de los aromas es muy intenso, mas el placer incompleto; pues al no tener solución de continuidad desde el nacimiento, el olor ya no estimula la sensación y la deja mortecina al no haber cambios en sus vidas [τὸ γὰρ ἐνδελεχὲς ἐκ νηπίου κινεῖ μὲν τὴν αἴσϑησιν ἧττον, ἀμβλυτέραν δὲ κατασκευάζει, μεταβολῆς τοῖς βίοις οὐχ ὑποκειμένης]. Es más, puesto que no pueden amoldar su vida a una posición equilibradamente estable —estando su cuerpo traspasado por un aroma excesivo y penetrante, y lleva su correspondiente condensación hasta el grado de provocar un debilitamiento final— entonces hacen fumigaciones con un poco de betún y de barba de macho cabrío para que les disipen el exceso de perfume, y, con la mezcla de lo que parece molestar reprimen lo que de nocivo tiene el placer [τὸ τῆς ἡδονῆς βλαβερὸν]. Así toda ventaja gobernada por la moderación y el orden favorece la vida, mientras que privada de medida y oportunidad su posesión es desventajosa [Οὕτωϛ ἅπαν ἐπίτευγμα μεσότητι μὲν καὶ τάξει κυβερνώμενον παραπέμπει τὸν βίον, συμμετρίας δὲ καὶ καιροῦ στερηϑὲν οὐκ ἔχει τὴν κτῆσιν ὀνησιφόρον] (trad. L. A. García Moreno).60
En lo que se ha definido como una alusión explícita al imperialismo romano, Agatárquides concluye anunciando el supremo peligro que lleva aparejado tan gratuito y desordenado estado de felicidad:
Y si su hábitat no estuviera colocado tan lejos de los que dirigen sus fuerzas contra todo país, administrarían bienes ajenos los dueños de sus propias conquistas, pues su molicie no sería capaz de conservar durante mucho tiempo su libertad [τῆς ῥᾳϑυμίας ἀδυνατούσης τὸ ἐλεύϑερον πλείω χρόνον διατηρεῖν] (trad. L. A. García Moreno).61
La ἀπάϑεια (apatía) y la εὐκοπία (facilidad para procurarse el sustento) de los ictiófagos y la εὐδαιμονία (felicidad) y la ῥᾳϑυμία (molicie) de los sabeos representan las dos caras de la misma moneda. Aristides, con un juego de palabras claramente alusivo, resumió el lamentable modo de vivir de estos habitantes del mar Rojo, que no sabían aprovechar las ventajas de su situación, como κακοδαιμονί α (desgracia), frente al tópico que se asignaba a la región: εὐδαιμονία (felicidad). Entiendo que por κακοδαιμονί α hay que comprender las situaciones de carestía motivadas por las formas de vida despreocupadas y autosuficientes que Agatárquides encontró en el mar Rojo: una prosperidad limitada por la propia facilidad con la que se alcanza y que situaba a los pueblos que la disfrutan en un peligroso estado de dependencia de las bondades (y de los peligros) de la naturaleza. Sólo los necios obtusos que vivían en el mar Rojo, aletargados por su propio bienestar e incapaces de dominarlo, se conformaban con una prosperidad basada en fundamentos sobre los que no poseían un control. Una voluntad emprendedora y activa, además de convertir en dueños de su propio bienestar a los habitantes del mar Rojo, podría multiplicar ese estado de bienestar. Roma era quien en tiempos de Aristides encarnaba semejante actitud.
IV. Lipsio y los bárbaros
No debe caber duda de que en la construcción del párrafo 70 del Discurso a Roma, Aristides abordó un viejo problema del pensamiento griego: la definición de la barbarie y de su relación con el yo civilizado.62 Por medio de su escueta descripción de getas, libios y habitantes del mar Rojo, Elio Aristides elaboró su propia reflexión sobre este asunto. Creo que la originalidad de su propuesta se encuentra en haber reducido las variables que interesan en el análisis de la alteridad y en haber identificado en la condición de los bárbaros únicamente diferentes formas de pobreza. Tal y como entiendo el fragmento aristideo, ser bárbaro consiste en padecer la miseria por causas internas (getas) o externas (libios), o estar en riesgo de hacerlo por esas mismas circunstancias (habitantes del mar Rojo). Quienes han tratado de leer el texto se han visto obligados a construir sus propias respuestas sobre el mismo problema. Estimo que, entre las versiones del texto que he analizado en este trabajo, sólo la de Justo Lipsio ofrece una comprensión fiel del mensaje aristideo en torno a la alteridad.
En la vida de Lipsio no resultan abundantes las experiencias directas con la barbarie, tampoco llegó a considerar el trabajo de campo como una opción científica para documentar semejante realidad. No obstante, un episodio biográfico, ampliamente reelaborado por el propio Justo Lipsio, puede permitirnos entender por qué su aproximación a los bárbaros de Aristides fue diferente de la de quienes le precedieron en la lectura del Discurso a Roma. En la primera mitad de octubre de 1586, poco antes de su cumpleaños, Lipsio se vio obligado a pasar poco más de una semana en la pequeña localidad westfalia de Oldenburg. De algunas circunstancias de aquel incidente, quizá de las menos relevantes, él mismo dejó constancia en varias cartas, algunas de las cuales fueron publicadas posteriormente en la Centuria Secunda (1590).63 El texto de una de estas cartas, la dirigida a Juan Heurnio, se hizo muy famoso como todo el episodio oldenburguense en la república literaria humanística.64 Lo cierto es que en estas cartas, Lipsio realizó su propia descripción de la barbarie y lo hizo después de sufrir lo que al parecer fueron traumáticas experiencias directas con la miseria.
La estancia de Justo Lipsio en Oldenburg se produjo cuando viajaba, según su propia confesión, hacia una estación termal.65 No obstante, la presencia en el lugar de cierto destacamento de caballería con destino a Bélgica que, por falta de paga, había decidido no proseguir su ruta, interrumpió el viaje de Lipsio.66 Este desagradable incidente y lo inminente del invierno, lo dejaron “in Scytharum eremia […] nec inter homines satis certo”.67 Y él, rodeado de germanos “comegachas”, pasó varios días literalmente metido en un hoyo.68 Después de permanecer allí una semana, decidió regresar hacia el norte a la ciudad de Emden. En principio, Lipsio tenía la intención de invernar en Emden e “inter ignotos libellis meis et chartis me involvam, sine metu interpellationum”, aunque, finalmente, Emden fue una etapa intermedia antes de volverse a instalar en los Países Bajos. Desde mediados de noviembre ya escribía cartas desde Leiden.69
Recién llegado a Emden, Lipsio le escribió una carta sobre su estancia en Oldenburg a su médico personal, Juan Heurnio. En este texto célebre, Justo Lipsio se desata en pullas y juegos ingeniosos de palabras sobre las tabernas, los menús, las formas de hospitalidad y los alojamientos que su salud, siempre quejosa, tuvo que padecer aquellos días en Westfalia:
Sigo vivo, Heurnio mío, cosa que no dejará de sorprenderos a vosotros los médicos. En efecto, he soportado en mi viaje por Westfalia lo que en la Antigüedad no tuvo que aguantar la paciencia de ningún cínico. Fui acosado por todos los males habidos y por haber debidos al clima, al agua y a la comida. Viento y lluvia permanente, y comida que no diré que fuera bárbara, apenas si se podía considerar que fuera humana. Conoces bien mi salud y cómo una dieta específica es fundamental para mantenerla. Pero me vi en hostales (así los llamaré aunque, a decir verdad, eran más bien establos y pocilgas) en los que de buenas a primeras te ponían en la mano una jarra de cerveza aguada y maloliente, recién cocida y aún caliente y que no podías rechazar si no querías que te echaran. Los entremeses consistían en beber junto al fuego varias rondas de aquella bebida con cocheros y porqueros, y hacerlo con el gesto solemne de darse un apretón de manos tras cada trago. Mientras tanto, preparaban la mesa (no voy a hablarte de los manteles, te lo imaginas) y, la verdad, en ese momento comenzaba yo a sentir el gusanillo del apetito, pero, ay, el primer plato consistía en un tomo de tocino grasiento y, además, crudo. ¡Lo que necesitaba mi estómago! ¿Qué hacer? Ni pensar pedir otra cosa. Por lo tanto, decido ver, callar y tomar unos pedacitos de pan. De pan digo, ¡ojalá fuera pan! A decir verdad, Heurnio mío, si vieras su color, peso y pinta te juro que maldecirías el pan. Es negro negrísimo, duro y ácido, lo hacen en barras de cuatro o cinco pies de largo que yo no podía ni levantar. Me vino a la cabeza Plinio cuando al tratar a esta nación, u otra vecina, escribe: Pone a secar su miserable tierra. Mal dicho, yo, para ajustarme a la verdad, diría: Se come la tierra miserable. Pero pasemos a los siguientes platos. Largo tiempo esperado, he aquí el plato principal de la cena: una gran hoya de guiso de coles. Plato recocido (mi pluma, que es más sincera, escribía “apestoso”).70 Por encima flotaba una capa de sebo de cerdo que ya había dado lo suyo. Mis amigos westfalios no se comen esta ambrosía… la devoran. ¿Y para mí, qué? Arcadas y hambre. Al final apuro unas pasas de mi talega, me las comí poco a poco y con pan. Algo de ojeriza causó mi gesto y algún reproche, pero preferí vérmelas junto al hospedero con los clientes malhumorados a hacerlo con la diosa Salud. Al final, hasta mi mozo les daba explicaciones por lo bajo sobre mi enfermedad. De postre había un queso tan podrido que se descomponía, pero a esta gente les sabe como a sesos de Zeus. En el campo la cosa es así, en las ciudades no es mucho mejor, si no es porque las más de las veces hay pescado de guarnición del que se trae de Noruega salado y curado al aire libre. Pero el pan es del mismo trigo. Yo ya he aprendido, no obstante, a comer y a digerir tales alimentos de modo que si alguna vez regreso entre vosotros podréis contemplar a un hombre o, mejor, a un avestruz capaz de roer el hierro. Esto es lo que respecta al comer. ¿Quieres que te hable del alojamiento? Es sencillamente sublime. Literas alineadas a ambos lados; junto a ellas vacas, caballos y terneros; encima, pollos y gallinas; por debajo (pongo a la Fe por testigo), cerdos. Te ruego que no preguntes por almohadas o sábanas. Las capas de nuestros mendigos y sus mantas remendadas son mucho mejores y están más limpias. En fin, no me mudé la ropa en ochos días. Y por fin esta bonita propina: tuve que dormir dos noches en la cubierta de un barco, en el río Hunte, al raso, con lluvia y viento. Después de todo esto, sigo vivo. Puedes tomártelo a risa, ¿algún otro regalo me espera por mi cumpleaños? Pues sí, que me recobré de la enfermedad, considéralo tú mismo. Se consumió aquel mal en un mal viaje.71
En su viaje por Westfalia, Lipsio, junto a sus nuevos amigos —cocheros y porqueros—, conoció locales espantosos, el desagradable olor de la cerveza caliente con la que se veía obligado a brindar antes de cada comida, mesas sin manteles dignos de ese nombre, pan negro, tocino crudo, un guiso de coles apestoso, queso podrido y cecina de pescado. Durmió en establos y, dos noches, al raso en la cubierta de un barco. La carta a Heurnio no sólo expone la delicada naturaleza de Lipsio y su cuestionable sentido del humor, sino que también permite recuperar la mirada con que él observó y describió a sus bárbaros anfitriones westfalios.72 Los oldenburguenses eran, en efecto, unos gañanes, pero también extremadamente pobres. Las sábanas que debió usar en sus alojamientos eran tan asquerosas que no se atrevió a desnudarse los ocho días que pasó en Oldenburg: “las capas de nuestros mendigos y sus mantas remendadas son mucho mejores y están más limpias”. Lipsio reconoció en Westfalia el rostro primitivo y miserable de la barbarie.
En su accidentada experiencia de la alteridad, Justo Lipsio no pudo evitar hacerse acompañar por los textos a partir de los cuales se había acostumbrado a reconstruir el universo que lo rodeaba. En la carta a Heurnio hay una única cita explícita de un texto antiguo. Se trata de un pasaje de la Historia Natural de Plinio, donde Lipsio encontró la síntesis de cuanto soportó en su visita a los bárbaros: los westfalios, como cierto pueblo antiguo vecino suyo, “se come [sic] su tierra miserable”. Este pasaje pertenece a la descripción que Plinio realiza de los caucos, unos germanos que en época romana habían vivido en pésimas condiciones en la costa del mar del Norte. En tiempos de Plinio habían dejado de depender de los romanos condenándose, de este modo, a un castigo peor que el propio sometimiento a Roma.73 Esta “misera gens” malvivía de los peces que quedaban en la costa cuando se retiraba la marea. No conocían la ganadería ni la arboricultura, no bebían más que el agua de lluvia y elaboraban un curioso preparado con el lodo de las marismas que habitaban. Secado al aire les servía como combustible o, llegado el momento, también podían consumirlo para calentar “sus entrañas entumecidas por el viento del norte”.74 Lipsio juega precisamente con las palabras de este pasaje para subrayar que los bárbaros westfalios eran tan pobres como la tierra que, bajo la apariencia de pan, comían y daban de comer a sus invitados. Pienso que aquella semana en Oldenburg, y la ayuda del texto de Plinio, bien pudieron servirle a Justo Lipsio para entender mejor el mensaje sobre la barbarie de Aristides. Al fin y al cabo, ¿quién no ha aprendido en un viaje tanto como en los libros de su biblioteca?