Introducción
Suele ser un lugar común indicar que la ley draconiana del año 621/620 a. C. en materia de homicidio —el único thesmós del legislador que se conservó en el sistema jurídico ateniense clásico— fue excesivamente severa en cuanto a su contenido y disposiciones. En efecto, la imagen que se tiene de este logro legislativo es que establecía penas elevadas para quienes hubiesen cometido crímenes de sangre, fijando parámetros de sanción cruentos por parte de la pólis. Sin embargo, un análisis más detallado del texto conservado de la ley parece ofrecer una imagen diferente, en la que junto a la institucionalización de la justicia y el consecuente alejamiento de la venganza privada se da cuenta de modalidades originales de perdón por el acto cometido.
Un examen de las emociones que pueden advertirse en la propia ley deja al descubierto algunos aspectos de este proceso constituyente del marco normativo ateniense. En efecto, en el presente artículo nos ocuparemos de brindar un análisis de la lógica subyacente en el dispositivo del perdón, a fin de mostrar los modos en los que Dracón estableció patrones afectivos a partir de una suerte de artificio emotivo de alcance colectivo. En el proceso que va de la retribución individual al monopolio de la pena por parte de los órganos y magistrados de la ciudad, se observa un desplazamiento simultáneo del sustrato emotivo, que abandona el estricto ámbito de las personas afectadas directamente por el crimen para focalizarse en una respuesta que se elabora en el plano comunitario.
I. La ley draconiana y la institucionalización de la persecución del homicidio
El texto conservado de la norma de Dracón, reescrito hacia el 409/408 a. C. (IG I3.104), se ocupa de regular en la pólis la sanción del phónos u homicidio (originalmente sólo castigado por la venganza interfamiliar, de carácter privado) a partir de la redacción de las conductas susceptibles de intervención pública.2 Así, en las primeras líneas conservadas de la ley —que coinciden con el texto que nos transmitirá un pasaje del discurso de Demóstenes Contra Macártato, 43, 57)— se define con claridad la voluntad de establecer un procedimiento judicial, paso necesario para lidiar con aquellos sujetos que podrán ser perseguidos por un crimen que ahora interesa al conjunto de la sociedad (líneas 11-13):
Y aun si alguien mata (kténei) a alguien sin premeditación (me’k pronoías), que se vaya al exilio (phéugen). Los basileîs deben decidir que es culpable el que mata [...] o el que lo instigó (boleúsanta).3
Es evidente pues que, en la racionalidad de la nueva normativa draconiana, el peso de la ley caerá sobre quien comete un asesinato y quien fue su instigador, tratándose de una de las ofensas más graves y contaminantes dentro de la pólis.4 Sin embargo, resulta llamativo que la ley comience de manera abrupta (nótese el kaì inicial) al mencionar el homicidio sin premeditación (μὲ ’κ [π]ρονοί[α]ς) en vez de ocuparse primero, como habría resultado esperable en términos más lógicos, de la regulación referida a la comisión de un crimen voluntario.5
Lo que interesa aquí, en todo caso, no son los aspectos sustanciales de la ley sino los mecanismos institucionales de la tramitación de las causas, y en este sentido desde las primeras líneas la norma menciona de modo claro a las autoridades encargadas de determinar la responsabilidad por la comisión del crimen: los basileîs, es decir, los antiguos reyes tribales cuyas amplias competencias serían luego reducidas a favor de los tribunales especializados.6 Este elemento es a nuestro juicio relevante, pues muestra que, en lugar de centrar la atención de la ley en los aspectos sustanciales de la voluntariedad del crimen, el legislador se mostraba particularmente interesado en la identificación y determinación de los órganos institucionales que estarían a partir de ese momento encargados de su tratamiento judicial.
La norma draconiana, por tanto, constituyó una transformación novedosa de la venganza subjetiva (preexistente en términos privados) para este tipo de ofensas, remplazando el accionar particular exclusivo de los familiares de la víctima —sin intermediación de los órganos cívicos— por instancias establecidas ahora de modo genérico en la pólis, asegurándose una gestión institucional del proceso.7 Se trata de la fijación del carácter público de los casos de homicidio, carácter que, sin embargo, se tensionará con la naturaleza misma del proceso judicial. Si bien se exige una proclamación abierta y solemne (prórrhēsis) para el inicio de una tramitación ante las instancias de la ciudad, lo cierto es que la acción por homicidio en el derecho ateniense siempre habrá de ser de iniciativa privada (lo que los griegos identificaban como una díkē), limitada en su inicio a la decisión exclusiva de los parientes de la víctima.8 Es lo que indica el texto conservado: “Debe hacerse una proclama (proeipeîn) en el ágora contra el que mató, por parte de los parientes hasta el grado del hijo del primo y del primo” (προειπε͂ν δ]ὲ το͂ι κ-/τέν̣α̣ν̣[τι ἐν ἀ]γορ̣[ᾶι μέχρ’ ἀνεφσιότετος καὶ ἀνεφσιο͂·, ll. 20-21).9
Corresponde identificar en la ley un delicado equilibrio entre la preservación del papel que debían desempeñar los sujetos legitimados para iniciar el procedimiento (es decir, los parientes del muerto hasta el grado establecido) y el interés de la ciudad en monopolizar las actuaciones para llegar a la sanción del culpable de homicidio de modo objetivo y seguro.
I.1 El homicidio y las emociones
El supuesto pasaje de la pasión irrefrenable de la venganza a la violencia institucionalizada del ejercicio de la justicia —que evidentemente debió de ocurrir antes del s. VII a. C.—10 ha llevado a imaginar en el proyecto draconiano la consolidación por escrito de una práctica legislativa de racionalización. Dicho de otra forma, la empresa del legislador ha sido concebida como un momento clave en el progresivo abandono de las emociones personales, involucradas en los modos arcaicos de castigo de los delitos de sangre, y en su superación por la participación de terceros que, mediante una heterocomposición jurídica, estaban en condiciones formales, según el texto redactado, de brindar respuestas de manera menos pasional.11
Un examen de las emociones vinculadas con los procesos derivados del homicidio, en particular del perdón (aídesis), nos permitirá identificar la naturaleza de esta aparente “des-emocionalización” de la tramitación forense, que en rigor de verdad representa una suerte de institucionalización afectiva eficaz para generar un dispositivo nuevo de regulación sustentado en la ficción de “sentimientos” que ya no son individuales. En este sentido, una de las novedades aportadas por la normativa draconiana parece haber sido el reconocimiento escrito del valor jurídico de las emociones colectivas.12
A fin de proponer un panorama general del tratamiento legal del trasfondo afectivo que ofrece el testimonio draconiano, dedicaremos unas primeras reflexiones a la ira (ὀργή), quizás la emoción más ligada al ejercicio de la venganza.13 Como parte de su teorización retórica sobre las emociones (páthē), Aristóteles define esta ira como un deseo (ὄρεξις) de venganza (τιμωρίας) acompañado de dolor (μετὰ λύπης) por un menosprecio percibido (διὰ φαινομένην ὀλιγωρίαν) contra uno mismo o algún allegado, cuando ese menosprecio no está justificado (τοῦ ὀλιγωρεῖν μὴ προσήκοντος).14 Al implicar una voluntad de “devolución” de un mal cometido injustamente, la orgé describe entonces la irritación propia que, ante la necesidad de restablecer la justicia social, despierta el comportamiento ilícito de un mal ciudadano.15 Esto ocurrirá, por ejemplo, en el discurso Contra Leoquites, 20, 6, de Isócrates, al describirse que, frente a un acto de adikía, corresponde que los hombres libres se enojen en gran medida y obtengan una gran venganza: ὑπὲρ ὧν προσήκει τοῖς ἐλευθέροις μάλιστ᾽ ὀργίζεσθαι καὶ μεγίστης τυγχάνειν τιμωρίας.16
En esta construcción normativa de la ira en relación con la punición, se advierte un eficaz dispositivo retórico17 mediante el cual con el enojo se pretendería apartar al “injusto” del conjunto de ciudadanos.18 La cólera podría entonces configurar la base suficiente para la imposición del castigo,19 lo que explicaría las habituales recurrencias a la orgé en el género trágico, interesado en escenificar los páthē subyacentes en la praxis vengativa.20
Sin embargo, en la institucionalización concreta de los mecanismos draconianos de la persecución de los responsables de la comisión de un homicidio, el valor de la ira aparece mucho menos claro que en la tragedia.21 Esto no es sorprendente. Según Rubinstein, las alusiones a la orgé en los alegatos conservados de la oratoria forense son “context-sensitive”,22 en tanto dependen de modo particular del tipo de acción y de la eficacia argumentativa de su mención en el caso concreto. En efecto, esta autora ha demostrado con claridad que la ira es mucho más frecuente en los discursos vinculados con acciones públicas, mientras que en los asuntos privados (díkai) sólo se recurre a ella cuando se trata de acusar al adversario por comportamientos a todas luces antisociales, fácilmente identificables como conductas problemáticas que pudieran afectar a la comunidad en su conjunto.23 Entonces, si bien la orgé resulta la emoción hostil más obvia, es difícil graduar su manejo en un contexto judicial, principalmente porque es percibida como un sentimiento personal que resulta difícil de generalizar.24
En términos subjetivos, la idea de venganza (timōría) ligada con la experiencia individual de la orgé tiene que ver precisamente con la necesidad de recuperar el papel social de la víctima. En vez de focalizarse en aquello que produce en el delincuente, la venganza se vincula, incluso etimológicamente, con el honor (timé) perdido de quien sufrió de modo personal los efectos del accionar criminal.25 En lo que se refiere al manejo y canalización de las emociones, pues, es factible decir que la ley draconiana consolidó un mecanismo objetivo, transformador del plano de la venganza, que posiblemente ya tenía raíces en las prácticas institucionales de la ciudad. Ello se traduce en la constatación de que su texto no se centró en alusiones expresas a la cólera.26
El trabajo sobre la emoción de la cólera en la ley draconiana debe servir como punto de partida para un mejor entendimiento de la estrategia legislativa referida al perdón. Como veremos en la próxima sección, un examen en clave afectiva más comprehensivo de las líneas conservadas del texto requiere también focalizar la atención en la elección que se brinda a los parientes de “perdonar” al responsable. Allí se verá de qué modo una eventual generosidad respecto del acusado se apartaba de la experiencia individual de la víctima para acercarse a otras experiencias político-jurídicas posteriores en las que se pretendía lograr una institucionalización del plano afectivo mediante los instrumentos artificiales de la reconciliación pública y la pacificación social.
I.2 El homicidio y la aídesis: la institucionalización afectiva del perdón
Inmediatamente después de la cláusula que indica que, en los casos de juicio, son los efetas quienes deben emitir sentencia, el texto de la ley draconiana se encargaba de mencionar la posibilidad de la aídesis o perdón (ll. 13-20):
Se otorga perdón si hay un padre o hermanos o hijos, por parte de todos ellos, o tiene prioridad quien lo impide. Y si no hay éstos, se otorga perdón por parte de aquéllos hasta el grado del hijo del primo y el primo, si todos quieren perdonarlo; tiene prioridad quien lo impide. Y si ni siquiera hay alguno de éstos vivos, y el asesino actuó involuntariamente (ákon), y los Cincuenta y Uno, los ephétai, deciden que actuó involuntariamente (ákonta), que entonces los miembros de la fratría lo admitan en la ciudad, si diez (de ellos) quieren (eàn ethélosi). Que los Cincuenta y Uno elijan a estos hombres según su rango (aristínden).
El verbo αἰδέομαι que incluye el pasaje legal al aludir al perdón tiene que ver con la percepción de la reputación o del valor, en tanto implica mostrar respeto o esbozar un sentido de reconocimiento por el otro.27 En la entrada correspondiente del diccionario de Liddell, Scott y Jones se añade que en muchos casos el verbo implica el sentimiento que consiste en mostrar compasión o piedad respecto de alguien, en tanto se concibe la injusticia de su desgracia.28 La palabra “perdón”, por la que muchas veces se traduce el infrecuente sustantivo αἴδεσις, podría apuntar entonces a una suerte de reconciliación entre el homicida y los parientes de la víctima.29
Es preciso aclarar, sin embargo, que no es sencillo identificar en el mundo precristiano un concepto de “perdón” semejante al que tiene vigencia en la actualidad. De hecho, luego de la presentación aristotélica de la orgé en la Retórica, el Estagirita se referirá a su emoción contraria, la πράϋνσις, que se vincula con la calma de la ira, con los procedimientos para aplacarla (2, 3, 1380a10-12):
ἔστω δὴ πράϋνσις κατάστασις καὶ ἠρέμησις ὀργῆς. εἰ οὖν ὀργίζονται τοῖς ὀλιγωροῦσιν, ὀλιγωρία δ᾽ ἑκούσιον, φανερὸν ὅτι καὶ τοῖς μηδὲν τούτων ποιοῦσιν ἢ ἀκουσίως ποιοῦσιν ἢ φαινομένοις τοιούτοις πρᾶοί εἰσιν. καὶ τοῖς τἀναντία ὧν ἐποίησαν βουλομένοις. καὶ ὅσοι καὶ αὐτοὶ εἰς αὑτοὺς τοιοῦτοι· οὐδεὶς γὰρ αὐτὸς αὑτοῦ δοκεῖ ὀλιγωρεῖν. καὶ τοῖς ὁμολογοῦσι καὶ μεταμελομένοις·
La calma es la suspensión y el aplacamiento de la ira. Si por cierto los hombres se encolerizan con quienes los menosprecian, y el menosprecio es voluntario (hekoúsion), es evidente que se apaciguan con quienes no hacen nada de esto o lo hacen de modo involuntario (akousíōs) o aparentan que lo son, y con quienes hicieron algo contrario a su intención y a todos aquellos que se comportan con ellos mismos del mismo modo, ya que no parece que nadie se menosprecie a sí mismo. También con aquellos que confiesan y están arrepentidos por el menosprecio.
Si el enojo surgía por un sentimiento de menosprecio, entonces, parece lógico en el planteo de Aristóteles que dicha emoción tuviera que ser restringida en cuanto se reconocía que el acto realizado por quien ofendió no fue cometido a propósito ni tuvo como fin colocar a la víctima en un rol de inferioridad o someterla a una afectación voluntariamente.30 Si bien en ningún lado se mencionaba el perdón, su presencia implícita era indudable, sobre todo si lo comparamos con el comienzo del Libro III de la Ética a Nicómaco, en donde el mismo filósofo afirmó que procedía el perdón (utilizaba aquí el término συγγνώμη) cuando la gente realizaba un acto compelido por una fuerza externa ante la cual no había posibilidad de resistirse (1110a24-26) o cuando se ignoraban los hechos o circunstancias del caso (1109b18-1111a2). Se trata, en definitiva, de situaciones que suponían actos totalmente involuntarios (1109b30-34):31
τῆς ἀρετῆς δὴ περὶ πάθη τε καὶ πράξεις οὔσης, καὶ ἐπὶ μὲν τοῖς ἑκουσίοις ἐπαίνων καὶ ψόγων γινομένων, ἐπὶ δὲ τοῖς ἀκουσίοις συγγνώμης, ἐνίοτε δὲ καὶ ἐλέου, τὸ ἑκούσιον καὶ τὸ ἀκούσιον ἀναγκαῖον ἴσως διορίσαι τοῖς περὶ ἀρετῆς ἐπισκοποῦσι, χρήσιμον δὲ καὶ τοῖς νομοθετοῦσι πρός τε τὰς τιμὰς καὶ τὰς κολάσεις.
Dado que la virtud involucra emociones y acciones, y que la alabanza y la crítica corresponden al caso de actos voluntarios (hekousíois), mientras que el perdón (syngnómēs) y a veces la compasión (eléou) corresponden al caso de actos involuntarios (akousíois), es necesario que quienes investiguen la virtud definan lo que es voluntario y lo que es involuntario, y esto será útil para que el legislador establezca premios y castigos.32
Se tiende a perdonar, entonces, cuando no hay responsabilidad por el ilícito realizado: se cometió el delito, pero motivado por circunstancias ajenas a la voluntad del sujeto. Hay que pensar entonces que, dentro de este concepto de syngnómē, se hallaban los casos en los que un individuo intentaba aplacar la cólera de alguien más poderoso que había sido ofendido por algo que se le hizo.33 Corresponde allí restablecer el estatus afectado, por cuanto se trataba de brindar una justificación para mostrar que el accionar no fue voluntario. En este sentido, si lo que hay detrás de este “perdón” no era condenar un acto realizado sino admitir que el mal producido no fue realizado de modo intencionado o buscado, parece claro que estamos en presencia de un acto que dependía de una relación particular entre el agresor y el ofendido y que ponía en juego sus ámbitos de poder relativo. Implicaba un juego bilateral de emociones en el que, frente a la producción de ira, se pretendía contenerla y aplacarla brindando excusas en torno a las circunstancias en las que se había desencadenado el hecho dañoso.34
La oratoria complementa esta lectura, ya que muestra que la antítesis emotiva entre ira y perdón respondía al carácter intencional o no del acto juzgado. Es el caso de un pasaje de Demóstenes, Sobre la corona, 18, 274:
ἀδικεῖ τις ἑκών˙ ὀργὴν καὶ τιμωρίαν κατὰ τούτου. ἐξήμαρτέ τις ἄκων˙ συγγνώμην ἀντὶ τῆς τιμωρίας τούτῳ.
Alguien comete una injusticia (adikeî) de modo voluntario (hekón): que sobre él [recaiga] la ira (orgé) y el castigo (timōría). Alguien comete una falta de modo involuntario (ákōn): que sobre él [recaiga] el perdón (syngnómēn) en lugar del castigo (timōrías).
En este caso, se advierte que el perdón se contrapone precisamente a la imposición de la pena. En Contra Midias, 21, 43, el orador se refirió también al vínculo entre la ira y la voluntariedad del delito causado, dejando de lado de los actos involuntarios la aídesis y la philanthrōpía:
ὁ μὲν γὰρ παθὼν πανταχοῦ βοηθείας δίκαιος τυγχάνειν, τῷ δράσαντι δ᾽ οὐκ ἴσην τὴν ὀργήν, ἄν θ᾽ ἑκὼν ἄν τ᾽ ἄκων, ἔταξ᾽ ὁ νόμος. ἔπειθ᾽ οἱ φονικοὶ τοὺς μὲν ἐκ προνοίας ἀποκτιννύντας θανάτῳ καὶ ἀειφυγίᾳ καὶ δημεύσειτῶν ὑπαρχόντων ζημιοῦσι, τοὺς δ᾽ ἀκουσίως αἰδέσεως καὶ φιλανθρωπίας πολλῆς ἠξίωσαν.
La víctima merece una solución en todos los casos, pero la ley no fijó la misma severidad (orgé) para quien cometió el acto voluntaria (hekón) o involuntariamente (ákōn). Entonces las leyes sobre homicidio condenan a los homicidas voluntarios con la muerte, el exilio perpetuo y la confiscación de los bienes, mientras que consideran a quienes lo cometen involuntariamente (akousíōs) como dignos de perdón (aidéseōs) y de clemencia (philantrōpías).
El texto demosténico insiste aquí en el carácter emotivo de la reacción frente a quienes no actuaban con voluntad, pero no debe entenderse de modo acrítico en tanto sugiere, erróneamente por cierto, que cuando el homicidio era involuntario no existía pena sino perdón.35
Esta lógica del perdón explicaría la referencia a los sujetos susceptibles de otorgar esa gracia según la legislación draconiana. En ella se indicaba que quienes podían perdonar al que mató eran los familiares de la víctima, lo cual no era extraño dado que se trataba de aquellos mismos individuos que tenían a su cargo el inicio del procedimiento de díkē por el homicidio. Emplazada en el texto legal después de la mención de la condena, la aídesis hacía referencia a la aceptación de un acuerdo privado entre los parientes del muerto (en caso de haberlos, claro) y el homicida, posiblemente una vez que se hubiese determinado el carácter involuntario del hecho.36 Se trataba de una negociación bilateral que tenía por objeto el restablecimiento del estatus social afectado por el asesinato, lo que evidentemente resulta compatible con la mirada aristotélica respecto de la necesidad de que la ofensa en cuestión, que afectaba el honor ajeno, no hubiese sido llevada adelante con voluntad o intención. No en vano el propio sustantivo aídesis proviene del término αἰδώς, relacionado en particular desde tiempos homéricos con un sentimiento de respeto frente a alguien situado en un lugar de superioridad.37
Es factible imaginar también que este cierre de la persecución del responsable mediante la aídesis, canalizado a través del arreglo entre los familiares de la víctima y el homicida, pudiera haber sido un acto criticable en el seno de la sociedad ateniense, especialmente si consideramos que —como sostienen algunos— detrás del perdón podría ocurrir algún tipo de compensación económica.38 Sin embargo, creemos que, al tratarse del supuesto de un crimen no intencional, lo que la norma pretendía incluir era una excepción a la regla del castigo: si los familiares de la víctima optaban de modo excepcional por perdonar al acusado, ello permitía reestablecer el equilibrio a partir de una superación —aceptada por ambas partes— del hecho ilícito. Esa opción que la ley les concedía a los familiares del muerto se hacía eco del sentimiento particular de compasión que en ellos podía surgir a partir de la percepción de la situación concreta por la que estaba atravesando el acusado por el crimen.
Para que este perdón tuviese lugar, la ley determinaba con claridad quiénes eran los parientes que estaban en condiciones de concederlo. Hallamos dos categorías definidas en el pasaje ya citado: en primer lugar, se mencionaba al padre de la víctima, sus hermanos y sus hijos (πατὲ]ρ ἐ͂-/ι ἒ ἀδελφὸ[ς] ἒ hυε͂ς, 13-14); en el segundo grupo se incluían todos los familiares masculinos hasta el grado del hijo de los primeros hermanos (οῦ-/τοι ὁ͂σι̣, μέχρ’ ἀνεφ[σι]ότετος καὶ̣ [ἀνεφσιο͂, 14-15).39 Más allá de la identificación de todos los parientes que estaban en condiciones de perdonar en caso de sentir que correspondía hacerlo, interesa que el texto de la norma fijaba que, para que procediera el perdón, era imprescindible que todos los familiares que podían concederlo estuvieran de acuerdo.40 Si no había unanimidad, entonces no podía proceder la aídesis.41
Es posible, como ha sido sostenido, que este requisito de unanimidad tuviera por objetivo proteger de manera precautoria al asesino, dándole la seguridad y las garantías de que, obtenido el perdón, ningún familiar pudiese luego ejercer su venganza en la ciudad.42 De ser esto así, nos encontraríamos frente a la interesante paradoja de que la ley, exigiendo una decisión por parte de todos los afectados, por un lado pretendía reforzar la solidaridad “emotiva” del grupo familiar, mientras que por el otro buscaba la consagración de los derechos del individuo.43 A ello se sumaba, para garantizar el derecho del condenado luego de la decisión de permitirle reingresar a la ciudad, la imposibilidad de que, una vez dado, se dejara sin efecto el perdón.44
Si no había familiares del muerto, continúa el pasaje, los efetas elegían diez miembros de la fratría de la víctima, quienes decidirían si el perdón podía o no otorgarse (ἐσέσθ[ο]ν δὲ ℎ̣[οι φ]ρ[άτορες ἐὰν ἐθέλοσι δέκα).45 Estos diez eran elegidos, según el propio texto, entre quienes contaban con el mayor rango grupal (ἀρ[ι]στ̣[ίνδεν). La expresión es ciertamente oscura,46 pero basta aquí con indicar que la ley daba a conocer un criterio muy específico destinado a habilitar la selección de algunos phráteres por parte de los magistrados.
El hecho de que el pasaje sostenía que los miembros de la fratría solamente podían eximir al homicida del exilio si se trató de un acto involuntario parece mostrar que, según la disposición, el perdón sólo podía ser otorgado después de la condena y del exilio.47 En algunos casos era posible que se acordase con posterioridad al inicio del exilio establecido: en efecto, podía ocurrir que el perdón fuese otorgado muchos años después del ilícito, cuando ya no hubiese ningún familiar cercano a la víctima que estuviese en condiciones de hacerlo.48
Algunos problemas adicionales surgen con relación a la interpretación de estas cláusulas. Por ejemplo, no se desprende con claridad del testimonio epigráfico si el perdón, cuando procedía de los familiares próximos, podía ser llevado adelante además en casos de homicidios voluntarios o en cambio también estaba limitado a los casos de homicidios involuntarios.49 En todo caso, lo que interesa aquí para los efectos de nuestra lectura en clave afectiva es que, si era no voluntario, resulta evidente que la falta de parientes sanguíneos podía ser compensada por el derecho y suplida por un nuevo “sujeto” institucional más amplio como la fratría (y ni siquiera como tal, sino mediante una selección discrecional de diez miembros a consideración de los cincuenta y un efetas).50
Cabe aquí recordar que, con la mención de los phráteres, se extendía el alcance de las personas involucradas en el litigio hasta llegar más allá de los límites originarios del parentesco nuclear, especialmente si tenemos en cuenta que la fratría constituía el círculo familiar amplio de un ciudadano, en la que sus miembros compartían ciertos cultos familiares aun sin estar necesariamente relacionados en el interior del grupo mediante vínculos de sangre.51 En el caso de Atenas, conviene recordar que las fratrías, en tanto divisiones intermedias de las tribus helénicas (phylaí), quizás estuvieron originalmente formadas por clanes patrilineales, pero en época clásica se desarrollaron como entidades institucionales que, sobre una base territorial y ya no de parentesco sanguíneo, permitieron configurar la base política y militar de la pólis.52
Parece bastante posible que la aplicación de este tercer supuesto de perdón a cargo de los phráteres, una vez comprobada la falta de parientes cercanos con competencia para otorgarlo, haya sido muy excepcional, si tenemos en cuenta que el número de familiares previsto en la ley era muy amplio.53 Sin embargo, su importancia no puede ser relativizada. Gagarin sostiene que sólo en este último supuesto —cuando no había familiares en la toma de decisión— asistimos a un verdadero acto de perdón, ya que en los dos primeros supuestos (con los distintos tipos de parientes de sangre) era esperable que la liberación de la responsabilidad del culpable fuese resultado de una negociación económica en el ámbito privado, consecuencia del pago de una compensación.54
Ahora bien, si la idea detrás de la consagración de un perdón en casos de homicidios involuntarios era lograr pacificar la ciudad y superar los escollos políticos de los enfrentamientos intestinos,55 ello podría explicar la voluntad del legislador de no cerrar la puerta a la aídesis en los casos de falta de familiares vivos, estableciendo un procedimiento público centrado en la fratría para superar las consecuencias negativas del crimen de sangre.
¿Pero qué nos dice en particular el hecho de que, cuando no había familiares, fuesen los efetas quienes podían nombrar a aquellos miembros de la fratría que evaluarían la procedencia del perdón? En primer lugar, que el debate sobre el perdón solía producirse a petición del homicida que, quizás ya en el exilio, requería la posibilidad de regresar a Atenas e intentaba por tanto persuadir a la ciudad para que le permitieran el retorno. Ello se desprende del hecho de que la ley ubicaba en la cabeza de los efetas la selección prevista para iniciar el trámite de la aídesis. A diferencia de lo que sucedía con la concesión privada del perdón, estamos ahora ante un caso en el que ya no había una libre voluntad de los familiares de otorgar ese beneficio, sino más bien una petición motivada del homicida que llevaba a que los magistrados necesitaran dar una respuesta. Este desarrollo es significativo en términos de la dimensión emocional ligada al perdón, puesto que en el supuesto de la intervención de los phráteres ya no se trataba de una manifestación afectiva concreta, como acontecía antes por parte de la familia de la víctima, sino más bien de una tramitación judicial institucionalizada.56 Se abría, en otras palabras, la posibilidad jurídica de un “perdón” determinado por un procedimiento ante los órganos de la ciudad y no como un acto de liberalidad y grandilocuencia a cargo de quienes hubiesen sido personalmente afectados por el homicidio.
El thesmós draconiano, entonces, lejos de erradicar el sustrato emotivo (como podría pensarse de un acto destinado a consolidar por escrito la costumbre que había desplazado la venganza) instaló una nueva lógica en la que la dimensión sentimental aparecía regulada y mediada por los magistrados de la pólis. Mediante la posibilidad de un “perdón” cívico, y ya no a cargo de los familiares de quien fue asesinado, se produce lo que podríamos llamar una institucionalización afectiva, es decir, una asunción del páthos propio de las relaciones interpersonales por parte de los órganos de la ciudad. Así, si el derecho funda sus instituciones en las pasiones, en vez de consolidarse en contra de ellas,57 el ejemplo de la aídesis demuestra cómo Dracón consiguió de modo sutil canalizar la energía de las emociones hacia el plano institucional, reforzando el designio público y general del nuevo orden normativo asentado.
La posibilidad entonces de que la aídesis fuese otorgada por diez miembros de la fratría, designados por los efetas para el caso concreto, desplazó la naturaleza emotiva que Aristóteles concedía al apaciguamiento de la ira para transformarlo en una decisión cívica y ya no individual, tal como ocurría antes con los integrantes de la familia. Hubo, por tanto, una progresiva institucionalización del sustrato afectivo que fue dejando de lado la subjetividad de los individuos en pos de una creciente ficción emotiva capaz de determinar que los órganos de la ciudad “sintieran” o “hicieran sentir” cuando ya no había familiares que manifestasen sus impresiones y pudiesen tomar a su cargo la decisión.58 Este dispositivo no era, finalmente, algo muy distinto de la manifestación de la cólera ante los tribunales: allí la fijación de un orden institucional centrado en magistrados y tribunales llevaba a “traducir” el lenguaje individual de la orgé, propio de la motivación personal, a un plano en el que el enojo, si existía, requería ser colectivo y servir a la protección del interés público.59
En el discurso Contra Panteneto, 37, 59, Demóstenes mencionaba el caso muy extraño de que la víctima de un homicidio consiguiese, justo antes de morir, eximir de culpa a quien la mató sin querer, como un perdón que impidiese todo juicio futuro:
οὐδέ γ᾽, ἂν ὁ παθὼν αὐτὸς ἀφῇ τοῦ φόνου, πρὶν τελευτῆσαι, τὸν δράσαντα, οὐδενὶ τῶν λοιπῶν συγγενῶν ἔξεστ᾽ ἐπεξιέναι...
Tampoco si la propia víctima antes de morir libera de responsabilidad (aphêi) por homicidio al autor, podrán los parientes procesarlo....
Este pasaje, que describe una suerte de liberación a priori del asesino (en tanto se produce antes incluso de la acusación), permite identificar una suerte de progresiva “objetivación” de la experiencia emotiva del perdón. Si, como señala el texto, la propia víctima decidía antes de morir liberar a quien la mató, ello excluía la posibilidad de que los parientes luego acusaran al homicida.60 Del mismo modo, la ley draconiana afirmaba que, si los familiares decidían perdonar, entonces la ciudad no podía hacer nada. Luego añadía que, si no había parientes por consanguinidad, los efetas debían designar diez miembros de la fratría para ver si ellos aceptarían perdonar. De la víctima a la familia de sangre y de la familia de sangre a la familia política a través de los oficiales de la pólis, la dinámica legislativa establecida en la norma escrita resultaba clara: se trataba, en definitiva, de llegar a una aídesis completamente institucionalizada,61 superadora del acuerdo privado entre el homicida y los parientes de la víctima. Desde esta mirada pública, dicha “transacción” del orden de lo privado pasaría a ser vista como sospechosa, en la medida en que podía disimular una suerte de negocio en la compra del perdón.62
La institucionalización afectiva a la que hacemos referencia —consistente entonces en la posibilidad de que los miembros de la fratría escogidos por los efetas pudieran remplazar el perdón otorgado por los primeros grados del orden familiar— adquiere una significación más plena si se la compara brevemente con la experiencia política posterior al gobierno oligárquico que tomó el poder de facto en Atenas,63 otro claro ejemplo de la práctica de la institucionalización afectiva.
Cuando en 404 a. C. se reinstaló la democracia después de cuatro meses de masacres y desplazamientos forzados,64 se implementó un delicado balance entre retribución y perdón público a partir del establecimiento de una amnistía política.65 Se persiguió así a los que habían ocupado los cargos más altos durante el régimen de los Treinta Tiranos y habían sido hallados culpables de las atrocidades masivas (se les hizo rendir cuentas y, potencialmente, fue posible condenarlos a muerte salvo que se hubieran exiliado en Eleusis), pero se decidió amnistiar al resto de los partícipes, quienes habían obedecido las órdenes de sus superiores.66 La Constitución de los atenienses, atribuida a Aristóteles, recordó este episodio —quizás el primer ejemplo de justicia transicional que conocemos—, destacando que el hecho de erradicar las responsabilidades pasadas había sido una decisión política que debía alabarse (40, 2-3):
δοκοῦσιν κάλλιστα δὴ καὶ πολιτικώτατα ἁπάντων καὶ ἰδίᾳ καὶ κοινῇ χρήσασθαι ταῖς προγεγενημέναις συμφοραῖς˙ οὐ γὰρ μόνον τὰς περὶ τῶν προτέρων αἰτίας ἐξήλειψαν, ἀλλὰ καὶ τὰ χρήματα Λακεδαιμονίοις, ἃ οἱ τριάκοντα πρὸς τὸν πόλεμον ἔλαβον, ἀπέδοσαν κοινῇ...
[Los atenienses] parecen en lo público y en lo privado haberse comportado respecto de los sufrimientos pasados del modo mejor y más adecuado a los asuntos políticos; pues no sólo borraron las culpas de las cosas pasadas sino que también devolvieron a los espartanos el dinero que los Treinta habían tomado para la guerra...
Se trata, pues, de un verdadero perdón sustentado en una lógica que unía en la decisión acordada los planos de lo privado y lo público. En su discurso Sobre los misterios, 1, 81, Andócides también se ocupó de describir las ventajosas particularidades del perdón cívico bajo consideraciones similares:
ἐπειδὴ δ᾽ ἐπανήλθετε ἐκ Πειραιῶς, γενόμενον ἐφ᾽ ὑμῖν τιμωρεῖσθαι ἔγνωτε ἐᾶν τὰ γεγενημένα, καὶ περὶ πλείονος ἐποιήσασθε σῴζειν τὴν πόλιν ἢ τὰς ἰδίας τιμωρίας, καὶ ἔδοξε μὴ μνησικακεῖν ἀλλήλοις τῶν γεγενημένων.
Y cuando regresaron del Pireo, y les llegó a ustedes la posibilidad de vengarse (timōreîsthai), consideraron que lo pasado había pasado y valoraron más la salvación de la ciudad que la venganza (timōrías) privada y decidieron que no había que recordar mal (mnēsikakeîn) entre sí las cosas pasadas.
La prohibición del recuerdo de las cosas malas que ocurrieron —tal como plantea el texto (μὴ μνησικακεῖν)—67 ha sido interpretada como una decisión ligada a la salvación colectiva de la ciudad y opuesta a la preservación de un sentimiento privado. Más adelante el texto insistía precisamente en la antítesis que se tornaba evidente entre el establecimiento de un acto de justicia pública (el olvido que fomentaba la concordia) y la retribución privada —que eternizaría el sufrimiento—, destacando el valor sabio y prudente de la primera (1, 140):
νυνὶ πᾶσι τοῖς Ἕλλησιν ἄνδρες ἄριστοι καὶ εὐβουλότατοι δοκεῖτε γεγενῆσθαι, οὐκ ἐπὶ τιμωρίαν τραπόμενοι τῶν γεγενημένων, ἀλλ᾽ ἐπὶ σωτηρίαν τῆς πόλεως καὶ ὁμόνοιαν τῶν πολιτῶν. συμφοραὶ μὲν γὰρ ἤδη καὶ ἄλλοις πολλοῖς ἐγένοντο οὐκ ἐλάττους ἢ καὶ ἡμῖν˙ τὸ δὲ τὰς γενομένας διαφορὰς πρὸς ἀλλήλους θέσθαι καλῶς, τοῦτ᾽ εἰκότως ἤδη δοκεῖ ἀνδρῶν ἀγαθῶν καὶ σωφρόνων ἔργον εἶναι.
Ahora todos los griegos piensan que ustedes son los mejores hombres y los de mejores decisiones, porque no se vuelcan a la venganza por las cosas ocurridas, sino a la salvación de la ciudad y de la concordia entre los ciudadanos. Muchos otros han tenido no peores sufrimientos que nosotros, pero el resolver bien las diferencias entre nosotros, eso ya parece naturalmente ser trabajo de hombres buenos y prudentes.
La finalidad de la amnistía, resultado de una clara negociación,68 era evidente: poner fin a la guerra civil y al disenso69 y rescatar los valores de la democracia que contribuyeran a restablecer el tejido social.70 En épocas de transición política, con ello se pretendía consolidar la unidad ateniense y la paz cívica, dando a entender que el castigo había dejado abiertas las he- ridas del pasado.71 En épocas de transición política, con ello se pretendía consolidar la unidad ateniense y la paz cívica, dando a entender que el castigo había dejado abiertas las heridas del aceptación de un perdón que ya no dependía de la decisión afectiva individual, sino que operaba más bien como un dispositivo pacificador impuesto por los órganos de la pólis.72
Conclusión
Es un lugar común sostener hoy que una de las principales funciones del sistema de administración de justicia es manejar las emociones.73 Esta afirmación es válida para pensar el fenómeno de consolidación del orden jurídico de la Atenas arcaica, en la medida en que los legisladores legendarios (como Dracón o Solón) fueron responsables de una serie de medidas que renovaron el sistema de tribunales para objetivar la aplicación de sanciones y superar la autocomposición de los conflictos. En el plano afectivo, sin embargo, este proceso de progresiva construcción de mecanismos legales se apropió de las emociones personales para canalizarlas en el nuevo discurso normativo. En efecto, en vez de erradicar lo afectivo, se pretendió incluirlo y procesarlo en el seno de las magistraturas de la ciudad.
En el caso concreto del perdón, la ley de Dracón nos permite observar este fenómeno de manera explícita. En efecto, si bien la posibilidad de conceder una liberación de la responsabilidad por la comisión de un crimen de sangre correspondía en la lógica privada a los círculos cercanos de la familia de la víctima (del mismo modo en que la ira u orgé era una reacción individual que experimentaban los parientes que habían sido privados de la vida de un integrante de su seno familiar), la ficción creada por la imposición de un nuevo régimen de regulación del homicidio permitía identificar la posibilidad eventual de un “perdón” colectivo u oficial, determinado por los efetas.
En el plano original de la familia, eran primero el padre, el hermano o los hijos de la víctima, y luego los colaterales hasta el grado de los primos, quienes contaban con la capacidad de actuar como consecuencia del impacto emotivo que les podía producir escuchar al homicida, en el caso de que éste argumentara de manera convincente que había cometido el crimen por compulsión, accidente o sin voluntad alguna.74 Pero la ausencia de dicha reacción individual fue suplida en la ley por un dispositivo artificial que aseguraba un “perdón” formal por parte de diez phráteres, sin asidero en la experiencia afectiva de ningún ciudadano perjudicado de modo particular. Allí se instaló la posibilidad de una aídesis diferente, objetivada, institucionalizada.
Mediante este artificio de progresiva institucionalización, la pólis consagró un novedoso plano afectivo en el que el páthos abandonaría su sustrato individual y su carácter natural para convertirse en un elemento más de la ficción del derecho. La emoción del perdón —como ocurría también con la cólera— dejaba de preexistir al orden jurídico para ser impuesta por él. En esta refundación del tejido emotivo se sentaron las bases de una justicia colectiva, fundamentada en la intervención de terceros, con miras a una reconciliación más amplia. En definitiva, si bien parece ser cierto que con Dracón se empezó a dejar de lado el ejercicio de la venganza interpersonal, ello de ninguna manera implicó un abandono de la afectividad. La propuesta consistió simplemente en fundar nuevos resortes sentimentales que, a partir de este momento de inflexión y a falta de experiencias individuales, podían ser ahora determinados por los magistrados. En tiempos de justicia de la pólis, las emociones se vieron también condicionadas por el cuerpo cívico y reguladas por el nómos. En Atenas, la ley de Dracón mostró y representó uno de los primeros grandes pasos de un largo proceso por el cual se optó por institucionalizar el páthos para asegurar —ficción eficaz mediante— los valores comunes y la integridad subjetiva de la comunidad de ciudadanos.75