El manuscrito 261 de la Biblioteca Nacional de México contiene dos tratados en latín: un Tractatus unicus de summulis, fechado el 21 de octubre de 1749 en Puebla y firmado por Nicolás de Peza, jesuita,2 y un tratado de retórica sin título entre los folios 97 y 124, pero que bien podría llevar el título De elogio (Acerca del elogio) propuesto por Yhmoff Cabrera,3 para quien es muy probable que el autor de ambos tratados sea el mismo, pues están en un solo manuscrito con la letra de una misma mano.4
La mera existencia de ese tratado en la Puebla de mediados del XVIII nos obliga a plantear algunas preguntas: ¿Qué se debe entender exactamente por elogio? ¿Equivalía a cualquier alabanza o discurso panegírico o laudatorio o se consideraba algo distinto? ¿En qué contexto surge como práctica literaria? ¿Con qué tradición teórica o tratadística se vincula? ¿Qué rastros de todo esto se pueden ver en la Nueva España?
Como se ve, pues, no pretendo hacer una descripción pormenorizada de aquel tratado —cosa que, por motivos de espacio, es imposible hacer aquí—,5 sino en todo caso explicar su contexto para tratar de entender a qué horizonte de expectativas respondía en el siglo XVIII un tratado novohispano enteramente dedicado al elogio.6
En primer lugar, el texto de Peza hay que situarlo en la larga estela de trabajos teóricos que, desde finales del siglo XVI y especialmente durante el siglo XVII, se venían realizando con el cometido principal de brindar un método, un arte, que permitiera encontrar y crear agudezas. En este sentido, no es una sorpresa ver referencias continuas a Jakob Masen7 o a Emanuele Tesauro,8 aunque también hay que subrayar que Peza remite en varias ocasiones a la autoridad de Baltasar Gracián.9 Con pleno conocimiento de esta tradición, Peza le dedica un apartado al origen y progreso del stylus aculeatus (estilo agudo).10
Como es bien sabido, la reivindicación de lo agudo o la agudeza como una categoría estilística concreta es un fenómeno propio del siglo XVII que se esparció con gran éxito en distintas regiones: Italia, España, Alemania, Inglaterra, por ejemplo, y por supuesto Nueva España. Consistió en una reinterpretación de muchos elementos que ya estaban en la tradición retórica desde mucho antes: énfasis característico en la brevitas, juegos de palabras (paronomasias, equívocos), metáforas novedosas, sentencias o aforismos y marcadas antítesis.11
En segundo lugar, el tratado también responde a la tradición propia del elogio en cuanto subgénero literario, que tuvo gran acogida en la cultura humanística renacentista. En las páginas de Peza, en efecto, vemos desfilar autores del siglo XVII o XVIII que hoy son prácticamente desconocidos: Luigi Giuglaris, Demetrio Supensio Barnabita, Pierre Labbé o Giuseppe Scapecchio, cuyos elogios —junto con los de Masen— son las fuentes primarias que, a nivel práctico, está tomando Peza como modelos de elogios.12
El interés humanístico por el elogio forma parte de un fenómeno de mayor envergadura que hizo posible una auténtica revitalización de formas literarias “menores” o breves en el Renacimiento: el adagio, la sentencia, el epigrama, el emblema, la anécdota recogida en forma de facecia, etc. Aunque hablando en general de la alabanza o el vituperio, la retórica antigua ofrecía una riquísima tradición que venía del género epidíctico y tuvo especial acogida en el Renacimiento,13 el modelo inicial del elogio como subgénero renacentista está claramente establecido en los Elogia —publicados en latín por primera vez en 1546— de Paolo Giovio, quien albergaba en su famoso “musaeum” imagines de los letrados ilustres,14 y cuyos elogios sirvieron como inscripciones a tales imágenes: “Mitto igitur ante omnia libellum, dulci brevitate periucundum, quo Elogia tabulis pictis supposita continentur. E singulis enim imaginibus, singulae exemptiles tabellae dependent in membrana, vitae atque operum sumam praeferentes”.15 Por lo menos para los elogios del libro 1,16 no hay duda de que Giovio efectivamente logró reunir imágenes de todos los encomiados: pinturas, medallas o algún grabado, haciendo del “elogio” una auténtica inscripción museística donde se disponía de poco espacio para resaltar inteligentemente las grandes aportaciones de los alabados.17 En estas descripciones breves (Giovio habla de una arguta brevitas) de los miembros egregios de la República literaria renacentista, no será una sorpresa encontrar después epitafios y epigramas de otros autores (de Janus Vitalis o Giovanni Pontano).
El modelo de Giovio tuvo un éxito indiscutible, que hizo que estos elogios o inscripciones18 proliferaran en distintos libros e incluso con nombres distintos. Así, a estos elogios, sobre todo si están versificados, se les llamará en ocasiones sencillamente epigramas.19 En otros casos, en cambio, se enfatizará no tanto el texto sino la imagen, así que los autores llamarán a sus libros Icones (imágenes, íconos). Esto ocurre justamente en los Icones quinquaginta virorum illustrium… (1597) de Jean Jacques Boissard, que incluye no sólo epitafios en múltiples casos, sino por regla “elogios” en prosa —menos sintéticos que los de Giovio y más cercanos a lo biográfico— de figuras como Maquiavelo o Pico della Mirándola al lado de Cristóbal Colón o Copérnico. Ian D. MacFarlane explicaba muy bien cómo el elogio y el ícono están en el entrecruce de varias tradiciones caras al Renacimiento:
Strictly speaking, the gnomic tradition was distinct from the epigram, but it often merged into the epigram and the epitaph, and it was useful for its mnemonic qualities. Here we also have the convergence of other strands: the emblematic tradition, the success of neo-Stoic ideas, the wider poetic vogue for the quatrain. Thus the icon stands at the crossroads of the visual arts, the gnomic vein, and religious propaganda. The icon is essentially a historical (or sometimes imaginary) exemplum in verse. (…) The icon may be felt to be at the limit of the epitaph; pedagogically it helped to acquaint pupils, however superficially, with historical (and mythical) persons of repute who illustrated moral qualities. But once the Wars of Religion broke out, the icon, among other subgenres, acquired a wider purpose: Protestants, in particular, adapted it to the needs of their religious propaganda (Beze, Boissard). They often accompanied their texts with pictures of the Reformers or others who had helped the cause (if these arrived in time for printing) and with a prose elogium, which no doubt derived from the tombstone tradition and whose moral import was summarized in the poem.20
Pero el gusto por el elogio no responde sólo a motivos pedagógicos o ideológicos, sino también a una intención de crear un espacio simbólico privado y erudito propio de la República de las Letras, como puntualizaba Marc Fumaroli:
En el ámbito público, el fruto de los studia humanitatis, la elocuencia, la poesía, la historia, la erudición, es capitalizado por el príncipe, y los artífices de su gloria están amenazados por el anonimato. Ante este peligro, las academias italianas quieren precaverse desarrollando el género literario de la “vida” y del “elogio” de los letrados, cuyo modelo lo tenemos en los Elogia de Paolo Giovio, y por medio de los honores que rinden a sus miembros. Las academias de pintores y de músicos seguirán la misma vía, y las Vidas de Vasari prestarán a los artistas el mismo servicio que los Elogios de Giovio a los letrados. Pero un peligro más sutil los amenaza: la corrupción del carácter privado, recogido, sacerdotal de la biblioteca erudita, y de las conversaciones a las que sirve de templo.21
A medida que avanza el siglo XVI y comienza el XVII, este género menor de los elogios converge con el gusto evidente en la época por los símbolos y los emblemas, de tal modo que lo que originalmente estaba destinado a ensalzar a personas se pudo pronto utilizar para hacer laudationes a entidades abstractas, algo que tenía una evidente función pedagógica.22 Es justo lo que vemos en una obra como Bibliothecae Alexandrinae Icones Symbolicae elogiis illustratae (1626) del italiano Cristóforo Giarda (1595-1649), libro que está en deuda con la Iconologia de Cesare Ripa o los Hieroglyphica de Pierio Valeriano, pero que contrasta especialmente con esta última obra porque la de Giarda no pretende ser un compendio exhaustivo de intrincadas interpretaciones simbólicas, sino un ejercicio retórico doble aplicado a cada una de las disciplinas que reivindica el humanismo (filosofía moral, poesía, retórica, sacras escrituras, filosofía natural, medicina, arquitectura, etc.): en efecto, Giarda inserta en primer lugar un elogio muy breve después de una imagen simbólica (en grabado) de cada disciplina, y en segundo lugar un elogio más largo a modo de discurso.
Si se presta atención al primer tipo de elogios de Giarda, se verán ya todos los elementos del elogio como forma de agudeza del que hablarán los novohispanos, como más adelante se explicará. Éste está dedicado a la medicina:
Mater mea neccesitas me genuit;
quotidie usus me parit;
vires herbarum, medendi leges.
Periclitatio ipsa me docuit:
Aeternas ut in corporibus rixas sedarem
Praecellenti temperamento.
Insanit, quisquis sanitatem cupit
et servatricem sanitatis temnit.23
Obsérvese cómo Giarda echó mano de un tono sentencioso en las últimas dos líneas y lo formuló de tal modo que se notara lo paradójico (“insanit, quisquis sanitatem cupit”). En otros elogios, encontramos marcadas antítesis, a veces enfatizadas por quiasmos, o bien paronomasias. Sobre la retórica, por ejemplo, Giarda escribe: “Otii comes, auctrix negotii; / alumna pacis, belli administra, / flumen amoris; terroris fulmen, / lumen politicae, suadae numen”.24 Esto es señal evidente de que estamos en la esfera de acción de la agudeza.
El libro de Giarda es importante entonces porque en él se ve ya con toda claridad cómo todo el gusto —tan típico del XVII— por las agudezas ha entroncado con el elogio. Esto parece fácilmente explicable, por un lado, al considerar que estos elogios están enmarcados precisamente en el ideal de la “brevedad” al igual que el epigrama, y por otro lado, al tomar en cuenta la innegable filiación panegírica de la tradición de la agudeza (la admiración por el Panegírico a Trajano de Plinio, por ejemplo, llevó a considerarlo el culmen de la agudeza).
Un autor que consultó y citó Peza en su manuscrito, Demetrio Supensio el Barnabita, nos hace saber que hasta bien entrado el siglo XVIII el elogio así entendido seguía de moda. En su obra Eloquentiae praeludia... (1733), vemos un elogio dedicado a la biblioteca:
Como se puede observar, estos elogios quedaron tipificados incluso a nivel tipográfico: se imprimían no como prosa en una caja de texto normal como un párrafo, sino en líneas independientes que podríamos catalogar como semiversificadas (pues no necesariamente están en un ritmo concreto, aunque si lo estaban, era por supuesto en dísticos elegíacos). Esto provoca que sean textos cuya composición implica mucha atención a la brevedad de las frases (que de hecho corresponden a los kóla o kómmata, membra o articuli, de la tradición retórica), pues cada una mantiene cierta independencia sintáctica. Evidentemente, esto es sólo una convención tipográfica de algo que en la práctica ya se daba en el tipo de escritura que buscaba un estilo agudo, cuyos ideales se asocian tan frecuentemente a la brevitas.
El caso extremo de la brevitas lo vemos en el Syntagma rhetoricum (1719) de Giuseppe Scapecchio, autor explícitamente mencionado por Peza.26 En la segunda parte de este tratado vemos aparecer ya los tres tipos de elogios de los que muchos otros autores hablarán después: el oratorio, el histórico y el lapidario. Para el autor, el oratorio es aquel cuyo modelo de prosa estaría en Cicerón (como los elogios largos en prosa de Giarda); el elogio histórico tiene también amplificatio, pero ya tiene sus líneas bien distribuidas como el ejemplo anterior dedicado a la biblioteca, y se apoya mucho en la brevitas y en marcadas antítesis; y el lapidario es el caso más extremo de brevitas y de agudeza, como se ve en algunos ejemplos con evidentes paronomasias: “Super Theatrum: In otio negotium”, “Super januam domus: Ostium non hostium”, “Super Fontem: Et anni, et amnes”.27
Pero ¿qué tanto se ve de esta tradición en el contexto novohispano? Lo que hay que destacar ante todo es que esos elogios “históricos” o “lapidarios” entroncaron con la práctica universitaria en torno a los actos académicos. Desde el siglo XVI se acostumbraba distribuir hojas (llamadas también actillos o casillas) que funcionaban no sólo como publicación de las conclusiones o tesis, sino también como invitaciones a los actos públicos extraordinarios o la obtención de grados.28 Esos actillos, según explica Yhmoff,29 contenían lo siguiente: a) el Mecenas, representado con un grabado y que podría ser algún santo, alguna advocación de la Virgen, alguna autoridad en la materia de la tesis defendida o incluso algún personaje importante contemporáneo; b) el elogio, que iba a ambos lados de la imagen o debajo de ella; en esta acepción esos elogios también se llamaban tituli o títulos, pues la palabra latina titulus se refiere especialmente a la inscripción al pie de una imagen de un antepasado para dar información sobre su nombre o trayectoria; c) la dedicatoria (conocida también como epistolium nuncupatorium, donde se explicita a quién está dirigido el elogio); d) la tesis o las tesis que se iban a defender; e) datos extras como el nombre del sustentante o del presidente del acto, fecha del evento e impresor.
En este contexto, por lo menos en los ejemplos que Francisco de la Maza proporciona de la Real y Pontificia Universidad de México, se puede apreciar una evolución histórica muy clara que va desde lo sencillo hasta lo complejo: desde las inscripciones de tres o cuatro líneas a inicios del XVII, hasta los largos elogios que se ven después, sobre todo durante el siglo XVIII. De hecho, si se examinan con detenimiento todos los ejemplos que recopila De la Maza de antes de 1720,30 se verá que por regla se ponía al inicio el nombre del Mecenas a modo de invocación y luego, en prosa, se añadían las inscripciones encomiásticas; pero a partir de 1720, se observa que ya aparecen en las líneas semiversificadas y con el nombre del Mecenas al final de la composición.31 Esto lo podemos constatar si comparamos, por ejemplo, el actillo de la tesis de Juan Ruiz de Alarcón (Figura 3), de inicios del XVII, con otro actillo de 1720 (Figura 4) u otro de 1760 (Figura 5). La diferencia es clara: es la evolución desde la pura y simple inscripción encomiástica hasta el elogio propiamente como subgénero literario. Se trata, en efecto, de un proceso de literaturización donde el ingrediente esencial —desde la perspectiva de los teóricos de la época— era la presencia de un estilo agudo.
A juzgar por los ejemplos del siglo XIX que pone De la Maza, parece que esta costumbre decayó después, pues los elogios tienden a volverse más sobrios. La fase de literaturización, mediante el aparato retórico de la teoría de la agudeza, se puede situar en Nueva España en la primera mitad del siglo XVIII y todavía un poco después. La complicación tipográfica y la mayor ornamentación que menciona De la Maza32 corren paralelos a la evolución misma de los tituli.
Pero esta práctica de incluir aquellos elogios en los actillos suscitó cierta controversia entre la intelectualidad novohispana del XVIII. Un libro que nos ayuda a entender este debate es el que Manuel García de Arellano publicó en México en 1755: una compilación de elogios bajo el título de Elogia selecta e variis, quae mexicearum scholarum more ab alumnis academiae S. Philippi Nerii elaborata sunt, proefixaque thesibus propugnatis.33 Al leer el prólogo, reproducido por Osorio Romero, entendemos que se discutía la pertinencia de incluir este género de elogios en las tesis defendidas, pues algunos veían los elogios así entendidos como poco adecuados para ello.34 Lo que condenaban era el empleo de metáforas, agudezas y sentencias en tales elogios; en términos modernos, su literaturización. Entre estos detractores estuvo Jacobo de Zamora, jesuita, quien hacía un llamado a la sobriedad y la brevedad en estos elogios y afirmaba que llenar de agudezas esos elogios era incluso irrespetuoso para el elogiado mismo, pues en textos así el autor parece usar más bien el elogio como pretexto para mostrar su propia agudeza. Pero García de Arellano se defiende hablando de cómo la juventud misma, al hacer estos elogios, se muestra asidua al trabajo difícil, razón principal para publicar una compilación de elogios de factura novohispana:
Ergo hi, magistros sequuti, nuncupationum exordio propositionem scribunt, thesium materiae, vel facultati, cujus illae sunt, apte consonam: quam cum Mecoenatis laude conjungunt, nunnullis petitis terminis ab ea thesi, quae subjicitur propugnanda. Quodsi exordium, ut fieri solet aliunde trahant, in decursu confirmationis cum subjecta conclusione connectitur. Acumina, sententias, sacra eloquia, aliquando etiam fabulas miscent. Ita fit, ut multa splendide, plura sentensiose, plurimaque lepide dicant, nuncupationemque instituant, quae elogium simul et inscriptio. Ut id etiam obiter dicamus, occurrentes P. Zamora, qui vult titulos nudas esse inscriptiones.35
La postura contraria en esta controversia la encontramos en el manuscrito 33 de la Biblioteca Nacional de México, titulado Rhetoricorum libellus y de fecha incierta (en la cubierta del manuscrito tiene escrito el año 1701, pero parece necesitarse más información antes de fecharlo). En el folio 36r, en efecto, vemos que comienza un apartado titulado De titulis et prolusionibus ad tesses scholasticas defensandas donde el autor anónimo,36 después de afirmar que se están haciendo tituli tan diferentes porque nadie ha escrito jamás algún manual,37 señala en evidente intención polémica que, dado que esos tituli o inscripciones en los actillos son los mismos que las inscripciones dedicatorias en los libros, deberían carecer por completo de agudezas: “Eiusmodi autem titulos nemo cordatus farsit acuminibus[,] conceptibus concionatoriis[,] flosculis el[l]oquentiae ex professo tractatis aut similibus sed nominibus illius ad quos datur Epistola”.38 Y lo que propone el autor es que se prescinda de adornos literarios y se hagan inscripciones sencillas, justo lo que criticaba García de Arellano.
Lo interesante de estos elogios universitarios agudos es que idealmente debían conectarse de algún modo con el tema o la argumentación que ya estaría presente en la tesis. En palabras de Peza, es necesario que en el elogio “el nombre del Mecenas no se revele hasta el final” y que “se haga una alusión a algunas cuestiones que se van a defender”.39
Vale la pena examinar un caso concreto del siglo XVIII, que tomo al azar del libro de Francisco de la Maza, para ver en qué medida se cumplía esto. En 1760, un tal Andrés Mariano de Quintana40 defendió su tesis para la Licenciatura en Cánones basándose en la causa 12 del Decretum de Graciano, que versaba sobre los bienes que podría poseer un clérigo, concretamente en la quaestio 1: “Utrum liceat clericis proprium habere?”.41 La tesis del sustentante fue: “Quien posee al Señor y dice con el profeta: ‘el Señor es parte mía’ no puede poseer nada excepto al Señor”.42 Andrés Mariano decidió dedicar su elogio simultáneamente a san Juan Bautista y a don Juan Martín de Astiz (Figura 5):
Plane delirat mundus,
qui luxui, ac superbo fastui
hanc posthabet nuditatem.
En nimirum una commendat hominem,
qui pro Aula Eremum
pauperiem nudam pro divitiis
suscepit vel a septennio.
Vanum ornatum in Dei voce ne quaere;
invenies haudquaquam,
illa sese quippe non ineptis cincinnis,
(quos homines caecutientes reperiunt)
orbem exhibet subacturam.
Vos interea errate, mortales,
omnia quaeque insectamini vanissima43
nuditatem nihilominus, et pauperiem
quam toto exhorretis pectore
planissimam ad Beatitatem viam
et verbis suadet, et factis convincit
clarissima Dei vox
nudus Jesuchristi praecursor
Divus Joannis Baptista
per manus perillustris, et clari viri
D. D. Joannis Martini de Astiz.44
El argumento con que defendió aquella tesis fue el siguiente:
Pulcherrimam illam, ac prorsus Divinam Paupertatem, quam et exemplo, et Sanctissimis itidem verbis Servator N. Jesus Beatitatis nomine mundo comendavit, ita sancte Clarissimus noster Mecoenas, vel inter amplas, larguissimasque a Supremo numine commodatas opes coluit, tenuit atque amplexatus est, ut et pauperrimi Baptistae vestigiis inhaeserit, et nudos observantissimosque Alcantarinos Fratres quodammodo fuerit insectatus.45
Como se ve, el elogio inicial a san Juan Bautista y a don Juan Martín de Astiz no es sólo un adorno encomiástico, sino que está en estrecha conexión con la argumentación misma de la tesis, pues aquellos dos son los ejemplos en que ésta se fundamenta —el primero con su vida retirada en el desierto y el segundo optando por la austeridad de los franciscanos reformados—, al grado que incluso la idea central ya estaba desarrollada y argumentada desde el elogio. La paradoja, tan del gusto de las agudezas que se debían incorporar en estos elogios, se vuelve el meollo mismo de la tesis: la felicidad está en el carecer.
Por supuesto, dada la costumbre de componer elogios así, se habrá sentido la necesidad de enseñar a hacerlos en las clases de retórica. ¿Qué sabemos entonces sobre la manera en que esto se habría enseñado en la Nueva España? Una pista la encontramos en el breve manuscrito 1577 de la Biblioteca Nacional de México (cuya fecha de escritura es difícil de precisar), donde no es una casualidad encontrar definiciones sobre la agudeza y el elogio, y además prolusiones en latín. Ahí, en efecto, se define el elogio como algo que contiene tanto laus como acumen y se hace por oposición al discurso inaugural o prolusio.46
El manuscrito en cuestión contiene dos prolusiones en latín: una dedicada a san Juan Nepomuceno y otra a Estanislao Kostka. Además, entre los folios 10r y 15r aparece un listado de Figurae patheticae, que comienzan con la leyenda “Brevi hac in urna conduntur cineres Alexandri Magni. Pathetice dicitur ita”,47 lo cual por cierto nos permite comprobar la influencia de Emanuele Tesauro y su Cannocchiale Aristotelico… en la Nueva España, pues en dicha obra no sólo aparecían ya esas figuras patéticas sino incluso en el mismo orden.48 En el manuscrito vemos un listado de frases dichas según alguna “figura patética” sobre el mismo tema: señalando, a modo de epitafio y con marcadas paradojas, el hecho de que aquella grandeza de Alejandro está reducida a cenizas en una pequeña urna.49 Al final, en el folio 16r, dice el autor: “Adviértase que todo dicho vivaz, serio o jocoso, nace de esta forma pathética”. En el folio 16v aparece un párrafo con el título “Nonnulla circa sententiam” donde se dice cómo hacer dichos más bellos: “per oppositionem”, “per similitudinem” o “per paradoxum”; e después un párrafo “Circa acumen” y otro “Circa elogium”.
El párrafo “Circa acumen” nos permite probar que la visión sobre la agudeza del polaco Sarbiewski, clara en su tratado De acuto sive arguto… (circa 1627), era conocida en la Nueva España aunque fuera de manera indirecta:50 “Circa acumen. Acumen est subjecti cum praedicato concordia discors, vel discordia concors. Triplex est: in[fr]a naturam, extra, vel supra; fit etiam per cathacresim in subiec[t]os, verbo, vel predicato, ut ruina innocens, ex Martiali”.51 Esto, por supuesto, se basa en la definición de Sarbiewski sobre la agudeza: “Acutum est oratio continens affinitatem dissentanei et consentanei, seu dicti concors discordia vel discors concordia”.52 Después, el párrafo sobre el elogio reza así: “Circa elogium. Titulum est elogium lapidare, Prolusio vero Oratorium. Prolusio fit si lapidare in Oratorium commutetur. Constat elogium definitionibus methafor[ic]is conglobatis, laudem et acumen continentibus. Hoc interest oratorium et lapidare, quod istud stylum amat laconicum, ne nimis de numero curat, et periodo; illud vero contra”.53
Lo que interesa destacar de lo anterior son dos cosas: por un lado, recordemos que aquel listado de Figurae patheticae está hecho sobre un tema estrictamente funerario, con lo que comprobamos de nuevo que la composición de epitafios es un ejercicio retórico muy cercano al de los elogios lapidarios, y por lo tanto a la agudeza. Por otro lado, obsérvese cómo, a pesar de la lista de ejemplos “patéticos” de donde “nace todo dicho vivaz” y a pesar de la definición sobre cuál es el elogio lapidario, lo cierto es que esto está lejos de proporcionar una guía fácil para la práctica creativa. Así, aunque ya se podían encontrar múltiples ejemplos de este tipo de elogios en la tradición literaria, podemos imaginar que un profesor jesuita de retórica habría sentido la necesidad de mayores explicaciones en un aula novohispana, que es la intención de Peza, quien tomaba partido por la inclusión de agudezas en los elogios.
En suma, el elogio como subgénero literario breve renacentista típicamente en latín es algo bien diferenciado de cualquier alabanza o discurso laudatorio. Aunque evidentemente echa mano de la tradición retórica epidíctica, sus rasgos distintivos son éstos: presupone una imagen —que lo hace un subgénero hermano del emblema—, se escribe de forma semiversificada y con especial cuidado en la brevitas y se consolida en el XVII con el estilo agudo como ingrediente central. Es este tipo de elogio el que se integró y prácticamente se institucionalizó, no sin debates, en la vida universitaria novohispana54 del siglo XVIII al momento de anunciar —y argumentar por anticipado— las defensas de las tesis, lo que hizo necesaria la aparición de tratados como el de Peza, a primera vista tardío respecto a la aparición de las famosas obras de teóricos de la agudeza (Gracián, Tesauro, Pellegrini).
Así, el stylus aculeatus tenía perfecta vitalidad en la Nueva España del XVIII, época en que se defendió el elogio agudo en las tesis universitarias como una forma válida de brillar y destacar intelectualmente. El impreso aquí ya comentado de García Arellano —que ameritaría más estudio— nos hace ver justamente que publicar elogios sólo de manufactura novohispana es un gesto análogo a la ingente labor de recopilación biobibliográfica de un intelectual como Eguiara y Eguren: se trataba de reunir los múltiples casos en que la producción novohispana había sobresalido. Hubo novohispanos que, al rendir cuenta sobre por qué, a pesar de la controversia, cayó en desuso el método antiguo de los tituli como meras inscripciones y por qué ganó la costumbre de hacer agudos esos elogios, les pareció que la explicación era la inclinación hispana hacia la agudeza del ingenio, y uno de esos novohispanos fue el jesuita Nicolás de Peza. En efecto, después de aludir a la controversia sobre si era o no pertinente hacer elogios lapidarios en los actillos,55 Peza afirma: “mos autem contra adversantes praevaluit, ut ad Elogia ingenia declinarent, difficilis tamen artificii, et nondum ab exteris tentata, forte quia Hispanorum naturae magis consentanea. Ut enim Graecis inventio, Italis facundia, et Gallis eruditionis copia, Hispanis tribuitur ingenium, et acumen”.56 Así, fue la costumbre la que ganó, esa práctica tradicional que, en la visión de Peza, valía la pena defender y enseñar porque permitía la libre, aguda e ingeniosa creación literaria —eso sí, altamente erudita— como una forma de cruzar simbólicamente las puertas de entrada hacia la República novohispana de las letras.