En este libro se despliegan sólo motivos de admiración y respeto hacia tantas enseñanzas, ya no digo de historia y estética, sino de humanismo, y caminos de investigación. De hecho, solos este autor y su obra dan lugar o inspiran estudios símiles, así tesis de licenciatura o posgrado, como de historia del arte y letras clásicas. E invitan a más: a repasar viejas lecturas de historia de Roma, de mitología griega y latina, o a emprender otras nuevas. Para entusiasmar a cualquiera bastaría una mirada sobre estos títulos de su “Contenido”: Antínoo en la historia, El odio de los teólogos, Un disparatorio histórico, El emperador Adriano, La belleza en el mundo clásico; de Antínoo: su polis, su culto, sus esculturas y bustos, su novedad artística; como Efebo, Dios, Egipcio, Dionisios. Cada renglón es por sí sugerente.
En el “Prólogo”, con la frase “la consecuente retórica corporal que elevó el efebo a un grado tan sublime como idealizado” (p. XXX), Cuadriello me recordó el concepto de ἀνδρεία, de hombría, llamada por otros valentía, la cual con abundancia De la Maza derrama en este libro. De hecho, es éste apología de la homosexualidad que a cada paso se percibe, pues el autor lo pronuncia en toda su amplitud sin reserva y sin cobardía, o, a la mexicana, más claramente, con “muchos huevos” (p. XXXV). En breve, el lector se formará una “idea clara de la personalidad emprendedora, crítica e imaginativa de De la Maza, de los entresijos de su proyecto de investigación y de la notable recepción que la primera edición” de Antínoo tuvo en México y en el extranjero (p. XIII). El estilo ameno y rico de Cuadriello cautiva al lector con ecos que él convirtió en las voces prístinas de Antonio Castro Leal, Ángel María Garibay, Justino Fernández, Jorge Alberto Manrique (pp. XIII-XXIX).
El entusiasmo es la primera gran lección de De la Maza. Sin duda, conociéndolo, todo el que pise la Sala Rotonda del Vaticano querrá comprobar por qué Antínoo es “una de las esculturas más bellas de Roma”, y más si recuerda que fue “una pasión de belleza y de arte que anidaba en el corazón de un emperador romano, lo que logró la última posibilidad artística del mundo antiguo, expresada en la juventud y en la tragedia de un efebo griego” (p. 2). Entenderá, ahí, la promesa de Francisco hecha ante la imagen: “Yo, joven misterioso y divino, ... te defenderé de todas las calumnias europeas y demostraré que fuiste la última gran inspiración del arte antiguo” (p. XXIV), es decir, que ese trozo de historia se entendiera como fue, no como podría hoy quererse que hubiera sido.
La pasión del autor parte aquí desde las enciclopedias y llega a la más profunda erudición. Empero, no atrapa más el estudio, sino la exaltación con que comparte cada una de sus lecturas, sean del griego, del latín, o de las lenguas modernas usadas por quienes antes que él hicieron la historia del mundo antinoico. Y es obvio que el trabajo entero va contra quienes creen que solamente los europeos pueden ocuparse de la historia y del arte europeos. Valiéndose de ellos a todas luces, a todos los objeta, ora con respeto, ora sin respeto, ora incluso con encubierto anatema. Y ese talante impera a lo largo y ancho de su obra.
De las enciclopedias, por ejemplo, nada lo satisface, ni siquiera la de Pauly Wissowa. El Diccionario del mundo clásico, dice, solo deja interrogaciones abiertas. La Enciclopedia italiana es un intento de pintarnos una figura “siempre” melancólica. El Diccionario enciclopédico hispanoamericano le parece indigno de confianza por basar sus argumentos en un mentiroso “suele decirse”. La Enciclopedia Espasa propaga errores antiguos, y causa risa. La Realencyclopädie der classischen Altertumswissenschaft, utilísima como bibliografía, es un fracaso como nota. La British Encyclopedia cree que Antinópolis se fundó para fortalecer el helenismo en África. La The Century Cyclopedia of Names supone que el spleen era romano y se daba en jóvenes de veinte años. Sorpresivamente, es comprensivo con el Nouveau Dictionnaire Historique, pues considera a Antínoo encantadora belleza, amo del corazón de Adriano y cauce de su dicha (pp. 2-3).
Ahora bien, la primera que consagró al adolescente fue, no la historia, sino la poesía, a través de Numenios de Heraclea, Mesomedes de Creta y Pancrates de Alejandría (pp. 5-6). Sin embargo, por el historiador Esparciano se sabe que Adriano hizo versos a sus favoritos, y que acaso dedicó muchos “al definitivo”, aunque “nada nos queda de la poesía erótica de Adriano”, excepto, digo yo,2 su Animula, vagula, blandula, dado que el último verso (nec, ut soles, dabit iocos) podría sugerir cierto patos por el acabamiento de los placeres.
De los argumentos de Francisco destacan tres: el primero, que, después de Adriano, 29 emperadores respetaron el culto antinoico durante casi 270 años: hasta Diocleciano. El segundo, que ningún pagano atacó a ese dios, salva una burla de Juliano hacia Adriano por extrañar a su joven. El tercero, que sus enemigos fueron los que ignoraron la belleza de Antínoo, y ésta merecía culto, y no por la gratitud del emperador, pues la gratitud mutila la sensibilidad. Con Dietrichson memora otros autosacrificios, pero hace notar que aquel profesor de Oslo no advierte que ninguna de las víctimas que enumera fue deificada, ni siquiera venerada, salvo en casos de mitología (pp. 11-12).
De los historiadores de Antínoo, ni los antiguos ni los modernos quedan a salvo de Francisco. Todos ellos, para la muerte del efebo, abrevaron de un solo párrafo de Dion Casio. Éste, a su vez, había aumentado la parca información de Adriano, de que aquél se había ahogado en el Nilo, aunque apenas si se dio cuenta de la sabia política del emperador. Luego, siempre manteniendo en ascuas al lector, los minimiza o ridiculiza a todos: a Esparciano, a Aurelio Víctor, a Flavio Aurelio Casiodoro, a Juliano, a Pausanias. Llama a Esparciano mínimo Suetonio, y perezoso, porque no mencionó a Antínoo entre los dioses romanos, y pintó a Adriano llorando, e ignoró las lágrimas de Aquiles por Patroclo; las de Alejandro por Hefestión; las de David por Jonatán. Reprocha a Agustín, por haber llorado a su amigo secreto, y no mencionar a Antínoo entre los dioses romanos. Juzga a Aurelio Víctor, cómodo, nada crítico e ingenuo, porque todo lo vuelve niebla al reputar sospechosa la amistad de Adriano y Antínoo a causa de sus edades tan diferentes, aunque le reconoce que al menos sugirió en Adriano amor o gratitud. Considera historiador mezquino a Flavio Aurelio Casiodoro, aunque no ve en él ni odio ni molestia por haber, Adriano, deificado a su amado. De Juliano aprecia que reconoce la austeridad y sabiduría de Adriano, pero le reprocha la burla sobre Antínoo. Se conmueve con Pausanias, porque éste se da cuenta de que el mundo helénico “se derrumba a su alrededor” (pp. 12-18).
Y con la misma gracia, valiente y honrado, exhibe el odio de los teólogos, y cuelga a cada santo o padre un sambenito: a San Justino, por discriminador y xenófobo; a Taciano, que creyó que Antínoo había formado parte de los ritos lunares; a Atenágoras, que reprochó a los griegos que creían que Antínoo era dios (sospecho que De la Maza había leído algo más de la doctrina de Atenágoras acerca de la continencia sexual, con la que de ningún modo estaría de acuerdo); a Jerónimo, que atacó al efebo por ser amante; a Tertuliano, que se opuso a que los cristianos hablaran del dios Antínoo como lo hacían los paganos; a Orígenes, teólogo tan agrio y absurdo, que comparó el culto de Cristo con el de Antínoo; a san Teófilo, que condenó dos mil años de obras de arte diciendo que los templos de Antínoo y demás dioses provocaban risa a los hombres sensatos; a san Clemente, que esgrimió el argumento de amor por miedo, y vio el sexo pero no el amor; a Hegesipo, que llamó esclavo a Antínoo; a san Atanasio, que habló de pura concupiscencia (pp. 21-30). Por suerte, no conoció a Juan Molano, según quien las imágenes son correctoras de costumbres, hay belleza impúdica, las estatuas paganas hacen pecar, y para cierto Efebo simplemente remite a Crinito.3
En el “Primer paréntesis: con un disparatorio histórico”, se exhiben dos clases de historiadores de Adriano y de Antínoo: los que ocultan la verdad para salvar al césar del amor, y los que la declaran para hacer justicia contra los pecadores de la historia. Pero ninguno supo que el historiador ha de dar explicaciones por los muertos, no regañarlos (p. 31). Y, fiel a su método, los pinoliza a todos. Hizo pinole al jesuita Jean Hardouin, por absurdo al suponer a Antínoo hijo natural del emperador; a Winckelmann, por loco al considerar portero al efebo; a Erasino Pistolesi, por malicioso; a M. N. A. Dubois y su repetidor Manjarrés, por infames, torpes, uno profesor de la Universidad de París, simple autor, por convertir en carnicero a Adriano; a César Cantú, por superficial parafrástico de Esparciano; a Ferdinand Gregorovius, por pintar un mundo que no entiende; a Dietrichson, por moralista puritano; a Víctor Duruy, por parecer una broma; a José Pijoán, por su triste prosa, y falso, un súper Dion Casio, y plagiario; a Pirro Marconi, por disparatado; a Kenneth Clark, por confundido; a Stewart Perowne, por contradictorio.
Contra todo pronóstico, se enamoró de Marguerite Yourcenar, y la siguió a pie firme, incluso sin comillas, para hablar de la familia y niñez de Antínoo hasta su muerte, y describir el encuentro de Adriano con Antínoo, la presencia de éste, la nostalgia de aquél; los viajes de ellos juntos, hasta donde el rayo del monte Casio inspiró la muerte del joven; el entierro; la tumba en las cavernas de la montaña; la meditación y las lágrimas. Copia a Yourcenar plenamente consciente contra la historia, aunque bajo la autoridad de Píndaro y Aristóteles, según quien se puede suponer, pero evitando lo imposible (pp. 47-53). Luego describe la vida íntima del emperador, al parecer con información de Dion Casio, Esparciano y Aurelio Víctor (55-58).
En el “Segundo paréntesis”, queriendo mostrar que el alma es libre y atenta a la naturaleza, que convierte la belleza humana en religiosidad, acaso sin olvidar su propia sensualidad, el autor explora la belleza en el mundo clásico; describe la ciudad de Antinópolis, y examina el culto y escultura antinoicos, y su novedad artística. Explora tal belleza citando textos sobre lo hermoso, el placer, el amor o las partes del cuerpo humano y lo relacionado en latín o griego con los deleites sensuales, a partir de Virgilio, Ovidio, la Biblia, Homero, Isócrates, Píndaro, Teognis, Jenofonte, Aristóteles, Jenofonte de Éfeso, Caritón de Afrodisia, Tibulo y Catulo. Tiene a Lucrecio por inútil y espanta-débiles. De Estacio trae los veros para Flavio Urso. Pero su magia la aplica, Francisco, en Platón. De El Banquete recuerda a qué sensaciones ante la belleza se da el nombre de Amor. Le pareció que Platón compondría un tratado de estética erótica; pero, ¡oh desilusión!, el concepto de belleza platónico (eterna, increada, inmarcesible, divina, sin nada de sensible o corporal) lo hizo creer que hablaba “un predicador medieval”. Y hay más. Tras oír que las cosas bellas lo son por “lo bello en sí”, Francisco grita: “¡nada más antihelénico que el pensamiento estético del divino Platón!”, pero se consuela sabiendo que solo el “ininteligible helenista Plotino lo siguió”, y porque “lo bello en sí” no es estética, sino metafísica o religión. En fin, Platón hubiera estado mejor “en un claustro cristiano”, pues los griegos seguirían cultivando la belleza del cuerpo en sí, en lo cual se sintió apoyado por Kant, y por Winckelmann. Respecto a ejemplos históricos de jóvenes hermosos, presenta a Alcibíades, a Fedón y Jenofonte, a Armodio y Aristogitón, y a Timágoras y Meles, cuya historia sería semejante a la del Idilio 23 de Teócrito (pp. 59-73).
Respecto a Antinópolis, la describe como “algo exclusivamente adrianeo”, la única ciudad-templo-sepulcro hecha para recordar a un ser humano. En el recorrido sigue a Jomard, sin omitir otros testimonios, como el de Bernat, de que la “ciudad fue un perpetuo peristilo” (dos mil columnas). Como sea, para De la Maza no pudo ser concebida como ciudad-mercado una ciudad así: con muralla, Arco de Triunfo, una puerta “de cuatro soberbias columnas corintias como vestíbulo y, detrás de ellas, la triple puerta, a base de pilastras también corintias”, termas, teatro, el féretro de Antínoo. Y repite: siendo sepulcro, los cristianos la abandonaron, por no contaminarse.
Los escasos estudios especiales sobre el joven griego quedan brevemente catalogados en el Apéndice I; y son los de Immanuel Weber, 1707; Konrad Levezow, 1808; el Conde de Clarac, 1828; Adolf Stahr, 1855; Viktor Rydberg, 1877; G. Taylor, c. 1880; L. Dietrichson, 1884; F. Laban, 1891; Pirro Marconi, 1923; Erich Holm, 1933; Alfred Hermann, 1964. Advierte que hay más, pero “los que pudimos conocer, que son la mayoría, están citados en el texto ... los principales, o sea, Levezow, Clarac, Dietrichson, Marconi y Holm fueron exhaustivamente estudiados” (p. 138).
En el Apéndice II, “la realidad histórica venció ... a la ficción literaria”: compara a Adriano con Shakespeare, quien triunfa sobre Mr. W. H., y Antínoo sobre Adriano. Y en el soneto 62 de aquél, Francisco implica a todos los adultos encanecidos (p. 147).
Acaso De la Maza tiene razón en que la historia se ha leído o enseñado sin la sensibilidad idónea para ciertos temas, como el antinoico, y, si no con declarada hostilidad, sí tendenciosamente, con mal gusto, con error y por lo tanto sin objetividad. Habría que tener en cuenta, empero, que no todos los estudios se piensan para la crítica sino apenas para una especie de síntesis destinada a los salones de clase. Así, hablando de Antínoo, por dar un par de ejemplos de mis historias escolares, Indro Montanelli apenas si describe a Antínoo: de ojos aterciopelados y pelo rizado, pero también como desgracia sentimental para Adriano; y Francisco Bertolini afirma que lo más notable de la visita de Adriano al Nilo fue la muerte de aquel joven; y ambos, en esencia, memoran el misterio que con éste ha andado los siglos: su muerte, las mujeriles lágrimas de Adriano, los oráculos, Esparciano, el templo, Antinópolis,4 noticias comunes que De la Maza escudriña y objeta puntualmente. Lo grave, acaso, es que otros autores de lectura cautivadora, como Carl Grimberg, ni siquiera lo mencionan.
En fin, admira que un hecho histórico de fuente única y de veras breve, que unos omitieron y otros tuvieron en menos, haya sido percibido por De la Maza como algo mucho más grande, así haya sido por razones íntimas, es decir, por su libre albedrío en la historia y su necesidad de reivindicar a un joven hermoso del que se había enamorado un emperador -¿por qué no Francisco?-, y que, tras su ahogamiento en el río Nilo, fue deificado y casi tres siglos venerado, y luego argüido con un mar de diretes religiosos y morales. Es natural, además, que cada cual lleve agua a su molino. El propio De la Maza, acusando a unos de ocultar la verdad para salvar al césar del amor, y a otros, de declararla para hacer justicia contra los pecadores de la historia, él mismo la cercena en aras de su amor: calló, del parágrafo XIV de Esparciano, que los judíos movieron la guerra, acaso para no tener que salvar a Adriano de los calificativos severo, simulador, cruel y vario en todo, que, insisto, él conoció y mostró (p. 56), y otros usaron para sus propósitos. Así, Grimberg afirma que Adriano carecía de la grandeza y equilibrio intelectual de Trajano; que su insensatez y capricho lo arrastraron “a cometer un verdadero genocidio”, a “la desaparición casi total del pueblo judío de Palestina”;5 y Francisco Bertolini, que “en esa guerra de exterminio perdieron la vida 500,000 judíos, y los sobrevivientes fueron vendidos como esclavos”.6
Así las cosas, el libro termina, realmente, en la página 136, dado que después vendrán los Apéndices, introducidos mediante el exordio de una imagen bellísima: la estrella nova de Antínoo, “ahora eterna y reluciente en el firmamento” (p. XXV). Yo no sabría cómo describir esa estrella, ni siquiera acertaría si es rosa, tenue o no, el color del manto que desde su hombro derecho le deja descubierto el pecho; ni si es inocente o no su mirada, y opuesta a la fortaleza de sus brazos; ni si el arco y las flechas que sostiene con la mano derecha lo definen como buen cazador; ni si algo prueba la recogida virtud de sus piernas. Me quedo con aquello del autor: Adriano “supo colocar científicamente a Antínoo en una estrella sin ingenuidad ni violencia” (p. 56).
Lo cierto es que, llegando a ese lugar, nadie querrá abandonar el viaje, porque desde ahí se adivina el grandioso espectáculo del mundo antinoico, y la guía y el guía -folios y autor- serán los mejores que pudieran ser encontrados. El recorrido comenzará en cuanto el lector decida internarse en estos senderos (pp. 137-403) para escuchar a De la Maza pensando y estudiando en voz alta cada una de las imágenes que dieron lugar a, por lo menos, las 148 fotografías, que este libro ofrece.
Lo que de cierto puedo decir es que el Antínoo de Adriano de Francisco de la Maza es cautivador más allá de cualquier elogio; despierta corazones; enamora, en primer lugar, por su estilo, y, en segundo, por la historia, porque hace gozar y enamorarse de la historia, y no hay redundancia; es así: gozar de la historia para enamorarse de la historia, gracias a la historia que De la Maza reinvindicó. Y es verdad, esta lección de 450 páginas con visión descolonizadora “vale para quienes creen que de la historia y del arte europeos sólo pueden ocuparse los europeos…” (p. 403).
Si este Francisco de la Maza o este Antínoo me hubieran acompañado en los años de mi formación profesional, de veras me habría entusiasmado de otro modo por la vida del imperio romano, habría visto la cultura clásica antigua con ojos más agudos, y no habría desdeñado a priori tantas lecturas que este libro inspira desde una perspectiva simplemente humana y libre de prejuicios, e incluso apasionante, si no es que romántica para los simples aficionados a la literatura, en especial a ésta de los Antoninos, que ha sido llamada la época romana más feliz.