En realidad debe hablarse del vivere civile y no de la “religión civil”, como lo he hecho en el título de este escrito, siguiendo un uso común en los estudios sobre Maquiavelo, pero es importante dejar en claro y advertir al lector desprevenido que el secretario florentino nunca empleó este último término en su obra política. La concepción de religión deseada para el orden político que imagina en sus Discursos sobre la primera década de Tito Livio,1 obra en la que centraremos nuestra exposición, fue comprendida por el florentino como la forma de vida desempeñada por los ciudadanos que habitarían una república moderna inspirada en el republicanismo romano. No obstante, esto no significaba de ningún modo imitarlos o querer seguirlos al pie de la letra. El secretario florentino pretendía inspirarse en el modelo político-religioso de la Roma republicana, pero tratando de establecer unos valores religiosos y morales, cuyos objetivos debían consistir en permitir una participación social más amplia, otorgándole un sentido menos rígido a las prácticas populares que las fijadas por la tradición romana desde la moral aristocrática. Característica que le lleva a concebir una nueva forma de ciudadanía acorde con una nueva concepción de Estado, donde la religión, como modo de vida civil, se convierte en su columna vertebral.
En ese sentido, la tradición académica coincide en sostener que la idea concebida por Maquiavelo sobre la religión es meramente la de un instrumentum regni o una especie de apariencia de funcionalismo o engaño,2 por lo que cabe preguntarse, en ese caso, ¿en qué consiste tal eficacia de la religión? Aceptando teorías como la de Lezek Kolakowski sobre la presencia del mito o la de Cassirer respecto a la función simbólica de la religión, se puede sintetizar en tres aspectos generales aquello sobre lo que recaería la eficacia de la religión, a saber: primero, como medio a través del cual es posible conformar jerarquías de valores, lo cual liga y mantiene la unidad del pueblo; segundo, en cuanto a que las doctrinas, mitos y ritos causan fe o se hacen creíbles para un grupo social, se regula su efecto por la obediencia a los mandatos de la autoridad religiosa producida entre los miembros de una comunidad; o lo que es lo mismo, respecto a la ciudad, la obediencia o el sentido de deber que provocan las creencias religiosas ayudan a garantizar el orden. 3
Ahora bien, si estas son las premisas contempladas como comunes de la religión en general, ¿qué más da, en una república como la propuesta por Maquiavelo, que la religión sea cristiana o pagana? Sin duda, no da lo mismo, pero ofrecer una respuesta puntual a este interrogante va más allá de los alcances y el espacio del que disponemos para desarrollarlo en este escrito. Sin embargo, pienso que Maquiavelo ―según se verá en lo que sigue― era consciente de ello, pues la intención que se percibe en su obra no parece ser la de querer sustituir el cristianismo por el paganismo, sino la de utilizar cierta parte de la estructura de la tradición religiosa romana con una función precisa, a saber: como instrumento de crítica a las creencias y prácticas cristianas de su tiempo en relación con la vida civil republicana. El uso del paganismo en el florentino no debe por ello interpretarse exclusivamente desde la consabida admiración que sentía por la antigüedad romana. Por el contrario, Maquiavelo, como buen conocedor de los clásicos y de la historia romana, decide elegir, contraponer y seleccionar el conjunto de creencias y prácticas religiosas del paganismo que, según su apreciación, hicieron brillar a la república romana y cómo estas podían servir para contrastarse con el tipo de cristianismo que se practica y está vigente en su tiempo. No obstante, el interés de este ensayo se reduce a menos de esto, apenas a establecer las afinidades y elecciones que el secretario florentino hizo de las creencias y prácticas religiosas paganas, destacando las razones por las cuales desechó las ideas que sobre este tema habían expresado autoridades clásicas como Cicerón o Lucrecio, prefiriendo la información que le aportaba Tito Livio, desde el cual concibió una interpretación particular del paganismo romano y de lo que debía ser el vivere civile: un conjunto de creencias y prácticas populares que tuvieran como fin el mantenimiento de la libertad de la república, el engrandecimiento de la patria y la defensa del bien común.4 En una palabra, se trataba de establecer un modelo de virtù republicana, desde el cual Maquiavelo pretendía contrastar y cuestionar ciertas creencias, prácticas y rituales del cristianismo vigente en su tiempo. Dicho conjunto de creencias y prácticas, según su análisis, iban en contravía a ese ideal de vida política que el florentino preconizaba debían practicar los ciudadanos de su república mixta.
Por ello, debo insistirle al lector, que, para efectos exclusivos de este trabajo, y con el fin de destacar el objetivo metodológico que tenía para Maquiavelo hacer una revisión de las posturas del paganismo romano, me limitaré a describir este proceso, apenas abordando en forma alusiva el cuestionamiento al cristianismo. En ese sentido, tan sólo dirigiré mi exposición a desentrañar una respuesta antecedente a dicha crítica, centrada en la siguiente cuestión: ¿es el objetivo de Maquiavelo restablecer el paganismo a ultranza, como un valor en sí mismo, o es otro el fondo de esa búsqueda, valga decir, realmente es un esfuerzo por encontrar en la idea que se hace de la religión romana un tipo de espiritualidad acorde con el modelo de república mixta que concibe?
La crítica oculta de Maquiavelo a las ideas religiosas de Cicerón y Lucrecio
Las fuentes de interpretación maquiaveliana de la religión romana, en lo que concierne a los Discursos sobre la primera década de Tito Livio, pueden dividirse en testimonios expresos que no admiten duda, como es obvio, de la obra del historiador paduano; pero también pueden reconocerse por lo menos dos autores los cuales apenas son nombrados esporádicamente o ni siquiera aparecen en forma expresa y, a pesar de la ausencia de su voz, se puede identificar su presencia, como es el caso de Cicerón y Lucrecio.
Respecto del arpinate podemos tomar su obra, para los fines de nuestra exposición, como una opinión o un criterio tácito del que no participa Maquiavelo y contra el cual fabrica su propia idea de la religión popular romana, consecuente también con su concepción política del “republicanismo”, abiertamente opuesta.5 Podría pensarse por ello que el florentino encuentra en la postura de Lucrecio un medio que le permite tomar distancia respecto a las ideas religiosas del orador romano, quien a lo largo de su vida y su obra se mueve dentro de cierta ambigüedad, pues, en ocasiones, pretende reformar la religión en función de los principios y valores inconmovibles del estoicismo ―como ocurre en su obra política― y, en otros momentos, muestra un completo escepticismo y desconfianza respecto a prácticas y creencias muy acendradas en la tradición religiosa romana ―como sucede en sus dos obras sobre la religión y las creencias adivinatorias.6 En muchos sentidos, la postura cosmológica y antropológica asumida por el poeta epicúreo, le sirve como base al florentino para construir una concepción de la religión republicana completamente alejada de la posición ciceroniana.
Ahora bien, para sustentar esta hipótesis necesitamos partir del contexto histórico en el cual se ubicaba Cicerón, cuya situación desvela las circunstancias en que se encontraba la Roma republicana del siglo I a. C., es decir, una etapa de corrupción y decadencia. Si bien eran los tiempos del ascenso de César, no deja de ser cierto que el poder romano de las ciudades aún obedecía a las ordenanzas de la religión civil.7 Por lo tanto, los romanos seguían considerando obligaciones cívicas a una serie de rituales y deberes religiosos. Tenían claro que la civitas precedía a las instituciones de la ciudad, incluyendo las religiosas. Así pues, la religión cívica, en última instancia, constituía aún la base de la cohesión social; y los romanos eran conscientes de que debían su orden político a la religiosidad. En ese sentido, si observamos lo descrito por san Agustín en la Ciudad de Dios, siguiendo en forma pormenorizada el testimonio de Varrón ―contemporáneo y amigo de Cicerón―, la jerarquía política y religiosa encabezaba el orden social: pontífices, augures y los quindecimviri, quienes eran los responsables del culto, constituían el ápice de la pirámide; luego se le daba significación a los santuarios donde se practicaba el culto y, por último, se describía con precisión cuáles eran los ritos, juegos y festividades, sin dar demasiado despliegue a la descripción de los dioses mismos y sus funciones, quienes en la medida que el obispo de Hipona se va remontando al pasado encuentra complejas genealogías, casi interminables e incomprensibles para él, pero probablemente ya nada reconocibles ni por el pueblo romano ni por las élites del siglo I a. C.8
Las obras específicas sobre religión redactadas por Cicerón, De divinatione y De natura deorum,9 van en sentido contrario, son la expresión de un escéptico tanto en la existencia de los dioses como en la adivinación. En ellas se confirma lo dicho en sus obras políticas más reconocidas, pues aunque en De Republica-escrita entre el 54 y 51 a. C.- afirma el papel de la virtud humana, esta nunca llega tan cerca del deorum numen, como en la fundación y la salvación de una ciudad,10 su famoso Sueño de Escipión (Somnium Scipionis) con que finaliza la obra, se mueve dentro de la ambigüedad del desprecio por la vida terrenal y un excesivo elogio a la actividad política como medio para alcanzar la salvación después de la muerte.11 Y en De Legibus ―iniciado aproximadamente en el 50 a. C.―, afirmando la perfección de la constitución romana, su intención se dirige con claridad a restablecer a través de los legisladores la tradición de los antepasados (mos maiorum). Dicho de otra forma, el arpinate pretendía en estas obras una reforma religiosa dirigida a restablecer no sólo las costumbres de los antepasados, sino sobre todo el poder religioso, moral y político de la antigua aristocracia.12
Puede corroborarse esta apreciación, si observamos la sección dedicada a las Doce Tablas, allí el orador romano no sólo quiere conservar el lenguaje arcaico, sino13 hacer que Roma siga adorando a los dioses que siempre ha adorado según los prescribe la tradición inmemorial;14 promueve la divinización de las virtudes (Mens, Virtus, Pietas, Fides) y edificarles santuarios, desechando la adoración de cualquier forma del vicio;15 en suma, busca preservar los grandes lineamientos del culto romano, modificar detalles que se adecúan mejor a las personas y al ambiente en el que escribe, pero siempre evitando conflictos que resulten incómodos, como la contradicción inherente que había entre el ius civile y el ius pontificium, la cual elude evitando abordarla en su proyecto de reforma religiosa.16
No obstante, en una rápida observación sobre De natura deorum, el personaje que representa la postura que Cicerón defiende, Cota, como representante de la Academia Nueva, se encuentra más cercano de los epicúreos que de los estoicos cuando se trata de decidir si los dioses intervienen en la vida humana. Se muestra bastante escéptico acerca de la existencia de los dioses, aunque muy pragmático sobre la necesidad de observar los rituales de la religión civil. Y De divinatione ―escrito entre el 45 y el 44 a. C.― trasluce su desconfianza en torno a los auspicios, señalados ya de manera tangencial en De Legibus, pero ahora con más vehemencia caen bajo su crítica hacia cualquier forma de adivinación como superstición que debe ser separada de la religión. Cicerón enfatizaba así en dos ejemplos que debían ser verdaderamente escandalosos para un romano de tradición: la desproporción existente entre los pronósticos cumplidos en comparación con la multitud de profecías; y la muy improbable precisión en la adivinación a través de la lectura de las entrañas de determinados animales con la que se pretendía establecer la suerte de algunos individuos en ciertas fechas o la justificación de una guerra.17
Según observa Arnaldo Momigliano, al mismo tiempo que Cicerón se hacía cada vez más escéptico, César y su círculo se hacían cada vez más interesados en cuestiones religiosas.18 Era evidente que el ambiente social se preparaba para la divinización de Julio César y esto se acompañaba de la asunción de dignidades y títulos como el de pontifex maximus unido al de augur. Todo ello se concretó con Augusto, quien no sólo ostentó el título de pontífice máximo, sino también el de hijo del divino Julio (Divi filius). El incipiente Imperio representaba así el renacimiento de la religión tradicional concentrada en el emperador, en tanto que la postura de Cicerón termina siendo, a pesar del propio arpinate, una refutación de ese tipo de paganismo.19
Evidentemente, aquí no podemos encontrar el modelo religioso buscado por Maquiavelo para su república, pero sí tenemos su contraparte, lo cual no es menor a la hora de concretar su, por decirlo así, “modelo espiritual” de ciudadanía. Según dijimos antes, Cicerón apenas es nombrado a lo largo de los Discursos, la causa de este silenciamiento debió obedecer a dos motivos: primero, a que representa el referente de quien con seguridad, al inicio, en su obra política, veía la necesidad de renovar los principios religiosos y morales de la Urbs republicana reconstituida sobre remozados valores aristocráticos; pero, segundo, porque avanzado el proceso de consolidación de una nueva monarquía, en cabeza de César, también observó la peligrosidad del resurgimiento de una religiosidad cargada de supersticiones cuyo fin se dirigía a la divinización del tirano y a justificar la concentración del poder en su absoluto imperium.
En ese sentido, si hay que buscar una influencia sobre la concepción del vivere civile de Cicerón sobre Maquiavelo, podríamos coincidir con Q. Skinner, en este punto preciso, en la defensa de las libertades republicanas contra cualquier tiranía,20 toda vez que la ambigua postura del arpinate se dirige, en su obra política, fundamentalmente al restablecimiento de las tradiciones religiosas en función de la conservación de la república y la concordia de los ciudadanos. Sin embargo, según mencionamos antes, rechaza las prácticas y las supersticiones que defendían contemporáneos suyos como Varrón, temiendo que sirvieran de base para corromper al pueblo, facilitando así la divinización de un tirano y su dominio absoluto sobre la voluntad de los ciudadanos. Si bien en este último aspecto coincide la postura de Maquiavelo, hay una sima abierta entre el arpinate y el florentino en la orientación del vivere civile, pues, el secretario florentino, como señala Skinner, “está rechazando nada menos que la visión ciceroniana de la concordia ordinum, una visión empero defendida por los defensores de las repúblicas autónomas en una forma casi acrítica”.21 De modo que, al considerar que lo que podríamos llamar la esencia de la vida civil, es decir, el cuidado del bien común, la libertad, la defensa de la patria y su engrandecimiento, no es un deber natural y exclusivo de los optimates, sino que Maquiavelo ubica esos sentimientos y deberes como resultados de las complejas y conflictivas relaciones que mantienen con el pueblo orientado por un jefe o gobernante. En pocas palabras, en los inicios de la república, las instituciones, el bien común, es decir, las leyes que hacen a la ciudad libre, son inicialmente obra y enseñanza aristocrática, pero en la dinámica de su lucha contra la plebe, son aquellos quienes primero se sienten tentados a manipular las creencias y violar las normas que se sostienen en ellas.22 Mientras que la plebe, creyente y obediente en los principios en que se ha fundado la república y en la autoridad que reconoce legítimamente, según la perspectiva de Maquiavelo, es quien mejor defiende y conserva las tradiciones (creencias, usos y rituales), haciéndolas respetar no sólo a los extranjeros, sino inclusive a los propios aristócratas, y, por esta razón, es al pueblo y no a la aristocracia ―como quería Cicerón― a quien le corresponde proteger y garantizar la vida en libertad.23
Otra cosa fue lo ocurrido con Lucrecio, aunque cabe observar que el florentino no hace ninguna referencia explícita a este pensador en los Discursos; sin embargo, algunos dichos del poeta romano, como demostró en su momento Sergio Bertelli, pueden localizarse en cierta forma a lo largo de esta obra en concreto así como en algunas de sus obras literarias.24 En cierto sentido, algunas de las ideas de Lucrecio cumplen una función estructural, por decirlo así, en el sentido de hacer de algunas concepciones suyas, v. gr., la cosmología atomista, la base para imaginar un orden religioso fundado sobre principios más flexibles que los de la tradición romana vista desde una perspectiva estoica,25 evitando caer en un escepticismo tan ambiguo como en la ya comentada última etapa de la obra de Cicerón.
Por ejemplo, en el capítulo 5 de la segunda parte de los Discursos, vibran los ecos del poema didáctico de Lucrecio, donde discute sobre si el mundo es eterno o no. Allí afirma que la ignorancia del pasado se debe no sólo al papel intencional de la religión o de sus líderes, como san Gregorio, “persiguiendo los recuerdos antiguos”, sino también la “pérdida de memoria” causada por las inundaciones y desastres naturales de los cuales sólo sobreviven hombres “rudos y montaraces”.26 Es difícil no reconocer el punto de partida afirmado por Lucrecio cuando dice: “Además, si ningún comienzo por generación tuvieron tierras y cielo y, como seres eternos siempre estuvieron ahí […]”.27
No podemos ahondar aquí más sobre este aspecto, pero es evidente la presencia de Lucrecio, más substancial si se quiere, en su ataque a las religiones propiciatorias por mantener a los hombres en servidumbre hasta el final de sus días, aumentando sus temores y ejerciendo sobre ellos una fuerte influencia.28 También es importante el tema de la fortuna y la necesidad actuando inexorablemente, pero comprendiendo su papel como Naturaleza opuesta a un dios autor de todo acontecimiento.29 Pero, en especial, Lucrecio muestra la capacidad de los individuos de resistirse a la necesidad, pues hay “en nuestro pecho algo que dispone el luchar en contra y estorbarlo” como una forma de ajustarnos al cambio,30 seguido por Maquiavelo en el prefacio al Libro II de los Discursos, recordándonos tópicos semejantes a los del poeta romano sobre la libre voluntad, movimiento, materia y la indiferencia de los dioses sobre los asuntos humanos.31 Otro pasaje donde se observa la influencia del pensamiento lucreciano en el de Maquiavelo recae en su concepción cosmológica, lo cual se hace evidente en el prefacio al Libro I de los Discursos, cuando señala que todas las ciudades y todos los pueblos “tienen los mismos deseos y los mismos humores […]”.32 Lo cual parece recordar el decir de Lucrecio: “los cuerpos de los principios estuvieron en las edades pasadas y de semejante modo tras lo presente habrán siempre de moverse […]”.33 También la idea lucreciana de un mundo “en constante cambio”,34 seguida por la afirmación de Maquiavelo: “que cambian de un lugar a otro por la variación de las costumbres”.35 Y la teoría del ciclo natural (anakyklosis), que si bien el secretario florentino parece tomar con más precisión de la teoría histórica de Polibio, sin embargo, encuentra en Lucrecio otro sentido: la teoría de una naturaleza cíclica del crecimiento que gobierna y preserva las especies, equivalente en la obra de Maquiavelo al gobierno humano y al desarrollo cultural de los pueblos.36
En este rápido esquema se evidencia mucho más que la influencia del poema de Lucrecio sobre la estructura y las ideas cosmológicas y antropológicas que atraviesan los Discursos, la constatación de la condición temporal y azarosa de las creencias religiosas. Mas, no se puede soslayar la enorme discrepancia existente en sus tesis entre el fin que debe tener la religión para el florentino y lo trazado por Lucrecio en De rerum natura, atacando a la religión en cuanto superstición basada en el temor al castigo (metus poenarum). Maquiavelo asume este punto central, tomando a Dios como un juez para ser temido o un “amigo” para ser aplacado y casi nunca como creador providencial del universo. Todo sabio legislador reclama derivar su autoridad de Dios, según señala en los Discursos, “porque temía que su autoridad sola no bastase”.37 Y añade: “donde falta el temor de Dios” un reino se arruina o es reemplazado por el temor al príncipe, cosa que paradójicamente lo hace coincidir con las prevenciones de Cicerón. Pero, en Maquiavelo, el más grande maestro es el temor religioso, continuando lo dicho en El Príncipe respecto a que “es mejor ser temido que ser amado”, pues el temor es sostenido por una paura di pena, che non ti abbandona mai.38 Nuevamente en los Discursos, nos recuerda cómo los romanos inculcaban el temor y la superstición con propósitos políticos a través de crueles ceremonias sangrientas, tomando juramentos y manipulando el uso de adivinos y arúspices que “interpretan sus auspicios de acuerdo a la necesidad”, con lo cual hacían que sus generales nunca fueran derrotados por augurios adversos, manipulando del mismo modo los rituales a fin de evitar cualquier forma de irrespeto a la religión.39
En suma, a Maquiavelo le interesa la religión pagana como una tékne de cohesión social, recuperando la base popular de las creencias, el sentido y el significado de sus rituales, juegos y festividades en función de la integración de los ciudadanos, es decir, en sintonía con lo planteado por Cicerón desde la perspectiva de la conservación de la tradición en cuanto forma de legitimación de la autoridad fundadora de la ciudad; desde la perspectiva de Lucrecio, le interesa, según hemos señalado, su descripción cosmológica y antropológica en la que encuentra las raíces “naturales” de las creencias y los temores del pueblo, por las cuales dicho pueblo respeta la ley y asume conductas civilizadas, pero también el porqué es susceptible de cambio y debe, como todas las creaciones humanas, estar dispuesta a adaptarse a esos cambios o condenarse a la extinción. Sin embargo, en dirección opuesta al poeta romano, pero coincidiendo con el “espíritu político” de Cicerón, Maquiavelo reconoce en la desunión de las creencias religiosas ―o mejor, de los usos y prácticas de los ciudadanos―, un síntoma de corrupción y de insolidaridad social. Así, es necesario, no el restablecimiento en el sentido absoluto de las viejas creencias, sino reconfigurar desde sus principios la religión con miras a hacer un esfuerzo en adecuarse al nuevo orden.
Mas definitivamente en contra del reformismo en beneficio de la aristocracia propuesto por Cicerón, Maquiavelo no le da mucho espacio en su recuperación de la religión pagana ni a Dios ni a la Providencia, como sí ocurre en la República y en las Leyes, ni pretende una religión ideal. Visto de este modo, Cicerón estaba más cercano a una aspiración ultraterrena, contra la cual apunta la crítica de Maquiavelo, ya que conducía inevitablemente a afirmar la importancia del Más Allá por encima del fortalecimiento del sentimiento patrio y su realización terrenal, punto neurálgico de la función que debía cumplir el símbolo religioso dentro de la república concebida por el florentino.40 Y a pesar del consciente distanciamiento por parte de Cicerón en sus obras religiosas, desconfiando de todas las prácticas y creencias consideradas supersticiosas, especialmente en el Destino, en su perspectiva política no logra superar la creencia estoica en la racionalidad de la Naturaleza, pues ve en ella la base del “respeto religioso por los tratados” y la firmeza de las costumbres ciudadanas.41
Por el contrario, Maquiavelo enfatiza en la Fortuna, contribución lucreciana cuyo poder divino no determina el destino o el fin de las cosas; empero, constituye el elemento irracional (lo impensable o lo imprevisible), acompañante permanente de todas las acciones humanas. Límite de las iniciativas, pero también pivote provocador de circunstancias favorables o desfavorables donde el hombre construye el sentido de la virtù o prudencia en la realización de sus empresas, ya fuera para dominar, ya para defenderse del dominador. Todo hombre como todo pueblo no puede dejar de contar con esta fuerza. Así, pues, la Providencia es desplazada por la Fortuna, o mejor, la necesidad es determinada por la oportunidad. No obstante, la renuncia a un orden jerárquico fijo o inconmovible de dioses, rituales y festividades; o mejor, la pérdida del orden preconizado por el tradicionalismo estoico y la desconfianza sobre ciertas prácticas religiosas, posturas entre las que se mueve tanto la opinión de Cicerón como la de Lucrecio, pasan a ser consideradas por el secretario florentino como concepciones inadecuadas desde las cuales se orienta a un pueblo necesitado de cohesión y de ser educado en función de la salvación de la patria.
En síntesis, las posturas de Cicerón, tanto del escéptico como del político republicano y tradicionalista, junto con la del epicúreo Lucrecio, le sirvieron a Maquiavelo para comprender las causas de la condición ruinosa que vivía la república aristocrática romana en el siglo I a. C. De acuerdo con ello, lo que necesita para emprender su crítica al cristianismo desde el paganismo y establecer el tipo de religión cívica requerida en su república mixta, le lleva a desechar estas dos posturas. Escepticismo y epicureísmo reflejaban las posiciones elitistas e intelectuales de los optimates romanos, distanciadas y confrontadas desde un principio con lo más profundo y emotivo de los sentimientos y creencias populares. Maquiavelo percibía que el ejemplo religioso que le debía brindar el paganismo romano para una incipiente república centrada en el pueblo, estaba en otra parte y radicaba ante todo en el sentimiento de respeto por el bien común, la libertad y la autoridad, concebidas colectivamente; pero, al mismo tiempo, su objetivo se dirigía a que tal sentir debía estar tan acendrado en el corazón de cada ciudadano de un modo que, como el propio Maquiavelo, estuvieran en disposición de afirmar en primera persona y sin complejos: amo la patria mia più dell’anima.42
La religión pagana como arte del vivere civile
En sentido opuesto a lo anterior, desde el relato histórico de Tito Livio puede observarse al sucesor de Rómulo, Numa, constituyendo la religión de los antiguos romanos en vista a conseguir suavizar las costumbres de un pueblo ferocísimo, que había sin embargo recibido algunos lineamientos bajo las órdenes del fundador.43 Así, la religión romana aparecía creada para un pueblo específico y no como una característica universal válida para toda comunidad humana. Dicho de otra manera, la religión propuesta por Numa es desde el principio un instrumento adecuado a las exigencias y las tendencias del pueblo romano en una situación histórica determinada.44 Debe considerarse por ello que Maquiavelo a partir de esta lectura de Tito Livio asume la religión en función de instrumentum regni, o sea, bajo la condición de ver la religión como un medio de interacción del rey-sacerdote con un contexto político, social, militar, cultural y emotivo muy preciso, la asume en tanto posibilidad de transformar al pueblo sin desviar sus energías de las metas que venía persiguiendo espontáneamente.
Ahora bien, esta postura daría la impresión de una religión impuesta sin más desde la voluntad de los gobernantes, sin embargo, según anotamos antes, Numa eleva la religión a una forma de domesticar la ferocidad del pueblo, mas no de un pueblo carente de antecedentes culturales. Ya Rómulo le había dado forma, le había otorgado su ley, lo cual no era sino el sello con que dicha comunidad se hacía una idea de sí misma. De esta manera, se puede pensar que la religión impuesta por Numa no se construía sobre la nada, sino respetando y justificando de algún modo las pasiones, creencias e intereses populares y no sólo las de la élite dominante. Y si el pueblo obedece a esas imposiciones más allá de la fuerza de los dominadores, lo hace porque se siente identificado de alguna manera con los intereses de estos. Sin duda, esa identificación mínima no implica el completo apaciguamiento del pueblo respecto a la defensa de sus intereses frente a los de la clase dominante, pero sí es una forma de hacer que las partes generen unas reglas de juego más claras, vale decir, una aceptación y obediencia de la autoridad por parte del pueblo, y en reciprocidad, por parte de los dominadores, unos deberes de protección y limitación del ejercicio de su poder frente a los dominados.
La interpretación realizada por Maquiavelo de la figura de Numa, no la hace emerger por la sola voluntad del rey-sacerdote. Es el producto de una interacción con quienes le obedecen. No es una sencilla y plena manipulación del gobernante sobre el gobernado, de acuerdo con cierta lectura de El Príncipe, sino planteada ahora desde una perspectiva distinta, la del pueblo. Es evidente que el instaurador de una religión, además del cariz místico con que rodea su personalidad, también debe tener ciertas cualidades psicológicas y en cierto sentido sociológicas, mejor aún, debe poseer la capacidad de reconocer las costumbres de sus partidarios y del modo de vivir que desean, inclusive ha de saber elegir los medios para conseguir sus fines particulares sin chocar con aquellos deseos abiertamente, “naturalizándolos” de modo que sean aceptados. Por lo tanto, el rey-sacerdote no puede ni debe eludir la opinión del pueblo, ni mucho menos evitar buscar encontrarse con él, generando los mecanismos más eficaces capaces de transmitir sus enseñanzas.45
Es claro que Numa conoce a su pueblo, sabe que está conformado por labradores y guerreros, es decir, por hombres de montaña o individuos expuestos a los peligros permanentemente y por lo mismo dispuestos a buscar apoyos ultraterrenos donde encuentren la promesa de recibir beneficios para sus tierras o protección para sus vidas.46 De ahí que Maquiavelo considerara aquellos tiempos “plenos de religión”. Así, cuando Numa acude a la imagen de la diosa Egeria47 como su consejera, sólo introduce una autoridad superior con la que tanto dominados como dominantes se identifican o sienten que hace parte de sus hábitos, de sus sentimientos y por lo mismo se transforma en un símbolo congregante, el cual orienta e inspira la suficiente confianza como para asumir sus designios y seguirlos.
Si la ninfa ―como la llama Maquiavelo― le daba ciertos consejos al rey Numa, era relativamente fácil atraer la aceptación de la comunidad en general imprimiendo la nueva forma en sus hábitos, sentimientos y deseos. Para ello Numa acude a los oráculos, a los augures y a los arúspices,48 pero no intenta modelar la ferocidad de los romanos imponiendo normas de conducta represivas, sino que acude al “consenso” entre dominantes y dominados.49
En efecto, Numa se convierte más que en el refundador de la religión romana, en el guía que les ofrece a los gobernantes y los gobernados romanos la manera de orientar sus fuerzas: por una parte consigue la obediencia del pueblo, sin hacerlo pasivo, lo “civiliza”, le enseña a respetar las leyes y a defenderlas; por otra, lleva a los gobernantes a mantener el respeto y el interés por animar los deseos del pueblo. Es posible que el gobernante o la casta de los dominadores no participen de las mismas creencias o desconfíen de las creencias del pueblo, pero en tanto se asuma como gobernante debe observar el culto divino, pues “es causa de la grandeza de las repúblicas, así el desprecio es causa de su ruina”.50 Hacer lo contrario es garantizar la enemistad de los dominados y la constante amenaza de rebelión o desobediencia. En cierta forma, se puede hablar de manipulación, pero en doble vía: por una parte el gobernante si no cree en la religión del pueblo, debe someterse y aparentar que cree, actuando en consecuencia, respetando los rituales, festividades y juegos sagrados; por otra, el pueblo garantiza su obediencia si se encuentra con un príncipe que manifiesta en público creer en lo mismo que él cree.51 Por consiguiente, la expansión de Roma se explica como una tarea colectiva en la que un conjunto de intereses en pugna se unieron en dirección a alcanzar el mismo objetivo.
De este modo, la primera enseñanza religiosa brindada por Tito Livio consiste en ubicar el poder del pueblo en aquello que “cree” colectivamente, y no necesariamente en lo que piensa racionalmente o en una forma de actuar acorde con las instituciones; y la fuerza de sus creencias posee más vigor que la del príncipe. Consecuente con ello, Maquiavelo considera al pueblo ignorante capaz de intuir la verdad y de ceder ante un hombre digno de fe del cual creen les dice la verdad, como era el caso de Numa, en tiempos de Livio, o el de Savonarola, en los del propio florentino.52
La religión vista así es una relación de fuerzas entre dominantes y dominados, en medio de la cual se establecen los modos de obediencia. Pero también es un símbolo construido a través de la lucha, al son de las pasiones, imaginación, deseos, opiniones y, desde luego, la racionalidad, aunque esta no sea hegemónica. En la construcción del símbolo religioso el pueblo aprende a combatir y el gobernante a educarlo reconociendo su naturaleza. Y en ese proceso se genera una clara identificación entre dominantes y dominados que posibilita su convivencia pacífica y la generación de un proyecto común. En este caso, cuando Numa logra insertar sus creencias en el pueblo romano, consigue canalizar sus energías en la coexistencia interna y al mismo tiempo las encauza dirigiéndolas contra el enemigo exterior, simultáneamente promueve la vocación expansionista que caracterizó a los romanos; creencias y vocación que parecen haber sido abandonadas por los compatriotas y contemporáneos de Maquiavelo.
Conclusión
Si como decíamos al principio de este escrito, invocando la autoridad de Cassirer y Kolakowski, la eficacia de toda religión se sintetiza en lograr la jerarquización de valores y conseguir la obediencia o el sentido del deber de los miembros de una comunidad y con ello la garantía de conservación del orden social, podría decirse entonces que, en función de esa eficacia universal de la religión, a un Estado cualquiera le pudiera dar igual integrar a su ordenamiento el cristianismo o el paganismo. Pero es claro que, como se ha deshilvanado esta idea hasta aquí, Maquiavelo no lo aceptaría. Y no lo haría, porque la búsqueda que emprendió en los Discursosno era meramente una presentación, sino la rehabilitación de la antigua virtud de los romanos, como vivere civile; pero aún más, en esa búsqueda pudo establecer que tampoco daba igual toda la virtud romana ni cualquier interpretación. Respecto a esto último, nos advierte de cuidarnos de intérpretes como Cicerón ―por lo menos del que reflexiona en De natura deorumy De divinatione―, sus dudas debilitan el principio fundamental de toda religión, es decir, la autoridad; pero lo que es peor, su “patriotismo ultraterreno”, en particular, el expresado en De Republica, termina llevando al ciudadano a las mismas metas que se proponía el cristianismo, como religión trascendente, contradiciendo el sentido de la búsqueda pretendida por Maquiavelo. O la postura del epicúreo Lucrecio, aunque inspiradora para el florentino, pues si bien reconocía que las cosas siempre se han mantenido iguales, empero, cambian cíclicamente en su interior, quedando en el aire la sensación de poner en aprietos la conservación de todo lo sagrado o el mantenimiento de una tradición mínima. Además, con la muy intelectual intención de combatir toda superstición, el poeta le quitaba a la religión su función orientadora o civilizadora, requerida para organizar cualquier base comunitaria a la hora de aspirar a mejorar en todas sus dimensiones.
Acudir a la historia de Tito Livio, en ese sentido, tenía como fin buscar en los comienzos,53 pues el florentino supone que los comienzos han debido ser buenos y así lo demostraba el caso de Numa civilizando las costumbres de un pueblo feroz. El rey-sacerdote enseñó a su pueblo a observar la religión como sinónimo de observar la justicia. Generó así la tradición y con ello la fórmula sobre la cual se sostenía la moral o el ánimo de un pueblo de guerreros, expuesto continuamente a la derrota o al fracaso de sus empresas. La religión pagana, en sus orígenes, preparaba al pueblo y a sus líderes a recobrar la virtud en caso de desastre, restableciendo los antiguos modos y órdenes. Todo ello no significaba otra cosa sino la recuperación desde su base del sentimiento que dio desde un principio origen a la eficacia de la religión: el temor. Bordeando muchas veces los límites del terror, se desvela el temor como la realidad donde radica la causa de la obediencia y el respeto a la autoridad. Pero allí no se estanca, también es cierto, el uso del temor debe evolucionar hacia la virtud. En la medida que un pueblo ha insertado en lo más íntimo ese temor, devendrá en un pueblo educado, capaz de aprender a reconocer la libertad romana, el vivere civile, como una “práctica” experimentada en el culto, los ritos, las costumbres y, sobre todo, en la participación política en la vida de la ciudad.
En aquella Roma, descrita por Tito Livio y reconstruida por Maquiavelo para las necesidades de su tiempo, no existía la libertad de la ciudad independientemente de los ciudadanos ni lo contrario. Diferente a lo que ocurre en la modernidad, la libertad no era inherente al individuo, sino que era un modo específico de vida. Los romanos la protegían considerándola un complemento de la Justicia, entendiéndola así como la virtud por excelencia. Si se perdía la libertad, los antiguos romanos comprendían de inmediato que se perdía el orden justo, y esforzarse por recuperarla significaba el renacimiento de una nueva vida y de una nueva virtud, es decir, de un nuevo orden que observa la religión de la justicia.54
Por otra parte, temor y justicia terminaban coincidiendo, se vinculaban en la figura de la autoridad. Y esta se concretaba en un hombre. Maquiavelo traduce este proceso de consagración no en una jerarquía sacerdotal o en un príncipe, sino que, según sucedía en la antigua Roma, la radica en un ciudadano. Esa es la ejemplaridad que extraía el florentino del paganismo romano: la utilidad que representa ir al pasado para hacer la crítica a la religión contemporánea, al cristianismo. Se insinúa desde ya, en la república mixta concebida por Maquiavelo para la modernidad, que la “secta cristiana”55 debe transformarse en lo contrario a lo que ha sido desde los tiempos de san Agustín, esto es, debe dejar de ser una religión para la redención de hombres extraordinarios que viven en este mundo preparándose para huir al Más Allá; y, en cambio, debe convertirse en una religión que, en función del nuevo Estado que propone el florentino, de acuerdo con la idea que se ha hecho del paganismo romano a través de Tito Livio, se dirija a educar y alentar las empresas terrenales de hombres comunes, modestos practicantes del vivere civile, aquí y ahora. Crítica que, aprovechando lo expuesto aquí, merece un análisis especial, el cual abordaré en otro lugar.