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Acta poética

versión On-line ISSN 2448-735Xversión impresa ISSN 0185-3082

Acta poét vol.27 no.2 Ciudad de México oct./nov. 2006

 

Reseñas

 

La narración herida

 

Norma Garza Saldívar

 

Esther Cohen, Los narradores de Auschwitz, México, Fineo/Lilmod, 2006.

 

Desde este nuevo siglo ¿qué posición tomar frente al pasado?, ¿cómo recuperar lo que ya ha sido?, ¿cómo reconocerse en el ahora si no hay una elaboración del ayer? Para recordar y guardar memoria hay que imaginar. Imaginar para ver y dilucidar lo que fue, crear con la narración el lugar de la memoria. Porque si algo caracteriza también a nuestro tiempo es el no querer saber demasiado, el no pensar desde la imaginación, o simplemente el quedarse en el olvido construyendo monumentos, o conmemorando fechas y nombres sólo para ensalzar el instante efímero, pero no para congregar la memoria de los otros, y es que vivimos más afectados por los eventos de la información que por las experiencias de la narración, como diría Walter Benjamin.

El libro de Esther Cohen, Los narradores de Auschwitz, desentierra o saca a la luz otros rostros de la barbarie, del holocausto. Retoma otras voces para contar de nueva cuenta, no para transmitir información sino para sumergirnos en la vida del narrador, del acontecimiento, de la experiencia que no se agota aun terminado el libro. Sus ensayos parten desde la gestación o el presagio del horror hasta la consolidación y la herida, una herida que queda siempre como posibilidad. Con su escritura, Esther exhuma restos, rostros, huellas, nombres: pone en acto la memoria. Nombra e indaga sobre lo que hay detrás de vidas como las de Jean Améry, Primo Levi, Imre Kertész, Joseph Roth, Franz Kafka, Victor Klemperer, Etty Hillesum y Albert Camus, y también de algún modo nombres como Paul Celan, Walter Benjamin y Hanna Arendt. Nombrar para dar forma a la vida, ya que "carecer de nombre es pertenecer a la muerte: sin cualidades, ni sombra, ni sueño, ni imaginación, ni alma", como escribe Esther, pero en su libro El silencio del nombre, donde aparece uno de sus primeros ensayos que yo leí: "Narrar los nombres". Ahí, en ese ensayo, explicaba que cada nombre en cualquier comunidad o sociedad es una especie de microrrelato de vida, de historia condensada; una cultura se conoce y se puede penetrar por sus nombres propios que "no son sino los pequeños relatos y los grandes fantasmas que habitan (esa cultura) y le dan forma". Fantasmas o espectros que Esther recoge ahora en este libro, lo que le permite ver y pensar de otra manera las sombras del totalitarismo, del "discurso mortífero", de Auschwitz como un horizonte de posibilidad, como un cierto horizonte de nombres silenciosos. Como el de Paul Celan que Esther, de algún modo, recoge en este libro, y que ahora cito porque muestra esa forma ambigua y ambivalente de la lengua y, en ella, la huella del horror que permanece:

Accesible, próxima y no perdida permaneció, en medio de todas las pérdidas, sólo una cosa: la lengua. Sí, la lengua no se perdió a pesar de todo. Pero tuvo que pasar entonces a través de la propia falta de respuesta, a través de un terrible enmudecimiento, pasar a través de las múltiples tinieblas del discurso mortífero. Pasó a través y no tuvo palabras para lo que sucedió; pero pasó a través de lo sucedido. Pasó a través y pudo volver a la luz del día, 'enriquecida' por todo ello. En esa lengua he intentado yo escribir poemas en aquellos años y en los posteriores: para hablar, para orientarme, para averiguar dónde me encontraba y a dónde ir, para proyectarme una realidad.

Una lengua, entonces, que pasó a través de lo sucedido, de la sordera y la ceguera, de la falta de respuesta y del enmudecimiento. Una lengua que conserva la huella de la aflicción, de la muerte y el dolor, que tuvo que pasar a través de, y ser atravesada por la experiencia concentracionaria. Por ello, sí, quizá Esther tenga razón al preguntarse si "estamos ante un nuevo género testimonial: el género de la literatura concentracionaria nazi". Un género herido de realidad, pero que inevitablemente busca realidad, porque ésta no está dada: exige la búsqueda y la creación, exige la narración, y en este sentido, exige a Los narradores de Auschwitz. Pero ¿cómo dar cuenta de la experiencia humana, cuando es lo humano lo que se cuestiona, cuando la experiencia se ha convertido en "el exterminio y el borramiento del rostro del ser humano", como escribe Esther? ¿Cómo narrar, pues, cuando la experiencia se ha empobrecido y lo humano se ha exterminado?

Esther parece no perder la esperanza de que ahí, en el horror, pueden estar el ojo y el oído atentos al otro, porque el narrador recurre a toda una vida, una vida que, por lo demás, como escribe Benjamin, "no sólo incorpora la propia experiencia, sino, en no pequeña medida, también la ajena. En el narrador, lo sabido de oídas se acomoda junto a lo más suyo"; y es que no hay verdadera narración si no hay quien hable, si no hay quien escuche. Recoge, pues, ciertos momentos a través de las existencias de aquellos que intuyeron, que vivieron o que reconocieron el peligro; aquellos que narraron su propia experiencia. Unos, desde el rencor o la venganza contra la vida, otros desde la pasión o la lucidez, porque como escribe Deleuze, "hay cosas que no se pueden hacer ni decir más que desde cierta mezquindad anímica [...]. A veces basta un gesto o una palabra. Son los estilos de vida, siempre implicados, quienes nos constituyen". Son esos estilos de escritura con los que Esther dialoga, pero también estilos de vida, no como algo meramente personal, sino como la invención de una posibilidad vital, de un modo de existencia.

Con su escritura ensayística, Esther realiza lo que Deleuze quería: hender, rajar, atravesar las palabras o las frases, para extraer de ellas enunciados, nuevos significados que nos ayuden a vislumbrar nuestro presente y a cuestionar ¿qué es lo que somos hoy capaces de decir, qué somos capaces de ver, todavía seremos capaces de escuchar? En este libro, Cohen profundiza en la experiencia de varios autores, y si bien el tema de todos sus ensayos es la experiencia de los campos concentracionarios, Esther no sigue un pensamiento lineal, sino que es a partir de la heterogeneidad de los diversos estados de ánimo, de las crisis por las que atraviesa cada uno, con lo que construye más una "cordillera volcánica", como diría Deleuze, que un sistema tranquilo y equilibrado.

La sociedad de la que hablaba Jean Améry, nuestra sociedad, ¿se habrá curado de Auschwitz, se habrá curado del uso de una retórica represiva? Frente a la enfermedad el amor por la lengua, la escritura como resistencia, como respuesta, como metamorfosis de la muerte en vida para sobrevivir, para seguir contando. Se trata de reelaborar con la escritura el rostro desfigurado de la condición humana. Transformar, transmutar, metamorfosear, como quería también Canneti, la realidad. Crear constantemente al tiempo que se relata.

Deleuze se refería a la obra de Kafka como el "diagnóstico de todas las potencias diabólicas que nos amenazan"; el libro de Esther bien puede ser el diagnóstico de una condición humana enferma de indiferencia y horror, que no se refiere sólo a un tiempo pasado, a lo que ya fue, sino a una memoria, es decir, a lo que atañe también a nuestro presente y a un futuro, y en este sentido a una amenaza todavía vigente. Ejercicios de memoria, afirma Esther, es lo que Albert Camus hace en sus novelas y ensayos; pero también lo que la misma Esther nos propone en este libro. Memoria que, como ella misma escribe, "tiene que producir acontecimientos, nuevas formas de acción, de organización y de vigilancia: de conciencia". Y es desde la memoria y la escritura sobre Camus que Esther nos previene: "habrá que estar alertas a la barbarie de la peste que desde ya nos habita".

Después de leer el libro de Esther sabemos más sobre lo que el mundo ha perdido, sobre la justicia que muere cuando muere el narrador, pero también sobre la forma, el modo de vida, el rostro que nos deja la escritura de los muertos o de la muerte. Su escritura está marcada por el encuentro entre literatura, filosofía e historia, y en su diálogo continuo con la existencia se convierten ya en otra cosa: en ensayo. Una escritura que encuentra su unidad a través de las rupturas, de la experiencia del pensamiento y de la crítica poética, para hacer con ello un modo de existencia, un estilo propio, el de Esther Cohen, que nos muestra la huella de una realidad herida que se proyecta, justamente, en Los narradores de Auschwitz.

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